Capítulo III
La visión
Maerad cojeaba, las piernas le pesaban pidiéndole descanso. Una hora después de la salida del sol, cuando la boca del valle se había desvanecido en la cordillera más grande, pero antes de que llegasen al lindar del bosque, Cadvan se detuvo al lado de un bosquecillo de árboles con la corteza blanca. Maerad vio que eran viejos, que tenían unos troncos anchos y llenos de marcas y que crecían cerca unos de otros formando un círculo.
-El abedul es un árbol de grandes virtudes -dijo Cadvan-. Incluso estando aquí, en este lugar podemos dormir en paz. Unos Bardos del norte plantaron esos árboles en tiempos lejanos. El lugar se llama Irigel, el Hogar del Hielo, y los Bardos viajeros duermen aquí. ¡Está bien situado para nosotros!
Pasaron entre los troncos plantados a muy poca distancia entre ellos, y Maerad vio que en el interior la hierba era corta y espesa, formando un blando y fragante suelo en el que uno podía hundirse como en un cuenco.
Las ramas se encontraban y entretejían sobre sus cabezas, y las hojas nuevas filtraban la luz dándole un color verde dorado. Cadvan se sentó, lanzó su hatillo al suelo y estiró las piernas.
-No está permitido hacer fuego aquí -dijo-. Y es una lástima. Tengo los huesos helados.
Maerad se sentó con él cautelosamente. Su dura vida en el castro le habían enseñado a estar alerta ante los hombres: había necesitado toda su astucia y todos sus reclamos al miedo, a la brujería para mantener alejados a los matones de Gilman. Había visto lo que les hacían a otras que eran más débiles que ella. Era sumamente consciente de que estaba solo en un lugar salvaje, totalmente en poder de Cadvan, pero él no era como los hombres a los que había conocido antes, ni tan siquiera como Mirlad, el severo y taciturno cantante de Gilman.
Cadvan la miró con empatía.
—Hay un riachuelo aquí cerca, por si te quieres lavar —dijo—. Te lo enseñaré y te dejaré allí un ratito. Te podré oír si me llamas, en caso de que me necesites. Si no consigues llamarme, grita mi nombre dentro de tu cabeza. Te escucharé.
Maerad asintió y él la llevó a un pequeño arroyo que fluía, limpio y fresco, desde las montañas. Tras unos tojos y zarzas muy altos había un pequeño claro de hierba sea que subía desde una poza, casi como si estuviera hecha para bañarse. Cadvan la dejó, y Maerad se lavó por primera vez desde el día anterior, jadeando ante el agua fría. Se mojó el tobillo hinchado. La torcedura no tenía muy mal aspecto, se recuperaría en un día, más o menos.
Después volvió al lugar en el que estaban los árboles, donde Cadvan había sacado una manta y su lira, todavía envuelta en arpillera, de su hatillo.
También había colocado por allí algo de comida: frutos secos, carne y algo de pan con aspecto duro.
—Come —le dijo—. Yo volveré dentro de un minuto.
Maerad cogió su lira, sacudió la arpillera para quitársela, y la abrazó, a pesar de estar demasiado cansada para tan siquiera puntear las cuerdas.
Cuando Cadvan volvió, diez minutos más tarde, ya estaba profundamente dormida, envuelta en la manta, con la lira en brazos como si fuese un bebé, y la comida intacta. Él sonrió irónicamente y comió un poco de pan.
Después se envolvió en la capa y se durmió.
La despertaron los pinchazos del hambre. El sol se estaba poniendo.
Cadvan estaba sentado de espaldas a ella y se volvió cuando se despertó.
Estaba comiendo y le ofreció algo de cena. Comieron en silencio. Aquella comida sencilla, sazonada solo con su hambre, se quebraba sobre la lengua de Maerad como la libertad, mientras sentía como si todo su cuerpo brillase ante el sabor de la luz del sol, del viento que soplaba en un espacio abierto o de los árboles que elevaban sus cargados brazos hacia cielos sin límite.
Cuando terminaron de comer, Cadvan se limpió las migas de la capa con cuidado casi maniático.
—Ahora, Maerad —dijo sin mirarla—. Tenemos que pensar cuáles son nuestros planes. Yo he de viajar durante cientos de millas, atravesando terrenos peligrosos, y debo ser rápido. Ahora tengo una pasajera pero no por ello más comida. Y me he fijado en que no has traído ni una manta, ni provisiones, ni tan siquiera una muda… solo un arpa, como un verdadero Bardo. ¿Qué haremos?
