18. LA LLEGADA A ALEJANDRÍA
Costa de Egipto
Estación de akhet (inundación)
3 d. C.
Una miríada de destellos ambarinos anunció la primera claridad del día sobre un mar confundido con el cielo. El barco parecía flotar en la nada y, por unos instantes, Lucio creyó que hasta el tiempo se había detenido. De repente, como una aparición, se delineó el horizonte. Solo entonces se separó el cielo de la tierra, que fue emergiendo paulatinamente, como en el día de la creación.
Lucio contemplaba absorto la creciente franja amarilla pugnando contra las sombras, que se batían en retirada. Surgió por estribor un punto naranja y brillante sobre la tierra aún muy lejana. Un marinero le tocó el hombro y le ofreció un vaso de vino aguado. Lo acepto, casi no le quedaban víveres. Sacó de su bolsa un trozo de pan duro y lo mojó en el vino; al menos, acallaría su estómago durante un rato. El barco viró y un golpe de mar hizo que el vaso se derramara sobre su manto. El punto anaranjado, cada vez más cerca, empezó a centellear.
—Fuego en tierra firme —le comentó Lucio a un marinero mientras señalaba hacia el horizonte.
Al oír sus palabras, otros se acercaron sobresaltados para mirar hacia la proa. Después se sonrieron unos a otros. El de más edad dijo:
—No te equivocas, muchacho, es fuego. En la torre están quemando espuertas de alquitrán y excrementos.
—¡La mierda seca del buey Apis! —exclamó un jovenzuelo de dientes carcomidos. Todos estallaron en carcajadas ante la cara de desconcierto de Lucio.
—Es el faro —le informó el más viejo—, el faro de Alejandría.
Hasta hacía unos meses era escriba de los ediles de Barcino y ahora se hallaba en el otro extremo del mar, a punto de llegar a la ciudad más admirada y odiada: la ciudad de Cleopatra VII. Quién habría imaginado que cumpliría tan pronto uno de sus deseos. Cerró los ojos y aspiró el aire fresco del amanecer. El sueño de Alejandría. Había dejado cartas escritas para su familia en casa de tía Domicia informando de su destino. Quizá hubieran llegado ya a Barcino.
Se divisaba la mole del faro, que a medida que se iban aproximando sobrecogía por su altura inconcebible. Los rayos de un sol recién nacido reverberaron en la piedra caliza del edificio, tan blanca que asemejaba mármol. Lucio comprendió enseguida la utilidad del ingenio al contemplar la costa, completamente llana. Era el faro de Sóstrato de Cnido, aunque su gramático Polifonte lo habría corregido diciendo: «¡Es el faro de Ptolomeo II Filadelfo! ¡El rey que lo ha mandado hacer y quien lo ha pagado!». La fama nunca se la llevaban los verdaderos ejecutores de las obras, y le pareció injusto.
Comprobó que la carta para el prefecto aún siguiera en su zurrón. Tía Domicia se había enojado con él por rechazar el ofrecimiento de viajar acompañado de un esclavo. «Un tribuno necesita un esclavo personal. ¿Quién te pulirá la coraza? ¿Quién te preparará un baño? Acabarás comprando uno, y en Alejandría te resultará caro».
Se sentó sobre un fardo, dejando que el sol le calentara el rostro. Le resultaba difícil serenar su pensamiento. Llevaba días durmiendo mal y por las noches le costaba distinguir entre las imágenes soñadas y las imaginadas. Estaba deseoso de contemplar las pirámides, averiguar si realmente habían sido levantadas con la poderosa magia de los sacerdotes antiguos. Si Polifonte supiera que estaba a punto de probar sus tan añorados higos de sicómoro y la cerveza que se come con cuchara, y conocer la fragancia de las matas de heliotropo del templo del sol… El gramático, hijo de un mercenario griego y una egipcia, nacido en Heliópolis, le había hablado largamente sobre Egipto. Le había dicho que los alejandrinos eran revoltosos y embusteros, pero muy trabajadores; ni siquiera los tullidos estaban ociosos, pues a todos, fuera cual fuese su dios, les unía la adoración a un mismo ídolo: el dinero.
