Capítulo XV

Los Páramos de las Cabañas

Volvió en sí poco después, y halló a Cadvan arrodillado sobre el suelo a su lado, con la mano sobre su frente y el rostro tenso por la ansiedad. Se incorporó, meneando la cabeza, y miró a su alrededor.

Darsor e Imi estaban de pie en silencio a su lado, y la luz normal del día se filtraba entre los árboles. Se preguntó por un instante si habría sufrido algún extraño ataque o una alucinación, pero después miró hacia arriba y vio que las ramas que había sobre ellos estaban ennegrecidas y blanqueadas, como tocadas por un gran fuego. Ante ellos, en el camino, vio unos montones negros formados por los tres Glumas, y el cadáver de un caballo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

—No estoy seguro —dijo Cadvan—. ¿Estás bien?

Maerad se frotó la cabeza mientras asentía.

—¿Qué ha ocurrido? —volvió a preguntar—. ¿Estamos seguros?

Cadvan puso una sonrisa lúgubre.

—De momento —dijo—. Todos los Glumas están muertos —hizo un esto con la mano hacia los montoncitos arrugados que había sobre el camino, apartando la mirada con disgusto—. No sé qué le ocurrió al Kulag. Se desvaneció cuando bajaba.

—¿Qué era?

—Uno de los Glumas era un poderoso hechicero —dijo—. No sé qué estaba haciendo aquí. No me atrevo a hacer especulaciones sobre lo que está pasando en la Escuela de Ettinor en la actualidad —hizo una mueca—.

Este era el último Gluma, y se enfrentó con todas sus fuerzas a mí en cuanto percibió mi poder. Comencé a dudar que pudiese imponerme a él —hizo una pausa—. Y entonces llamó a un Kulag.

››Solo los mayores hechiceros pueden invocar a tales criaturas, son de la edad de la Primera Maldad, de los días de las Guerras Elementales. Fueron desterrados al Abismo, más allá del círculo del mundo, hace mucho tiempo.

Cadvan volvió a detenerse.

—Y entonces no sé lo que pasó. Pensé que quizá podría destruir al Kulag, pero aun así todavía quedaría el tercer Gluma, que no parecía tener sus poderes disminuidos, y yo ya estaba cansado. Pensé que tal ve aquel Kulag que se abalanzaba sobre nosotros sería la última cosa que tanto tú como yo viésemos. Después surgió una inmensa llama, y el Kulag se estrelló contra el camino ante nosotros. El efecto de la llama se extendió más allá, y el tercer Gluma cayó abatido al suelo, y con él su caballo. Entonces tú resbalaste de Imi y te caíste al suelo. Pensaba que habías muerto.

Maerad se le quedó mirando maravillada.

—¿Creaste tú la llama? —preguntó.

—No fue cosa mía —respondió él, mirándola de un modo extraño.

—Entonces puede que alguien nos haya ayudado, al sabernos de alguna forma en problemas —dijo ella—. Pero ¿quién puede haber sido?

—Sí, ¿quién? —dijo Cadvan—. Pero pienso que es más probable que la llama surgiese de ti, en respuesta a las circunstancias extremas —le sonrió dulcemente—. Tenía algo de tu lado salvaje.

Maerad se quedó sentada en silencio durante un rato, luchando contra el asombro y la duda.

—Pero si yo no hice nada —dijo por fin—. Solo estaba aterrorizada.

—Sin duda —declaró Cadvan fríamente—. ¡Tendré cuidado con no asustarte a partir de ahora! En las mentes de todos nosotros hay lugares secretos, de los que sabemos muy poco, y especialmente en la tuya, creo — estudió el rostro de Maerad seriamente y, con una punzada de sorpresa, ella creyó ver algo parecido al miedo en sus ojos. Bajo la vista al suelo, sin hablar, y por fin Cadvan se puso en pie y miró a su alrededor.

—Debemos salir de aquí, y rápido —dijo—. No sé cuántos más pueden saber de esta batalla, y qué más puede perseguirnos aquí.

Maerad también se puso en pie, y Cadvan caminó hacia los Glumas muertos. Sobreponiéndose a un escalofrió de horror, lo siguió. Yacían retorcidos bajo sus capas negras. Cadvan levantó el extremo de una de las capas con la bota y Maerad dejó escapar un grito de sorpresa ahogado: bajo las capas no había nada más que un montón de huesos secos.

También era así en el segundo cadáver.

—Cuando los Glumas mueren, el encantamiento que une sus cuerpos a este mundo se rompe —dijo Cadvan—. Estos deberían haber muerto hace cientos de años —se volvió a poner en pie y se apoyó durante un instante en un árbol, como si sufriese náuseas y se estuviese obligando por pura voluntad a acercarse a los cuerpos.

Después fue hasta el cuerpo del tercer Gluma, que era el que más lejos yacía, en el camino, y levantó la capa con un palo. Maerad vio cómo la calavera le sonreía, y los huesos estaban colocados en un montoncito, que la hizo pegar un salto: durante un segundo pensó irracionalmente que todavía estaba vivo. Cadvan se arrodilló al lado de él sin tocar los huesos, y vio que estaba mirando el anillo de plata que tenía en el dedo, que llevaba engarzada una piedra negra.

