Capítulo I
Huida
Durante casi tanto tiempo como era capaz de recordar, Maerad había estado prisionera entre muros. Era esclava en El Castro D de Gilman, y era la suya la más mísera de las existencias: un ciclo sin fin de penurias, agotamientos y tristes miedos.
El Castro de Gilman era una pequeña aldea de montaña situada más allá de las fronteras de las amplias tierras del Reino Interior de Annar.
Estaba anidado sobre la nuca de un inhóspito valle en la vertiente oriental de las montañas de Annova, donde la cordillera se separaba brevemente y discurría, como si de dos garras se tratase, hasta casi llegar al extremo norte. Su virtud, por lo menos en lo que respectaba al Caballero Gilman, era su aislamiento: aquí podía ser el tirano de sus dominios, sin nada que le controlase.
Era un fuerte bien defendido, a pesar de que nadie venía a atacarlo. En la parte de atrás del castro estaba el despeñadero de la muralla exterior, un escarpado precipicio que descendía varios cientos de metros desde el Landrost, el pico más alto de aquella parte de la cordillera. Alrededor del castro había unos muros de piedra toscamente cubierta, que se alzaban hasta una altura de nueve metros desde una base de unos seis metros de ancho. Se iban estrechando hasta tener poco más de un metro de anchura en la parte superior, espacio suficiente para que dos hombres pudiesen caminar uno al lado del otro.
En la parte delantera había unas sólidas puertas de madera, por las que podían entrar con facilidad ocho hombres o un carro. Las puertas estaban atrancadas por la noche y la mayoría de los días, excepto para las cacerías o cuando los hombres de las montañas venían con sus enormes carros para intercambiar bienes, carne salada, quesos y manzanas secas por espadas, flechas, cubos y clavos.
Allí vivían cerca de un centenar de almas: el Caballero Gilman y su esposa, que había quedado reducida a una sombra después de haberle dado doce hijos, de los cuales aún vivían cinco, y sus secuaces con sus esposas y bastardos. El resto eran esclavos como Maerad, que habían sido capturados en algún asalto durante la juventud de Gilman, o por los que habían regateado en la puerta, o que sencillamente habían nacido allí. Vivían en habitaciones comunes, en unas cabañas alargadas a la sombra de las murallas.
Los edificios eran antiguos, incluso más de lo que pensaría Gilman. Las murallas las habían levantado en tiempos olvidados adustos hombres del norte para mantener alejados a los lobos y cosas peores. Bajo el dominio de Gilman, las murallas servían sobre todo para mantener a la gente en su interior. Los pequeños prados que había dentro eran cultivados y cosechados por esclavos; las mesas, tapetes, quesos y bebidas agrias estaban hechas por esclavos, y Gilman no deseaba que ninguno de ellos se escapase. Sus numerosos guardias servían para reforzar su tiranía y, de manera no trivial, complacían la opinión que él mismo tenía acerca de su propia autoridad. Como muchos otros que gobernaban territorios bastante más extensos, Gilman no estaba por encima de la mezquindad que implica la vanidad.
Si alguien conseguía escapar, no había ningún lugar hacia donde correr: el destino más probable sería ser cazado por alguna bestia salvaje en los bosques que se extendían por debajo de las montañas. Eincluso hasta aquel aislado castro habían llegado rumores que estremecían al mundo exterior: murmullos de sombras sin nombre que se aparecían en las profundidades del bosque, o de demonios olvidados que ahora se despertaban y caminaban a plena luz del día. Por lúgubre que fuese El Castro de Gilman, aquellas imprecisas historias de miedo funcionaban igual de bien que cualquier muralla, impidiendo cualquier intento de huida.
Maerad todavía era demasiado joven para haber abandonado la esperanza de escapar, a pesar de que se acercaba a la edad adulta y ya había comenzado a comprender mejor cuáles eran sus propias limitaciones, pues entendía que aquello era un sueño infantil. La libertad era una fantasía que ella roía obsesivamente durante sus pocos momentos de recreo, como un hueso viejo al que solo le queda un hilillo de carne y, como todas las ilusiones, la dejaba todavía más hambrienta que antes, solo que era consciente con más intensidad de cómo su alma moría de hambre dentro de ella, con las alas atrofiadas por la desesperación de no ser utilizadas.
El día que comenzaba la primavera empezó como cualquier otro en la vida de Maerad, con el sonido metálico de la campana del amanecer arrancándola del sueño. La empujó al límite de la conciencia, dolorida, pesada y ciega, y los sueños se sumieron en la oscuridad de su mente, como si nunca hubieran estado ahí.
