Capítulo XVIII

Los Dientes Quebrados 

Hem era el ser humano más callado que Maerad había conocido nunca. Cabalgaba junto a Cadvan, ya que Imi no era suficientemente grande para cargar a dos personas, y no dijo nada en todo el día. Cadvan era a menudo callado, pero su silencio parecía calmado, su falta de palabras era causada por la abstracción o el pensamiento profundo; Hem estaba tenso, era un manojo de nervios, vigilante y desconfiado bajo su cabello mal cortado. A veces parecía mucho mayor de sus doce años, en algunos extraños momentos su rostro parecía decir que no se fiaba de nada, como un viejo que haya visto demasiados horrores, y otras veces era, para desconcierto de ellos, el rostro de un niño pequeño. Por la noche se retorcía y daba patadas, y a veces se despertaba llorando de una pesadilla, hasta que Maerad o Cadvan lo tranquilizaban acariciándole la frente. Él aceptaba su ayuda y cuidados, pero pasivamente, sin ninguna señal de gratitud; comía lo que se le daba para comer, hablaba cuando le hablaban, pero no ofrecía ninguna pregunta ni información voluntariamente.

Para Maerad, Hem era fascinante; la perturbaba y la atraía. Por primera vez en su vida estaba en situación de ayudar a un ser humano más desdichado que ella, y aquello la hacía sentirse más fuerte y segura; pero él estaba lleno de extraños vacíos y tensiones que ella no entendía, y que a veces, en su profundo desconsuelo, la asustaban un poco. Se preguntaba con qué soñaría, y a veces le preguntaba, pero él nunca lo decía. Sentía pena por su medrosidad; la cautela que había en sus ojos revelaba una dura historia. Pero sobre todo, había algo en él que Maerad no era capaz de definir, una especie de brillo, pensaba, que la desconcertaba.

Maerad y Cadvan acordaron tácitamente no hablar de asuntos de Bardos, y Maerad no recibió lecciones cuando cayó la noche del día siguiente. Era difícil hablar cuando el niño estaba sentado a su lado, y era imposible hablar de él cuando estaba delante. Maerad intentó preguntarle por su vida, pero no era especialmente comunicativo. Supieron que la gente de la caravana era una familia compuesta por dos hermanos, la esposa de uno de estos y su bebé; y que eran Pilanel, el pueblo nómada que no se asentaba en ningún lugar, sino que vivían en sus caravanas e iban de pueblo en pueblo trabajando de juglares, manitas, zapateros o peones de granja. Cadvan ya había supuesto aquello. Hem dijo que llevaba casi un año viviendo con ellos, pero no contaba nada de su vida anterior, excepto que era huérfano y que se lo habían llevado con él por bondad, porque no tenía a donde ir.

—¿Qué hacíais en medio de Valverras? —preguntó Maerad.

El niño no dijo nada y se limitó a quedarse mirando hacia el cielo mientras masticaba una hierba.

—¿Cómo llegasteis hasta allí? —le preguntó Cadvan. Maerad también se había preguntado aquello: ¿cómo habrían conseguido arrastrar dos caravanas por aquellas tierras baldías sin caminos?

Hem los miró de lado.

—Teníamos unos caballos fuertes, cuatro —dijo despectivamente—. No fue tan duro. Los asaltantes los robaron.

—¿Sabías quiénes eran esos hombres?

El niño los volvió a mirar bajo sus pestañas y puso cara de no ir a responder. Por fin dijo, de mala gana:

—Sí.

—¿Quiénes eran?

—Los Bardos Negros. Nos estaban persiguiendo. Sharn pensó que estaríamos seguros en Valverras —escupió al suelo—. Sharn era un idiota.

—¿Los Bardos Negros? —repitió Maerad, mirando a Cadvan y pensando en los Glumas—. ¿Quiénes son?

—La gente piensa que son señores —dijo el chico, con un tono de desprecio en la voz—. Pero los que tienen ojos para ver pueden decir lo que son en realidad.

—Y ¿qué son en realidad? —preguntó Cadvan.

Hem se volvió y lo miró a los ojos, y Maerad vio en su rostro un crudo recuerdo de terror. Cadvan puso una ligera mueca de dolor y después se echó hacia delante para tomar la mano del niño.

—¿Ke an de, Hem? —dijo dulcemente.

Hem saltó violentamente y se puso en pie de golpe. Si Cadvan no se hubiera movido con más rapidez de la que Maerad era capaz de ver, el chico se hubiera sumergido en la oscuridad y tal vez todavía estaría corriendo una hora más tarde. Cadvan lo cogió y lo sostuvo, y Hem luchó contra él desesperadamente, dándole patadas en las espinillas y mordiéndole el brazo; pero Cadvan no lo soltó. Finalmente, Cadvan dijo: — ¡Lemmach! —y el niño se detuvo tan repentinamente como había comenzado, y se quedó colgando inerte y jadeando entre los brazos de Cadvan. En todo el tiempo no había emitido ni un sonido. Maerad observó toda la escena atónita.

—No vamos a hacerte daño, Hem —dijo—. Te lo prometo. «Te lo prometo»

—extendió los brazos y tomó al niño de los de Cadvan. Era casi tan alto como ella, y se lo colocó torpemente en el regazo, rodeándole la cintura con los brazos—. Te lo prometo —dijo. Hem retorció la cabeza para apartarse de su mano, pero no salió del regazo.

—Entonces ¿por qué hablas así? —dijo Hem con crueldad—. Esa es lengua de brujas.

Cadvan todavía estaba en pie, frotándose el brazo donde le había mordido.

—No, Hem —dijo—. Creo que lo entiendes, ¿verdad? Quizá te asuste un poco cuando las bestias te hablan, ¿no es así?

El niño negó violentamente con la cabeza, pero Maerad sabía que mentía.

Volvió a mirarlo. Asombrada, se dio cuenta de que el «brillo» que la desconcertaba tanto era la señal de que el niño tenía el Don, igual que ella; y como ella, no sabía casi nada de ello. Cadvan negaba con la cabeza y caminaba arriba y abajo sin descanso.

—Si me encuentro a algún bebé Bardo más por ahí perdido, debería dejar de viajar —dijo por fin—. No dirijo una Escuela —se sentó a su lado y miró intensamente a Hem—. Hem, créeme, no somos Bardos Negros. Creo que te refieres a los que nosotros llamamos Glumas, y si es así, no sé por qué os perseguían. Nunca he escuchado que se dediquen a secuestrar a niños Bardos, aunque supongo que no es algo imposible. No tengo ni idea de por qué podrían estar persiguiendo a unos Pilanel. Solo quiero que estés seguro de que también nos persiguen a Maerad y a mí, y tenemos tan pocas ganas de encontrarnos con ellos como tú. Y si nuestro peligro aumenta por estar ayudándote, me gustaría saber por qué —se removió el cabello de forma que se le quedó completamente de punta, y después ocultó la cara entre las manos.

Los tres se quedaron en silencio durante un rato. Después Hem salió torpemente del regazo de Maerad y se sentó con las piernas cruzadas. Miró a Cadvan, que ahora lo observaba de cerca, preparado para moverse con rapidez si salía corriendo.

—No me dais una sensación… mala —dijo Hem. Se detuvo, y después dijo rápidamente—. La lengua de las brujas me vino hace dos años. Tenía que mantenerlo en secreto o me ahogarían. Y después apareció el Bardo Negro en la casa y se enteró e intentó hacerme, intentó hacerme… —se detuvo y su rostro se retorció por el esfuerzo de hablar. Finalmente, susurró—.

Intentó hacerme ir con él, y al ver que no iba me dijo que se lo diría y entonces me matarían, y cuando se rio de mí sentí como si me atravesasen cuchillos. Y salí corriendo.

Maerad miró a Cadvan, totalmente perpleja, pero el rostro de Cadvan estaba ensombrecido.

