Capítulo XXII
El Primer Círculo de Norloch
Hem estuvo ocupado durante toda la mañana siguiente, Maerad ya no lo volvió a ver después del desayuno. Saliman estaba encargándose de él.
—Un baño, un corte de pelo y ropa de su talla, y no lo reconocerás — murmuró Saliman mientras desayunaban.
—Te estás tomando su bienestar muy a pecho —dijo Maerad sonriendo.
—Sí, así es —dijo Saliman, repentinamente serio—. Me gusta tu Hem, por mucho que se comporte como un mono. Algún día será un buen Bardo si aprende las cosas adecuadas. Y debería comenzar ya.
A medida que avanzaba el día hacia el Consejo, que estaba convocado para la campana de media tarde, Maerad se iba poniendo más y más nerviosa.
No tenía nada que hacer: Hem, Saliman, Cadvan y Nelac estaban fuera. Se puso a caminar por el Primer Círculo, pero halló que no podía visitar nada, paseó hasta la Biblioteca, pero se sintió demasiado intimidada por las severas miradas de los bibliotecarios y no pudo echar un vistazo como es debido, y además, aquello conjuraba recuerdos de Dernhil, que confundían sus ya desordenados sentimientos. Brin, el ayo de la casa de Nelac, le trajo el almuerzo a su cuarto, ya que todo el mundo continuaba fuera. Después intentó leer algunos de los libros que tenía en la habitación, pero no era capaz de concentrarse. Media hora antes del Consejo se hallaba en tal estado que apenas podía hablar.
Cadvan le había advertido que se vistiese con formalidad y llevase la espada y el broche. Sola en su alcoba, se puso el largo vestido carmesí y se ató el cabello en una trenza, con los dedos temblorosos. Apenas fue capaz de colocarse el broche, y cuando intentó colocarse la espada, Irigan, la dejó caer, y el estrépito que montó la vaina la hizo pegar un salto. Cuando Cadvan llamó a su puerta, vestido de negro y plata con la espada a un lado, le echó un vistazo a su rostro blanco y le tomó la mano.
—Maerad, aunque no lleguemos a ningún lado con este Consejo, no será culpa tuya —dijo—. ¡Recuérdalo bien! ¡No todo depende del Primer Círculo!
Maerad respondió con una débil sonrisa. Cadvan la miró un poco más de cerca.
—Solo son Bardos —dijo con dulzura—. ¿Por qué tienes tanto miedo? Ya te has enfrentado antes a Bardos, y a cosas peores. ¡Vaya, no es esta la Maerad que yo conozco!
Maerad asintió e intentó parecer más valiente. Miró el rostro estropeado de Cadvan: se había enfrentado a la muerte sin acobardarse. Un montón de Bardos viejos no resultaban ni por asomo tan atemorizadores. Se sintió ligeramente tranquilizada, pero seguía sin poder controlar la profunda aprensión que sentía en el pecho, o el tembleque de las rodillas. Deseó que sus piernas temblorosas estuviesen totalmente ocultas por el vestido. Sin decir nada, con una sensación de fatalidad, siguió a Cadvan por el pasillo.
Cuando se cruzaron con los estudiantes de Nelac por las escaleras, volvió la cara para no tener que saludarlos. No se sentía capaz de hablar.
Se encontraron con Saliman en el piso de abajo, y juntos dirigieron sus pasos a la Torre de Machelinor, la más alta y hermosa en aquella ciudad de torres altas y hermosas. En la base había un solo edificio con cúpula, el Salón de Cristal de Machelinor, y penetraron en él por unas anchas puertas repujadas en oro, justo en el momento en el que la campana de la hora doblaba en la torre que tenían sobre ellos.
Maerad contuvo el aliento al entrar. Su primera impresión fue la de un destello de luz cegadora, una fuente de un gran poder. Aquel era el centro de la Luz en Norloch, en todo Annar, y su fuerza le latía en la orejas, mareándola. Meneó la cabeza intentando aclarársela, y miró a su alrededor.