Al amanecer salió dando tumbos de la casa de los esclavos hacia el pozo del patio, mientras su piel se contraía de dolor ante el aire helado.
Se pasó la capa sobre los hombros y, sin apenas mirar hacia las formas borrosas de los edificios que la rodeaban, sacó un poco de agua y se la echó sobre la cabeza. Entre jadeos se sacudió el agua del cabello pesado, y el aliento le salió formando blancos remolinos por la nariz y entre los dientes que le castañeaban. Todavía sentía los miembros como el plomo, el rostro entumecido como un ladrillo, pero por lo menos estaba despierta.
Se estaba secando con la capa cuando escuchó un fuerte paso a sus espaldas. Maerad se volvió, rápida como un perro salvaje, con los pelos del lomo erizados. Pero solo era Lothar, el enorme y atontado encargado de la mantequería.
—¿Te acostaste tarde? —preguntó Lothar con una risita.
Maerad se volvió hacia el pozo con desprecio.
—Se escuchaba a los señores hasta que cantó el gallo —dijo—. ¿Y quién te tomó anoche?
—Cierra esa boca fangosa, cerebro de mosquito —dijo ella secamente—.
O te echaré mal de ojo —se volvió para mirarlo a la cara, descaradamente, y comenzó a levantar las manos.
Lothar se puso pálido y cruzó las manos ante los ojos.
—¡Protección! ¡Protección! —lloriqueó—. No quería hacerte daño, Maerad.
—Entonces mantén tu boca alejada de chismorreos malvados —dijo ella entre dientes—. ¡Venga! ¡Vete!
Lothar se escabulló rápidamente, y Maerad se permitió una seca sonrisa antes de saborear el precioso minuto que le quedaba para sí misma. El castro se estaba desperezando, todavía no había cantado el gallo y aún faltaba un poco para que sonase la campana que los llamaba. La mayoría de los esclavos se acurrucaban ávidamente en sus pequeños retazos de calor del sueño, reacios a abandonarlo hasta el último segundo.
Maerad se echó hacia atrás y respiró hondo, alzando la vista hacia las distantes estrellas, diminutos puntos de fuego helado que se elevaban mucho más allá de las montañas. Buscó, como siempre hacía, la estrella del amanecer, Ilion, que ardía intensamente sobre el horizonte hacia el este, y aspiró una nueva frescura en el aire de la mañana. «Es el comienzo de la primavera», pensó. A pesar de su cansancio, su espíritu se elevó. Entonces bajó la vista hacia sus manos callosas y suspiró. «Pero no para mí, yo ya me estoy marchitando. ¿Qué será de mí?»
Miró para las miserables moradas que la rodeaban con un odio apagado. Además de los aposentos del caballero y el Gran Salón, que estaban mejor cuidados que la mayoría, el castro consistía en casuchas de piedra con el suelo sucio y tejados construidos con tablillas de madera podrida. Muchas se derrumbaban por los años que tenían y a duras penas les habían puesto cataplasmas de arcilla y paja, lo que les daba un aspecto extraño y enfermizo. Apestaban a estiércol podrido y porquería humana. Desde el interior del gran dormitorio Maerad escuchaba el llanto débil y agudo de un niño enfermo, y a alguien que le gritaba con enfado, y después el sollozo seco de una mujer. «¿Qué será de mí?», se volvió a preguntar, inútilmente, y entonces sonó el tañido de la campana que los llamaba, que irrumpió en sus pensamientos. Se sacudió y caminó pesadamente hacia la sala común, para tomar su escaso desayuno consistente en unas finas gachas grises y para que le asignasen sus tareas del día.
Aquella mañana a Maerad la enviaron al corral de la leche, al sector de Lothar. Puso un gesto de disgusto ante su mala suerte. Tendría que aguantarlo todo el día después de haberlo desairado, y hoy se encontraba especialmente cansada. La noche anterior había acontecido uno de los desmadres del Caballero Gilman, una reunión especial para señalar la primera cacería de la primavera, y sus hombres habían vuelto hambrientos, con el cabello revuelto, salpicados de sangre, peleones, pidiendo a gritos cerveza, voka, carne asada y música. Para Gilman aquel era uno de los momentos más importantes del año, y el trabajo de los esclavos se duplicaba durante aquel día. Maerad había hecho un turno de más en la cocina, dándoles vueltas y echándoles salsa encima a los cadáveres de ciervo ensartados en los pinchos de hierro. Después, ya que ella era la única música del castro, se había sentado en el Gran Salón durante toda la noche tocando las baladas que le resultaban tan tediosas: historias sobre la matanza del ciervo y el valor de hombres y perros. Y más tarde, canciones para beber, y otras verdes, las que Maerad más odiaba.
