Capítulo VII
El Banquete de Bienvenida
Era ya entrada la tarde del día siguiente cuando Maerad se despertó.
Estaba tan templada y cómoda que al principio no quiso abrir los ojos. Creyó que todavía estaba soñando, y que al otro lado de sus párpados cerrados la esperaba el sombrío mundo al que estaba acostumbrada, pero después recordó dónde estaba y se incorporó, despeinada y todavía medio dormida, frotándose los ojos. La última luz de la tarde se colaba por la contraventana abierta, tocando todos los objetos que había en el cuarto con una luz serena y dorada, y en la fuente se escuchaban voces y tras ellas notas musicales. En el exterior podía ver las ramas más altas de un árbol cargado de florecillas rosas hinchadas, y una suave brisa le bañaba las mejillas con un olor delicioso. Las nada halagüeñas premoniciones de la noche anterior le parecían un mal sueño.
—Buenas tardes —le dijo Cadvan—. Supongo que has dormido bien.
Maerad dio un salto y se volvió. Cadvan estaba sentado en una silla en una esquina de la alcoba, con un enorme libro encuadernado en cuero abierto sobre el regazo. Lo cerró con cuidado y lo dejo sobre la mesa.
—Alguien debería haberme despertado…
—¿Despertarte? ¡Bajo pena de muerte! Silvia se ha tomado tu bienestar muy a pecho, Maerad. ¡Te lo advierto! Estuvo aquí sentada toda la mañana, pero tenia tareas que hacer y quería estar segura de que habría alguien aquí cuando te despertases. Y, como yo no tenía nada que hacer, me ha tocado esta tarea.
Maerad se sintió avergonzada.
—No quería causar ninguna molestia —dijo. Cadvan cruzó la habitación y se sentó sobre la cama, tomándola de la mano.
—Maerad —dijo muy serio—. Ahora estás en otro mundo, en el que se considera que cada ser humano es digno de la molestia de que se le cuide.
Sin importar quién sea. Tú tienes un Don, un Don especial, así que la gente todavía tiene más interés. Debes comenzar a comprender esto.
Se quedó callada durante un rato, todavía con la vista baja.
—Malgorn y Silvia son muy amables —murmuro ininteligiblemente—. Y tú has sido muy amable conmigo.
—No he sido especialmente amable —dijo Cadvan sarcásticamente.
—Si, has sido amable. Me sacaste del Castro de Gilman. No tenías por qué hacerlo. Pero yo no sé cómo comportarme aquí. No sé nada. No pertenezco a este lugar —sintió que las lágrimas se le acumulaban en la garganta y se las tragó.
—Con el tiempo sabrás cómo le perteneces. Ten paciencia, solo acabas de llegar. Debes comprender, Maerad, que yo tampoco pertenezco a ningún lugar. La música es mi hogar. Igual que lo es para ti.
Maerad sintió que no podía soportar su comprensión y que casi prefería su brusquedad. Volvió a tragar, pero una lágrima ya le estaba resbalando por la nariz. Antes de que Cadvan la hubiera visionado, se había pasado años sin llorar: no había llorado desde la muerte de su madre, por nadie, por nada. El mundo en el que vivía era demasiado severo para las lágrimas.
Sentía como si una profunda pena que llevase años contenida en su interior por una presa se estuviera desbordando, a punto de ceder, y cada una de las palabras de Cadvan soltasen más sus bastiones. Cadvan la miraba la cara con preocupación, pero ella se negaba a encontrarse con su mirada y miraba hacia el edredón, con las mejillas ardiendo. Reprimió las lágrimas con toda su voluntad.
—Supongo que debería vestirme —dijo al fin.
—Tus ropas te están esperando allí —dijo Cadvan señalando hacia un tronco tallado, sobre el cual estaba doblada la ropa que se había puesto la noche anterior. Él se levantó con cierta torpeza.
—Ahora te dejaré este libro. Si quieres, volveré cuando te hayas vestido y te enseñaré la Escuela. Si tienes hambre, podemos ir a las cocinas y ver qué tienen para merendar a estas horas de la tarde. ¿Te parecería bien?