—Lleva la luna enferma —dijo. Vio que la piedra negra estaba esculpida en forma de media luna, pero ligeramente distorsionada, de manera que parecía padecer una dolencia—. El Sin Nombre tiene sus Círculos, igual que los Bardos. Una sombra retorcida de la Orden. Este era de los bastiones de Den Raven, y no se les ha visto por este reino durante muchos largos años. Desde el Silencio —su rostro volvía a tener un aire lúgubre— se decía que no quedaba ninguno. Parece ser que hay muchas cosas que la Luz pensaba que estaban muertas y que estaban meramente dormidas.

Rompió una enorme rama de un árbol cercano y barrió los huesos y capas del camino hasta que se quedaron escondidos entre unas zarzas. Miró con tristeza al cadáver del caballo pero no intentó moverlo.

—Los animales que se ven forzados a soportar a los Glumas sufren inmensamente —dijo—. Tal vez la muerte le haya resultado una liberación.

Volvieron a los caballos sin hablar. Cadvan acarició el cuello orgulloso de Darsor, que estaba perlado de sudor.

—Bien hecho, corazón valiente —dijo—. Te has quedado en un lugar del que muchos hombres valerosos hubieran huido. También acarició el cuello de Imi, murmurándole unas palabras al oído; y la yegua, que todavía temblaba de miedo, se calmó y le resopló en el cuello.

—Indik hizo una buena elección —le dijo Cadvan a Maerad—. Es un animal valiente, con un coraje mayor que su talla. Pero ahora debemos macharnos, lo más rápido que podamos. Cuando caiga la noche quiero estar lejos de este lugar.

Montaron y apretaron el paso para avanzar, galopando ligeros entre el bosque, y las sombras de las ramas pasaban sobre ellos como las ondas de una corriente rápida.

No pararon hasta media tarde; salieron del bosque a unos prados vacíos en los que a veces encontraban restos de alguna granja abandonada hacía mucho tiempo: una hilera de árboles que una vez habían servido de barrera contra el viento, o un campo de cultivo abandonado a la maleza, o incluso restos de una casa, con el techo derrumbado y las paredes caídas, cubiertas por la hiedra y las malas hierbas de manera que casi parecía una pequeña colina o unos matorrales. El camino que atravesaba el bosque a veces menguaba y después se desvanecía por completo, y se abrían paso hacia el oeste, en dirección a una oscura imagen borrosa en el horizonte que parecía un muro o una valla, abriéndose el camino entre matas de hierba salvaje y de vez en cuando juncos secos. Maerad se sentía al descubierto ya que había pocos árboles que los ocultasen. Todavía estaba temblorosa por las secuelas que le había dejado la batalla contra los Glumas, y sentía un gran cansancio interno, comparado con el cual su fatiga física casi le resultaba un alivio. También, en lo más profundo de su mente, había un pensamiento perturbador. Si Cadvan tenía razón, había matado a un hombre y a un caballo. Aunque no sentía ninguna pena por el Gluma, ningún tipo de remordimiento por haberlo matado, volvía a sentir aquel extraño miedo de sí misma que la había asaltado a intervalos desde que Cadvan le había hablado del Habla por primera vez. Era, en parte, porque no sentía ningún tipo de voluntad propia sobre sus poderes

—si es que eran tales poderes, añadió para sí misma, aún dudosa—. ¿Qué pasaría si algo salía mal, y atacaba algo que no pretendía? ¿Era miedo lo que había visto en el rostro de Cadvan? ¿Sería posible que él sintiese miedo de ella? Bajo su duda había otra cosa, algo más perturbador: la sensación de su propio poder, aunque incipiente, le producía una extraña emoción, una sensación, incluso, de alegría… Pero su mente se estremeció ante aquellas especulaciones, y se concentró en mantener el paso de Cadvan y en no caerse de la grupa de Imi de puro cansancio. Además mantenía el oído alerta por si escuchaba señales de persecución. Pero no oyó nada.

Ya habían avanzado unas veinte millas cuando por fin Cadvan decidió hacer una parada. Almorzaron rápidamente en una triste arboleda. En cuanto desmontó, Maerad se dobló a causa de unos agonizantes retortijones en la barriga. Cadvan le tomó las manos.

—¿Qué pasa?

—Retortijones —silbó Maerad entre dientes. Se agarró la barriga y se encogió formando una bolita lo más pequeña que pudo. Durante un instante Cadvan pareció preocupado, después rio con alivio.

—¿Eso es todo? —dijo—. Ven, sé que Silvia metió el remedio en tu hatillo —tomó la bolsa de Maerad de la silla de Imi y se puso a rebuscar dentro de ella hasta que encontró la botellita de elixir. Le dio una dosis a Maerad.

Esta hizo una mueca ante el sabor amargo, pero los retortijones cesaron, y pudo volver a sentarse, sintiendo la cabeza más clara, y miró a su alrededor. La imagen borrosa que tenían ante ellos se había convertido en un muro de piedra, de unos tres o cuatro metros de alto, y ahora seguían cabalgando hacia el norte. Cadvan dijo que el muro oeste tenía leguas de longitud, y señalaba la frontera entre la Franja de Ettinor y las tierras salvajes del otro lado.

—No hay puertas —dijo—. Pero el muro lleva años mal conservado, así que se ha derrumbado en muchas partes. Debemos encontrar una manera de cruzarlo pronto.