—No hace falta que nos lo cuentes ahora —dijo—. Puedes hacerlo más tarde, si quieres. Pero, Hem, estoy ansioso por saber de dónde vienen esos Glumas, esos Bardos Negros, y por qué perseguían a la familia de Pilanel.

¿Te perseguían a ti? ¿O iban tras alguna otra cosa?

El niño se dobló.

—No, no me perseguían a mí —susurró—. Sharn les había robado algo, y lo querían recuperar. Y después sintió miedo, y por eso huimos hacia un terreno salvaje. No sabían que estaba con ellos.

—¿Estás seguro?

El niño asintió. Cadvan le tomó la barbilla y la mano y forzó a Hem a mirarlo a los ojos, el niño le devolvió la mirada con aire desafiante. Por fin Cadvan lo soltó, con el rostro ensombrecido.

—¿Qué fue lo que robó, que los Glumas deseaban tanto?

—No lo sé.

Maerad sabía de nuevo que Hem mentía, pero Cadvan no siguió por ahí.

Hem les contó que los Glumas estaban en Imrath, cerca de Aldern, y que eran cinco. Habían llegado más o menos un año antes, vivían como señores en la casa de Laraman, el alcalde, y andaban por ahí con una respetable apariencia. Había mucha enfermedad en el lugar, y otros problemas, de manera que la gente apenas se había percatado de ellos, pero Hem los había visto y los había reconocido. Qué era lo que les había quitado Sharn, o por qué, no lo dijo; y tampoco dijo nada más sobre sus tratos anteriores con los Glumas. Sus respuestas preocuparon a Cadvan, pero no lo presionó. Maerad, que miraba ansiosa, dijo bruscamente: —¿Por qué no lo visionas?

Cadvan levantó rápidamente la vista.

—¿Contra su voluntad?

—¿Por qué no dejas que Cadvan te visione, Hem? —Maerad miró al niño a la cara, pero él no la miró.

—No voy a dejar que ningún brujo obsceno me revuelva el cerebro —dijo Hem entre dientes, poniéndose tenso como si estuviese a punto de salir corriendo de nuevo—. Ya he escuchado hablar de lo que hacen.

Cadvan le dirigió una elocuente mirada a Maerad, y esta abandonó la idea.

—Nada de visionar, Hem —dijo Cadvan dulcemente. Hem pareció creerlo, y se relajó.

Aquella noche hablaron poco más, y Maerad no tardó en acurrucarse con Hem bajo la manta y se echó a dormir. El niño se quedó muy quieto hasta que se durmió, pero en sueños daba vueltas, se retorcía y gritaba hasta que Maerad lo rodeó con los brazos para mantenerlo quieto, y por fin se relajó y respiró tranquilamente contra ella.

Se pasaron la mayor parte del día siguiente en una dura subida de la montaña, y por fin llegaron a la cumbre de una poderosa cordillera. Del otro lado, la tierra descendía hacia un amplio valle, y por el medio del valle discurría el hilo dorado de un ancho río. Para alcanzar el río debían abandonar el refugio del los tors de roca y descender por una falda de montaña desnuda, sin nada más que hierba corta y brezo punteado por enormes rocas. Se colocaron al abrigo de una gran roca, y Cadvan inspeccionó el terreno. Nada se movía ante ellos, y si un conejo hubiera atravesado corriendo aquella extensión, lo hubieran visto.

—Debemos cruzar este valle, y será duro hacerlo sin ser visto si alguien está mirando —dijo Cadvan—. Ese es el río Aldern. Del otro lado, sobre aquella cordillera, volveremos a hallar gente. Es, o era, una rica tierra con muchas granjas y pueblos. La única forma de cruzar es atravesar aquel puente.

Maerad entornó los ojos y vio el pequeño arco de puente que cruzaba el río, y una carretera que serpenteaba por el valle y después discurría al lado del río en su ribera más próxima. No vio ni escuchó nada más en aquel terreno desierto excepto el graznido de los cuervos en las alturas, pero la asaltó una nueva sensación de amenaza.

—Creo que el puente está vigilado —dijo Cadvan.

Se volvieron a refugiar en la cordillera y almorzaron detrás de una roca. Ya era tarde, las sombras comenzaban a acortarse y el aire soplaba fresco.

Cadvan miró hacia las nubes.

—Puede que tengamos suerte —dijo—. Creo que va a llover.

Terminaron su comida y esperaron a que el sol descendiese. Justo cuando se hundía tras el horizonte, comenzó a llover: un diluvio pesado y torrencial que los empapó casi instantáneamente y después los dejó congelados bajo las ropas con un cruel viento. Poco después se hizo de noche, no había luna tan pronto y el cielo solo era de una oscuridad un poco más clara que la montaña negra. Cadvan esperó una hora más, mientras se acurrucaban tristemente contra la roca intentando escapar a lo peor del aguacero, y después los guió por la cordillera hacia el valle. Un golpe de viento casi los tira mientras cruzaban la cima.

Avanzaron lentamente, tirando de los caballos, con miedo a perderse en la oscuridad y preocupados porque alguno de los caballos pudiese tropezar en las piedras. Hem iba sentado sobre Darsor, miserablemente acurrucado bajo la capa, con los piececitos descalzos como el hielo. Estaba tan oscuro que casi tenían que buscar el camino a tientas. Los ojos de Maerad se fueron ajustando gradualmente a la oscuridad y pudo distinguir formas borrosas y contornos ante sus pies. Después de casi una hora el viento amainó y dejó de ser tan severo, pese a que la lluvia continuó cayendo en forma de cascada constante. Maerad estaba tan cansada que se sentía mareada, y tenía los sentidos embotados por el frío castigador.

Alcanzaron el final del valle. Maerad escuchaba cómo el río bajaba enfurecido ante ellos, aunque no podía verlo. Habían perdido ligeramente el rumbo en la oscuridad y tuvieron que girar a la derecha para encontrar el puente, pero por fin acabaron caminando de nuevo sobre una carretera, lo que resultaba menos duro para las piernas. Después el sonido de sus pasos cambió, y Maerad se dio cuenta de que estaban cruzando el puente.

Miró a un lado y vio cómo el agua bajaba a toda prisa por debajo de ellos, un débil destello gris en medio de la completa oscuridad de las orillas. El viento soplaba frío desde la superficie del agua.

Era un ancho puente de piedra llamado Edinur, que había sido levantado siglos atrás durante los grandes días de la construcción de Annar. Ahora la carretera se utilizaba poco y si Maerad hubiera sido capaz de verla, se hubiera dado cuenta de que estaba en bastante mal estado. En el punto más elevado del arco había una imagen tallada del rostro de una mujer, a la que el cabello se le ondulaba formando ondas de agua pétreas que descendían por el ancho arco, pero su rostro estaba desmoronado hasta ser prácticamente irreconocible y las ondas del cabello ya solo eran meras runas en la piedra. Pese a aquello, el puente Edinur era sólido y resistente.

Cruzaron al otro lado con seguridad y siguieron la carretera por aquel lado del valle. Lo primero que Maerad percibió fue que la superficie de la carretera volvía a cambiar, y después que iban cuesta arriba. Era más fácil subir que bajar porque tenían una carretera que seguir y tropezaban con menos frecuencia. A medio ascenso del valle apareció la luna creciente, las nubes se abrieron y liberaron una luz titubeante que les facilitó el camino, pese a que Cadvan miró hacia arriba con preocupación y los apresuró.

Cuando alcanzaron la cima de la cordillera, después de la medianoche, la lluvia cesó por completo, pero comenzó a hacer más frío y el viento volvió a soplar con dureza, dejándolos helados hasta los huesos.

