I. ESPAÑA EN TIEMPOS DE RODRÍGUEZ OJEDA
«Sólo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe. Sólo la cultura da libertad… No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamiento. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura».
Miguel de Unamuno
La vida de Ojeda se corresponde cronológicamente con la Restauración. Armonizar la libertad y la representatividad de las instituciones políticas fue la constante de este período, marcado en su inicio por el reinado de Alfonso XII (1874) y en su final por la quiebra del régimen, tras su agonía durante la dictadura de Primo de Rivera, representada por la proclamación de la Segunda República (1931).
El SISTEMA POLÍTICO
En su brillante síntesis[1], Santos Juliá perfila así el inicio del período restauracionista: «El sistema político de la Restauración fue resultado de un pacto entre los partidos de notables que durante la época isabelina se habían disputado el poder por medio del favor real o por la revolución popular y que, tras la revolución de 1868 y el sexenio democrático, decidieron alternar pacíficamente en la presidencia del Consejo de Ministros. Los líderes más destacados de ambos partidos, Antonio Cánovas y Práxedes Mateo Sagasta, habían participado en la revolución de julio de 1854 y emprendido caminos divergentes en la de septiembre de 1868: el primero dirigiendo la operación restauradora de la dinastía borbónica y del constitucionalismo doctrinario tal como se había definido desde 1837, con la exaltación de la monarquía y la soberanía compartida entre las Cortes y el Rey; el segundo apoyando la Constitución monárquica y democrática proclamada en 1869 y la candidatura de Amadeo de Saboya al trono. La política como guerra entre moderados y progresistas, que había resultado en un juego de suma negativa para ambos contendientes, se convirtió desde 1876 en política como negociación entre conservadores y liberales, que garantizaron su permanencia en el poder por medio del turno pacífico y la exclusión de posibles competidores».
ARENEROS EN EL RIO.
La Constitución de 1876 y la instauración del régimen bipartidista que alternaba estos gobiernos —conservadores de Cánovas[2] y liberales de Sagasta[3]—, formalizada por el pacto del Pardo (1885), garantizó la estabilidad hasta 1917, y aún logró sobrevivir con gobiernos de concentración hasta 1923, año en que fue derogada por la dictadura de Primo de Rivera. Esta estabilidad no se logró sin pagar el alto precio del deterioro parlamentario, el descrédito de la clase política entre una mayoría creciente de ciudadanos y la ira acumulada por los sectores obreros. Esto se explica porque, en gran medida, el sistema bipartidista y bicameral (Senado como alta cámara identificada con los sectores del Antiguo Régimen. Congreso como cámara baja) era un refrendo constitucional del sistema caciquil. También hay que decir que, pese a éstas y otras limitaciones, durante la Restauración se crearon importantes instrumentos de convivencia —sobre todo a partir del primer gobierno liberal presidido por Sagasta—, como la Ley de Policía de Imprenta de 1883, que garantizó la libertad de expresión hasta que fue derogada por Franco; la Ley de Asociaciones de 1887, que hizo posible la legalización de los sindicatos y asociaciones obreras; el Código Civil de 1888, que «permitió abarcar el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley civil como nunca se había hecho con anterioridad en la historia española»[4]; y, sobre todo, la implantación del sufragio universal —sólo masculino— a partir de 1890. Con estas iniciativas se superó la situación teórico-constitucional a favor de realidades prácticas que, en la década de los 90, «situaban al régimen de la Restauración en un plano superior y relevante dentro del común denominador liberal de las naciones de Europa Occidental». Fueron dañados estos avances por la nueva ley electoral conservadora de 1907, que marginaba a un gran número de electores por el procedimiento de la proclamación automática de candidatos en los distritos o circunscripciones en las que el número de los presentados no superaba el de los puestos a elegir, y las crisis que se sucedieron a partir de 1909, que culminaron con el cierre del Parlamento en 1917 y 1918, lo que no había sucedido desde 1876. Así, entre 1907 y 1918, se empezó a evidenciar la fragilidad del programa de la Restauración, fortaleciéndose el ejército frente a la clase política como el último remedio para «los males de la patria», lo que se manifiesta en el auge de las Juntas Militares, creadas a partir de 1916.