Era el salón más hermoso que había visto nunca. El suelo estaba hecho de piedra pulida, de color blanco perla, rosa y negro, con runas doradas insertadas por todo su perímetro. El cénit del techo era de cristal, y la luz entraba a raudales por unos ventanales colocados en lo alto de las paredes blancas decoradas con sencillez, llenando el bien ventilado espacio de resplandor. Al lado de las paredes había unos pedestales negros sobre los que estaban colocadas unas curiosas estatuas, algunas eran claramente Bardos, otras unas figuras de una belleza sobrenatural que apenas parecían humanas. Estaban hechas de mármol o bronce o esculpidas en una sólida roca de cristal, y todas estaban recubiertas por un dorado brillante que reflejaba la luz en rayos parpadeantes. En el extremo más alejado de la sala había más puertas doradas forjadas con complicados diseños de pájaros danzando entre árboles de llamas. Estas estaban cerradas, tras ellas yacía la escalera de caracol por la que se accedía a la Torre de Machelinor, que ascendía en un único tramo, de modo que quien subiese hasta su majestuosa altura se hallaría trescientos metros por encima de los prados de Carmalachen. Los dotados de vista de Bardo podían ver hacia el este el reino de Annar al completo, hasta el Osidh Annova, o volverse hacia el oeste y observar la extensión inconmensurable del océano; y así los Primeros Bardos de Annar veían una buena parte de lo que acontecía en los reinos de Annar y los Siete Reinos. Por aquella razón a la torre también se la conocía como Dancsel, o Vista Lejana, pese a que en el habla del norte aquella frase también podría significar Corazón Frío.
Pero la mirada de Maerad se vio atraída al centro del salón, donde el suelo se elevaba formando un estrado circular sobre el que había una enorme mesa tallada en piedra negra. La mesa y las sillas de piedra que la rodeaban eran de una sencillez absoluta, sin ningún tipo de decoración.
Sobre ella había colocadas copas de oro y un pichel dorado, y en el centro había un enorme cristal natural de adamante, que era el único objeto de entre todos los que allí había al que no habían dado forma manos humanas; la luz del salón lo atravesaba y se descomponía por las paredes formando arcos iris parpadeantes, y en su centro habitaba un fuego blanco.
La sensación de consternación de Maerad se fue haciendo más profunda a medida que los tres se acercaban lentamente a la mesa. Parecía un larguísimo camino, y sentía los pies pesados de desgana.
Vio que allí había nueve figuras sentadas. Deberían parecer diminutos en aquel inmenso espacio, si no fuera por la sensación de poder que emanaba de ellos, que se hacía más fuerte a medida que se aproximaba. Había bastante menos gente allí sentada del número de sillas, de modo que cada Bardo estaba sentado solo, con una silla vacía a cada lado. Maerad tragó saliva y miró a Cadvan. Su rostro era indescifrable. Se le había quedado la boca completamente seca. Combatió un súbito y fuerte impulso de salir corriendo del Salón, del Primer Círculo, de toda Norloch. Pero continuó avanzando con paso constante.
Al final Maerad alcanzó la Gran Mesa del Primer Círculo de Norloch.
Cadvan, Saliman y ella se quedaron al lado de la mesa mientras los Nueve Bardos del Primer Círculo los observaban en silencio. Maerad estaba segura de que, en aquel silencio absoluto en el que había quedado sumido el Salón cuando cesaron sus pasos, los fuertes latidos de su corazón debían de resultar audibles para todos los allí presentes. Se miró los pies, intentando desesperadamente reunir todo su disperso juicio. Sentía como si una fuerza que golpeaba el Salón de Cristal no le permitiese ver ni pensar, toda su conciencia se veía disuelta en el corazón latente de la Luz.
Escuchó que alguien se levantaba y hablaba. «Debe de ser Enkir, el Primer Bardo», pensó. Su voz era glacial y clara.
—Bienvenidos al Consejo del Primer Círculo de Norloch, Saliman de Turbansk y Cadvan de Lirigon —dijo la voz. Y después adoptó un tono de ira o rencor mal disimulado—. ¿Y quién es esta otra a quien osáis traer aquí, al mismísimo sanctórum de la Luz?
Maerad escuchó cómo la voz de Cadvan resonaba con confianza a su lado.
—Mis señores, Bardos del Primer Círculo, deseo presentaros a mi estudiante, Maerad de Pellinor.
Cuando Cadvan dijo su nombre, Maerad arrancó los ojos de los pies de mala gana.
Directamente ante ella, al otro lado de la mesa, había un Bardo alto y delgado vestido con una túnica blanca. La miraba directamente a ella, y se le veía un pellizco blanco en los agujeros de la nariz a causa de la ira.
Tenía una nariz feroz y aguileña situada entre unos ojos oscuros y llameantes, y unos profundos surcos entre la nariz y la boca. Su frente era ancha y blanca, y también estaba llena de profundas arrugas. Era un rostro orgulloso e inteligente, implacable como el de un halcón en el momento de detenerse para cazar un conejo; pero era frío, como nunca lo es el de una bestia, y bajo la frialdad Maerad percibió una amarga crueldad. Así vio por vez primera Maerad a Enkir, Primer Bardo de Norloch, y cuando sus miradas se encontraron, se vio dominada por una sensación de vértigo y sintió que las rodillas le fallaban y la vista se le nublaba.
Conocía aquel rostro. Ya lo había visto antes.
