41. EL HORROR DE PUENTES LARGOS
Puentes Largos (Germania)
Verano
15 d. C.
El pantano yacía amortajado en una algodonosa neblina cuando las legiones iniciaron la marcha, justo antes del amanecer. La vanguardia y el aquilifer de la Primera Legión encabezaban la columna. Tras el águila, el signifer llevaba el estandarte con el león. Detrás seguían los carros con las herramientas de los ingenieros; las mulas con las estacas para la construcción del campamento y las tiendas de piel de becerro aceitadas, una por cada contubernio; la maquinaria de guerra; el equipaje de los oficiales; el carro médico con los heridos y los carros con la cebada y los aprovisionamientos. El flanco derecho estaba custodiado por la Quinta Legión, mientras que la Vigesimoprimera y la Vigésima protegían el flanco izquierdo y la retaguardia respectivamente.
Los soldados que defendían los costados avanzaban penosamente por el fango, con los pies hundidos a veces hasta medio muslo. Las furcae, de las que colgaba el hatillo con toda la impedimenta, las habían dejado en los carros, pues preveían que no sería una marcha tranquila. El casco les protegía la cabeza del frío y de la humedad, y el escudo lo llevaban desenfundado, pues debían estar listos para un ataque repentino. Algunos lo apoyaban sobre la cabeza para no correr el riesgo de que se mojara y fuese aún más pesado. Por la larga y estrecha pasarela de madera que atravesaba las zonas pantanosas traqueteaban los carros. A ambos lados de la ciénaga, como un muro impenetrable, se alzaban colinas densamente arboladas. Los queruscos, tras dos días y dos noches de hostigamiento, no habían perdido fuelle. Confundidos entre los árboles, golpeaban sin tregua sus escudos multicolor, pintados con extraños símbolos sinuosos y criaturas fantásticas, y de sus gargantas salían sonidos tan aterradores que parecían emitidos por criaturas infernales.
A unas millas de distancia por delante de la columna, el ingeniero Lucio Celio bregaba junto a sus hombres acabando de reparar la tablazón de la pasarela, podrida en algunos tramos. Trabajaban entre la neblina y la oscuridad, con el aliento del enemigo en la cerviz y sus alaridos taladrándoles el cerebro. De vez en cuando, se oía un zumbido y un hombre caía. Lucio, con una maza en la mano, golpeaba con fuerza las estacas para hundirlas en el lodo. En cada silbido sus músculos se tensaban aún más, pues en la memoria de su cuerpo había quedado grabado el funesto sonido de la flecha que lo había derribado del camello. Dejaba hablar a sus hombres libremente, para mantenerlos entretenidos y que no notaran el temblor de sus manos cada vez que paraba para descansar.
—¿Por qué no admiten su derrota? Les hemos arreado bien este verano, ¿es que quieren más? —dijo un legionario de nariz ganchuda.
—¡Solo hemos vencido a los marsos y a parte de los queruscos! Esta tierra está infestada de hordas de salvajes.
—Los hombres de Germánico deben de estar ya a medio camino de Frisia, y nosotros aún aquí, viendo cómo nos masacran mientras chapoteamos en este repugnante lodo. Espero que Aulo Cecina sepa lo que hace. Reparar los Puentes Largos nos puede salir caro, ahora que ya estábamos de vuelta tras una victoria.
—Es un buen general —repuso un soldado de acento griego—, pero los dioses están con Germánico. Si regresamos vivos a Castra Vetera, pienso sacrificar tres palomas a Venus para que me ayude a encontrar una buena mujer que me esté esperando a la vuelta de la próxima campaña.
Lucio apoyó la maza en uno de sus hombros y escudriñó la neblina. La tímida claridad se abría camino apenas. Ya había perdido demasiados hombres en aquella condenada obra de ingeniería que atravesaba las extensas zonas pantanosas del río Amisia. Ninguno de ellos sabía que había sido el mismísimo Lucio Domicio Aenobarbo, su pariente lejano, quien había mandado construirla quince años atrás.
—No entiendo, ingeniero, cómo has preferido venir a esta tierra tan áspera y dejar Egipto. ¡Qué hembras debe haber allí! Dicen que Cleopatra era fea, ¡pero que sabía volver loco a un hombre!
