48. PATERFAMILIAS
Los decuriones en pleno clamaban venganza. Apenas había huecos en las gradas de la Curia, nadie quería perderse el relato de la captura de los bandidos. Excepto los veteranos fundadores de la colonia, vestidos con la ropa hilada y tejida por sus propias esposas, eran bastantes los que exhibían túnicas de seda de colores exóticos y cuidadas barbas recortadas al estilo griego.
Lucio, consciente de lo que había en juego, eligió un austero atuendo militar: cinturón decorado con remaches dorados, la capa escarlata bien planchada prendida con una fíbula germana en forma de rueda solar y sus sandalias claveteadas. No llevaba armas: la costumbre prohibía que un soldado armado atravesara el pomerium de la ciudad, el recinto sagrado protegido por los dioses y por el genio de la colonia. Sin embargo, antes de subir al caballo, deslizó su pequeña daga dentro de la caña de una de sus sandalias, tal como Néstor le había enseñado años atrás.
Esperó el inicio de la sesión sentado en la grada. Se pasaba nerviosamente la mano por la mejilla, temía que la grasa de ganso con la que el tonsor había untado su cicatriz para darle relieve fuera demasiado evidente. Había conseguido, en verdad, un aspecto rudo: nadie debía creer que un militar experimentado como él pedía clemencia para un bandolero. Varios argumentos le corrían por la mente, aunque dudaba cuál sería el mejor orden para concatenarlos. Reparó en una bella estatua de Luperca situada tras la cátedra de los duunviros. ¡Por los Dióscuros! Al admirar la escultura de la loba amantando a Rómulo y Remo el discurso tomó forma en su cabeza.
Los veteranos que lo habían saludado en la Vía Augusta lo reclamaron. Se levantó y se acercó hacia donde estaban. Recibió las felicitaciones de todos ellos. Lamentaron que su padre no siguiera con vida para verlo.
El decurión de mayor edad abrió la sesión e invitó a Lucio a situarse en el centro. Había tenido poco tiempo para ensayar su discurso y aún sentía la cabeza pesada por el vino y la falta de sueño. No podía negar que hablar en público seguía produciéndole inquietud. Desempolvó de su memoria las clases de oratoria de Polifonte, que tanto fastidio le habían causado, y comprendió entonces por qué razón su padre había insistido en que las tomara: «Para poder hacer, primero debes convencer», le machacaba su maestro.
Desgranó su relato con precisión arquitectónica, evitando expresiones superfluas, eligiendo las palabras como si fueran cuñas de madera que después golpeaba con voz marcial, para desbastar el bloque del discurso y desgajarlo de la roca informe. Utilizó las frases cortas y precisas de un informe militar para explicar el cambio de estrategia ante la falta de resultados. Los bandoleros estaban en su terreno y no iban a ser una piedra fácil de tallar. Había que seguir golpeándola, sintiendo sobre el movimiento de las ondas para tomar una decisión. Solo cuando los mejores hombres, cubiertos de barro, mimetizados con el terreno, rastrearon la dirección de las vibraciones entre las pedregosas sendas, solo entonces pudieron dar con ellos.
El discurso causó el efecto esperado. Ante los aplausos, Lucio no permitió una sola vez que las comisuras de su boca se curvaran por efecto de la adulación. Al contrario, continuó impertérrito, sin abandonar la expresión grave y severa de aquellos que conocen los sacrificios orientados a la efectividad. Los aplausos aún no habían finalizado cuando añadió:
—Debo decir, sin embargo, que no comparto vuestro júbilo por la inminente ejecución de los rebeldes.
Una oleada de rumores se elevó en el aire, las cabezas de los congregados se movían de un lado a otro conjeturando el motivo de las palabras de Lucio.