El mundo se hizo pedazos a su alrededor y comenzó a dar vueltas arremolinándose en una tormenta de confusas imágenes. Maerad se derrumbó en el suelo, pero no fue consciente de que Cadvan y Saliman se inclinaban hacía ella alarmados, ni del murmullo consternado de los demás Bardos.
Las torres de Pellinor ardían.
La propia oscuridad parecía estar chillando. Se produjo un caos sonoro: el rugido de las llamas, el crujido de la piedra y la madera combándose y derrumbándose, gimiendo, el sonido metálico del metal chocando contra metal. Maerad cerró los ojos apretando con fuerza, pero el ruido continuaba y continuaba. Sollozó de terror.
Alguien la llevaba en brazos. Su madre. Ella apretaba la cara contra el hombro de la madre, respirando su cálido aroma para bloquear el hedor acre del humo y otro olor, desconocido y mucho peor, el tufo de la sangre.
La iban sacudiendo hacia arriba y hacia abajo, dolía.
—No llores, Maerad —le susurró su madre al oído—. Esta es mi niña valiente —miró hacia el rostro de su madre, que brillaba blanco en la oscuridad. Milana no tenía miedo. Tenía la cara sucia de ceniza, sombría por la desesperación y el dolor. Pero no tenía miedo. Era dura y hermosa como el adamante. Maerad se tragó las lágrimas.
—¿Qué le ha pasado a mi papá? —susurró.
El rostro de Milana se retorció de angustia.
—Ya hablaremos más tarde —dijo.
Pero Maerad sabía lo que le había ocurrido a su padre. Había visto cómo lo descuartizaban dentro de las murallas de Pellinor, cuando los hombres crueles habían atravesado violentamente la puerta con teas en llamas y espadas negras.
—Y ¿dónde está Cai?
—Cai está con Branar —dijo Milana entre jadeos. Branar era un amigo de su padre—. Nos encontraremos con ellos en las Cuevas de Linar. Sé valiente, mi pequeña. Tenemos que estar muy calladas.
Pronto estaban corriendo por las calles exteriores de Pellinor: unas diminutas callejuelas adoquinadas inquietantemente vacías. El sonido de las llamas estaba ahora apagado, pero estas todavía arrojaban sombras rojas parpadeantes sobre ellos: la torre más alta de Pellinor estaba ardiendo. Los pasos de Milana hacían demasiado ruido, resonaban contra las paredes. Un rato después, Milana dijo: —Tengo que bajarte. Me duelen los brazos. ¿Puedes correr? —Maerad asintió, y Milana la agarró de la mano y corrieron juntas. Maerad sentía como si le estuviesen atravesando el pecho con cuchillos, pero aun así continuaba corriendo.
Doblaron las esquinas y daban vueltas, Milana siempre se detenía en seco y echaba un vistazo a su alrededor, y después salían disparadas por la calle, pero no veían a nadie. ¿Dónde estaba todo el mundo? Ahora Maerad estaba demasiado asustada para llorar. La mano de Milana se le clavaba en la suya, y la sacudió para aflojarla, pero Milana no se dio cuenta.
Por fin alcanzaron la meta de Milana, una pequeña y sólida puerta en el muro exterior de Pellinor que Maerad nunca había visto. Estaba completamente oculta por un velo de hiedra, Milana apartó los zarcillos a toda prisa y, tras rebuscar en su cintura, sacó un manojo de llaves de hierro. Las repasó jadeando, y por fin encontró la adecuada, que metió en el agujero de la cerradura y la giró con las dos manos. Descorrió el pestillo y la abrió de un empujón. Cedió con un sonoro crujido, y ella miró a su alrededor. No había nadie. Arrastró a Maerad al otro lado y empujó la puerta para cerrarla tras ella.
Pero había alguien esperando al otro lado de la puerta.
—¿Adónde vas, Milana de Pellinor? —una sombra alta surgió de las tinieblas. Milana contuvo un grito y apretó a Maerad contra ella. Esta oyó el silbido del metal cuando Milana sacó la espada. La voz rió por lo bajo.
—No pienses que una espada puede herirme.
—Enkir —la voz de Milana tembló de alivio, y entonces esta se irguió más y la oscuridad a su alrededor se iluminó con una luz plateada, que Milana irradiaba suavemente—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Te he preguntado adónde ibas —dijo Enkir bruscamente. Maerad echó un vistazo fuera de la capa de su madre: la luz hacía brillar débilmente al Bardo, de modo que podía ver su rostro perfilado en plata. Sus ojos estaban perdidos en la oscuridad, y unas sombras negras esculpían su rostro.
—¿Es asunto tuyo? —dijo ferozmente Milana—. ¿Acaso estás ciego? ¿Acaso estás sordo? ¿No sabes lo que ha ocurrido?
