Capítulo XXIII

Viejas cicatrices

Ha sido un completo desastre —dijo Saliman disgustado.

Se quitó la espada y se apoyó contra la pared—. Bueno, —lo primero es lo primero. Necesito urgentemente una copa.

Habían hecho el camino de vuelta a la casa de Nelac sumidos en un silencio opresor. Maerad estaba profundamente abstraída en sus pensamientos, apenas era consciente de la presencia de los otros dos Bardos.

—Un buen vaso de ale será más que bienvenido —le dijo Cadvan a Saliman—. Seguramente consigas algo de las cocinas si se lo pides a Brin.

—Veré si puedo encontrar algo —dijo Saliman, y salió del cuarto.

—Lo siento —le dijo Cadvan a Maerad con una sonrisa torcida—. Sabía que sería un reto convencer al Primer Círculo, pero confieso que la profunda resistencia a tu proclamación me ha sorprendido. Pensaba que habría lugar para la duda en ese tema, teniendo en cuenta lo que teníamos que decir.

Maerad lo miró con el ceño fruncido, y él pareció desconcertado.

—No es el fin del mundo —dijo—. Hay otras alternativas. Cuando vuelva Nelac, estaremos en situación de discutir qué hacer. Lo mejor hubiera sido que se te hubiese proclamado a la vista de los Bardos de Annar. Eso nos ha sido estrictamente prohibido —Cadvan colocó una silla al lado del fuego, quitándose él también la espada—. Siéntate, Maerad —dijo, haciendo un gesto con la mano—. Y no pongas tan mala cara, nuestro fallo no es una crítica hacia ti.

Maerad levantó los ojos hasta la altura de los suyos y se lo quedó mirando.

Cadvan se dio cuenta por vez primera de la fuerza de su furia, y durante un segundo pareció asombrado. Se apartó de la silla.

—¿Por la Luz, Maerad, qué pasa? —dijo—. Solo hemos fracasado a la hora de convencer a unos cuantos Bardos. Es un revés, lo admito…

—¿Dónde está Hem? —la voz de Maerad era fría y dura.

—No lo sé. Seguramente en las cocinas.

—Iré a buscarlo —se volvió para marcharse, pero Cadvan la cogió del brazo y la hizo girarse, y después examinó su rostro con gran seriedad.

Finalmente, habló en voz baja:

—¿Qué es lo que pasa, Maerad? ¿Qué te ha ocurrido?

—Tal vez no te necesite —Maerad lo miró con odio. No, esta vez no se dejaría engañar por sus artimañas.

—¿Es que te has vuelto loca? —Cadvan tenía el rostro pálido, las marcas del látigo destacaban en él descarnadamente. Durante un segundo, Maerad vaciló.

—No —volvió a pensar en el Gluma Likud de los Dientes Quebrados y se volvió inflexible—. Por favor, suéltame el brazo.

—¿Qué te está poseyendo? —dijo Cadvan—. ¿Adónde irías tú sola?

¿Piensas que Hem y tú tendríais alguna posibilidad de sobrevivir, con todos los Glumas de Annar persiguiéndoos?

Maerad lo miró con desprecio y se movió para soltarse de su mano.

—Ya me las he arreglado antes —dijo—. Y seguramente sería mejor no viajar con un Gluma, para empezar.

A Cadvan le desapareció el color del rostro, y dejó caer la mano muerta a un lado. Se quedó unos segundos sin habla. Después la miró intensamente a los ojos, y comenzó a decir algo en Habla en voz baja.

Il ver umonor imenval kor, dhor Dhillareare de niker kor.

Las palabras cayeron tan suavemente como la lluvia en la mente de Maerad, pero esta puso una mueca como si la hubieran herido.

—Por todo lo que hemos sufrido juntos, por el juramento que te une a mí como profesor y por el lazo más profundo que nos une como amigos, te conmino a que me digas: ¿qué te ha ocurrido, Maerad de Pellinor?

Ella se quedó muda ante él, mientras sus abrumadoras sospechas y miedos se enfrentaban a otros recuerdos: la primera vez que había visto a Cadvan, en el establo, y su instintiva confianza en él; los muchos días que habían pasado juntos, cabalgando lado a lado; las bromas compartidas; el rostro de Cadvan, inocente en la vulnerabilidad del sueño, o golpeado por los Glumas, o resplandeciente por la luz, enfrentándose sin temor al Kulag y al espectro. Volvió la cabeza, se sentía mareada.