SANTA CATALINA AÚN INMERSA EN LA TRAMA MEDIEVAL.
Desde 1918 el país fue a la deriva, las clases medias y la patronal se rearmaron ante el ejemplo ruso, mientras la guerra de África tocaba fondo con el desastre de Annual, en 1921. La situación económica tampoco mejoraba[5]. El golpe de estado de 1923 sólo empeoró las cosas, al resolver «traumática y unilateralmente los errores acumulados tanto por el rey como por los partidos de turno desde los anteriores veinte años»[6], aunque hasta 1926 gozó de popularidad y aceptación social por la confluencia del talante paternalista de Primo de Rivera, el crecimiento económico de la Europa de posguerra —fuertemente apoyada en los Estados Unidos—, la victoriosa terminación de la guerra de África (1926) y, en general la voluntad del régimen de «modernizar el país, sanear la economía e imponer mayor justicia e igualdad en las relaciones sociales» a través de «una política fundada en el intervencionismo estatal en todos los sectores»[7].
El descontento del ejército, el crecimiento de la violencia en la extrema izquierda la progresiva ascendencia del fascismo sobre la derecha, la corrupción político-admnistrativa, el olvido de la reforma agraria y la crisis económica de 1929, erosionaron irremediablemente el régimen primorriverista. Este último factor, el económico, fue, junto con el militar, el fundamental. Porque se podría afirmar que la dictadura de Primo de Rivera, aun cuando incomparablemente más liviana, fue precursora de la de Franco en la medida que su base política era «que el bienestar material fuera para el pueblo una compensación por la pérdida de libertades políticas quiméricas»[8]. Cuando cayó Primo de Rivera, en 1930, la vuelta a la situación anterior a 1923 era imposible. Los dos últimos gabinetes de la monarquía —el de Berenguer y el de Aznar— fueron incapaces de resanar el Régimen emanado de 1876: las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, con la mayoría republicana en 41 capitales, provocaron el exilio del rey y la proclamación de la República dos días más tarde: se cerraba la agonía restauracionista.
EL CORRAL DEL CONDE
LA DEMOGRAFÍA
En la España de la Restauración, la demografía estaba un 30% por debajo de la europea, y la tasa de crecimiento de la población no era muy diferente a la del Antiguo Régimen pese a la alta natalidad, dado que «la mortalidad española de la época era superior a la de un país del Tercer Mundo actual»[9]: una cuarta parte de los recién nacidos no llegaba al año de vida, y sólo la mitad de los que sobrevivían alcanzaba los treinta y tres años. Con todo, la ausencia de crisis demográficas graves, con excepción de la gripe de 1918, y el fin de las guerras coloniales y africanas, hicieron que la población, sobre todo desde 1910, tuviera un crecimiento sostenido hasta la década de los treinta (de 18,6 millones en 1900 se pasó a 23,3 millones en 1930). En la década de 1920 el crecimiento superó el 1 por 100, «una tasa que no volvería a conocerse en España hasta la década de los años sesenta, en tantas cosas similares a los veinte»[10]. En 1900, sólo el 32% de la población vivía en núcleos de más de 10 000 habitantes, y sólo seis ciudades tenían más de 100 000 (Sevilla, una de ellas), mientras que entre el 65 y el 70% de la población trabajaba en el sector agrícola o ganadero, y sólo el 16% en la industria.
Bajo la dictadura de Primo de Rivera la situación mejoró notablemente, descendiendo el mundo agrario al 45% y aumentando el industrial hasta el 27%, mientras crecía el sector servicios hasta representar el 28% de la población activa, el número de profesionales liberales se duplicaba, y el intervencionismo estatal multiplicaba el número de funcionarios y tecnócratas, adquiriendo una nueva importancia social las clases medias. En 1930, el año de la muerte de Ojeda, el 42% de los españoles vivía ya en ciudades de más de 10 000 habitantes, cuatro ciudades —Sevilla entre ellas, que pasó de 148 315 habitantes en 1900 a 228 729 en 1930— superaban los 200 000, once los 100 000, mientras Barcelona rebasaba el millón y Madrid casi lo alcanzaba.