—¿Y lo dices tú, Druso? —respondió el soldado de más edad, mientras ambos aserraban una tabla—. Me han contado que las hispanas te hacen hervir la sangre. Tú vienes de allí, ¿no?
—Druso es hispano, como yo —dijo Lucio—. Sí, son tiernas y cariñosas…, pero duras de pelar, ¿verdad, muchacho? Dejad ya la sierra. Las legiones no pueden estar lejos. Ajustad esos tablones.
«Tardan demasiado —pensó Lucio—, esto no me gusta».
—¿Cuánto tiempo has estado en Egipto, ingeniero? —preguntó Druso con la curiosidad propia de la juventud. Desde que lo conocía, no dejaba de mirarle la cicatriz de la mejilla, sin atreverse a preguntar cómo se la había hecho. Algún día se lo contaría.
—Once años. Junto a mi maestro Tito Flavio Quadrato aprendí todo lo que un ingeniero necesita saber…
«… en las minas del desierto, no en las selvas germanas». Lucio continuó hablando para sí mismo. Había arribado a Germania desconcertado y furioso al mismo tiempo. Nadie lo había instruido en el uso de las maderas locales ni en la resistencia de los materiales en situaciones de humedad extrema. A los pocos días de llegar, las órdenes fueron unirse a la Primera Legión, sin tiempo para formarse en aquel ambiente bélico. En otra época lo habría considerado un reto estimulante.
—¿Y qué hiciste en Egipto? —Druso insistía con una sonrisa, y jugueteando con el vaho que salía de su boca.
—Apuntalar las pirámides. Estaban a punto de caerse —contestó Lucio muy serio.
Los demás se miraron entre ellos con una media sonrisa. Lucio les guiñó un ojo. Rompieron a carcajadas y Druso se enfurruñó. Se lo había creído.
—En realidad estuve trabajando en explotaciones mineras en el desierto oriental. ¿A qué estáis esperando, señoritas? ¿A que Arminio os pinche el culo con la frámea? Macte animo!
No les contó que había dispuesto de largos permisos dedicados al estudio en la biblioteca de Alejandría junto a Androgeo. Tampoco les relató el asombroso viaje a la India con Arsínoe, en uno de los barcos de Harith, o las misiones desempeñadas para la red de informadores en Judea y en Mauritania. Entonces disfrutaba del favor de Augusto y sabía que en cualquier momento podía decidir dejar el ejército y volver a casa. Era un caballero, una sustanciosa herencia le esperaba, ¿qué más podía desear?
Aquella vida, privilegiada para un militar, se había truncado con la muerte del emperador. De manera inesperada, le había llegado una carta del nuevo prefecto para Egipto, el antiguo jefe de los pretorianos Elio Estrabón, comunicándole su nuevo destino: Germania. Debía partir de inmediato. Quadrato no había podido hacer nada, la orden venía de muy arriba. Egipto era un destino codiciado y probablemente colocarían en su lugar a alguien del círculo de Tiberio, alguien a quien debieran un favor. El nuevo emperador se estaba revelando como un hombre desconfiado, e incluso cruel. Una desagradable sensación resbalosa en los dedos de los pies, hundidos en el légamo, lo sacó de sus pensamientos.
Miró la pasarela, que se perdía en el horizonte. No estaba en absoluto satisfecho del trabajo realizado allí. Con los bárbaros hostigándolos desde el bosque no podían talar árboles, disponían de pocas planchas de madera y debían elegir qué lugares presentarían una mayor debilidad estructural. Las pasarelas constaban de dos hileras de estacas clavadas en el fondo del pantano. La superficie de paso la formaban planchas de madera que la falta de tiempo impedía ensamblar. Trabajaban a destajo, temiendo que de un momento a otro aparecieran las bestias germanas y los ensartaran con sus larguísimas lanzas.
—Esto no va aguantar, maldita sea —masculló Lucio entre dientes—. Podrá pasar un carro, dos a lo sumo, pero cuando pase el tercero algunas planchas se hundirán.
No comprendía cómo se le había podido ocurrir al general enviar a cuatro legiones por esa ruta. Después de varios años sin mantenimiento, era de esperar que los llamados Puentes Largos estuvieran en mal estado. Era imposible hacer un buen trabajo en aquellas condiciones.
