Capítulo IX
Dernhil de Gent
Durante los siguientes días, Maerad no vio mucho a su nuevo maestro. Cadvan llamó muy temprano a su puerta el día después D del Consejo y, tras esperar impaciente a que se vistiese, la arrastró por todo Innail hasta la Biblioteca del Círculo de Lanorgrim. Allí caminaron tan rápido como podía Maerad, atravesando pasillos laberínticos hasta llegar a una diminuta sala que casi parecía estar construida de libros, donde Cadvan le presentó a un Bardo de cabello oscuro al que recordaba vagamente del Consejo del día anterior.
—Este es Dernhil de Gent, el Bibliotecario del Círculo —dijo bruscamente—. Dernhil, Maerad de Pellinor. Dernhil se ha ofrecido amablemente a enseñarte lo más básico de la escritura, pese a que lo que puedas llegar a aprender en menos de una semana es algo que se me escapa. Bueno, tengo prisa —y salió por la puerta corriendo.
Maerad se quedó de pie ante Dernhil, conteniendo el aliento. Dernhil parecía más joven que Cadvan, pese a que Maerad ya sabía que la edad de un Bardo era algo difícil de adivinar. Era alto y esbelto, y su rostro parecía sereno e inteligente, con unos ojos que se movían rápido y ahora se veían colmados de callada diversión. Iba vestido con la toga negra que el día anterior ella había visto que llevaban los bibliotecarios. Le colgaba despreocupadamente sobre unos bombachos azules y una túnica. Tanto el vestido con la toga negra como la túnica parecían estar tejidos en seda.
Para ganar tiempo, Maerad echó un vistazo por la sala.
El cuarto de Dernhil contenía un inmenso escritorio tallado con muchas florituras, que estaba prácticamente cubierto por inestables montañas de libros, pergaminos y montones de papeles. En el centro había un rollo de pergamino, claramente a medio terminar escrito con una hermosa caligrafía fluida en tinta negra. A su lado había un tintero hecho de piedra negra pulida, y al lado de este una lámpara dorada de complicado diseño que arrojaba un círculo de luz cálida sobre el escritorio, haciendo resaltar la seda azul celeste que cubría las dos sillas que había a su lado. Se veía claramente que en una se sentaba Dernhil, la otra estaba cargada con otra vacilante montaña de libros.
Maerad olfateó el débil aroma de la tinta con placer; le recordaba a algo, aunque no era capaz de localizar el recuerdo. Pese al desorden, la sala no producía una impresión lastimosa, más bien la de una industria caóticamente ordenada. La luz de la mañana se derramaba por las paredes desde una ventana alta, diferenciando los colores de los curiosos instrumentos y ornamentos que había sobre las estanterías pegadas a las paredes, y hacía destacar las letras doradas de los lomos de hileras e hileras de libros. En un pequeño hogar ardía un fuego. Maerad pensó que era el cuarto más interesante que había visto nunca.
—Bien, pues —dijo Dernhil—, tenemos a una brillante joven música que no sabe leer ni escribir, y una semana para enseñarte. ¡Menudo desafío!
¿Por dónde empezamos? —miró a Maerad como si pudiera darle la respuesta. Ella bajó la vista, se sentía como si la estuvieran reprendiendo—. No es ninguna vergüenza no saber nada —le dijo él amablemente—. La vergüenza es no tener ansias de aprender. Te puedo enseñar las letras del Habla, inventadas por Nelsor en Afinil hace mucho tiempo. Eso será lo que te resulte más útil, pienso yo, ya que es la escritura más empleada por los Bardos. Pero hay muchas otras, empleadas por otros pueblos, y sería una injusticia no enseñártelas. Pero por desgracia no tengo tiempo. Un año cubriría la introducción, contando que fueses rápida.
Examinó a su silenciosa alumna como si estuviera juzgando sus capacidades. Después sacó todos los libros de la segunda silla, dejándolos caer en el suelo sin ninguna ceremonia, y la acercó al escritorio. Dejó libre un espacio sobre este, depositando más libros en el suelo, e invitó a Maerad a sentarse a su lado con un inquisitivo movimiento de cabeza.
Después colocó dos trozos de papel ante ellos y le tendió a Maerad una pluma de oro. La pluma tenía un largo mango tallado que parecía una extraña serpiente voladora, que se retorcía a lo largo de este y apoyaba la cabeza justo encima del delicado plumín de metal. Maerad lo miró con curiosidad.
