Capítulo XX

La casa de Nelac

Cuatro días más tarde alcanzaron los extensos Prados de Carmallachen, en el centro del Valle de Norloch. Por fin veían cómo Norloch se alzaba alta y blanca sobre los campos, y Maerad se quedó sin respiración; incluso a aquella distancia era más grande y señorial de lo que había imaginado. La ciudadela sobresalía, pared de almena dentro de pared de almena, y sus altas torres se clavaban en el cielo gráciles como lirios, pero orgullosas, poderosas y austeras. En lo más elevado de la cima, la Torre de Machelinor retornaba la luz del sol como un cristal, y la ciudad parecía una corona brillante dominada por una estrella viva. Más allá de la ciudadela se extendía una distancia azul que bien podría ser el cielo, pero que también podría ser el mar que dormitaba bajo una bruma veraniega. Maerad creyó haber oído el débil doblar de una campana vagando sobre las praderas que tenían ante ellos.

Habían cabalgado duramente desde la emboscada en los Dientes Quebrados. Maerad se sentía exhausta tras la batalla con el espectro, pero no había habido tiempo para descansar. Habían pasado una noche en la posada Hardellach, donde el Burdo Colun había suturado las heridas del rostro de Cadvan. Por la mañana temprano del día siguiente habían iniciado un castigador camino a través del Valle de Norloch.

Si la vista de Maerad no hubiera estado nublada por el cansancio, tal vez hubiera disfrutado de la cabalgata. Hacía buen tiempo, no demasiado calor, el cielo tenía un color azul claro y profundo y de vez en cuando oía sobre ellos el débil gorjeo de una alondra que volaba en lo alto, entre las corrientes térmicas del verano, aunque no conseguía verla. Los rodeaba un pacífico y fértil paisaje adormilado bajo una débil neblina cálida; pasaron al lado de muchas casas de piedra delimitadas por exuberantes jardines, asentadas sobre las colinas que miraban hacia el valle.

La carretera iba ascendiendo con constancia, serpenteando entre praderas de abundante hierba que crecía en amplias terrazas, a menudo divididas por arroyos plateados y cubiertas de magníficas hayas, álamos u olmos.

Blancas manadas de reses o rebaños de ovejas con la cara negra pastaban en ellas, o quizá había unos cuantos caballos que dormitaban bajo el sol mientras espantaban a las moscas con la cola. Alrededor de las casitas de piedra gris había unos pequeños campos vallados sembrados de cebada, avena o trigo, con espigas que engordaban bajo el sol maduro; o hileras de color verde oscuro de remolachas o coles, o guisantes que florecían alegremente en rosa y blanco; y por todos lados había verdes huertos de manzanos, almendros y frutas maduras. A veces la carretera atravesaba un bosquecillo y la sombra fresca y moteada les caía sobre el rostro, un bienvenido alivio del calor. Vieron a mucha gente: granjeros con carretas, niños brincando o inmersos en alguna tarea, mujeres que caminaban con enormes cestos de mimbre e incluso un pastor con sus perros, con un rebaño de ovejas que inundaba la carretera como una nube baladora. A veces se cruzaban con jinetes envueltos en capas de los que Maerad pensó que debían de ser Bardos.

Cuando alcanzaron la carretera recta que atravesaba los Prados de Carmallachen, en la mañana del cuarto día, comenzaron a galopar con rapidez. De vez en cuando veían el río Aleph que serpenteaba a muchas millas a su izquierda, brillando bajo el sol. Cadvan entornó los ojos mirando al cielo.

—Creo que este hermoso tiempo cesará —dijo—. El viento está cambiando.

En el momento en el que se acercaban a las murallas de Norloch, a última hora de la tarde, un negro banco de nubes se había extendido por la mayor parte del cielo y soplaba un viento frío. A medida que el sol se iba poniendo en el horizonte se hundía tras las nubes, emitiendo una generosa luz dorada que parecía grabar cada objeto con una claridad surrealista, y parecía que el mundo estuviese conteniendo el aliento. Cercana, la ciudad se alzaba sobre ellos a una altura mareante. Maerad estiró mucho el cuello hacia atrás para mirar, con la sensación de que todo aquello fuese a derrumbarse sobre ella y machacarla bajo el gran peso de la piedra. La carretera conducía a unas grandes puertas de hierro negro, que no tenían relieve alguno salvo unos enormes goznes plateados con forma de llamas rizadas. Sobre las puertas había una torre con un campanario de piedra blanca del que colgaba una inmensa campana de bronce.

—Las puertas se cierran con las campanadas de la puesta del sol. Hemos llegado justo a tiempo —dijo Cadvan—. He enviado un mensaje a Nelac con un pájaro, pero quizá lleguemos nosotros antes que él. Espero que esté aguardando nuestra llegada —se volvió hacia Maerad sin sonreír; las marcas del látigo todavía le formaban lívidas rajas en la cara, y tenía el ojo morado. Ella se asustó al ver el aspecto tan pálido y dolorido que tenía—.

