Capítulo V
A través de las montañas
No se detuvieron para lavarse ni descansar, ni tan siquiera para comer. Maerad apartó la mirada de la montaña de cadáveres que N había al pie de la colina.
—Deberíamos quemarlos —dijo Cadvan—. Pero no tenemos tiempo. Nuestra única opción es continuar hacia delante.
Maerad nunca se había sentido tan cansada. La única cosa más fuerte que su agotamiento era su deseo de alejarse lo máximo posible de aquel lugar sepulcral. Caminaron sin cesar, e intentó ignorar su dolor de cabeza, que se resentía de la herida que le había hecho el semi-hombre, y concentrarse solo en seguir moviéndose. No tenía ni idea de su destino. Comenzaba a pensar que Cadvan estaba hecho de alambre, pues dejaba ver pocas señales de cansancio, mientras que para Maerad el hecho de caminar se estaba convirtiendo en un tormento sin fin. Lentamente, dolorosamente, se acercaron a un saliente de la cordillera y lo rodearon. En cuanto lo hicieron, fue como si la tierra volviese de nuevo a la vida. Los pájaros se retaban con sus cantos matutinos en los arbustos que había a su alrededor, o revoloteaban de rama en rama, y la hierba parecía temblar debido a las actividades ocultas de unos diminutos animales. Una insidiosa presión que Maerad no había percibido hasta el momento se le aliviaba ahora del pecho. Un poco más adelante, un pequeño arroyo bajaba por el lado de una alta cordillera y daba a una poza rodeada de piedras lisas y suaves. Para alivio indecible de Maerad, Cadvan se detuvo.
—Estamos fuera del Landrost —dijo—. El pico ya no observa nuestro camino desde lo alto. Ya no nos puede hacer nada más —se arrodilló sobre la poza y empezó a echarse agua por la cara y a lavarse las manos. La sangre seca y la ceniza formaron un remolino en el agua y desaparecieron, Maerad se desplomó sobre la hierba a su lado, incapaz de hacer nada por el momento. Solo habían pasado tres horas desde la salida del sol, pero le parecía haber vivido toda una vida desde el día anterior. Ya no tenía sueño, y a pesar del cansancio de los miembros, su mente estaba asombrosamente en alerta. Durante un rato se limitó a escuchar la música de los pájaros y el arroyo, sonidos que penetraban en ella como un bálsamo. En aquel momento Cadvan comenzó a sacar comida de su hatillo, y ella se sobresaltó al darse cuenta de lo hambrienta que estaba.
—No hemos perdido la educación, o por lo menos todavía no —dijo Cadvan mirándola—. Tienes que lavarte primero.
Maerad se arrodilló sobre las piedras y se lavó la mugre de la cara y las manos. El agua estaba fría y limpia. Arrancó unas hierbas secas y, movida por una súbita y violenta repugnancia, se rascó tan fuerte como pudo, tocándose inútilmente las ropas, que estaban duras de tanta porquería como tenían. Después se sentaron y comieron, mientras que Cadvan olfateaba el aire. Se estaban formando unas nubes al este, unas nubes altas y oscuras que remontaban en la distancia.
—Viene una tormenta —dijo— que tal vez nos ayude. Tenemos que borrar nuestras huellas. Hay más ojos que los del Landrost que se estarán preguntando cómo es que resistimos anoche a los semi-hombres, y quizá estén siguiendo nuestros pasos. Todavía estamos al menos a cuatro días de tener cualquier esperanza de ayuda, y eso si todo va bien.
—No sé si podré llegar mucho más lejos— dijo Maerad. Le temblaban las manos.
—Yo tampoco, Maerad. La voluntad nos ha traído hasta aquí. Pero yo también necesito descansar, lo necesito desesperadamente. Sería como una broma atravesar victoriosos todos estos peligros solo para dejarnos caer exhaustos a la vista de un refugio.
Masticaron en silencio durante un rato. «He luchado contra los semi-hombres y no he tenido miedo» pensaba Maerad con algún tipo de lúgubre alegría, «quizá ahora dejará de tratarme como si fuese una niña.» Las imágenes de la batalla parpadeaban aleatoriamente dentro de su cabeza, volvió a ver al que había prendido fuego, el que se había transformado en algo parecido a un hombre, y se estremeció. «Lo he matado.» La afirmación la golpeó como el miedo. Había sacrificado gallinas y conejos para comer, sin inmutarse, incluso una vez había deseado matar a un hombre y había sentido que la acción se despertaba en su alma, una ira negra e implacable; pero nunca había matado a nadie. «Era matar o que te matasen», susurró una voz. «¿Qué habrías conseguido echándote atrás y dejando que te hiciese pedazos? Él no tenía ninguna duda…». Sabía que aquello era cierto, pero el hecho de saberlo no aliviaba el desasosiego de su corazón, el sentimiento de que, sin importar la justificación, matar estaba mal, que su acto la había herido de alguna manera. Meneó la cabeza para deshacerse de sus pensamientos, se estiró y bostezó.
—¡Cómo desearía que hubiera algo más de comer! —dijo. Cadvan levantó la vista y sonrió.
—Sí, la comida de viaje cumple con su propósito pero cansa enseguida.
—Un ave asada con raíces. Y manzanas al horno rellenas de bayas y nueces.
