Capítulo II

El Landrost

Todavía no habían avanzado ni media milla cuando Maerad escuchó el prolongado alalí del cuerno de caza y los aullidos de los sabuesos de Gilman. El corazón se le encogió. No pasaría mucho tiempo antes de que las puertas del castro se abriesen de par en par y apareciesen tres de los hombres del caballero, gritando, rudamente ensillados y con los sabuesos corriendo tras ellos, galopando en la luz que ya estaba baja. Recorrían el lugar con los hocicos bajos en busca de un aroma, con el ansia de sangre y con fuego en sus ojos. Maerad luchó contra el miedo que la invadía e inconscientemente se echó hacia Cadvan. Este le dirigió un rápido vistazo.

—Maerad, no pueden hacernos daño —dijo en voz muy baja—. Los hombres no pueden vernos.

Ella asistió y continuó caminando penosamente, intentando contenerse.

De repente se aproximó otro aullido: los sabuesos habían dado con su olor y corrían. Los hombres a caballo les seguían, espoleando las monturas.

Cadvan continuaba caminando con paso seguro.

—Pero los sabuesos pueden vernos —susurró Maerad con la voz ronca—.

Los sabuesos pueden vernos, y…

—No nos harán daño —dijo Cadvan—. Son bestias salvajes, pero inocentes. No sirven a ningún propósito oscuro. Ten fe.

Los perros se acercaban a ellos con rapidez. Cuando se acercaron, Cadvan se detuvo y giró sobre sus talones. Levantó los brazos, y a Maerad le pareció que de repente una luz se concentraba alrededor de él, o dentro de él, a pesar de que no veía la fuerza de la que procedía.

¡Lemmach! —dijo.

El sabueso que llevaba la delantera se detuvo en seco, y el que iba detrás de él tropezó con sus patas. Todos giraron sobre sus talones y se detuvieron.

¡Lemmach ni ardrost!

El perro líder se acercó a Cadvan y se puso a olisquearlo por las rodillas.

Cadvan le acarició la nariz.

Ni ardrost —volvió a decir, dulcemente, y todos los demás perros lo olfatearon y después, como si simplemente se hubieran ido a beber al estanque, volvieron trotando con indiferencia hasta donde estaban los jinetes.

Maerad se quedó inmóvil, con el rostro descompuesto.

—¿Qué has hecho?

—Les he dicho que se detuviesen y les he pedido que se fuesen a casa — dijo Cadvan—. Al ser bestias amigables, lo han hecho servicialmente.

Ahora ya no nos perseguirán, no importa lo que les digan sus amos.

Obedecen leyes más antiguas.

A su espalda, Maerad escuchaba cómo los jinetes maldecían a los perros, y los gemidos de estos al ser azotados. Se dio cuenta que estaba temblando.

Un cansancio inmenso cayó sobre ella y se tambaleó. Cadvan la cogió por el codo con súbita preocupación.

—Siento tener que llevarte, Maerad, pero no podemos descansar aquí esta noche —dijo—. Los sabuesos de Gilman no nos suponen un peligro, pero hay otras cosas que sí. Este lugar no es saludable. Y ya está oscureciendo.

Maerad encogió los hombros para deshacerse de la mano de Cadvan.

«¿Otras cosas?», pensó. «¿Qué otras cosas?» Todos los rumores recientes sobre semi-hombres y otras criaturas de la noche se agolpaban incómodamente en su mente.

—Estoy bien —dijo hoscamente.

—Es más seguro que continuemos avanzando —dijo Cadvan.

La noche llegaría hasta un límite frío, pero en aquel primer momento era todavía templada y clara. Caminaron en silencio durante un tiempo y cuando Maerad comenzó a darse cuenta de lo que ocurría, empezaron hablar. Maerad le preguntó a Cadvan qué hacía en El Castro de Gilman, pero él evadió la respuesta preguntándole a ella por su vida allí, y si tenía recuerdos anteriores, de Pellinor. Poco le podía decir ella al respecto.

—Fragmentos —dijo—. Un hombre, creo que era mi padre, un hombre guapo, alto, con el cabello largo y negro, riendo. Una silla con hermosos grabados y una luz de un extraño color que cae sobre ella desde una ventana alta. Retazos de música. Creo que lo he soñado.