El Gran Salón era un gran nombre para algo que en realidad era un enorme establo, cruzado por toscas vigas, con un agujero ennegrecido en el tejado para que saliese el humo del gran fuego que siempre ardía en el medio del suelo. Maerad se sentaba en una esquina con su lira, con el rostro vacío de expresión para ocultar su desprecio, mientras veinte hombres sentados a una larga mesa de madera toscamente labrada colocada contra la pared arrancaban la carne de los huesos con las manos y se emborrachaban hasta perder el conocimiento con voka, un licor áspero que escocía en los ojos, destilado a partir de nabos y colinabos. No se habían tomado la molestia de lavarse, y su olor agrio y el humo de la madera hacían que le llorasen los ojos. Nadie había intentado ponerle las garras encima, para su alivio infinito, pero aun así, los ojos de color rojo encendido de los hombres la hacían sentirse sucia. A medida que transcurría la noche, el salón se llenaba y se calentaba más, y Maerad se sentía mareada por el mal olor y el cansancio. Había tocado mal, algo que raramente ocurría incluso en aquellas circunstancias, pero nadie se había dado cuenta.
La juerga había acabado poco antes del alba, cuando el último borracho bruto había caído boca abajo sobre la larga mesa y se había echado a roncar entre los demás, que yacían babeando sobre las manos o dentro de sus propios vómitos. Entonces, por fin, temblorosa por el cansancio, Maerad había cogido su lira y abandonado el salón, dando tumbos entre perros dormidos, huesos tirados, porquería, voka derramado y cuerpos roncantes, hacia el dulce aire del exterior. Apestaba, pero estaba tan cansada que simplemente recorrió el camino hacia las estancias de las esclavas y se deslizó sobre su precario palé cubierto de paja para tener una hora escasa de sueño.
En el establo de las vacas apoyó la frente sobre los flancos cálidos de una vaca de ojos negros, que rumiaba pacientemente mientras ella manoseaba sus ubres repletas. La leche salpicaba rítmicamente el interior del balde. Maerad estaba a punto de quedarse dormida cuando de repente la vaca hizo un amago de patada contra ella y esta intentó esquivarla como pudo. Se espabiló de golpe, rescatando el balde — derramar la leche significaría un azote— e intentó calmar al animal.
Normalmente una palabra bastaría, pero la criatura continuaba resoplando y pataleando, tirando de las cadenas que la agarraban de la pata trasera y la cabeza como si estuviese angustiada o asustada.
A Maerad se le erizó el vello de la nuca. Tuvo una extraña y tensa sensación, como si estuviese a punto de estallar una tormenta y el aire estuviese cargado de electricidad ante los inminentes rayos. Miró por todo el establo.
Allí había un hombre de pie, a menos de tres metros de distancia, un hombre al que nunca había visto. Durante un momento, el susto la dejó sin respiración. El hombre era alto, y su rostro adusto estaba ensombrecido por una capucha de lana oscura, toscamente tejida. Ella se levantó y buscó una vela de junco, sin saber si gritar pidiendo ayuda.
—¿Quién eres? —le dijo secamente.
El hombre permaneció en silencio.
Ella comenzó a asustarse.
—¿Quién eres? —volvió a preguntar. ¿Sería un semi-hombre salido de las montañas? ¿Un fantasma?— ¡Avante, espíritu negro!
—No —dijo él por fin—. No, no soy un espíritu negro. No soy ningún semi-hombre con piel de humano. No. Perdóname —suspiró pesadamente—. Estoy cansado, y herido. No soy lo bastante… yo.
Sonrió, pero aquello era más bien una mueca de dolor, y cuando la luz de la vela sobrepasó la capucha e iluminó sus rasgos, Maerad vio que estaba gris de cansancio. Su rostro era llamativo: no parecía ni joven ni viejo, el semblante de un hombre de quizá unos treinta y cinco años, pero que de alguna manera tenía también la autoridad que da la edad.
Tenía los pómulos elevados, una boca firme y grande y los ojos hundidos. Le sostuvo la mirada:
—Y ¿quién eres tú, joven bruja-doncella? Se necesita tener una vista aguda para ver a los que son como yo, aunque quizá mis artes me estén fallando. Di tu nombre.
—Y ¿quién eres tú para preguntarme? —le dijo Maerad beligerante. Se dio cuenta, con una punzada de sorpresa, de que no estaba asustada a pesar de que, pensó en una décima de segundo, debería estarlo.