—A medida que la columna se acercaba a la colonia, oí pocos vítores y gritos de alegría. Al contrario, al conocer la identidad del cabecilla de los bandidos, las gentes bajaban la cabeza y miraban a nuestros soldados con recelo. ¿Quién de los aquí presentes —dijo, elevando la voz y dirigiéndose hacia los más ancianos— recuerda al gran Barkal? Gracias a él, el último de los nobles layetanos, comandante de las tropas auxiliares layetanas en Cantabria, condecorado por el divino Augusto, esta colonia pudo nacer en paz y prosperidad. Él aseguró la colaboración de su tribu y trabajó con nosotros, sentándose en esta misma curia, para que nuestra Barcino se convirtiera en la potente heredera del antiguo oppidum ibérico.
—¿Y qué tiene que ver eso con los bandoleros, Lucio Celio? ¡Explícate! —reclamó una voz.
Lucio cogió el borde de su capa y se la enrolló en el brazo como si se tratara de los pliegues de la toga, en un gesto propio de los ciudadanos de pleno derecho.
—Los layetanos trabajan ahora en nuestros campos, en nuestras casas, en nuestros mercados, algunos de ellos se han mezclado con nosotros y la concordia siempre ha presidido la vida de esta ciudad. Nací y me crie en esta colonia. ¿Recuerdas, Nonio, cuando el foro no era más que un descampado polvoriento? Tuve el honor de presenciar su consagración desde las rodillas del divino Augusto, cuando solo tenía cuatro años. Desde el puerto antiguo me embarqué hacia Roma para servir en las legiones durante quince años.
Se volvió hacia la otra grada y la repasó con la mirada.
—Veo muchas caras nuevas en esta curia, y eso me enorgullece, pero es necesario que los fundadores de la colonia, los héroes que lucharon contra los cántabros, expliquéis a los nuevos ciudadanos que la prosperidad de la que ahora disfrutamos se debe al buen entendimiento con los layetanos.
—¿A dónde quieres ir a parar, Lucio Celio? —preguntó el pretor.
—Conozco a Untiken, el cabecilla de los bandoleros, también desde que éramos niños. Yo mismo participé con él en la última iniciación de jóvenes guerreros layetanos. Barkal, de la estirpe del Lobo, fue nuestro maestro. De todos ellos, Untiken y yo fuimos los únicos que matamos a una de esas nobles bestias con nuestras propias manos, salvándonos la vida mutuamente. Me siento unido a él por un lazo de sangre.
—¿Y te sientes orgulloso de ello? —dijo un pisaverde—. ¡Es un apestoso nativo que nos ha robado y saqueado!
—¿Cómo te llamas? —le reclamó Lucio.
—Valerio Frontón.
—Dime, ¿has luchado en las legiones?
—No.
—¿Te has enfrentado alguna vez a un oso?
—¡No, por los dioses!
—Apuesto entonces a que tampoco sabes qué se experimenta cuando la mirada amarilla de un lobo se clava en ti. Por lo tanto, no sabes de lo que estoy hablando. Ellos sí lo saben. —Con el dedo índice señaló a los más ancianos, los colonos con una renta suficiente para pertenecer al senado—. Y también saben el valor de los lazos de sangre que se establecen entre guerreros. No sería yo un buen romano si no reconociera la valentía y la bravura de Untiken en la defensa de los suyos.
—Lucio Celio, te ruego que seas claro y prosigas —dijo Pedanio, el duunviro—. Nos tienes intrigados en grado sumo.
—La superioridad de la civilización romana, conciudadanos, está fuera de toda duda. Sin embargo, la raíz de nuestra Roma se hunde en la pietas, el cumplimiento del deber hacia nuestra patria y hacia nuestros ancestros. ¿No es eso lo que defiende Untiken ante los suyos? ¿Acaso no procedemos también los romanos de la estirpe del Lobo? —dijo, señalando la escultura de Luperca.
La sala estalló en murmullos.
—¡Decuriones! Si estos argumentos no son suficientes, os ruego que toméis en consideración una última cuestión, nada desdeñable: me temo que estamos a punto de convertir en héroe, ante los ojos de los layetanos, al último de sus defensores. ¿Es eso lo que deseamos?
Se hizo por fin el silencio.
—¡Lucio Celio! ¿Acaso estás proponiendo que los soltemos? ¿Que les perdonemos sus fechorías? —exclamó Pedanio.