Esta noche habrá una tormenta salvaje, si es que me queda algo de conocimiento acerca del clima.

Atravesaron el arco de la puerta y la sombra oscura de este cayó sobre ellos. El sol ya comenzaba a desaparecer. Ante ellos tenían una ancha calle, a ambos lados de la cual se alzaban grandes edificios de piedra de muchos tipos, el Noveno Círculo de Norloch. Por el otro lado, el Círculo limitaba con un enorme muelle de piedra que se extendía entre acantilados negros, pero Cadvan los guió apartándolos del muelle, subiendo hacia el Octavo Círculo. Unas gruesas gotas de lluvia comenzaron a salpicar la calle, y Maerad se estremeció y se ajustó más la capa que la rodeaba.

Cadvan comenzó a meterles prisa para recorrer la calle, ansioso por llegar a la casa de Nelac antes de que estallase la tormenta y, según le pareció percibir a Maerad, guiado por otra urgencia que no fue capaz de adivinar.

No había tiempo para detenerse y mirar, pero tuvo la confusa impresión de unas anchas calles iluminadas por enormes farolas que emitían una luz extensa y constante sobre grandiosas casas, edificios y posadas. El atardecer se desvanecía rápidamente, y cuando el sol al fin desapareció, escuchó un sonoro doblar de campanas: la gran campana de Norloch señalaba la llegada de la noche y el cierre de las puertas. Después, le pareció que, casi instantáneamente, ya era noche cerrada. Las gotas de lluvia aisladas ahora caían con más rapidez, y se escuchaba el resonar de truenos en la distancia. No pasaría mucho tiempo antes de que la tormenta estallase sobre sus cabezas.

Los caballos subieron raudos los nueve niveles, ascendiendo cada vez, dando rodeos de puerta a puerta. Norloch había sido construida cientos de años antes sobre la cima de una roca que sobresalía más de doscientos metros de un puerto rodeado por escarpados acantilados. A un lado la roca descendía abruptamente hacia el mar, y por el otro se iba inclinando con más suavidad hacia las llanuras de Carmallachen. Sobre esta pendiente se había construido la ciudad. Los Círculos de Norloch eran en realidad semicírculos, que se iban volviendo menos regulares a medida que descendían hacia las llanuras, y sus murallas se extendían de acantilado a acantilado. En el Noveno Círculo, un muro se detenía en el puerto. Era una pequeña cala que estaba rodeada por el precipicio con una estrecha boca, bordeada en el lado de la cuidad, a su vez, por un amplio muelle de piedra.

El saliente de roca original se había reforzado y extendido, y ahora tenía la forma de una fortaleza casi inexpugnable, protegida a un lado por el mar y al otro por las marismas y pantanos del río Aleph. El único acercamiento despejado a la Novena Puerta tenía que hacerse desde el norte, y la otra entrada a la ciudad tenía que hacerse por mar, atravesando la estrecha bahía en la que estaba el puerto, por la que resultaba arriesgado navegar y solo admitía un barco cada vez. Bajo la ciudad había excavaciones y cuevas que se adentraban con profundidad en la roca, en las que se almacenaban provisiones que podrían mantener viva a la ciudad durante muchos meses si era asediada. La guarnición de la ciudad vivía en los Círculos Tercero y Cuarto, compañías de adustos guerreros que se contaban por millares. Incluso en los tiempos de Maninae, cuando hacía mucho que Norloch había perdido su grandeza, era orgullosa y fuerte.

Pasaron sin ser interrogados hasta alcanzar el Cuarto Círculo, donde un hombre vestido con una librea de color azul y plata de la ciudadela los retó. Maerad se ocultó bajo la capucha, repentinamente temerosa de que no les dejaran pasar, y se percató de que Hem estaba completamente escondido dentro de la capa de Cadvan. Pero cuando el soldado reconoció a Cadvan realizó una profunda reverencia y se hizo a un lado, de manera que pudieron pasar, y así fue en cada puerta más elevada. Mientras atravesaban la puerta final que daba al Primer Círculo, por fin estalló la tormenta. El brillante resplandor de un rayo iluminó descarnadamente la prominente ciudadela durante un breve segundo antes de que comenzase a caer la lluvia. Maerad vio cómo unos muros blancos y brillantes se alzaban bien altos en la oscuridad, calles alineadas con árboles, que el vendaval agitaba y golpeaba, y altos pedestales sobre los que había figuras, algunas de ellas recubiertas de oro, que resplandecían, algunas negras en la oscuridad, antes de que la lluvia cayese como una cortina cegadora.

