Capítulo XXIV
Huida
Nelac cerró la puerta exterior y corrió el cerrojo. Brin salió de la casa con dos fornidos estudiantes, y comenzaron a trabar las puertas con unas largas y pesadas barras de hierro.
—Pero ¿y nosotros? —preguntó Maerad sorprendida.
—Hemos de seguir otro camino —respondió Cadvan—. Por debajo de la ciudadela.
Maerad no respondió. Las cosas iban demasiado rápido. Primero el Consejo, después la terrible escena con Cadvan y ahora perder a Hem…
Estaba tan cansada, y la noche apenas acababa de comenzar…
Desanimados, volvieron a la sala de estar de Nelac, que ahora parecía estar muy vacía.
—Ahora el asunto más importante —dijo Nelac—. Maerad debe ser proclamada antes de vuestra partida. Solo hay una forma: el Proceder de la Llama Blanca. Pues ahora sé lo que sé, y no confiaría a ningún otro.
—¿El Proceder de la Llama Blanca? —habían pillado a Maerad con la guardia baja. No esperaba aquello.
—Es un medio ancestral —dijo Cadvan—. El Proceder de Afinil. El mismo corazón del rito. Hoy en día no quedan muchas personas que sepan cómo hacerlo. Por fortuna, Nelac es una de ellas —súbitamente le dirigió una sonrisa a Maerad, su extraña y brillante sonrisa, como si todas las sombras hubieran desaparecido de repente de su alma y una gran alegría morase en su interior—. Y así te acercarás por fin a tu Don, Maerad.
Maerad miró a Cadvan con inseguridad, el miedo volvía como un viento negro que se levantase dentro de ella. Temió el poder que había en su interior, pese a que lo notaba crecer. Y sintió un cambio en su ser, como si una pesada puerta se cerrase irrevocablemente tras ella y no hubiera marcha atrás.
Menos de media hora más tarde, escondidos de las miradas curiosas en jardín privado de Nelac, Maerad de Pellinor se convertía en Bardo de la Llama Blanca. Sobre ellos brillaba un campo de estrellas en el que se balanceaba la luna menguante, y las sombras de árboles y flores yacían negras e inmóviles sobre la hierba plateada. Maerad alzó la vista y dejó que la luz de las estrellas cayese sobre su rostro. Ya no sentía miedo.
Se puso de pie sola bajo un árbol de anarech en flor, vestida con la ropa de viaje. Llevaba enganchado sobre el pecho el Lirio de Pellinor, y en la mano sostenía una vara de serbal de los cazadores. Cadvan estaba a unos tres metros de ella, con las manos entrelazadas, quieto como un árbol.
Nelac salió de la casa llevando sobre las manos unidas una llama blanca.
Maerad lo miraba maravillada mientras se aproximaba; la llama parecía ascenderle de la palma e iluminarle el rostro desde abajo, sumiendo las cuencas de sus ojos en una profunda sombra. Cuando llegó a ella, inclinó la cabeza.
—Maerad, Bardo Menor de Pellinor, os doy la bienvenida —dijo, en Habla.
Maerad inclinó la cabeza en silencio como respuesta.
—¿Tomaréis la Llama Blanca, en prueba de vuestros votos con la Luz? — preguntó Nelac.
—Tomaré La Llama Blanca, en prueba de mis votos con la Luz —respondió Maerad, y sostuvo la vara de serbal en posición horizontal ante ella.
Nelac colocó la llama en el palo y el fuego prendió en él. Maerad resistió el impulso de dejar caer la madera, y la sostuvo mientras la llama blanca se extendía por el serbal hasta llegarle a los puños y después se tragaba sus manos. No le dolía, pero notó un cosquilleo extraño y feroz que le recorría los brazos y después todo el cuerpo, como si todo este estuviese envuelto en llamas. Más que calor, sentía fresco, pero era como si el frío ascendiese y chisporrotease igual que lo hacía la llama. Se sintió más viva de lo que se había sentido en toda su vida, como si su sangre se acabase de despertar de repente de un largo sueño, y miró a los ojos a Nelac, maravillada.
Después escuchó, con un sentido que no era el oído, una voz que no era humana, sino que más bien parecía la mismísima lengua de la luz de las estrellas. Elednor, era su Nombre Verdadero. El Lirio de Fuego. Tal y como había indicado la profecía.
Tras un breve período de tiempo las llamas parpadearon y se apagaron, pero el cosquilleo continuó, y los colores apagados del jardín y la suave luz de las estrellas le parecían casi más brillantes de lo que podía soportar.
—Habéis pasado a través de la Llama Blanca, y no os habéis quemado — dijo Nelac—. Bienvenida, Maerad de Pellinor. Vuestro arte está en vuestro corazón, en vuestra mente y en vuestro ser siendo Bardo de la Llama Blanca —y entonces, dentro de la mente de ella, Nelac dijo «Samandalame, Elednor Edil-Amarandh na, Eled Idhil na, Idhil Agalena na—. Bienvenida, Elednor de Edil-Amarandh, Lirio de la Zarza, Zarza de la Espuma».