El hombre la miró duramente, analizando su rostro. Se tambaleó ligeramente y se corrigió, y después volvió a sonreír, como si se disculpase.
—Soy Cadvan, de la Escuela de Lirigon —dijo—. Y ahora, señorita, ¿cómo te llaman?
—Maerad —dijo, casi en un susurro. De repente se sintió completamente sin palabras, confundida ante su cortesía.
—Maerad de las Montañas —dijo el extranjero con una sonrisa irónica.
—De… de la fortaleza de Gilman —dijo con la voz entrecortada. Y después rápidamente—. Soy esclava aquí…
—¿Esclava?
Se escucharon unos pasos en el exterior y la mole de Lothar ensombreció la puerta.
—¿Dónde está la leche? ¿Qué estás haciendo aquí, es que has perdido el juicio? ¿Es que te estás buscando el látigo? Si no aparece la mantequilla, ya sabremos a quién echarle la culpa.
Él no se sentía bien con ella después del desaire de aquella mañana.
Pero Maerad volvió a tomar aliento, aturdida. A pesar de que el extranjero estaba directamente ante su vista, Lothar parecía ver a través de él.
—Lo-lo siento —tartamudeó ella—. El ganado está inquieto…
Se sentó en el taburete y se volvió a inclinar hacia la vaca, que ahora esperaba pacientemente. Lothar la miró mientras ordeñaba. Ella deseó que se fuese. Tras un rato breve, escuchó cómo se alejaban sus pasos y se relajó un poco. Continuó ordeñando porque necesitaba tiempo para poner sus pensamientos en orden. El extranjero continuaba allí, mirándola.
—Maerad —dijo tranquilamente el extranjero—. No deseo hacerte daño.
Estoy cansado y necesito dormir. Es por eso por lo que estoy aquí —se pasó la mano por la frente, y después se inclinó sobre la pared del establo.
—No te ha visto —dijo ella inexpresivamente, todavía ordeñando sin cesar para esconder su asombro.
—No, es un pequeño detalle —dijo él, casi abstraído—. Un simple conjuro destellante. Lo interesante es que tú me hayas visto —se la volvió a quedar mirándo con aquella mirada penetrante, perturbadora.
De repente Maerad se sintió tímida ante él, como si estuviera desnuda, y volvió la cara. Sentía los ojos de él sobre ella, y después una especie de alivio cuando él apartó la mirada. Involuntariamente tembló.
Escuchó cómo él se movía y se sentaba.
—Desearía no estar tan cansado —dijo por fin, y después preguntó—.
No siempre has sido esclava, ¿verdad?
—Mi madre no era esclava —respondió Maerad, hablando de mala gana, como si lo hiciese contra su voluntad—. Gilman la compró y la trajo aquí cuando yo era muy pequeña. Creo que quería pedir un rescate, pero nadie la reclamó —hizo una pausa y añadió rotundamente—. Y entonces murió —se retorció para mirarlo, con un destello de ira—. ¿Y a ti qué te importa? —exigió saber—. ¿Quién eres tú para preguntármelo?
—¿Cómo se llamaba tu madre?
—Milana. Milana de Pellinor. Cantante del Don, Hija del Primer Círculo.
Mi padre… —dejó de ordeñar, y se llevó las manos a la boca atónita—.
¡Oh!
—Pues sí, oh —dijo Cadvan.
—Quiero decir que mi madre se llamaba Milana, eso es todo lo que recuerdo… —Maerad se detuvo en seco, confundida—. Ella… murió cuando yo tenía siete años… no sé nada de… de lo demás. ¿Tú me has hecho decir esto?
—¿Hacerte? No, yo no puedo hacerte decir nada. He preguntado y las puertas de tu mente se han abierto de par en par. Hay más cosas dentro de ese tesoro de lo que la mayoría de la gente se da cuenta. La Escuela de Pellinor —dijo, como para sí mismo—. Fue saqueada, oh, hace años. Creía que los habían matado a todos —se quedó en silencio y Maerad, conmocionada, continuó ordeñando. ¿De qué estaba hablando aquel hombre? ¿La estaba enredando, como se decía que hacían los espíritus salvajes, ofuscando sus sentidos antes de hacerla caer en la trampa? Pero no parecía malvado.
—¿Con qué derecho vienes aquí y dices… y dices esas cosas? Podría llamar a los hombres del caballero… —tartamudeó hasta detenerse. Por algún motivo sabía que no llamaría a los guardias.
El extranjero dejó caer la cara entre las manos y no respondió. Maerad se quedó mirándolo enfadada. Acabó de ordeñar a la vaca y la soltó, acercando a la siguiente. Cadvan permanecía sentado, inmóvil, en la misma posición.