—Seguiste a la Oscuridad —dijo confusamente—. Traicionaste a la Luz.

Ahora ya no puedo quedarme contigo —miró a Cadvan a la cara, y él bajó los ojos—. ¿Lo niegas?

—No —dijo—. No, no puedo negarlo —Maerad había esperado que discutiese, y por un momento no supo qué decir—. Nunca he sido un Gluma, pero he… he hecho cosas que no debería haber hecho. He pagado por ello, Maerad. Y nunca te he traicionado.

—Entonces ¿por qué me lo ocultabas? —lo miró con una intensidad hostil, y él apartó la vista.

Se produjo un largo y doloroso silencio.

—Maerad —dijo Cadvan finalmente—, a estas alturas ya debería haberte contado esto. Nunca pretendí ocultártelo. Pero recordar me resulta doloroso, y tal vez… tal vez me gustaría que no siempre aquellos que no me conocen bien desconfiasen de mí. He cometido una negligencia, y me disculpo por ello.

—Entonces cuéntamelo ahora —la voz de Maerad era tensa como un cable tirante.

—Siéntate —dijo él con delicadeza.

—No —ella continuó mirándole, esperando a que hablase.

Cadvan se encogió de hombros, echando un vistazo por la sala como si estuviese reordenando sus pensamientos, y se sentó.

—Es una historia bien sencilla de relatar —dijo, con un toque de amargura—. Yo era un joven Bardo de Lirigon, con mi condición recién estrenada, arrogante en mis poderes y, pese a mi talento, ignorante en muchos aspectos. Apareció otro Bardo cuyas habilidades casi igualaban a las mías, y nos convertimos en rivales —hizo una pausa, y suspiró—. O, para ser más precisos, yo sentí que él era mi rival. Él no pensaba tal cosa.

—¿Cómo se llamaba?

—Se llamaba Dernhil de Gent —Maerad dio un respingo, pero Cadvan no la miraba—. Ocurrió que, en mi orgullo, no admitía tener un rival, y me pregunté cómo podría superarle. Había estado estudiando las Artes Negras en mi tiempo libre, pensando tal y como uno piensa, cuando es joven y estúpido, que no puede hacer ningún daño estar sencillamente interesado.

Las advertencias, pensaba, eran para aquellos con habilidades más deficientes que las mías. Me había puesto en contacto en secreto con un Bardo que había sido proscrito por practicar las Artes Negras, aunque entonces yo no sabía que era un Gluma.

—Likud —dijo Maerad.

Cadvan levantó la vista.

—Sí, Likud. Cuando Dernhil me venció en el duelo, mi vanidad se vio enormemente herida. Quería hacer algo que probase de una vez por todas que mis poderes eran mayores que los suyos. Y decidí que la única manera sería llevar a cabo algún tipo de magia que él nunca se atrevería a practicar porque, pensaba, tenía menos valor que yo. Lo cité en un lugar que los dos conocíamos, un bosquecillo en las afueras de Lirigon, y allí quise hacerle una demostración de mis poderes.

Cadvan se quedó mirando al suelo, sin hablar.

Inconscientemente, Maerad había ido alejándose dentro de la sala, y ahora estaba sentada sobre el borde de la silla más lejana a Cadvan.

—Y ¿qué hiciste?

—Invoqué a una criatura del Abismo.

—¿Qué, qué tipo de criatura?

—Un Resucitado —ahora Cadvan estaba abstraído, sumido en sus malos recuerdos—. Es como un espectro, pero no tan poderoso. No fui lo bastante fuerte para contenerlo, y rompió mi mando.

Se quedó en silencio, y Maerad esperó a que volviese comenzar. Cuando lo hizo, parecía que le costase mucho hablar.

—El Resucitado casi me mata. Hirió de gravedad a Dernhil. Tiene, tenía, una cicatriz que le iba del hombro a la cadera resultado de aquel encuentro. Y mató a otra Bardo, una amiga que era lo bastante leal, o tonta, para estar allí, pese a que sabía lo que yo planeaba y había intentado persuadirme para que no lo hiciese —se detuvo, tenía el rostro desencajado y angustiado.

—Y ¿qué ocurrió después?

—Tuve que enviar al Resucitado de vuelta. Finalmente lo conseguí, aunque me llevó mucho tiempo, porque estaba herido y primero tenía que curarme, y después tuve que encontrarlo. Después de aquello, casi tuve que exiliarme. Durante un tiempo se me desterró de todas las Escuelas.