Ante ellos Maerad veía las sombras negras de los árboles. Se salieron un poco de la carretera y encontraron una arboleda, negra y empapada, y allí descansaron; pero hacía tanto frío y todos estaban tan mojados que ninguno pudo dormir más que unas breves e intermitentes cabezadas. Los caballos se quedaron temblando uno al lado del otro, con la cola entre las patas. Hem estaba tan entumecido por el frío que tuvieron que bajarlo de Darsor, le castañeaban los dientes. Cadvan le frotó los pies hasta que volvieron ligeramente a la vida, y todos bebieron un poco de medhyl, que los calentó; sin embargo, no pudieron hacer nada contra el viento, que se arremolinaba en la arboleda duchándolos con el agua acumulada en las hojas.

—Bienvenidos a Edinur —dijo Cadvan irónicamente—. Quizá las cosas mejoren cuando el sol salga de la cama. O quizá no. No estoy seguro de lo que nos encontraremos aquí.

Salió el sol, al principio de mala gana, enviando una luz trémula que solo conseguía que el mundo pareciese más frío y desolado. Pero después se liberó de las nubes, y unos rayos brillantes cayeron reflejándose sobre la tierra húmeda, enviando un destello cegador desde los charcos. Miraron a su alrededor. Se encontraban en un bosquecillo de hayas, y desde el lugar en el que se habían acurrucado la noche anterior se veía la carretera.

Cadvan los hizo adentrarse más en el bosque, y encontraron un amplio claro donde el sol brillaba sin impedimentos. Allí se desvistieron, se pusieron ropas secas y extendieron sus ropas mojadas para que se secasen al sol. Hem se acurrucó envuelto en una manta, no tenía ropa para cambiarse y parecía enfermo. Cadvan lo examinó con preocupación y le dio un poco más de medhyl, después de aquello los dientes dejaron de castañearle y le vino un poco de color a la cara. Todos estaban grises de agotamiento y se comieron su escaso desayuno sin decir nada. Maerad estaba demasiado cansada para masticar. Le dolía todo, y el frío se le había instalado a tanta profundidad en los huesos que pensó que nunca se desharía de él. Pero parecía que el sol estaba decidido a reparar su ausencia del día anterior y fue brillando con más fuerza hasta que hizo calor. Las ropas humeaban sobre la hierba y Maerad se relajó, sintiendo el calor curativo del sol sobre los hombros. Hem comenzaba a tener un aspecto un poco mejor, pero tenía un resfriado terrible y no podía parar de estornudar.

Cadvan le pidió a Maerad que vigilase y desapareció con Darsor en dirección a la carretera. Ella se sentó al sol, adormecida, feliz de no hacer nada ni moverse en dirección a ningún sitio. Hem se volvió a vestir, escondiéndose tras un arbusto con desesperado pudor, y después se estiró bajo la manta y durmió todo el día al sol. Aproximadamente una hora después regresó Cadvan.

Maerad y él hablaron en voz baja para no despertar a Hem. Cadvan había bajado hacia un pueblo a unas cinco millas de allí y había hablado con algunas personas. Los extranjeros no eran bienvenidos, se les recibía con desconfianza y sospecha, y había pensado que no sería inteligente parar en una posada. A Maerad le dio un vuelco el corazón al escuchar aquello, ya que estaba deseando tener una cama. Viajarían por Edimur de noche, evitando a la gente en la medida de lo posible. Ahora prefería utilizar la carretera mejor que arriesgarse a sufrir más retrasos. Y el niño complicaba las cosas.

—Al principio pensé que podríamos encontrar alguna granja en la que estuviesen contentos de acogerlo —dijo Cadvan—. Pero ahora que sabemos que tiene el Don, no podemos abandonarlo; debe ser educado como Bardo y debemos llevarlo a una Escuela, para que lo curen y le enseñen. Y ahora él también sabe que nosotros somos Bardos, y si fuera por su cuenta, a los Glumas podría llegarles el rumor, ya que no tengo duda de que lo que él llama los Bardos Negros son Glumas. Creo que de momento estamos ligados a él. La Escuela más cercana es la propia Norloch.

—No, no podemos abandonarlo —estuvo de acuerdo Maerad, mirando hacia el bulto durmiente—. Debe quedarse con nosotros.

—Maerad, le he estado dando vueltas en la cabeza al hecho de que teníamos que encontrarlo, pues era algo que te llamaba a ti, no a mí, y no puedo pensar que se trate de una casualidad —dijo Cadvan—. Está ligado de alguna forma a nuestro destino. Parece un Pilanel; si eso fuese cierto, ese pueblo llegó del lejano norte hace mucho tiempo, desde Zmarkan, más allá del río Lir. Son una raza ancestral de gran sabiduría y nobleza, si bien no les preocupan las casas de piedra ni las riquezas materiales. Antes daban muchos magníficos Bardos, aunque una buena parte de eso ha caído en el olvido, incluso entre ellos; si son capaces de ahogar a alguien que posea el Habla, sin duda han decaído en su Saber —Cadvan se tumbó de espaldas, cruzando las manos bajo la cabeza—. Creo que la historia de Hem es dura, y que ha sufrido más de lo que ningún niño debe sufrir; temo que esto lo haya marcado tanto que resulte difícil construir la confianza entre nosotros, si es que podemos construirla. Ya fue lo bastante duro contigo, Maerad —le sonrió.

Maerad le devolvió la sonrisa, y el dolor de su riña, que ella había ido cuidando como una magulladura, se disolvió en su interior. De repente se sentía más ligera de lo que se había sentido en días, desde que habían entrado al Valverras.

—Miente, lo sé —dijo—. Pero me gusta; tiene algo, es como si le conociese… Y siento pena por él. Está tan perdido, y es tan joven…

—Sí —dijo Cadvan, tras reflexionar en privado que en algunas cosas Hem no era tan diferente de Maerad—. Pero aun así, hay una negrura en él con la que será mejor andarse con cautela. Me gustaría saber qué estaba haciendo con los Glumas. Creo que no ha sido sincero con nosotros al respecto, y tengo miedo de que pueda ponerlos tras nuestra pista. O de que, al perseguirlo, puedan dar con nosotros.

—Pero él también está huyendo de ellos —dijo Maerad.

—Pero ¿por qué? —dijo Cadvan—. Estoy terriblemente preocupado, Maerad. No puedo evitar creer que de alguna forma supone un peligro para nosotros.

Poco después despertaron a Hem y tomaron un escaso almuerzo consistente en carne seca y frutas. Cadvan había comprado pan fresco en el pueblo, y resultó una bienvenida añadidura; Maerad pensó hambrienta en los manjares que había comido en Innail y Rachida, y deseó poder dormir de nuevo en una posada y disfrutar de alguna comodidad.

Cadvan le contó a Hem sus planes de viajar de noche y este asintió, parecía indiferente. Cuando el sol se hubo deslizado tras el horizonte, guardaron sus hatillos y montaron a los caballos. Cadvan volvió a sentar a Hem delante de él. Todos se sentían frescos tras el descanso, aunque Hem tenía un aspecto lamentable por culpa de su resfriado y se sonaba la nariz constantemente en la manga, hasta que Cadvan le dio un pañuelo para que lo utilizase.

Era una hermosa noche veraniega, y ninguna señal de tormenta del día anterior los molestaba ahora; el aire era agradable y suave, y las estrellas brillaban sobre sus cabezas, arrojando débiles sombras sobre la carretera.

Eran las mismas estrellas que Maerad había buscado tantas veces, durante las noches solitarias en El Castro de Gilman, cuando tocaba la lira para reconfortarse en el escuálido patio de la cocina, ¡pero qué diferentes las veía ahora, que el viento libre hacía ondear su cabello!

Perseguida y sin hogar como se encontraba, cuando Merad recordaba El Castro de Gilman no podía contener la emoción ante su libertad, pues todavía le parecía algo milagroso.

Atravesaron a medio galope el pueblo dormido, campos y casas aisladas.