—No puedes quedarte aquí, si eres de Pellinor —dijo él por fin.
Maerad miró al extranjero con una súbita esperanza salvaje. ¿Quería decir que conocía alguna forma de liberarla? Pero nadie podía escapar del castro…
Él levantó la vista para mirarla.
—¿Podrías, tal vez, sisar algo de leche?
Sin decir ni una palabra le ofreció el balde de la leche. Tras un largo trago, él se secó la boca y sonrió.
—Os bendigo, a ti y a tu casa —dijo. Maerad asintió con impaciencia, dejándose de cortesías—. ¿Tendrás que volver de nuevo al establo? — preguntó—. Hoy, quiero decir.
Ella examinó su rostro con recelo.
—Sí, hoy me han destinado aquí —dijo finalmente—. Vendré otra vez a ordeñar por la noche. ¿Por qué?
—Bien —se estiró y bostezó—. Ahora dormiré. Hablaremos más tarde.
Sí, cuando esté menos cansado.
Se estiró sobre el heno y se quedó dormido casi instantáneamente.
Maerad lo miró, planteándose si despertarlo a patadas y hacerle responder a sus preguntas, o si llamar a los guardias después de todo.
Pero por razones que no pudo figurarse, no hizo ninguna de las dos cosas. En cambio, acabó de ordeñar y lo dejó ahí. La golpearon por la leche que faltaba.
Aquel día Maerad estaba tan despistada que tuvo suerte de escapar a una segunda paliza. En sus tareas en el corral de la leche —batir mantequilla o colocar la leche en cuencos para hacer bebidas agrias— apenas veía lo que hacía. Al principio no sabía lo que sentía hacia el hombre que estaba en el establo. Su mente, experimentada en las evasiones que necesitaba para sobrevivir, esquivó los pensamientos relacionados con él; era, de alguna forma, impensable. Pero de vez en cuando se le venía espontáneamente a la cabeza una imagen de su rostro moreno, y con ella una inquietante sensación a la que no podía poner nombre: una premonición que hacía que la piel le picase. No era una sensación exactamente desagradable, pero tampoco era precisamente cómoda. Si hubiera sido una niña acostumbrada a celebrar el día de su santo, podría haberla comparado con la sensación de esperarse un regalo, pero no conocía ese tipo de celebraciones. Al mismo tiempo, la máscara sin expresión, impasible, bajo la que sobrevivía, parecía haber desaparecido, dejándola al descubierto y un poco asustada. Era como si el extranjero hubiera abierto una puerta que llevaba largo tiempo cerrada en su mente y hubiese entrado una fría corriente de aire fresco que la había despertado de su estupor.
«¿Quién soy yo?» se preguntó, y la pregunta le dolió.
Estaba acostumbrada a su propia extranjería. A menudo había resultado ser tanto una protección como una maldición. A causa de sus ojos azules y su cabello negro, los Norteños de cabello claro la llamaban bruja, y ella había interpretado bien su papel desde una temprana edad, haciendo una virtud de lo que la diferenciaba de los demás. Y
Maerad poseía el poder de la maldición: si miraba a alguien fijamente, este tropezaba y caía sin razón, o un tazón podía caerse de una estantería y rompérsele en la cabeza. Incluso una vez había dejado a un hombre ciego durante tres días. También se le daban especialmente bien los animales, otra señal de brujería: los que ella cuidaba se ponían gordos y daban el doble de leche que los demás. La mayoría de los esclavos le tenían miedo y la evitaban, y los hombres de Gilman… bueno, los hombres del caballero también habían aprendido a dejarla en paz.
Gilman era profundamente supersticioso e, igual que todos los matones, era un ferviente cobarde. Creía que si Maerad fuese asesinada, su espíritu lo llevaría a él a una muerte espeluznante: lo volvería loco hasta que saliese corriendo a ser cazado por los lobos, quizá, o le iría clavando lentamente cuchillos de fuego invisibles. Así que Maerad se libraba de las peores tareas, lo cual originaba comentarios y mezquindad entre muchos de sus compañeros esclavos.
Recientemente aquel resentimiento había desatado la violencia abierta: hacía un mes, seis mujeres la habían atacado y habían intentado ahogarla en el estanque de los patos. Casi lo habían conseguido, pero Gilman había salido corriendo del salón, con la cara roja por el pánico, y la había arrastrado fuera del agua. A pesar de que a Maerad la habían abofeteado por los problemas que había causado, las esclavas que la habían atormentado habían sido azotadas y privadas de comida durante tres días. ¡Salvada por Gilman! Sonreía con humor ante la ironía. Había detenido la persecución, de momento… pero ahora ya nadie le hablaba, aparte de los idiotas como Lothar.