—He pensado que intentarías huir de aquí. Los caminos secretos de Pellinor no me son desconocidos —Enkir dio un paso adelante, mirando a Milana a los ojos—. Quiero a tu hijo. Ahora. ¿Dónde está?
Maerad, pegada a su madre, sintió cómo esta se quedaba muy quieta. No respondió, pero la luz que la rodeaba se volvió más brillante. Tras dejar caer la espada, Milana puso las manos en alto, y Maerad sintió el zumbido de su poder en la cabeza. Sintió, casi como el choque de las espadas, que la voluntad de Enkir respondía; el choque entre las dos fuerzas la atravesó con un escalofrío. Milana dio un paso atrás, con los ojos muy abiertos a causa del asombro.
—¡Así que fuiste tú quien los dejo entrar! —gritó con voz ronca— ¡Estúpido traidor! —volvió a extender las manos y una bola de luz golpeó a Enkir.
Durante un segundo pareció que este iba a caer, pero se recompuso y comenzó a avanzar lentamente hacia ella, con el rostro repentinamente frío.
—No, Milana —dijo Enkir con una sonrisa cruel—. Tú eres la estúpida.
Todos tus insignificantes poderes Bárdicos no sirven de nada contra mí.
Puedo aplastarte como a una hormiga —se echó hacia adelante y bufó salvajemente—.Vuestros días han terminado, Bardos, se acabaron esos balbuceos infantiles sobre el Equilibrio y farfullar vuestras necias canciones. He visto el futuro; sé lo que es. Solo los que tengan juicio sobrevivirán.
—¡Estás loco! —jadeó Milana. Pero entonces Enkir agarró a Maerad, arrancándola del abrazo de Milana tan repentinamente que las uñas de su madre le arañaron su mano. La niña chilló; los dedos de él le inmovilizaron el brazo como si fuesen de acero. Sintió algo frío en el cuello y volvió a gritar.
Enkir le sostenía un cuchillo sobre la garganta.
—Dime dónde está el niño —dijo Enkir—. O le corto la garganta a la niña.
—No lo sé —dijo Milana desesperada—. No sé dónde está.
—¡Tengo prisa! No me tomes por imbécil. Sabes dónde está. Sé que no está en Pellinor —Enkir apretó más el cuchillo sobre la garganta de Maerad, y esta sintió que la cortaba; un hilillo de sangre comenzó a resbalarle por el cuello—. Dímelo, o la niña morirá ahora mismo.
Milana estaba blanca y quieta, la luz de su interior se desvanecía.
—Nos matarás a las dos de todas formas —dijo con frialdad, tras un largo silencio—. No, no te lo diré.
Maerad le dirigió a Milana una mirada de desesperación. ¿Iba a dejarla morir sin más?
Enkir se detuvo, como si por un momento no supiese qué decir. Después comenzó a reír por lo bajo. A Maerad se le puso la piel de gallina.
—No, Milana, no te mataré —dijo—. Tampoco deseo matar al niño. Y también soltaré a la niña. Ven, puedo ser un hombre razonable.
Milana escupió al suelo.
—¡Esto es lo que merece la palabra de un traidor!
—No matarte me divertiría. Eso debería tranquilizarte. Incluso podría ganarme unas monedas con el trato —Enkir hizo una pausa—. Y podrías tener a tu hija. Que de otra manera moriría, lenta y dolorosamente, ante ti.
—¡No! —chilló Maerad—. ¡No dejes que me haga daño!
El rostro de Milana se contrajo por la agonía de la indecisión.
—¡Devuélvemela! —dijo de repente.
—¡Dime dónde está el niño! —apretó más el cuchillo, que volvió a cortar a Maerad, y esta comenzó a sollozar. Miraba a su madre desesperada, aterrorizada porque no iba a decirlo, porque iba a permitir que aquel hombre la matase.
El rostro de Milana se arrugó.
—Lo han llevado a las Cuevas de Linar. No sé si está allí —durante un segundo había perdido su autocontrol, y se ocultó la cara entre las manos.
Se produjo un horrible momento de silencio, y entonces Maerad sintió que la presión de hierro de Enkir se aflojaba, y este la empujó hacia su madre.
Se acercó a Milana dando tumbos y se agarró a sus piernas, entre histéricos sollozos.
—¿Lo ves, Milana? —dijo Enkir tranquilamente, con un malvado tono triunfal en la voz—. He mantenido mi palabra. Ahora tengo ganas de ver si tú has mantenido la tuya.
Dio una zancada hacia delante y agarró a Milana por la barbilla, forzándola a mirarlo a los ojos. Maerad levantó la vista presa del pánico.