Dentro de todo, había sido una suerte volver a encontrarse con Germánico después de tanto tiempo. Lucio lo había dejado muy impresionado años atrás, en la fiesta de Harith, adonde había acudido con su esposa embarazada, Agripina. En aquella época, todo el mundo apostaba por él como sucesor de Augusto. Aún era joven y con seguridad sucedería a Tiberio, su tío y padre adoptivo. El general Germánico había integrado a Lucio desde el primer día en el Estado Mayor de las legiones —sus años de experiencia en Egipto lo hacían muy valioso— pero la muerte y la indisposición de varios ingenieros lo habían obligado a trabajar sobre el terreno. Hasta ese momento todo había discurrido razonablemente bien. Estaba por ver si la vuelta por los bosques con la intención de reparar los Puentes Largos acabaría de manera tan satisfactoria. Lucio presentía que las cosas podían complicarse. Y mucho.
Alzó la vista hacia las telarañas que cubrían los bosques de abetos, oscuros como el antro de un cíclope. En su interior, afilando lanzas, picas y hachas, cubriendo sus cuerpos desnudos con pinturas de guerra, profiriendo chillidos intimidatorios en el hueco de su escudo, el enemigo se preparaba. Hacía ya horas que debía haber llegado el pelotón encargado de su protección. Algo estaba mal. Salió del agua y subió a la pasarela. Una tabla cedió y se rompió, algo que lo hizo desesperarse. Solo habían podido hacer una chapuza. No, no podía enviar a más hombres a cortar árboles, era una muerte segura. Los que quedaban vivos eran unos valientes.
De repente se escuchó un fragor y un gran chapoteo que se acercaba.
—¡A las armas! —gritó Lucio—. ¡Formación en testudo!
Maniobrando penosamente en la ciénaga, los hombres empuñaron sus espadas y se protegieron bajo los escudos, colocados a imitación del caparazón de una tortuga. Los segundos se hicieron eternos. Lucio fue más consciente que nunca de las penurias que habría pasado su padre en Cantabria. Los años en Egipto, excepto la estancia en Berenice Pancrisia, habían sido excitantes, pero pocas veces había estado en riesgo de muerte durante tanto tiempo.
La sorpresa fue mayúscula cuando vieron aparecer por la pasarela a la vanguardia de la Quinta y la Vigesimoprimera, cientos de soldados marchando por el pantano como una desbandada de aves zancudas.
—¡Por Marte Vengador! ¿Qué significa esto? —exclamó Lucio.
La formación se deshizo rápidamente y sus hombres se fundieron con los demás, preguntándoles qué sucedía. Lucio localizó por su crinera a un centurión y le exigió una explicación:
—Va a ser una masacre peor que la de Quintilio Varo en Teutoburgo, ingeniero. Allí se perdieron tres legiones, aquí se pueden perder cuatro —afirmó con inquietante seguridad.
—¡Pero estáis huyendo! ¿Qué pasa con los carros? —gritó Lucio, golpeando con la mano abierta el pecho del centurión, que a punto estuvo de caer de espaldas.
—¡No estamos huyendo! El general Cecina dijo que había una explanada seca a pocas millas de aquí. La Primera y la Vigésima se encargarán de defender los carros, mientras tanto nosotros iremos hasta esa llanura a construir un campamento donde poder refugiarnos esta noche —dijo el centurión con la mirada huidiza.
—¿Dónde están los legados? —preguntó Lucio.
No fue necesaria la respuesta. Los legados y tribunos de ambas legiones pasaron a toda velocidad por la pasarela, cabalgando al galope y haciendo caso omiso de los requerimientos de Lucio.
—¡Ingeniero Celio! ¿Qué hacemos? —le preguntaron sus hombres.
—Esta situación no me gusta nada. Hay que volver. Si las órdenes son correctas, estas dos legiones alcanzarán la explanada en breve, pero me huelo que los legados han decidido por sí mismos. No voy a tomar ninguna decisión aún, necesito ver al general Cecina. Podéis marchar tras estos o acompañarme a la batalla. Traedme mi caballo.
Los hombres se miraron unos a otros.
—¡Yo te acompaño, ingeniero!