Si no hubiera sido por su música, se habría matado, o habría dejado que los demonios de su cabeza la provocasen hasta la locura. O quizá se habría vuelto de piedra y se habría convertido en lo mismo que el resto, brutalizada de todo sentimiento. Su lira era su única posesión, la única cosa que le quedaba de su madre. Era pequeña, se le asentaba en el brazo como si fuese un bebé, un instrumento de madera desnuda sin ningún tipo de decoración a excepción de unos grabados indescifrables, pero su sonido era puro y verdadero. Uno de sus primeros recuerdos era el de su madre tocándola, punteando las cuerdas y cantándole a Maerad; suponía que debía de ser muy pequeña, porque su madre no estaba triste.
Maerad podía tocar como un verdadero juglar: tenía el oído aguzado, y solo necesitaba escuchar una melodía una vez para poder repetirla.
Mirlad, el Bardo de Gilman, había descubierto su talento después de que muriese su madre. Entonces solo tenía siete años, y él había conseguido persuadir a Gilman para que liberase a Maerad de algunas de sus tareas matutinas para que él pudiese enseñarle. Mirlad, brusco, taciturno, a veces cruelmente severo, había sido su profesor hasta que cumplió trece años: entonces Gilman había reclamado su trabajo de nuevo en los campos. Maerad recordaba su tristeza ante aquella decisión, y la extraña respuesta de Mirlad: «Te he enseñado todo lo que sé de música», le había dicho, encogiéndose de hombros con indiferencia. «Cualquier otra cosa sería un desperdicio aquí. Puedes tocar por las noches, de todas formas.»
Su música acrecentaba su aislamiento, pero había otra razón para que Gilman la tolerase: Mirlad había muerto unos dos años antes, a pesar de que quizá solo Maerad había lamentado su muerte, y ahora era ella la única persona en el castro que tenía habilidades para tocar en las juergas. Tocaba para sí misma, en privado, siempre que podía, y aquellos escasos momentos eran el único consuelo en su degradada vida.
«Milana. Mi madre. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que pensé en ti? Me trenzabas el cabello cada noche, incluso si las manos te temblaban de cansancio, y me tocabas hermosas melodías cuando me sentía triste o cuando alguien me pegaba, y me besabas, ahí, en la frente…» la mente de Maerad se estremeció ante el recuerdo de la muerte de su madre, cómo había caído enferma, consumida por la fiebre, el dolor y la pena. Había muerto, eso era todo, y después de aquello Maerad se había quedado sola.
Durante tanto tiempo como era capaz de recordar, Maerad había soñado con huir del Castro de Gilman. Pero los años pasaban y solo traían la seguridad de que escapar era imposible. La esperanza se había ido consumiendo poco a poco, hasta que, a pesar de que Maerad no lo sabía, se había quedado con la misma belleza triste que recordaba de su madre. Ahora, aquel Cadvan —dijo el nombre para sí misma, en privado— había surgido de la nada, como si no existiesen muros, ni guardias ni perros.
A medida que pasaba el día, volvía a la conversación de la mañana con una impaciencia creciente. A veces se convencía de que había soñado lo del extranjero, que había sido una ilusión producto de su cansancio, una misteriosa proyección de la nostalgia que la quemaba por dentro.
Pensaba que la esperanza había muerto dentro de ella, pero ahora se daba cuenta de que simplemente se había dormido, como brasas de color gris ceniza que mantenían un corazón todavía brillante, al que la más sencilla respiración le avivaría las llamas.
Las horas se le hicieron larguísimas, pero por fin llegó la noche. Justo antes de ir al establo, movida por un súbito impulso, Maerad se deslizó hasta su estancia y cogió la lira del lugar donde la guardaba, envuelta en arpillera bajo su palé.
Cadvan continuaba allí, tumbado de espaldas en el establo, con las manos dobladas detrás de la cabeza, aparentemente analizando el techo. Ahora ya no tenía un rostro tan grisáceo, a pesar de que aún conservaba círculos oscuros bajo los ojos. Le sonrió a Maerad cuando entró, pero cuando vio las marcas recientes que tenía en las piernas de los azotes sufridos aquel mismo día, su sonrisa se desvaneció. Ella le devolvió una mirada sin expresión, esperando a que él hablase. Él suspiró y se puso en pie.