¿Qué le estaba haciendo a su madre? Los ojos de Enkir lanzaban llamas rojas, y Milana no parecía capaz de moverse, miraba transfigurada sus ojos centelleantes y se estremecía por completo. De repente se derrumbó, y toda la luz que había en ella desapareció. Maerad se quedó temblando al lado de Milana, mirando a aquel hombre alto estupefacta. Este se quedó ante el cuerpo inerte de Milana, con el rostro brillante de sudor. Ignoró a Maerad por completó, como si no estuviera allí.
—Este es tu fin, Milana de Pellinor —dijo, respirando pesadamente—. He aquí una buena lección. ¡Qué fácil es romper a tu mísera especie! —se secó la cara con la mano y escupió al suelo—. Serás esclava, de todas formas.
No muy buena —le dio una patada al cuerpo de Milana, sonriendo con tal malevolencia que Maerad escondió la cara aterrorizada, sintiendo un rugido en los oídos, su mundo que daba vueltas, se quebraba, daba vueltas…
Tenía la mejilla contra el mármol frío, y alguien le acariciaba suavemente la frente, diciendo su nombre. El rugido comenzó a ceder, y Maerad se retorció.
—Se mueve —dijo la voz. Se dio cuenta de que era Cadvan. Maerad mantuvo los ojos cerrados, luchando para recuperarse. Estaba en el Salón de Cristal de Machelinor, recordaba, en el Consejo, y por fin sabía qué le había ocurrido a su madre…
¡Enkir, el Primer Bardo de Norloch! Todo su ser se contrajo de ira.
Traición, traición…
¿Cómo podía haberlo olvidado? El tormento del recuerdo se respondía por sí solo. Se había hundido en la parte más oscura de su mente. Si se hubiera permitido recordar aquello —el derrumbamiento despiadado de Milana, la maldad de Enkir, su propio terror infantil— se hubiera vuelto loca. Pero ahora lo sabía, y no enloquecería. Dejó la cabeza muerta, fingiendo estar inconsciente. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se había desmayado? Y ahora, ¿qué?
—¿Se habrá golpeado la cabeza en el suelo? —la voz de Saliman estaba cerca. Podría haber estado sin sentido bastante tiempo, entonces. Tal vez unos cuantos segundos. Esperó hasta que su mente se aclaró un poco, y después se movió, gimiendo.
Alguien le deslizó una mano bajo la cabeza y se la levantó. Abrió los ojos parpadeando y vio el rostro de Cadvan cercano al suyo. Tenía en la mano una copa llena de agua.
—Bebe esto —dijo. Ella sorbió obedientemente y se incorporó.
—Lo… lo siento —dijo—. No sé lo que me ha pasado —la sensación de poder que la había mareado antes continuaba allí, pero ya no le provocaba confusión mental. Se sentía completamente lúcida, con la mente quizá más despejada de lo que lo había estado nunca. Su primer pensamiento fue que no podía permitir que Enkir supiese que lo había reconocido.
Probablemente no cambiaría nada, sin duda él estaba firmando mentalmente su sentencia de muerte en aquel momento. Su nombre ya era suficiente para ello.
Lentamente se fue poniendo en pie, y después se volvió hacia la mesa de los Bardos e hizo una reverencia. Vio a Nelac a su izquierda, mirándola con preocupación.
—Imploro a los Bardos del Primer Círculo y a vos, Enkir, Primer Bardo, que disculpéis mi debilidad —dijo—. Me sentía abrumada por el honor de estar aquí —su voz era firme y segura, y Cadvan la miró sorprendido.
—En ese caso, por favor, siéntate —le espetó Enkir. Ella se encontró con su mirada, velando su expresión con educada humildad, y él la miró con frialdad. Maerad se dio cuenta de que allí no podría hacerle nada, delante de todo el Primer Círculo, sin revelar con ello su traición. Tomó asiento a la mesa, entre Saliman y Cadvan, y el Consejo comenzó.
Saliman fue el primero en hablar, explicó las presiones que iban en aumento en el Suderain: un continuo acoso por parte de las fuerzas del Hechicero Negro Imank de Den Raven, que iba en aumento tanto en frecuencia como en poder.
—Ahora nos hallamos realmente acuciados, y si caemos, todo Annar quedará abierto para el Ejército Negro —dijo—. De modo que el Círculo de Turbansk me ha enviado a pedir ayuda. He viajado por el norte y el este de Annar desde este invierno, y ahora pienso que tal ayuda no podrá llegar.
Vuestras fronteras ya se ven amenazadas. Aun así, la pido —hizo un gesto con la cabeza y se sentó.
—Lo valoraremos —dijo Enkir—. Gracias, Saliman de Turbansk. Y ahora, Cadvan de Lirigon. Hemos escuchado que traéis noticias del norte —miró a Maerad mientras decía esto, y pese a su firmeza, esta se estremeció.
Cadvan habló primero de su captura y posterior huida del Landrost.