—¡Por supuesto que no! ¡Yo mismo los he capturado y deben pagar por lo que han hecho! Pero merecen enfrentarse a la muerte con la dignidad de un guerrero, no ahogándose en la cruz como perros. Está fuera de toda duda quién manda en Barcino, pero presentémonos ante los vencidos como clementes y justos. ¿No era ese el ideal de nuestro amado Augusto?
—¡Propongo un combate! ¡Que se enfrenten entre ellos como gladiadores! —gritó uno de los veteranos.
—¡Excelente idea! —remachó Lucio—. Démosles la oportunidad de morir con honor. Sin embargo, se me ocurre algo mejor, algo que nos beneficiará también a nosotros: vendámoslos como esclavos gladiadores a los lanistas de Tarraco. Ellos tendrán la posibilidad de morir en la gloria del combate y nosotros podremos sacar una buena suma, de manera que las arcas de la colonia se vean incrementadas.
Un coro de aprobaciones se elevó desde todos los sectores de la grada. Uno a uno, los decuriones se fueron poniendo de pie para dar su consentimiento. Lucio respiró hondo, su propuesta había sido aceptada.
El calor de julio llegó con las Nonas Caprotinas. Los días anteriores, Harmonía había organizado el trabajo de la cocina para que hubiera suficientes pastelillos de higos y cebada para todos. Tuvo que explicarle a Luna a qué se debía aquel revuelo: la celebración de las Nonas Caprotinas otorgaba durante un día la libertad a las esclavas, que podían vestirse con las ropas de sus amas, y estas estaban obligadas a cubrirse con pieles de cabra.
—¿Y yo qué soy? ¿Ama o esclava? —preguntó Luna a Garza.
—Ni una cosa ni la otra, mi niña. Tú eres íbera y esta es una celebración romana.
—Pero mi padre es romano, ¿qué puedo hacer para complacerlo?
—Mi hija no necesita hacer nada especial para complacerme. —Lucio había oído la conversación desde lo alto de la escalera—. Se me está ocurriendo algo: guardaba desde mi llegada los regalos que pensaba daros en la próximas Saturnalias, pero aún falta mucho tiempo, así que os los daré hoy mismo. Creo que es más indicado: las mujeres de mi casa van a ser las más elegantes de toda Barcino.
—¡Creo que hoy quiero ser esclava! —dijo Luna—. Voy a llamar a Belaiska y a las demás.
—¡Qué escándalo! —exclamó Vibio, saliendo de la cocina—. No he podido dormir con tanto ajetreo. Los dioses deberían haber creado mudas a las mujeres.
—¿Qué haces aquí? ¿No te había quedado claro que no pondrías los pies en esta casa? —dijo Lucio con aire de disgusto.
—Tengo que atender mis negocios en Tarraco, ¿sabes? No puedo esperar eternamente a que el hombre más reclamado de la ciudad se digne a reparar en mi presencia. Por eso he venido, dijiste que querías hablar conmigo. Además, hoy es un buen día para deleitarse la vista con tanta juventud femenina… alborotada.
—Está bien. Espérame en el triclinium, voy enseguida —respondió Lucio.
Tras llevarles a Luna y a Belaiska los lujosos ropajes que había adquirido en la India, avisó a Garza de su encuentro con Vibio. Ella quiso estar presente. Había estado muy ocupado en Barcino saludando antiguos amigos y atendiendo las peticiones de los nuevos ciudadanos y de los ricos libertos que deseaban conocerlo. Si querían contar con él como duunviro, debía hacerles saber el tipo de persona con la que tendrían que lidiar. Los pocos momentos de ocio los dedicaba a la familia: entrenaba a Aulo en la lucha y el manejo de las armas, y en una ocasión habían visitado a Quinto en Tarraco. La charla con Vibio la había estado demorando, y no solo por falta de tiempo.