—No es ningún sueño. Las Escuelas son lugares de aprendizaje superior y de gran belleza —le dijo Cadvan con tristeza, como si hablase de algo amado que se desvanecía—. La Tradición se conserva y la Luz brilla sobre todo lo que allí mora. Pero ahora su poder está decayendo, y la oscuridad se cierne sobre Annar.

—¿Qué son las Escuelas? —preguntó Maerad sintiéndose ignorante y ordinaria—. ¿Fue allí donde aprendiste eso conjuros?

Él la miró y, para su confusión, se echó a reír.

—Maerad, me resulta tan extraño que alguien del Don no sepa nada de las Escuelas…

—¿El Don? —dijo Maerad. Miró hacia el valle: tenía un largo camino ante ella, veía cómo las estrellas brillaban entre los cerros donde este terminaba, abriéndose hacia el ancho mundo del cual ella no sabía nada.

De repente se sintió más sola de lo que se había sentido en toda su vida, y estaba cansada, más cansada de lo que había estado nunca. Una bola de profunda pena le subió por la garganta y le impidió hablar.

—Por favor, perdóname, Maerad —dijo Cadvan—. No pretendía meterme con tu ignorancia. Quizá si se te hubiera enseñado más ahora estarías muerta, y tu falta de conocimiento te ha protegido de la vista de aquellos que de otra forma te hubieran hecho daño —le sonrió, y Maerad, sin comprenderlo demasiado, le devolvió la sonrisa lánguidamente—. ¿Debería volverme Cantante de la Tradición durante un rato? —dijo—. Esta noche podríamos tener una lección introductoria. Así pasaremos el rato.

—De acuerdo, entonces —dijo Maerad, mirando al misterioso hombre que tenía a su lado—. Háblame del Don.

Tenían un largo camino por delante, pero iban bien de tiempo, a pesar de las rocas y piedras sueltas que la amenazaban constantemente con una torcedura de tobillo. Los últimos restos de luz del día se retiraban de las montañas y se encontraban en el oscuro intervalo antes de que saliese la luna. Sentía las piernas pesadas y doloridas por el cansancio, pero hablar distraía su mente de la incomodidad.

—¿Por dónde empezar? —dijo Cadvan—. ¿Qué es el Don? ¿Cómo responder a esto cuando en realidad nadie lo sabe? —hizo una pausa, como si estuviese poniendo en orden sus pensamientos—. Bueno, quienes pertenecen al Don son como los cantantes de la Tradición de Afinil. Todos los Bardos pertenecen al Don, y eso significa que tienen ciertos poderes y capacidades. La más importante es el Habla —se detuvo—. Los Bardos no aprenden el Habla, sino que nacen con ella viva en su interior. En las bocas de aquellos con el Don, el Habla ostenta un poder innato: es la fuente de nuestro Saber y de buena parte de nuestro poder. Aquellos que poseen el Don también tienen una vida tres veces más longeva de lo normal: yo ya soy un hombre viejo según los parámetros habituales, a pesar de que quizá no lo pensarías.

—¿Un hombre viejo? —dijo Maerad mirando a Cadvan con reservas. A ella no le parecía viejo en absoluto, le había echado unos treinta y cinco años.

Se preguntó por un breve instante si se lo estaría inventando, pero entonces pensó en cómo la había hecho invisible.

—No soy viejo en la medida de los Bardos —continuó Cadvan, sonriendo—, pero bastante viejo en otras medidas. Una larga vida es un privilegio de doble filo, créeme. Pero hay otras señales: los Bardos reconocen a otros Bardos, y así es como te he reconocido a ti. Esta mañana pensé durante un segundo que mis poderes me habían fallado por completo cuando me retaste —se agarró el pecho—. ¡El corazón se me detuvo! Pero entonces vi tus ojos…

Maerad se le quedó mirando, de nuevo sin estar segura de qué quería decir él, o de si debería reír. Se dio cuenta que Cadvan estaba constantemente en alerta mientras hablaba, pero con ademanes que ella no reconocía.