Fueron Nelac y Dernhil quienes me salvaron de aquello. Me defendieron durante mucho tiempo —volvió a quedarse en silencio—. Es por eso por lo que…

—¿Por lo qué? —ahora Maerad hablaba con más suavidad.

Cadvan hizo una pausa y se incorporó, mirando a Maerad directamente a los ojos.

—Maerad, para mí estos recuerdos son muy negros. Te contaré más, si lo deseas, pero preferiría no hurgar demasiado en ellos. Este es el resumen de mis tratos con la Oscuridad. Desde entonces me he entregado al servicio de la Luz y del Equilibrio, más que cualquier otro Bardo que conozca. Te lo juro, por todo lo que considero sagrado.

Maerad asintió lentamente. Le dio la espalda y se quedó meditando durante un rato, pensando en lo que le había contado. Ahora comprendía el aislamiento de Cadvan, pensó. Se compadecía del joven Bardo que había sido.

—¿Quién… quién era la Bardo que murió?

Durante un instante pensó que Cadvan no iba a responder. Cuando lo hizo, tenía una voz apagada.

—Se llamaba Ceredin —dijo—. Era muy joven, y muy hermosa. Y era mi amada. Era una Bardo de grandes cualidades. Podría haber llegado más lejos que yo. Sin duda era más sabia —bajo la amargura que había en su voz, Maerad percibió la angustia de un dolor no superado. Durante un segundo, como si Maerad fuese un cristal ardiente, las emociones de Cadvan destellaron en su interior, y tuvo una fugaz imagen mental de Ceredin: una muchacha esbelta de ojos oscuros, con la misma orgullosa rectitud que recordaba de Milana—. Siempre cargaré con el peso de aquella muerte —dijo Cadvan bruscamente, pese a que Maerad percibió su voz entrecortada—. No puedo perdonármelo.

Maerad se volvió y miró a Cadvan a los ojos. Por primera vez, utilizó su Don: penetró en su conciencia, como había estado a punto de hacer, hacía tanto tiempo, cuando él la había visionado. Sintió el estremecimiento de Cadvan ante su súbita intrusión y después la aceptación de este, cómo apartaba sus escudos internos con los que protegía a su yo más privado.

Durante un breve e intenso momento sintió como si ella fuese Cadvan, con los recuerdos, anhelos y pesares de este, y sintió su angustia tan nítidamente corno si fuese propia. Miró tanto como necesitó, no más. A duras penas era capaz de soportar tal intimidad. Después se volvió y miró de nuevo hacia el jardín.

El mal humor que la había poseído desde el Consejo fue remitiendo lentamente, como si saliese el sol tras una larga y amarga noche del alma.

Al mismo tiempo sintió un inmenso cansancio que la recorría por dentro.

—Lo siento, Cadvan —dijo en voz baja, todavía mirando en dirección al jardín—. Siento haber dudado de ti. No pude evitarlo cuando… —se detuvo en seco. La confesión de Cadvan había apartado de la cabeza de Maerad la visión que había tenido en el Salón de Cristal. Ahora el recuerdo volvió, pero en lugar de terror sintió una determinación que se iba reforzando en su interior. Su desmayo lo había provocado la oscuridad que había dentro de la Llama; estaba completamente segura de que la había percibido, de que buscaba destruirla, nublar y enturbiar su mente. Le había infundido una sombría desesperación, y todo a su alrededor parecía repugnante y corrupto. No podía permitir que aquello le volviese a ocurrir.

—Y ahora —dijo Cadvan, rompiendo su ensoñación— ya puedes decirme qué ha causado todo esto —su voz volvía a ser normal, y recordó lo que Nelac había dicho de él «si desea mantener algo oculto, es prácticamente imposible averiguarlo». Ahora Cadvan le acababa de permitir ver lo que guardaba oculto, y su humildad y confianza al hacerlo la había impresionado. Intentó poner sus pensamientos en orden.

Le contó a Cadvan por qué se había desmayado y lo que sabía de Enkir. No era capaz de mantener el odio alejado de su voz, su desprecio y aversión por la traición de Enrik, y sintió cómo el deseo de venganza aumentaba en su interior a medida que hablaba. Cadvan se sentó cerca de ella, escuchando atentamente, y no la interrumpió, pese a que su rostro se iba volviendo más y más adusto. Cuando ella terminó el relato, Cadvan se puso en pie y caminó hasta la ventana, mirando hacia el jardín, de espaldas a ella.