—¡Setas! —dijo Cadvan de improviso—. Fritas a fuego lento en mantequilla.
¡Casi puedo olerlas! —le pasó la botella de agua de hierbas—. Bebe un poco de esto. No demasiado, me estoy quedando sin reservas.
—¿Qué es? —preguntó Maerad después de beber.
—Medhyl —dijo Cadvan—. Cura el cansancio. No puede borrarlo, por desgracia, pero ayuda. Los Bardos lo fabrican para ocasiones como esta.
—¿Hemos de continuar ahora?
—Creo que podemos descansar, pero poco. Enseguida tendremos que buscar cobijo. ¡Mira esas nubes! Será una tormenta salvaje, me parece.
Hoy no podremos llegar mucho más lejos. Por aquí hay cuevas, ¡aunque debemos tener cuidado con lo que viva en ellas!
Poco después recogió su hatillo, cruzaron el arroyo y continuaron hacia el sur. Cadvan escudriñaba detenidamente las laderas de las montañas mientras caminaban, y Maerad era consciente de la tormenta a sus espaldas: cada vez que se volvía, las nubes estaban más cercanas y oscuras, se aceleraban con pequeñas lenguas de relámpagos, y comenzó a escuchar truenos. La luz se hacía más tenue a medida que las nubes se comían al sol.
Cadvan se detuvo y señaló hacia un agujero apenas visible sobre un cerro, a unos seis metros sobre sus cabezas.
—¡Ahí! —dijo—. Rápido, sígueme —subieron la empinada cuesta agarrándose con las manos y después, tras advertir a Maerad que se mantuviese detrás de él, Cadvan desenvainó su espada y entró en la cueva, inclinándose hacia adelante porque el techo era muy bajo. Estaba seca y en el suelo había arena.
La cueva penetraba unos tres metros y medio y después continuaba con una pronunciada curva. Cadvan la pasó con precaución y vio que la cueva se terminaba unos tres metros más adelante. Salió a donde esperaba Maerad.
—Es perfecta —dijo—. A pesar de que hay algo que vive aquí, hay huesos.
Se molestará un poco, me temo, cuando nos vea, aunque pienso que no será malo. No podremos encender fuego, pero por lo menos no nos mojaremos.
Habían encontrado la cueva justo a tiempo. En el momento en el que entraban, un enorme trueno estalló sobre sus cabezas, anunciando los primeros gotarrones de la tormenta. Dentro olía a rancio y ha cerrado.
Maerad se sentó sobre el suelo lleno de arena en el punto en el que la cueva se doblaba, de forma que podía ver la entrada, un círculo de luz ya velado por la lluvia.
—Deberías tumbarte —dijo—. Yo vigilaré. Prometo no quedarme dormida.
Para su sorpresa, Cadvan no puso objeción.
—Utiliza el oído —dijo—. Ya sabes cómo. Y despiértame si ves o escuchas algo raro. Cualquier cosa. No me importa si es una falsa alarma —después, con la desconcertante ligereza de la que ya había sido testigo antes, Cadvan se tumbó y pareció quedarse dormido inmediatamente.
Maerad se sentó con las manos agarradas a las rodillas, bien envuelta en la capa para mantener el calor, e intentó relajarse oyendo la lluvia y los truenos. El sonido resultaba extrañamente reconfortante, a pesar de estar sentada en una fría cueva en medio de unas montañas salvajes. Durante un rato se dedicó a estudiar el rostro dormido de Cadvan, que brillaba pálidamente en la semioscuridad bajo su cabello negro enmarañado. Le había confesado a ella que ya era viejo, por lo menos según los estándares normales, pero de ninguna forma lo parecía. Tenía, sin embargo, severidad en la boca, un matiz de pena o sufrimiento largamente dominado, que sugería que no la estaba engañando; en su rostro había rasgos de gran experiencia. Y también a veces, y en particular ahora, en la vulnerabilidad del sueño, parecía mucho más joven, apenas mayor que ella. Ya sabía que era un valiente espadachín: el más duro de los hombres del Caballero no podría igualar su rapidez ni habilidad, y su resistencia la asombraba. La noche anterior había visto cómo le plantaba cara al miedo y al peligro.
Aunque ni una vez se había jactado de su proeza y más bien parecía no darle importancia, pues para él, el canto y los saberes ancestrales eran las mayores habilidades. Nunca había conocido a nadie como él, y todos los acontecimientos de los últimos días no habían borrado su asombro inicial.
Quizá se acostumbraría a él con el tiempo. Ahora confiaba un poco en ella.
Quizá incluso pudiesen ser amigos. Y ¿qué le había dicho aquella mañana? «Lo has hecho bien…».
Se estremeció mentalmente ante el recuerdo de la batalla acaecida la noche anterior, y recordó que se suponía que estaba vigilando. Era una violenta tormenta, pues la lluvia caía con tanta fuerza que había creado un muro gris e impenetrable en la entrada de la cueva, iluminada de vez en cuando por el resplandor de un relámpago. El viento aullaba y azotaba las laderas de la montaña, ocasionalmente ahogado por el enorme ruido sordo que producían los truenos. Se sintió muy contenta de que no estuvieran fuera, bajo la lluvia; en comparación, la cueva resultaba segura, incluso acogedora. Vigilaba, pero no veía ni oía nada, y unas cuantas horas después, cuando el cansancio comenzó a rodar sobre ella, despertó a Cadvan y se acurrucó para dormir sobre el suelo de la cueva, tan lujosamente como si se hubiera acostado sobre un lecho de plumas.