—Es para escribir, no para quedarse mirándola —dijo Dernhil, y le mostró cómo sostenerla. Le resultaba extrañamente pesada en la mano. Entonces él comenzó a escribir letras, explicando lo que significaban y cómo formaban palabras.
Al principio Maerad no era capaz de manejar la pluma, pero apretó los dientes y persistió. A medida que progresaba la lección, comenzó a ver cómo funcionaba aquello de la escritura y una bola de emoción se le formó en la boca del estómago. Tenía la mente entrenada a base de años aprendiendo canciones y música de memoria, y Dernhil era un maestro paciente y amable. Pese a su torpeza, Maerad tenía una extraña sensación, como si un antiguo recuerdo se hubiese despertado en sus dedos, como si estos trazasen movimientos que le resultaban familiares, aunque en desuso desde hacía mucho tiempo. Dernhil estaba asombrado de lo rápido que comenzó a trazar letras y después palabras. Al final de la lección ya había escrito su primera frase.
—Es hora de parar —dijo Dernhil, y Maerad reprimió una exclamación de desacuerdo. Él la miró divertido—. Ojalá todos mis estudiantes fuesen tan aplicados —dijo—. Lo has hecho extraordinariamente bien para ser tu primera lección, Maerad, pero será mejor que hagamos una pausa. Nunca hubiera dicho que pudieses llegar tan lejos.
—¡Pero si es muy divertido! —dijo ella—. Antes me preocupaba si yo podría hacer algo así, quiero decir, escribir cosas para así poder recordarlas.
Gilman tenía listas de sus ovejas, vacas, pollos y cosas, las marcaba con líneas y dibujos en unos objetos hechos de corcho, y así sabía si le robaban o se le comían alguno. Quizá me enseñasen a escribir un poco en Pellinor, no lo recuerdo… Hay muchas cosas que he olvidado. ¡Pero esto es increible! Y la escritura es tan hermosa… Bueno —añadió, mirando dudosa su propia caligrafía—, es hermoso cuando eres tú quien escribe.
—Solo es práctica —dijo Dernhil—. Un año aquí, y escribirías como un viejo bibliotecario —volvió a mirar a Maerad, y esta vez en su mirada había un toque de preocupación, una vacilación—. ¿Qué tendrá Cadvan en la cabeza? Ese hombre me resulta un misterio, aunque tendrá sus propias razones. De todas formas, esta tarde has de tomar otras lecciones. Cadvan te ha hecho un horario, pero ya que tú no puedes leerlo, te enseñaré adónde tienes que ir.
Se puso a revolver entre sus estanterías hasta que encontró un delicioso librito encuadernado en cuero, y se lo dio a Maerad.
—Esto es para esta noche —le dijo—. Te he ensenado cómo suenan las letras. Aquí tienes algunos poemas sencillos que quiero que intentes leer antes de mañana, si no estás demasiado cansada. Uno o dos, quiero decir, no la colección entera.
Maerad tomó el libro como si fuese un objeto sagrado y lo abrió con cuidado. Las páginas eran pesadas, de pergamino seco, y emitían un crujido muy débil. Se detuvo en una página que tenía un vivo dibujo de unas abejas alrededor de una colmena, y tras ellas se veía un paisaje de ríos, valles y, en la distancia, montañas cubiertas de nieve. Los bordes de la página tenían un ancho marco de pan de oro, sobre el que el pintor parecía haber esparcido artísticamente unas cuantas florecillas silvestres: margaritas, clavelinas y otras que Maerad no era capaz de reconocer. En cada esquina había una diminuta pintura que revelaba más detalles cuanto más la miraba: un hombre tocando el dulcémele en una de ellas, en otra un oso que yacía dormido bajo un árbol, en la tercera una mujer estudiando algo que parecía ser una bola de cristal y en la esquina inferior derecha dos personas sentadas a una mesa, bebiendo algo dorado en un vaso. En la página opuesta, enmarcado del mismo modo, estaba el poema, trazado en letras rojas y negras. Deletreó el título: «La colmena».
Maerad se quedó sin palabras. Levantó la vista hacia Dernhil, con los ojos brillantes. Él parecía turbado por su franca alegría, y lo ocultó dándole unas cuantas hojas de papel y una pluma y revolviendo en sus estanterías de nuevo, hasta que encontró una carterita en la que se pudo llevar todo.