Nunca miraba a su alrededor ni detrás de él, pero parecía estar internamente en sintonía con algo que ella no podía escuchar, como si en su interior fluyese una música que, a veces, le exigiese una intensa atención. Resultaba un poco extraño, como si solamente estuviese allí a medias.

—Hay muchas cosas que deberías saber acerca de los Bardos y la Luz — dijo Cadvan—. Tener el Don e ignorar lo que este significa puede ser algo terrible —comenzó a hablar en un tono extrañamente formal, casi un canto, que al principio la hizo sonreír. Tuvo una rápida visión espontánea de un recibidor de piedra con ventanas altas, y mucha gente sentada en círculo con las cabezas inclinadas por la concentración. La visión se desvaneció y miró a su alrededor, hacia la noche vacía y las lúgubres sombras de la ladera de la montaña, pero la voz de Cadvan continuaba incesante en la oscuridad.

—Has de saber, Maerad, que en Annar y en los Siete Reinos, los Bardos están a cargo del mantenimiento de la Luz. Los centros del Saber son las Escuelas, pero no siempre ha sido así. Hace muchas vidas de hombre, el centro de la Tradición era Afinil, la Ciudadela de la Canción, construida cuando los primeros cantantes de la Tradición llegaron a Annar. Algunos dicen que fue un terrible frío lo que los trajo de su hogar, otros dicen que navegaron hasta aquí en grandes barcos desde una tierra hundida y también hay quienes dicen que simplemente aparecieron aquí entro otros humanos; sea cual sea la verdad, nuestro origen se ha perdido en la leyenda. Sin importar cómo llegasen, los Bardos aparecieron en Annar, trayendo con ellos las reminiscencias del antiguo Conocimiento desde los albores del mundo: el Don del Habla, y de la Lectura, la Creación y el Cuidado, las habilidades y el saber conocido como las Artes de la Luz. Y allí se construyó la gran ciudad de Afinil, que fue el centro del Saber en tiempos remotos.

»Hay muchas canciones que hablan de su belleza incomparable, de sus torres sin murallas que emergían como lirios al lado de un estanque, al lado del mismo rostro del agua bendita. Y dentro de su ciudadela moraban los Cantantes de la Tradición, todos aquellos que amaban y cuidaban la belleza del mundo. El Habla estaba en todas las lenguas, y todas se encontraban comprendiéndose.

La voz de Cadvan se transformó sutilmente en un cántico. A Maerad se le aceleró el corazón: no podía recordar la última vez que había escuchado una nueva canción. Incluso en su sorprendido placer, la música que había en su interior percibió, con frialdad, que Cadvan poseía una muy buena voz de barítono.

 

 

     Sumido en la sombra, más profundo que el dolor,

todos os lloran, voces agudas y humildes,

habla de árbol y bestia, de hombre y de bardo,

todos os lloran, fruto del amanecer,

flor de hielo que al resplandor de la luz encanta,

sombra del rayo de luna tejido en mármol,

garganta del alba en la que las voces se unen.

¡En Afinil, oh, Afinil!

Los sueños se perdieron, la música murió,

trepan las zarzas cubriendo vuestras torres

y las estrellas se ahogan en el mar de las sombras.

 

 

 

—Así es recordado en una canción como un dolor, un recuerdo de algo adorable que ahora se ha perdido para siempre. La historia de su pérdida es malvada. Debes saberla, si has de comprender a los Bardos, ya que los dones de la Luz fueron, por desgracia, su perdición.

Maerad volvió a tropezar y esta vez se cayó. Se levantó inmediatamente tambaleándose. Cadvan se detuvo.

—¿Estás bien? —le dijo.

—Sí —le espetó ella, avergonzada, mientras juntaba las manos, haciendo presión en la parte que se había arañado al caer sobre una roca.

Cadvan la miró descaradamente.

—No has descansado y ha sido un día de duro trabajo, sin ninguna duda —dijo—. En realidad deberíamos seguir avanzando, pero tal vez podemos hacer un alto en el camino para, luego, poder reemprender la marcha con más rapidez —se sentó en el suelo, exactamente en el lugar en el que estaba, y Maerad se sentó junto a él, agradecida. Le temblaban las piernas. Cadvan abrió su hatillo y sacó una botella—. Esto ayuda contra el cansancio —dijo.