Se despertó atontada con el sonido la voz de Cadvan. Ahora la cueva estaba oscura, parpadeó y se desperezó, intentando ver entre las sombras.
Lo que vio la hizo sentarse de repente y recular hacia la pared, agarrando la capa.
Cadvan estaba cara a cara con una bestia enorme. Lo único que podía ver era su oscura forma: una monstruosa mole que bloqueaba la luz con una larga cola que se meneaba lentamente y desprendía un intenso hedor, pero estaba allí ante él como si no fuese más que un gato. Estiraba la nariz hacia Cadvan y respondía a sus palabras emitiendo sonidos desde lo más profundo de la garganta. Maerad se quedó lo más quieta que pudo. Cadvan hizo un gesto en dirección a Maerad, hablando mientras lo hacía, y le dirigió a Maerad una mirada de advertencia. La bestia dio un paso hacia adelante y la olisqueó. Ella palideció, pero se sometió a la investigación sin protestar, a pesar de que los largos y curvados dientes y el aliento de la bestia —el aliento caliente y acre de un carnívoro— le aceleraron el corazón.
Pareció haber pasado la inspección, y la bestia se volvió hacia Cadvan y emitió unos cuantos ruidos más, que a Maerad le sonaron un poco como si se estuviera riendo de ella. Después se puso a dar vueltas en círculo, acolchándose un lecho para sí misma, y se tumbó. Cadvan se volvió hacia Maerad sonriendo.
—Bien hecho —dijo—. No es fácil despertarse sin esperarlo en compañía de un león de las montañas, y las cosas se hubieran puesto mal si te hubieras dejado llevar por el pánico. Ha decidido que eres inofensiva, y nos permitirá quedarnos aquí esta noche. Nos asegura que no nos comerá y dice que de todas formas tú tampoco darías para mucho.
—Oh —dijo Maerad sin aliento—. Que amable por su parte.
—También me ha contado unas cuantas cosas útiles, que quizá también hubieras escuchado si hubieses estado atenta. Tenía noticias sobre nuestra batalla contra los semi-hombres, y declara sentirse honrado de alojar a tales guerreros. Ha estado cazando y la tierra está alterada. Todas las bestias tienen miedo, y no les gusta este viento. Dice que no es seguro que viajemos como lo estamos haciendo, descendiendo hacia el sur por el este de Annova, y nos ha ofrecido un paso seguro por las montañas. Para nosotros será un atajo, y apartará a lo que sea que nos sigue de nuestro camino.
—¿Un paso seguro? —dijo Maerad dudosa—. ¿Y podemos confiar en él?
—Sí —dijo Cadvan—. Tanto como podemos confiar en cualquier cosa. Es mucho más de lo que deseaba.
Maerad no tenía otra opción que aceptar el juicio de Cadvan, y era cierto que la bestia no se la había comido. Todavía. Recordó a los sabuesos de Gilman y se sintió un poco menos inquieta.
—¿Qué quieres decir, que yo también podría haber escuchado esas noticias? —preguntó tras un breve silencio.
—¿Cuándo te despertarás? —dijo Cadvan con impaciencia—. Sí, hay cosas que tienes que aprender. Pero hay otras que ya duermen en tu interior, como parte de tu Don, tu herencia. Una de ellas es la capacidad de entender el habla de los animales.
—¿Yo?
—Sí, muchacha, ¿es que tienes orejas de trapo?
Maerad sintió que un nuevo tipo de miedo se removía en su interior, un miedo hacia sí misma, y le pinchaba la ira. Habló en voz baja, temerosa de despertar a la bestia, pero con oscura furia.
—Eso son brujerías —dijo—. Nunca me has dicho nada así. ¡No es cierto!
Cadvan no reaccionó ante su ira.
—Maerad, lo peor que puedes hacer es negar tus propios poderes —dijo—.
Si te han mantenido en la ignorancia, no es culpa tuya. Pero ahora ya no tienes esa excusa.
Maerad se sentía demasiado alarmada para discutir con él, y se volvió huraña hacia la pared de la cueva. Era ridículo que Cadvan le hablase de esa manera. Ella era solo lo que era, una muchacha, en los últimos tiempos una esclava, y sí, sabía tocar la lira pero… Cadvan estaba muy equivocado.
Inspiró profundamente y le echó un vistazo al león de las montañas. Yacía enroscado, tocándose la cola con la nariz, igual que un gato junto al hogar, sin prestarles atención a ninguno de los dos. La tormenta había cesado, pero la lluvia continuaba cayendo constante en el exterior de la cueva, un sonido amigable, pensó. La noche estaba cayendo, y se dio cuenta de que tenía hambre.
—De todas formas no vamos a ir a ningún lado ahora —dijo.
—No—respondió Cadvan—. Así que quizá deba echarle un vistazo a ese arañazo de semi-hombre.
Le buscó la herida que tenía en la frente con dedos expertos y delicados, y a Maerad le costó no estremecerse.