Era Druso, el joven oscense siempre dispuesto para la acción. Se acercó con el caballo, que caracoleaba nervioso tras haber pasado unas horas en una pequeña isla de limo cercana a la pasarela. Ambos montaron en el mismo animal, se ajustaron bien el barboquejo del casco, acomodaron sus armas y partieron al galope. Un sol velado y frío empezaba a despuntar por detrás de las cimas de las colinas.
No pasó mucho tiempo hasta que llegaron al escenario del desastre. Tal como Lucio había temido, la pasarela había cedido bajo el peso de los carros y varios de ellos se habían precipitado al agua. Los hombres de la Primera habían vuelto atrás para levantarlos, momento que los queruscos aprovecharon para salir en tropel desde los bosques. La batalla había sido cruenta: las mulas despanzurradas aún relinchaban con lastimosa cadencia, se oían mugidos y lamentos por doquier, cientos de hombres habían caído bajo las frámeas germanas y los heridos transportados en uno de los carros habían muerto ahogados al no poder salir del agua.
—Druso, quédate aquí. Pon el caballo a cubierto, quién sabe cuántos animales vivos nos quedarán. Intentaré localizar al general. Si no he vuelto en un rato, regresa con tus compañeros y ponte a salvo. Esto no pinta bien.
—¡Pero, señor! ¡Deja que te acompañe! Nos defenderemos mejor si vamos juntos.
Lucio le había tomado cariño al chico. No pasaba de la veintena, pero tenía agallas y ganas de aprender. Sus ojillos oscuros chisporroteaban de vida y no merecía morir en aquel pantano infecto. Le ordenó quedarse.
Desenvainó la espada y avanzó con el escudo cubriéndole el cuerpo. El combate seguía vivo más adelante. Observó con horror que el agua se había vuelto roja. Se le aceleró la respiración y puso todos sus sentidos en alerta. Celebró no haber descuidado en ningún momento su forma física y el dominio de las armas, Quadrato no se lo habría permitido: «No lo olvides nunca, Lucio: antes que ingeniero eres soldado». Sorteó algunos ataques de germanos aislados que saqueaban a los caídos.
—¡Auxilio! —gritó un soldado medio hundido en el agua.
Lucio corrió hacia él, luchando contra un fango que le succionaba los pies a cada paso, e intentó levantarlo. No pudo: el chico tenía roto el espinazo y sus piernas no respondían. A duras penas podía mantener la cabeza fuera del agua y era cuestión de minutos que acabara ahogado.
—Voy a sacarte del agua, soldado, antes de que nos cacen como conejos. ¿Como te llamas?
—Marco Celio, como mi padre.
—Yo también soy un Celio. ¿De dónde eres?
—Nací en Castra Vetera. Mi padre era centurión de la Decimoctava, murió en Teutoburgo, y los dioses han querido que yo muera aquí —dijo con las pupilas dilatadas de terror.
Lucio apretó la mandíbula sin saber qué decirle. El chico estaba completamente lúcido y era muy consciente de su situación.
—Por favor, quítame la identificación y llévasela a mi tío. Vive en Castra Vetera, es herrero, se llama Publio Celio y tiene su taller en el pórtico norte del foro. ¿Lo harás?
Lucio se colocó al cuello la placa y asintió. Miró al chico a los ojos. Celio, como él. Hasta se le parecía un poco, qué extrañas coincidencias se presentaban en la vida. ¿Cuántas veces se habría encontrado su padre en aquel trance? Marco Celio seguía hablando sin cesar, intentando alargar el fatídico momento. Lucio miraba nerviosamente hacia todos lados, pues allí agachado era un blanco fácil. El muchacho perdió la compostura y empezó a llorar.
Se puso en pie de un brinco con el escudo en alto y hundió la espada en el estómago de un germano que se abalanzaba sobre ellos. Se dio la vuelta con rapidez y propinó con el canto del escudo un golpe seco a otro, privándolo de la consciencia y haciéndolo caer de espaldas al agua. No, la situación no pintaba bien. Se arrodilló de nuevo y vio que Marco respiraba ansiosamente por la nariz, pues el agua le había cubierto ya la boca. Lo levantó. El chico escupió agua marrón y miró a Lucio con ojos desesperados. De su rostro se había esfumado cualquier atisbo de juventud.
—¡No quiero morir ahogado! ¡Por favor, ingeniero!