Se encorvó y la besó en la frente, y después Cadvan la recibió con las mismas palabras y la besó. Maerad miró el serbal, que todavía sostenía en la mano: la vara había ardido hasta prácticamente convertirse en cenizas, pero sus manos estaban blancas y sin ampollas.
Nelac le cogió la vara y la enterró bajo el anarech. Después, sin hablar, volvieron al interior. La sala de la que Maerad había salido apenas diez minutos antes le parecía estar cambiada: los colores eran más cálidos y profundos, los objetos estaban preñados de significado. Casi da un respingo ante la intensidad de sus emociones. Miró a su alrededor y parpadeó, se echó a temblar.
—No sabía que sería así —dijo.
—Uno nunca sabe cómo serán las cosas —dijo Cadvan, ligeramente soñador, como si estuviese recordando algo de su propio pasado.
Una pequeña parte del resplandor de la llama todavía estaba pegada a la piel de Maerad, de modo que cuando se sentó en la sala brillaba ligeramente. Cadvan la miraba maravillado, pensando que comenzaba a comprender el tipo de parentesco del que había hablado Ardina.
—No todos los Bardos pasan a través de la Llama Blanca —dijo Nelac—.
No todos los Bardos pueden. Bien hecho, Maerad —se quedó mirándola seriamente—. ¡Una verdadera Bardo! ¡Y si me permite añadirlo, en verdad eres hija de tu madre!
No había tiempo para que Maerad absorbiese lo que había ocurrido. El sonido de los gritos en la calle penetró en la sala de estar, débil y lejano, y también el nada halagüeño sonido metálico de las armas. Mucho más cerca, se produjo un alboroto en el vestíbulo. Nelac levantó la vista bruscamente.
—Ha comenzado, amigos míos —dijo.
Maerad suspiró, y obligó a su mente a volver al presente. Tenían que escapar de Norloch. Saliman y Hem ya debían de estar fuera de la ciudadela, en dirección al sur. Veía mentalmente sus figuras, como desde una gran altura, atravesando la noche al galope por los Prados de Carmallachen. Ahora Cadvan y ella debían partir.
Brin entró corriendo en la sala, con aspecto agitado.
—¡Maestro! —dijo—. Algo ocurre. ¡Hay disturbios en las calles! He visto soldados desde una de las ventanas altas…
—Lo sé, Brin —dijo Nelac con calma—. Estoy despidiendo a estos invitados. Recuerda que ni tan siquiera la Guardia Blanca puede forzar las puertas exteriores, están atrancadas con algo más que hierro. Y por favor, si puedes evita que cunda el pánico entre los estudiantes, debemos evacuarlos a los Círculos inferiores. Volveré pronto. Si fuese menester, sabes cómo acceder al Quinto Círculo.
Brin asintió y se marchó.
—Brin es mi mano derecha —dijo Nelac, sonriendo con cansancio. Se apoyó en la pared durante un instante. Por primera vez desde su vuelta del Consejo, parecía viejo y cansado. «¿Cuántos años tendrá?» pensó de repente Maerad. Tres veces la longitud de una vida normal, le había dicho Cadvan… Pero Nelac interrumpió sus cavilaciones—. Ahora es hora de que vosotros dos os marchéis. Os llevaré hasta la entrada del pasadizo. Se dirige directamente allí, no podéis perderos. Y entonces os dejaré. Podéis defenderos por vosotros mismos. Yo tengo otras preocupaciones urgentes.
Cadvan y Maerad tomaron sus hatillos y siguieron a Nelac. Este los guio a lo largo del gran vestíbulo de entrada, hacia la izquierda por otro ancho pasillo y después a través de la inmensa cocina, que estaba completamente desierta. En el extremo más alejado había una escalera pequeña y oscura por la que descendieron. Nelac encendió una luz mientras bajaban, y Maerad vio que habían entrado en una bodega abovedada con el techo bajo, que parecía extenderse sin fin a su alrededor.
Contenía pilas que llegaban hasta el techo de viejos toneles, botellas de cristal, barricas y sacos de grano llenos de protuberancias. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de frutas y verduras: manzanas, nabos, zanahorias y más. Y del techo colgaban ristras de cebollas y ajos y unas largas y fragantes salchichas secas. El aire era fresco y estancado, pero seco. Maerad respiró los aromas acres mientras lo recorrían con prisa, y recordó de repente que no habían tenido tiempo para comer.
Nelac los llevó hasta un pasillo bajo que había al otro lado, y allí volvieron a bajar unas escaleras y giraron a la izquierda para introducirse en otro pasadizo, a los lados del cual había una gran cantidad de robustas puertecitas de roble. Las paredes allí estaban más toscamente acabadas, y el aire comenzaba a resultar húmedo y rancio, como si aquellos pasadizos no se utilizasen a menudo. Se detuvo ante la puerta que había en el extremo más alejado, se sacó un manojo de llaves de la cintura y la abrió.
La luz del Bardo se coló titubeante a través de la puerta, pero lo único que Maerad consiguió ver fueron unos cuantos escalones grises, que desaparecían en una oscuridad impenetrable.