—No estamos lejos —le gritó Cadvan por encima del hombro—. ¡Pero date prisa! ¡No me pierdas! —y comenzó a galopar enérgicamente. Imi, que se movía nerviosa a causa de los rayos, casi se pegó a la cola de Darsor; pese a que las calles estaban bien iluminadas, hubiera sido fácil perderlo bajo la fuerte lluvia y las sombras que se meneaban. Al fin, con las capas chorreando agua, llegaron a la casa que buscaba Cadvan. Tenía una pared alta y blanca que daba a la calle, en la que había una puerta alta con unos grabados en el dintel. Cadvan desmontó y tiró de una pequeña palanca de hierro que había en la pared, que Maerad supuso que debía de estar unida a una campana. Esperaron, poniéndose a cubierto contra un lado de la pared para intentar escapar del viento salvaje, durante lo que pareció una eternidad. En realidad había pasado muy poco tiempo hasta que la puerta se abrió y se encontraron ante un anciano barbudo cubierto por una pesada capa gris que llevaba un farol en la mano.

—¿Quién anda ahí? —dijo escudriñando la oscuridad—. ¡Por la Luz, Cadvan! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Entra, entra, hace un tiempo de perros! —les hizo un gesto con la mano para que entrasen, y guiaron a los caballos por la puerta hacia un gran patio con baldosas de piedra. Por fin estaban protegidos del viento, pese a que todavía diluviaba, ya que la lluvia caía por los canalones de los tejados. El hombre cerró la puerta tras ellos.

—Nelac —dijo Cadvan abrazando al anciano—, ¡cómo me alegro de verte!

—Maerad vio que de repente Cadvan parecía exhausto y grisáceo, como si hubiera estado manteniendo la compostura por pura voluntad y ahora, al haber alcanzado su meta, estuviese al borde del colapso. El anciano se echó atrás, con las manos sobre los hombros de Cadvan, y lo examinó atentamente.

—Y yo me alegro de verte a ti, Cadvan, mi querido amigo. Te he echado de menos. Pero has sido maltratado, según puedo ver —hizo un gesto con la cabeza en dirección a Maerad y Hem—. Alejémonos de este tiempo antes de ponernos a hablar. Venid —los llevó al otro lado del patio, hacia unos establos—. Primero debemos atender a las bestias.

Refugiados en los establos se sintieron repentinamente tranquilos y calmados, y Maerad tomó aliento, reconfortada por el cálido olor a heno y caballos. No dijeron nada más mientras desensillaban a toda prisa y cepillaban a los caballos, dejándolos cómodamente alojados, resoplando ante unos pesebres plenos. Después Nelac los hizo cruzar el patio corriendo, atravesaron más puertas altas y penetraron en un amplio vestíbulo.

Estaba hecho de piedra lisa y tenuemente iluminado por una lámpara plateada suspendida del techo, pero daba sensación de riqueza: de las paredes colgaban tapices de oro hechos de pesados brocados, y Maerad observó que este se abría a muchas estancias. Algunas puertas estaban abiertas, y la luz se desparramaba sobre el suelo de piedra. Escuchó voces que hablaban y, a lo lejos, el trino de una flauta. Se quitaron las capas en el recibidor, todos estaban tan mojados que se quedaron allí de pie sobre charquitos. Cadvan se apoyó contra la pared, tambaleándose ligeramente.

—¡Bien! —dijo Nelac examinando el empapado grupo—. Y estos dos ¿quiénes son?

Cadvan hizo un vago gesto, demasiado exhausto para formalidades.

—Son Maerad y Hem, quiero decir Cai, de Pellinor —Nelac elevó las cejas sorprendido, y durante un segundo su mirada se posó con una extraña intensidad sobre el rostro de Maerad—. Maerad, Hem, este es Nelac. Mi antiguo maestro y un gran amigo.

—Tendremos que daros ropa seca —dijo Nelac—. ¡Brin! —gritó hacia la parte de abajo del recibidor, y un hombre moreno y fornido apareció por una puerta—. Brin, tenemos unos huéspedes inesperados. ¿Podrías prepararles las habitaciones? Tres. Y necesito tres mudas, urgentemente.

Una mujer y un niño —el hombre asintió y desapareció—. Venid a mis aposentos mientras esperamos —dijo Nelac—. Allí dentro se está caliente.