Lucio tomó asiento en la cátedra de Barkal. Vibio, con rostro displicente y huellas evidentes de resaca, esperaba sentado en un escabel, apoyando su espalda contra la pared. Garza se sentó sobre un arcón, cerca de Lucio. Más que un tablinum, Barkal se había hecho construir una pequeña biblioteca. La estancia estaba amueblada con anaqueles donde se almacenaban volúmenes en griego y en latín, a cuyo estudio había dedicado sus últimos años. Allí también estaban las obras que Lucio había conseguido reunir, los volúmenes de Vitruvio y algunos tratados de ciencia y de ingeniería que hacían de aquella biblioteca una de las más completas de la colonia.
Lucio miró a Garza y la instó a hablar con la mirada.
—Le he contado a Lucio que hace tiempo te pedí el divorcio. Ahora que las cosas han cambiado, te vuelvo a hacer la petición. —Garza había apoyado las manos en el arcón y, con la cabeza baja, se miraba los pies, bronceados y descalzos. El cabello, recogido en la nuca de manera descuidada, dejaba al descubierto el cuello, todavía joven y terso. Los años, o quizá la maternidad, habían limado las aristas de su carácter, otorgándole a su fortaleza un velo de serenidad que en absoluto podía considerarse mansedumbre.
—El divorcio no entra en mis planes. Ya te lo dije —respondió Vibio.
—El caso es que sí entra en los míos —dijo Lucio mientras colocaba las manos abiertas sobre la mesa—. Ahora soy el paterfamilias y me debes obediencia. Te vas a divorciar de Garza. Te asignaré una cantidad de dinero, suficiente para que puedas iniciar una nueva vida donde desees. Puedes quedarte en Tarraco o volver a Neápolis. En un plazo máximo de tres meses habrás abandonado mi casa. ¿Me he explicado con claridad?
A Vibio se le borró de pronto la sonrisa. Se enderezó en la silla, pero solo logró estirar el cuello. Miró a ambos alternativamente. Se le veía tan delgado que su perfil recordaba al dios de una moneda.
—Esta es mi casa. Tu padre me acogió en ella. Soy tu pariente. No puedes hacerme eso.
—Claro que puedo. Yo no soy Gayo. —Lucio respiró hondo. La musculatura se le marcó bajo la fina túnica de lino crudo. Su rostro estaba exento de cualquier emoción que no fuera dureza y autoridad—. Mi padre sentía lástima por ti. Yo solo siento desprecio.
—¡Esta mujer te tiene hechizado! Después de todo lo que te ha hecho sigues defendiéndola, ¡en vez de creerme a mí, que soy de tu sangre!
Lucio batió las palmas varias veces.
—¡Qué excelente comediante habrías sido! Se nota que frecuentas actores e histriones. —Se levantó de pronto y le espetó—: ¡Me importa bien poco si eres o no mi pariente! No voy a permitir que siga viviendo en mi casa un parásito, un cobarde que solo sabe amenazar a una mujer y un niño para seguir a flote.
—¡No puedes alejarme de mi esposa y mi hijo!
—¡Tu esposa te detesta! En cuanto a tu hijo…, no te necesita. Lo has ignorado desde su nacimiento, no finjas ahora que te importa —dijo Garza controlando su ira.
Lucio se puso en pie, pidiéndole a Garza con la mirada que midiera sus palabras. Tanto él como Vibio sabían de quién era hijo Aulo, y ese podía ser un argumento de peso para acusar a Garza de adulterio. Con una persona como su primo, el único camino era la firmeza:
—Soy el paterfamilias ahora y ya has escuchado mis órdenes.
Vibio se veía cada vez más incapaz de conservar la sonrisa petulante. Lucio se inquietó al vislumbrar la expresión de ruindad que emergía bajo la máscara de insolencia.
—Tengo buenos amigos; ¿te acuerdas de Nonio Felix? Es abogado. Aún conserva en el muslo la dentellada de Toro, y no ha olvidado la paliza de Untiken.
—¡Me intentó violar! —exclamó Garza—. Ese infame puede dar gracias a los dioses de estar vivo.