Maerad lo miró, intentando que su cara no la traicionase.
—¿Cómo voy a saberlo? —dijo—. Tú me pediste que viniese contigo —pero un súbito pánico la asaltó. Realmente ¿qué iba a hacer? No sabía nada ni conocía a nadie. Por lo que ella sabía, toda su familia estaba muerta. No tenía hogar. Y no podía ser nada más que un incordio para aquel hombre, que la había liberado de la esclavitud poniéndose él mismo en peligro. ¿La abandonaría?
Como si le leyese el pensamiento, Cadvan dijo rápidamente: —Por supuesto que no te abandonaré aquí. Pero tenemos que pensar a dónde vamos. Mi camino se dirige hacia Norloch, donde debo transmitir una información al Círculo. Podría llevarte a una Escuela más cercana, en donde podrás descansar, curarte y aprender, o llevarte conmigo a Norloch.
—No pretendía meterme en tu camino —dijo Maerad con un ligero sarcasmo.
—Maerad, los Bardos aprenden que pocas cosas que les afecten son consecuencia de una mera casualidad. Nuestro encuentro parecer tener más peso que eso. Aquellos que tienen el Don son bastantes escasos; haberte encontrado en un establo de vacas, en tales circunstancias, es demasiado extraño. Y dudo que hubiese conseguido salir de aquel valle sin tu ayuda. Todo eso lo tengo claro. También resulta asombroso, en mi mente, encontrarme con un poder como el tuyo, no tutorizado en absoluto.
No me lo hubiera creído si no lo hubiera vivido. Hay muchas cosas que tengo que contarte, muchas cosas que debes saber. Un Don de este tipo es una hoja de doble filo, y poseerlo puede hacerte daño si lo usas incorrectamente. Eres un misterio.
Le sonrió, pero Maerad se limitó a continuar sentada con el ceño fruncido y no le devolvió la sonrisa. Se produjo un breve silencio.
—¿Podría echarle un vistazo a tu lira? —preguntó—. Me ha llamado la atención…
Maerad cogió su instrumento, acariciándolo inconscientemente, y se lo paso. Él lo tomó y lo examinó de cerca, su interés se aceleró, sus largos y esbeltos dedos comprobaron su peso y equilibrio. Pasó la mano por las cuerdas produciendo un suave acorde. Las notas sonaron dulcemente y se quedaron colgando en el aire. Cadvan silbó suavemente.
—Esta lira —dijo—, ¿era la de tu madre?
Maerad asintió. Cadvan continuó sentado en actitud pensativa, dándole vueltas entre las manos, pasando los dedos sobre el grabado.
—¿Alguna vez has tenido que afinarla? —dijo—. Supongo que nunca has tenido que cambiarle las cuerdas.
—No —respondió Maerad—. ¿Debería? No lo sé… Mirlad nunca me dijo…
Cadvan se echó a reír, dejándola atónica.
—Oh, Maerad —dijo cuando recupero el aliento—. ¿Que si deberías haberle puesto cuerdas? -volvió a reír, suavemente, con asombro palpable en su voz—. Este es un objeto más precioso que tus propios ojos. ¿Qué hubiera hecho Gilman si hubiera sabido que un tesoro tal yacía escondido en su pequeño castro? Posee diez veces, no, mil veces, el valor de todo lo que haya dentro de él. Estas liras llevan largo tiempo sin fabricarse, por lo menos desde los tiempos de Afinil. Un gran artesano la talló. No reconozco en absoluto esta escritura, y eso que conozco muchas que han caído en desuso hace mucho. Sin duda es el nombre de quien la fabricó. Los instrumentos como este son conocidos como objetos Dhyllicos y hay una gran potencia entretejida en su fabricación. La virtud que yace en sus cuerdas lleva largo tiempo perdida. He leído acerca de estos instrumentos, pero nunca había visto uno. Se creía que todos se habían perdido. ¡Es un gran enigma —la miró, todavía sonriendo.
Maerad no tenía ni idea de cómo responderle. Estaba estupefacta.
Su humilde lira, ¿un objeto legendario? Pero, poniéndose serio repentinamente, Cadvan se acercó y le dio una palmadita en la mano.