—También puedes practicar la escritura. Intenta copiar un poema. Pero bueno, es hora de marcharse —dijo vivamente—. Llego tarde a mi siguiente lección. Te veré mañana a la misma hora y en el mismo lugar.
La lección que le correspondía aquella tarde a Maerad era de un cariz totalmente diferente: le enseñarían a montar a caballo y las artes de manejar la espada. Dernhil la llevó hasta su instructor, un hombre de mirada seria llamado Indik, que tenía una cicatriz que le cruzaba la mejilla y le tensaba la piel bajo el ojo derecho, lo que hacía que su rostro tuviese una curiosa falta de expresión. Maerad se sintió ligeramente asustada ante él y este, a diferencia de Dernhil, no hizo ningún esfuerzo para que se sintiera cómoda. Primero la llevaron a las herrerías, donde la equiparon con una pequeña espada, vaina, yelmo y una ligera cota de malla, tan finamente forjada que casi parecía una tela pesada. Después la llevaron a los establos, en donde Indik eligió a una yegua ruana gris.
—Se llama Imi —le dijo—. Es una buena yegua, propensa a ser fogosa pero amable y leal. Su raza es rápida y robusta. Necesitarás una montura recia —Maerad sabía lo suficiente de caballos para juzgar que Indik había elegido excepcionalmente bien: Imi era grácil y fuerte, y no demasiado grande para ella—. Ahora este caballo es tuyo —dijo—. Así que debes saber cómo cuidar de ella.
—¿Mío? —dijo Maerad asombrada—. ¿Cómo?
—Lo ha arreglado Cadvan. Bueno, ¿sabes ensillar a un caballo?
La ignorancia de Maerad respecto a los animales no era tan lamentable como con los libros, y tras haber ensillado y montado a Imi, Indik la miró con ojos casi aprobadores. Montó su propio caballo, un gran zaino llamado Harafel, y cabalgaron hasta un patio donde Indik la hizo pasar por varias pruebas, haciéndola cabalgar con los brazos cruzados y sin estribos, o corriendo ante diferentes órdenes. Maerad cabalgó con bastante equilibrio, lo que, como señaló ácidamente Indik, no le serviría de nada si una tropa de bandidos saliese del bosque de repente y la asustasen hasta la muerte, pero pese a los gritos, parecía bastante complacido cuando terminaron.
—Lo harás bien —dijo—. Con unos meses de adiestramiento te convertirías en una buena amazona. Sabes lo suficiente para andar por ahí. Sería más fácil si tuvieses el Habla, por supuesto, pero eso es otra cuestión.
Volvieron a los establos a caballo, y Maerad desmontó y desensilló a Imi.
Después Indik le pidió que cepillase al caballo y le limpiase las herraduras, mirándola con ojo crítico.
—Necesitarás instrumentos de viaje, por supuesto —dijo cuando ella acabó y soltó a la yegua en el establo—. Pero por suerte no eres una inútil absoluta. Cabalgaremos un par de horas cada día, para que te pongas en forma, y será todo lo que podamos conseguir en este tiempo.
Después llegó la hora de la esgrima. Aquel era un asunto completamente diferente, e Indik no se molestó en disimular su impaciencia.
—Señorita Maerad —dijo con los dientes apretados mientras volvía a dejar caer la espada—. Si ni tan siquiera consigues sostener tu propia arma, eres carne para perros. Te agradecería que te metieses eso en la cabezota.
Venga, comencemos otra vez.
Una hora de práctica con la espada dejó a Maerad empapada en sudor— Indik insistió en que debía llevar el yelmo y el jubón— de tal forma que se sintió totalmente inepta. Aún así, había aprendido a sostener la espada con una mano o con las dos, y que blandirla sin ton ni son era mala idea.
—La inteligencia —no paraba de decir Indik—. La inteligencia es la clave.
No eres lo bastante fuerte para permitirte ser tonta, ¡piensa!
Daba la poderosa impresión de que pensaba que Maerad solo duraría hasta estar a media milla de Innail. Cuando por fin acabó la lección, se apoyó sobre su espada.