La embarcación rebasó el Puerto del Buen Regreso y pasó muy cerca del faro. No recordaba haber visto algo tan formidable en toda su vida. Los innumerables ventanucos servían para resistir los embates de las tempestades. El faro estaba compuesto de tres cuerpos, el más bajo era rectangular, el central octogonal y el superior, justo debajo de donde surgían las llamas, era un templete circular. Una estatua de bronce de Poseidón lo coronaba y, en las esquinas del primer nivel, unos tritones se encaraban a los cuatro vientos.
Entraron en el puerto oriental, resguardado del mar abierto por un sistema de diques cuyas dimensiones empequeñecían el rústico puerto de Ostia. A la izquierda, el cabo Lochias rodeaba con sus brazos el puerto donde, unos años atrás, habían fondeado las naves de los faraones. Dentro del cabo, complejos palaciegos y jardines colgantes rivalizaban en belleza y en colorido, pues cada uno de los Ptolomeos había querido distinguirse de su antecesor construyendo el palacio más lujoso. Dejaron a la izquierda el embarcadero de los santuarios, cuyas escalinatas, flanqueadas de esfinges, llegaban hasta el mar. En muchos tramos la muralla estaba derruida o bien había sido engullida por las edificaciones. Defendida por Roma, Alejandría no le temía a nadie.
Cientos de barcos, birremes y falucas atestaban los muelles. Enfilaron hacia uno de los diques y atracaron. Enseguida, unos funcionarios subieron a bordo para revisar la carga. Desde la fundación de la Biblioteca de Alejandría, un edicto real obligaba a todos los visitantes a entregar los rollos que llevaran consigo para ser examinados por los sabios. Si estos lo creían conveniente, los copiaban y devolvían a su dueño los originales. A Lucio le requisaron el volumen de Vitruvio. Pasado este trámite, se despidió del capitán y de los demás pasajeros. Uno de ellos le indicó cómo llegar a su destino: Nicópolis, el campamento romano.
Caminó entre estibadores, marineros y algunas mujeres vestidas a la griega. Había nutridos grupos alrededor de tenderetes de comida de donde se desprendían los más variados olores. Le habían contado de la magnificencia de las construcciones alejandrinas y del lujo de sus jardines, pero no de los aromas, fragancias nunca percibidas por sus sentidos, emanadas de enormes flores rojas y blancas que crecían en varas, confundidas con el tufo del pescado cocinado con especias. Y las voces, una algarabía de lenguas como en las callejuelas del barrio de la Subura. Varios comisionistas de tabernas lo quisieron arrastrar, pero él se desembarazó con firmeza, cuidando de sus pertenencias.
Lo sobresaltaron unos relinchos; de un barco cercano, unos mozos intentaban desembarcar varios corceles, altos y esbeltos, de formas elegantes, muy diferentes a los pequeños percherones de Hispania. De otra embarcación bajaban unos nubios cargados con fardos de bellas pieles de felinos desconocidos para Lucio. Otros porteadores se cimbreaban bajo el peso de un gran objeto puntiagudo, blanco y curvado. ¿Sería un colmillo de elefante? Lucio, embriagado por las novedades, sonreía. No podía creer que estuviera allí.