—Bien, Maerad, he tenido algo de tiempo para pensar —dijo—. Este lugar es repugnante, asqueroso: aquí se trata mejor a los animales que a las personas. Eso ya es suficientemente injusto —hizo una pausa—.
¿Deseas marcharte?
Maerad casi se echó a reír. El castro estaba vigilado día y noche, y los guardias eran celosos. Algunos esclavos habían intentado escapar, pero durante toda su vida Maerad había escuchado que ninguno lo había conseguido, aunque había visto muchos azotes salvajes y cómo los sabuesos de Gilman despedazaban a un hombre. Era suficiente para impedir el intento.
—¿Marcharme de este lugar?
—En serio, Maerad.
—No he soñado con ninguna otra cosa durante años —dijo ella—. Es imposible. ¿Por qué crees que todavía estoy aquí?
—Nada es imposible —Cadvan hizo una pausa y bajó la vista al suelo—.
Podrías marcharte conmigo. Pero tengo un pequeño dilema sobre qué hacer, ya que llevarte conmigo sería lo más imprudente. Voy saltando de peligro en peligro, y no estoy en mi mejor forma.
A Maerad se le cayó el alma a los pies de la decepción. No se había dado cuenta, a pesar del franco escepticismo, de la resistencia de su esperanza. Pero Cadvan continuó.
—Tampoco podría dejarte aquí, si de verdad eres la hija de Milana, y cierto es que tú deseas marcharte. Quizá podría volver cuando tenga más fuerzas, pero tengo obligaciones que no puedo abandonar, y no estaría libre de ellas en varios meses. Y mi corazón me dice… —volvió a quedarse en silencio, mirando hacia el suelo, como si estuviese valorando una decisión difícil—. Ahora he de marcharme. Si quieres venir conmigo, puedes. Marcharnos será tarea fácil. Otras cosas no serán tan sencillas, pero tendremos que aceptarlas tal y como vengan.
De repente Maerad se había quedado sin respiración y no podía responder.
—¿Sí? —dijo el extranjero—. ¿O no?
—¿Por qué me preguntas esto? —dijo ella— ¡Es imposible! ¿Me estás engañando?
Cadvan se limitó a mirarla sin responder. Ella le devolvió la mirada obstinadamente, negándose a bajar la vista.
—Hay pocas ocasiones en la vida de una persona en las que la elección esté clara —dijo finalmente Cadvan—. La diferencia entre una persona y otra es cómo llevan a cabo esa elección —se produjo un breve silencio, y después hizo un gesto impaciente—. No tengo tiempo. Ya he realizado mi oferta. Puedes quedarte o marcharte, como desees. Te estoy preguntando qué quieres. Si no lo sabes, no es asunto mío —se quitó unas pajas de la capa y se dio la vuelta para salir del establo.
Una sensación similar al pánico invadió a Maerad. Durante un segundo se sintió como si estuviera ahogándose de nuevo: solo que esta vez no habría ninguna mano que la sacase a la orilla.
—¡Espera! —gritó—. ¡Espera!
Cadvan se volvió a mirarla.
—Iré —dijo ella.
Cadvan miró su lira empaquetada.
—¿Necesitas coger alguna cosa? —Maerad negó con la cabeza—. Bueno, eso está bien. Entonces nos vamos.
—¿Ahora? ¿Y las vacas? —y la verdad era que se estaban agachando, pidiéndole que las aliviase de su carga de leche.
—Otra persona las ordeñará esta noche —dijo Cadvan—. No creo que Gilman permita que sus bestias sufran, son demasiado valiosas. Y ahora, date prisa. Ven aquí.
Maerad se acercó a él cautelosamente, y él la hizo quedarse en pie, cuadrada ante él. Le colocó las manos sobre los hombros y habló. Las palabras hicieron que un estremecimiento recorriese a Maerad, era como sumergirse dentro del agua fría y fresca de una fuente que brotase desde la mañana del mundo.
—¡Larnea il oseanna, lembel Maerad inasfrea! —dejó caer las manos—.
«Que los ojos de los hombres se aparten de Maerad para que pueda caminar sin ser vista» es más o menos lo que he dicho —le explicó—.
Ahora ningún hombre podrá verte, aunque estés a un palmo de su nariz. La virtud no funciona con los objetos si los dejas caer. ¡Así que mantén tu hatillo cerca de ti! Y ahora debemos escalar las murallas.