Unas cinco millas más adelante encontraron lo que buscaba Cadvan: una inmensa y leñosa hiedra había separado las piedras, y el grueso muro se había derrumbado formando una montaña de escombros. Desmontaron y guiaron a los caballos a pie a través del muro, y después echaron un vistazo a un paisaje aún más desolado que el que abandonaban: páramos estériles apenas cubiertos por un césped descuidado, que descendían a sus pies hacia un valle rocoso. Un río atravesaba el valle, y Maerad vio la oscura vegetación de los árboles que crecían por toda su longitud. Sobre ellos tenían unas inmensas nubes negras y el viento se estaba volviendo frío, presagiaba más lluvia. El sol ya se estaba poniendo, sangrando unos largos reflejos de un color naranja apagado por todo el horizonte. Maerad pensó en las luminosas posadas que habían dejado lejos, y se sintió absolutamente miserable.

—Los Páramos de las Cabañas —dijo Cadvan, resumiendo—. Nos dirigimos hacia allí abajo, hacia el Usk, y lo seguiremos hasta que estemos demasiados cansados para llegar más lejos. Enseguida gira hacia el oeste.

Demasiado cansada para hacer preguntas, Maerad lo siguió por la rocosa colina abajo. La lluvia se contenía y cruzaron el río, que aquí era ancho y poco profundo, con muchas piedras que arrastraban largas barbas verdes de malas hierbas del río. Lo siguieron incluso después de que hubiera caído la noche, guiados por la luz de la luna llena, hasta que Imi tropezaba de cansancio e incluso a Darsor se le caía la cabeza. Por fin Cadvan decidió parar, y montaron un triste campamento sin fuego bajo un viejo sauce, acurrucándose contra un saliente de la roca que por lo menos ofrecía un rudimentario refugio contra el viento helado. Aquella noche, pese al peligro, no hicieron guardias.

Maerad estaba tan cansada que le costó dormirse. Le dolía todo el cuerpo y la mente le zumbaba como la cuerda de un arpa a punto de romperse. Se tumbó de espaldas, mirando al cielo. La luna se desvanecía bajo una mortaja de nubes negras, y podía oler más lluvia en el viento. El miedo que ahora era su constante compañero volvió a alzarse en su interior, una negrura que le inundaba todo el pecho ‹‹¿Quién soy?›› se volvió a preguntar, inútilmente. La noche vacía no le devolvió ninguna respuesta.

Viajaron por aquellos páramos durante muchos días, siguiendo el curso del río y manteniéndose lo más cerca posible de los árboles. No vieron animales de ningún tipo, y no escucharon nada más que grillos, ranas y la áspera llamada de un águila muy por encima de ellos. Avanzaban lentamente, ya que la tierra estaba cubierta por pequeños montículos y surcos, y a menudo se cruzaban con extraños hoyos, como si en algunos puntos el suelo hubiera sido violentamente removido. Había rocas de cuarzo y granito esparcidas por todo el suelo, que amenazaban con doblar las herraduras de los caballos.

El tiempo continuaba siendo frío y gris, unas duchas congeladas de lluvia o aguanieve pasaban tan repentinamente como aparecían. Pero el viento era constante: una castigadora corriente de aire frío silbaba sin cesar entre los montículos y las piedras. Los marrones y grises sin fin comenzaban a llenar la mente de Maerad de un aburrido aletargamiento. Estaba preocupada por los retortijones, y le agradecía infinitamente a Silvia que le hubiese dado el elixir, y el medhyl, que bebían racionado cada mañana, para conjurar el cansancio. Ahora más que nunca anhelaba un baño y se lavaba temblorosa al final de cada día en las frías aguas del Usk. Por las noches acampaban sin fuego, acurrucándose para protegerse del frío, que caía pesadamente en cuanto se ponía el sol, y hablaban entre ellos en voz baja, con la sensación de que las palabras en voz más alta resonarían en varias millas a la redonda en aquellos campos silenciosos.

El silencio se iba haciendo más opresivo cada día que pasaba, hasta que Maerad comenzó a preguntarse si sería capaz de soportarlo. Comenzaba a sentirse como si fuesen hormigas que se arrastraban sobre una llanura sin fin bajo un cielo infinito, hacia un final inimaginable y sin sentido.

Durante su tercera noche en los Páramos de las Cabañas, Cadvan cedió a los ruegos de Maerad de encender un fuego. Era una tarea laboriosa con aquel viento húmedo, la madera no prendía, y cuando una débil llama comenzaba a subir de la madera, el viento la apagaba. Cuando la llama murió por cuarta vez, Maerad le preguntó a Cadvan por qué no podían utilizar la magia. Enojado, este respondió: —No utilizare lo que tú llamas magia a mi antojo, como si fuese un mago barato que hace trucos para niños. ¿Es que no has escuchado nada de lo que te he contado del Equilibrio?

Maerad cedió, avergonzada, y por fin Cadvan consiguió que el fuego tirase, y tomaron una comida caliente por primera vez desde que habían abandonado Ettinor. Cadvan hizo un té de hierbas que calentó a Maerad hasta los pies, y un poco del frío helado se le desprendió de los huesos.

—Este lugar es horrible —dijo—. Dudo que nadie haya vivido nunca aquí.

Se morirían de desesperación.

Cadvan le dirigió una mirada penetrante.