Igual que Malgorn y Silvia, Nelac vivía con sus estudiantes; sus aposentos estaban en el piso de abajo, tras una alta puerta de madera lisa, y se accedía a ellos por unas escaleras que salían del enorme vestíbulo. Nelac los llevó a una gran sala de estar que parecía muy luminosa en contraste con la escasa iluminación de los pasillos. Allí no había tanta grandeza, el cuarto estaba lleno de mesas y cómodas sillas y estanterías cargadas de libros e instrumentos de diversos tipos, y un fuego ardía en el enorme hogar de hierro. Una pared en la que no había ninguna estantería estaba curiosamente pintada, de manera que parecía dar a un bosque habitado por bestias y pájaros maravillosos. Al otro lado la estancia tenía unas puertas acristaladas que se abrían hacia un jardín, que en aquel momento estaba sumido en la oscuridad y la tormenta. Maerad miró a su alrededor, boquiabierta, y vio a un hombre alto y de piel negra que se ponía en pie para saludarlos, con el rostro mudo de asombro. Parpadeó sorprendida: era Saliman.

—¡Cadvan! —dijo—. ¿Qué diantres estás haciendo aquí? Te lo tenías bien callado, no me habías dicho que venias en esta dirección. Podríamos haber viajado juntos. ¿Y también Maerad? ¿Y este quién es?

Cadvan se tambaleó en el umbral de la puerta.

—Bien hallado, Saliman —dijo en voz baja—. Ya pensaba que podrías estar aquí.

Cruzó la estancia dando tumbos y se dejó caer sobre una silla con un mullido acolchado. Maerad vio que temblaba terriblemente.

—Y en bastante peor estado, por lo que veo —dijo Saliman ocultando rápidamente su alarma ante el estado de su amigo—. Estás pálido como una sábana. ¿Quién te he pegado en el ojo? Por no hablar de los latigazos.

¡Te traeré una bebida! —alzó una ceja en dirección a Nelac, que asintió, y se dirigió a un aparador en el que había varios decantadores de vidrio—.

¿Laradhel?

Cadvan asintió. Saliman sirvió un vaso de licor dorado, miró a Maerad y a Hem, y sirvió dos más.

—Sentaos, sentaos —dijo Nelac. Maerad y Hem continuaban de pie en la puerta, inseguros. Maerad, con Hem pegado a sus talones, se acercó a un sofá que estaba contra la pared pintada y se sentó muy erguida en un extremo. Saliman le dio su vaso, y ella bebió mirando a Hem de reojo, que primero le dio un ruidoso sorbo y después vació el vaso por completo. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo y comenzó a relajarse un poco.

—Eso está un poco mejor —dijo Nelac. Miró a Maerad—. ¿He escuchado bien? —dijo—. ¿Ha dicho Cadvan que sois Maerad y Cai de Pellinor?

Hermanos, supongo.

—¿Hermanos? —dijo Saliman mirando a Hem, que le devolvió la mirada descaradamente.

—Sí, es mi hermano —dijo Maerad. Reivindicarlo así todavía le producía una sensación de irrealidad.

Nelac negó con el cabeza, asombrado.

—¡Pellinor! Aunque ahora que te miro bien, puedo adivinar quién era tu madre, Maerad. Estoy seguro de que era Milana, del Primer Círculo. Sois como dos gotas de agua. No conocía igual de bien a Dorn, pero Cai ha salido a él. Los dos tenéis los ojos de vuestro padre.

Hem se retorció, Maerad no era capaz de decir si por incomodidad o placer.

—Me llamo Hem —dijo bruscamente, y después tragó saliva nervioso, como si pensase que le fuesen a pegar por hablar.

Nelac alzó una ceja, pero no hizo ningún comentario. En cambio miró directamente a Cadvan, que estaba absorto en el fuego y no parecía estar escuchando. Maerad le siguió la mirada, comenzaba a sentirse alarmada.

Nunca había visto a Cadvan así. Ni siquiera mientras le suturaban las heridas en la posada, y en aquel trance había considerado que estaba al límite de su capacidad de aguante, tenía un aspecto tan fantasmal, tan gris… Parecía un moribundo. Nelac pareció compartir su preocupación, se acercó a Cadvan y se arrodilló ante él. Este levantó la vista con esfuerzo.

—¿Qué te ha ocurrido, amigo mío? —preguntó Nelac dulcemente. Tomó en su mano el mentón de Cadvan y lo miró directamente a los ojos. A Maerad le pareció que en ese momento Cadvan aparentaba tener diez años, ser un niño dolorido que suplicaba sin palabras un alivio, y se estremeció ante aquella visión. No tenía ni idea de la magnitud del sufrimiento de Cadvan: durante los últimos cuatro días había tenido un aspecto peor de lo normal, pero ella lo había achacado a los latigazos y el cansancio. Lo que ahora percibía era su mente herida, quebrada en la batalla, en las tierras altas.

Ahora se daba cuenta, con una ola de consternación, de que él había vivido una permanente angustia desde entonces, y ella no lo había sabido ver.

—Era un espectro —dijo Cadvan con voz ronca—. Un espectro del Abismo, Nelac. Me tiró al suelo. No había nada que pudiese hacer.

Maerad escuchó la honda inspiración de Saliman.