Lucio rechinó los dientes. De nuevo volvía a verse en la amarga tesitura de tener que enviar a un compañero a la barca de Caronte. Desde el inicio de la campaña había visto los ojos aterrados de Néstor en cada soldado moribundo. Y ahí estaban de nuevo. No había tiempo para las emociones, de modo que agarró con fuerza la empuñadura de su espada y dijo:
—No necesitas moneda. El barquero es solícito con héroes como tú. Eres un orgullo para tu familia y para Roma, Marco Celio.
El muchacho cerró los ojos para recibir la estocada. Lucio no tuvo tiempo de cerrarle los párpados, pues justo cuando extraía la espada del cuerpo otro par de bárbaros, desnudos como su madre los había traído al mundo, lo atacaron por detrás. Como casi todos los germanos, mostraban una magnífica condición física; sin embargo, a pesar de su fortaleza y envergadura, les faltaba la disciplina del legionario. Atacaban a espadazos, blandiendo sus armas de derecha a izquierda, dejando muchos huecos por donde podía colarse fácilmente el gladius romano. Mientras se desembarazaba de ellos, oyó un tumulto a lo lejos y el silbato de un centurión. Dos legionarios llegaron en su ayuda.
—¡Soy el ingeniero Celio! ¿Cuál es la situación?
—Desesperada. ¡Por Júpiter! ¿Qué está pasando allí? —dijo uno de los soldados, alargando la cabeza hacia el tumulto—. ¡Es el general! Lo han descabalgado y está rodeado de germanos, ¡vamos!
Por el camino desclavaron unas cuantas frámeas y atacaron con ellas al grupo de queruscos que cargaban contra la guardia de Aulo Cecina, que había sido derribado y pugnaba en el barro por ponerse en pie, agarrándose al asta del estandarte que sostenía el signifer. Espalda contra espalda, Lucio y los dos soldados se hicieron un pasillo hasta los defensores romanos, que abrieron el círculo para acogerlos. Un muro de escudos protegía al general, los germanos cargaban contra los defensores, recibiendo estocadas fulminantes y mortales. Cuando caía un romano, el círculo se volvía a cerrar, cada vez más estrecho, entorno a Cecina. Los atacantes los triplicaban en número, pero solo contaban con esa ventaja. Cuando los romanos casi se los habían quitado de encima, se oyó el retumbar de un cuerno que rebotó por todo el circo de colinas. Los queruscos cesaron la lucha y salieron en estampida, ante el desconcierto de los legionarios.
—¡Eh! ¿Qué pasa? —preguntó en voz alta un optio.
—¡Se retiran! ¡Por Júpiter Victorioso, se retiran! —gritó un tribuno.
—¡No te engañes, tribuno! —habló Cecina, ya puesto en pie, con voz grave y extrañamente tranquila—. No se retiran, se abandonan al pillaje, como los ladrones y saqueadores que son.
Efectivamente, hordas de guerreros de larga cabellera trenzada, con el cuerpo tan pintarrajeado como sus escudos, acudían como moscas hacia los carros de intendencia, mientras los romanos se miraban estupefactos.
—¡Rápido! —dijo Cecina, colocándose el casco sobre la cabeza embarrada—, que cada uno cargue con un herido, los carros los podemos dar por perdidos. Mientras los buitres germanos se sacian, recuperad todos los animales que podáis y marchad por la pasarela hacia la explanada. ¡A qué esperáis! —La voz de Cecina, general experimentado y de edad demasiado avanzada para aquel infierno, tronó por toda la ciénaga—. ¡Saldremos vivos de esta, somos las águilas romanas y ellos una bandada de alimañas!
La orden se transmitió como un rayo y enseguida una columna de legionarios agotados avanzaron por la pasarela cargando a un compañero. Los que estaban en peores condiciones eran transportados sobre un escudo a modo de camilla, y aquellos que aún conservaban las fuerzas se encargaron de la protección de los flancos. Otros formaron grupos de defensa, mientras que Lucio ayudaba a localizar a los animales de carga. Se reunió con Druso, que le dijo que algo andaba mal en uno de sus pies. Y tenerlo constantemente sumergido en el fango no era lo más conveniente.