—Un moratón y un pequeño desgarro, pero no hay veneno —dijo—. Te dolerá la cabeza durante un par de días, me temo. No puedo arreglar eso aquí. Pero no te quedará ninguna cicatriz de la que fardar. Has salido casi ilesa —le hizo presión con su dura mano sobre la frente, y le alivió un poco el dolor; después ungió la herida con un bálsamo de olor dulce que sacó de un bote diminuto extraído de su hatillo.
—Deberíamos comer y descansar mientras podamos —dijo Cadvan—. No es necesario que estemos alerta: el león de las montañas guardará su propia cueva, incluso mientras duerme.
Maerad asintió. La verdad era que le dolían los huesos de cansancio, y en el fondo sentía las secuelas de la pelea de la noche anterior, un temblor en lo más profundo de su cuerpo. Más descanso le vendría bien.
A la mañana siguiente, Maerad estaba tan entumecida por el frío que apenas podía moverse, se sentía como si estuviese llena de cardenales por todas partes. El día estaba encapotado y deprimente, y una luz débil y tenue se filtraba en la cueva, que ahora parecía inhóspita e incómoda. Se dio la vuelta con un gemido. Cadvan todavía dormía, así que se sentó con precaución, buscando al león de las montañas. No estaba en ningún lugar a la vista.
«Demasiado para nuestro guía», pensó. «¿Y ahora qué?»
Gateó hasta la entrada de la cueva y miró al exterior. Podía ver más allá de las cimas redondeadas de las montañas, hacia las llanuras, pero el bosque estaba escondido por la neblina o la lluvia. Parecía que el mundo entero estuviese descolorido. Estaba allí sentada y desanimada, mirando las nubes y frotándose brazos y piernas para volverlos a la vida, cuando Cadvan se unió a ella.
—¿Desayuno? —le dijo alegremente.
—Lo último que me apetece es comida —dijo ella—. Parece que nuestro guía ha desaparecido.
—Volverá —dijo Cadvan—. Y tienes que comer. Todavía tenemos un largo camino por delante, y no podrás ir a ningún lado con el estómago vacío. Si nada sale mal, pronto comeremos carne asada y setas fritas.
—¿Y raíces?
—Zanahorias, nabos, remolachas y todo lo que quieras. ¡Asados, a la brasa, fritos, a la cazuela, cocido, con azúcar y ahumados! —Cadvan había vuelto a entrar en la cueva, y arrastraba fruta y pan fuera de su hatillo—.
¡Y un baño! ¡Por la Luz que estará bien volver a estar limpio! Ya no recuerdo la última vez que tomé un baño.
Estaban acabando de desayunar cuando el león de las montañas volvió.
Cadvan lo saludó solemnemente en el Habla, y la gran bestia se sentó sobre sus cuartos traseros y esperó pacientemente a que Cadvan recogiese. Después, el león de las montañas bajó la cabeza, emitió más ruidos guturales y Cadvan asintió.
—Dice que le sigamos —le dijo a Maerad—. Observa cada movimiento suyo.
Y date prisa.
El león de las montañas saltó sobre la cueva, encima de un saliente, y comenzó a trepar por la base de la montaña, siguiendo el saliente que había al lado de una profunda garganta. Cadvan saltó tras él. Maerad se detuvo, intimidada por la altura, y después, al darse cuenta de que no tenía opción, subió con dificultad tras ellos, con el corazón saliéndosele por la boca.
—Tiene cuatro patas —le murmuró a Cadvan—. Espero que recuerde que yo solamente tengo dos.
—¡Limítate a concentrarte! —dijo Cadvan.
Durante un rato el saliente fue lo bastante ancho como para caminar por él sin incomodidades, y Maerad comenzó a respirar con más facilidad, a pesar de que a su izquierda había un profundo barranco y a su derecha un escarpado acantilado que se hacía más alto a medida que avanzaban. De él salían agrestes hierbas y de vez en cuando grupitos de eléboros, mangas de señorita y una florecilla blanca y esponjosa que Maerad no había visto nunca, pero aparte de eso la vegetación era muy escasa y el camino era abrupto y desigual. Los rayos del sol de la mañana les calentaban la espalda, pero enseguida su camino se adentró en la sombra y a Maerad se le enfrió el sudor sobre la piel. Ahora la cuesta volvía a ser empinada, el saliente comenzaba a estrecharse, y en algunos lugares llegaba a desaparecer. Sus progresos se vieron reducidos a un lento avance. Maerad se sentía incómoda, como una araña que trepaba por una pared, sin la reconfortante seguridad de una tela de la que quedarse colgado si caía.
Si miraba hacia abajo se mareaba, así que mantuvo los ojos fijos en Cadvan, que iba delante de ella, y se concentró en colocar sus pies y manos exactamente en los mismos lugares en los que los ponía él. No veía al león de las montañas.
Acababa de decidir que no era capaz de subir ni medio metro más cuando de repente el saliente cambió bruscamente y se convirtió en un sendero definido que discurría serpenteante hacia delante y hacia atrás y continuaba ascendiendo por la montaña. Ahora caminaban, aunque en fila india, y Maerad veía cómo el león de las montañas trotaba pacientemente ante ellos, con el hocico cerca del suelo y sus poderosos hombros tensos con elegancia y sin esfuerzo. El camino se iba enroscando a mayor altura, cada vez más y más elevado, y el aire se volvía más y más frío, y comenzaba a ser difícil respirar. Entonces el sendero pareció detenerse por completo. El león de las montañas se volvió y le habló a Cadvan, y Cadvan le transmitió su mensaje a Maerad.