—¡Un espectro! —miro a Maerad y a Hem, maravillado—. ¿Cómo puede ser que todavía estéis vivos?

Cadvan hizo un gesto con la mano.

—Maerad… —murmuró, Nelac, que parecía sumamente preocupado, alzó la vista bruscamente.

—No hay tiempo para preguntas —dijo—. Podrán responderse más tarde.

Nelac colocó la mano sobre la frente de Cadvan y, mientras Maerad observaba maravillada, vio cómo una radiación plateada lo envolvía, creciendo en intensidad. Cerró los ojos. Poco después, la mano de Nelac brillaba más que cualquier otra cosa en la sala, y el mismo Bardo parecía ser una forma en incandescencia pura, un ser de aire y luz más que de carne. Muy a lo lejos, o en un lugar muy profundo de su mente, Maerad escuchaba una música etérea; creyó que era parecido a campanas o voces puras, pero en realidad no se asemejaba a nada que hubiese escuchado nunca. Los párpados de Cadvan se abrieron y cerraron, y su rostro se vio inundado por una profunda paz.

Hem estaba sentado al lado de Maerad con la boca abierta y el vaso olvidado en la mano. Se quedaron mirando, extasiados, durante un lapso de tiempo imposible de medir; y entonces Nelac espiró y apartó la mano de la frente de Cadvan, y la música radiante se suavizó, se fue atenuando y desapareció.

Con un suspiro, Cadvan abrió los ojos y se reclinó en la silla, mirando al techo. Nelac se puso en pie lentamente, y Maerad se dio cuenta realmente, por primera vez, de que era un hombre anciano, pero no era capaz de adivinar la edad. De repente le pareció profundamente cansado. Se sirvió un poco de laradhel y volvió a sentarse sin decir nada.

—¿Qué ha sido eso? —chilló la voz de Hem, asombrada y alarmada, y Maerad pegó un salto—. ¿Qué ha hecho?

Nelac miró a Hem, divertido pese a su evidente cansancio, pero fue Saliman quien respondió.

—Joven Hem, acabas de ver al más grande curandero de Annar y los Siete Reinos ejercer sus poderes completos. ¡Toma nota! Es algo difícil de ver. Y algo a lo que ha de aspirar un joven Bardo. Y un viejo Bardo también — dijo, alzando el vaso en dirección a Nelac.

—¿Ahora Cadvan se pondrá bien? —preguntó Maerad con un hilo de voz.

Todavía sentía frío por el desasosiego: ¿cómo podía no haberse dado cuenta de lo enfermo que estaba? Volvió a maravillarse ante la capacidad de aguante de Cadvan, los había guiado todo el camino.

Nelac suspiró.

—Sí —dijo—. Ha estado a punto de ser demasiado tarde. Unas horas más y quizá ni tan siquiera yo podría haberlo ayudado. He tenido que profundizar mucho para curarlo. Pero sí, ahora se pondrá bien. Por lo demás, solo necesita dormir —miró a Hem y Maerad—. Y diría que vosotros dos también. Maerad, no sé qué es lo que ha ocurrido. Ya veo que es una historia cruel. De momento lo dejaré estar, podemos hablar mañana. ¿Querríais tal vez daros un baño, cenar y echar un largo sueño?

—¡Un baño! —Maerad se sintió abrumada por una repentina añoranza física—. ¡Eso sería maravilloso! No me he dado un baño desde… desde Innail.

Se escuchó una llamada en la puerta y entró Brin, el ayo de los estudiantes de Nelac.

—Las alcobas están preparadas, Maestro Nelac —dijo.

—¡Estupendo! —dijo Nelac mientras se ponía en pie—. Entonces deberías ir directamente a darte un baño, si lo deseas, joven Maerad. Y tú también, Hem.

—¿Un baño? —dijo Hem, de nuevo con aspecto alarmado—. ¿Qué es un baño?

—O no, como parece ser el caso —dijo Nelac, sonriendo con gran gentileza.

Parecía encontrar a Hem muy divertido—. No es obligatorio, aunque tal vez sea aconsejable. Saliman, ¿podrías llevar a estos jóvenes arriba? Necesito sentarme un rato. Cadvan subirá más tarde, cuando esté listo.

Maerad recogió su hatillo en el vestíbulo, y después Saliman los hizo subir varios tramos de escaleras hacia los cuartos de invitados. Maerad parpadeaba mientras caminaban por los pasillos tenuemente iluminados.

