Capítulo XVII
Valverras
Siguieron un camino que iba hacia el oeste, caminando plácidamente entre praderas florecientes que dormían bajo gruesos árboles. El sol brillaba con calidez, y Maerad pensó que el verano no tardaría en llegar. Ahora los peligros de su viaje, que la serenidad de Rachida había alejado, comenzaban a ejercer presión en la mente de Maerad, y por primera vez en muchos días soñó con que los Glumas la perseguían.
No estaban lejos, le había dicho Imunt a Cadvan, de las fronteras de su país. Los llevaban hasta un río llamado Cir, del que Cadvan estaba seguro de que era el curso que él conocía como Cirion. Al norte, el río se dividía en dos arroyos, el Cir y el Ciri, que se volvían a encontrar en el sur. Entre los dos arroyos había una gran isla con forma de hoja, y Rachida era el centro de esta, que indicaba aproximadamente los límites del reino, pese a que los batidores de Rachida llegaban hasta el sur, hasta el mismo Usk.
Cuando llegasen al Cir, sus guías los dejarían; si lo seguían en dirección sur se convertía en afluente del Usk, que, aumentado su caudal, continuaba atravesando el bosque y después salía a las llanuras del oeste de Annar. Desde allí había unas ochenta leguas de viaje hasta Norloch.
Aquel mismo día se encontraron con el río, que fluía rápido entre sus empinadas orillas, con muchas caídas dentro de anchas pozas. Los guías les hicieron unas cuantas advertencias y les dieron una serie de consejos finales acerca de lo que podrían esperar encontrar en el otro lado: pájaros araña del tamaño de dos puños, sanguijuelas gigantes, gatos salvajes y otros peligros. Pero no tenían noticia de que hubiese semi-hombres ni goromantes en aquel extremo del bosque.
—Hay un camino antiguo que discurre a lo largo del Cir. Se une con el Ciri tras un día de camino y llega al Usk tres días después —dijo Penar—.
Preocupaos por manteneros a este lado del Cir, ya que más abajo se vuelve profundo e imposible de cruzar. Por lo que nosotros sabemos, el sendero debe evitar tales peligros, pero una vez lleguéis al Usk ya os moveréis fuera de nuestro conocimiento. Nosotros ya no nos aventuramos a ir más allá del Cir. Podrían ser semi-hombres lo que vive allí. Tendréis que estar alerta.
Los guías los despidieron, alzando bien las manos a modo de saludo antes de volverse y desvanecerse con asombrosa rapidez entre los árboles.
Maerad y Cadvan se quedaron en pie un buen rato mirando después de que hubieran desaparecido. Montaron a Darsor e Imi por primera vez en días y vadearon el río lentamente. La luz, pese a que no era menos brillante, les parecía menos intensa al otro lado del río, y esto fue lo que les indicó, más que cualquier otra cosa, que habían abandonado la protección del refugio de Ardina y que volvían a encontrarse solos en el mundo.
Unas cuantas horas más tarde alcanzaron el punto en el que los dos caudales, Cir y Ciri, se encontraban, y después el río comenzaba a excavar su paso entre profundad orillas, con lo que el camino les resultó más difícil de seguir. En algunos lugares apenas había restos de sendero, y se limitaban a seguir el río, deseando encontrar una senda más clara un poco más lejos. Por fin aparecía un atisbo del sendero entre los árboles, que volvía a apagarse. Pese a aquello, se movían con rapidez; tanto Maerad como Cadvan sentían una fuerte necesidad de darse prisa, y apuraban a los caballos.
Tras tres días más de cabalgata sin incidentes volvieron al Usk, que se unía al Cirion y después descendía con fuerza entre orillas rocosas, con frecuentes rápidos que rugían sin ser vistos a su lado. El sendero continuaba vertiginosamente entre los árboles, pero el paso era un poco más lento. Si no hubiera sido por la permanente ansiedad de Maerad, el viaje hubiera transcurrido en paz, tan apartados se sentían de los asuntos humanos de ningún tipo. No vieron ninguna señal de pájaros araña, ni gatos salvajes, ni goromantes, y por las noches no oían nada aparte de ranas, grillos y murmullos de animalitos pequeños. El bosque parecía desierto y gastado, incluso un poco desolado, pues los árboles estaban llenos de maleza, cubiertos por musgo y plantas trepadoras colgaban enmarañadas de las ramas, oscureciendo la luz. Incluso los sonidos estaban amortiguados, los cascos de los caballos que resonaban débilmente sobre un lecho de hojas muertas, y sus voces parecían morir en el aire húmedo. Pasaron entre los árboles como fantasmas.
Maerad miró sombríamente al río que fluía a su lado.
—¿Cuándo crees que saldremos de este bosque? —preguntó.
—Creo que tal vez en un par de días —dijo Cadvan—. Me parece que el bosque se está volviendo un poco menos rápido.
Maerad se animó con la noticia pues los árboles sin fin comenzaban a oprimirla. Y tal y como Cadvan había supuesto, a última hora del quinto día después de su separación de Imunt y Penar, tras no haberse encontrado con nada más siniestro que arañas de la madera, salieron en el extremo oeste del Calicader.
El bosque terminaba de forma desordenada, disminuyendo gradualmente, hasta que los árboles acababan desvaneciéndose por completo, Maerad y Cadvan miraron hacia las anclas llanuras que se extendían ante ellos, hasta el horizonte, cubiertas por frecuentes hondonadas, depresiones y piedras que de vez en cuando se amontonaban convirtiéndose en enormes tors que lanzaban alargadas sombras ante ellos. El cielo parecía inmenso.