—Aquí está —dijo Nelac—. Este os llevará a la cara más alejada del acantilado, y desde ahí es cuestión de abriros paso sobre las rocas hasta el muelle. La marea estará baja durante las próximas seis horas, así que no tendréis que nadar. Creo que Enkir no conoce este pasadizo, pero no puedo estar completamente seguro; hay otros que no son tan secretos, que dan a los círculos inferiores, que él podría esperar que empleaseis. No creo que la otra abertura esté cerrada con llave, pero no estoy tan seguro en lo que respecta al muelle. Ahora mismo la ciudadela está bien cerrada, y no creo que Enkir se haya olvidado del mar. ¡Id con cautela!
Se detuvo y se secó la frente con la mano. Cadvan clavó su mirada en él.
—Nelac, desearía que pudieses venir con nosotros —dijo—. Temo por ti en este lugar.
—No, Cadvan —respondió Nelac con una sonrisa sombría—. Soy demasiado viejo para tales aventuras. No te mentiré, mi corazón está lleno de presagios. Ahora entramos en días malvados. Pero se me necesita aquí.
Cadvan no discutió, pero la tristeza que había en su rostro se hizo más profunda.
—Ahora escuchadme bien —continuó Nelac—. El barco de Owan se llama Búho Blanco. Tiene unas velas rojas que llevan el símbolo dibujado en blanco. Lo reconoceréis, es alto y moreno como las gentes de Thorold —a medida que Nelac hablaba, Maerad tuvo una vívida imagen mental: un rostro moreno y divertido con los ojos grises como el mar—. Me ha dicho que os esperaría en el extremo del muelle que está al lado del acantilado, y sabe qué aspecto tenéis. Llegad allí lo más rápido que podáis. Es un hombre en el que se puede confiar —apartó la vista de Cadvan y Maerad—.
Todas mis esperanzas se van con vosotros. Haced lo que sea preciso. La Oscuridad no ha de imponerse.
De repente Maerad sintió que rebosaba amor por aquel anciano, dulce, sabio y humano, a la par que severo y fuerte, lo sabía, como la misma roca. Le lanzó los brazos alrededor del cuello y lo besó en la mejilla. Nelac pareció ligeramente sorprendido, pero sonrió.
—Ve en paz, joven Bardo —dijo.
—Adiós, Nelac —susurró Maerad, todavía enganchada a su cuello—.
Gracias —lo soltó y dio un paso atrás.
—No habrá helada capaz de minar la voluntad de la Luz —dijo Nelac—.
Recordad eso. Las raíces del Canto del Árbol son muy profundas, y sus brotes emergen cuando menos te lo esperas. ¡Mantened la vigilancia! — Maerad asintió—. Ve en paz, Cadvan —este lo abrazó sin hablar. Después los dos entraron en el pasadizo y Nelac cerró la puerta tras ellos. Maerad oyó cómo la llave giraba en la cerradura.
Durante un instante la oscuridad fue absoluta. Lentamente una pálida iluminación plateada floreció en la negrura. El brillo procedía de Cadvan, pero este no se movía. Miraba hacia delante sin ver.
—Dudo que vuelva a ver a Nelac —dijo rotundamente—. Pese a que me enteraría, estoy seguro de que me enteraría, si muriese… —había cierta tensión en su voz, una dolorosa duda, y Maerad no respondió instantáneamente.
—No sabes lo que ocurrirá —dijo por fin, torpemente—. Y Nelac es fuerte.
—Sí —Cadvan suspiró hondamente, y se deshizo de sus pensamientos—.
Sería más fácil si tuviera alguna cosa para hacer luz —dijo—. No utilizo mucho la propia, pero de tarde en tarde resulta útil. Quizá podamos hacer turnos, no deseo terminar nuestro camino demasiado cansado. No tengo ni idea de lo que hallaremos en el otro extremo.
Maerad miró hacia delante. El pasadizo estaba toscamente excavado en la roca, y ante ellos el muro daba una curva, con lo que quedaba fuera de la vista. Los escalones eran empinados y estrechos, descendían en forma de espiral sin fin hasta el centro del acantilado. El aire estaba cargado de humedad y hacía frío, se estremeció y se ajustó mejor la capa.
Comenzaron el largo descenso. En la pared no había pasamanos ni barandilla, y Maerad constantemente tenía miedo de tropezar y caerse escaleras abajo. A medida que avanzaban, había más humedad y unos hilillos de agua descendían de vez en cuando por las paredes, haciendo que las escaleras se volviesen resbaladizas y traidoras. Más o menos media hora después, a Maerad le tocó el turno de hacer la luz, y comenzó a ver qué había querido decir Cadvan: resultaba agotador, en lo más profundo de su mente, mantener la iluminación mientras se concentraba también en asegurarse de no tropezar y caer.
Escuchaban sonidos distorsionados que vibraban en la roca, y una vez pasaron al lado de lo que debería ser una fina pared de un cuarto u otro pasadizo, porque escucharon con bastante claridad murmullos de gente que hablaba al otro lado.
—La cumbre de Norloch es un laberinto lleno de estos túneles —dijo Cadvan—. Muchos se utilizan para almacenaje, o como pasadizo secreto entre una casa o Círculo y otra. No creo que nadie los conozca todos — Maerad se preguntó qué estaría ocurriendo sobre sus cabezas, en la ciudadela. De vez en cuando escuchaba un débil bum, y si aguzaba el oído podía detectar el eco de gritos de hombres y golpes de pies contra el suelo, pero no era capaz de comprender el sentido de lo que escuchaba.