La casa de Nelac era grande e impresionante, con unos techos lo bastante altos como para perderse en la sombra, y por todos lados, talladas en los dinteles de puertas y ventanas, había runas y símbolos: encantamientos ancestrales, les dijo Saliman, para conseguir la prosperidad y sabiduría de aquellos que allí morasen. Estaba escasa pero lujosamente amueblada, y Maerad percibía con frecuencia destellos de oro o brillantes tapices, o llegaban a un descansillo y se encontraban ante una exquisita estatua que resplandecía blanca entre las sombras. Pasaron al lado de muchas puertas a través de las que escucharon murmullos de conversaciones, o instrumentos que eran afinados, o una voz solitaria que practicaba escalas; y se cruzaron a mucha gente por las escaleras, estudiantes de Nelac, supuso ella. Algunos se volvían y se quedaban mirando su estado salvaje. Maerad se preguntó cuánta gente viviría allí. Comenzaba a comprender qué había querido decir Silvia con que Innail era una «humilde casa», pero pensó que sí que prefería la acogedora morada de Silvia a aquella grandeza, que encontraba fría y lúgubre.

—Entonces, Hem de Pellinor, o Cai de Pellinor… ¿cuál es en realidad tu nombre? —dijo Saliman mientras caminaban.

—Hem —dijo Hem con firmeza—. Es Hem.

—¿También te encontró Cadvan? ¿Qué está pasando aquí?

Maerad no sabía qué responder, se preguntó qué querría Cadvan que dijese, y Saliman la miró y se echó a reír.

—Está bien, Maerad, no te sientas como si tuvieses que contarme algo. Ya lo averiguaré más tarde con Cadvan. ¡Pero no puedo parar de pensarlo!

¡Dos de Pellinor!

—Y tú ¿de dónde eres? —exigió saber Hem groseramente—. No de por aquí, me imagino.

Saliman parecía encontrar a Hem tan divertido como Nelac.

—No, Hem. Soy de Turbansk, al sur.

—¡El sur! —el rostro de Hem se iluminó de asombro—. ¿De verdad eres del sur?

La boca de Saliman se retorció.

—Lo soy, sí. De la tierra de las granadas, monos y naranjas más grandes que tu cabeza.

Aquello pareció silenciar temporalmente a Hem, que tenía ahora los ojos como platos. Continuaron sin hablar hasta que llegaron a otro ancho pasillo. Saliman abrió la primera puerta y metió la cabeza dentro.

—Esta parece ser tu habitación, Maerad. Siéntete como en casa.

La alcoba de Maerad era más grande y tenía el techo más alto que su cuarto en Innail, con unas paredes de piedra blanca cubiertas por sencillos tapices azules. El suelo de piedra estaba templado por una alfombra escarlata con un complicado dibujo. Contra la pared había una cama con dosel, y al lado de la ventana había un banco acolchado, sobre el que descansaban un vestido rojo y otras prendas. Un fuego crepitaba tranquilamente en el pequeño hogar.

—El cuarto de baño está en el pasillo —le explicó Saliman. Maerad entró por la puerta y se volvió para darle las gracias, pero él ya se estaba alejando por el pasillo, enseñándole su cuarto a Hem. Ahora Hem ya charlaba libremente: parecía gustarle Saliman, o por lo menos no se sentía tan intimidado por él como se sentía por Nelac. Maerad cerró la puerta con cuidado, dejó el hatillo en el suelo y se sentó completamente quieta en el banquito que había al lado de la ventana. El cabello le caía sobre la cara, todavía húmedo por la tormenta, y se lo echó hacia atrás mientras miraba cómo la lluvia golpeaba el oscuro vidrio de la ventana. Se daría un baño y se cambiaría, pero antes tenía que deshacer su hatillo.

Sacó sus pertenencias, se colocó la lira sobre el pecho y dejó el gatito y la flauta de junco sobre la repisa del hogar. Cuando levantó la flauta, el anillo con los lirios de oro tallados relució ante la luz del fuego, y pensó en Ardina, que en sus diferentes apariencias de Elidhu y Reina le había dado los dos regalos, la rústica flauta y el exquisito anillo. Se preguntó, por primera vez, qué significarían. Ardina, estaba segura, tenía poco que ver con la Luz; pero con toda seguridad no era malvada. De alguna forma estaba fuera de aquellas leyes humanas —libre, extraña y peligrosa— y aun así llamaba a Maerad de los suyos. Sintiéndose agitada por sus pensamientos, y demasiado cansada para seguirles el hilo, Maerad dejó el libro de Dernhil sobre una mesita, al lado de la lámpara en forma de lirio que estaba allí colocada. Durante un segundo lo miró con tristeza, recordó vívidamente el rostro serio de Dernhil, inclinado sobre su mesa, escribiendo algo. Entristecida, volvió a la tarea de deshacer el hatillo. No sabía qué hacer con su equipo de lucha, pero cuando miró en la cajonera, vio que había espacio de sobra para guardarlo. La cajonera contenía prendas suaves y cálidas como las que había llevado en Innail, y la madera tenía un olor dulce, que impregnaba las ropas de su aroma.