Unas nubes de colores rosas y púrpuras colgaban del horizonte moviéndose lentamente y velando el sol del oeste, que lanzaba grandes rayos de luz que se derramaban tiñendo de rojo los rostros de los viajeros.
El Usk todavía fluía a su izquierda, dando tumbos entre pilas de granito roto. Parecía que unos gígantes lo hubieran lanzado allí hacía mucho tiempo, cubierto como estaba por pálidos líquenes y cojines de musgo. No vieron ninguna señal de que el lugar estuviese habitado. Era, a su manera, una tierra tan solitaria y vacía como la que acababan de abandonar, y de repente Maerad se sintió vulnerable, descubierta por la luz y el espacio.
—Cada vez que estoy en un bosque —le dijo a Cadvan mientras se detenía a su lado— siento ansias de salir. Y cuando salgo ¡lo único que quiero es volver a entrar! Siento como si todo me estuviese mirando —entornó los ojos hacia el cielo—. Incluso las nubes.
—Hemos llegado a las Tierras Yermas de Valverras —dijo Cadvan—. Es esa la sensación que producen. Se cuentan extrañas leyendas de este lugar.
Maerad miró hacia el desolado paisaje y se estremeció.
—No me las cuentes —dijo—. Estoy segura de que son horribles.
Valverras, explicó Cadvan, era un lugar desértico que se extendía entre el bosque y la costa, y moría en un laberinto pantanoso en una marisma cercana al mar. Dividía aquella parte del norte de Annar. Si ahora continuaban hacia el norte unas cien leguas más, se encontrarían con el río Lir, alrededor del que se congregaban las aldeas y pueblos de Lirhan.
Cerca de allí, pero al sur, discurría el río Aldern, que también estaba densamente poblado. Norloch estaba exactamente al sur, a unas ochenta leguas de distancia en línea recta. El Reino de Ileadh, el lugar de nacimiento de Dernhil, estaba casi directamente delante de ellos, una extensa península al oeste; y ligeramente al norte de esta se hallaba Culain.
—Si no nos viésemos obligados a ir deprisa, sería agradable visitar las Escuelas de allí —dijo Cadvan mientras se sentaba a horcajadas sobre su caballo, mirando hacia el terreno baldío—. Culor, en Culain, y Gent, en Ileadh, son hermosas a la manera de Innail, y nobles centros de la Luz, más diferentes la una de la otra, como lo son todas las Escuelas: creo que te gustarían. Después podríamos tomar un barquito desde Gent y viajar hasta la Isla de Thorold; allí podríamos visitar los mercados de seda de Busk, y atravesar caminando los pinares que hay sobre las montañas, que no tienen igual, y saborear su libertad y silencio. Y después de eso, tal vez podríamos pedir que nos llevasen a uno de los nobles barcos de Annar y navegar hasta la Bahía de Mithrad, y llegar al amanecer para que pudieses ver desde el puerto cómo el sol golpea al elevarse las blancas torres de Norloch. Es una de las mejores vistas de Annar, y no importa cuántas veces la vea, siempre me deja sin aliento. Norloch se alza sobre los escarpados acantilados, sus muros se extienden unos sobre otros, hasta que por fin la alta torre de Machelinor se eleva como la más alta de todas, la Torre de la Llama Viva. Su punta es tan grácil como la copa de un hermoso árbol y el techo está hecho de oro y cristal, de manera que el sol se refleja en él como fuego puro.
Se quedó en silencio durante un rato. Maerad lo miró. Los ojos de Cadvan eran distantes, como si tuviese lejanas visiones.
—¿Y entonces? —preguntó.
—¿Entonces? —se volvió a ella y sonrió, de nuevo presente—. Primero debemos hacer lo que debemos hacer en Norloch. Esa es nuestra misión.
Si el sino de Annar y los Siete Reinos depende del equilibrio, creo que tú eres el fulcro, el punto de apoyo; pero hasta que no seas proclamada Bardo completo no podremos saberlo con seguridad. Y ¿cómo proclamarte?
Ese es el primer paso, el primer misterio. ¿Quién sabe qué ocurrirá entonces?
«¿Quién lo sabrá?», pensó Maerad para sí. Y ¿qué pasaría si ella no era lo que Cadvan creía que era? ¿Sería aquel el final de su tutela? ¿Qué haría ella entonces? Pero Cadvan continuaba hablando.
—Quizá, si el destino se porta bien con nosotros, después podamos viajar hacia Lanorial por carreteras agradables y tranquilas, y podré enseñarte los jardines de Il Arunedh, plantados sobre terrazas de tal manera que descienden en forma de cascada por la ladera de la montaña en grandes franjas de color. Son una de las maravillas del mundo. En primavera su perfume resulta tan embriagador como el vino —suspiró—. Tengo muchos amigos por esos lugares a los que hace mucho que tengo desatendidos.
Siempre se me envía de aquí para allá y por lo tanto he de pasar por carreteras oscuras, en lugar de quedarme en los lugares hermosos del mundo.
En su voz había un anhelo que Maerad no había escuchado antes, así que no respondió; se preguntó, con un inesperado pinchazo de celos, a quién sería que echaba tanto de menos. Se quedaron en silencio durante un rato, dejando que los caballos pastasen, y Cadvan volvió a suspirar.