LA EDUCACIÓN Y LA CULTURA
Esta población creciente estaba afectada, además de por las limitaciones demográficas y económicas, por las educativas. Si entre 1850 y 1870 se había notado un avance en la apertura de escuelas (de 17 434 a 28 117), entre este último año y 1930 el avance fue menor (de 28 117 a 35 000), no empezando a subsanarse hasta la República el desfase. Los centros mejor dotados eran privados[11]: los de la Iglesia y los de la Institución Libre de Enseñanza[12] (creada en 1876 por Giner de los Ríos y los krausistas expulsados de la Universidad por el ministro ultraconservador Orovio), encarnizadas rivales en la enseñanza a lo largo de toda la Restauración (rivalidad resuelta por el Régimen de Franco, extinguiendo la Institución en 1936). El resultado fue que en 1900 el 63% de la población no sabía ni leer ni escribir. La Universidad pareció despertar de su letargo a finales del siglo XIX, obteniendo a principios del XX importantes éxitos internacionales (el Nobel de Cajal) y notables esfuerzos de renovación (Memoria de Giner de los Ríos en 1902) para cuyo desarrollo será fundamental la nueva Junta para ampliación de Estudios (1907).
ANTIGUA CALLE DE SEVILLA
Los avances culturales, como fruto de la etapa canovista y de la libertad de pensamiento y expresión garantizada por la Constitución[13], y en coincidencia con factores y fenómenos de ámbito europeo y aun euro-americano[14], son notables desde 1881, cuando «el relanzamiento cultural corría parejo con la libertad de expresión»[15]; y llegan a ser espectaculares en el primer cuarto del siglo XX[16] constituyendo la llamada edad de plata de la cultura española, que va desde el sexenio revolucionario hasta la Guerra Civil, agrupando, en sus más altos momentos, las generaciones del 68 (Galdós, Valera, Clarín, Valdés, Verdaguer, Giner de los Ríos, Ramón y Cajal, Menéndez Pidal, Gaudí), del 98 (Unamuno, Valle-Inclán, Besteiro, Baroja, Azorín, Machado, Menéndez Pidal, Falla, Sert, Zuloaga), del 14 (Ortega y Gasset, Azaña, Picasso, Juan Ramón, Américo Castro, Sánchez Albornoz, García Morente, Madariaga, Marañón, Fernando de los Ríos, Carande, Gris) y del 27 (Salinas, Guillén, Miró, Diego, Plá, García Lorca, Alonso, Aleixandre, Buñuel, Alberti, Cernuda, Dalí, Sánchez-Albornoz, Bergamín, Ayala, Ochoa, Aub, Hernández). Como ha escrito Juan Marichal, «las casi cuatro décadas que median entre el nacimiento de Federico García Lorca (1898) y su atroz muerte (1936) constituyen en la historia de la cultura hispánica una segunda Edad de Oro»[17].