—Sientes el lamento de la tierra —dijo—. Está cargado de pena. Pero no es malvado, pese a que nadie viajaría por aquí. Nunca había cruzado estos páramos, y eso que he cabalgado a lo largo y ancho de norte a sur, y por las montañas bastante más allá de las Tierras Desamparadas. Se dice que por aquí caminan los Muertos, buscando por los páramos a sus hermanos perdidos, que están tan atados por sus penas que no pueden cruzar las Puertas.

Después le dijo que una vez la región conocida como los Páramos de las Cabañas había sido tan fértil y poblada como Innail.

—Después se la conoció como Imbral, un gran reino que se extendía a lo largo de todo el noroeste de Annar —dijo—. Era famoso por la cortesía y belleza de sus gentes, que construían hermosas ciudades de piedra cubierta de cal, con patios con arcos en cada casa, donde las fuentes temblaban al sol bajo árboles perfumados. Aún se hacían casas como las de Suderain, muy al sur, en donde vive Saliman. Tenían ventanas enrejadas con maravillosas filigranas, y torres coronadas por cúpulas de oro, plata y bronce que captaban el sol de la mañana y de la tarde, pero en el norte estas artes llevan mucho tiempo abandonadas. Era esta una tierra de ricos pastos y abundante fertilidad, los vinicultores todavía recuerdan las viñas Dhyllicas en sus refranes. Y aquí vivían los Dhyllin, mirando las estrellas desde sus torres, o creando canciones en sus grandes salones, o forjando objetos de gran belleza y poder, ya que se deleitaban en todas las artes de las manos, la vista y el oído, y nadie ha superado todavía sus habilidades.

Maerad miró a su alrededor, hacia las inhóspitas colinas que se elevaban oscuras sobre ellos, bajo el cielo cubierto de estrellas. En las Tierras Hundidas todavía quedaban señales de que el lugar había estado habitado, varios miles de años antes, pero aquí no había ninguna: no había ruinas ni piedras desgastadas por el tiempo que tuviesen señales de la mano humana. Ni tan siquiera había picos que revelasen extremos de muros hundidos como aquellos con los que había tropezado en las Tierras Desamparadas cerca del Castro de Gilman. La historia de Cadvan era difícil de creer, a no ser porque ahora le parecía que el viento se lamentase; en el límite de su oído, pensó haber captado el sonido de un sollozo lejano, o un débil gemido. Lo desestimó como si fuese producto de su imaginación.

—¿Qué ocurrió? —preguntó inexpresivamente.

—Ahora caminamos sobre el lugar de una gran batalla —dijo Cadvan—.

Este fue el último reducto de la Alianza: los multitudinarios ejércitos de Imbral y del reino de Lirion, en el norte. Aquí se encontraron con las fuerzas del Sin Nombre. Sus estandartes debían de haber sido hermosos y desesperados, y brillantes sus espadas; las canciones dicen que sus lanzas resplandecían al sol como innumerables estrellas, y sus filas se extendían hasta más allá de lo que alcanzaba la vista. Aquí se reunió la flor de los pueblos Dhyllin: Recabarra, la poderosa reina de Lirion, con su carro reforzado con acero bruñido del que se decía que eclipsaba al sol; y Laurelin, el último rey de Imbral, y muchos otros cuyos nombres son ahora leyendas de un pasado lejano. Y aquí fueron aplastados. Recabarra fue tomada como rehén, y acabó muriendo torturada en las mazmorras de Den Raven, se rompió la espada de Laurelin, y El Sin Nombre en persona le cortó la cabeza y la sostuvo en alto, y reía mientras la sangre le salpicaba el rostro.

Maerad miró a Cadvan, que tenía la mirada perdida y triste, como si estuviese observando un recuerdo vivo. Algunos recuerdos de su infancia, vagos como el humo, parecieron desperezarse en su mente mientras Cadvan hablaba.

—Entonces el Usk era un gran río llamado Findol, famoso por la pureza y belleza de sus aguas, en las canciones se dice que el río fluyó rojo durante días, y se quedó bloqueado por los cadáveres hinchados, que mancillaron las aguas de tal manera que nadie pudo ya beber de ellas. Después fue renombrado como Usk, que significaba lágrimas en la lengua de Imbral.

Todas las grandes ciudades de Imbral y Lirion fueron arrasadas, y sus gentes masacradas sin piedad. La ciudadela de Afinil se vino abajo y su poder se rompió, y ahora incluso el lugar en el que estaba ha sido olvidado. Durante el Gran Silencio que siguió a la victoria del Sin Nombre, una oscuridad que duró cerca de mil años, cada señal que quedase de los Dhyllin fue destruida. El Sin Nombre odiaba especialmente a aquel pueblo justo por el desafío a su poder y su coraje contra Annar, y sus ciudades han sido olvidadas como si nunca hubieran existido. Son un hermoso sueño que los Bardos recuerdan, pero nadie más.

››Cómo se echó a perder la tierra es algo que desconozco: poco ha crecido aquí durante casi dos mil años. Y pese a que la maldad ha sido lavada desde que Maninae expulsó al Sin Nombre y rompió su trono hace novecientos años, la tierra todavía está herida. Pasarán muchas vidas humanas antes de que vuelva a ser verde y sana.