La escalera parecía continuar eternamente, y a Maerad comenzaron a dolerle las piernas. El frío se le caló hasta los huesos, y estaba cansada de la oscuridad y del techo bajo de pesada piedra, de la sensación de opresión que le daba tener sobre su cabeza un peso que iba en aumento. El círculo constante de las escaleras de caracol le provocaba un extraño mareo, siempre dando vueltas hacia el interior; pensó que cuando llegasen al final su cuerpo tendría un sesgo permanente y nunca podría volver a caminar erguida. Apretó los dientes y continuó.
Cuando por fin se acabaron las escaleras, le temblaban las rodillas y los muslos le ardían por la tensión antinatural de bajar tantos escalones. Se detuvo en seco, mirando a Cadvan.
—Necesito descansar —dijo—. Solo un momento…
—No puedo objetar nada contra eso —dijo Cadvan—. Odio las escaleras — dejó el hatillo en el suelo y se sentó sobre él. Allí el suelo estaba húmedo, y un hilillo de agua discurría por el lateral del túnel, que penetraba en la roca ante ellos y se sumergía en la oscuridad. Maerad hizo lo mismo, estiró las piernas hacia delante y se masajeó los músculos. Ahora olía algo nuevo: un débil aroma salobre que impregnaba el aire estancado.
—Casi hemos llegado —dijo Cadvan—. Pronto estaremos fuera de aquí.
No se detuvieron durante mucho rato. Tras apenas cinco minutos Cadvan volvió a ponerse en pie y se colgó el hatillo a la espalda. Maerad lo siguió por el túnel recto, que discurría ligeramente cuesta abajo. Ahora el camino era mucho más sencillo y se movían con rapidez, poseídos por una apremiante sensación de urgencia. Llevaban unos quince minutos caminando cuando el olor a agua salada se volvió más intenso.
Maerad vio un debilísimo destello de luz estelar en la distancia, pese a que no era capaz de ver la boca del túnel; entonces pudo escuchar el sonido del romper de las olas y, tras él, el murmullo incesante del mar. El túnel se volvió mucho menos pasadizo y más parecido a una cueva natural, el sonido de sus pasos se veía amortiguado por la arena y los muros se estrechaban radicalmente a medida que se acercaban al fin. Se vieron obligados a encorvarse cada vez más y más hasta que casi iban doblados por la mitad. Después, de repente ascendía bruscamente y el último tramo hubieron de escalarlo, trepando por una estrecha obertura que daba a una masa de rocas caídas viscosas por las algas.
A casi cuatro metros bajo ellos las olas difuminaban la línea de la costa, un litoral de negras rocas brillantes, ligeramente húmedas. La noche era clara y brillante, y Maerad respiró el agua salada, aliviada al verse por fin fuera de la atmósfera cerrada y muerta del pasadizo. Los acantilados de basalto negro de Norloch se alzaban sobre ellos, y Maerad vio en las aguas que tenían delante la estrecha bahía del puerto, un punto iluminado por las estrellas entre muros de piedra sin luz.
Ahora era cuestión de abrirse paso cuidadosamente por las rocas, intentando no tropezar en la sombra ni caerse en las pozas de agua salada que llenaba cada hendidura. Resultaba tedioso y requería mucho tiempo, pero lentamente fueron avanzando por la base del acantilado, y pronto Maerad vio el enorme muelle de piedra que surgía ante ellos. Como mal presagio se escuchaban gritos procedentes del agua y el sonido de lucha armada, y de repente vio una lengua de luz roja. Llamas.
—Lucha en el Noveno Círculo —le susurró Cadvan al oído—. ¡Espero que Owan todavía esté esperándonos!
—Nelac ha dicho que le confiaría su vida —dijo Maerad, mientras se preguntaba qué harían si Owan ya se hubiera marchado, movido por lo que fuese que estuviera ocurriendo en Norloch. Continuaron su difícil camino hasta encontrarse en la base del muelle. Se escucharon unos pasos a un lateral, y ellos continuaron arrastrándose sigilosamente. Justo antes de llegar al final, Cadvan extendió la mano para detener a Maerad, y asomó la cabeza por el borde con precaución. Después le hizo un gesto para que lo siguiese, y gatearon sobre el canto del muelle.
Un poco más allá del embarcadero había grupos de gente luchando, grotescamente iluminados por las llamas. Tres de los barcos amarrados en la curva más alejada de aquel lado del puerto estaban en llamas, y su reflejo brillaba como sangre en la superficie de las olas.
—¡Están quemando las naves! —murmuró Cadvan—. Enkir está actuando a conciencia.
Maerad no veía con claridad qué estaba ocurriendo en el muelle, pero escuchaba el sonido de espadas que chocaban entre ellas y terribles gritos y chillidos. Cerró los ojos, aquello se parecía demasiado a sus recuerdos de Pellinor. No podía soportar pensar en eso. No en aquel instante.