—Ahora lo veo con gran claridad —concluyó—, a raíz de lo que vi en el salón del trono de Landrost, estoy seguro de que El Sin Nombre ha vuelto de verdad y que los recientes problemas acontecidos en Annar proceden, tal y como algunos de nosotros hemos temido, de sus estratagemas.
En la mesa se produjo un audible revuelo.
—Continuó sin estar convencido —dijo Enkir mirando a Cadvan con disgusto. Maerad observó a ambos Bardos: estaba claro que se parecían en algo. Una espantosa duda comenzó a despertarse en su interior; forcejeó con un recuerdo, algo que habían dicho los Glumas…— Pero por supuesto hay muchos en la Oscuridad inferior a los que les gustaría que creyésemos tal cosa. Tú mismo has admitido que estabas debilitado, y pongo tu juicio en cuestión. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que no te engañas, Cadvan de Lirigon?
—Si en verdad soy Buscador de la Verdad, lo que vi en el salón del trono era cierto —respondió Cadvan—. Pero dime, Enkir de Norloch —y aquí Maerad percibió un destello de burla en su mirada—, ¿qué te hace estar tan seguro de que no volverá? ¿No ha hablado siempre la Tradición de ello como algo seguro?
—La Tradición está abierta a muchas interpretaciones, como tú bien sabes, Cadvan de Lirigon —respondió Enkir—. Aconsejo precaución con este tema.
—Los Glumas cabalgan abiertamente por Annar, las Escuelas se ven amenazadas y corruptas, estamos acosados por todas partes: temores malignos que llevaban largo tiempo encadenados se despiertan en esta tierra, ¡y tú aconsejas precaución! —dijo Cadvan acaloradamente.
—¿A qué te refieres? —preguntó otro Bardo—. Cadvan ha hablado de Glumas…
—No he terminado mi relato, Tared —replicó Cadvan—. Os lo suplico, sed pacientes conmigo. Antes de viajar por el Reino Vacío que está al este de Annova y ser capturado en el Landrost, fui, tal y como se me pidió, hacia el norte, a Zmarkan. Allí viajé de este a oeste, y escuché muchos rumores sobre malestares y penalidades. Muchas personas, y no todas ellas necias, me dijeron que un poder negro se había despertado allí, un poder ancestral. Seguí los rumores hasta su fuente, tan al norte como fui capaz de llegar. Allí, en las tierras yermas, se extiende una sombra. Vi en la lejanía los picos de su fortaleza, y sentí su aliento mortal. Solo puedo pensar una cosa: El Elidhu renegado, El Brujo de Hielo, el Rey del Invierno en persona, se ha despertado de su largo sueño, y busca restablecer su dominio sobre el norte.
Se produjo un estupefacto silencio.
—¡Eso no puede ser de ninguna manera! —dijo un Bardo bajito que estaba a la derecha de Cadvan—. El Rey del Invierno fue desterrado más allá de los círculos del mundo, hace mucho, mucho tiempo —negó con la cabeza.
—No puede ser, Caragal, pero lo es —replicó Cadvan, volviéndose para mirarlo—. Igual que hay quien dice que El Sin Nombre no puede volver, y lo está haciendo.
Caragal asintió con tristeza.
—La Llama se oscurece —dijo—. No puedo discutir eso.
—Y ahora —continuó Cadvan—, llegamos al corazón de esta historia. Ya que a mí me parece innegable, como ya he dicho, que todas las señales que hemos descubierto en los últimos años son, tal y como temíamos, la marca del Sin Nombre, que prepara su asalto más mortal contra la Luz. Y
lo que es peor, ha sellado una alianza con el Rey del Invierno. Sospecho que ha sido El Sin Nombre en persona quien lo ha traído de vuelta.
—Hay muchos tipos de sombra —dijo Enkir burlonamente—. No debemos saltar asustados hacia las peores conclusiones.
—Yo estoy convencido de su vuelta —dijo Cadvan—. Y pienso que si no nos movemos ahora, estaremos perdidos.
—¿Movernos hacia dónde? —Enkir sonrió. Maerad pensó que su sonrisa era tan fría como el brillo de la luz del invierno sobre la helada—. Siempre has sido impulsivo, Cadvan de Lirigon, y dispuesto a saltar donde alguno más sabio se detendría y vería un abismo.
—¿Estás afirmando que miento? —dijo Cadvan. Parecía calmado, casi sereno, pero Maerad sintió una ira aplastante que crecía en su interior. Se produjo una tensa pausa, y entonces Enkir volvió a sonreír.
—No cometería la temeridad de decir tal cosa —respondió suavemente—.
Solo digo que lo que sugieres es extremadamente improbable. El Rey del Invierno, El Sin Nombre: tales figuras son sombras de un relato de miedo infantil. Pienso, pese a todo tu bienintencionado entusiasmo, que estás errado, Cadvan de Lirigon.