—¡No estoy hablando contigo! ¡Una mujer solo habla cuando le preguntan! —Vibio se dirigió a Lucio—: No le gustó nada que salvaras de la cruz al amiguito de Garza. Me sería fácil conseguir testigos que pondrían a mi mujercita en un aprieto. ¡Qué espectáculo! Garza haría un papel muy digno en la cruz, al lado de su amante.
Garza, enfurecida, se fue contra Vibio. Lucio la detuvo. La agarró por el brazo y la miró con los ojos entornados. Debían actuar con la misma frialdad que su primo. Nunca había que subestimar el poder del adversario. Volvieron a sentarse.
—Nadie de esta casa declararía contra Garza, y lo sabes.
—No estés tan seguro… Te sientes fuerte, ¿verdad? Lucio, el virtuoso, el valiente. A veces dudo que hayas sido soldado, quizá todas esas cartas eran patrañas para conseguir el reconocimiento de una familia que te echó de casa sin miramientos. —Lucio se agarró a los brazos de la cátedra con tanta fuerza que le dolieron las manos—. Porque si realmente hubieras visto el lado más descarnado de la muerte, como yo hice cuando era niño, sabrías que la vida hay que vivirla, y disfrutarla, y estrujarla. Si no, cuando menos te lo esperas, ¡zas!, te vas al hoyo, y no importa nada: tus afanes, tus logros, tu honor… Todo acaba roído por los gusanos.
—¡Es tu alma la que está roída por el odio y el resentimiento! —gritó Garza—. Dudo que hayas abierto la boca alguna vez para decir algo bueno.
—Por desgracia tuve que abrir la boca muchas veces para otros menesteres en el barco que me trajo hasta aquí, tras enterrar a mis padres con mis propias manos porque nadie quería acercarse a los apestados. ¡Sacrifiqué a mi perra, y a todos sus cachorros, y los dioses no movieron un dedo por mí! Ni siquiera cuando en el barco los marineros hacían cola ante mi trasero.
Lucio no se conmovió. Conocía sus artimañas. Había oído ya antes esa historia. Con su padre le habría funcionado, con él no.
—Fuiste afortunado al encontrar una familia que te acogió como a un hijo. Pudiste elegir una vida digna, pero preferiste dejarte llevar por los malos sentimientos. Ahora se te acabó el tiempo.
—Me echáis como a un perro. Os vais a arrepentir de esto.
—No me asustan tus amenazas. —Lucio sacó la daga de su sandalia y la depositó encima de la mesa—. Yo no necesito amigos para deshacerme de ti.
A media mañana, todas las esclavas y las esposas de los trabajadores de la finca estaban ya vestidas y arregladas con túnicas y estolas al estilo de las matronas romanas. El arsenal de ropa que guardaba Tila en sus arcones alcanzó para todas. Cuchicheaban entre ellas, explicándose unas a otras el significado de la fiesta. No querían desaprovechar una ocasión de vestirse elegantemente y olvidarse de las pesadas tareas habituales. En Barcino lo celebraban subiendo en procesión hasta el promontorio de Júpiter, donde se comía y se bebía bajo las higueras.
La alegre procesión de muchachas, acompañadas de sus familias, se puso en marcha bajo las bromas y las chanzas de los jóvenes. Algunas llevaban apoyado en la cadera un cesto repleto de pastelillos, otras lo llevaban vacío, a la espera de poder llenarlo de higos y cerezas. Bajaron a las tierras cercanas al río, donde había un grupo de higueras salvajes justo en la linde de las tierras de Gayo y Barkal. Lucio había hecho traer de las canteras del promontorio dos gruesas losas para construir un altar provisional en medio de los árboles. Las mujeres lo habían cubierto con manteles tejidos por ellas mismas. Las muchachas depositaron sobre él pastelillos de fruta como ofrenda a la diosa Juno. Aunque los hombres podían participar en la celebración, Lucio prefirió quedarse en la casa. La charla con Vibio le había dejado mal cuerpo.