Estaban escondidos en la sombra de un gran noray, y habían pasado, de momento, desapercibidos. Cerca de ellos unos cuantos barcos tintineaban suavemente en sus amarres. Cadvan los examinó en cuclillas, con el rostro lleno de ansiedad. ¿Cuál era el suyo? Todos parecían desiertos. No muy lejos, pero demasiado para la tranquilidad de Maerad, había uno con las velas rojas, pero no podía ver el nombre desde donde estaban.
—Creo que debe de ser ese —Cadvan hizo un gesto con la cabeza en dirección al barco—. Maerad, ahora puedes hacer un conjuro destellante, ¿verdad? Hazte invisible. No queremos que nos divisen. No veo a ningún Bardo, aunque es algo difícil de determinar en este caos —Maerad se concentró durante un momento. Nunca había hecho aquello, pero era fácil.
Cadvan levantó una ceja y ella asintió, entonces los dos se pusieron en pie y salieron corriendo.
Casi habían llegado al barco, ya estaban lo suficientemente cerca para ver un búho en pleno vuelo pintado en blanco sobre las velas y la pasarela apoyada en la piedra, cuando escucharon un grito. Un Bardo los había visto.
—¡Alto! —un hombre alto que portaba una maza y una antorcha encendida se acercó corriendo hacia donde estaban ellos—. ¡Alto! ¿Quién va? ¡Nadie tiene permitido pasar por estos muelles, por orden del Primer Bardo!
Todavía estaban demasiado lejos del barco para arriesgarse a salir corriendo. Maerad escuchó a Cadvan maldecir entre dientes. El conjuro destellante no podía engañar a un Bardo, pero tal vez todavía tuviesen alguna esperanza de disfrazarse. Se volvió hacia el hombre, agarrando la empuñadura de la espada bajo la capa.
—¡Piedad, señor! —gimió, con un acento que Maerad desconocía—. Mi hijo y yo estamos intentando que no nos maten —la capucha le ensombrecía el rostro, y Maerad se cubrió más la cabeza con la suya.
—Deberías haber estado fuera del puerto hace una hora —dos hombres más corrían tras él.
—No lo sabíamos —dijo Cadvan—. Nos hemos quedado atrapados…
—Son Bardos —dijo una voz desde detrás del primero. El hombre acercó la antorcha hacia ellos, escudriñando el rostro de Cadvan. Maerad se colocó tras él, intentando ocultarse entre las sombras parpadeantes.
—¿Bardos, señor? —dijo Cadvan.
—Ve a buscar a Enkir —dijo la voz—. Creo que son ellos —el tercer hombre salió corriendo.
Estaba claro que era demasiado tarde para ocultarse. Los dos Bardos que quedaban se acercaron a zancadas para prenderlos, pidiendo ayuda a gritos. Cadvan desenvainó su espada, Arnost, y dieron un salto atrás. El primer hombre dejó caer la antorcha y cogió la maza con las dos manos.
En aquella décima de segundo Maerad miró a su alrededor desesperada.
Parecía que en el muelle había docenas de soldados luchando, pero no podía ver quién luchaba contra quién. Había más soldados que se acercaban a ellos corriendo. Vio la blanca imagen borrosa que miraba a hurtadillas por la borda del barco y desaparecía inmediatamente. Owan.
No los había abandonado. Sin pensar, sacó su propia espada y se colocó hombro a hombro con Cadvan, recularon hacia un noray y se colocaron contra él. El agua brillaba débilmente en negro tras ellos.
—¿Me matarías, Gast? —le dijo Cadvan al primer hombre. El filo de Arnost brillaba peligrosamente—. Yo en tu lugar me lo pensaría.
—¡Silencio, traidor! —gritó Gast—. Ahora la muerte es tu condena —alzó la maza y arremetió contra ellos. Cadvan y Maerad se echaron a un lado y el golpe cayó sobre el noray, del que saltaron chispas. Relució otra espada y Gast cayó al suelo, la sangre le bajaba oscura por el cuello y la boca. Se convulsionó y después dejó de moverse. Maerad se quedó mirando un instante, horrorizada ante aquella rápida muerte, pero otra persona blandía una espada ante ella. Paró el ataque y saltó hacia Cadvan, que empujó hacia atrás al soldado y entonces, con la mano izquierda, elevó de repente un muro de llamas blancas a su alrededor. Los soldados se desvanecieron tras él, y Maerad y Cadvan se vieron encerrados en un ardiente semicírculo.
Cadvan se volvió hacia ella, con el rostro extrañamente iluminado por el fuego y las marcas de los latigazos lívidas sobre su piel blanca.
—Estamos a menos de diez metros del barco —dijo—. Nuestra única esperanza es abrirnos paso hasta allí luchando, y no podemos hacerlo con las espadas, son muchos. Si los dos contenemos un muro que nos rodee, podremos conseguirlo.
Maerad asintió, respirando entrecortadamente. Más allá de las llamas plateadas escuchaba los gritos de muchos soldados. Tomó la mano de Cadvan, uniendo su mente a la de él, y las llamas se elevaron, brillantes y frías. Después, paso a paso, Cadvan y ella comenzaron a moverse por el muelle en dirección al barco. Todavía no habían dado tres pasos cuando comenzaron a sentir la presión de un conjuro anulador: las llamas se debilitaron y bajaron, y se percibían las formas borrosas de los soldados al otro lado. Presionó con más fuerza y las llamas volvieron a alzarse.