Miles de hombres se apiñaban dentro del campamento construido por la Quinta y la Vigesimosegunda. Se ahorraron el trabajo de montar las tiendas, pues solo habían salvado lo que llevaban encima. La Primera y la Vigésima habían perdido muchos de sus efectivos, aunque el desastre podía haber sido peor. Quienes antes maldecían a las legiones rebeldes les agradecían ahora que hubieran construido un campamento y les estuvieran esperando con hogueras donde calentarse, heridos y hambrientos como estaban.
No había víveres. Hubo que compartir los escasos mendrugos y las tiras de carne salada. Lucio apenas comió, estaba ocupado en reforzar las defensas en los puntos más débiles. Solo cuando todo estuvo en orden acudió a una de las pocas tiendas que había en pie: la del personal médico. Encontró a Druso sentado en una silla de tijera, esperando a ser atendido.
Lucio localizó a Filomeno, uno de los médicos griegos de la Primera Legión. Druso se quitó la cáliga del pie izquierdo. Los dedos meñique y anular estaban hinchados y las puntas de los dedos se veían negras. El médico se arrodilló ante él para examinarlo.
—¿Desde cuándo tienes así los dedos?
—Me cayó un tronco encima hace unos días, justo cuando iniciábamos las reparaciones de la pasarela. El tiempo apremiaba, así que no le hice mucho caso, aguanté el dolor y un compañero me dio esas hierbas que sirven para mantenerte despierto y no pasar hambre —explicó Druso como pudo.
Lucio, sentado en un rincón, cabeceó. Las fuerzas le estaban abandonando. Ni recordaba la última vez que había comido o descansado.
—Esas hierbas también evitan que se sienta dolor. Por eso has aguantado tanto tiempo así —dijo Filomeno.
Lucio se despabiló e intervino:
—El cuerpo de ingenieros ha perdido muchos efectivos y los que quedamos hemos trabajado a destajo.
—Lo sé, ingeniero Celio. Las circunstancias no han podido ser más adversas. Yo mismo atendí al prefecto de los zapadores cuando cayó al río Lupia. Y después a Patérculo, con flujo de vientre. Lo envié de vuelta a Castra Vetera en los barcos que transportaban a las tropas de Julio César Germánico. Y otros dos ingenieros cayeron en batalla.
Los tres callaron de repente. Allí estaban de nuevo, cánticos de guerra, bramidos espeluznantes que no parecían humanos se elevaban por encima de la selva negra e impenetrable, una pesadilla como ninguna otra conocida.
—¿Pero es que no descansan? —dijo Lucio frotándose los ojos.
—Deben de estar bebiéndose nuestro vino y comiéndose nuestro grano. Y a saber qué uso le darán a mis escalpelos —respondió el médico, forzando una sonrisa que se quedó en mueca.
—Creedme —Lucio hablaba apoyando la cabeza en la pared, desmadejado—, he estado en lugares terribles, en minas de convictos olvidadas por los dioses, pero esto es mucho peor.
—Descansa, ingeniero, estás exhausto. A ver, chico, déjame ver ese pie.
Lucio suspiró y hundió la cabeza en el pecho. Recordó a su padre hablándole de las campañas cántabras, el desánimo, el frío, el lodo. ¿Por qué seguía en el ejército tras once años? Pertenecía a la clase ecuestre, podía abandonarlo en cualquier momento. Sentía su vida detenida, empantanada. Cada vez que pensaba adónde iría, qué haría, la tristeza se apoderaba de él. Ya no luchaba contra ella, la consideraba una antigua compañera de viaje que reaparecía de vez en cuando. La tristeza. La melancolía. La soledad. Garza y su engaño. Garza y la pequeña Luna. Siempre Garza. Al principio recurría al vino o a las caricias de Arsínoe para espantarla. El caso era que cada vez se le presentaba con más frecuencia y era difícil de ocultar. Aun así, se esforzaba en hacerlo, pues nadie se arrimaba a un legionario triste, se tenía por ave de mal agüero.
En un rincón había varias tablas de madera sobre dos tocones y Lucio se echó en ellas como si fuera un catre. Se quedó dormido al instante. Sentía frío, estaba en una cueva con el suelo tapizado de pieles de lobo. Podía oler la fragancia de los ramos de tomillo y ajedrea que pendían del techo. Por la abertura de la cueva se colaban los rayos de sol. Sintió un deseo intenso de salir y calentarse. Una figura se recortó en la luz. No lo veía, pero sabía que era Barkal. «Ve —le decía—, cumple tu promesa».