Garza se cruzó con él cuando salía del tablinum. Iba ataviada con un traje confeccionado de pieles, como le correspondía. La casa estaba desierta, todo el mundo había ido a la fiesta. Lucio la cogió en brazos y la llevó en volandas hasta las termas, dos pequeñas piscinas alimentadas por un canal que recogía el agua que bajaba del manantial. Cerró la puerta tras de sí y la aprisionó con su cuerpo contra la pared.
—¿Cuándo te vas a bañar conmigo? —le susurró mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja. De repente se apartó de ella—. ¡Que los dioses me asistan! ¡Hueles a cabra!
Garza rio mientras se pasaba las manos por el peludo vestido.
—¿Qué culpa tengo yo? Tengo que ir vestida así para hacer la ofrenda a Juno. Son vuestras extrañas costumbres. —Entonces la sonrisa se le desdibujó y dijo súbitamente entristecida—: Lug…, ¿qué vamos a hacer si Vibio cumple sus amenazas?
Su cara se avinagró.
—Siempre le ha gustado provocar, llamar la atención. No soporta vernos felices a los demás. Es un cobarde. No temas, dudo que haga algo. —Lucio se reservó sus temores para él. Pasó suavemente su incipiente barba por la mejilla de Garza, que ronroneó como una gata—. Tú y yo dejamos algo pendiente la otra noche. —Las manos de Lucio descendieron por las caderas de ella. La apretó contra él, arrancándole un jadeo, pero ella se deslizó de entre sus brazos.
—Ten paciencia. Debemos ir con pies de plomo hasta que no esté divorciada. Las leyes de adulterio que promulgó tu divino Augusto…
—No va a pasarnos nada, Garza, yo no lo permitiré. Anda, bésame.
—¡Me están esperando! —Ella posó sus labios sobre los de Lucio y le mordisqueó el labio inferior. Él se inflamó al sentir su aliento.
—¿Y yo, preciosa? ¿Cuántos años más debo esperar yo?
Garza depositó un beso fugaz en sus labios y se escabulló, dejándolo apoyado con un brazo en la pared y otro extendido hacia ella.
Lucio salió unos minutos más tarde. Calculó que era el momento adecuado. Vibio se había encerrado en un cuarto y todos los demás estaban en la fiesta. Se fue a los establos y le puso las alforjas a tres mulos. Subió con ellos hasta la cueva del manantial y vació los arcones. Dejó las armas y las vestiduras disimuladas entre unos arbustos de la necrópolis y fue a la casa a guardar las provisiones en la despensa. Devolvió los mulos al establo y regresó a la necrópolis. Cavó un gran agujero, en el cual enterró la ropa y las falcatas. Tras varias horas de trabajo, llegó a la casa sudoroso y hambriento.
Al dirigirse a la cocina, oyó unos lamentos ahogados. Se detuvo a escuchar. Le pareció que, en alguna parte de la casa, una pareja de novios se habría escondido para hacer el amor. Sonrió para sus adentros y decidió hacer oídos sordos. Se suponía que aquel día los jóvenes tenían ciertas licencias. Comió varios pastelillos de cebada. Se sirvió un vaso de vino y, mientras lo bebía, sintió añoranza por la vida despreocupada de la juventud, de la que tan poco había podido disfrutar. De repente, apareció Aulo con la cara crispada.
—¿Qué sucede?
—Es mi padre —respondió el chico—. Sé que puede hacerlo pero ¡yo no quiero que lo haga!
Un sexto sentido le hizo comprender. Siguió a Aulo a toda prisa hasta el cuarto donde Vibio estaba forzando a Belaiska. Le había arrancado la túnica de seda dejándole el pecho al descubierto. La tenía sobre una mesa, de espaldas, y la penetraba a empellones. Lucio lo agarró por detrás y lo arrastró fuera de la habitación, mientras Aulo cubría a la chica con una manta.
Salieron y se dirigieron a la era.
—¡Es una esclava y puedo hacer con ella lo que me plazca, ya que mi mujer te prefiere a ti! ¿O es que el garañón reclama para él a todas las yeguas? —dijo Vibio, desafiante, enfrentándose a Lucio.