Enseguida llegó a la Vía Canópica, la arteria principal. Las calles de la ciudad soñada por el gran Alejandro y construida por Dinócrates de Rodas eran rectas y anchas, y disponían de tuberías de agua. Por la avenida, porticada de principio a fin, podían pasar holgadamente varios carruajes a la vez. Continuó hacia el este, deteniéndose a curiosear por las extensas explanadas, el Paneum, el Ágora, el recinto del Gimnasio y la avenida del Museo. No sentía hambre ni calor, extasiado ante las columnas que parecían palmeras, los capiteles como capullos apretados, los discos solares alados sobre las puertas, las cornisas coloreadas y los ureos, todo ello imbricado con la mayor naturalidad en la arquitectura de estilo griego. Agotó las hojas de su cuardernillo de papiro, de tantos bocetos y dibujos. A pesar de que las cosas no habían salido como esperaba, no le había ido tan mal. Quinto estaría en Germania, con barro hasta las rodillas y rodeado de salvajes.
Su corazón se alegró súbitamente cuando oyó hablar latín a un grupo de hombres. Eran legionarios de la Tercera Cirenaica, acantonada en Nicópolis. Le informaron de que aún tenía por delante treinta estadios antes de llegar al campamento.
Mientras Publio Ostorio Escápula, el prefecto de Egipto, leía la carta de tía Domicia, Lucio recordaba las burlas de su padre cuando hablaba de los tribunos: oficiales jóvenes y con poca experiencia de mando. Recordó la historia del tribuno Minucio Escauro, quien se había agarrado al faldellín de Gayo Celio al saber que debía entrar en batalla. Por suerte, Egipto era un destino tranquilo y, como mucho, le encomendarían tareas rutinarias y administrativas.
Cuando acabó de leer, el prefecto clavó en Lucio su mirada. Su rostro mostraba unas profundas arrugas que le descendían desde las aletas de la nariz hasta las comisuras de los labios, lo cual aumentaba la dureza de su expresión.
—Una mujer muy bien relacionada, Domicia Calvina. Las cenas en su casa siempre son estimulantes. —Hizo una pausa para comerse un dátil y continuó—: Así que tu padre es caballero.
—Sí, señor. El general Agripa lo nombró centurión primus pilus de la Cuarta Macedónica en Cantabria. Después fue prefecto del campamento durante la construcción de la Colonia Julia Augusta Faventia Paterna Barcino —dijo Lucio, muy erguido, evitando su mirada, como le había indicado Gayo, y fijando los ojos en una clepsidra al fondo de la estancia.
—Y dime, ¿por qué te presentas ante mí desastrado y polvoriento? Apuesto a que vienes directamente del puerto. Mírate, traes el manto manchado y hueles a sentina, ¿no te enseñó tu padre que ante un superior hay que presentarse limpio y descansado?
Tenía razón. Había pasado todo el camino absorto en sus dibujos y deslumbrado por las construcciones, hasta el punto de olvidar su aspecto. Tardó en responder, pues no sabía qué decir para no parecer provinciano, de manera que Publio Ostorio volvió a hablar:
—Así que Lucio Celio. Lucio Celio… ¿qué más? Conozco a los Celios Rufos y a los Celios Caldos, todos insignes varones de rango patricio. ¿Quién era el padre de tu padre?
No había empezado con buen pie. Y aquella pregunta lo llevaría a terrenos aún más pantanosos.
—El padre de mi padre era Atisio de Bononia, señor.
—¿Atisio de Bononia? Vaya, vaya, así que tengo ante mí a Lucio Celio, hijo de un legionario advenedizo y nieto de un galo greñudo. Otro bruto hispano que quiere salir del estercolero. Como tu padre lo consiguió, a saber con qué oscuras maniobras, tú también crees poder hacerlo, ¿no es así? —Eligió otro dátil de una pequeña fuente de plata y lo mordisqueó con parsimonia, como estaba haciendo con él. Continuó—: El problema, hijo, es que la dignidad ecuestre no se hereda. Entonces, ¿qué hacemos?