—Una hora cabalgando, creo, y una hora más de esgrima. En una semana se notará la diferencia. Por la Luz, espero que así sea. De momento mi consejo es que te escondas detrás de Cadvan si os veis en problemas, y no levantes la espada para nada. Solamente serías un impedimento — después la despidió y dejó que ella encontrase desconsolada el camino a su habitación.
En el refugio de la alcoba se sacó con cansancio la cota y el yelmo, y apoyó la espada contra la cajonera, desde donde la miró con dudas. Solo tenía una sencilla vaina de plata con el dibujo de una serpiente enroscada en un árbol, con una brillante piedra roja por ojo. Le había gustado bastante la espada cuando Indik la había elegido para ella, pero ahora ya no estaba tan segura. Le dolía el cuerpo de cansancio en todo tipo de lugares inesperados, y tras quedarse sentada en la cama durante unos cuantos minutos, mirando a la pared fijamente, decidió ir al cuarto de baño. Una vez allí, el baño humeaba lleno de aceites perfumados, se metió dentro y miró cómo el vapor formaba volutas que ascendían hacia el techo, sin pensar absolutamente en nada. Al fin consiguió salir, sintiéndose fresca, y caminó descalza hasta su habitación, en donde se vistió con ropa limpia y sacó la lira de la cajonera. La tocó para consolarse, y pronto estuvo tan absorta que pegó un salto cuando llamaron a la puerta.
—¡Cadvan! —dijo, haciéndolo pasar.
—Sí, soy yo —dijo él. Tenía un ligero mal aspecto—. ¿Qué tal van tus lecciones?
—Oh, bien, supongo. Me gusta Dernhil, me ha dado este libro, míralo, para que lea esta noche. Pero me parece que a Indik no le gusto mucho.
—No se trata de que le gustes, se trata de que te enseñe lo que pueda, y eso hará, ya que es un maestro con talento y un gran espadachín. Le honra mucho haber aceptado enseñarte.
—No quería decir…
—¿El caballo es de tu agrado? ¿Y esta es tu espada?
—Imi es hermosa, nunca había montado un caballo tan buello —dijo Maerad mientras le dirigía una mirada de disgusto a la espada—. Indik dice que soy un desastre con la espada y que debería esconderme detrás de ti.
Cadvan rió, con lo que perdió su aspecto serio.
—Bueno, es tu primer día, y él no está acostumbrado a principiantes. Pero si hay alguien que pueda enseñarte a ser diestra con la espada en una semana, es él. No aprenderás grandes habilidades, vaya, pero es bueno saber cómo cogerla, e incluso un corte poco elegante pero en el lugar correcto sirve de ayuda si estás acorralado.
»Esta es ahora tu espada, debes darle un nombre —la desenvainó y la examinó de cerca—. Realmente es de primera calidad. Te honra —se la tendió, con la empuñadura por delante.
—¿Un nombre? —tartamudeó Maerad mientras la cogía—. ¿Por qué? ¿Qué clase de nombre?
—Pedí que te diesen una hoja bien forjada. No es simplemente una daga martilleada en la forja de un herrero rústico cualquiera, y se merece tener ese honor. Bueno… —Cadvan se lo pensó un momento—. ¿Qué te parece Irigan? Significa Hoja de Hielo, en el Habla.
—Irigan —dijo Maerad, probando cómo sonaba—. Sí, suena bien. Irigan — comenzaba a sentirse abrumada por poseer tantas cosas, ya que nunca había poseído nada más que las ropas que llevaba puestas, un par de botas y su lira. De repente ahora tenía un caballo y una espada, como si fuese rica.
—Silvia está arreglando nuestro equipo para el viaje y haciendo el equipaje —dijo Cadvan—. Deberían estar listos mañana —tomó el libro que Dernhil le había prestado a Maerad y se echó a reír.
—¿Qué es tan divertido? —preguntó ella.
—Es el libro de Dernhil. Sus poemas. Léelo detenidamente, Dernhil es un gran poeta, uno de los mejores que haya visto Annar. Recuerdo cuando nos conocimos… —pasó las páginas, mirando los poemas sin detenerse, y se quedó callado.
—¿Qué es lo que recuerdas? —preguntó Maerad.
Cadvan sonrió.
—Yo era joven y vanidoso, e incluso me creía un poeta. Él estaba de visita en Lirigon por alguna razón que ya he olvidado, y ya era muy famoso. Era muy joven, tenía mucho talento… lo reté a un duelo, una competición en la que los dos debíamos improvisar poemas. Monté un buen jaleo, casi toda la Escuela estaba presente.