El insulto quedaba claro, y Maerad percibió un ligero rubor en las mejillas de Cadvan. Este buscó la mirada de Enkir y se la sostuvo, y pareció que los dos forcejeaban, pese a que ninguno se movió. Maerad contuvo el aliento. Se parecían. No era capaz de decir en qué. El corazón le martilleaba dolorosamente dentro del pecho. Finalmente fue el otro Bardo quien desistió y bajó la mirada.
—Tu arrogancia será tu perdición, Cadvan de Lirigon —dijo, y su voz estaba helada por la furia—. No se necesita un Clarividente para profetizarlo.
Se produjo otro incómodo silencio. Los Nueve parecían estar examinándose las uñas, excepto Nelac, cuyo rostro delataba su exasperación: si a causa de Cadvan o de Enkir, era algo que Maerad no podría decir. Finalmente, Caragal se removió en el asiento.
—Creo, Enkir, que deberíamos darle cierto crédito a esto. Yo mismo estoy preocupado por los movimientos de los Glumas.
—Hay algo más —dijo Cadvan—. Todavía he de contaros la mayor parte de mi historia, y relataros las noticias más importantes.
Maerad lo miró en una silenciosa súplica, deseando que Cadvan se detuviese, que no dijese nada de sus sospechas acerca de que ella era la Predestinada, para que no la delatase ante Enkir. Tomándolo por nervios, él le dedicó una sonrisa tranquilizadora, y después pasó a relatar sus aventuras. A Maerad le dio un vuelco el corazón, y se retorcía más y más a medida que él hablaba. Vio cómo Enkir le dirigía miradas a ella, y cada mirada era mortal. ¿Cómo podría no darse cuenta Cadvan?
De repente, con un asombro cegador ante su propia estupidez, recordó qué era lo que la había estado rondando antes. Cadvan conocía a uno de los Glumas que los habían atacado en los Dientes Quebrados en las Tierras Altas de Edinur. Likud, aquel era su nombre. ¿Qué era lo que había dicho?
«¿Crees, Cadvan, que hemos olvidado el ansia que con la que estudiabas los secretos de la Oscuridad?»
Maerad dejó de escuchar y se hundió en una negra ensoñación. ¿Sería Cadvan también un traidor? Su alma se sentía como si estuviese agonizando en su interior, pero ella seguía sus pensamientos sin esperanza. La traición era lo que había matado a su madre, si ella no tenía cuidado, también podría ser la causa de su propia muerte. Tal vez Cadvan y Enkir fuesen rivales al servicio de la Oscuridad; tal vez fuese aquella la fuente real de la enemistad entre ellos. Y si era así, estaba atrapada, era un trofeo que canjear entre ellos, hasta que llegase el momento en el que ya no fuese útil.
De repente, se sintió indeciblemente sola, más sola incluso que en sus peores días en El Castro de Gilman. Ahora estaba abandonada. Como siempre lo había estado, desde que habían asesinado a su madre: «la habían asesinado dos veces», pensó con amargura, «una había sido Enkir, y otra Gilman.»No, tenía a Hem, por lo menos tenía a Hem. Ahora tenía que encontrarle y salir de Norloch, alejarse de las garras de Enkir. ¿Podía confiar en Cadvan? Siempre lo había hecho, pero tal vez la amistad que él le había mostrado no hubiera sido más que una farsa, una ficción para confiarla en su poder. En realidad, ¿hasta qué punto le conocía bien?
Pero ahora era Enkir quien hablaba, su voz era marcadamente incrédula.
¿O sería ira?
—¿Nos estás pidiendo que creamos que esta muchacha, que no hace ni tres meses era una simple esclava, esta muchacha, de quien admites sin tapujos que apenas sabe leer, que ni tan siquiera ha tenido la fortaleza para entrar en el Salón de Cristal sin desmayarse, es Quien el Destino ha elegido?
—Os he explicado las pruebas —dijo Cadvan con calma—. Resultan convincentes, y creo que por lo menos hemos de decir que es probable.
Como mínimo, debemos proclamarla, para poder estar seguros de si lo es o no.
Saliman, que había mantenido la vista fija en la mesa a lo largo de toda la narración de Cadvan, la levantó en aquel momento.
—Creo que tal vez la Oscuridad sea más propensa a moverse de lo que lo somos nosotros, y tal vez sea más rápida en reconocer qué la hace peligrar —dijo—. Prohibir esto me parecería un juicio seriamente equivocado. Yo también he escuchado las pruebas, y creo que Cadvan está en lo correcto.
Os urjo a valorar seriamente sus consejos.