Bebió un poco y se la ofreció a Maerad. Tenía un sabor parecido al agua, pero con un ligero aroma a hierbas. Un cosquilleo abrasador le recorrió el cuerpo, y una parte de su cansancio desapareció inmediatamente. En aquella súbita calma, el valle perecía opresivamente silencioso, y cuando Cadvan comenzó a hablar de nuevo, Maerad casi pegó un salto.

—Afinil, como ya he dicho, cayó en parte a causa de su generosidad. En el sur apareció un rey que tenía miedo a morir como los hombres normales y buscaba la vida eterna, libre de la fatalidad del círculo del mundo.

Envidiaba los poderes de la Luz y los deseaba para sí. Enmascarando sus intenciones, se acercó a los gentiles Bardos de Afinil y les pidió su tutela, y estos, al no albergar ninguna sospecha en sus corazones, se la concedieron alegremente. Era un discípulo aventajado, y con el tiempo se volvió más poderoso en las formas de Habla, más detallista en la Tradición, más habilidoso en las artes de la Creación y la Destrucción que ningún otro que hubiera pasado antes que él. Cuando pensó que había aprendido lo suficiente, volvió a sus tierras en el sur, al reino de Den Raven.

»La aspiración de conocer la Luz es mantener el sagrado Equilibrio y hacer justicia, hacer crecer. Pero aquel rey utilizó este saber en beneficio propio.

Su primer agravio fue abandonar su Nombre.

—¿Cómo puede uno abandonar su nombre? —preguntó Maerad, fascinada y perpleja—. ¿Cómo le llamaban, entonces?

Cadvan se echó a reír.

—Continuaba teniendo un nombre común, aquel hechicero, pese a que rara vez se decía. Normalmente se le llamaba El Sin Nombre. Todos los Bardos tienen un nombre secreto —continuó—. Tú no conoces mi Nombre.

Ni tan siquiera conoces el tuyo. El Nombre de un Bardo se le concede cuando es proclamado, cuando alcanzas tus poderes: es, si así lo deseas, tu verdadero Nombre en el Habla. Dice quién eres. Abandonarlo es rechazarte a ti mismo.

—¡Pero eso es imposible! —objetó Maerad—. ¿Cómo puedes no ser quien eres?

—Desgraciadamente, no es imposible en absoluto —replicó Cadvan—. El rey rechazó su Nombre, porque entonces también podría rechazar la muerte. Pero junto al don de la muerte, también se deshizo del saber de aquellos que morían, y encontró que su corazón estaba vacío, un dolor más agudo que cualquiera de los que hubiese conocido. Pero no era uno de los inmortales, y no tenía derecho a no tener muerte. Miraba hacia el mundo y su mirada era oscura. Entonces quiso dominar de todo aquello que había sobre la tierra y destruir todo aquello que le reprochaba con su belleza, y retó a la Ley del Equilibrio y la derrocó. Y después, con inmensos ejércitos de Hechiceros Negros (los Bardos corruptos a los que llamamos Glumas) entró en la adorable ciudadela de Afinil, y destruyó sus hermosas torres y oscureció el estanque, de manera que la luna ya no volvió a bañarse en él y las estrellas huyeron de su rostro sin vida. Entonces comenzó el Gran Silencio, cuando se dejó de escuchar la Canción en las extensas tierras de Annar.

»Y no fue esa toda su maldad, pero está entre lo más grave. En aquel momento se perdieron muchas cosas para el mundo, sin que fuera posible restaurarlas.

Cadvan suspiró. Maerad lo escuchaba en silencio, abrumada por el asombro, no solo ante la historia, sino ante la dulce tirantez que los nombres habían comenzado a despertar en su interior: Afinil, cantante de la Tradición, la Luz. Le recordaban una buena parte del aroma y el sonido de su madre, su voz cuando punteaba la lira, la caída de su oscuro cabello cuando la besaba y otros recuerdos que no era capaz delimitar. Ella también suspiró y miró a su alrededor. Ahora estaban más allá de la mitad del valle, y las estrellas se concentraban sobre ellos, brillantes alrededor de una luna creciente. Reconoció las Cinco Hermanas Enjoyadas, que se columpiaban muy por encima de ellos en una danza sin fin. Ahora Ilion se encontraba hundida tras el horizonte.