—¡Tú aquí ya no eres nadie! ¡No tienes derecho a nada! Te dije que no pusieras los pies en esta casa. Coge un caballo y vete.
—¿Eso es todo? ¿No me vas a pegar? Lo estás deseando desde que llegaste, no puedes negarlo.
No, no deseaba golpearlo. Deseaba matarlo. Sabía que todo era una estrategia. Presentarse ante Nonio Felix con magulladuras reforzaría la causa de Vibio. Sin embargo, debía impedir como fuera que continuara con aquel comportamiento desafiante. Los sirvientes, encabezados por Luna y Garza, empezaban a llegar desde la viña. La celebración había acabado. Aceleraron el paso al oír las voces alteradas de Vibio y Lucio. Aulo salió de la casa en ese momento y se unió a ellas, contándoles qué había sucedido. De acuerdo, si Vibio quería pelea, la tendría. Sería una oportunidad única para demostrar a todos que el nuevo amo no iba a seguir tolerando aquel estado de cosas.
—Está bien, ¿quieres ganarte el derecho a visitar los cuartos de las esclavas? Deberás pelear por ello.
Vibio miró a su alrededor y vio a toda la gente congregada. Dirigió a su primo una sonrisa vacía y, sin darle tiempo a reaccionar, sacó una daga oculta en su cinto y se abalanzó sobre él con el brazo derecho extendido, haciendo un movimiento amplio de un lado a otro. A todas luces le faltaba agilidad. Lucio lo esquivó sin problemas.
—De joven eras bueno con la daga, lo reconozco, dejaste marcados a muchos. Después mi padre les pagaba a tus víctimas para que no te denunciaran.
—Tu padre era un caballero, me apreciaba. Tú no vales ni la tira de una sandalia.
—La única arma que dominas ahora es tu lengua bífida. —Lucio sacó su daga de su escondite habitual y la lanzó lejos—. Te doy ventaja. Voy desarmado.
Vibio volvió a echarse sobre él con la intención de clavarle el arma en el abdomen. Lucio le agarró la muñeca derecha, levantó la pierna y le golpeó la mano contra su rodilla. La daga cayó al suelo. Vibio fue derribado por el derechazo de Lucio, que recogió la daga, lo asió por detrás y le colocó el arma en el cuello.
—Si esas son todas tus habilidades, puedo dormir tranquilo. ¡Escúchame bien! —La afilada hoja rasgó la piel bajo la mandíbula y un fino reguero de sangre le recorrió el cuello—. Vuelve a ponerle la mano encima a cualquier miembro de esta familia, sea libre o sea esclavo, y te juro que te mato. Me sobran razones para hacerlo. ¿Y sabes lo mejor de todo? Que nadie encontrará tu cuerpo, porque lo echaré a los cerdos.
Un buen baño, eso era lo que necesitaba, pero no en las termas. Iría a la desembocadura. El agua fría le aplacaría la ira que no había podido descargar. Tras asegurarse de que Vibio había vuelto a Barcino, ensilló una montura y cabalgó hasta la orilla. Aún había grupos de muchachos alrededor de una hoguera. Reconoció a algunos trabajadores de sus tierras. En cuanto vieron aparecer al amo, lo saludaron, recogieron sus cosas y se fueron.
Se metió en el agua con decisión. Le gustaba el efecto que causaba en su cuerpo el choque con la temperatura fría, lo tonificaba. Braceó hasta cansarse. Pasó unos momentos haciendo el muerto mientras observaba cómo unos operarios encendían la fogata de la torre del promontorio. En los periodos de mare apertum, la torre funcionaba como un faro para los pescadores y las embarcaciones de cabotaje que se atrevían a navegar de noche.
Al salir del agua, divisó otro caballo junto al suyo. Quizás era de Garza. Se alegró de que lo hubiera seguido, disponían de muy pocos momentos para estar juntos en soledad. Pero no era Garza, sino Belaiska.
—¿Qué sucede, Belaiska? ¿Acaso ha regresado Vibio?
—No, amo Lucio. He venido porque yo he querido.