—Pero creo que no viajaremos hasta allí, a no ser que todas mis previsiones fallen —dijo, con ligera dureza—. Nuestros caminos son más peligrosos. Quizá en alguna lejana mañana todavía no vista más allá de las sombras del mundo, cabalgaremos hasta allí y pasearemos por los jardines perfumados de Manuneril y Har. Bueno —dijo, retomando las riendas—, debemos encontrar un lugar para pasar la noche. Mañana valoraremos si debemos cruzar el Usk. Hay una Carretera Bárdica a unas cuarenta leguas de aquí, en la que hay un vado: bordea la marisma y después se bifurca hacia Lirigon por un lado y Culor por el otro, y siguiéndola hacia el sur va directamente a Norloch. Pero me importunaría desviarme tanto de nuestro camino, y preferiría evitar las carreteras, si puede ser.
Al siguiente día siguieron el Usk hacia el oeste, en busca de un lugar por el que poder cruzarlo. Discurría demasiado deprisa y era demasiado hondo para arriesgarse a nadar con los caballos. En algunos lugares incluso las orillas eran demasiado profundas para plantearse bajar hasta el agua. A Maerad, Valverras le resultó difícil de atravesar: era sombrío, vacío y deprimente. No era capaz de quitarse de encima la sensación de estar siendo observada, pese a que ni ella ni Cadvan vieron señal alguna de seres vivientes, excepto los cernícalos que planeaban bien altos y los conejos que se asustaban y pegaban golpes en la distancia.
A media mañana, a Imi se le metió una piedra en la herradura y comenzó a cojear. Maerad soltó un juramento y desmontó, y después tomó la pata de la yegua para examinarla. Sacó la piedra con su pequeña daga, pero Imi tenía el pie magullado; continuó cojeando, y Maerad no quiso forzarla por si se ponía peor. Cuando llegaron a un lugar en el que las orillas descendían con más suavidad, se detuvieron a comer. Cadvan le curó el casco a Imi, le alivió el dolor y después Maerad le lavó las patas a la yegua en el agua corriente. Aun así, continuó caminado coja, y Maerad comenzó a preocuparse por si se había hecho una herida seria. Un caballo lisiado los haría ir considerablemente más lentos, y ya habían perdido más de tres semanas en el Gran Bosque. La sensación de prisa de Maerad era incluso mayor que la de Cadvan; le molestaba cualquier retraso, bufaba con impaciencia, mientras que Cadvan aceptaba las pruebas del camino con una calma imperturbable. La serenidad de Cadvan no hacía más que aumentar la impaciencia de Maerad. Después, a última hora de la tarde, comenzó a lloviznar, y solo pudieron avanzar un poco más antes de que la luz se volviese complicada para ver. Acamparon en un refugio de túmulos de granito, todavía en el lado del Usk en el que no deberían estar, y en aquel momento Maerad ardía a causa del mal humor contenido.
—¿Cuánto tiempo más nos pasaremos escarbando por aquí como perros asalvajados? —gruñó mientras servía un guiso de cebada—. Yo ya he tenido suficiente. E Imi también ha tenido suficiente. Necesita descansar.
—Hasta que lleguemos al final —dijo Cadvan—. Lo cual no debería ser tanto tiempo, si todo va bien —estiró sus largas piernas, mirando a Maerad con tolerante regocijo—. Lo hemos hecho muy bien al haber conseguido cruzar el Gran Bosque sanos y salvos. Aun así, la intemperie se hace pesada, estoy de acuerdo.
—Pesada no es la palabra —respondió Maerad—. Ojalá nos hubiéramos quedado en Rachida. De todas formas, no parece que yo tenga ningún hogar al que ir. Podría haberme quedado allí tranquilamente.
—No, ahora solo podemos avanzar —Cadvan se inclinó hacia delante y miró fijamente a Maerad—. Sabes que tenemos que ir a Norloch.
—Yo no quiero —dijo Maerad malhumorada—. No quiero ir a ningún lado.
—Ya has tenido tu oportunidad —respondió Cadvan suavemente—. Si te hubieras querido quedar en Innail, o en Rachida, yo no te hubiera detenido. No podría haberlo hecho. Tú escuchas tu voz interior tanto como yo. Sabes que tu destino está en juego. Piensa en tu sueño. ¿O es que ya lo has olvidado todo?
—Oportunidades —Maerad arrancaba irritada puñados de hierba y los tiraba al suelo, con las cejas fruncidas en una línea recta y enfurruñada.
—Sabes que es la verdad.
—Y ¿qué diferencia hay entre ser un títere de la Luz o un títere de la Oscuridad?
Se produjo un breve silencio.
—Hay una gran diferencia —dijo Cadvan en voz baja—. Una diferencia es que para la Oscuridad, sin duda, serías un títere. Para la Luz, eres un ser humano libre, libre para equivocarse, incluso para hacer lo incorrecto.
Eres libre para elegir, lo creas o no.
—Es una divertida idea de la libertad.
—Es la diferencia entre compromiso y esclavitud —dijo Cadvan—. Entre trabajar para lo que deseas y crees en lo más profundo de tu corazón, y lo que otra persona te obliga a hacer.
Maerad, que había sido esclava y sabía que su vida actual, por difícil que fuese, era muy diferente, no tenía nada que decir al respecto de aquello.
No sabía por qué estaba intentando comenzar una pelea con Cadvan, pero él se negó a enfadarse con ella y un rato después se quedó callado y con la vista fija en el fuego. Ella se sentó con el ceño fruncido justo en el exterior del círculo iluminado, dándole patadas a un trozo de hierba con un dedo del pie, y entonces, ya que era el turno de vigilancia de Cadvan, se acurrucó en su manta y se quedó dormida sorprendentemente rápido.