Cadvan dejó de hablar, y Maerad se quedó sentada en silencio durante un rato, atrapada por la tristeza de la historia. Como si su mente reflejase las imágenes en la de Cadvan, se le apareció mentalmente la visión de una hermosa ciudad que era echada abajo, sus muros en ruinas humeantes, sus torres rotas y por todas partes las terribles pruebas de una gran matanza. No hubiera creído que el paisaje pudiese parecer más desolado de lo que le había parecido antes, pero la recopilación de todo lo que una vez había contenido lo hacía parecer aún más vacío. Se volvió a preguntar si había escuchado el sonido de unas débiles voces sollozado, y le entró un escalofrió.

—¿Andomian y Beruldh eran del pueblo Dhyllin? —preguntó finalmente.

—Sí, eran de Lirion, que es adonde se remonta el largo linaje de la Casa de Karn —dijo Cadvan—. Y su historia es de un tiempo antes del Gran Silencio, cuando la guerra contra El Sin Nombre todavía era cuestión de escaramuzas y batallas, pues entonces solo había echado a perder el reino de Indurain y marchaba por las montañas asustando a las gentes en sueños y matándolos —ahora su voz era más áspera—. Incluso entonces, hubo quien pensó que nunca llegaría a cruzar todo el sur de Annar, alcanzase incluso el río Aleph y sitiase a los orgullosos reinos de Lirion e Imbral. Igual que ahora hay quien dice que su retorno es imposible, y que los días del Silencio no son más que un asunto de la leyenda y vaga historia.

Maerad pensó en otras canciones que conocía.

—Y entonces ¿quién era el Brujo de Hielo? —preguntó—. ¿Era anterior al Sin Nombre?

—Maerad, sé que se supone que soy tu maestro —dijo Cadvan con cansancio—. ¡Pero estoy seguro de que me merezco un descanso de vez en cuando!

—¡No! —dijo Maerad severamente—. Tú te ofreciste voluntario, ahora has de cumplir con tu tarea.

Cadvan rio silenciosamente y alimentó el fuego.

—Eres una estricta supervisora. Pero eso ayuda a pasar el rato —dijo, mirando a su alrededor—. Estoy cansado. Pero haré la primera guardia, esta noche el sueño se aleja de mí —se detuvo, mientras ponía en orden sus pensamientos—. Bien, el dominio del Brujo de Hielo ocurrió hace tanto tiempo que las canciones no nos cuentan mucho, y hay pocas. Ocurrió en la Edad de los Elementales, cuando los humanos eran nuevos en el mundo. El Brujo de Hielo, el Rey del Invierno, a quien algunos llaman Arkan, llegó del norte y trajo con ella perros de tormenta y ejércitos de nieve y granizo, y todo Annar quedó cubierto de hielo, que llegaba incluso hasta Suderain. Los Kulags eran sus creaciones. Entonces el mundo tenía una forma diferente, pese a que el río Lir todavía fluye igual que lo hacía entonces, el río de mi hogar en el reino de Lirhan, una vez llamada Lirion, en el lejano norte. Los Elementales le hicieron la guerra a Arkan, y sus guerras eran terribles, hombres y mujeres se hubieron de arrastrar hacia las sombras de las rocas para escapar de su furia, y muchos murieron.

Después de aquello la línea de la costa cambió, y algunas tierras se hundieron para siempre entre las olas. Pero eso ocurrió mucho antes de que apareciese El Sin Nombre, e incluso el Brujo de Hielo era esclavo de un poder mayor, igual que El Sin Nombre —se estremeció repentinamente—. Preferiría enseñarte esto junto a un cálido fuego en una agradable sala de una de las Escuelas de aquí fuera, a la intemperie, donde la oscuridad está demasiado cerca. ¿En otro momento, Maerad?

Maerad asintió con la cabeza; no podía deshacerse de la sensación de que el viento lloraba, como un niño perdido, y una melancolía insoportable crecía en su interior. Pero cuando la voz de Cadvan cesó, la noche vacía pareció arrastrarse para acercarse más a ellos. Antes de que Maerad se acurrucase en su manta para dormir, hablaron durante un rato, simplemente para mantener la oscuridad a raya, de temas como zapatería, juglaría y cocina.

En la mañana del quinto día en los Páramos de las Cabañas alcanzaron su límite occidental. La tierra presentaba una pronunciada caída de varias decenas de metros ante ellos, como si un cuchillo monstruoso la hubiese cortado. El río caía formando una larga cascada, que salpicaba unas cuantas pozas de roca al descender por el precipicio. Un gran bosque se extendía a lo lejos, más allá del horizonte, lamiendo el límite del precipicio, y bajaron la vista hacia las copas de los árboles, que desde la altura a la que se hallaban parecían brotes en un huerto.

Maerad se quedó mirando sin palabras hacia el bosque. No veía manera de descender por el precipicio. Le dirigió una mirada inquisidora a Cadvan.

—Y ahora ¿qué? —dijo—. ¿Es que nos saldrán alas y volaremos? Y después, ¿cómo conseguiremos atravesar el bosque?

—No lo sé —dijo Cadvan, impasible. Maerad le lanzó una mirada de disgusto, durante un breve instante le dieron ganas de empujarlo por el precipicio. ¿Habían hecho todo aquel camino, atravesando un terreno tan duro, para que Cadvan le dijese que no sabía qué hacer después?—. No puedo hacer que nos salgan alas —continuó Cadvan—. Así que solo podemos hacer una cosa. Podemos cabalgar hacia el norte hasta que encontremos la forma de bajar —hizo un gesto con la mano abarcando todo el vacío—. Este es el Gran Bosque, el Cilicader, en el Habla. Si queremos permanecer ocultos, es el mejor lugar de Annar en el que estar.