—Pensaba que me estabas vendiendo a Enkir —dijo Maerad—. No entendía cómo podías no saberlo.

—Juraría por mi vida que Enkir no es un Gluma —dijo Cadvan, volviéndose para mirarla. Negó con la cabeza, como si estuviera intentando aclarársela—. Maerad, no puedo decirte lo difícil que resulta creerlo. Enkir es frío y ambicioso, estoy de acuerdo, no le tengo aprecio y estoy en profundo desacuerdo con muchas de las cosas que ha hecho. Pero ha sido un Bardo noble, un erudito de gran sabiduría, y es Primer Bardo del Círculo. Ha hecho mucho al servicio de la Luz, grandes hazañas de magia y se ha desgastado sin compasión. ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo ha podido ocultar sus planes y acciones a tantos Bardos? Pues ninguno de los que estaban sentados a esa mesa es un necio, ni son personas fáciles de engañar.

Maerad se quedó en silencio. Le parecía completamente obvio que Enkir era cruel y estaba consumido por la maldad. A ella no le parecía noble.

—Tal vez los otros Bardos sean como él —dijo por fin. Cadvan le dirigió una rápida mirada, pero no objetó nada.

Se quedaron allí sentados, sumidos en pesimistas meditaciones hasta que sonó el pestillo de la puerta, que hizo dar un respingo a Maerad. Entró Saliman, y tras él un muchacho guapo y delgado que traía una jarra de cerveza ale. Al principio Maerad pensó que era uno de los estudiantes de Nelac, después se dio cuenta de que era Hem.

Saliman miró primero a Maerad y luego a Cadvan, absorbiendo la atmósfera de la sala.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó. Ninguno de los dos le respondió, y este alzó las cejas—. Bueno, pues en cualquier caso, permitidme que os presente a Cai de Pellinor, que todavía insiste en ser llamado Hem.

—Hola, Hem —a su pesar, Maerad sonrió. Hem se presentaba con una desmañada mezcla de orgullo y timidez. Le habían lavado y cortado el cabello y este, libre de porquería, era notablemente más claro de lo que había sido. Iba elegantemente vestido al estilo de Norloch: bombachos negros confeccionados con gruesa seda, una túnica carmesí de mangas largas tejida con la misma delicada lana que el vestido de Maerad y unas botas de cuero negro y suave. Atravesó la sala tímidamente y dejó la jarra de ale sobre el aparador—. Estás muy guapo —dijo Maerad. Hem asintió, a punto de ruborizarse, y se sentó cerca de ella.

—Saliman me hizo darme un baño —dijo—. No me importó demasiado.

—Es una transformación completa —dejo Cadvan mientras lo examinaba—. Ahora realmente pareces un noble hijo de la Casa de Karn — Hem se puso de color escarlata.

Saliman sirvió cuatro vasos. Miró a Maerad y a Cadvan con curiosidad mientras les tendía el ale, pero no hizo preguntas.

—Lo mínimo que podrías hacer sería felicitarme por mi magia —dijo mientras se sentaba.

—Te felicito —dijo Cadvan irónicamente. Tomó un largo trago de ale, y toda la compañía quedó en silencio.

—¿Dónde está Nelac? Llega tarde. Le necesitarnos aquí —espetó Cadvan de repente. Volvió a negar con la cabeza, todavía incrédulo—. Saliman, la situación es mucho peor de lo que pensábamos. La Oscuridad llena la sede más elevada del poder, la misma Llama Blanca. ¿Qué haremos ahora?

Maerad se dio cuenta de que era tarde, el Consejo ya duraba más de tres horas, habían estado sentados en los aposentos de Nelac mientras entraba la noche. Cadvan le explicó a Saliman la visión de Maerad, y pese a que se le veía triste, no pareció sorprendido.

—Cadvan, hace mucho que te dije que la Luz estaba podrida en el norte — dijo.

—¿Pero en el mismo corazón de la llama? —dijo Cadvan.

—Sí, es malo —respondió Saliman—. Deseaba que no lo fuese tanto. Pero no me sorprende. Así son estos tiempos, piensa en el sueño de Maerad.