La voz de Druso interrumpió su sueño:
—No, no, no lo permitiré. ¿No te das cuenta de la situación? ¡Nos quedan cuatro días de marcha hasta el Rhenus, los queruscos nos pisan los talones, estamos sin carros ni pertrechos! Si me amputas los dedos… ¡no podré caminar!
Lucio se incorporó de un salto. ¿Amputar? Sacudió la cabeza para acabar de despertarse.
—El chico tiene razón, Filomeno. ¿Estás seguro de lo que dices?
—Es posible que haya inicio de gangrena. Si no actuo rápido puede perder el pie. Debería amputarle los dedos pero mis herramientas se han quedado en los carros.
Lucio miró a Druso, derrumbado sobre sí mismo. Se arrodilló y le examinó el pie. Se pasó las manos por la cabeza, notó los cabellos enredados y sucios del fango negro. Estaba muy cansado. Si lograban llegar vivos al Rhenus sería un milagro. Herido no lo conseguiría, se quedaría por el camino, como Marco Celio. Clavó sus ojos en el médico.
—Ingeniero —dijo el médico arrodillándose a su lado—, si tuviera conmigo mis ungüentos y mis medicinas podría arriesgarme a esperar unos días. Si la gangrena avanza, entonces quizá sea el pie entero lo que tengamos que amputar.
—¿Ves estas cicatrices? —Lucio mostró las piernas a Druso—. Un camello me arrastró por el desierto. Las heridas eran tan atroces que todos me dieron por muerto y, sin embargo, me recuperé. Si yo lo logré, tú también puedes.
El chico miró a Filomeno y movió la cabeza de un lado a otro:
—Esperaré a Castra Vetera. Véndame con lo que tengas. Esta noche me haré unas muletas, quizá las necesite por el camino.
—¡Así me gusta! —dijo Lucio palmeándolo en la espalda—. Filomeno, con los dedos negros o blancos… ¡estos recios hispanos van a trotar como mulos hasta ver las torres renegridas de Castra Vetera!
Lucio acudió a la tienda de oficiales. Cecina, sentado frente a una improvisada mesa de tablones, lo invitó a unirse a la reunión con los legados y los tribunos. El olor a moho que desprendían las pieles mojadas de sus capas se amalgamaba con el hedor de la grasa con las que se impermeabilizaban, haciendo el ambiente irrespirable. Lucio escudriñó los rostros de todos los presentes, exhaustos y crispados, y se percató de que al fondo de la tienda había tres individuos siendo interrogados por Cecina. Estaba algo oscuro pero le pareció verlos vestidos como germanos. Eran informantes. Speculatores.
Cecina seguía cubierto de barro seco y en un brazo se le veían dos tajos con sangre coagulada. Se trataba de un hombre admirable. Había cumplido los sesenta años hacía pocos días y allí estaba, con más presencia de ánimo que cualquiera de los congregados. Dio la palabra a uno de los speculatores, el cual explicó que llevaban varios meses siguiendo de cerca a los queruscos, haciéndose pasar por mercaderes itinerantes. En varias ocasiones habían pasado información a Germánico. Aquella tarde habían estado muy ocupados comprándoles parte de las mercancías arrebatadas al ejército romano. Gracias a ello disponían de información fiable sobre las deliberaciones del consejo de Arminio, el líder de los queruscos.
—Nuestros carromatos están escondidos muy cerca del campamento. Uno de nosotros puede acompañar ahora mismo a un pelotón a buscarlos. Hemos recuperado unas cuantas cosas que os vendrán muy bien para el camino —dijo uno de los falsos germanos.
—¡Estatilio! Llévate a unos cuantos hombres y traed esos carros al campamento lo antes posible —ordenó Cecina—. Sigue, te lo ruego. ¿Qué otras informaciones habéis recabado?