—Y ¿qué ocurrió?
—Que perdí. Como es evidente si lees este libro.
Maerad se sintió un poco desconcertada. ¿Cómo iba a saber ella que Dernhil era famoso?
—Pero él me dijo que eran poemas sencillos.
—Eso parecen. Pero lo que parece sencillo es a menudo lo más difícil de comprender. De todas formas —continuó—, no era eso lo que había venido a decirte. Esta noche estamos invitados a cenar con Malgom y Silvia, cuando suene la próxima campana. Silvia quiere saber qué tal estás y qué te parecen tus maestros. Todavía desaprueba poderosamente mi decisión, pero lo pasará por alto por tu bien. Tenemos un poco de tiempo antes.
¿Podríamos tal vez dar un paseo hasta el patio?
—Debería practicar la lectura esta noche —dijo Maerad, insegura.
—Dernhil lo comprenderá si no puedes compaginarlo todo. Supongo que debes de estar muy cansada. Y en cambio tú y yo deberíamos tomar el aire.
Maerad le dirigió una mirada curiosa a Cadvan mientras salían al patio, al suave aire de la tarde. Quizá solo fuese la oscuridad que iba en aumento y le arrojaba sombras a la cara, pero a ella le parecía que estaba tenso e incluso, quizás, un poco enfadado, pese a que con Cadvan aquello era difícil de decir. Estaba claro que le estaba metiendo prisa. Se sentaron en el banco y Cadvan inspiró y exhaló profundamente, como si estuviera expulsando algo más que aire, y levantó la vista hacia el cielo. Una a una, las estrellas comenzaban a abrirse.
—Qué paz hay aquí —dijo, y se quedó en silencio durante un rato, escuchando el chapoteo del agua al caer de la fuente al estanque y los gorjeos de los pájaros que se acomodaban para dormir en los aleros—.
Maerad, el tiempo está presionando mucho en estos últimos días. Te he conseguido unas lecciones básicas para que por lo menos puedas aprender algunas de las cosas que necesitas saber. Desearía de todo corazón poder quedarnos unos meses aquí, así podrías adquirir una buena base, pero no puede ser. Si pudiese, partiría mañana mismo.
—¿Tenemos que irnos pronto? —preguntó Maerad.
—Sí, cuanto antes mejor. Este retraso me escuece por dentro, pese a que no se puede evitar. Tengo cosas que hacer en Norloch, y no se podrá hacer ni decidir nada hasta que no llegues allí. Es un largo viaje, y desearía que estuvieras mejor preparada. Pero la necesidad agudiza el ingenio, o eso dicen —hizo una pausa—. He pasado días mejores que hoy, todo el rato discutiendo con Bardos. Es cansino y una pérdida de tiempo.
—Entonces ¿las cosas no están yendo bien? —Maerad estudió a Cadvan disimuladamente, ¿qué sería lo que le estaba molestando?
—No —dijo él secamente. Parecía que no iba a decir nada más, pero después añadió bruscamente—. Maerad, hay infinidad de chismorreos sobre por qué he solicitado ser tu único maestro. He pensado que debía advertirte.
—¿Chismorreos?
—Parece ser que he escandalizado a medio Annan Incluso Malgorn tiene sus dudas. Todos piensan que he perdido la cabeza por una cara bonita — hizo un gesto impaciente—. Supongo que los que tienen una mente maliciosa hablan mal, aunque quizá sea para bien: disimula cualquier otra intención. Pero he de confesar que no tengo paciencia ante tal mezquindad, me siento mancillado…
Maerad lo miraba desconcertada, pero de repente captó lo que estaba diciendo Cadvan.
—¡Oh! —dijo con sofoco, y después se ruborizó hasta ponerse de color escarlata.
—No importa, Maerad —dijo Cadvan dirigiéndole una mirada satírica—.
Solo es que me molesta, los Bardos deberían estar por encima de un rumor tan trivial. Lo que importa es que tú tomes tus lecciones lo mejor que puedas durante los últimos días y que no dejes que ningún comentario malicioso altere tus estudios. Creo que tienes talento, bien seguro que eso es lo que me ha dicho Dernhil, e Indik ha pensado lo mismo, aunque no te lo haya dicho. Debo asistir a los Consejos, cuantas más noticias escuche, mejor; especialmente si vamos a viajar por senderos escondidos. No me marcharé antes de que acabe. De todas formas, si partimos antes será imposible mantenerlo en secreto. Así que confía en mí de momento, las cosas se aclararán una vez salgamos de aquí. ¡No pienses que te he abandonado de repente!