Cadvan y Saliman se iban inquietando cada vez más ante la ausencia de Nelac, y Maerad comenzaba a asustarse. Algo ocurría, podía sentirlo. Miró cómo las sombras se alargaban en el exterior con una sensación de fatalidad que iba en aumento.

—Ahora Enkir se verá forzado a realizar un movimiento rápido —dijo Saliman con resolución—. Y creó que ahí yace la esperanza. ¿Qué se le habrá pasado por la cabeza cuando la anunciaste, Cadvan? «¡Aquí está Maerad de Pellinor!» Ella podría echar abajo todo el castillo. ¿Crees que ya tenía algún plan para esto? Has visto, Maerad, lo cerca que estuvo de delatarse en el Consejo. Y Enkir es alguien, creo yo, que diseña detalladamente sus planes con antelación, hasta el último detalle.

Desestimó a Maerad. ¡Y ella es la Elegida! Creo que está desconcertado.

Hará algo imprudente.

—Tal vez —dijo Maerad—. Pero pienso que tiene sus propios espías.

Podría no andar tan desorientado como pensáis.

—¿Estás pensando en Helgar? —dijo Cadvan. Caminaba impaciente a grandes zancadas por toda la sala—. Sí, creo que no deberíamos subestimarlo. La Oscuridad parece ir siempre a dos pasos por delante de nosotros, aunque pienso que nuestra afirmación de que Maerad es la Elegida lo ha pillado totalmente por sorpresa. La Oscuridad está cegada de muchas maneras por su propia naturaleza, hay muchas cosas que no comprende. Enkir no pensaría que una mujer pudiese tener tal poder. Y no sabe, o por lo menos yo no creo que lo sepa, que hemos encontrado a Hem.

Pero estoy de acuerdo contigo, Saliman. Ahora realizará un movimiento rápido. Mi suposición es que intentará deshacerse de nosotros ahora, antes de que podamos hacer nada. Tenemos que salir de Norloch. Todos nosotros.

—¿Adónde iremos? —Hem se desenroscó y se quedó mirando beligerante a Saliman y Cadvan.

Cadvan se detuvo.

—Creo que no deberíamos huir juntos —dijo—. Nos perseguirán.

Tendremos que dividirnos.

Hem pareció devastado durante un instante, pero se recompuso visiblemente en un gran esfuerzo de voluntad, fingiendo con brusquedad que no le importaba. «No desea parecer un niño», pensó Maerad, con una punzada de compasión. «Pero lo es». Lo rodeó con un brazo y lo atrajo hacia ella.

—Creo que Cadvan tiene razón —dijo en voz baja—. Pero resulta duro.

—Lo mejor —dijo Cadvan detenidamente— sería que Saliman se llevase a Hem al sur, y que yo fuese hacia el norte con Maerad. Ya que pienso que debemos ir hacia el norte, y que Maerad todavía necesita mi guía. ¿Es así, Maerad? —la observó, con una dolorosa duda grabada en los ojos. Maerad lo miró fijamente. Dudó durante un largo instante, y después asintió lentamente. Sintió que una oleada de alivio recorría todo su cuerpo, y se vio abrumada por una repentina emoción que no supo identificar.

A su lado Hem se debatía entre su alegría ante la idea de ir hacia el sur con Saliman y su pena por tener que separarse de Maerad. Esta fue dándose cuenta gradualmente de ello y lo miró directamente a la cara.

Pese a toda la fuerza de voluntad de Hem, una lágrima le resbaló por la mejilla.

—Eh, sé valiente, hermanito —susurró—. Volveremos a encontrarnos. Sé que será así. ¡Y piensa que verás las Cataratas de Lamar antes que yo!

Hem no se veía capaz de hablar, y tragó saliva con fuerza, asintiendo.

Saliman miró a Hem con profunda empatía.

—Si Maerad dice que os volveréis a encontrar, creo que así será —dijo—. Y

tal vez, sí, las Cataratas de Lamar sirvan de compensación, aunque no hay belleza que pueda aliviar la pena ante la pérdida de aquellos a los que amas —Hem parpadeó y se sentó un poco más erguido—. Cadvan tiene razón —añadió Saliman—. Pero primero hemos de salir de Norloch. Creo que eso no será fácil.

—Entonces debemos hacer las maletas —dijo de repente Maerad. Se miró el vestido—. Y yo no puedo ir así.

—Sí —dijo Cadvan—. Y tan rápido como podamos.