Esas luces no dejaban de tener sombras. El sector liberal y progresista de la burguesía, a su vez dividida en corrientes revolucionarias o socialdemócratas, se veía escindido entre el liberalismo histórico, el socialismo democrático y el empuje revolucionario irrefrenable desde 1917: «Surgía así un complicado sistema cultural: las masas populares siguen, prácticamente aisladas, un camino cultural autónomo, con su prensa, lecturas en común, sus modestos intentos culturales, que en el siglo XX tuvieron otra importancia. Las burguesías y sus distintos estratos se dividieron entre el elitismo racionalista y liberal, desde la Institución Libre de Enseñanza a los novecentistas, pasando por la generación de 1913, o el elitismo integrista, nacionalista y antiliberal; entre un populismo democratizante (encarnado por Costa y gran parte de los regeneracionistas) y un populismo nihilista o cripto-anarquista»[18]. Esta escisión, que prolonga lo que he dado en llamar en otros textos la herida ilustrada —el bicentenario enfrentamiento entre élites intelectuales y cultura popular— es de fundamental importancia, junto a lo entonces conocido como la cuestión religiosa —de la que nos ocuparemos más adelante—, para entender el lugar de la Semana Santa en la sociedad y la cultura españolas coetáneas de Rodríguez Ojeda. «La religiosidad —escribe Fusi—, incluso desacralizada, como ocurría ya con determinadas festividades locales, era pese a ello parte de la cultura popular. De hecho, todas las formas del gusto y del entretenimiento popular seguían teniendo, pese al despertar de la alta cultura, amplia vigencia. Las corridas de toros, por ejemplo, tuvieron más difusión, si cabe, después de 1900 que antes de esa fecha.(…) La década de 1910, en la que compitieron los toreros José Gómez Ortega (Joselito), muerto por un toro en Talavera en 1920, y Juan Belmonte, significó la época dorada del toreo. La asistencia al espectáculo era extraordinaria. Los grandes toreros toreaban cerca del centenar de corridas anuales. (…) Zarzuela (desde 1870)…, canción española (desde 1900)…, cuplé (desde 1910), todo ello, y no la exquisita y estilizada música de Albéniz, Granados y Falla, era la verdadera música nacionalista española. (…) Las manifestaciones del costumbrismo local y provincial (…) que aspiraba a captar la esencia y las peculiaridades regionales y locales (a veces desde estereotipos burdos y trasnochados), iban incluso en aumento. (…) Religiosidad, toros, zarzuela, jotas, madrileñismo, andalucismo, costumbrismo local: ése era el verdadero nacionalismo popular español. Los hombres de la Institución Libre de Enseñanza, los escritores del 98, Ortega, Juan Ramón Jiménez, lo detestaron: “sí, el flamenquismo, la torería, la pornografía, el generochiquismo, todo es igual”, escribía en 1911 Unamuno a Eugenio Noel»[19].
DERRUMBAMIENTO DEL CRUCERO DE LA CATEDRAL, 1888.
En esta enumeración faltan las procesiones, pero se pueden suponer (Machado une a los devotos de Frascuelo y de María integrándolos en la «España de charanga y pandereta»). Con ello se habrían enumerado buena parte de las industrias culturales y populares, podríamos decir, castizas; o de las tradiciones populares por ellas afectadas y convertidas en impuras (a las que se añadirían como práctica higienista, espectáculo o diversión, varios deportes —fútbol, boxeo, tenis, natación, ciclismo— modernos, que convivirían con toda naturalidad con las devociones o entretenimientos castizos, precisamente en esa nueva zona de lo popular como consumo de lo producido por las industrias culturales. Por eso se opondrán a la Semana Santa —entendiéndola no sólo como una rémora clerical-supersticiosa, sino como una invariante castiza— aquellos sectores identificados por el historiador Martínez Cuadrado como coincidentes en un elitismo racionalista y liberal[20]. Tendrá, en cambio, el apoyo de los conservadores, de los sectores que, en correspondencia a lo anterior, podríamos denominar elitismo integrista y antiliberal. Y suscitará siempre el entusiasmo del pueblo. La progresiva radicalización de la cuestión religiosa incidirá con singular gravedad sobre esta dimensión socio-cultural de la Semana Santa, politizándola. Salvo el milagro que supuso la Generación del 27 —en su aprecio de la cultura popular, que dio en Sevilla importantes frutos en el ámbito del idealismo literario—, esta fatal coincidencia convertirá a la Semana Santa en tierra de lucha entre los dos elitismos burgueses (el ilustrado liberal y el integrista antiliberal), con el añadido del desconcierto y la ira popular que culminará en las quemas de iglesias[21].
ANTIGUA PLAZA DE SANTO TOMÁS.