Bajo la luz de las estrellas, aquella parecía una tierra pacífica: había lámparas encendidas tras muchas ventanas cerradas con contraventanas, las vacas y los caballos pastaban en los campos y los perros ladraban cuando pasaban ante una puerta. Los aromas de la hierba y las flores ascendían desde el suelo, liberados en el aire fresco de la noche y el rocío que caía, y Maerad se relajó al ritmo de la cabalgata.

Viajaron de aquella manera durante tres días, en los que cubrieron unas treinta leguas, y Cadvan estaba complacido con su progreso.

—Nos estamos acercando al final de nuestro viaje —dijo—. Pronto entraremos en el Valle de Norloch, y allí estaremos más seguros. La luz es fuerte allí, y los Glumas no osan cabalgar abiertamente por las carreteras.

Maerad sintió la mezcla de aprensión y emoción que se despertaba en su interior siempre que se hablaba de Norloch. ¿Daría ella la talla en aquella noble ciudadela de la Luz? Y si los Bardos de Norloch aceptaban hacerla Bardo completo, ¿volvería a encontrarse sola en el mundo? Bajo sus preguntas había un miedo más profundo que apenas era capaz de articular para sí misma: el mismo terror enfermizo que la atrapaba cada vez que pensaba en su destino o el sino del que había hablado Ardina, el pánico que aparecía en su sueño premonitorio y el miedo que había surgido en su interior cuando Dernhil le había dado el pergamino de Lanorhil. «¿Tendré miedo de mí misma?», se preguntó, «¿o de lo que no soy y no puedo ser?»

Mientras avanzaban hacia el sur y dejaban de sentir con tanta intensidad el alivio de poder por fin moverse libremente, Maerad comenzó a darse cuenta de que no todo iba bien en Edinur. A veces cruzaban pueblos que daban una sensación de vacío melancólico, como si allí no viviese ningún alma, aunque al principio pensó que era sencillamente que todo el mundo estaba durmiendo. Después, durante la segunda noche, pasaron por una aldea en la que una de cada dos casas estaba quemada hasta los cimientos. Parecía como si hubiera sido el lugar de una batalla. Funestos montoncitos de cenizas se arremolinaban alrededor de los esqueletos carbonizados de los edificios, y el olor a quemado todavía flotaba en el aire, aunque los fuegos hacía mucho que se habían enfriado. Manadas de perros, medio locos por el hambre, escarbaban entre las ruinas y descargaron una sarta de ladridos y aullidos al ver a los caballos, saltando tras sus talones hasta que Cadvan los apartó con unas cuantas palabras en Habla. Pasaron entre las ruinas lo más rápido que pudieron, galopando al fin en el dulce aire nocturno de las abiertas praderas.

—¿Qué le ocurrió a la gente? —preguntó Maerad—. ¿Es que hubo una guerra aquí?

—Algo así —respondió Cadvan—. Algo así —no parecía inclinado a dar más explicaciones, como si sintiese el corazón demasiado pesado para hablar, y Maerad, sintiendo una sensación de desesperación que iba en aumento y parecía concentrarse en el aire que los rodeaba, no lo presionó más.

Entre las sombras Maerad había visto los síntomas de una tierra profundamente agitada. De día lo habría percibido con más claridad.

Cadvan no se lo había dicho, pero la gente del pueblo con la que se había encontrado le había dicho que Edinur estaba afectada por la Enfermedad Blanca, y que era esta, más que su miedo a encontrarse con Glumas, la principal razón por la que viajaban de noche y no hablaban con nadie. Las casas en ruinas eran aquellas en las que se había instalado la enfermedad.

Las habían quemado los vecinos por miedo, para chamuscar la enfermedad, o los habitantes supervivientes, temerosos de tocar o enterrar los cadáveres que había dentro, o incluso los propios enfermos, en medio de su locura y desesperación finales.

La Enfermedad Blanca había penetrado en Annar solo veinte años atrás.

Había aparecido por primera vez en el sur. No parecía seguir ningún patrón: la enfermedad brotaba en una región y aniquilaba a muchos de sus habitantes en un breve pero terrible holocausto, y después desaparecía por completo durante años, hasta que volvía a saltar en algún otro lugar. Se estaba volviendo cada vez más común, y Cadvan pensó para sí que era una enfermedad traída por los Glumas, que la utilizaban para debilitar la fuerza de Annar. Los que tenían más tendencia a padecerla eran los jóvenes y fuertes. Por eso, a veces, en una ciudad en la que la enfermedad se había ensañado, no quedaba nadie vivo de las edades comprendidas entre los dieciocho y los treinta. Todos los afectados por la Enfermedad Blanca se marchitaban consumidos por la fiebre y la locura.

La llamaban así porque, a medida que la enfermedad iba consumiendo a los que la sufrían, la vista se les nublaba como si tuviesen unas cataratas que bañasen en plata todo el iris. Los ojos de los que ya estaban muy consumidos eran unas horribles bolas sin vista insertadas en rostros desencajados. La probabilidad de sobrevivir a la enfermedad era escasa, y la mayoría de los que lo conseguían después se quedaban ciegos, a no ser que el que la sufría tuviese la fortuna de ser tratado por un gran curandero. Y había muy pocos curanderos de aquel tipo en Edinur, pese a que Norloch estaba a solo unos días de camino.

Hem guardaba silencio. Parecía contento de viajar con ellos, aunque los ojos le brillaron de miedo cuando Cadvan mencionó Norloch. Tanto Cadvan como Maerad percibieron aquello y tácitamente acordaron tenerle siempre un ojo encima, pues no querían que saliese corriendo cuando estuviesen distraídos preparando el campamento o buscando una fuente para llenar las botellas de agua. Maerad en especial no quería que huyese, había comenzado a sentir que Hem le pertenecía de alguna forma. Igual que Silvia había llenado el hueco dejado por la muerte de su madre, Hem había reemplazado a su hermano muerto, Cai. Cadvan sentía lástima por el muchacho —que se sentaba en silencio cada día abrazado a sí mismo, con la cabeza inclinada inmersa en inescrutables reflexiones o recuerdos— y cuando le hablaba se dirigía a él con dulzura. Pero no averiguó nada más acerca de la infancia de Hem, y al alba de cada día estaba demasiado cansado para intentarlo. Apuraba fuertemente el paso, ansioso por llegar a Norloch lo antes posible. Cuando Maerad dormía, siempre tomaba al niño entre sus brazos al acostarse. Hem nunca se oponía, y no dormía tan mal acurrucado contra Maerad, como si su contacto le aliviase las pesadillas.

Cuando le tocaba el turno de vigilar, Cadvan se volvía a menudo para contemplar sus dos cargas: la de piel blanca y la oscura, las cabelleras negras entremezcladas sobre la hierba, dos abandonados por la Luz, unidos por un destino imposible de adivinar. Pese a que los dos eran muy diferentes, había algo de Maerad y Hem que resultaba familiar, y entre ellos había surgido un entendimiento sin palabras. No solo era que fuesen huérfanos y se hubieran visto forzados a sobrevivir solos en mundos donde a nadie le importaba si vivían o morían, ni tampoco era simplemente la marca del Don.

Su semblanza reforzaba la juventud de Maerad, cuando yacían juntos se veía claramente que la niñez no había abandonado por completo su rostro.

Mirando sus formas durmientes, una tristeza se acumulaba en los ojos de Cadvan y el rostro se le ponía tierno y abstraído, como si tuviese simultáneamente alguna otra visión ahora lejana, o que se había ido para siempre: tal vez el recuerdo de su desaparecida infancia, cuando dormía inocente junto a sus propios hermanos y hermanas y no sabía nada de Glumas, ni de penurias, ni de dolor.