Tomó el vestido carmesí, que estaba hecho de una lana muy suave y de primera calidad, del banquito de la ventana y caminó deprisa por el pasillo en busca del cuarto de baño. No había nadie. Se preparó un baño caliente, echando una generosa cantidad de aceites en el agua, y se metió dentro con una sensación de éxtasis. Durante un instante se permitió sencillamente relajarse para vaciar su mente de todo excepto el puro placer del agua caliente. Pensó que sería mejor no entretenerse y, mucho antes de estar lista, salió de la bañera, se puso el vestido carmesí y volvió a su alcoba.

Con la tempestad que rugía en el exterior, esta parecía muy agradable y acogedora. Tras la castigadora cabalgata de los últimos días no le apetecía moverse en absoluto; se quedó sentada al lado del fuego y escuchó cómo la tormenta arrojaba puñados de lluvia contra la ventana, iluminando su oscuridad con los destellos blancos de los relámpagos. Por fin estaba en Norloch, pero se sentía demasiado cansada para pensar, o incluso para tener ninguna sensación de triunfo; más que cualquier cosa, sentía una extraña y persistente inquietud. Norloch era noble y grandioso, y aquello la intimidaba; por otro lado, le gustaba mucho Nelac. ¿Por qué tenía, entonces, aquella sensación de duda?

Saliman llevó a Maerad y a un Hem que no paraba de bostezar escaleras abajo, al comedor de Nelac, donde había comida dispuesta sobre una mesa. Hem llevaba ahora un sencillo chaleco de lana teñida de azul y unos bombachos de fuerte algodón, en lugar de las prendas harapientas con las que había llegado, pero le quedaban demasiado grandes, y todavía iba descalzo. Estaba claro que no se había bañado.

—Tendremos que conseguirte unas ropas que te vayan bien, ¿eh, Hem? Y unos zapatos —dijo Saliman mientras lo examinaba. Hem levantó la vista, sorprendido: simplemente se conformaba con llevar ropas cálidas, y Maerad tuvo la impresión de que nunca había tenido zapatos—. Y también te iniciaré en el baño.

—Yo no —dijo Hem, meneando vigorosamente la cabeza—. Yo ya estoy bien así.

—Seguramente seas de un color bastante diferente bajo toda esa porquería —dijo Maerad reflexiva.

—Sí, blanco como la nieve —dijo Saliman con fingida seriedad—.

Probablemente tenga el cabello rubio.

Hem encorvó los hombros y caminó ante ellos sin responder. Maerad le dirigió una mirada risueña a Saliman.

—Tienes un gran desafío por delante, si de verdad quieres lavarlo —dijo.

—Estoy impertérrito —dijo Saliman echando la cabeza atrás heroicamente—. ¡Ni tan siquiera Hem intimida a Saliman de Turbansk!

Cadvan no estaba presente en la cena; Nelac dijo que se había ido a la cama. Maerad tenía mucha hambre, pero unas negras olas de cansancio continuaban rompiendo en su interior. Sentía que si no se acostaba pronto, sencillamente se quedaría dormida en la mesa. Hem comió con ansia, y no fue capaz de ocultar su cara de incredulidad cuando le ofrecieron repetir. Cuando hizo el intento de pedir más y no le dijeron que no, su incredulidad se volvió cómica. Consumió, pensó Maerad, una cantidad de comida imposible: probablemente se pondría enfermo. Comió por lo menos cuatro veces más que Maerad, en el tiempo que a ella le había llevado acabar un solo plato.

Mientras comían, ni Saliman ni Nelac les preguntaron por sus aventuras.

Saliman les contó historias de su tierra; sus fuertes y esbeltas manos de músico hacían dibujos en el aire, sus dientes destellaban blancos cuando reía. Hem estaba embelesado, masticando ruidosamente, tenía la cabeza llena de imágenes de torres de tejados dorados y mercados de frutas, puestos de seda y animales extraños y exóticos. No era capaz de apartar los ojos de Saliman, y cuando el Bardo interceptó su mirada y le sonrió se ruborizó terriblemente y se puso a mirar hacia la sala.

En el comedor de Nelac había muchos objetos curiosos: un globo de cristal grabado con extrañas runas; curiosos y complicados instrumentos hechos tal vez para medir u observar; y una estantería llena de grandes libros encuadernados en cuero con los títulos estampados en dorado sobre el lomo. Había una alta pila de rollos de pergamino y manuscritos de papel sobre una mesa colocada contra la pared. Sobre un estante había toda una colección de diferentes tipos de piedras: cristales de cuarzo y amatista, ágata pulida, jade y ámbar. Otra contenía unas enormes y exóticas caracolas marinas con extrañas puntas y cuernos, moteadas de marrón y rosa, y un nautilo perfecto, con unas complicadas espirales delicadas como el papel. Una lámpara dorada que colgaba sobre sus cabezas dejaba caer una suave luz. Maerad pensó en el estudio de Dernhil: aquel cuarto parecía aún más desordenado que el suyo, pero de la misma manera, sentía como si bajo aquel caos yaciese un propósito oculto.