Fundamental en el debate político y cultural fue la intelectualización de la cuestión española desde la generación del 98, que prolongaba líneas de pensamiento anteriores al desastre colonial (Los males de la patria de Lucas Mallada, 1890) y se centraba en el mensaje regeneracionista y reformista de Joaquín Costa. Su consigna —«Escuela, despensa y siete llaves al sepulcro del Cid»— suponía el intento de clausura de la estéril nostalgia pos-imperial[22], el aprovechamiento del desastre del 98 como toma de conciencia de la realidad de la pérdida de la España colonial y hegemónica, y el encauzar las energías nacionales por los caminos del desarrollo económico y la cultura[23]. Su influencia aún sobre la generación orteguiana de 1913 será muy grande. En estos años, el propio término de intelectual, que se había acuñado en su sentido socio-político con el Manifiesto de los intelectuales aparecido en el diario parisino L’Aurore el 14 de enero de 1898 en apoyo a la famosa carta de Zola —Yo acuso— publicada el día anterior con motivo del caso Dreyfus, empezó a utilizarse en España, como reflejo del uso que se había hecho de él en Francia durante este caso. La del 98 «puede decirse que fue la primera generación que se sintió intelectual, es decir, como profesional de la cultura, con una misión que trascendía la dedicación a una parcela de la misma»[24]. El manifiesto por la Liga de Educación Política (1913), firmado por Ortega y Gasset, Azaña y Fernando de los Ríos, con las adhesiones de Madariaga, Castro, Azcárate, Araquistáin y otros, marcó una nueva época en la participación de los intelectuales en la política[25], invocando para España «democracia y competencia». La crisis de 1917-1918 culminó la incorporación de los intelectuales en la política, sobre todo a través de artículos en la prensa, tomando un lugar destacado Ortega, primero desde El Imparcial y después en El Sol.
LA CUESTIÓN RELIGIOSA
Vivió la Restauración agitada por lo que se llamaba la cuestión religiosa, que la situó desde su propio inicio en tensión entre el radical antiliberalismo pontificio (que, mientras vivió, alimentó y apoyó al carlismo, tan importante como rémora anti-moderna en la España del XIX), asumido por los integristas e intransigentes católicos españoles, y el radicalismo anticlerical. Esto generalizará el españolísimo conflicto entre clericales y anticlericales, Estado confesional y Estado aconfesional (que el franquismo prolongó, como tantas otras cosas, más allá de cualquier límite históricamente razonable, hasta la segunda mitad del siglo XX). En esta pugna, que llegó a ser trágica, se dirimirá no solo la libertad de culto, sino la educativa, la intelectual o la científica, en una situación en la que las fuerzas conservadoras y la Iglesia se amparaban mutuamente frente a toda opción de cambio. Este factor es una dramática especificidad española, ya que aunque los problemas entre la Iglesia y los Estados europeos fueran frecuentes en este periodo, en ningún otro país —pese a las tensiones que la cuestión religiosa también provocó en Francia, Portugal o Italia— se desbordó del terreno de las ideas al de las armas, como sucedió entre nosotros.
MATEOS GAGO ANTES DE LA APERTURA DE 1929
Volver a la constitución de 1869 —libertad religiosa y separación entre la Iglesia y el Estado— era difícil para los restauracionistas liberal-canovistas. Se arbitró un expediente intermedio que garantizaba la libertad religiosa pero que, al mismo tiempo, reconocía al catolicismo como religión del Estado, obligando a éste a mantener y sufragar «el culto y sus ministros», dando a la Iglesia amplias prerrogativas en la educación y convirtiendo a los diez arzobispos y al Patriarca de Indias en senadores del reino. La estrategia de la Iglesia, desde 1868, no se centraba tanto en recuperar los privilegios económicos como en detener el acelerado proceso de desreligación de las clases medias y burguesas, entre las que el liberalismo agnóstico o heterodoxo había experimentado un gran proceso expansivo desde 1820; además, la desamortización y las guerras carlistas habían enfrentado con la Iglesia a amplios sectores burgueses[26]. Al mismo tiempo, su alianza con los poderes establecidos la había enemistado con las clases populares. Aunque tras la encíclica Rerum Novarum (1891) se desarrolló una tímida acción social católica (el sindicalismo cristiano nace en 1906) de baja incidencia en el mundo obrero, este interés social no era ajeno a «todo un proceso de politización del catolicismo que habría de tener amplias consecuencias en el futuro»[27], claramente detectable desde la última década del XIX y muy acentuado en los primeros años del nuevo siglo. También tenía una marcada orientación política: «Cuando se produjo, como a principios del siglo XX, la movilización de los católicos, tuvo por lo general una acusada significación antiliberal y reaccionaria»[28]. En cuanto a los intentos de renovación intelectual desde dentro de la Iglesia (Universidad Pontificia de Comillas en 1900, Asociación Católica de Propagandistas creada en 1909 por Ángel Ayala y Ángel Herrera Oria, orientación —por inspiración de éste último— de El Debate como diario católico moderno desde 1911, apertura en 1916 de la Facultad Comercial de la Universidad de Deusto, creación en 1920 de la Confederación Nacional de Estudiantes Católicos, de la Institución Teresiana en 1924 y del Opus Dei en 1928), o se reorientaron en un sentido antimoderno, o bien se vieron presionados por las circunstancias ambientales y por el integrismo de la casi totalidad de la jerarquía hasta desactivarse lo que de innovador había en ellos. Como escribe Juan Pablo Fusi, si en lo social el balance de la renovación católica «fue las más de las veces contradictorio y, muchas de ellas, decepcionante», también «la cultura católica, tomada en su conjunto, fue un fracaso»[29].