—¿El Sin Nombre vuelve, el Rey del Invierno se despierta y Quien el Destino ha elegido aparece en la forma de una desdichada muchacha? — los ojos de Enkir brillaron de malicia—. Traes un buen fajo de noticias, sin duda. Deberías ser trovador, Cadvan de Lirigon, y viajar por las aldeas asustando a los campesinos. Pero aquí no servirá.
Se produjo una incómoda pausa, y Enkir le dirigió a Maerad otra mirada de disgusto.
—No pienses que no he tenido otras noticias de este… descubrimiento tuyo —dijo—. No tienes el monopolio de la información, Cadvan de Lirigon. Si pensabas sorprenderme, estás equivocado. La única cosa que me sorprende es tu temeridad.
Una clara visión de Helgar mirándola con malevolencia durante el Consejo de Innail apareció en la mente de Maerad. Súbitamente se sintió segura de que Helgar había enviado noticias del Encuentro de Innail a Enkir. ¿Sería tal vez Helgar, Bardo de Ettinor, un Gluma? Todo resultaba tan confuso…
Y la fuerza de la luz que golpeaba en aquella sala parecía volver a hacerse más fuerte, hacía que pensar resultase complicado. La cabeza comenzó a latirle con una incipiente jaqueca.
Nelac habló por primera vez:
—Yo estoy convencido de la verdad de este razonamiento —dijo. Los demás Bardos se volvieron para mirarle, escuchando seriamente—.
Arriesgaríamos poco proclamándola, y temo lo que podría ocurrir si no lo hacemos. Yo también recomiendo enérgicamente esta acción. Recomiendo que proclamemos a Maerad de Pellinor con la mayor urgencia.
—La verdadera traición está en quienes buscan distraernos con falsos miedos, dispersando nuestra adecuada vigilancia —dijo Enkir amenazadoramente—. Debo preguntar por qué pretendéis presentarnos tales argumentos en este momento.
Se produjo un eléctrico silencio.
—Mi vasallaje a la Luz es incuestionable, y me pregunto por qué lo impugnas —dijo Nelac calmadamente—. Sugiero que vuelvas a pensarlo, Enkir.
—No es tu vasallaje lo que cuestiono, Nelac —dijo Enkir, incapaz de ocultar su rencor—. Sé que te ciegas en lo que concierne a Cadvan de Lirigon. Tal vez la suave parcialidad de un mentor por su antiguo estudiante podría verse excusada, pero todos sabemos que la historia de Cadvan es un poco… accidentada.
En aquel punto Maerad levantó la vista. ¿Es que había estado ciega? Una y otra vez la gente insinuaba que había algo dudoso en el pasado de Cadvan.
¿Por qué le había restado importancia tan alegremente?
—No dudo de la buena voluntad de Nelac —dijo un Bardo de cabello oscuro sentado al lado de este—. Aun así, pienso, igual que Enkir, que la historia de Cadvan mendiga credibilidad —otros asintieron—. Hay muchas otras explicaciones para los males que acucian nuestro reino. Esta no es sino la más fantástica de todas.
Enkir miró a Nelac.
—No es tan fácil llegar a ser Bardo de la Llama Blanca. Sería un insulto tan siquiera plantearse proclamar a un muchacho con una inexperiencia así a tal altura, por no decir a una muchacha. Lo prohíbo. No perderé mi tiempo discutiendo más sobre este tema, ya he dictado mi sentencia.
Debemos pensar en otros temas que han surgido aquí, y dar a conocer nuestro veredicto.
Echó un vistazo por toda la mesa, y se cruzó con la mirada de cada Bardo del Primer Círculo. Solo Nelac, Caragal, Tared y otro Bardo más, a quien Maerad no había escuchado hablar, negaron con la cabeza.
—Cinco contra cuatro. Has perdido, Nelac. El Primer Círculo ha tomado una decisión —Enkir miró a Nelac con un destello triunfante—. Los solicitantes han sido denegados.
Maerad había estado escuchando el debate con indiferencia. Ya no le importaba si era proclamada o no. Sentía que la bilis le ascendía por la garganta en forma de odio hacia todos aquellos hombres, odio hacia Enkir sobre todos ellos: Enkir, el más traidor. Estaba, pensó, fuera de lugar en una mesa redonda; debería estar en un elevado trono con sus siervos a la altura de las rodillas.
Todos los Bardos se pusieron en pie y se inclinaron, y sin decir ni una palabra Maerad, Cadvan y Saliman abandonaron el Salón de Cristal. Tras ella, Maerad escuchó cómo los Bardos volvían a sentarse, y sus voces se elevaban en una nueva discusión.
Caminó apática por las calles del Primer Círculo, ciega a la belleza que la rodeaba. Sus pensamientos le hacían sentir náuseas. Sentía que no podría soportar que Cadvan fuese un traidor. Pero ¿cómo podría confiar en él a partir de entonces?