—Ahí fuera hay más de dos Bardos —dijo Cadvan. Comenzaba a brotarle sudor en la frente—. Percibo por lo menos a cinco. Creo que podremos conseguirlo, Maerad. Acércate más.
Poco a poco, con una lentitud agónica, se fueron acercando al barco.
Maerad sentía que todo su cuerpo ardía de la tensión. Se atrevió a mirar por encima del hombro, y el barco pesquero todavía se balanceaba con serenidad sobre el agua, aparentemente desierto. Seis metros, tres, ya casi habían llegado. La cabeza le latía con fuerza por la presión de mantener el muro, pero lo conseguirían.
Entonces, de una manera espantosamente inesperada, las llamas se desvanecieron. Maerad se tambaleó del susto, era como si acabase de aplastarlos un pie gigante. Cadvan le agarró la mano con fuerza mientras se quitaba el sudor de los ojos, y lanzó otra fuerza de resistencia para ganar unos preciosos segundos. Maerad parpadeó, intentando ver algo. Vio las imágenes borrosas de las antorchas y una ferviente masa de sombras oscuras, pero ante ellos tenían algo diferente, un nuevo poder que antes no estaba allí.
—Enkir —dijo Cadvan, jadeando—. ¡Es Enkir! ¡Parece un espectro!
«Parece un espectro», pensó Maerad con la rapidez del miedo, «pero no lo es». Aquel poder no contenía el terror de la tumba, pero era la misma maldad viva que había sentido en el Salón de Cristal. Veía la figura de Enkir a menos de cinco metros de ellos, no más grande que cualquiera de los soldados que daban vueltas alrededor de él; pero un poder se reunía a su alrededor como una sombra abominable, de manera que parecía cernirse gigantesco sobre ellos, espantoso y aterrorizador. Los soldados estaban dispersándose, encogiéndose de miedo ante él, pero Maerad apenas se percataba de su presencia.
La resistencia de Cadvan iba desvaneciéndose y ella sentía como un golpe salvaje en la cara, la fuerza de la voluntad de Enkir, cruel e implacable.
Aplastó la mano de Cadvan dentro de la suya y lanzó un rayo de fuego presa del pánico, deseando con todas sus fuerzas saber cómo aprovechar los poderes que sin duda poseía.
Enkir se limitó a alzar la mano, y el rayo se elevó hacia el firmamento.
De repente Maerad recordó lo que le había dicho Indik en Innail, le parecía que hacía años. «La inteligencia es la clave. No eres lo bastante fuerte para permitirte ser tonta, ¡piensa!» Tragó saliva y se tranquilizó.
Enkir estaba ahora quieto, y las olas negras que rompían contra él disminuyeron un poco. Levantó los brazos, construyendo una terrible fuerza de oscuridad a su alrededor. Maerad percibió, con un sentido surgido de las profundidades de su mente, que estaba recurriendo a algo ajeno a él. Sintió que le comenzaban a estallar los oídos. Enkir iba a aplastarlos a los dos con un solo golpe.
Se dio cuenta con un vuelco del estómago del desprecio que contenía su gesto: era el mismo desprecio con el que había destruido a su madre. Le echó un rápido vistazo a Cadvan, y este captó sus pensamientos. Asintió imperceptiblemente. Entrelazaron las manos, durante unos interminables segundos de terrible espera mientras la fuerza se construía hasta alcanzar una presión casi insoportable. El aire vibró con un sonido similar al chirrido del metal atormentado.
Entonces Enkir liberó su golpe. Juntos, Maerad y Cadvan elevaron un escudo en aquel preciso instante, un escudo que era como un espejo en llamas. Durante un brevísimo momento brilló intensamente colgando del aire ante ellos, y después el rayo de Enkir lo golpeó como un martillo. El escudo explotó en abrasadores fragmentos de colores deslumbrantes y tanto Cadvan como Maerad se tambalearon hacia atrás, en el mismo límite del muelle.
Pero el rayo no los alcanzó, rebotó y golpeó a Enkir. Jadeando, Maerad se recuperó y lanzó una descarga de relámpagos que lo siguieron. Unos fogonazos entrecortados iluminaron la escena del muelle durante unos breves instantes, como si fuesen imágenes inmóviles impresas a fuego en su vista. Un hombre que estaba cerca de ellos había soltado tanto la espada como el escudo y había caído de rodillas, cubriéndose los ojos con las manos en un gesto de desesperación y horror.
Otros luchaban con una especie de locura, como si estuviesen poseídos.
Por lo menos cuatro cuerpos yacían estirados en el suelo, completamente inmóviles; pero Maerad no vio ni rastro de Enkir. Entonces Cadvan y ella se volvieron y salieron corriendo para salvar sus vidas, recorriendo los últimos metros que les quedaban, por la pasarela y hacia el interior del barco.
Owan estaba tirado sobre la cubierta, cubriéndose las orejas con las manos. Se asustó cuando saltaron al barco, pero al ver quiénes eran se acercó para recibirlos. Cadvan ya estaba retirando la pasarela tras él.