—Dice que ahora hemos de mantenernos muy juntos —dijo—. Pase lo que pase, no te asustes. No puedo hacer luz, a no ser que tengamos otra opción, porque podría traer complicaciones. Utiliza tus oídos. Y vigila por si hubiera murciélagos.
—¿Murciélagos? —dijo Maerad confundida. ¿Qué pintaban los murciélagos en lo alto de la montaña? Pero entonces vio que, en lugar de detenerse, el sendero llevaba a una abertura en la escarpada roca de la montaña.
Estaba claro que no era una abertura natural: tenía los lados regulares y suaves, y grabadas alrededor de su dintel había unos restos de runas desgastadas.
No tuvo tiempo para maravillarse, pues se metieron rápidamente en el túnel y continuaron caminando. Las paredes devolvían el eco debilitando sus pasos. En la luz procedente de la abertura, Maerad vio que el suelo era recto como una flecha que agujerease su camino hacia delante en el corazón de la montaña. Era lo bastante ancho para que dos personas caminasen una al lado de la otra con los brazos estirados. Solo llevaban unos minutos caminando cuando la luz se vio ahogada por una oscuridad total y absoluta. La oscuridad era tal que Maerad no sería capaz de verse la mano ni aunque se la pusiese delante de los ojos. Sus pasos resonaban antinaturalmente altos y tenían un extraño eco; incluso podía escuchar el paso acolchado de las patas del león de las montañas.
—¿Cadvan? —dijo en voz muy bajita, y pegó un salto porque su voz se tornó en un eco burlonamente amplificado.
—Chiss —dijo él. Chiiiiisss, dijo el túnel. Para su inmenso alivio, Cadvan le cogió la mano, se la apretó dándole ánimos y después no la soltó.
Caminaban lenta y constantemente, arrastrando las puntas de los dedos de las manos por las paredes lisas durante un tiempo que pareció una eternidad, siempre con el lento y constante paso de las patas del león de las montañas delante de ellos.
De repente Maerad ahogo un gritó. La pared lateral se había desvanecido y casi se cae por el agujero. Una ráfaga de aire frío y fétido le sopló en la cara y dispersó durante un instante la mala ventilación del pasadizo. Tres pasos después la pared volvía a estar allí: estaba claro que era un túnel que se ramificaba de la arteria principal. Enseguida los pasadizos laterales se volvieron más frecuentes, y Maerad se dio cuenta de que debía de haber una red que atravesaba toda la montaña. A veces el aire bajaba desde la parte superior, a veces procedía de la parte inferior; supuso que eran túneles que ascendían o descendían entre las rocas. Contó cuarenta y cinco antes de que se detuviese a comer y por los cambios en el aire supuso que había un número similar que partían del lado de Cadvan. El túnel principal continuaba abriéndose paso recto como una regla a través de la montaña.
Se preguntó quien habría construido aquel lugar, y qué seria, a pesar de que no sentía ningún deseo de seguir ninguno de los túneles laterales. La idea de sentirse perdida en el interior de aquella montaña, caminando a tientas por una oscuridad sin fin, la hacía estremecerse. Quizá hubiera sido algún tipo de ciudad, a pesar de que nunca había escuchado hablar de una ciudad construida en el interior de una montaña. Parecían antiguos, enormemente antiguos. A veces, cuando sus dedos rozaban algo que parecía un grabado desmenuzado en relieve, o una complicada decoración que rodeaba uno de los pasadizos laterales, deseaba que Cadvan le permitiese tener un poco de luz porque le hubiera gustado ver qué era lo que le había por donde pasaban. Seguro que alguna vez había sido hermoso. Quizá todavía lo fuese, incluso en aquel abandono.
Pese a la oscuridad, no era un lugar que le inspirase miedo; si hubiera fantasmas, pensó para sí, se habían marchado hacía mucho tiempo. A medida que penetraban en la montaña comenzó a sentirse intimidada por su tamaño. Era mucho, mucho más grande que El Castro de Gilman, quizá fuese tan grande como las ciudades que aparecían en algunas de las canciones que le había enseñado Mirlad. Parecía exhalar tristeza, una omnipresente sensación de ausencia. ¿Habría asediado una enfermedad a aquel pueblo y los había apartado de allí? ¿O sencillamente se habrían marchado tras decidir construir otra ciudad en cualquier otro lugar, en algún lugar más cálido? Había personas que habían vivido aquí, y quizá hubieran sido felices, pero ahora ya no estaban y el lugar los echaba de menos, echaba de menos sus risas, sus canciones y su luz. Porque dio por hecho que deberían haber tenido luz allí, en aquellos oscuros lugares.
Se detuvieron para realizar una comida, y más adelante otra, y después otra más. Durante un número incontable de horas durmieron sobre la piedra desnuda. ¿Habían dormido un minuto o un día entero? Maerad no tenía ni idea. Aquellas pausas eran la única puntuación en su larga caminata. En aquella oscuridad inalterable era imposible decir la hora que era en el exterior, en el mundo del color y la luz. Se detenían cuando tenían hambre, o cuando estaban tan cansados que ya no podían caminar más. Se sentaban en el lugar del pasadizo en el que les coincidiese estar.