—¿Sabías que aquí había un precipicio? —preguntó Maerad.

—Sí —dijo Cadvan—. Este es el Corte de Imbral. Una vez señaló la frontera oeste de aquel reino. No sé si tiene algún nombre más reciente.

Maerad suspiró con impaciencia. Una impaciencia semejante al pánico había ido creciendo en su interior desde la noche anterior, causada no solo por los siniestros que eran los Páramos de las Cabañas, y aquella mañana se fue quejando cada hora que pasaron aquella mañana deambulando por el límite en una infructuosa búsqueda de un camino.

Se detuvieron a mediodía para comer, y Cadvan, mientras masticaban el pan de aspecto duro, miró con cautela a su alrededor.

—Escucha —dijo.

Maerad aguzó un oído.

—No oigo nada.

—Yo tampoco —dijo Cadvan.

Maerad se dio cuenta por sorpresa de que no había cantos de pájaros. Hizo memoria, pero no recordaba cuándo había dejado de escucharlos.

—Esto no me gusta nada —dijo Cadvan—. Recemos para encontrar un camino antes de que caiga la noche. Quizá al final alguien nos haya avistado.

—¿Quién? ¿Un fantasma? —preguntó Maerad intentando bromear, pero su corazón recelaba. Recordaba cómo la tierra se había silenciado a su alrededor cerca del Landrost, cuando los semi-hombres los perseguían.

Después de aquello escuchaban igual que miraban, pero el silencio continuó. Ahora el precipicio se inclinaba hacia el oeste, y Maerad pensó que parecía menos alto, aunque todavía imposible cruzar con caballos.

Entonces Cadvan pegó un grito y señaló hacia delante. Poco más adelante había habido un desprendimiento, y un enorme trozo del precipicio se había deslizado hacia el bosque, dejando tras él una pendiente rocosa que bajaba y por la que parecía posible abrirse camino.

—Será peligroso —dijo Cadvan—. Pero podremos abrirnos paso hacia abajo, si tenemos cuidado. Tendremos que tirar de los caballos a pie.

A Maerad no le gustó aquel ‹‹podremos››. Miró con dudas hacia la pendiente, que todavía parecía excesivamente empinada para caminar por ella. Después escudriñó el precipicio más hacia el norte. A lo largo de todo lo que podía ver, no había nada que se pareciese más a un camino que aquello, y el sol ya estaba bajando por el oeste.

—Supongo que tendrá que servir —dijo—. Tenemos que salir de los páramos. Glumas por un lado, el cuello roto por el otro. ¿Cuál es la diferencia?

—Que no habrá Glumas, creo —respondió Cadvan—. ¿Y quién dice que el bosque será mejor? Pero al menos será menos fácil avistarnos. Bueno, dudar cuando estás al límite de algo nunca lo pone más fácil. No me sigas demasiado de cerca, por si acaso uno de los dos se cae —desmontó y le acarició la nariz a Darsor—. Coraje, valiente —dijo, y guió al semental hasta el borde del precipicio.

Darsor parecía tan dubitativo como se sentía Maerad, y siguió a Cadvan a regañadientes, con la cola entre las patas traseras. Maerad suspiró, desmontó, y llevó a Imi hasta el borde, intentando no mirar abajo. Imi se resistía y no quería comenzar el descenso. Al final Cadvan volvió a subir y le susurró algo en el Habla, y solo entonces aceptó seguir, descendiendo de lado y con las orejas bajas pegadas al cráneo, resoplando violentamente cada vez que le resbalaban los cascos.

Fueron abriéndose camino lenta y dolorosamente, paso a paso, bajando por la empinada cuesta. Cada vez que uno de los caballos resbalaba, o Maerad se ponía sobre una roca que se balanceaba bajo su peso, pensaba que acabarían estrellados contra los árboles que estaban a cientos de metros a sus pies; en su imaginación veía a Imi con una pata rota, o a Darsor con el espinazo partido, tirados indefensos en el fondo. Intentó no pensar en aquellas imágenes, con fuerza de voluntad, y concentrarse únicamente en el presente: este paso, este otro paso. Intentó no mirar abajo y, un rato después, mirar arriba; pues las dos cosas acabaron por marearla. Una hora más tarde las manos le sangraban a causa de las caídas, y se sentía completamente agotada. Se arriesgó a mirar abajo, y para su sorpresa el bosque estaba mucho más cerca, y lo que resultaba incluso más alentador era que, no muy lejos de ellos, el gradiente de la pendiente se reducía drásticamente, ya que un enorme pedregal había caído del precipicio como los restos de una gigantesca oleada. Se metió prisa con menos pánico, y por fin, tras lo que pareció una eternidad escarbando entre las rocas, con el temor constante de que un caballo se pudiese hacer un esguince o romperse un menudillo, consiguieron llegar sanos y salvos al final del precipicio.

Allí ya estaba oscuro, tras los árboles el sol se estaba poniendo, y el precipicio arrojaba sobre ellos una profunda sombra, pese a que en lo alto Maerad veía el punto en el que la luz del sol chocaba con la cara de este.

El bosque comenzaba justo en el borde, una caótica maraña de vegetación.