El día siguiente fue igualmente infructuoso, pese a que el tiempo comenzó a clarear y por fin los calentó un poco la luz del sol. La cojera de Imi ya no era tan seria, pero avanzaban inquietos por miedo a retrasar su curación.
Un rato después Maerad se olvidó de su mal humor al ritmo de la cabalgata, pero la sensación de estar siendo observada no la abandonó en ningún momento. No se lo mencionó a Cadvan, pero a menudo sentía un cosquilleo en la parte de atrás del cuello, como si hubiera una presencia tras ella, y se volvía bruscamente, pero no hallaba nada. Comenzó a sentir que las piedras les estaban gastando una broma, transformándose en monstruos rocosos que la acechaban, e instantáneamente se volvían a convertir en peñascos inocentes cuando ella volvía la vista atrás. No consiguieron cruzar el Usk hasta el tercer día, y después, por fin, se dirigieron al sur.
Y comenzaron los duros días en Valverras. Cadvan los guió bajo el sol y las estrellas, y vieron cómo la luna se fue haciendo pequeña hasta que menguó haciéndose del tamaño de una uña cortada y desapareció, y después fueron testigos de un retorno gradual. El tiempo continuó volviéndose más cálido, pese a que había días en los que el cielo estaba encapotado y unas breves ráfagas de lluvia volvían su viaje más desagradable. Cada día Imi estaba menos lisiada, pero no hacía que sus progresos fuesen más rápidos. Podían cubrir como máximo diez millas en un día, y había más de treinta leguas hasta que topasen con el río Aldern.
La tierra prohibía realizar movimientos rápidos, el suelo era desigual y estaba lleno de pequeñas rocas, era traicionero a causa de los agujeros que podrían torcerle la pata a un caballo o incluso rompérsela, si pasaban sin cuidado. La hierba era escasa, llena de pinchos y pequeños cardos, y por todas partes crecía una planta rastrera con unas hojitas grisáceas que apestaban como a pescado podrido. Si pisaban una el olor ascendía y les obstruía la garganta, y si acampaban sobre ella ya no se podían quitar el hedor de las ropas. A menudo había pequeñas depresiones y hondonadas, en las que se acumulaba agua salobre y plantas de ciénaga, y en aquellos lugares cubiertos acampaban cuando caía la noche. A veces, por la noche, Maerad veía extrañas luces en la distancia, locas espirales azules que brillaban y se desvanecían, para reaparecer burlonamente a escasa distancia de donde estaban antes.
—Luces de pantano —le dijo Cadvan—. No les hagas caso. ¡Y nunca las sigas!
—¿Por qué? —preguntó con curiosidad mientras las miraban. Eran extrañamente hipnóticas.
—Te llevarán a una ciénaga. O algo peor. Aquí hay viejos túmulos, tumbas de pueblos antiguos, y no todos están vacíos.
Valverras minaba el alma de un modo diferente que los Páramos de las Cabañas, pensó Maerad. A los Páramos los rondaba la desesperación, un lamento sin fin. La sensación que daba Valverras era extrañamente hostil, y pese a que nunca vio nada siniestro, cuanto más avanzaban, más nerviosa se sentía. Comenzaba a tener tortícolis de tanto mirar por encima del hombro.
Cadvan reanudó las lecciones de Maerad, más para estar distraídos con algo que por cualquier otra razón, pese a que no sacaron los instrumentos; aquel silencio observador de los brezales que los rodeaban parecía prohibir la música. Cadvan también comenzó a entrenarla en esgrima. A Maerad le pareció un profesor menos severo que Indik. Le dijo que era una alumna con aptitudes: era rápida de reflejos, su puntería y habilidad crecían con la confianza, y así un día, para deleite de Cadvan, Maerad lo desarmó.
—No eres una luchadora elegante, pero eres rápida y muy fuerte para tu tamaño —dijo Cadvan, respirando pesadamente mientras recogía la espada—. Si fuera necesario, tendrías posibilidades. Quizá más que posibilidades. Lo importante es no sobreestimar lo que eres capaz de hacer.
—Y no tener miedo de salir corriendo —dijo Maerad, sonriendo.
—Siempre es más inteligente no luchar en absoluto —dijo Cadvan—. Pero si has de luchar, debes saber cómo defenderte. ¡Pronto serás una guerrera!
Venga, volvamos a empezar.
Continuaron viajando por aquel camino durante casi una semana, y un día vieron una fina columna de humo que se elevaba a lo lejos en el horizonte, en línea recta desde donde estaban ellos. Aquello dejó a Cadvan perplejo.
—A no ser que me haya equivocado mucho en mis cálculos, todavía estamos a por lo menos dos días del Aldern —dijo—. No conozco ningún asentamiento a este lado del río, y todavía no está lo bastante seco para que se produzca uno de los incendios naturales que a veces arrasan estos parajes.
—Quizá haya otros viajeros en las tierras yermas, como nosotros —dijo Maerad.
—Tal vez —dijo Cadvan. Alteró su curso ligeramente hacia el este, y aquella noche no encendieron fuego y vigilaron con más atención. Al día siguiente volvieron a ver el humo, durante un breve espacio de tiempo a la hora de comer, un poco más cerca, y cuando el crepúsculo comenzó a caer volvió a elevarse hacia su derecha, a unas tres millas de distancia.
—Sea quien sea, no se esconde —dijo Maerad.