Era extraño comer cosas sin poder verlas, era como si no supiesen a nada, como si estuviesen comiendo ceniza. Hablaban lo menos posible, porque el eco resultaba enervante. El león de las montañas no comía nada, aunque a veces bebía de los pequeños arroyuelos que discurrían bajo sus pies, que descendían bruscamente a través de la montaña desde pasadizos más elevados.
En un determinado momento su guía se detuvo de repente y emitió un ruido gutural. Estaban tan cerca de él que chocaron.
—Dice que aquí hay una fosa —susurró Cadvan, y sus susurros recorrieron las paredes como una risa siniestra—. Buena señal, dice que significa que estamos a mitad del camino. Hay un saliente muy estrecho a un lateral. ¡Ten cuidado de no tropezar! Tú iras primero y yo te seguiré de cerca. Apóyate contra la pared.
Maerad siguió vacilante al león de las montañas, que continuaba con su paso constante, y buscó el camino a tientas por la pared. Inmediatamente sintió una ráfaga de aire frío y una sensación mareante de horrorosa profundidad, que casi la hizo tropezar. Cadvan murmuró algo entre dientes que ella no llegó a escuchar, ya que estaba recuperando el equilibrio y apoyándose contra la pared, con el corazón martilleándole.
Después contuvo el aliento y se concentró en colocar un pie delante del otro, paso a paso. Cruzar el abismo pareció llevarles toda la vida, pero por fin sintió que la corriente de aire ascendente cesaba y supo que ya lo había pasado. Dio unos cuantos pasos más y se detuvo, respirando con dificultad, hasta que Cadvan apareció detrás de ella, le buscó la mano y la volvió a guiar por la oscuridad sin fin.
El tiempo había dejado de tener algún tipo de significado. Maerad se sentía como si llevasen días, o años, o una eternidad, caminado. Era como si sus propias mentes tuviesen los ojos vendados, como si la vista de colores y formas fuesen sueños de otra época. ¿Llevaba toda su vida caminando en aquella oscuridad? Los ojos le hacían constantes jugarretas: florecillas rojas, rosas y azules se habrían ante su campo de visión, y cuando cerraba los ojos no desaparecían, sino que se dividían dando lugar a otras cosas extrañas y amorfas. Hacían que la oscuridad pareciese aún más absoluta.
Cuando vio una débil estela de luz en la distancia creyó al principio que se trataba de otra ilusión. Hacia mucho que había dejado de creer en la posibilidad de que el túnel tuviese un final. Se frotó los ojos, pero la luz continuaba allí y se dio cuenta de que podía ver al león de las montañas que caminaba ante ellos, y al volverse podía ver a Cadvan tras ella. Sintió ganas de llorar de alivio, o de gritar de alegría.
Asomaron parpadeando por un ancho saliente muy elevado en un lateral de la montaña. Maerad retrocedió como si le acabasen de pegar: la luz resultaba cegadora después de tanto tiempo en la oscuridad. Se quedó parada un momento, haciéndose sombra ante el rostro, hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz. Al final miró a su alrededor y contuvo un grito de expectación.
Ante ellos se extendía un vasto terreno verde lleno de colinas que subían y bajaban y oscuros bosques, y el sol rojizo se hundía glorioso rompiendo doradas y arrojando luz sobre sus rostros.
—¡Contempla la belleza de Annar! —dijo Cadvan—. Creía que nunca volvería a verla.
Maerad vio cómo las lágrimas le brillaban en las pestañas y apartó la vista, siendo de repente sumamente consciente de que él todavía la tenía cogida de la mano. Pero Cadvan comenzó a darle vueltas, riendo.
—¡Maerad! ¡Casi hemos llegado!
—¿A Norloch?
—Oh, no, no, no, eso está a muchas leguas al oeste. No, ¡un baño y una comida! ¡Carne asada! Recuerda, ¡te lo había prometido! —la soltó y dio un paso atrás sonriendo.
Contagiada de la alegría de Cadvan, Maerad le devolvió la sonrisa. Pero Cadvan ya estaba hablando con el león de las montañas, inclinándose muy bajo mientras lo hacía. La bestia también inclinó la cabeza y habló, y después se volvió hacia Maerad y repitió el mismo gesto. Maerad se inclinó instintivamente en respuesta. Después el gran animal se metió en el túnel sin volver la vista atrás, trotando con el mismo paso lento y regular, y desapareció.
—Ahí va un señor de las bestias —dijo Cadvan—. ¡Cuántas veces la mejor esperanza es aquella que no se busca! Incluso en mis mejores cálculos, no teníamos ninguna posibilidad de estar al alcance de quien nos ayude así de pronto. De otra forma nos hubiera llevado días, e incluso en ese caso sería incierto… si alguna vez llegásemos.
Maerad se estremeció al pensar en el largo camino de vuelta del león de las montañas atravesando las negras entrañas de la sierra.
—¡Pero yo no podría pasar por este túnel otra vez, ni aunque todos los semi-hombres de Landrost me estuviesen persiguiendo! —dijo.
—No hables de esas cosas tan a la ligera —dijo Cadvan rápidamente—. Lo harías, si tuvieses que hacerlo. Y todavía tenemos que bajar esta montaña, y hacerlo rápido antes de que oscurezca por completo.