—Os habéis tomado vuestro tiempo —dijo Owan.
—¡Rápido! —jadeó Maerad. Owan fue hacia proa sin apresurarse aparentemente, pese a que en realidad se estaba moviendo muy rápido, y soltó las amarras del barco.
—Agradecería un poco de ayuda con el viento —dijo lacónicamente por encima del hombro.
Cadvan se quedó mirando hacia él durante un segundo hasta que captó qué quería decir. Entonces levantó los brazos y habló. Maerad todavía se estaba preguntando qué habría pedido Owan cuando escuchó el silbido del aire, que reunía fuerzas hasta convertirse en una fuerte brisa, y las velas se agitaron y se hincharon. El barco comenzó a separarse a ritmo constante del muelle.
«Más rápido, más rápido, por favor más rápido» pensó Maerad, pero parecía que Owan no se daría prisa. Poco tiempo después estaban visiblemente separados de las otras embarcaciones. Owan le hizo un gesto a Cadvan, el viento que hinchaba las velas se volvió más fuerte y comenzaron a adquirir velocidad sobre las olas en dirección a la salida del puerto.
Maerad volvió la vista atrás, hacia el muelle. No podía ver que estaba ocurriendo, pero ahora sentía que Enkir ya no estaba allí, aquella horrible presencia había desaparecido. ¿Lo habían matado? No podría decirlo. La explosión que Enkir pretendía dirigir hacia ellos había sumido toda la escena en una confusión total. Se escuchó un gran alboroto, y parecía que los soldados todavía estaban luchando entre ellos. Nadie se había dado cuenta todavía de que había un diminuto barco que se escabullía del puerto.
Cadvan se acercó y se quedó a su lado.
—¡Ay, Norloch! —dijo.
—Sí —dijo Maerad. Se agarró firmemente a las velas para detener su temblor, efecto de la batalla. Cadvan volvió la vista hacia el agua.
—Me alegro de que nos dirijamos a Thorold —dijo—. Quizá sea porque es una isla, pero siempre ha sido uno de los Reinos más independientes. Si el Primer Círculo emite una orden de busca y captura sobre nuestras cabezas, lo más probable es que allí la ignoren.
—¿Una orden de busca y captura? —Maerad se volvió para mirar a Cadvan con los ojos como platos. Cadvan se encogió de hombros.
—Es probable, Maerad. Se ha derramado sangre. Y a menos que el Primer Círculo se reinstaure bajo las órdenes de Nelac, algo que parece escasamente probable, ahora somos unos proscritos. Esta noche hemos hecho algunos enemigos poderosos.
Maerad inclinó la cabeza, sintiéndose oprimida. Durante unos segundos se preguntó si tendría la fuerza para huir tanto de la Luz como de la Oscuridad. Era demasiado duro… Había pensado que Norloch sería el fin de su viaje, pero parecía que aquel no era más que el principio de otra huida, esta vez hacia lo desconocido, con un destino más incierto de lo que lo había sido nunca.
—Lamento la muerte de Gast —dijo Cadvan después de una pausa—. No era un hombre malvado, sencillamente desencaminado. Estaba haciendo lo que creía que era lo correcto.
Maerad pensó «iba a matarte», pero no lo dijo.
—¿Le conocías bien? —preguntó, volviéndose para mirar a Cadvan.
Tenía los ojos oscurecidos por la tristeza.
—No, no muy bien —dijo—. Venía de la Escuela de Desor —se quedó en silencio durante un rato—. La guerra civil es algo feo, Maerad. Enfrenta a amigo con amigo, y convierte en enemigos a aquellos que por derecho deberían ser nuestros aliados. Deseaba no tener que verla nunca. Pero así son estos tiempos.
Miraron al agua, escuchando los horribles gritos de la batalla, que ahora comenzaban a disolverse en la distancia.
—¿Crees que Enkir está muerto? —preguntó Maerad de repente.
—Me gustaría creerlo —dijo Cadvan—. Pero no siento ninguna seguridad, lo que tal vez sea señal de que todavía vive. Saca su poder de una fuente que es más que humana, y eso puede haberlo protegido. Y si Enkir está vivo, temo por Norloch. Continúa siendo Primer Bardo, el Bardo más poderoso de Annar, y utilizará el caos de esta noche para sus propios fines.
—Pero ¿podrá tal vez Nelac detenerlo?
—Tal vez —respondió Cadvan—. Pero tal y como él mismo dijo, ¿hasta qué profundidad llegará esta oscuridad? Cuando la gente tiene miedo, abandona prácticamente todo por una ilusión de seguridad. Solo Nelac sabe lo profundamente que Enkir ha traicionado a la Luz, y Enkir ya le ha acusado de traición. Nelac nos ha ayudado a escapar, y yo he matado a un Bardo, por lo menos. No es necesario ser malvado para equivocarse —la voz de Cadvan era sombría—. El peso de las pruebas podría contar tranquilamente contra cualquier cosa que pueda decir Nelac.
—¿Pero el Consejo no puede decir qué es lo cierto? —dijo Maerad con repentina pasión—. Son Bardos, ¿no es así? ¿No se supone que los Bardos deben saberlo?