Resultó un alivio tener algo que hacer en lugar de quedarse simplemente hablando. En quince minutos todos volvían a estar abajo, vestidos con ropa de viaje. Hem tenía un hatillo nuevo, como el de Maerad, que Saliman le había dado aquel mismo día. Lanzaron las bolsas a una esquina, y después volvieron a sentarse en una tensa vigilia.

Tan solo diez minutos más tarde, aunque les pareció una hora, la puerta se abrió de golpe y Nelac entró corriendo.

—¡Por fin! —dijo Cadvan, volviéndose rápidamente—. Nelac, tenemos noticias…

Nelac echó un rápido vistazo por toda la sala.

—Bien, estáis todos aquí —dijo—. Creo que ya conozco tus noticias, Cadvan. ¿Supongo bien, Maerad? Has visto la Oscuridad en la Llama, tal y como ella te ha percibido a ti.

Maerad se lo quedó mirando asombrada. Aquel era un Nelac al que no había visto hasta entonces: todas las señales de la edad parecían haberlo abandonado, y hablaba con una segura autoridad.

—Tenemos poco tiempo —dijo apresuradamente—. El Círculo se ha roto, y no sé qué ocurrirá. He hablado con Amdrith, el Capitán de la Ciudad, y pienso que no todos serán leales a Enkir, en caso de que llame a la Guardia. Eso nos dará algo de tiempo. Pero no mucho.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Cadvan con rostro adusto.

—Enkir me ha acusado de traición —dijo Nelac—. Y a todos los que han votado contra él en el Consejo. Deseaba encarcelarnos. El Círculo no estuvo de acuerdo con hacer algo así. Pero solo ganó la votación por uno, y mi corazón recela, Cadvan; ¿hasta qué profundidad llegará esta oscuridad? Enkir está en la torre ciego de furia, y maneja a los demás Bardos utilizando el miedo y venenosas sospechas. Es menester que los cuatro abandonéis Norloch ahora, mientras todavía haya tiempo —sus ojos se posaron sobre las bolsas apiladas en una esquina y asintió—. Veo que eso ya lo habíais comprendido.

—Te estábamos esperando —dijo Cadvan—. Todo está preparado —dejó de caminar—. ¿Sabías que Enkir estaba presente en el saqueo de Pellinor? — Nelac miró a Maerad sorprendido.

—No —dijo—. Pero ya he visto que Enkir es un monstruoso traidor para todo el Saber de la Luz. No, no es un Gluma —dijo, levantando la mano al tiempo que Maerad abría la boca para preguntarle—. Es demasiado orgulloso para esclavizarse de esa manera. Ni tampoco es el propio Sin Nombre bajo la apariencia de un Bardo —dijo, eludiendo otra pregunta—.

Más bien busca utilizar la Oscuridad para sus propios fines, y convertirse a sí mismo en la sede del poder absoluto. Se ha ocultado en el mismo corazón de la Luz, siguiendo sus estrategias desleales. Me enferma pensar en que no haya sido capaz de verlo —Nelac parecía estar apunto de escupir de desprecio—. Pero en su arrogancia ha olvidado el poder de la Oscuridad, y este lo ha corroído, aunque él pensase que lo manejaba según su voluntad. ¡Zorro necio!

Nelac brillaba con una luz que arrojaba sombras a su alrededor en la habitación en penumbra. Pero aquella no era la serena luz de estrella que Maerad había visto antes: parpadeaba de ira.

—Pero vamos, no hay tiempo para discutir la traición —dijo Nelac—.

Debemos pensar adónde iréis.

—Ya lo hemos hecho —dijo Maerad—. Cadvan y yo iremos hacia el norte, y Saliman se llevará a Hem al sur. Parece ser lo mejor.

Nelac miró más allá de su cabeza, hacia el infinito.

—Sí, debéis ir al norte, si leemos correctamente las señales —declaró finalmente—. Por lo menos eso está claro. Y debéis hallar el Canto del Árbol. No sé cómo. La Luz os guiará. Pero vuestro camino es oscuro, y no puedo verlo hasta muy lejos.

Nelac les dijo que ya había arreglado un pasaje para Maerad y Cadvan en un barco pesquero, que saldría tan pronto corno llegasen al muelle.