—Cualquiera que ande por estas tierras está escondiéndose —replicó Cadvan—. ¿Por qué otra razón estamos nosotros aquí? Sin duda piensan que no hay nadie que pueda verlos.
Aquella noche acamparon en una profunda hondonada, al abrigo de dos rocas enormes que se inclinaban formando un ángulo, creando un tejado natural. A Maerad le tocó el primer turno de vigilancia y se sentó en el borde de la cuenca, mirando hacia las silenciosas colinas y las estrellas que ardían sobre ellos. Estaba muy cansada, pero también muy acostumbrada a luchar contra el cansancio, y para pasar el rato dejó volar su imaginación sobre aquellas tierras baldías, preguntándose si podría escuchar algo de los otros fugitivos de Valverras. No oyó nada. Se imponía sobre todo un gran silencio, a excepción del viento que agitaba los tallos de hierba y silbaba sobre las piedras, pero una indefinible sensación de pánico comenzó a invadirla. Se removió sobre el suelo duro. Comenzaba a hacer mucho frío, estaba cayendo el rocío y le daban calambres en las piernas por el agarrotamiento.
Tres horas después de la puesta de sol salió la media luna y lanzó una luz helada sobre el paisaje. Maerad estaba pensando que ya era hora de despertar a Cadvan, cuando escuchó algo. Inmediatamente aguzó el oído para seguir el ruido, que apenas se distinguía del viento, pero pensó haber oído gritar a unos hombres, y quizá el llanto de un niño. El ruido se hizo más alto y prestó atención, incapaz de moverse, mientras el vello se le erizaba. Después escuchó un chillido —un chillido de mujer, pensó—, un débil sonido metálico y más gritos.
Casi de repente, a Maerad le sobrevino una aplastante sensación de asfixia, como si estuviese encerrada en un espacio muy pequeño, como un ataúd, y se le nublase la visión. Un terror irracional la poseyó, como si en aquel momento su vida se viese directamente amenazada por algo maligno que la buscaba, que se encontraba solo a un tiro de piedra… Y tras el terror había otro sentimiento, mucho más difícil de definir, una mezcla de desesperación, melancolía y una intensa ternura, que parecía brotar de los niveles más profundos de su memoria.
El grito se hizo más y más alto y después se detuvo, y ya no se oyó nada más. Maerad descubrió que estaba encogida contra el suelo, tapándose los ojos con las manos mientras el corazón le latía a toda prisa. Se incorporó, respirando profundamente para recuperar la compostura. Gradualmente le volvió la vista, y descubrió que se había quedado mirando fijamente a las duras estrellas que brillaban sobre el paisaje vacío y quebrado. Escuchó, asustada, durante unos minutos, aguzando el oído para ver si oía cualquier sonido que le pudiese decir qué había ocurrido, pero el silencio le parecía más profundo que nunca.
Despertó a Cadvan y le contó lo que había escuchado. Inmediatamente este puso la oreja sobre el suelo. Se quedó allí tendido durante tanto tiempo que ella pensó que se había vuelto a quedar dormido, pero finalmente se sentó.
—Hay caballos —dijo—. Bastantes, tal vez ocho o diez, quizá unas cinco millas de distancia, y se están alejando de nosotros. No tienen prisa. No escucho nada más.
—Pero ¿qué ha ocurrido?
—No lo sé —dijo Cadvan—. Pero podemos estar seguros de que nada bueno.
Maerad sintió que una ola de cansancio la recorría y se dio cuenta de que estaba temblando. El terror del grito todavía le resonaba en la cabeza.
Cadvan repasó su rostro y dijo:
—Ve a dormir, Maerad. En cualquier caso, podremos averiguarlo mañana por la mañana.
Llegó tambaleándose al final de la hondonada y se tumbó, mirando hacia el techo de piedra que había sobre ella. La luz de la luna brillaba ligeramente, grisácea sobre las rocas en el extremo de la hondonada, pero por lo demás todo estaba sumido en la oscuridad. Después de un rato se sumergió en un sueño sin descanso, alterado por vagos e inquietantes sueños.
Abrió los ojos en cuanto salió el sol. Cadvan no la había despertado para realizar el tercer turno de vigilancia, dejándola dormir toda la noche. Se incorporó, despertándose al instante, y vio que él estaba preparando el desayuno a pocos metros de allí. Los caballos pataleaban adormilados en la hondonada, pastando las hierbas que eran capaces de encontrar, y su aliento se condensaba en el aire de la mañana.
—Cadvan, ¿qué vamos a hacer? —preguntó mientras se acercaba a él.
—¿Vamos? —dijo él—. ¿Qué quieres decir?
—Tenemos que averiguar qué ha pasado. Esa, esa gente… alguien ha sido herido.
—Esta mañana no hay fuego —dijo Cadvan—. Y creo que no lo habrá. No volví a escuchar nada en toda la noche.
Desayunaron en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos.
—Tenemos que ver si hay algo que podamos hacer —dijo Maerad al fin—.
Quizá podamos ayudar.
Cadvan entornó la mirada hacia el cielo.
—Creo que no —dijo—. Perderemos por lo menos media mañana en encontrar el campo. Y no sabemos nada de esa gente, ni por qué fueron atacados. Podrían haberse peleado entre ellos. Quizá, y es lo que me parece más probable, fuera un campamento de bandidos, y podríamos estarnos metiendo en la boca del lobo. Difícilmente podemos permitirnos meternos en líos.