—Debemos ser amigos, si vamos a viajar juntos —dijo—. Y debemos confiar el uno en el otro. No te preocupes por mis provocaciones. Aun así, hemos de decidir qué hacer.
Maerad se miró las manos inquieta y no dijo nada. No sabía qué decirle a aquel hombre: ¿es que quería volverla loca? ¿Cómo podría saberlo?
—En cualquier caso, no nos iremos de aquí esta noche —continuó Cadvan—. Todavía estoy cansado, la verdad sea dicha. Y necesito pensar.
Aquí estamos seguros por el momento. El descanso no nos hará daño a ninguno de los dos. Y tenemos un largo camino por delante, decidamos lo que decidamos.
Abrió su hatillo y sacó una lira.
—De un linaje menos noble que la tuya, pero lo suficiente noble como para mantener su compañía —dijo—. Y todavía fiel, mi primer amor —tocó unos acordes, afinándola, y después punteó una cascada de notas que le rasgaron el corazón a Maerad. Era una canción que ella conocía bien, el principio de la trágica Leyenda de Andomian y Beruldh, que Mirlad le había enseñado muchos años antes. Cadvan comenzó a cantar la parte de Andomian con voz clara y hermosa:
¡Háblame, bella doncella!
¡Háblame y no te alejes!
¿Qué será lo que tu mirada apena
y con tal negrura aflige?
Hizo una pausa mientras punteaba la melodía, y Maerad se dio cuenta de que estaba esperando a que ella replicase. Todavía tenía su lira en la mano, y comenzó a tocar la antifona, cantando la estrofa que daba la réplica. No había tocado un dueto desde la muerte de Mirlad. Continuaron cantando las estrofas alternas de la antigua leyenda. El barítono de Cadvan y el contralto de Maerad llenaban el bosquecillo de música.
Maerad tenía la extraña sensación de que los árboles los estaban escuchando, y se inclinaban hacía delante para oír mejor.
Mi dama yace bien enterrada
son las de mi padre negras salas
lobos y carroñeros ahora guardan
sus arruinadas murallas.
Quédate y cura tu herida
yace sobre la pura roca
de hoy en adelante mi alma escondida
será tuya, te será propia.
La maldición de Karak me liga
son sus cautivos los de mi sangre
he de negar la risa y emprender
la huida hacia sus repulsivos lares…
Maerad se detuvo y vaciló de repente. Cadvan cesó su música, y tras el sonido de las cuerdas al tensarse se produjo un profundo silencio.
Y así se encontraron Andomian y Beruldh, y retomaron su camino hacia las mazmorras del Sin Nombre, y allí murieron, más allá de la esperanza o de la ayuda de la Luz —dijo—. Pero ninguna de las leyendas habla se su pesar —emitió un súbito acorde áspero e impaciente—. Tienes razón, Maerad. Esta no es canción para un lugar así, deshabitado, en la penumbra, en donde los semi-hombres aúllan en la distancia. Tocas bien porque has tenido un buen maestro, está claro, a pesar de que tienes extrañas variantes. Veo que sabes más de lo que decides mostrar. Debería haberlo esperado. Hablaremos de esto más tarde.
Apartó la lira y no habló más durante un rato, ahora tenía el ceño oscuro y preocupado. Maerad se quedó desconsolada, preguntándose si habría sido impertinente u ordinaria. Aquel hombre se escapaba de su conocimiento: parecía mirarla con tolerante ironía, y después, sin ninguna advertencia, le cambiaba el humor y se volvía distante y retraído. No se parecía en nada a los hombres del Castro de Gilman, a los que solo movían impulsos burdos y violentos, no como Mirlad, que era brusco, pero cuya sequedad ocultaba una gran amabilidad. Una intuición le decía que Mirlad era profundamente infeliz, y así excusaba su desilusión y sus extraños estados de ánimo.
Nunca le había hablado de la historia de Annar, ni de la Tradición, ni del Habla, a pesar de que le había enseñado muchas canciones, diciendo con desdén que así pasaban el rato. Al volver la vista atrás, supuso que él tenía tan pocas esperanzas depositadas en que Maerad consiguiese escapar como ella misma, así que intentaba protegerla evitándole soñar, como quizá él si hiciese, con otra vida. Una vida en la que los Bardos y la Canción tenían un honor, y no eran un simple entretenimiento en groseras celebraciones.