Uno de los speculatores se levantó para guiar a Estatilio. Al pasar por su lado, el fingido querusco le puso una mano en el hombro. Lucio levantó los ojos y lo miró. Su pelo era rubio y rizado, lo llevaba muy largo, recogido en varias trenzas, incluso la barba la llevaba trenzada. Se había tiznado la cara y el cuerpo de barro negro para pasar desapercibido en la noche. Vestía un sayo pardo e iba cubierto de un manto de lana marrón. Unas botas de cuero le cubrían las piernas hasta las rodillas. Por un segundo se cruzaron las miradas, y a Lucio le dio un vuelco el corazón.
«No puede ser, estás tan cansado que te parece estar viendo visiones», se dijo a sí mismo. Se esforzó en poner atención a las explicaciones del speculator:
—Inguiomero, el tío de Arminio, es quien tiene más influencia. En el fondo, los queruscos no acaban de fiarse del todo de Arminio, no dejan de verlo como un colaboracionista, el comandante de una cohorte de auxiliares germanos. Y a su padre Sigimero como a un traidor que entregó a su hijo para que fuera criado por los romanos.
—Mejor así. No olvidemos que Arminio piensa como un general romano y conoce perfectamente nuestras debilidades —intervino el legado Cetronio.
—En efecto, legado —dijo uno de los speculatores—. Arminio es partidario de dejarnos ir para caer sobre nosotros en los bosques, como hizo con Varo. Sin embargo, Inguiomero está tan inflamado que los ha convencido para atacarnos cuando aún no hayamos abandonado el campamento, poco antes del amanecer.
—¡Por Júpiter! Eso sería mucho más ventajoso para nosotros, aunque disponemos de pocas horas para prepararnos —exclamó Cecina.
—Sus palabras textuales fueron: «Entraremos en su corral y le cortaremos el pescuezo a las gallinas».
El general rompió en carcajadas.
—¿Con que eso dijo el bastardo? ¿Qué te parece, ingeniero Celio?
Lucio sostenía un cuenco de vino caliente entre sus manos. Respiró los vapores que se elevaban hasta sus fosas nasales y respondió:
—Cualquiera sabe que las gallinas les picotean los ojos a los zorros ladrones, señor. —Todos los reunidos sonrieron, demasiado cansados como para reír abiertamente—. Si logramos hacerles creer que estamos aterrorizados y los dejamos entrar en el campamento podremos acabar con ellos. Cualquier cosa antes que el bosque —dijo con voz firme.
—Estoy de acuerdo, Lucio —respondió Cecina—. ¡Saldremos de esta con honor, señores! —Se puso en pie y empezó a dar órdenes—: Reuniremos todos los caballos disponibles, incluso los de los oficiales, y se los ofreceremos a los legionarios más hábiles para que se unan a la caballería. Los mantendremos ocultos mientras permitimos a los germanos escalar los muros y entrar en el campamento. Masacraremos a los que entren mientras la caballería se ocupa de los que estén esperando para entrar.
Lucio dormía en un rincón de la tienda de oficiales. Los más descansados se ocupaban de preparar el asedio. De improviso, un revuelo de voces sorprendió a todos los que aún estaban despiertos:
—¡Germanos en el campamento!
Se despertaron sobresaltados. Lucio alargó la mano debajo del catre y cogió su espada. Se empezaron a escuchar grupos de hombres corriendo a toda prisa. Se ajustaron con premura los cascos y los tahalíes mientras se dirigían a toda prisa a la tienda del general. En ese momento, un tribuno informaba de la situación:
—¡Señor, solo se trata de unos caballos desbocados, pero los hombres quieren huir! ¡Están intentando abrir la puerta decumana!
—Alguien debe de haber visto a los speculatores y los ha confundido —dijo Cecina—. ¡Todo se puede ir al traste por esta menudencia! Los hombres están agotados y una chispa puede hacerlos arder con facilidad. Iré en persona a hablar con ellos.
Lucio sintió que las piernas le flaqueaban. La falta de descanso y de comida estaba haciendo mella en él. Escupió al suelo para quitarse de la boca el mal sabor que le había dejado el vino. ¿Y si realmente los germanos habían iniciado el ataque? Debía ir a ver a sus hombres para darles explicaciones. Salió de la tienda espada en mano. Oyó el ulular de un búho muy cerca de él. «Mal asunto», pensó. No había recorrido ni cincuenta pies cuando alguien le tapó la boca. Dos fuertes brazos germanos lo pusieron en pie y se lo llevaron en volandas hasta la tienda vacía de los oficiales.