Cadvan se puso en pie.

—Debemos continuar —dijo.

Maerad se puso en pie con dificultad y comenzaron de nuevo su lento y penoso camino valle abajo. Maerad sintió que el agotamiento comenzaba a volver, pero se obligó a continuar, y Cadvan volvió a su lección.

—La historia de la caída del Sin Nombre es larga, dura y desesperada, y muchas partes de la historia nunca volvieron de la oscuridad —continuó—. Baste decir que por fin fue vencido. Tras su caída, los Bardos crearon las Escuelas, que conservaban y enseñaban el Saber de la Luz a lo largo y ancho de Annar y los Siete Reinos. El centro de todo conocimiento superior es ahora Norloch, un hermoso lugar de jardines, grandes salones y aprendizaje. Pero lo que hace que se diferencie de Afinil es que Norloch está amurallado y se abastece de una gran guarnición. La inocencia que supuso la caída de Afinil no será de nuevo su debilidad. Y esta sea quizá la mayor pérdida causada por El Sin Nombre, pese a que algunos discuten que no es así, y que Norloch sobrepasa en su grandeza incluso a la antigua ciudadela.

—¿Has estado allí? —le preguntó Maerad, ya que no decía nada más.

—Sí —respondió Cadvan—, muchas veces. Porque ya no formo parte de ninguna Escuela, y viajo entre ellas según sea menester. La Luz se encuentra de nuevo atacada. Y ahora los Bardos son enviados por caminos peligrosos y secretos para espiar las huellas de la Oscuridad, en lugar de cantar a las hojas de la primavera como antaño y traer crecimiento.

—¿Era por eso por lo que estabas cerca del Castro de Gilman? —preguntó Maerad.

Una sombra de dolor pasó por el rostro de Cadvan.

—Estamos un poco cerca para hablar de eso —dijo. Después se quedó en silencio durante un largo rato.

En el silencio, Maerad volvió a sentir la opresión de lo que los rodeaba. En aquel momento habían pasado unas tres horas desde la puesta del sol, y la luz de la luna iluminaba los escarpados picos de las montañas con un rocío blanco, proyectando una sombra impenetrable sobre los barrancos.

Creyó oír en la distancia unos débiles aullidos y chillidos. También creyó que los rasgos del rostro de Cadvan estaban sumamente tensos, a pesar de que la voz no lo traicionaba en absoluto.

Maerad recordó su agotamiento de aquella misma mañana, y que había dicho que estaba herido. No vio ninguna señal de herida.

Al final se atrevió con otra pregunta.

—¿Crees que yo podría ser un Bardo?

—¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho? —dijo Cadvan secamente. Maerad le dirigió una mirada de disgusto. Comenzaba a sentir punzadas de dolor en los pies, y continuó caminando en silencio, preguntándose si alguna vez dejarían atrás aquel maldito valle. Entonces Cadvan se detuvo y tomó una bocanada de aire, y Maerad vio que tenía la frente perlada de sudor.

—Maerad —dijo—, debo pedirte paciencia. Estoy luchando contra la voluntad del espíritu de este lugar, que no nos dejará salir de aquí. Se echa sobre mí, y se vuelve peor a medida que nos alejamos.

Tras un breve espacio de tiempo volvieron a caminar, pero esta vez más lentamente, como si se estuviesen abriendo paso entre aguas profundas.

Maerad observó ansiosa que todavía tenían por delante un largo camino antes de salir del valle. Ella no sentía nada, aparte de una sensación de pavor que iba en aumento. No se atrevía a hablar. Caminar resultaba difícil, ya que ahora seguían su camino entre rocas rotas y montañas de pedregales que se habían deslizado desde los laterales de la montaña, y algunas veces el camino prácticamente desaparecía por completo. Tenía las botas raídas y sentía los pies magullados y doloridos. Por primera vez aquella noche, el frío comenzaba a molestarle. Parecía calársele hasta la médula de los huesos, formando cristales en las articulaciones que le dificultaban los movimientos. Fue descendiendo gradualmente hasta llegar a una apagada pesadilla de agotamiento, y finalmente solo se concentraba en poner un pie delante de otro. La salida del valle cada vez estaba más cerca, pero a medida que se acercaban a ella aumentaba también el frío y los pasos de Cadvan se volvían más lentos.