Aquello no lo había previsto. Esperaba que en la carta de tía Domicia quedaría clara cuál era su situación. Se sintió desarmado y dudó entre hacerse valer o callar, mostrando sumisión. Nunca antes se había sentido tan humillado; el origen de su padre o de su abuelo jamás había sido un problema. Añoró la vida sencilla de Barcino. Siguió sin hablar, conservando el porte marcial y la mirada al frente, apretando las mandíbulas para no estallar. El prefecto prosiguió:
—Tu tía me pide que te devuelva a Roma con una recomendación para ingresar en el orden ecuestre. Es lo mínimo aceptable para un sobrino suyo.
Se esforzaba por encontrarle sentido a las palabras: galo greñudo, legionario advenedizo, bruto hispano. ¿Debía seguir callando? ¿En eso consistía ser soldado? Escápula estaba insultando a su abuelo, a su padre, a él mismo. Desvió ligeramente la mirada de la clepsidra y observó la fastuosa estancia, atestada de objetos preciosos. La estatua de un celta moribundo. La cabeza de un filósofo. Una victoria alada. Un ánfora ática con Hércules matando al toro de Creta. El botín del vencedor.
—Escúchame bien. En atención a mi amiga Domicia, estoy dispuesto a saltarme el procedimiento normal. Sírveme con obediencia y, cuando vuelvas a Roma, podrás ir directo a la domus Augusta a recibir de manos del mismísimo emperador el anillo de caballero y el caballo del Estado.
—Señor, estoy al servicio de la República y del César.
¿Había hablado él? Le sobrevino un fuerte sentimiento de irrealidad. Se veía a sí mismo interpretando un personaje. Pero había algo peor: sentía que el temible Publio Ostorio Escápula, el antiguo jefe de los pretorianos en Roma, lo estaba comprando. «Sírveme bien y te recompensaré». ¿Era eso lo que le habría dicho su abuelo Domicio a su padre?
—Si cuentas con el respaldo de Domicia Calvina será que no eres tan incapaz como pareces. Según dice esta carta, has recibido instrucción militar y buena educación, aunque cuesta creerlo. ¿Has traído algún esclavo de tu confianza?
—No, señor. La inexperiencia y mi necedad me llevaron a rechazar el que me ofreció mi tía.
Publio Ostorio levantó la vista, lo miró y sonrió. Los surcos de su cara convirtieron la sonrisa en mueca. Se levantó y se acercó a un Lucio tan cerúleo como la cabeza del filósofo que contemplaba.
—Magnífico, el bruto hispano sabe hablar. —Caminó en torno a él, observándolo—. Tienes buen cuerpo, pareces fuerte. Estoy harto de niñatos presuntuosos y perfumados. Tengo un puesto para ti, pero no es precisamente como tribuno militar.
Lucio abandonó su hieratismo y miró finalmente al prefecto:
—Si no es un tribunado, ¿qué puesto voy a desempeñar?
—Se trata de algo… de mucha mayor importancia, pues asistirás a uno de los altos funcionarios de Augusto. Haz un buen trabajo y yo mismo recomendaré tu ingreso en la procuraduría de finanzas. Roma necesita caballeros leales al emperador, tu abuelo Domicio y tu padre lo han servido bien. Espero que tú sigas su ejemplo.
—A sus órdenes, señor.
—Apuesto a que aún no has desayunado. —El prefecto parecía haberse relajado, y su expresión era de satisfacción—. Ven, siéntate conmigo.
Publio Ostorio lo condujo a un extremo de la estancia, donde se sentaron en dos escabeles ante una pequeña mesa con comida. Lucio se quedó mirando unas frutillas de un color amarillo rosado que parecían higos. ¿Serían los higos del sicomoro? Dátiles y pastelillos de pasas completaban el cuadro.
—Toma, prueba este vino arsinoita. Es excelente.
—¿Puedo insistir, señor, en saber cuál va a ser mi cometido? Estoy impaciente por empezar —dijo tras dar un sorbo. Era un vino muy dulce y especiado.
—Eres un plebeyo muy bien respaldado. La fortuna te acompaña, porque vas a formar parte de la guardia del Idios Logos.