En su cuarto día en Edinur volvieron a acampar en un pequeño valle arbolado, cobijándose bajo los árboles. Ahora estaban atravesando una región menos poblada, en la que el extremo sur de Edinur se iba desvaneciendo en unas tierras altas deshabitadas. Veían las negras formas de casas con menos frecuencia sobre las crestas de las colinas, y las aldeas estaban más espaciadas entre ellas. Aquello suponía un alivio para Maerad; aquellas por las que habían pasado le oprimían el espíritu. Las tierras altas continuaban durante unas veinte leguas hasta el gran Valle de Norloch, que se extendía desde el Aleph, el río más ancho de todo Annar. La ciudad se alzaba orgullosa en la costa, imponente sobre los fértiles deltas del Aleph, que se dividía en muchos arroyos grandes en su estuario y discurría por la Bahía de Mithrad a través de tierras de regadío densamente pobladas por manglares. La cabalgata de la noche siguiente los haría adentrarse en las tierras altas y, si todo iba bien, entrarían en el Valle de Norloch al alba del día siguiente.

Cadvan no le explicó aquello a Maerad, temeroso de que Hem saliese corriendo si sabía que se encontraban tan cerca de Norloch. Hem parecía ver todo lo que estuviese relacionado con Bardos con un profundo temor.

Pero Maerad sabía que se acercaban al final de su largo viaje, y el miedo comenzó a imponerse a su emoción. Si Innail la había intimidado, viniendo de la esclavitud y una mezquina tiranía, Norloch, la gran ciudad de los Bardos, la intimidaría todavía más, sin importar todo lo que había aprendido en los últimos tres meses.

Cuando partieron a la noche siguiente, el viento varió. El claro tiempo de verano pareció cambiar y un viento frío comenzó a soplar desde el oeste, trayendo rápidas nubes al cielo. La luna surgió inmensa e hinchada en el horizonte, envuelta en oscuras nubes. Cadvan olisqueó el aire y se envolvió bien en su capa, cerrándola de manera que cubriese a Hem, y Darsor piafaba el suelo sin descanso con las patas delanteras.

—Será una noche dura —dijo Cadvan—. Cuanto más lejos lleguemos, mejor —se quedó en silencio durante un rato, aguzando el oído en la noche; después, satisfecho de no haber oído nada siniestro, apuró a Darsor y el gran caballo negro saltó hacia delante, e Imi lo siguió.

Un par de horas más tarde comenzó a lloviznar, pero la lluvia no les dificultaba el avance y la cabalgata los mantenía calientes. Maerad no se cubrió la cabeza con la capucha, pues disfrutaba con el azote del viento frío en el rostro y le gustaba que su cabello ondease tras ella cuando cabalgaban rápido. Ya se habían adentrado bastante en las tierras altas, y ya no pasarían al lado de más casas. Algunas veces Maerad veía en la cima de las colinas la forma de piedras solas en pie que se elevaban hacia el cielo como siniestros dedos, pero por lo demás las tierras altas pasaban como un negro océano cubierto de oscuras olas. La luna subió más y se escondió por completo tras las nubes, y ya solo vieron el débil resplandor en la carretera que tenían ante ellos, que se adentraba empujando ancha y recta en aquel vacío ondulado. Maerad comenzó a sentir que no se movía en absoluto, sino que iba sentada sobre Imi como si fuese una estatua esculpida, y que las tierras altas giraban a su alrededor en una gran ráfaga de viento.

No hablaban. Un silencio atento que prohibía la charla parecía haberse asentado a su alrededor. Maerad se estremeció: el frío comenzaba a morderla, se colocó la capucha y la capa más ajustada al cuerpo. Sentía que la llegada de su período era inminente, y eso hacía que el frío resultase menos soportable, sentía el cuerpo extrañamente frágil, como si estuviese hecha de cristal. Cadvan los estaba apretando para ir más rápido. Volvía a caer una lluvia más pesada, y entonces la luna surgió de su escondite y la carretera brilló plateada ante ellos, un sendero de luz de luna húmeda que se extendía sin fin en la distancia entre las borrosas laderas de las colinas.

En la hora más oscura de la noche, Maerad vio una hendidura en la carretera que daba a un gran foso, de modo que esta discurría por un estrecho paso entre dos laterales de piedra y se quedaba sumida en la sombra. En la entrada de la hendidura, encima de cada uno de los laterales, había dos rocas de pie. Estas se alzaban como dos colmillos rotos y parecían formar una puerta sin dintel. A medida que se acercaban, Cadvan redujo la marcha y se colocó al lado de Maerad. Esta vio la pálida cara de Hem que salía de la capa de Cadvan, con los ojos oscuros y sin descanso.

—A esto se le llama los Dientes Quebrados —dijo Cadvan—. Es un lugar maligno, y no tenemos tiempo para rodearlo. Es mejor pasar por él a la luz del día, aunque incluso entonces es bastante lúgubre. Como siempre, hemos de elegir entre varias opciones malas. Ve con cautela, mantén la mano en la espada y la mente rápida y despejada.

Mientras se acercaban a la puerta Maerad sintió que su aversión aumentaba y el vello se le ponía de punta. Cadvan se detuvo por completo y escuchó; Maerad escuchó con él, y solo consiguió oír al viento.

—Creo que los Dientes están contra nosotros —dijo Cadvan pausadamente—. Nos encontramos ante una mala elección: enfrentarnos a lo que sea que nos esté esperando, o esperarlo aquí —desenvainó a Arnost y la hoja resonó débilmente en el silencio. Maerad dudó, y después tomó la empuñadura de Irigan y sintió todo su peso en la mano. Escuchó el eco de las palabras de Indik, su maestro de esgrima, sardónicas en su mente: «Espero que tengas suerte.» No sentía que tuviese mucha suerte.

Se acercaron lentamente a la puerta. Imi resopló, temblorosa bajo Maerad a medida que se introducían en la negra sombra de la montaña. Mientras pasaban entre las piedras erguidas, Maerad sintió como si le hubiesen colocado un pañuelo sobre los ojos: no veía nada ante ella, ni tan siquiera la forma oscura de Cadvan y Darsor. Inspiró profundamente para contener su miedo y continuó a un paso constante. Los ojos se le fueron ajustando gradualmente y comenzó a ver formas borrosas, sombras entre las sombras. Por todas partes a su alrededor sentía una vigilancia malvada, como si fuese un ratón arrastrándose al lado de un gato que espera, quieto y malvado, a que se acerque sin sacar las uñas. La hendidura estaba cargada del tétrico terror que había sentido por primera vez en la batalla contra los semi-hombres del Landrost, pero esta vez era peor, mucho peor.

Maerad escuchó en un angustioso estado de alerta, pero no conseguía oír nada excepto un opresivo silencio. Las paredes se alzaban más altas a cada lado, y los cascos de los caballos resonaban amortiguados, como si el mismo sonido tuviese miedo y se encogiese contra la roca.

Cuando llegó el ataque, fue rápido y sin advertencia.

Se produjo un súbito resplandor, pero parecía ser un resplandor de oscuridad más que de luz, un golpe de energía negra que venía al mismo tiempo de encima y delante de ellos. Al instante, Cadvan lanzó una cuchillada de luz, insoportablemente brillante en aquel oscuro lugar; y durante un segundo Maerad vio ante ellos que la carretera hervía de sombras, sombras de lobo cuyos ojos brillaban en rojo con malicia. En el medio había una forma alta, cubierta con una capa y con un gran casco, y tras ella había jinetes cubiertos por capas y capuchas, mientras que la manada daba vueltas alrededor de las rodillas de los caballos. Se echaron atrás irritados ante la ráfaga de luz, y Cadvan, que ahora brillaba con un fuego blanco, levantó bien la espada. Darsor se encabritó y chilló, golpeando el aire ante él con las pezuñas. En aquel momento Imi, que se había quedado helada de terror, dio un salto de lado y se encabritó, y Maerad cayó al suelo. Maerad se arrastró contra el lado de la pared de roca, jadeando del pánico.