Cadvan le dirigió una sonrisa cansada.
—La verdad no es tan sencilla, Maerad. Tú lo sabes. Todo depende del punto de vista desde el que mires, y cambia… ¿Crees que es tan fácil localizar lo que es obra de la Luz? ¿Cómo podemos saber de verdad cualquiera de nosotros que hemos elegido lo correcto?
Maerad pensó en Norloch, la elevada ciudadela de los Bardos, que ahora se había revelado como centro de la Oscuridad, y después en la confesión que Cadvan le había hecho aquella misma noche, y se quedó callada. Se sentía invadida por un repentino desasosiego. Ella pensaba que la Oscuridad y la Luz eran fáciles de diferenciar como la noche y el día, pero Cadvan parecía estar diciendo que las cosas no eran así en absoluto, que la seguridad no era sino una consoladora ilusión.
—¿Crees que estamos haciendo lo correcto? —preguntó por fin.
Al principio Cadvan no le respondió, y después suspiró.
—Sí, creo que sí —dijo—. Por lo menos, estamos haciéndolo lo mejor que podemos, conscientes de lo poco que hacemos. Pero a veces no tienes opción, solo puedes elegir entre malo y peor.
Entonces Owan llamó a Cadvan para que se acercase a él, porque deseaba más ayuda con el viento, y Maerad se quedó sola en la borda, meditando melancólicamente, mirando hacia la ciudad en llamas.
Cuando el barco cruzó el puerto, dibujando un surco blanco entre las olas, el ruido de la lucha se desvaneció por completo bajo el suave crujido de las velas y el murmullo de las olas. Maerad le dirigió un largo vistazo a la ciudadela, sintiendo cómo el temblor de sus miembros cesaba gradualmente.
Los barcos todavía ardían a lo largo del muelle, arrojando un espantoso reflejo sobre el agua, y con una punzada de consternación vio como el fuego lamía los Círculos superiores. El Primer Círculo parecía estar completamente en llamas. Pensó en Nelac; había dicho que llevaría a sus estudiantes a un nivel inferior. No estarían todavía en el Primer Círculo, ¿verdad? Deseó con amargura que Enkir estuviese muerto. Tal vez entonces el Círculo se restauraría.
Pese a todo lo que había ocurrido durante las últimas horas, Maerad sintió que la sangre le ardía de vida. Estaba cansada, cansada hasta los huesos, pero no tenía nada de sueño. Lentamente, mirando hacia las anchas aguas, sintió que se iba relajando, y pensó, por primera vez desde que había tenido lugar, en su proclamación, en la oleada de fuego que había atravesado y la había transformado. Ahora era diferente. Era el Lirio de Fuego, Elednor de Edil-Amarandh.
Se sentó en la cubierta y se puso a observar detenidamente las estrellas.
Allí, igual que cuando la veía desde El Castro de Gilman, brillaba Ilion, resplandeciente y solitaria. Pensó en Hem, ¿dónde estaría ahora? ¿Estaría él también mirando hacia el cielo nocturno, pensando en ella? Y tal vez su madre, Milana, hubiera hecho exactamente lo mismo; tal vez ella también hubiera buscado la joya radiante de Ilion entre las constelaciones, y pensando en ella como su estrella.
«Aquí, sobre la faz de la tierra», pensó Maerad, «la gente trabaja, sufre y muere. ¿Algo de esta angustia tocará a Ilion?» Se preguntó si las estrellas podrían sentir las vibraciones de la alegría y el asombro humanos, del dolor y la desesperación. ¿Sabrían las estrellas lo que era lo correcto y lo incorrecto? ¿Qué significarían para ellas la Luz y la Oscuridad? Recordó lo que Ardina le había dicho a Cadvan: «la Luz florece más brillante en los lugares más oscuros». Tal vez, a aquella distancia de los asuntos humanos, otro modelo emergiese del caos, otros tipos de necesidad, e incluso el mal se convirtiese en parte de una música mayor.
Maerad miró al firmamento, sintiendo cómo el corazón le latía dentro del cuerpo y la sangre recorría cada diminuta vena. Sentía como si comprendiese profundamente, por primera vez en su vida, las complicadas relaciones entre todas las cosas, una red de infinita belleza y complejidad.
Entre la pequeña orbe de su ojo y aquella distante estrella, sentía la tensión de un minúsculo hilo brillante, una de las infinitas gravedades que entretejían lo vivo y lo muerto, lo lejano y lo cercano, lo diminuto y lo inmenso, en un mundo siempre cambiante, siempre renovándose.
A medida que aquella comprensión aumentaba en su interior, los miedos que la perseguían fueron subsidiendo gradualmente y desaparecieron. Por vez primera desde que era capaz de recordar, pensó en su madre sin dolor.
La vio en su imaginación, alta, intacta y hermosa: Milana, Primer Bardo de Pellinor. Ahora se sentiría orgullosa de su hija.
Maerad inspiró el dulce aire de la noche con intenso júbilo. Aquella noche, pensó, no le importaba lo que le deparase el futuro, qué peligrosos viajes e inimaginables horrores la aguardasen. Aquella noche, el presente bastaba.
Aquí termina el Primer Libro de Pellinor.