15. EL QUE GUARDA LOS SECRETOS
Casa de los Domicios
Roma
3 d. C.
El ábrego se levantó a medianoche. Caliente y pesado, se colaba por rendijas y ventanucos, agitaba las adelfas del jardín y el sueño de los durmientes. Lucio llevaba horas dando vueltas en la cama, empapado en sudor. Las palabras escritas por Garza le martilleaban las sienes, lo hundían en la zozobra. ¿Cuál fue el último deseo de Barkal? ¿Mentía su padre o era Garza la embustera? Intuía la respuesta y eso lo mortificaba. Además, no soportaba la idea de que ella lo creyera un cobarde, o peor, pues de las palabras escritas en la carta se desprendía la acusación de que él y su padre deseaban la muerte del layetano.
Qué más daba. Ya no había vuelta atrás. ¿Cómo habían podido derrumbarse sus vidas, sus sueños, tan de repente? Oyó las patas de Niso arañando su puerta. De día lo veía durmiendo sobre su estera en la cocina, o echado al sol, bajo el arbolito de laurel del peristilo. De noche se hacía el dueño de la casa y se podía oír el repiqueteo de sus patas sobre el pavimento, siguiendo al fantasma de Melampo.
Melampo. No podía dejar pasar la oportunidad de interrogarlo. Tal vez no recordara o no supiese nada, pero había que intentarlo. Se puso en pie y se acercó a la puerta. Niso percibió el movimiento y volvió a rascar con sus patas desde el exterior. Lucio se armó de valor: Quinto le había dicho que Melampo estaba desfigurado por los tumores, lo que iba a encontrar no sería agradable. Aun así, debía hacerlo. Se calzó y se puso una túnica. Abrió la puerta con sigilo, el perro no estaba. Había luz al otro lado del atrio y avanzó por el corredor haciendo el menor ruido posible. La puerta de una de las habitaciones estaba abierta. Siguió avanzando hasta escuchar cerca de él un gruñido y advertir unos ojos perrunos brillando en la oscuridad. De pronto, se oyó una voz en la habitación iluminada y el animal se calmó. Lucio empezaba a arrepentirse de haber salido de su cuarto, y a punto estaba de dar media vuelta cuando notó una húmeda calidez en su mano: Niso lo estaba lamiendo. Respiró hondo, había superado el primer obstáculo.
Se asomó a la puerta abierta. Melampo estaba sentado de espaldas, delante de un escritorio. Lo reconoció por los diminutos rizos blancos que enmarcaban su cabeza como un casco. Las paredes de la habitación estaban tapizadas de arriba abajo de cientos de volúmenes y rollos, organizados en estanterías en forma de cruz. Una mesa, un arcón y un catre bajo unos anaqueles completaban la estancia.
—Has tardado mucho en venir. He tenido que enviar a Niso a por ti —dijo la extraña figura—. Entra y siéntate.
—Gracias —respondió Lucio—. El otro día te vi en la balaustrada. De hecho no te vi, percibí un rápido movimiento y tuve la certeza de que eras tú.
—En efecto. —Melampo continuaba hablando hacia la pared—. Perdonarás, domine, que no te mire al hablar. Los dioses han determinado que acabe mis días en soledad, todos se horrorizan ante mi rostro desfigurado. Por favor, cierra la puerta.
Lucio sintió un escalofrío. No deseaba en absoluto encerrarse entre cuatro paredes con aquel ser, en una habitación oscura que olía a orines, papiros ajados y carne purulenta. Pero obedeció, cerró la puerta y se sentó sobre el arcón.
—¿Por qué has enviado al perro a buscarme? ¿Qué me quieres decir?
—Lo que tú quieras preguntar. Porque eres tú quien deseas saber.
—Además de secretario eres adivino. —Era incómodo hablar con una nuca.
—¡Oh, espero no haberte ofendido, domine! Sin poder salir, los días para mí son tremendamente aburridos. Me entretengo ordenando los documentos de Primo Domicio. Tu abuelo tuvo una vida intensa. Cuando el tablinum se quedó pequeño hubo que seguir guardando los documentos aquí. Siempre me ha gustado el trabajo de secretario. Por ejemplo —Melampo señaló un anaquel en la parte superior y, al hacerlo, ladeó ligeramente el rostro. Una excrecencia oscura le cubría la frente y el párpado izquierdo—, allí está todo lo que dejó sobre los meses pasados en Cantabria.
—Quiero consultar esos volúmenes.
—Como desees, domine, pero no encontrarás en ellos lo que buscas.
—¿Estuviste en Cantabria con él? —preguntó Lucio.
—Tu abuelo te quería mucho, y nunca abandonó la esperanza de que vinieras a Roma. Tenía grandes ilusiones puestas en ti y en Quinto. Vosotros sois los únicos nietos varones. ¿Recuerdas dónde nos conocimos?
—Por supuesto. Junto al puente de Ad Fines. Yo no sabía entonces quiénes eran los garamantes.