Cadvan no bajó la espada. Pese a que todavía brillaba con un fuego puro e inconsumible, se quedó sentado sobre Darsor sin hacer ningún movimiento, paralizado, y con un escalofrío de terror Maerad se dio cuenta de que no podía moverse. La sombra oscura se acercó a él y, mientras se aproximaba, Maerad vio que su rostro no era oscuro, sino que brillaba con una luz caída que no iluminaba nada más que a sí mismo.

No era un Gluma, sino algo más viejo, más frío, más mortal.

Maerad se encogió contra la roca en un ataque de pánico. Aquella cosa era infinitamente más amenazadora que el Kulag, que era sencillamente monstruoso. Era sumamente consciente de que era una inteligencia maligna, una voluntad despiadada. Sintió que toda la conciencia de este se cernía sobre Cadvan, reuniendo todo su poder para vencerlo. La mente de Maerad se tambaleó y se encogió, casi desmayándose, abrumada por una sensación de enemistad y malevolente orgullo, templado durante innumerables años con un objetivo muy claro: enormemente amargo, enormemente cruel, más frío que cualquier hielo.

Era un espectro, convocado desde el Abismo. Su rostro tenía el tono lívido de algo que llevaba mucho tiempo muerto, y no había ojos en él, solo unos huecos vacíos abiertos a una oscuridad impenetrable. Pero aun así parecía ver. De la hendidura surgió un hedor a sepultura, frío y nauseabundo.

Maerad escuchó que Hem jadeaba ligeramente.

El espectro se acercó a Cadvan, quedando a la altura de sus ojos, pese a que este iba a caballo. Se detuvo y habló con una voz sepulcral, y mientras hablaba, a Maerad la asaltó una repugnancia tan densa que pensó que iba a vomitar.

—¿Quién perturba el sueño de Sardor? —preguntó, y después se echó a reír, y su risa era aún más terrible que su voz—. ¿Qué herejes osan entrar en mi alcoba, pensando en su insensatez y vanidad que me hallo encadenado?

Los jinetes se acercaron tras él, y Maerad vio que eran Glumas. Había cinco. Mantenían a los semi-hombres tras ellos, pegándoles latigazos con crueles correas, haciéndoles chillar y aullar.

—Ahora que lo pienso —dijo un Gluma, burlándose—. Es el gran Cadvan de Lirigon. He oído decir que se ha dedicado a pasear por el campo a placer, chasqueando los dedos ante nuestro Maestro, ya que se cree un gran Bardo, capaz de vilipendiar incluso la autoridad del Más Grande.

Lleva años viajando con esta arrogancia, pero ay, ya no se le puede permitir continuar.

—No —dijo otro—. Y ahora además ha hurtado algo mío. Su insolencia no tiene fin. Bueno, ¿podemos pues preguntar por qué el gran Cadvan, el niño mimado de Norloch, anda en tales compañías? Ha caído muy bajo en el mundo, a mi parecer.

En este punto todos los Glumas se echaron a reír, pero el más alto se quedó inmóvil y no rió.

Por fin Maerad escuchó hablar a Cadvan, aunque siguió sin moverse.

—Pude haber caído bajo en mis tiempos —dijo con dificultad. Sonaba como si estuviese hablando bajo el agua, pero a medida que hablaba su voz fue reuniendo fuerza—. Pero mi recuerdo difiere del vuestro. A mi parecer caí más bajo cuando os conocí, Likud, una vez de Culain, y ahora me muevo tan lejos de vos que vuestra imaginación fangosa no podría llegar hasta aquí.

El Gluma bufó y retrocedió, como si Cadvan lo hubiera herido.

—Te arrepentirás de esto, Cadvan de Lirigon —dijo, en un tono tan siniestro que hizo que a Maerad se le pusiese la piel de gallina—. Haré que tengamos mucho tiempo para el arrepentimiento.

La luz que había en el interior de Cadvan se fue haciendo cada vez más y más brillante, pero él siguió sin moverse. Maerad, apretada contra la piedra como si desease que esta se la tragase, deseó fervientemente que se moviese, lo suplicó mentalmente, atrapada por el pánico; pero él continuó detenido, con la espada en alto, y Darsor se había quedado como si estuviese esculpido en piedra.

—Se me devolverá lo que es mío —dijo el Gluma llamado Likud, y se acercó a Cadvan. Maerad vio cómo Hem se retorcía entre los brazos congelados de Cadvan, pero estaba allí atrapado y no podía escapar. Entonces, con una desesperada contorsión del cuerpo, se escabulló y cayó del caballo. A trompicones, huyó por la carretera y, con indiferencia, el Gluma levantó una mano y envió un rayo de oscuridad tras él, que lo golpeó en la espalda, haciendo que el niño se tambalease y cayese, y después se quedó tirado, inmóvil.

—Es fácil encargarse de las ratas —dijo el Gluma despectivamente— Pero ¿y el Rey Rata? Bueno, ese es otro tema —alzó el látigo y golpeó brutalmente a Cadvan en la cara. Cadvan se tambaleó sobre la silla de montar, mientras un cardenal le salía en la mejilla. Arnost se le cayó de la mano y resonó sobre la carretera de piedra.

—Debería poder tratarse a voluntad con tal simiente de porquería, ¿no es así, amigos? ¿Qué será suficiente castigo para este renegado, este asesino, este espía traidor? ¿Crees, Cadvan, que hemos olvidado el ansia con la que estudiabas los secretos de la Oscuridad? ¿Pensabas que tal traición tendría fácil respuesta? El tormento de una única noche no es suficiente.

No —el Gluma se acercó más a Cadvan, con los ojos brillantes de odio frío, y le escupió a la cara—. No será una sola noche, sino innumerables noches de agonía, hasta que la mente se vea despellejada hasta la locura y ya no pueda soportarse más, y acabe llorando en la oscuridad, teniendo la Puerta prohibida para siempre. E incluso eso no será suficiente —volvió a golpear a Cadvan salvajemente en la cara, y la luz de su interior se atenuó.

Volvió a golpearlo, las correas silbaban y crujían con cada impacto, y la luz de Cadvan se apagó por completo y cayó al suelo sin conocimiento.

Entonces los Glumas soltaron a los lobos-hombre y estos se acercaron con unos aullidos estremecedores.

Maerad observaba impotente, agachada entre las sombras, paralizada por el terror y la desesperación. Vio cómo Cadvan caía de la grupa de Darsor y, con la enfermiza sensación de inevitabilidad de una pesadilla, pereció tardar horas en describir el arco de la caída; finalmente golpeó el suelo y se quedó tirado e inmóvil a los pies de Darsor, mientras su rostro brillaba de palidez en la oscuridad, surcado de sangre. Y mientras él caía, a ella le pareció ver otra cosa: a su padre, también cayendo, con la cabeza aplastada por una maza, y tras él las torres de Pellinor derrumbándose en medio de un crepitante torrente de llamas.

Una enorme pena y desesperación le recorrió entre aquella visión. «Ahora solo quedo yo», pensó. «¿Qué puedo hacer?» Cadvan estaba inconsciente y quizá incluso muerto, y Hem yacía sin vida tras ella. Y ahora su propia muerte se alzaba ante ella. Sola y desesperada, se puso en pie sin darse cuenta de que las lágrimas le resbalaban por la cara, y mientras se erguía, vio con un sentido diferente a la vista que los semi-hombres se lanzaban hacia Cadvan y Darsor y estarían sobre ellos inmediatamente. De repente el torrente de pena se convirtió en una ira que todo lo consumía, y como si su furia hubiera rasgado un velo, una nueva conciencia comenzó a arder en su interior. Pese a la situación extrema, estaba poseída por una alegría feroz, salvaje. La sangre le fluía por las venas como un fuego de plata. Al final fue consciente de su poder, y supo, con la claridad de un sueño, lo que tenía que hacer. Extendió las manos y gritó: — ¡Noroch!