—Perdonad el desorden de mis aposentos privados —dijo Nelac al percibir las miradas de Hem—. Parece que nunca tengo espacio suficiente para mis trabajos, y se esparcen por toda la habitación.

—A mí no me parece desordenado —dijo Maerad y después, a su pesar, se puso roja. No era capaz de deshacerse de sus reticencias en presencia de Nelac, pese a que no le daba miedo. No se parecía a nadie que hubiese conocido antes, y sentía lo lejos que él estaba de su experiencia; ni tan siquiera ante Ardina se había sentido así de cohibida. «Quizá sea porque Ardina era un poco como yo», pensó. «Y eso era lo que quería decir con que era de los suyos.» Pero aun así quería saber qué le había ocurrido a Cadvan.

—¿Está bien Cadvan? —preguntó cuando acabó de comer.

Los ojos de Nelac eran oscuros y de alguna forma no tenían edad, y la mirada que le dirigió a Maerad era casi tan profunda como la de Ardina.

—Cadvan estará pronto bien —dijo—. He tenido que utilizar todos mis poderes curativos, pero he arreglado todo lo que estaba roto en su interior, como si nunca hubiera sido herido. Ha sido más que un conjuro de recomposición. Ahora ya solo está enfermo de agotamiento, y un largo descanso curará eso.

—Pero ¿qué le pasaba? —miró a Nelac, la consternación volvía a despertarse en su interior—. No percibí que le pasase nada, vaya, aparte de estar cansado, y los latigazos…

La mirada de Nelac estaba cargada de tierna comprensión y Maerad bajó la vista hacia la mesa. Su fina percepción le producía desasosiego.

—Cadvan es un Bardo de voluntad extraordinariamente fuerte —dijo amablemente, con una breve sonrisa, como si estuviese recordando algo lejano—. Si desea mantener algo oculto, es prácticamente imposible averiguarlo. Cuando llegasteis aquí estaba al borde de la muerte. Había sido vencido y roto por un poder maligno, pese a haber abierto todo su poder. Esto es algo doloroso para un Bardo; y cuanto más grande es el Bardo, más doloroso resulta. Y Cadvan es un Bardo muy grande. Aunque las heridas físicas se curasen, estaba enfermando y consumiéndose.

Maerad se quedó en silencio, asustada ante la idea de Cadvan muriendo.

Le tenía por alguien de alguna manera invulnerable.

—He de decir que me siento lleno de curiosidad —dijo Nelac tras una pausa—. ¿Cómo puede ser que no os hayan matado en el acto? Y ¿quién sería el espectro? Han pasado muchos siglos desde que se supo por última vez de uno en Annar.

Un temblor sobrecogió a Maerad mientras la figura torva del espectro se le aparecía vívida en la memoria.

—Dijo que se llamaba Sardor —dijo ella.

—¿Sardor? —de repente a Nelac se le ensombreció el rostro—. Fue encadenado hace muchas eras. Hubo un tiempo en el que se aparecía en los Dientes Quebrados, en las tierras altas de Edinur, su montículo funerario; pero los Bardos lo limpiaron tras el Silencio, y solo permaneció su sombra. Un negro recuerdo de una maldad anterior, pero un recuerdo al fin y al cabo. Fue allí donde os asaltó, supongo. Una vez fue un poderoso rey, en los tiempos oscuros. Es una terrible noticia que una maldad tan grande vuelva a caminar sobre estas tierras.

—No creo que vuelva a hacerlo —dijo débilmente Maerad, y en aquel momento le temblaban las manos y comenzó a sentir un estruendo en los oídos—. Lo ataqué, ardió y desapareció.

Nelac y Saliman se quedaron mirando a Maerad atónitos.

—¿Tú lo atacaste? —dijo Saliman. La incredulidad se le filtraba en la voz.

Miró a Nelac, que observaba a Maerad sombríamente bajo sus gruesas cejas.

De repente Maerad sintió que no podía soportar la incredulidad de los Bardos, no en aquel momento, no en aquel lugar, no aquella noche. Se agarró las manos para hacer que dejasen de temblarle.

—Nadie lo vio —dijo—. Cadvan estaba inconsciente. Pensaba que Hem estaba muerto. Nadie me vio hacerlo. Pero lo hice. Podéis creerme o no — los miró desafiante y vio que Nelac la miraba fijamente. Le sostuvo la mirada, negándose a ser intimidada. Al final él se movió, apartó la vista y se pasó las manos por la frente. Para sorpresa de Maerad, parecía inmensamente triste.

—Te creo —dijo.