—Puede que no —dijo Maerad, rebelde—. Pero aun así tenemos que acercarnos y mirar. Quizá todavía quede alguien allí. Tal vez esté herido — Maerad se estremeció al recordar la noche anterior. No era capaz de expresarle a Cadvan por qué tenía que encontrar el campamento, simplemente sabía, con una seguridad férrea, que tenía que hacerlo. Un eco de una extraña añoranza que había sentido en medio del terror todavía reverberaba en su interior, como las vibraciones de una campana: pero una campana que, en vez de vibrar hasta acabar quedándose en silencio, sonaba más y más alto, hasta ahogar cualquier otro sonido.
—Te lo he dicho, no escuché nada en toda la noche. Creo que cualquiera que todavía viviese se ha ido hace mucho. No se escucha ningún ruido de cascos ni de pasos en millas a la redonda.
—Una razón más para mirar —dijo Maerad—. Si allí no hay nadie, no habrá riesgo.
Cadvan la miró fijamente.
—Sigo pensando que no deberíamos. El riesgo es muy grande, Maerad.
—He escuchado gritar a una mujer —dijo Maerad.
—Creo que no hay nada vivo a varias millas de nosotros —dijo Cadvan—. Y
si lo hubiera, ¿qué podríamos hacer? ¿Amarrarlos a las alforjas? Maerad, yo digo que no podemos hacer esto, no nos hará ningún bien, y puede hacernos daño.
—Y yo digo que debemos hacerlo —Maerad se puso en cuclillas sobre el suelo, mascando el pan de aspecto duro—. ¿Qué me dijiste cuando curaste a aquel pequeño? «A veces hay decisiones que nos llevan a quedar en una mala situación, pero aun así hay que tomarlas.» Eso es lo que yo siento.
Cadvan soltó el aire con impaciencia.
—Maread, ya sé lo que estás diciendo. Pero no puedo permitir correr este riesgo. Es demasiado grande.
—¿Qué riesgo? —Maerad se le quedó mirando fijamente. Cadvan bajó la vista hacia las manos, y al principio no respondió.
—Maerad, aquí el aire está cargado de maldad. ¿Has pensado en que los espíritus pueden haberte engañado, y haberte hecho escuchar algo que no ocurrió, para atraerte hacía una trampa?
—Era real —Maerad sabía aquello con seguridad.
—Aun así, yo voto por que no lo hagamos. Veo un gran peligro si vamos.
Maerad se puso en pie.
—Entonces iré yo sola —dijo.
—No lo harás —Cadvan también se puso en pie, y ella vio que surgía su poco frecuente ira—. Escúchame bien, Maerad. Si he de atarte a Imi, lo haré.
—Entonces tendrás que transportarme hasta Norloch chillando —dijo Maerad. Ahora había perdido los estribos, pero su voz era baja y peligrosa—. Y nunca, nunca, te perdonaré. Toda esa parrafada sobre la libre elección… Palabras, solo palabras. Hacemos lo que tú dices, cuando tú quieres. Bueno, pues ahora digo yo lo que quiero. Y no me importa lo que tú digas, porque estás equivocado.
Comenzó a ensillar a Imi, con las manos temblorosas por la ira y los ojos tan anegados en lágrimas que apenas podía apretar las correas. Cadvan se quedó quieto mirándola.
—Maerad —dijo.
Ella le daba la espalda y no respondió.
—Maerad, lo siento. Sigo estando en contra de esto, tengo un gran presentimiento. Pero estaba equivocado al hablar contra tu corazón. Iré contigo. Solo diré que no podemos buscar durante más de un día. Ya hemos perdido demasiados, lo siento en el corazón. El tiempo se nos acaba.
Maerad se detuvo y asintió, y después continuó ensillando a Imi. No se sentía capaz de hablarle, pese a que la ola de furia ya había pasado. Ahora solo se sentía muy cansada y descorazonada. No sabía por qué sentía tal necesidad compulsiva de investigar el ruido que había escuchado la noche anterior, pero era abrumadora.
Juntos montaron los caballos y comenzaron el lento trabajo de buscar el camino hacia el lugar desde el que habían visto que surgía el humo. No tenían nada que les guiase excepto el recuerdo de donde había estado, y no había marcas en el terreno. Unas horas después Maerad comenzó a sentir la desesperación que provocaba la tarea de encontrar un pequeño campamento en aquellas tierras yermas: podrían haber pasado de largo fácilmente, en una de las muchas hondonadas que había, y podrían pasarse horas caminando en círculo, buscando infructuosamente en la dirección equivocada. Se sentía cada vez más y más inquieta y sobresaltada ante cada ruido, contagiando a Imi de su irritabilidad, pero apretó los dientes con obstinación y siguió buscando. Cadvan no decía nada.
Maerad ya estaba a punto de abandonar cuando Cadvan gritó y señaló algo. Miró hacia la izquierda por encima del hombro y vio dos caravanas de madera sin pintar a unos cientos de metros de distancia, colocadas al abrigo de uno de los mayores tors de roca. Una estaba volcada del revés y otra estaba medio tumbada. No había ninguna señal de vida. Desmontaron y caminaron lentamente hacia ellas. Súbitamente Maerad sintió una profunda reticencia.
Definitivamente era el campamento. Entre las caravanas quedaban los restos de un fuego, bajo las cenizas el hogar todavía estaba caliente y había unas ollas de cocinar negras y rotas esparcidas alrededor. Entonces Cadvan caminó hasta detrás de una gran roca que sobresalía del túmulo y volvió rápidamente, con el rostro desencajado.
—Estas ahí —dijo—. Pero no iría si fuese tú.