MANUEL BARRÓN, VISTA DE SEVILLA.
Bajo el reinado de Alfonso XIII —para quien Maura negocia el convenio con Pío X por el que se concedía personalidad jurídica a las órdenes y congregaciones religiosas— se extremaron las tensiones entre clericales y anticlericales, identificándose las posiciones políticas de la derecha (desde los conservadores hasta los ultraconservadores) con los primeros, y las de la izquierda (desde los liberales hasta los revolucionarios) con los segundos. Como escribe Martínez Cuadrado, «los estallidos de violencia de la Semana Trágica de 1909, los sucesos de 1916 a 1923, las actitudes hiperradicales del proletariado urbano y rural contra la Iglesia, encontraban sus raíces en la privilegiada situación del clero, en la educación que éste impartía entre los hijos de la burguesía del país, en su innato espíritu de colaboración y sumisión ante los poderes constituidos, en la resistencia a aceptar el espíritu moderno y la secularización de costumbres que imponían el sistema de producción capitalista y la sociedad de masas»[30]. Con mayor radicalidad que en otros países europeos, en los que también se dieron estos problemas[31], tanto por «la intolerancia de la jerarquía y el bajo clero»[32], que dan la espalda «a las mutaciones mentales que se han producido en otras partes gracias a la confluencia del espíritu científico con la búsqueda de un nuevo lenguaje religioso»[33], como por «la pretensión de mantener tradiciones y manifestaciones de piedad popular dejando inalteradas las relaciones sociales basadas en la pura y simple dominación»[34], la situación de la Iglesia con respecto a los estratos populares, a las clases medias progresistas y a los intelectuales se hizo crítica[35], agravándose todo por la violencia de quienes azotaban un anticlericalismo primario y premoderno. Así se creó el clima propicio para el monstruoso anacronismo de la quema de iglesias y muerte de religiosos[36], de una parte, y de la consideración del golpe de estado de 1936 y de la Guerra Civil como cruzada bendecida por la Iglesia, de otro.
PLANO TAXIMÉTRICO DE SEVILLA Y SUS AFUERAS. 1890.