La carretera se iluminó instantáneamente, llena de llamas blancas que sumieron los rostros de los Glumas en un terrorífico relieve, y se desató un caos de aullidos y gimoteos de los semi-hombres. Todos los semi-hombres estaban en llamas, el fuego blanco se extendía por sus espaldas y descendía por los lados, y estos daban dentelladas y aullaban como locos e intentaban huir de las llamas. Los caballos de los Glumas se encabritaron, chillaron de terror y se dieron la vuelta en la carretera, alejándose del lugar en el que yacía Cadvan. Los Glumas tiraban brutalmente de las riendas, haciendo que las bocas de los animales brotase una espuma sanguinolenta, y luchaban para que los caballos volviesen al lugar en el que estaba Maerad. Escudriñaban la oscuridad tras las llamas, intentando encontrar la fuente del fuego, pero Maerad todavía estaba contra el muro de piedra, escondida entre las sombras salvajes que arrojaba aquel infierno. Antes de que pudiesen divisarla, lanzó una gran sábana de llamas blancas, que derribó a los Glumas y a sus caballos.

Maerad no tuvo tiempo para sentirse asombrada ante lo que había hecho.

El espectro permanecía inmóvil, una inmensa sombra malévola, y en aquel instante la percibió; ella sintió el poder de su voluntad maligna, que permanecía igual que cuando había tirado a Cadvan contra su propia resolución férrea. Durante un segundo pensó que estaba perdida, y se vio obligada a bajar la cabeza ante la fuerza mortal que la golpeaba; pero en cuando bajó los ojos vio a Cadvan, que yacía pálido y sin fuerzas sobre el suelo, y la ira comenzó a poseerla de nuevo. Más rápida que sus propios pensamientos, arremetió salvajemente, con todo el poder que había en su interior; y durante un segundo vio cómo el espectro estallaba como un relámpago, dejando escapar un lamento terriblemente agudo y retorciéndose entre las llamas antes de desvanecerse ante sus horrorizados ojos. De repente todo se quedó en silencio, aparte del débil chisporroteo de las ramitas que ardían sobre ella, y los violentos sollozos de su propia respiración.

Cayó de rodillas, y durante un instante todo se volvió negro. Después recordó a sus amigos y gateó hacia Cadvan, que yacía sobre la carretera; las piernas le temblaban demasiado para levantarse. Darsor todavía estaba de pie a su lado, cubierto de sudor y temblando violentamente, pero no abandonaría a su amigo, y le daba suaves toques con la nariz.

¿An de anilidar, Darsor? —le preguntó. El Habla le llegó con tanta naturalidad como el respirar, como si siempre la hubiera hablado.

El caballo volvió su gran cabeza hacia ella y resopló por la nariz, contra su mano. Le habló, al parecer, mentalmente, y ella lo entendió.

Estoy bien, dijo. Mi amigo no. Creo que está vivo, pero su respiración es débil.

Maerad acarició la frente de Cadvan. Estaba húmeda de sangre y sudor.

Tenía uno de los ojos amoratado e hinchado, cerrado, y unos cortes salvajes en la mejilla izquierda, donde las correas habían mordido la carne en profundidad. No sabía qué hacer. Deseó desesperadamente tener las habilidades curativas de Cadvan. Durante un breve segundo se preguntó si podría utilizar sus nuevos poderes para aliviarlo, pero en su interior no se despertó nada en respuesta, se sentía absolutamente vacía. Le tocó suavemente la cara y el cuerpo, pero no parecía nada roto. «Por favor», suplicó mentalmente, «por favor despiértate.» Se quedó allí sentada un largo rato, acariciando el rostro de Cadvan, pero este no se movió, y bajo aquella tenue luz le pareció que tenía un aspecto espantoso. Estaba contenta de la presencia de Darsor, nunca se había sentido tan sola. No tenía miedo. Pero continuaba a la intemperie, en terreno salvaje, y Cadvan estaba inconsciente, no sabía dónde estaba Imi, y Darsor no podía transportarlos a los tres él solo.

Súbitamente Hem le vino al pensamiento como un rayo. En su ansiedad por Cadvan, lo había olvidado por completo. Se puso en pie, volvió a mirar hacia la carretera y vio su pequeña forma sobre el suelo, con los miembros separados por la fuerza de la caída. Se puso en pie y caminó temblorosa hacia él, preguntándose si estaría muerto. Le dio la vuelta y la cabeza se le cayó hacia atrás, colgando fláccida, y por un momento estuvo segura de que así era; pero después apretó la oreja contra su pecho y escuchó que su corazón todavía latía débilmente. Lo sacudió con suavidad, como si estuviese dormido, y para su alivio el niño abrió los ojos. La miró a la cara, con los ojos muy abiertos por el miedo, y después se escogió apartándose de ella.

—No, Hem, no pasa nada —dijo—. Los Glumas están muertos. Todos se han ido —a su pesar, los ojos se le inundaron de lágrimas.

—¿Adónde se han ido? —dijo débilmente el muchacho. Después se incorporó—. Mientes —dijo—. No se puede matar a los Bardos Negros.

—Sí, sí se puede —dijo Maerad—. Yo acabo de hacerlo.

Hem se le quedó mirando con incredulidad y después miró hacia la carretera. Estaba demasiado oscuro para ver nada con claridad, pero había unas difusas formas sobre la carretera, más allá de Darsor: los cadáveres de los Glumas y sus monturas. Se volvió hacia Maerad y se le quedó mirando boquiabierto, maravillado.

—¿Qué le ha ocurrido a Cadvan? —preguntó.

—Está herido —dijo Maerad—. Los Glumas lo han herido —volvió a encontrarse sollozando, pero se deshizo de las lágrimas con impaciencia—.

Tenemos que salir de aquí. Y no sé dónde está Imi. Se ha escapado.

¿Puedes caminar?

Hem se puso de pie lentamente.

—Sí —dijo.

—Tendrás que ayudarme —dijo Maerad—. No puedo levantar yo sola a Cadvan.

Caminaron juntos hacia donde estaban Cadvan y Darsor. El caballo los miró indagador.

—Vamos a levantar a Cadvan y a ponértelo encima —dijo Maerad en Habla—. ¿Podrías ayudarnos?

Me arrodillaré, dijo el caballo. Y tendréis que sostenerlo para que no se caiga.

Cadvan era un peso muerto, e incluso con Darsor arrodillado les llevó un buen rato alzarlo hasta su grupa. Maerad se mordía el labio, temiendo todo el tiempo que pudiesen hacerle más daño. Lo dejaron tendido sobre la silla como un cadáver, con la cabeza caída a un lado y los pies al otro, y después Darsor se puso en pie. Maerad cogió a Arnost, insegura de qué hacer con ella; al final encontró la vaina de Cadvan y volvió a meter en ella la espada. Después, con Maerad a un lado y Hem al otro, fueron avanzando lentamente por la carretera. Pasaron al lado de los Glumas, y Maerad apartó la cara para no verlos; sabía sin mirar que todos estaban muertos y no sentía ningún deseo de saber nada más. Pero Hem se quedó mirando las capas informes y los huesos dispersos, y no pasaba de volver la cabeza a medida que pasaban, como si no se creyese que una cosa así fuera posible. No vieron ninguna señal de los semi-hombres.

En menos de media hora Maerad vio el grisáceo cielo nocturno frente a ellos, al otro lado de la hendidura. Entonces por fin consiguieron salir de allí hacia las abiertas tierras altas, y un viento limpio le sopló en el rostro.

La luna se hundía tras una barrera de nubes, y pensó que el alba no tardaría mucho en llegar. Estaba muy cansada, pero sentía una nueva fuerza en los huesos y pensó que podría caminar toda la noche y todo el día siguiente si era necesario, sin importar su agotamiento. Cuando habían recorrido casi una milla por la carretera se detuvieron, y Hem y ellas bajaron a Cadvan de Darsor suavemente y lo dejaron sobre la hierba.