Maerad tragó saliva y después, haciendo de tripas corazón, camino lentamente hacia detrás de la roca. Tenía que verlo por sí misma. Cadvan no la detuvo.
La visión la golpeó como un salvaje puñetazo en el estómago. Ni tan siquiera la brutalidad del Castro de Gilman la había preparado para aquel tipo de violencia. Le vinieron arcadas y la cubrió un sudor frío. Eran cuatro: dos hombres, una mujer y un bebé. Los habían arrastrado hasta donde estaban y dejado allí tirados, todos boca arriba. Estaban horriblemente mutilados y ya había moscas sobrevolándolos. Maerad apartó la cara y deshizo el camino rápidamente.
En silencio, echó un vistazo por todo el campamento: —Tal vez deberíamos mirar dentro de las caravanas —dijo Maerad temblorosa.
Por dentro, las caravanas habían sido saqueadas a conciencia. No entraron en la caravana que estaba completamente volcada, pero miraron dentro. Había utensilios y pertenencias tirados por todas partes, y botellas de aceite, grano y pepinillos rotos contra el suelo. En un extremo había unas estrechas literas a las que les habían rajado los colchones, y el suelo estaba cubierto del relleno hecho con crines de caballo y paja. Estaba claro que las caravanas habían sido una vez acogedoras: había telas brillantes, que ahora estaban rasgadas y sucias, adornos tallados a mano y juguetes de madera. Maerad cogió un gatito hecho de madera negra y lo guardó en la palma de la mano.
—¿Quién puede haber hecho esto? —preguntó.
—No lo sé —dijo Cadvan gravemente—. Nunca comprenderé esto. Nunca lo he entendido.
A Maerad se le vino a la mente la imagen de los Glumas, con sus miradas torvas y centelleantes en rojo.
—¿Crees que hayan podido ser… Glumas?
—Los Glumas disfrutan con el sufrimiento de los demás —no había expresión en el rostro de Cadvan—. Responde a alguna carencia que hay en su interior —Maerad se estremeció, pensando en los cadáveres—. Es posible que estuviesen buscándonos a nosotros —añadió—. Creo que no deberíamos quedarnos aquí.
Ya estaban inclinando las cabezas para salir de la caravana cuando escucharon un ruidito, como un estornudo. Los dos se pusieron instantáneamente en alerta. Venía de algún lugar en el interior de la caravana. Volvieron y miraron de nuevo, parecía imposible que nadie pudiese esconderse en un espacio tan diminuto. Fueron hasta el final, donde estaban las camas, y no vieron nada que pudiese parecer un escondite. No se produjo ningún sonido más. Era como si todo lo que allí había estuviese conteniendo el aliento. Cadvan se quedó muy quieto, escuchando. Después se acercaron a una de las camas y lanzaron los restos del colchón al suelo. Debajo había una plancha de madera. Parecía ser simplemente la base de la cama, pero la examinó detenidamente y finalmente encontró un pequeño resorte cerca del cabezal, que hizo saltar.
Después levantó la tabla, que reveló debajo un estrecho espacio de la longitud de la cama y de no más de treinta centímetros de profundidad.
Desde la oscuridad un par de ojos aterrorizados los miraban. Era un muchacho.
Se miraron el uno al otro, en estado de shock, y entonces Maerad se inclinó hacia delante para ayudar al niño a salir. Este emitió un sonido como de animal asustado y retrocedió en la oscuridad.
—No te haremos daño —dijo Maerad suavemente—. Hemos venido a ayudar —se volvió a inclinar hacia delante e intentó sacar al niño de aquel espacio, pero este se aferraba desesperadamente a los bordes de la cama.
No emitió absolutamente ningún sonido. Maerad continuó haciendo ruiditos tranquilizadores, y por fin el niño se soltó de la cama y le permitió que lo sacase. Cayó al suelo ante ellos y comenzó a sollozar violentamente, temblando sin control. No había lágrimas. Apestaba a orina, y tenía la cara mugrienta y llena de surcos de polvo. Cadvan lo levantó y lo sacaron de la caravana, a la luz.
Ya en el exterior, vieron que seguramente tendría unos doce años, el cabello oscuro y los ojos azules, con la piel aceitunada. Estaba dolorosamente delgado y su rostro se veía ensombrecido y vacío. Cadvan encontró una olla y un trapo, y recogió un poco de agua en una pequeña poza cercana. Le lavó la cara al niño con dulzura. Después volvió a la caravana y encontró unas ropas: una camisa, pantalones, un chaleco tejido en lana cruda de cabra y una capa, sin duda tejida al estilo de Zmarkan, con unos curiosos animales bordados alrededor del dobladillo y la capucha. Cuidadosamente fue quitándole la ropa al niño, pieza a pieza, y lo vistió, lavándolo a medida que lo hacía. El niño seguía sin decir nada, aceptando la ayuda de Cadvan pasivamente, y solo protestó cuando Cadvan intentó retirarle una bolsita de tela que llevaba colgada del cuello con una cuerda; pero gradualmente, a medida que Cadvan iba atendiéndolo, dejó de estremecerse.
—¿Hablas annariense? —preguntó Cadvan cuando el muchacho estuvo limpio.
—Sí —el niño se quedó con la vista fija en el suelo y no los miraba.
Hablaba tan bajo que apenas lo escuchaban.
—Está bien. Yo me llamo Cadvan, y esta es Maerad. Estábamos viajando por aquí cerca, y anoche escuchamos gritos, así que buscamos este campo, y es así como te hemos encontrado. No queremos hacerte daño.