—Es de un pescador, Owan, un viejo amigo mío de Thorold que me ha visitado hoy —dijo—. Estaba esperándome en el vestíbulo cuando volví a casa. Es una afortunada casualidad, pues le confiaría mi vida. Pensaba enviaros a todos con él, pero veo que es mejor que Hem y Maerad no viajen en la misma dirección, pues pienso que Hem es tan crucial para la Luz como lo es Maerad, pese a que lo que deba hacer va más allá de mi visión.

—¿Y Darsor e Imi? —preguntó Maerad.

—Ya he pensado en ello —dijo Cadvan—. Saliman y Hem deben llevárselos, podrán enviarlos a Gent cuando encuentren otras monturas. Darsor llevará a mi amigo si se lo pido.

—Pero ¿cómo vamos a salir? —preguntó Saliman—. ¡Incluso para el mejor caballo de todo Annar, que sé que es Darsor, será un reto si las puertas se alzan contra nosotros!

—Será más fácil para ti, amigo mío. Enkir busca a Cadvan y a Maerad, no a Saliman, o no según lo que yo sé —dijo Nelac. Se sacó un anillo del dedo y se lo dio a Saliman. Llevaba el sello de la Llama Blanca—. Las puertas no se cerrarán ante esta señal. Y recuerda que Enkir no sabe nada de Hem, fue una suerte haber pensado en no hablar de él en el Consejo. Decidles que portáis a Suderain mensajes urgentes del Círculo. La Puerta Alta del Noveno Círculo estará cerrada, ya ha oscurecido. Tendréis que salir por el portal de los mensajeros.

—¿Partimos, pues? —dijo Saliman. Hem inspiró profundamente y se puso en pie.

—Sí, debéis partir ya —dijo Nelac—. No sé cuánto tiempo pasará antes de que todas las puertas estén selladas.

Saliman tomó su hatillo, le hizo un gesto a Hem para que hiciese lo mismo y los cinco caminaron hasta los establos sin decir ni una palabra. Darsor resopló a modo de saludo cuando vio a Cadvan, que lo acarició y le murmuró algo al oído mientras lo ensillaba a toda prisa. Maerad besó a Imi en la nariz y le colocó el equipo. Después se preparó para la separación.

Besó a Saliman en las dos mejillas. Él la miró serio a los ojos.

—Os deseo la mejor suerte —dijo—. Sois una mujer valiente. ¡Que la Luz brille sobre vos, Maerad de Pellinor!

Se ruborizó ante el comentario inesperado. Se volvió hacia Hem y lo aplastó contra su pecho. ¿Cuándo volvería a verle?

—Hallarás el Canto del Árbol —dijo Hem sobriamente. Maerad lo miró con sorpresa, y pese a su aflicción, Hem le sonrió con un asomo de picardía—.

Sé que lo harás, Maerad. Lo siento aquí dentro —se golpeó el pecho. «Tal vez», pensó Maerad, «pero ni tan siquiera sé lo que es…». Se obligó a sonreírle en respuesta, y después aupó a Hem sobre Imi, que esperó pacientemente mientras él rascaba sobre la silla. Se acomodó y le sonrió, repentinamente encantado consigo mismo.

Maerad quería decir muchas cosas, pero no encontraba las palabras.

Cubierto con una capa y subido a un caballo, de repente Hem le parecía mucho más adulto. Además, tenía a Saliman para cuidarle. Tenía tantas posibilidades de salir adelante como cualquiera de ellos. Pero ella sentía la separación como un desgarrón en lo más profundo de su ser.

—Ve en paz, amiga mía —le dijo al caballo—. Cuida bien de mi hermano.

¿Tu hermano? dijo Imi, echando las orejas hacia delante, sorprendida.

—Sí —dijo Maerad.

Lo haré, dijo Imi

—Te echaré de menos —dijo Maerad, sintiendo cómo las lágrimas volvían a escocerle en los ojos. Las reprimió con impaciencia. Demasiadas separaciones…

Y en un momento, que pasó demasiado rápido, los cascos de Darsor e Imi repiquetearon por el patio adoquinado. Nelac abrió las anchas puertas exteriores y miró hacia la calle. Estaba vacía.

—¡Iros ya! —dijo—. ¡Que la Luz os de rapidez! —y los caballos salieron can un rápido galope. En unos segundos ya habían doblado una esquina y estaban fuera de su vista. Los tres Bardos se quedaron un momento en la puerta, después de que hubieran desaparecido; Maerad estaba con la cabeza baja, luchando contra su gran pena.