—Siento mucho lo que ha pasado. Le he prohibido que aparezca por las Espeluncas, espero que no vuelva a ocurrir, pero si molestara a cualquiera de las mujeres de la casa quiero saberlo.
—Sí, amo. Es una lástima que esa túnica tan bonita haya quedado destrozada. Quizás algún día podrías volver a la India a buscar otra.
Lucio sonrió. Vibio había elegido bien. Belaiska se había convertido en una mujer deliciosa.
—¿Cómo está el agua?
—¡Buena! —Lucio agitó la cabeza y las gotas de agua fría hicieron chillar a la esclava.
Belaiska se levantó y se quitó la ropa con naturalidad. Era menuda y morena, con un cuerpo redondeado e incitante. Caminó hacia la orilla, volviéndose para levantar los brazos hacia Lucio e invitarlo a acompañarla.
—¿Recuerdas cuando me enseñaste a nadar? —le gritó desde lejos.
Aún no era consciente del efecto que podía causar en los hombres. ¿O quizá sí? Lucio afirmó con la cabeza, sonriendo. No caería en el influjo de la tentadora Venus, siempre al acecho de los hombres atolondrados.
Pasaron pocos minutos antes de que volviera.
—Está demasiado fría para mí, solo he metido los pies.
Se arrodilló detrás de él y empezó a masajearle los hombros y el cuello, hundiendo sus dedos pulgares entre las escápulas y la columna vertebral. Era justo lo que necesitaba, descargar la tensión y relajarse. No pudo evitar un suspiro de satisfacción. Con un suave empujón hacia atrás, Belaiska hizo que él quedara tendido boca arriba. A cuatro patas, con movimientos perezosos como los una gata, se desplazó por un costado y se colocó a horcajadas sobre él.
—¿Qué estás haciendo?
—Complaciendo a mi amo. Te estoy agradecida y quiero demostrártelo.
Lucio se levantó. Sus labios quedaron a la altura de los de ella, mientras sentía el cosquilleo de su vello público en el vientre.
—Belaiska, cualquier hombre perdería la cabeza por ti. Pero ahora debes vestirte y escucharme.
La muchacha hizo un puchero, le acarició el rostro y se levantó para ponerse la túnica. Después se sentó cerca de él. Lucio le dijo:
—Cuando el amo de una casa muere y el hijo pasa a ser el nuevo paterfamilias, se acostumbra a liberar a todos los esclavos o bien se venden para comprar otros. ¿Recuerdas que os ofrecí a ti y a tu madre la libertad?
—Sí, pero nosotras estamos bien así. ¿Qué haríamos, dónde iríamos dos mujeres solas? Esta es nuestra casa, por favor, no nos vendas.
—No lo voy a hacer. Solo quiero hacerte comprender. ¿Quién es tu padre?
—N-no lo sé. Mi madre nunca habla de él.
—Bien podría ser Gayo, ¿no? Sé que mi padre visitaba los cuartos de las esclavas con frecuencia. ¿No te das cuenta de que podrías ser mi hermana?
—¡Amo Lucio! —Belaiska se tapó la boca con las manos.
Los sonidos del día iban dejando paso a los de la noche. La brisa llevaba a tierra los gritos de unos pescadores faenando cerca.
—Vete antes de que acabe de oscurecer —dijo Lucio—. Yo iré más tarde.
La esclava desapareció con presteza, con la sorpresa todavía estampada en los ojos. Lucio caminó hacia la orilla y el agua lamió sus pies. Las nubes grises, que habían ido cubriendo el cielo, se encendieron de repente en el horizonte. Contempló los últimos minutos del día, convertido ya en ruinas ardientes. Se oyó un ladrido. El chapoteo de un avefría. El croar de una rana. Y después nada. Solo el monótono vaivén de las olas, cada vez más débil. La vida parecía haber muerto como el día. Lucio contuvo la respiración, como si presagiara que su corazón también se pararía. Sintió frío. Se vistió rápido y volvió a casa galopando. Al llegar, la negrura ya había cubierto el mundo.