Y él había muerto allí. Ahora ella sentía que una nueva compasión la inundaba por la degradación de la vida de Mirlad y su solitaria muerte.
Cadvan, en cambio, era bastante diferente, y mucho menos fácil de intuir.
Parecía más voluble, su rostro era variable y sus pensamientos fluían sobre él como se mecía el sol sobre el agua. Pero paradójicamente también parecía más oculto, lleno de secretos más allá incluso de los que insinuaba. «Quizá», pensó, y «todos los verdaderos Bardos sean así, a la vez más presentes y más remotos». Por lo menos él la había sacado del castro, pese a que no podía pensar en qué debería hacer ahora, excepto seguir a Cadvan. Él mismo había dicho que aquellas tierras eran peligrosas, y ella no tenía ningún conocimiento de los peligros, salvando ser azotada y quitarse de encima a los hombres del Caballero. Sería tan vulnerable como un conejito recién nacido.
Maerad se echó hacia atrás, se apoyó en uno de los abedules y levantó la vista hacia las ramas, que se enroscaban en negro contra el profundo azul de la noche. Unas pocas estrellas tempranas brillaban a través de ellas, joyas blancas atrapadas en una complicada red. «No puedo entender este dibujo», pensó con cansancio. «Pero las estrellas, por lo menos, continuaban siendo las mismas.»
Al final Cadvan le había dicho secamente que debería descansar un poco, y se acurrucó bajo la manta. No le llevó mucho tiempo quedarse dormida, pese al desorden de sus pensamientos.
Maeras se despertó sobresaltada. Durante un instante había olvidado dónde estaba y se preguntó por qué no había sonado la campana. Después un rayo de luz se pasaba entre las ramas le dio en los ojos. Cuando parpadeó, los acontecimientos de los últimos dos días volvieron rápidamente. Se incorporó, frotándose los ojos, y vio que Cadvan ya se había levantado y había dispuesto el desayuno. Había ido al arroyo, y el cabello oscuro le colgaba húmedo sobre la frente.
—Buenos días —dijo, inclinándose—. La señorita de la casa deberá perdonar nuestra comida, que, por desgracia, es la misma que la noche pasada. Pero sana, en toda su monotonía. ¿Querrá mi señora lavarse primero, o después de romper el ayuno?
Maerad se echó a reír.
—Más tarde, creo. ¡Es un desayuno mejor del que estoy acostumbrada!
Comieron en un silencio acompañado. Después Cadvan recogió las cosas.
Maerad envolvió su lira en la arpillera y Cadvan la guardó.
—Tenemos que irnos de aquí hoy —dijo—. He decidido variar mi camino en algún aspecto, e ir a un lugar que conozco a unas sesenta millas de aquí.
A buen paso, y si todo va bien, las cubriremos en una semana.
Necesitaremos provisiones, y tú necesitarás algo de ropa. Los Bardos no somos bien recibidos en todas partes hoy en día, y hemos de disfrazarnos.
Pero creo que no les darán la espalda a unos viajeros necesitados.
Después hizo una pausa, como si no estuviese seguro.
—Y ahora me gustaría pedirte un favor. Maerad, para mí eres un urgente enigma, y tal es la importancia de mi mandado… Quería preguntarte si podría visionarte.
—¿Visionarme? —dijo Maerad—. ¿Qué significa eso?
—Es difícil de explicar, si no lo sabes —respondió—. Pero debo decirte que, si te niegas, respetaré tu decisión y no intentaré darle más importancia. La visión es algo duro, y ningún Bardo la lleva a cabo con suavidad. Significa que deseo mirar en tu interior y ver lo que eres.
—Oh —dijo Maerad. Seguía sin tener ni idea de lo que estaba hablando.
Con reservas, preguntó—. ¿Duele?
—Bueno, si, duele, de alguna forma. Es algo así como si te pidiese que te quitases todas tus ropas y te quedase de pie ante mí mientras te estudio minuciosamente con un vaso de visionar.
Maerad se quedó mirándolo, desconcertada. La mirada de Cadvan era franca y abierta, y no parecía haber engaños en su petición. Aun así, sentía una desazón agitándose en su interior.
—Suena como si quisieras encantarme —dijo con recelo—. ¿Es que no me crees? ¿Es eso?