LA REVOLUCIÓN DE LAS COMUNICACIONES
Este complejo problema de la cuestión religiosa, en el que se mezclan cuestiones modernas con pervivencias centenarias, era paralelo, asombrosamente, a la revolución de las comunicaciones terrestres, que hacen del XIX el siglo de la transición del viajero romántico al turista, del viaje de descubrimiento al viaje guiado, de la fuerza eólica o animal al vapor, y de éste al motor de explosión y a la energía eléctrica. Todo ello fue aprovechado por Sevilla para convertir la fascinación de los viajeros románticos en atracción de turistas. El nacimiento del primer turismo moderno se puede situar entre 1841, fecha de la publicación de la primera guía artística de España, y 1875, cuando Laurent publica su fotográfica Guía del turista en España y Portugal. Estas guías existen porque los nuevos medios de transporte están dejando de hacer del viaje una aventura para convertirlo en un placer. Porque el turista al que se alude en el título del libro de Laurent es el nuevo viajero que planifica sus desplazamientos con la comodidad y el ahorro de tiempo que el ferrocarril supone[37]. Esto es lo que da lugar a tan sintomática queja de Antoine Latour, viajero francés que residió en Sevilla al servicio de los duques de Montpensier y escribió, ante la avalancha de visitantes que llenaba Sevilla en Semana Santa, y el afán secularizado de belleza y lujo de las hermandades en sus desfiles procesionales: «Cada día es menor el poder del catolicismo en la exhibición popular de este drama de la Pasión de Cristo representado en el templo y en la calle, delante del espectador cada vez más indiferente». Es la crítica, mantenida hasta hoy, ante los cambios que lo que en esencia debía ser inmutable en su centro devocional, sufre como consecuencia de estar inmersa, hasta el punto de ser producto de ella en su reinvención posterior al eje 1840-1874 (de los Montpensier al inicio de la Restauración). Crítica que no carecía, ni carece de fundamento; hasta profética, en su percibir lo que desde el liberalismo burgués se oponía al núcleo religioso de la Semana Santa.
GARCIA RAMOS, PATIO DEL COLEGIO DE SAN MIGUEL.
Este proceso creciente[38] de perfeccionamiento y modernización de las vías y medios de transporte terrestre, y desde principios del XX aéreo, culmina bajo la dictadura de Primo de Rivera, momento en el que España se moderniza como objetivo turístico con infraestructuras viarias y hoteleras, paradores, nuevos y lujosos hoteles en las más importantes capitales o creación de la primera compañía civil de aviación, y es así reconocida desde el extranjero cuando en 1927 se publica la primera Guía Azul dedicada a nuestro país.
ANUNCIO LIGADO AL AUGE DEL TURISMO EN SEVILLA EN EL ENTORNO DE 1929.
Paralela es la revolución de la comunicación social, que sitúa este período en la transición a la era de la comunicación masiva. Las primeras agencias de noticias abrieron en 1867, y las de publicidad en 1870; la prensa masiva se desarrolló con fuerza desde 1888[39], dando lugar a una gran estación del periodismo español[40], abruptamente cerrada por la Guerra Civil; el cinematógrafo se presentó en 1896, y la radio se comenzó a extender más allá de lo experimental desde 1924, año en el que la creación del monopolio Compañía Telefónica Nacional de España disparó la implantación del teléfono —muy discreta desde 1877—, pasándose de los 66 000 teléfonos en servicio en 1924 a los 200 000 existentes en 1931. Estos fenómenos se multiplicarán al crecer la alfabetización, se dilatarán por efecto del cine y culminarán con la difusión de la radio. Fue entonces cuando se tuvo conciencia de la nueva era comunicacional y del debilitamiento de las fronteras que ello suponía. La revista Ibérica publicaba el 28 de julio de 1923: «Indudablemente, la TSH (telefonía sin hilos) constituye la invención más extraordinaria de nuestra época… El mundo entero habla de la TSH y los grandes rotativos de las naciones que marchan a la cabeza de la civilización dedican columnas enteras de vulgarización… Una legión de casi dos millones de aficionados reciben los conciertos, el curso de la Bolsa, la previsión del tiempo, la última hora de la prensa, las conferencias, los sermones… Una legislación muy amplia ha permitido en los Estados Unidos de Norteamérica el desarrollo casi universal de la telefonía sin hilos (…) y ha invadido con análogo calor y entusiasmo el imperio británico y la república francesa. Los Pirineos son impotentes para resistir ese alud de la civilización; la radiación eléctrica, burlando la vigilancia de las fronteras, salta las altas crestas de la Madaleta y demás picachos del Pirineo, para traer las palpitaciones de la cultura actual…». En ese contexto, la Semana Santa vivía en un espacio en rápido proceso de transformación: la adaptación de las fiestas religiosas tradicionales al nuevo espacio de producción y recepción de la cultura popular y del turismo como industria. Este es el marco originario sin el que es imposible entender la Semana Santa desde su refundación decimonónica hasta hoy, pasando por su cierre formal obrado por la revolución de Ojeda.