Un sendero quebrado y estrecho llevaba hasta el final del saliente y serpenteaba excéntricamente hacia abajo, retorciéndose alrededor de crestas y gargantas y después volvía sobre sí mismo repentinamente. No estaba ni a tres metros del saliente cuando Maerad levantó y se dio cuenta de que el pasadizo estaba completamente escondido, incluso desde aquella distancia dudaba que pudiese volver a encontrarlo de nuevo. Después de aquello tuvo que concentrarse en bajar por la ladera de la montaña agarrándose con las manos. Era un trabajo agotador, y ya tenía las manos arañadas y llenas de ampollas. Apretó los dientes e ignoró sus incomodidades. Cadvan mostraba de nuevo su capacidad para comportarse como si acabase de levantarse de un largo y reparador sueño y ahora se encontrase tomando parte en un agradable paseo; y si, pensó ella para sí, él podía hacerlo, ella también. Una vez dio un tropezón y bajó resbalando más de seis metros por una cuesta llena de piedras, y aterrizó sobre una montañita de guijarros y polvo al final de un barranco. Cadvan se había inclinado sobre el saliente del cerro, escudriñando el anochecer con preocupación, y al ver que ella agitaba la mano en respuesta, sonrió y se deslizó por allí para unirse a ella.
—Así es más rápido —dijo cuando aterrizó a su lado—. Pero un poco menos cómodo —se puso en pie, sacudiéndose el polvo, y echó un vistazo barranco abajo—. Podemos seguirlo, creo —dijo—. No queda mucho camino hasta salir de la montaña propiamente dicha. Después una rápida caminata, y luego la cena.
La marcha posterior no fue tan dura. Ya estaba oscuro, pero era una noche clara y la luna inflada sobresalía en el horizonte, lo bastante brillante como para lanzar sombras puntiagudas. Continuaron en silencio durante un instante.
—¿Sabes dónde estamos? -preguntó al fin Maerad. Tenía la extraña sensación de que conocía aquel paisaje. ¿Estarían quizás, cerca de Pellinor?
—Sí —asintió Cadvan—. Estamos a una hora a paso rápido de Innail, la más oriental de las Escuelas. Fue construida a la sombra del Annova hace unos cientos de años, ¡y es una importante Escuela que ha formado a muchos Bardos! No puedo expresar lo feliz que me siento. Pese a que, por supuesto, todavía no hemos llegado allí. La fortuna hasta ahora nos ha favorecido, esto es mejor que cualquier cosa que yo pudiera haber planeado. Creo que nuestro rastro se perdió en la tormenta, y confío en que nadie lo encontrará. Se nos hubieran puesto mal las cosas si nos hubiéramos visto obligados a realizar el camino que había planeado. Hay más cosas que el Landrost vigilando este reino vacío.
—Y ¿qué era ese túnel que atravesaba la montaña? —preguntó Maerad, decidida a aprovecharse de la exaltación de Cadvan—. ¿Sabías que estaba ahí?
—No —respondió Cadvan—. En mis tiempos viajé a menudo por estas tierras, y nunca escuché ni un rumor ni una historia sobre tal lugar. El paso más cercano por las montañas, según lo que yo sé, estaba por lo menos a seis leguas al sur de aquí, atravesando un mal terreno. No sé quién habrá construido este lugar, o quién puede haber vivido en él en tiempos pasados. Una gran ciudad, me pareció: había cientos de estancias, vacías y abandonadas, excavadas en la roca. Quizá toda la montaña sea un panal. No he reconocido las runas grabadas alrededor de la puerta. Me pregunto quiénes habrán sido esas gentes. Debes de haber sido un pueblo con un gran ingenio para haber podido agujerear la roca viva tan directamente. No había malos aires, ni defectos en los túneles. Pocos podrían hacer ahora una cosa así.
Maerad se había quedado desconcertada al ver a Cadvan admitir alegremente su ignorancia; aquello hacía que el mundo en el que acababa de entrar pareciese incluso más extraño y más peligroso. Pensó en El Castro de Gilman: apenas unos días antes era la brújula de toda su existencia, pero para Cadvan era algo insignificante, un diminuto lugar desde una perspectiva más amplia. Y ahora parecía que había cosas sobre las que él no sabía nada. Aquello la hacía sentirse muy pequeña e insignificante, y ya no hizo más preguntas.
La vegetación comenzó a cambiar. Había bosquecillos de pinos y abedules, y bajo sus pies pasto y hierbas. La inclinación se volvió más suave, y las colinas estaban cubiertas por una hierba primaveral que suponía un alivio para los pies tras los guijarros y pequeñas piedras sobre las que habían tenido que caminar. Cadvan se volvió para mirar hacia el sur, donde el Osidh Annova se elevaba en la retaguardia como una gran sombra a su izquierda, como cuchillas de oscuridad que cortaban las estrellas. El aroma de hierbas y flores machacadas, madreselvas de primavera y bulbos ascendía ante ellos, y las zarzas salvajes se le quedaban enganchadas en las capas. Bajo la tenue luz de luna el campo estaba cubierto por una capa plateada de misterio, pero Maerad sentía que le resultaba inexplicablemente familiar y caminaba como si estuviese en un sueño.
Entonces Cadvan emitió un grito y señaló algo, y Maerad vio una luz en a distancia.
—¡Innail! —dijo—. ¡Y solo tres horas después de la puesta del sol!