—Unos diablos que habitan en ciudades de barro, en el desierto. Trafican con esclavos africanos y se los venden a los romanos. Siempre hay alguien dispuesto a pagar bien por un albino negro como yo. Dicen que somos un talismán para quienes nos posee.
—Estuviste en Cantabria, ¿sí o no? —preguntó Lucio, impaciente. El calor empezaba a sofocarlo.
—Sí. El lugar más horrible de todos cuantos he conocido. En invierno, el viento del norte te araña el rostro como la garra de una arpía. Y esos cántabros, hordas de demonios que, por fortuna, yacen exterminados en el fondo de las barrancas. Nuestro Augusto cayó enfermo allí por primera vez, quién sabe si hechizado por sus druidas.
—¿Qué pasó entre Domicio y mi padre?
—Tu padre era un hombre rudo, pero espabilado. Y tu abuelo se volvió tan poderoso que a veces no tomaba las precauciones debidas. Así que el ratón atrapó al gato.
—Explícate, te lo ruego —dijo Lucio mientras observaba al perro, que olisqueaba con fruición el contenido de un orinal.
—Supongo que ya te lo puedo contar. Domicio está muerto y yo no espero vivir mucho. Y en cuanto a tu padre…
—No te preocupes por él. Sabré ser discreto. Necesito saberlo todo. A veces siento que todos los miembros de mi familia me son desconocidos.
—He imaginado miles de veces cómo serían mi madre, mi padre, mis hermanos. Era un bebé cuando me robaron. Mi existencia ha estado marcada por la incertidumbre. Siempre adulando a mi amo, alabándolo y cubriéndole la espalda para que no me vendiera. Era un buen amo, no tengo queja, y sé que había recibido muchas ofertas por mí. Pero soy un esclavo, domine, y tú no. Mereces saber. Aquel niño de ojos risueños se ha convertido en un apuesto joven. Sin embargo, debo advertirte algo. —Hizo una pausa que a Lucio se le antojó larguísima—. Puedes resultar decepcionado.
—Adelante.
Lucio, con los codos apoyados sobre las rodillas, sentía las gotas de sudor deslizarse por su rostro. La fetidez de la atmósfera la hacía irrespirable, y sin embargo Melampo no parecía notarlo.
—Una de las tribus a las que hostigábamos tenía acceso a varias minas de oro y plata. Domicio se arriesgó mucho, pues estableció unos acuerdos secretos con el jefe. Agripa no debía saber que una parte sustancial del tesoro confiscado a los bárbaros iba a ir a parar a su bolsa.
—¿Y qué tuvo que ver mi padre en todo ello?
—Él fue quien sacó del campamento una carreta llena de oro y plata. Fue un encargo de Domicio. Tu padre se había convertido en la mano derecha de Agripa: un buen general necesita a su lado a un centurión disciplinado, y así era Gayo: recto, duro, comprometido con la causa de Octavio Augusto, a cuyo lado había luchado desde joven.
—No me imagino a mi padre traicionando al Estado. Invéntate otro embuste. —Lucio se puso en pie, necesitaba salir de allí.
—¡Espera! No te miento. Tu abuelo lo eligió porque sabía que nadie le haría preguntas. Estaba a punto de licenciarse, era ambicioso y le costaría rechazar una buena cantidad de dinero. Y tu padre… Supongo que se olía que Domicio estaba metido en algo turbio, pero decidió cerrar los ojos. Nunca supo el contenido de la carreta, estaba bien camuflado.
—Sigo sin entender la antipatía mutua. Ambos colaboraron para beneficiarse.
—Verás, hay algo más… Es mejor que vuelvas a sentarte.
—No sé cuánto sabes sobre mí, ni cuánto escuchaste el otro día. Lo que me cuentes no puede ser peor que las noticias llegadas de Barcino. Habla de una vez y no lo demores más. —Lucio se sentó de nuevo.
—Te prevengo, domine: no conviene que esta información la sepa nadie más. Tu tía Domicia ha vivido toda su vida al margen de las preocupaciones de su padre. Se ha dedicado de forma excelente a mantener a la familia bien relacionada. Es una buena mujer.
—¿Por qué un potentado como Domicio permitió a su hija menor casarse con mi padre?
—¡Oh, no solo lo permitió, fue él mismo quien se la ofreció!
—¿Por qué? Era evidente que ese matrimonio fracasaría.
—Sí, pero tu abuelo quería mantener la boca de Gayo cerrada. Le dio riquezas, lo hizo caballero y lo casó con su propia hija. Cualquiera en su sano juicio habría tenido suficiente.
—Sigo sin entender. Es un pago excesivo por un trabajo fácil. Mi padre ni siquiera sabía con certeza que estaba cometiendo algo… execrable. Desconocía el contenido de la carreta.
Niso se levantó y se arrastró hasta un rincón, donde hundió su cabezota en un plato de gachas resecas que Melampo no se había terminado.
—Hay una razón por la que Primo sobornó a Gayo generosamente. —Melampo lanzó un suspiro al aire e hizo una pausa—. La noche en que tu padre fue a entregar la carreta en el lugar concertado, la casualidad quiso que encontrara a tu abuelo en una situación… digamos, inadecuada.