Cadvan los guio hacia un caminito bajo los árboles, y Maerad miró a su alrededor con desesperación. ¿Cómo iban a atravesar aquella espesura de árboles y maleza? En algunos lugares era una pared impenetrable de zarzas y hojarasca que se alzaba por encima de sus cabezas, y por todas partes, pudriéndose en la escasa luz, había cadáveres de árboles caídos, cubiertos de musgo y plantas trepadoras. No vio ningún camino. Cadvan ya estaba sentado sobre un tronco, respirando pesadamente.

—Bueno, hemos salido de esta —dijo—. Fuese lo que fuese. Pero creo que unos ojos pueden haber marcado por donde abandonamos los Páramos de las Cabañas, y no podemos quedarnos aquí esta noche. Tenemos que volver hacia el sur, hacia el Usk.

—¿No supondrán que es adonde vamos? —preguntó Maerad, pero no objetó mucho más. La alternativa era perderse por completo en el bosque salvaje. No había ninguna otra opción.

Tras un descanso muy breve comenzaron la agotadora tarea de batallar contra la maleza. Mantuvieron el precipicio a su izquierda, temiendo que si se apartaban podrían perder la dirección por completo. Era difícil, ya que el camino a menudo estaba obstruido por estrechos surcos llenos de zarzas y ramas rotas y muertas, y a veces tenían que dar un rodeo de varios cientos de metros antes de encontrar un camino por donde cruzar, y después deshacían sus pasos por el otro lado. Una vez Imi tropezó al cruzar un surco y se hizo un corte en la pata con una rama, en la parte más alta, cerca del pecho. Cuando la oscuridad comenzó a hacerse completa, todavía no habían encontrado el Usk. Maerad era incómodamente consciente de los crujidos de las criaturas que había en los árboles, sobre sus cabezas. A veces veía sombras oscuras en las ramas o el par de lucecitas de unos ojos amarillos.

—Tendremos que parar pronto o nos perderemos —dijo, preguntándose con incomodidad qué tipo de criaturas pulularían en la noche en aquel bosque salvaje.

Como si hubiese escuchado sus pensamientos, Cadvan se volvió y habló.

—Mira tu espada, señorita Maerad. Por aquí hay extrañas bestias.

—¿Más goromantes? —preguntó, con una ligereza que no sentía.

—Este lugar es tan viejo como el Bosque Grávido, se cree que algunas partes de este bosque llevan aquí desde que se asentaron los primeros cimientos de esta tierra, mucho antes de las guerras de los Elementales — respondió Cadvan—. E igual que en el Bosque Grávido, las criaturas sobrevivieron aquí cuando los reinos de Lirion e Imbral se retiraron a los bosques. Se mantuvo intacto durante el Silencio, aunque no siempre ha sido tan grande. Desde el Silencio se ha extendido casi hasta Lirhan y más allá, al oeste. Aquí podrían vivir muchas cosas de las que ni tan siquiera el mismo Sin nombre sabe: más antiguas, y con una malicia más profunda.

Maerad reflexionó por un instante que quizá hubiera sido menos peligroso tomar la carretera al aire libre hacia Norloch, incluso a la cara de los Glumas, pero se guardó sus pensamientos para sí. Aun así Cadvan captó el tono y le dirigió una penetrante mirada.

—Es mejor enfrentarse a aquello que no tiene ninguna razón en particular para percibirnos, que correr a campo abierto a la luz del sol ante adversarios cuyo máximo deseo es cazarnos —dijo—. O ese es mi razonamiento. ¡Tendré que demostrar que es sólido! —miró a su alrededor con impaciencia—. Pronto estará oscuro —dijo—. ¡Los días son cortos en este bosque! Creo que esta noche tendremos que pasarla al lado del precipicio: si mantenemos la espalda contra la roca, por lo menos no nos podrán atacar por detrás.

Antes de que la luz se desvaneciese por completo encontraron un lugar apropiado. En un punto el precipicio penetraba ligeramente, creando un hueco que no era exactamente una cueva, pero que por lo menos ofrecía algo de refugio. Los caballos se quedaron al lado, abatidos, tenían sed y, aparte de un charco salobre, Cadvan no había sido capaz de encontrarles agua en todo el día. Ni tan siquiera los animaron los susurros de Cadvan, aunque Imi se relajó un poco cuando le miró el corte y se lo curó con un ungüento. Pasaron una incómoda, aunque tranquila, noche, y al día siguiente averiguaron que solo estaban a dos horas del Usk, que formaba una amplia poza al caer desde los Páramos de las Cabañas. Los caballos se metieron en el agua, bebieron mucho, y Cadvan y Maerad rellenaron sus botellas de agua agradecidos.

—Ahora por lo menos estamos de vuelta en el lugar en el que estábamos hace dos días, solo que unas cuantas decenas de metros más abajo —dijo Cadvan, entornando la vista por toda la longitud de la cascada, que se arqueaba graciosamente bajando en varios niveles, esparciendo la luz del sol en temblorosos arco iris—. Hemos perdido mucho tiempo. Y si continúa siendo tan complicado moverse por el bosque, perderemos mucho más y no tenemos suficiente comida para aguantar más de tres semanas. Puedo cazar, si fuera necesario, pero se necesita tiempo y energía, y la velocidad es nuestra amiga, no este retraso interminable. Me han dicho que el bosque no es infranqueable, y que se puede ir a caballo por dentro, si fuese necesario; pero quizá se refiriesen al extremo oeste. En cualquier caso, no podemos alejarnos mucho del río.