Él suspiró.
—No es un conjunto, no como tal. Por lo menos no te haré nada a ti, excepto mirar.
Maerad continuó sin decir nada.
—No me gusta pedirlo —dijo Cadvan—. Te saqué de aquel lugar de buena fe, y no te lo pediría si el único que corriese un riesgo fuese tan solo yo.
—¿Y qué pasará si no acepto? —preguntó ella.
—En ese caso no lo haré —dijo Cadvan—. Y continuaremos nuestro viaje —de repente su rostro se volvió inescrutable, y se inclinó para recoger su hatillo.
—¿Qué tendrías que hacer?
Cadvan se detuvo.
—Veré el interior de tus ojos. Miraré en el interior de tu mente. Eso es todo.
—¿Eso es todo? —Maerad lo valoró durante un breve instante. Parecía ser importante para Cadvan. Y ella no creía que le fuese a hacer daño: ya había tenido suficientes oportunidades, si hubiera sido lo que él quería—.
Entonces, de acuerdo —dijo, encogiéndose de hombros—. Si te hace sentir mejor. ¿Qué tienes que hacer?
—¿Estás segura?
—¿Quieres hacerlo, o no? —dijo ella.
Cadvan volvió a dejar caer su hatillo.
—Pues colócate cuadrada ante mí, como hiciste en el establo. Y coloca las manos sobre mis hombros.
Así lo hizo, y él puso sus manos sobre los hombros de ella. Se quedaron en pie cara a cara, y Cadvan la miró a los ojos. Maerad sintió un súbito deseo de reír.
—No te rías, Maerad —dijo Cadvan suavemente—. Vacía tu mente.
Dijo unas palabras en el Habla, muy rápidamente para que Maerad no las pudiese captar. A Maerad le pareció que la luz que los rodeaba oscurecía, y que lo único que podía ver eran los ojos de Cadvan. Eran de un color azul muy oscuro y quemaban con un fuego interno que al principio le pareció frío, y después se dio cuenta de que era cálido en el centro, lo bastante cálido como para quemar. Y ¿qué era la tristeza que había en ellos? Una profunda tristeza, una herida… un rostro muy amado, casi podía verlo… y algo más, una oscuridad, como una cicatriz… Pero luego se sintió súbitamente abrumada por recuerdos de su propia vida: recuerdos que había olvidado o almacenado a presión en la parte trasera de su mente.
Vinieron en avalancha, sin ningún orden ni concierto, casi como si su vida entera estuviese pasando en un solo segundo. Pero algunos de esos recuerdos tenían más fuerza.
Recuerdo tras recuerdo del Castro de Gilman, el agotamiento de los miembros, aburrimiento y dolor, las humillaciones de las juergas y los golpes, jugar con Mirlad cuando era niña y escuchar sus adustas enseñanzas… Su madre, y una anciana de ojos azules que la tenía en brazos, un jardín lleno de flores de dulce aroma… Cantar, música y risas en un gran salón lleno de hombres, mujeres y niños vestidos con hermosas ropas e iluminado con grandes candelabros… Su madre agarrándola aterrorizada, enferma y apenada, dando tumbos en un carromato… Una mesita sobre la que había una gran montaña de fruta…
Su madre cogiendo a un bebé pequeño, su hermano Cai, que reía alegremente e intentaba agarrar una flor roja… La desesperación de su madre y su enfermedad, amarillenta y consumida sobre un palé, con los labios cortados y llenos de úlceras, su voz convertida en un susurro, apartándole el pelo de la cara y diciendo: «Maerad, sé fuerte. Sé fuerte…» y el castañeo de la muerte… Los cuerpos revoloteando en el cielo oscuro y hombres gritando, chillidos terribles, un hombre que ella sabía que era su padre derribado por una maza, cayendo entre muchos cuerpos, y una alta torre ardiendo en la noche y un grito cuando el tejado se venía abajo, enviando hacia adelante una llamarada…
Una angustia insoportable poseyó a Maerad, mayor incluso que la profunda pena que había sentido a la muerte de su madre: era como si todo el dolor que había experimentado se hubiera reunido en un nódulo blanco y caliente en el centro de su mente. Crecía y crecía, una súbita conciencia angustiosa de todo su ser, hasta que ya no pudo soportarlo más. Fuera de su voluntad consciente, gritó «¡No!», y estalló en un torrente de lágrimas hirvientes.