—¿Qué situación? ¡Habla, por los dioses! —Lucio sintió el deseo de dar dos zancadas y zarandear a aquel interlocutor exasperante.
—Tu padre encontró a Domicio en un lupanar. Descubrió sus aficiones sexuales, las cuales, de hacerse públicas, habrían arruinado su reputación. Ya sabes, eran tiempos en los que Augusto dictaba una ley tras otra para recuperar la moral romana.
Lucio, asqueado, salió a toda prisa de allí. Necesitaba respirar aire puro. Bajó al peristilo y vomitó en un arriate. Se sentó en el borde del estanque para remojarse la cara. Todo estaba en calma. Respiró hondo varias veces, necesitaba liberarse de las miasmas de aquella habitación pestilente. ¡El albino mentía! Recordó a su abuelo, su apostura patricia, el pelo cano, que le otorgaba la dignidad de quien ha vivido mucho y bien. ¿Un desviado? ¿Un ladrón? ¿Qué iba a saber Melampo?
Melampo sabía mucho. Era él quien no sabía nada. Domicio era otro extraño para él, lo mismo que su padre. Se negó a creerle. El albino quería emponzoñar su recuerdo por despecho, por no haberle otorgado la libertad en su testamento. Al poco, escuchó un rumor en las escaleras. Enseguida supo quién era, pues el sonido de las uñas del perro contra el mosaico lo precedía.
Melampo se sentó al otro lado del estanque, con la cabeza cubierta con un velo oscuro. Antes de que abriera la boca para hablar, Lucio se adelantó:
—Debes de estar muy dolido con mi abuelo por no manumitirte. Si ahora fueras libre…
—Si ahora fuera libre estaría muriéndome en un cuartucho del Aventino, abandonado hasta por el olvido. Aquí tengo a Niso y a los demás esclavos, y los papeles del archivo me salvan de la desesperación. Estoy agradecido a esta familia, me ha permitido llevar una vida interesante. Mereces saber más, ahora que inicias tu vida lejos de todo lo que amas. En cierta forma estás solo, rodeado de extraños, como lo estuve yo.
Los murciélagos sobrevolaban el jardín, esquivándose milagrosamente en su baile enloquecido. Tanto tiempo queriendo saber y ahora solo deseaba que Melampo callara. Pero no lo hizo:
—No sería justo culpar a tu padre. Cuando supo el enorme peligro en que había incurrido por culpa de Domicio, se hizo dueño de la situación e impuso las condiciones de su silencio, espada en mano. Cualquiera habría hecho lo mismo. —Un remolino de viento levantó parcialmente el pañuelo que le cubría el rostro. Lucio se atrevió a mirar. Sin embargo, las sombras proyectadas por la penumbra no le permitieron verlo con claridad—. El problema empezó cuando Gayo siguió exigiendo prebendas y favores. No habría tenido suficiente ni con todo el oro de Atalo. Tu abuelo se arriesgó mucho concediéndole el usufructo del portorium de Ad Fines. Hubo varios publicanos que airearon el hecho en Roma, y Domicio estalló. Le dijo a Gayo que, si así lo deseaba, fuera él mismo en persona a ver a Augusto y denunciarlo, pero que él también sería sentenciado.
—Fue el día de la fiesta en el puente. Lo recuerdo como si fuera ayer. —Lucio reseguía con el pie el dibujo del suelo que rodeaba el estanque, hecho con un pavimento de guijarros de colores—. Siempre me he preguntado qué pensó Barkal al presenciar aquellas escenas.
—Barkal sabía lo que le contó su mujer, pues ella era la viuda del jefe con quien Domicio pactó. El acuerdo era que, a cambio de la carreta de oro y plata, se respetaría la vida del jefe y la de su tribu. No obstante, tu padre, como buen soldado, se olió movimientos extraños en el bosque y redobló las patrullas de reconocimiento sin informar a Domicio, pues él solo se debía a Agripa. Al final, todo se complicó.
—Y murieron todos excepto la mujer del jefe. La cántabra. Fue en esa escaramuza donde mi padre perdió el ojo. Ahora comprendo el odio mutuo.
—Lo sentí por ellos. Tenían la apariencia de héroes, con el cabello de fuego y ella los ojos más verdes que he visto nunca.
—Lo sé. Esos ojos no se pueden olvidar.
El viento agitaba los árboles y alborotaba sus hojas en la negrura de la noche. Melampo contestó:
—No juzgues a tu padre, domine. Nadie está a salvo de la tentación. La vida es veleidosa: unos están arriba y otros abajo, y uno nunca sabe de lo que es capaz un hombre ambicioso. En cuanto a Domicio, eres joven todavía para saber que hasta los hombres más probos poseen recovecos oscuros.
Lucio no quería escuchar más. Despertó al atriense para que le abriera la puerta de la casa. Caminó por las calles desiertas en busca de aire fresco, pero solo sintió las caprichosas ráfagas de aire, presagio de tormenta.
Por la ciudad se extendía la pestilencia de las cloacas.