—Vale. De todas formas, estudiar es divertido —dijo Maerad. Miró directamente a Cadvan—. Únicamente desearía saber qué está pasando exactamente. Hay muchas cosas que no sé, y todo este alboroto que se ha formado a mi alrededor me resulta muy extraño.
—Te lo diré, o por lo menos te diré tanto como sé —dijo Cadvan—. Siento ser tan críptico al hablar y tener tanta prisa. Se necesita tiempo, ya que contar las cosas a medias es como no contarlas en absoluto. Tendremos tiempo de sobra durante nuestro viaje.
Se produjo un breve silencio.
—Anoche tuve un sueño extraño —dijo bruscamente Maerad—. Llevo todo el día pensando en él.
Cadvan estaba tumbado hacia atrás, mirando al cielo.
—Todos tenemos sueños extraños —dijo.
—Sí, pero este era… era raro, Cadvan, no era como ningún otro sueño que haya tenido antes. Era como si… como si… —Maerad gesticuló en vano y se acabó quedando en silencio.
—Pero ¿qué era? —Cadvan se incorporó y la miró con atención.
Lentamente, intentando encontrar las palabras adecuadas, Maerad le contó su sueño. Mientras hablaba, Cadvan se fue quedando muy quieto, escuchando cada vez con más atención. Cuando terminó, no dijo nada durante un rato.
—¡Cómo desearía que poseyeses el Habla! —dijo finalmente—. Creo que lo que escuchabas allí, aquella lengua que no entendías, debe de haber sido el Habla. O por lo menos es probable.
—¿Qué opinas? —preguntó Maerad con curiosidad.
—Los sueños son mensajeros extraños, Maerad —respondió Cadvan—.
Hay quien dice que vienen de más allá de las Puertas, donde se conoce todo lo que es, ha sido y será, ya que allí no existe el tiempo. Pero todos tenemos diferentes tipos de sueños, para diferentes propósitos.
—Y ¿cuál crees que es el mío?
Cadvan dudó.
—No puedo estar seguro. Pero creo que ha sido un sueño premonitorio, un sueño que te decía algo que va a ocurrir.
Maerad se estremeció.
—Espero que no —dijo—. Era horrible. Pero ¿por qué iba a tener yo un sueño premonitorio? Nunca los he tenido.
—Es un Don que tienen algunos Bardos. No muchos, pese a que unos cuantos buenos Bardos de Pellinor eran clarividentes y tenían premoniciones en forma de sueños. Seguramente el más famoso haya sido Lanorgil de Pellinor, pero ha habido unos cuantos más.
—¿Tú tienes sueños premonitorios?
—No —dijo Cadvan—. Pese a que, como todos los Bardos, puedo hacer ciertas predicciones. Pero los sueños premonitorios son peligrosos enigmas que desentrañar, circulan muchas historias sobre algunos que intentaron evitar sus profecías y atrajeron sobre ellos lo que más temían. Pero este parece enviarnos tanto una advertencia como esperanza. «¡Mira al norte!» —se detuvo para arrancar una ramita de hierba y la mascó pensativamente—. ¿Qué puede significar eso?
Maerad se encogió de hombros.
—No lo sé —respondió—. Por eso te he preguntado.
—Me hace estar más seguro de que tengo razón en pensar que la Oscuridad podría perseguirte si supiese de tu existencia —dijo—. Quizá las noticias ya le hayan llegado.
Una chispa de perspicacia hizo que Maerad se diese cuenta de que las quejas de Cadvan acerca de los chismorreos no eran la única razón para que estuviese tan tenso. Maerad tenía una sensación de inquietud, como un marinero que ha llegado desprevenido a mar abierto, la sensación de descubrir de repente bajo sus pies unas profundidades opacas en donde debería haber habido aguas soleadas y poco profundas.
Cadvan se puso en pie y tiró la hierba.
—¡Ahora me escuecen más los días que hemos perdido! Pero de momento estamos aquí varados —comprobó el cielo—. Casi es hora de que suene la campana —dijo—. Deberíamos entrar.