No fue consciente de nada más durante un tiempo. Después de un rato de dio cuenta de que estaba sobre el suelo, sollozando sobre el hombro de Cadvan, y que él le acariciaba el cabello. Sus sollozos se calmaron finalmente y se echó hacia atrás, apartando a Cadvan bruscamente y frotándose los ojos con el dorso de la mano.
Cadvan parecia pálido y angustiado.
—Maerad, lo siento de verdad —dijo—. Lo siento mucho, mucho.
No estaba segura de si lo sentía por haberla visionado o por lo que la visión había revelado. Se sentía agotada, y el comienzo de una ligera jaqueca le latía bajo la frente. Se escondió el rostro entre las manos.
—Ha dolido —dijo con la voz amortiguada.
—No debería habértelo pedido —dijo Cadvan tras un silencio—. Para todo el poder que tienes, no eres más que una niña, e incluso para los más grandes la visión resulta dura. Tenía tantas dudas de si serías un espíritu de la Oscuridad enviando para engañarme…
—¿Engañarte yo a ti? —Maerad levantó la vista sorprendida. Cadvan le sonrió con un rictus.
—Tienes el consuelo de que he pagado por mi duda. El grito que has soltado me ha lanzado hacia esos árboles. He tenido suerte de no haberme roto el cuello.
—¿He hecho eso? —se le quedó mirando, con la boca abierta de asombro.
—De verdad que lo has hecho. Pero no ha sido culpa tuya —puso una mueca de dolor mientras se frotaba la cabeza, y Maerad vio que tenía una marca en la frente—. Necesitas aprender a controlar tu poder.
—Te saldrá un chichón ahí —dijo ella.
—Sí.
—¿Está todo bien?
—¿Que?
—Digo que si esta todo bien.
—Oh, sí —Cadvan le respondió casi distraído—. No hay Oscuridad en ti, si te refieres a eso; lo sé pese a no haber podido acabar con la visión. Si la tuvieses, me hubiera encontrado con diferentes muros y diferentes tipos de rechazo —la miró de una forma extraña. «Casi con timidez», pensó ella—.
La visión es una cosa extraña. No lo he hecho muchas veces. Pero te puedo decir, Maerad que nunca había visionado a nadie con tanta angustia como tú. No volveré a hacerlo nunca con tanta prisa. ¡Por cierto, tú casi me visionas a mí! —meneó la cabeza, y los dos se quedaron allí sentados sin hablar durante un instante. El dolor de cabeza de Maerad la fue abandonando. Se sentía aturdida y vaciada, pero también tenía una extraña sensación de alivio, como se le hubiera cortado un enorme absceso.
Cadvan se puso en pie repentinamente y se sacudió las hierbas. Parecía estar poseído por una nueva resolución, como si todas las dudas que le habían preocupado antes estuviesen ahora resueltas.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo—. El solo ya está alto, y tenemos un largo camino por delante.
Maerad lo miró con los ojos entornados.
—¿Adónde vamos?
—Creo que debo llevarte a Norloch. Pero es un largo camino desde aquí.
Primero debemos encontrar comida, y quizá unos caballos.
Se quedó en medio de los árboles y se inclinó hacia ellos, indicándole a Maerad que hiciese lo mismo. Ella se puso en pie tambaleándose.
—Debemos dar las gracias a los árboles por su hospitalidad —dijo—. Se han portado bien con nosotros —después tomó su hatillo y caminó hacia el exterior del claro.
Maerad se entretuvo un poco antes de abandonar el abrigo de los abedules, para echarle un último vistazo a la primera luz del sol que entraba a través de las hojas primaverales. Pensó que el bosquecillo era el lugar más hermoso que había visto nunca. La luz se dispersaba en destellos en plata y oro sobre el suelo, y las complicadas sombras de las ramas danzaban con los reflejos sobre la hierba suave, que se mecía suavemente en la brisa de la primavera. «Gracias», dijo en silencio, e hizo una reverencia, con la sensación de que era algo extrañamente apropiado, pues los abedules parecían más vivos que la mayoría de los árboles.
Durante un instante casi sintió que estaban a punto de hablarle, y parecían crujir con una ligera tristeza, como si fuesen amigos hacienado un gesto de despedida.