Al final acabó deteniéndose. Ahora el sudor le corría a raudales por la cara, y le temblaban las comisuras de la boca.

—Maerad —dijo con la voz ronca—, tengo que descansar, solo será un momento —se fue derrumbando lentamente sobre el suelo.

Instintivamente, Maerad extendió la mano y agarró la de él.

Lo sintió de golpe: una voluntad fría, cruel, que aplastaba su voluntad como un tornillo de banco. Le soltó la mano como si tocarla la abrasase.

—¿Qué es eso? —susurró.

Cadvan la miró asombrado.

—¿Puedes sentirlo? —dijo.

—Algo —dijo ella, haciendo una mueca de dolor—. Algo horrible…

—Vuelve a darme la mano —dijo él. Maerad lo miró con miedo y se apartó estremecida. El momento en el que había tocado a Cadvan había sido como si una conciencia maligna, implacable y aterradora hubiese invadido su mente.

Cadvan expulsó el aire con un jadeo, después se preparó para respirar de nuevo, como alguien que sufre un gran dolor. Extendió la mano hacia ella, sin dejar de hablar:

—Maerad, en este momento estoy evitando que toda la montaña se derrumbe sobre nuestras cabezas. Quizá puedas ayudarme. ¡Dame la mano!

De mala gana, Maerad extendió la mano y se la volvió a dar. Tenía los dedos fríos como el hielo. La sensación volvió, esta vez aún peor. Cadvan la agarró fuerte, como si se estuviesen ahogando.

—Contenlo —dijo—. Ordénale que se retire.

Maerad estaba desconcertada. ¿Qué quería decir?

«¡Contenlo!»

No parecía que hubiera emitido la orden en voz alta, sino dentro de su cabeza. Era la voz de Cadvan. En medio de la torva oscuridad que desordenaba su mente, la voz de él parecía una luz, una pequeña llama blanca… Se volvió hacia ella, luchando contra el terror. Centró sus pensamientos. «¡Lárgate!», gritó. No sabía si lo había dicho en voz alta.

«¡Vete!»

Enseguida, la aplastante sensación de malevolencia se aligeró. Cadvan suspiró profundamente.

—Por la Luz, Maerad, esto es algún Don que tú posees. Ahora quizá podamos marcharnos —lentamente, agarrándola de la mano con tanta fuerza que ella sintió cómo le crujían los huesos, se puso en pie.

Continuaron lentamente pero sin parar, inclinados hacia delante como si llevasen una pesada carga. A Maerad le resultaba difícil concentrarse en caminar y proteger su mente al mismo tiempo. En un momento se torció el tobillo con una roca y casi se cae pero Cadvan le tomó la mano rápidamente y ella continuó cojeando. El final del valle se acercaba con una lentitud insoportable.

Al final, cuando las montañas comenzaban a tornarse de un color gris plateado y surgían de color rosa ante el amanecer que se acercaba, llegaron al final del valle. Cuando dejaron atrás la última de sus colinas, Maerad sintió que la voluntad se cerraba de golpe tras ella, como si fuese una puerta, y de repente su cuerpo volvía a caminar libre. Rio aliviada.

—¡Estamos fuera! —gritó volviéndose hacia Cadvan con una sonrisa abierta por primera vez.

Cadvan la miró sombríamente.

—¡Pero debemos continuar caminando! Incluso en la penumbra, el Landrost tiene poder.

Como si quisiera enfatizar aquellas palabras, un profundo estruendo resonó tras ellos y una enorme avalancha de piedras y rocas bajó por la ladera de la montaña y cayó al suelo en medio de una nube de polvo.

Maerad se volvió y miró hacia el valle por última vez. «Es extraño», pensó: no sentía ninguna emoción, ni alegría ni pena. Nada.

Después se dio la vuelta.

Ante ellos vio las redondeadas montañas cubiertas de hierba que descendían hacia un gran bosque, oscurecido por una neblina que ahora ascendía hacia el cielo. El sol salía sobre las verdes colinas y su luz pálida caía sobre el rostro de Maerad.