El niño tragó saliva con fuerza.
—¿Solo erais cinco? —preguntó Cadvan.
El niño asintió. Parecía completamente vulnerable: su joven rostro estaba retorcido por la pena y el terror. Las ropas que habían encontrado eran demasiado grandes para él, sus pies descalzos sobresalían al final de los pantalones de hombre, que le habían enrollado y atado a la cintura con un trozo de cuerda.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Maerad.
—Hem —dijo el niño. Se estiró y se colocó más erguido—. Me llamo Hem.
—¿Qué ha ocurrido aquí?
El niño volvió a mirar al suelo, y Maerad, mordiéndose el labio, sintió haberlo preguntado. Pero tras un instante de silencio el niño habló.
—Vinieron unos hombres a caballo —dijo—. Me escondí bajo la cama, pero no había tiempo… Salieron de la oscuridad. Se los llevaron a todos a algún sitio, y los escuché llorar y gritar y entonces…
Se produjo un prolongado silencio, y Maerad y Cadvan intercambiaron una mirada. El niño volvió a estremecerse con convulsiones e inspiró profundamente.
—No sé lo que ocurrió —dijo—. Escuché que Sharn y Nidar peleaban, y entonces Mudil se puso a gritar y gritar. Creo que primero mataron al bebé. Me parece que están todos muertos —hablaba con el rostro absolutamente vacío de expresión—. No sé cuánto tiempo he pasado en la cama. No sabía si iban a volver. Pensaba que vosotros habíais venido a matarme.
Hundió la cara entre las manos y comenzó a llorar, enroscándose hasta formar una apretada bolita. Maerad se acercó gateando y lo rodeó con sus brazos. Él no la apartó, dejó que ella lo acercase, y ella sintió cómo su pequeño cuerpo era sacudido por los sollozos. Cerró los ojos y lo abrazó durante lo que pareció un largo tiempo. Igual que ella, era huérfano; igual que ella, estaba solo en un mundo hostil, sin hogar y sin familia; pero había algo en su interior que era más profundo que lo que le había despertado aquel chillido desconocido.
Al final los sollozos de Hem cesaron, este se incorporó y se fue separando lentamente de ella, mientras se frotaba la cara con la manga. Maerad miró a su alrededor. Cadvan no estaba en ningún lugar visible, y Darsor e Imi pastaban a poca distancia. Miró al cielo. Ya era media tarde, y pronto tendrían que moverse, o se verían obligados a pasar la noche allí. Deseaba abandonar aquel lugar lo antes posible. Se preguntó si debería buscar a Cadvan, pero no quería dejar al niño solo.
—¿Tienes hambre? —le dijo.
Hem asintió y se sorbió la nariz. Maerad fue a donde estaba Imi y cogió un poco de pan y fruta de su bolsa. Le dio un poco de medhyl, y después lo miró comer hambriento. Mientras estaba comiendo, Cadvan volvió y se sentó con ellos con las piernas cruzadas. Tenía el rostro adusto, pero habló con suavidad.
—Hem —dijo—. Tenemos que irnos muy pronto. Te llevaremos con nosotros, si quieres. Toda tu familia está muerta. No he podido enterrarlos, pero he hecho lo que he podido, así que por lo menos no los molestarán los cuervos o las personas salvajes.
El niño se le quedó mirando y no dijo nada.
—¿Querrías verlo? —preguntó Cadvan.
Tras una ligera vacilación, Hem asintió.
—No eran mi familia —dijo mientras se ponía lentamente en pie.
—Entonces ¿quiénes eran? —dijo Cadvan, pero el muchacho no respondió.
Maerad siguió a Cadvan y a Hem, rodeando la roca y armándose de valor.
Cadvan había dejado los cuerpos en una fisura entre la roca y la tierra, que se hundía hasta una profundidad de más de un metro. El niño los miró enmudecido.
—¿Cómo se llamaban? —preguntó Cadvan.
—Mudil —dijo Hem—. Y Sharn y Nidar. El bebé se llamaba Iris.
Cadvan inclinó la cabeza.
—Aquí yacen los restos de Mudil, Sharn, Nidar e Iris —dijo—. Que la Luz proteja sus almas, y que encuentren consuelo más allá de la Puerta.
Los tres se quedaron en silencio, con la cabeza inclinada. El único sonido que se escuchaba era el débil lamento del viento sobre las rocas. Cadvan comenzó a mover una roca hacia la fisura, para cubrirla, Maerad lo ayudó y, finalmente, Hem también sumó sus fuerzas; y poco después ya la habían cubierto por completo.
Después de aquello, ya no quedaba nada más por hacer. Hem fue a la caravana que estaba caída de lado y salió poco después, metiendo algunos objetos en una bolsa con una cuerda que llevaba colgada del cuello. No había comida que rescatar, y Maerad pensó que de todas formas se habría sentido extraña comiéndose la comida de unas personas muertas.
Conservó el gatito de madera. Cadvan subió a Hem sobre Darsor, lo sentó delante de él, y se marcharon.
Cabalgaron hasta entrada la noche, avanzando silenciosos como sombras bajo la insegura luz de la luna. Todos deseaban alejarse lo máximo posible de aquel solitario lugar, convertido en espantoso por la muerte violenta.
Maerad pensó en Dernhil, asesinado por los Glumas, y su mente se estremeció. No era capaz de quitarse de la cabeza la imagen de la familia asesinada, tirada tras la roca como un montón de basura. Deseó no haberlos visto.