—Quizá se aclare a medida que nos apartemos del precipicio —dijo Maerad, sin demasiada esperanza.

Pero se demostró que aquel era el caso. Parecía que las zarzas y el terreno agreste abrazaban el borde del corte, y una milla más abajo encontraron árboles mucho más grandes y más espaciados entre ellos, que se abrían a veces a amplios claros en donde unos grandes rayos de sol amarillos agujereaban la penumbra. Algunos de los árboles eran claramente muy ancianos, inmensos robles con troncos tan anchos como una casa pequeña, cuyas majestuosas copas se alzaban a más de treinta metros de altura, y había hayas, olmos y bosquecillos en flor de serbales de los cazadores y manzanos silvestres. El río fluía perezoso entre sus orillas poco profundas, arremolinándose en pequeñas pozas en las que crecían lirios de agua amarillos, abrojos, berros y altos juncos verdes, y las libélulas revoloteaban brillando como esmeraldas y zafiros alados. Las zarzas y la hojarasca del bosque se convertían en arbustos más que en infranqueables matorrales que llegaban a la altura del hombro, y allí vieron jacintos silvestres y narcisos que se abrían paso, brillantes, entre la alta hierba; así que por fin montaron los caballos y comenzaron a avanzar a mayor paso, sintiéndose más esperanzados de lo que se habían sentido en varios días.

Viajaron durante casi diez días sin incidentes, cubriendo, según los cálculos de Cadvan, unas cuarenta leguas, lo que él calculó que significaba que habían cruzado la mitad de la extensión del bosque. Sus noches no se veían perturbadas por nada peor que las ranas croando en las pozas o los búhos que flotaban por el aire casi sin emitir ningún sonido, descendiendo desde los árboles, o los chillidos de los ratones que cazaban grillos. Aun así continuaban siendo cautelosos y siempre estaban alerta, no tocaban ni cantaban por las noches, cuando acampaban.

Algunas noches, mientras luchaba contra el sueño, Maerad creía ver ojos que los observaban desde las ramas, aunque cuando se frotaba los ojos y se volvía para mirarlos, se desvanecían. Una vez, durante el día, había sorprendido a un enorme ciervo rojo que los miraba: les había dado la espalda con un orgulloso giro de la cabeza y después, lentamente, moviéndose con señorial desprecio, había desaparecido entre los árboles a medio galope. Los caballos habían comenzado a adquirir un poco de la forma que habían perdido durante la penosa marcha, que minaba el alma, a través de los Páramos de las Cabañas, y tanto Maerad como Cadvan parecían menos demacrados.

—Me pregunto —dijo Maerad un día— ¿por qué se dice que el Gran Bosque es un lugar tan oscuro? A mí me parece hermoso y sano.

—Da la sensación de que algún tipo de espíritu presidiese esto, o que alguna vez lo hubiese hecho: aunque parece distante en el tiempo, como si solo su recuerdo permaneciese vivo —respondió Cadvan—. Tal vez esté equivocado, pero la luz parece rica y suave, y nunca es así en un terreno salvaje.

—Quizá solo sea que nadie ha estado aquí, así que de la ignorancia han crecido extrañas historias —dijo Maerad—. Después de todo, también sé cuentan historias malignas sobre los Bardos.

—Sí, eso es cierto —dijo Cadvan—. Pero desgraciadamente ya has visto que están basadas en hechos reales. Y no dudo de que haya partes de este bosque que realmente sean oscuras y que criaturas sin nombre tengan aquí su guarida. Pero quizá estemos cabalgando por una zona en la que los justos recuerdos de la Luz todavía vivan. No lo sé.

Aquella tarde, justo antes del atardecer, llovió ligeramente y se refugiaron bajo uno de los enormes robles en espera de que amainase. Acababan de espolear a los caballos cuando una voz les habló inesperadamente desde el árbol que tenían sobre ellos.

¡Lemmach! — dijo.

Maerad alzó la vista sin rumbo, pero no vio nada entre las hojas. Atónita, Imi avanzó un paso más. Se escuchó un zumbido, y ante ella apareció una flecha, que se quedó temblando tras clavarse en el suelo.

Lemmach, Oseane — volvió a decir la voz.

Maerad se quedó mirando a Cadvan, con los ojos como platos.

—No te muevas —susurró él—. Hagas lo que hagas —levantó la vista y gritó—. ¿Ke an de, Dereri? Ile ni taramse lir.

¿Ke an de, Oseane? Noch de remane kel de an ambach.

Un hombre saltó desde el árbol, tranquilamente desde unos seis metros de altura. Aterrizó suavemente sobre los pies, como si simplemente hubiese dado un saltito desde un tronco cortado. Llevaba un arco complicadamente tallado que era casi tan alto como él, y en el culatín había colocada una flecha con plumas blancas. La flecha apuntaba directamente al pecho de Cadvan.

Demasiado asombrada al principio como para tan siquiera asustarse, Maerad se quedó mirando al arquero maravillada. Era alto, rubio y de largos miembros, vestido con diferentes tonos de verde para ocultarse entre las hojas.

Miró a Maerad y Cadvan, con un rostro carente de expresión por completo.

Solo sus ojos traicionaban cualquier sentimiento, y eran fríos y poco acogedores.