Cogió un paquete que Maerad no había visto y caminó hacia la puerta baja. Mientras lo hacía, a Maerad le volvió a asaltar el pánico. De alguna forma ya sentía que su decisión era irrevocable, aun sin saber qué era lo que había decidido: ¿por qué confiar en aquel hombre? No sabía nada de él. Pero sus dudas se veían superadas por un fuerte anhelo, como si todas sus ansias de libertad, aplastadas por la desesperanza durante tantos años, hubieran vuelto en una única ola urgente. «No puede ser peor de lo que hay aquí» pensó, «porque aquí estoy segura de que moriré, y ahí fuera… ¿quién sabe?» Inspiró hondo y siguió a Cadvan hacia el exterior del establo.
—Debemos darnos prisa —dijo él—. Nada de hablar. Tampoco puedo hacer que no se nos pueda oír.
Salieron del establo y llegaron al muro del sur. A Maerad le resultó difícil no estremecerse en las plazas abiertas, en donde los hombres del caballero se apoyaban contra los muros, jugueteando con sus armas: era difícil creer en su invisibilidad cuando se sentía tan visible.
Su camino les hizo pasar por el Gran Salón. Los perros encadenados levantaron la vista y olfatearon a modo de saludo cuando pasaron, pero los hombres veían a través de ellos.
Se mantuvo cerca de Cadvan, caminando de puntillas sin querer, hasta que llegaron a la zona menos vigilada, en las murallas exteriores. La muralla no era difícil de escalar, Maerad se había planteado la logística a menudo. Era imposible, de todas formas, bajo la vigilancia de los guardias, cuya mirada cubría cada centímetro de muro y sabían que sus vidas estaban perdidas si alguien se marchaba. Cadvan colocó un pie sobre el muro, y Maerad le mostró impotente su lira envuelta en arpillera, que no se podía colgar a la espalda. Él se detuvo pensativo, la cogió y la metió en su hatillo. Después volvieron a empezar. Cuando llegaron a la cima, Cadvan se detuvo, echando un vistazo a cada lado hacia los guardias que patrullaban. Tras elegir detenidamente el momento, tomó a Maerad del brazo y la empujó por el estrecho camino, y después bajaron juntos al otro lado.
Mientras lo hacían, Maerad escuchó cómo sonaba la campana —una vez, dos, tres— antes de comenzar un largo y urgente repique. Era la señal ante una huida. Se sobresaltó, sintiéndose horriblemente descubierta. Lothar debía de haberse percatado ya de su ausencia, pero era demasiado pronto; sin duda buscaba venganza por el desaire de aquella mañana, y la azotarían por hacer saltar la alarma. Se desató una conmoción en el castro. Ella medio gateó, medio cayó por la pared, golpeando a Cadvan hasta tirarlo al suelo.
—¡Ahora marcas tú el paso! —dijo él riendo—. ¡Creía que nunca conseguiría sacarte de ahí!
—¡No enviarán a los perros! —susurró Maerad, jadeando de miedo—.
No hay manera de escapar a los sabuesos de Gilman. ¡Pueden seguirle la pista a un venado durante una semana y son capaces de hacer pedazos a un hombre fornido en un minuto!
—Es fácil tratar con los perros —dijo Cadvan—. No tengas miedo, Maerad. Si los perros son lo peor a lo que nos tenemos que enfrentar, seremos afortunados. Pero ahora debemos continuar. ¿Ves el final de este valle? Quiero estar bien alejado de aquí antes de que amanezca.
Nuestra condena de esta noche es, me temo, una larga caminata.
Después descansaremos.
Maerad miró hacia el valle donde había estado encarcelada la mayor parte de su corta vida. El suelo se extendía ante ella, un descenso constante y regular lleno de piedras y unos cuantos escombros, y el extraño árbol inclinado contra los fuertes vientos que descendían de las montañas, el Osidh Annova, la frontera este del Reino Interior. Un rudimentario sendero bajaba dando vueltas por el centro del valle, desparramándose por aquí y por allí con piedras procedentes de alguna avalancha.
De repente se sintió muy pequeña y asustada. Miró al hombre que tenía a su lado, y tragó saliva. Su rostro era oscuro y cerrado, los grandes perros que aparecían en sus pesadillas, con sus aullidos y sus largos pasos persecutorios, a él le resultaban una pequeña inconveniencia.
Sin duda sabía de cosas mucho peores. Ahora le parecía reservado, cargado con algún poder oculto que ella solo podía sentir. No quería parecer tonta ante un hombre así. Se cuadró de hombros y respiró hondo.
—Entonces caminaremos —dijo ella, volviendo la cara hacia el sendero quebrado.
A su espalda, tras el castro, se erguía de fondo el Landrost, con la cima teñida de rojo por el sol que se ponía, y su enorme masa sumía todo el valle en la sombra.