Mientras se acercaban a Innail, Maerad comenzó a sentirse nerviosa.
Aquella era una Escuela, y ella no sabía nada de tales lugares. ¿Qué pensarían de ella, que aparecía con el cabello absolutamente enredado, apestando y llena de porquería e ignorancia? Su aprensión aumentó a medida que se acercaban, y cuando vio aparecer el contorno de las construcciones de Innail, se sintió enferma: le parecían orgullosas y nobles, torres iluminadas por ventanas doradas que sobresalían con fuerza hacia el cielo nocturno, tras un alto muro de piedra lisa y blanca que devolvía la luz de las estrellas. Su desgana aumentó a medida que los pasos de Cadvan se volvían más ansiosos, y mucho antes de lo que le hubiera gustado llegaron a las elevadas puertas, hechas de grueso roble y resueltamente bloqueadas con acero negro. Cadvan se colocó las manos a la boca y gritó.
—¡Lirean! ¡Lirean noch Dhillareare!
Un postigo se abrió en la parte más alta de la puerta y un hombre miró hacia el exterior.
—¿Lirean? ¿Ke sammach?
—¡Cadvan Lirigon na, e Maerad Pellinor na! —respondió Cadvan, haciéndole un guiño a Maerad mientras hablaba. Maerad le devolvió una sonrisa vacilante.
—Langrea i —dijo la voz, y la ventana se cerró de golpe.
—¿Me dejarán entrar? —preguntó Maerad.
—Oh, sí, al final sí —dijo Cadvan—. Pero en estos tiempos deben andarse con cuidado, especialmente después de que oscurezca, Va a decir nuestros nombres.
Después de unos cinco minutos, el postigo volvió a abrirse y otro hombre asomó la cabeza.
—¿Cadvan? —dijo—. ¿Eres tú?
—El mismo —dijo Cadvan—. Viajo por duras carreteras, por oscuros caminos y suplico ayuda a los Bardos de Innail, por las antiguas leyes de cortesía.
—¿Qué estás haciendo en esta parte del mundo?
—¡Malgorn! —Cadvan echó la cabeza atrás y gritó—. ¡Baja y déjanos entrar!
—¿Y quién de Pellinor? ¡Creía que estaban todos muertos! ¡Por la luz! Pero espera, abriré la puerta.
Cerró la ventana de golpe y Cadvan se volvió a Maerad.
—Ahora estamos seguros —dijo.
—¿Le conoces?
—Es Malgorn. Le conozco desde la infancia, fue enviado aquí hace unos veinte años. Había problemas en esta parte del mundo y necesitaban a alguien con sus habilidades. Es un buen hombre. Uno de los mejores.
Entonces la puerta se abrió y un hombre de constitución robusta y bello salió con los brazos muy abiertos.
—¡Cadvan! —dijo, y le dio un abrazo de oso—. ¡Cómo me alegro de verte!
¿Cuánto tiempo hacía?
—Demasiado, viejo amigo —dijo Cadvan-. ¡Y no soy capaz de expresar lo contento que me siento de verte!
Malgorn dio un paso atrás para estudiar su rostro.
—Tienes un aspecto terrible —dijo—. Veo que hay una historia detrás de eso. ¿Qué has estado haciendo? Pero entra, entra.
—Esta es Maerad de Pellinor, mi compañera de viaje —dijo Cadvan dando un paso atrás para incluirla—. Maerad, este es mi viejo amigo Malgorn, un canalla y un sinvergüenza, y el peor jugador de cartas de los Siete Reinos.
Pero tiene sus cosas buenas.
Malgorn, sonriente, le tomó la mano y se inclinó ante ella, repentinamente serio.
—Me siento honrado de conocerte, Maerad de Pellinor —dijo—. Creía que nadie de tu Escuela vivía aún. Ocupa un lugar sin igual en mi corazón, y fue una de las más hermosas de Annar.
Maerad levantó la vista hacia un par de cálidos ojos castaños y tragó saliva. Hizo una torpe reverencia y Malgorn le soltó la mano. Los condujo al otro lado de las puertas pasando por un pequeño claustro, y después hacia el primer patio de la Escuela de Innail. Allí Maerad se hubiera detenido para quedarse mirando asombrada si el pastoreo de Malgorn se lo hubiese permitido. La luz de la luna caía sobre unos jardines bien cuidados y rodeados por enormes banderas lisas, y en el centro temblaba una fuente, creando un velo brillante. Los hombres y mujeres que caminaban por el patio los miraron con una serena curiosidad. Alguien tocaba una flauta en algún lugar alejado, en otro edificio, y Maerad pudo escuchar voces que se le unían en una canción procedentes de otra dirección. Algo dentro de ella dio un salto de reconocimiento.
No tuvo tiempo para quedarse mirando, ya que Malgorn los apresuraba por las calles curvadas llenas de elegantes edificios y atravesando más patios hasta llegar a una enorme casa de piedra con unas ventanas altas y estrechas, desde las que se derramaba una luz tan amarilla como la mantequilla. Malgorn abrió las puertas dobles ricamente talladas y entró en el recibidor a grandes zancadas, mientras gritaba: —¡Silvia! ¡Silvia! ¡Tenemos invitados! —y aquello fue todo lo que vio Maerad, antes de que una negrura cayese sobre ella y se derrumbase cobre el suelo en un absoluto desmayo.