También bajaron el hatillo, y Maerad encontró un chaleco que utilizó de almohada. Mientras le colocaba la cabeza encima vio con una punzada de pánico que su rostro parecía estarse poniendo más pálido, y pensó que se estaba muriendo, pero después se dio cuenta de que era el comienzo del amanecer, que justo ahora enviaba sus primeros rayos hacia los campos de la noche, iluminando las tierras altas de un gris claro.

—Darsor —dijo—. Imi se ha escapado.

Nadie puede culparla por dejarse llevar por el miedo ante tales adversarios, dijo Darsor.

—No la estoy culpando —dijo Maerad—. Pero me pregunto cómo podremos encontrarla. ¿Podrías encontrarla tú?

Darsor se puso muy tieso y volvió la vista hacia las tierras altas, olfateando el aire.

Huyó lejos por el miedo, dijo. Estará avergonzada. La llamaré, si cuidáis de mi amigo.

—Lo haré —dijo Maerad—. También es mi amigo.

Darsor piafó el suelo y después le dio un ligero golpecito a Cadvan con la nariz, como si le estuviese susurrando algo en privado. Después se marchó y Maerad vio por fin lo rápido que era capaz de correr: salió disparado como un rayo negro por la carretera, y el golpe de sus cascos resonaba como un trueno.

Maerad y Hem se sentaron a un lado de la carretera y vieron cómo el sol salía sobre las tierras altas. El mundo se fue llenando de color gradualmente, un coro de cantos de pájaros surgió a su alrededor y el horror se fue desvaneciendo. Cadvan continuaba sin moverse. Maerad sacó algo de comida, y Hem y ella comieron, después Maerad tomó la botella de agua y empapó el extremo de su capa para poder lavar las heridas de Cadvan. Ahora parecían más serias, tenía el rostro lleno de cortes y cardenales. Se le había caído una de las pestañas del ojo, y la piel que lo rodeaba estaba desgarrada, pero por lo menos las heridas ya no sangraban. Estaba asustada por la inconsciencia continuada; pensó que debían de haber pasado por lo menos tres horas desde que había caído, y no se había movido ni emitido ningún sonido en todo aquel tiempo.

Removió en su hatillo, encontró el ungüento que él había utilizado sobre el corte de Maerad y le ungió las heridas con él.

—¿Por qué no le das un poco de medhyl? —dijo Hem.

Tomó la botella, y se colocó la cabeza de Cadvan sobre el regazo, le puso la botellita entre los dientes y le mojó la boca. La mayor parte se le escurrió de la boca y le bajó por la barbilla. Cuando ella se inclinó, la joya que llevaba colgada alrededor del cuello se balanceó hacia delante y tocó la cara de Cadvan. Meneó la cabeza con impaciencia para sacarla del medio, pero Hem dijo:

—Mira, está brillando.

Ella bajó la vista y vio que la joya refulgía con un fuego blanco que parecía arder desde sus profundidades. Pensó en Silvia, la dulce curandera que se la había dado. Deseó con todo su corazón que estuviese allí.

—Intenta frotarlo con ella o algo así —dijo Hem—. Podría ser una piedra curativa.

Maerad colocó la piedra contra la frente de Cadvan y después se la frotó suavemente por la cara. «Por favor», volvió a decir mentalmente, «por favor despierta.» No estaba segura de si sería un espejismo provocado por la luz creciente, pero le pareció que el rostro de Cadvan adquiría un poco de color. Animada, volvió a intentarlo. Poco después ya estaba segura de que no era un espejismo, y después, para su regocijo, los párpados de Cadvan se abrieron y la miró a la cara.

—Maerad —dijo. Después se le cerraron los ojos.

—¿Cadvan? —dijo ella, con voz temblorosa.

Él abrió los ojos.

—Por la Luz, me duele la cabeza —dijo—. Supongo que eso significa que no estoy muerto —volvió a cerrar los ojos—. ¿Dónde estamos?

—En algún lugar de las tierras altas —dijo Maerad—. Al otro lado de los Dientes Quebrados. Darsor se ha ido a buscar a Imi —tenía ganas de llorar de alivio, pero pensó que aquella mañana ya había llorado demasiado, y por lo tanto reprimió las lágrimas. Cadvan se quedó en silencio, tumbado con los ojos cerrados. Después, gimiendo, se sentó y se colocó la cabeza entre las manos.

—¿Quieres un poco de medhyl? —preguntó Maerad ofreciéndole la botella.

Él tomó un largo trago, y eso pareció calmarlo, después se volvió hacia su hatillo, sacó una botellita y tomó un trago de ella—. Ortiga muerta y otras hierbas para aliviar el dolor —dijo mirando a Hem y Maerad. Después se tocó la cara.

—Veo que ya me habéis salvado —dijo.

—Recuerdo que solías ser tú el que me salvaba a mí —dijo Maerad—. Pero no sabía cómo despertarte —la voz volvía a temblarle—. Y entonces Hem dijo que esta podría ser una piedra curativa, así que intenté frotarla contra ti, y te desertaste… —se detuvo en seco, conteniendo el deseo de estallar en lágrimas.

Cadvan la miró e intentó sonreír, y después hizo un gesto de dolor.

—Bueno, ahora ya estoy despierto. Tan despierto como puedo estar. Lo último que recuerdo es a un Gluma que me daba latigazos, y detrás del Gluma había un espectro del Abismo, y tras el espectro un regimiento de semi-hombres y más Glumas; y que el espectro me había paralizado y yo no podía hacer nada. Tenía muy mala pinta. Y después recuerdo un montón de sueños malignos —se estremeció y se quedó en silencio. Hem y Maerad intercambiaron una mirada y esperaron.

—Supongo que me has vuelto a salvar la vida —dijo por fin Cadvan—. Ya van tres veces. Comienzo a preguntarme cómo pude sobrevivir hasta ahora sin ti.

—¿Cómo? —dijo Maerad, comenzando a reír.

—Suerte, supongo —dijo—. Aunque puede ser que la vida sea más peligrosa contigo cerca. Dime, Maerad, ¿qué hiciste?

Maerad les contó lo que había ocurrido, y Cadvan se sentó, con los ojos chispeantes. Hem escuchaba en silencio, con el rostro ensombrecido.

Cuando hubo acabado, Cadvan le dio un apretón de manos.

—¡Así que por fin has adquirido el Habla! —dijo—. Y justo en el momento exacto, he de decir. Maerad, nunca había oído que un Bardo hiciese pedazos a un espectro. Y menos a un espectro del Abismo. Tienes un poder del que yo no sé nada; piensa en el Kulag, en el bosque cerca de Ettinor. Y parece que la Oscuridad tampoco lo sabe —después se quedó un rato perdido en sus pensamientos.

Maerad y Hem le dieron un poco de comida y agua, y él masticó con prudencia, intentando que no se le moviese la piel de la cara, y le pegó unos cuantos sorbos al agua de la botella.

—Pensándolo de nuevo, nos tendieron una emboscada —dijo mientras comía—. Los Dientes Quebrados se consideran malignos, pero el lugar no es más que un punto de reunión de semi-hombres y es fácil tratar con ellos. Bueno, bastante fácil. Incluso podríamos habernos enfrentado a los Glumas. Pero no esperaba encontrarme a un espectro allí, y todos sabemos ya lo que pasó al ser así —sonrió con pesar—. No habíamos atravesado Edinur tan desapercibidos como deseaba —dijo—. La Oscuridad tiene muchos siervos. A no ser, por supuesto, que hubiera alguien que dejase un rastro que la Oscuridad pudiese seguir —miró a Hem, y de repente su rostro se volvió frío y severo—. No pienses que puedes mentirme. No puedes. Creo, Hem, que ya es hora de que digas quién eres.