Maerad asintió con la cabeza y él abandonó la estancia. Salió de la cama y cogió su lira. En cuanto a sintió entre sus manos, se encontró mejor. Era suya, era la única cosa que había sido alguna vez suya. ¿Qué había dicho Cadvan? «La música es mi hogar.» Tocó ligeramente un par de acordes sobre las cuerdas, y estaba a punto de ponerse a tocar cuando una incomodidad que llevaba un rato sintiendo en la barriga estalló de repente en forma de agónicos retortijones. Era como si unas zarpas hubieran llegado a su interior y le estuvieran desgarrando las entrañas. Necesitó de toda su voluntad para poder dejar la lira con seguridad, y después se echó al suelo, jadeando. Sintió que algo se le escurría por la pierna. Los retortijones disminuyeron un poco y echó un vistazo: era sangre, unas enormes gotas de sangre roja. Le empapaba el camisón de lino y manchaba el suelo de madera pulida. ¿Qué le pasaba? Doblada, se arrastró de vuelta a la cama, pero no fue capaz de subir. Se concentró en respirar, como hacía cuando le pegaban, para apartar su mente del dolor, pero este no desapareció. Sollozaba de miedo.
Cadvan ya había llamado a la puerta tres veces cuando lo oyó, pero a la tercera llamada ya había entrado, diciendo su nombre. Cuando la vio en el suelo corrió, la levantó y la dejó sobre la cama.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No-no lo sé —dijo ella entre espasmos—. Me duele mucho. Estoy sangrando, y me duele —volvió a jadear en una crisis de dolor.
—¿Sangrando? —dijo Cadvan bruscamente—. ¿Dónde?
—Me baja sangre por las piernas. No recuerdo que me hayan herido… — volvió a jadear y le agarró la mano con tanta fuerza que los dedos se le quedaron blancos. Cadvan miró su rostro pálido y sudoroso que le tomó la temperatura.
—Dime, Maerad —dijo—. ¿Te había ocurrido esto antes?
Ella negó con la cabeza. Él bajo la vista, y pese a lo mal que se sentía Maerad se dio cuenta de que se sentía turbado. Lo creía incapaz de ruborizarse.
—Creo que es la menarquía —dijo tras una larga pausa—. ¿Sabes lo que es?
Ella volvió a negar con la cabeza.
—Tengo que ir a buscar a Silvia —dijo. Maerad le cogió la mano, aterrada, y Cadvan se quedó allí indeciso mientras ella se volvía a doblar. Se le estaba pasando por la cabeza que prefería tener que vérselas con una docena de semi-hombres que con una muchacha que estaba teniendo su primer período.
—¿Voy a morirme? —susurró Maerad, con el terror desnudo en su voz—.
Estoy maldita, ¿verdad?
Cadvan respiró hondo.
—No, no vas a morirte, ni tampoco estás maldita. Es una cosa que os ocurre a las mujeres, a todas las mujeres. Solo es que en tu caso es un poco tarde. No significa que estés enferma.
—Entonces, ¿por qué me duele tanto?
—No lo se, Maerad. A veces pasa. Tengo que encontrar a Silvia.
—¡No me dejes!
Cadvan suspiró y se volvió a sentar en la cama.
—Esperaré un ratito —dijo. Soltó su mano de la de ella, porque ya sentía que le estaba machacando los huesos, y Maerad le cogió entonces el antebrazo. Él reunió toda su paciencia y esperó. No pasó mucho tiempo hasta que Maerad se estiró.
—Se está yendo, me parece —susurró vacilante. Se dio cuenta de que estaba agarrando a Cadvan del brazo con tanta fuerza que le había clavado las uñas en la carne. Lo soltó. Cadvan parecía un poco pálido.
—Te pondrás bien —le dijo. Se produjo un breve silencio y se puso en pie—. Ahora he de llamar a Silvia. Ella sabrá qué hacer —Maerad asintió y Cadvan salió corriendo de la alcoba.
Silvia llegó poco después, con los ojos chispeando divertidos, con una botellita de elixir en la mano y unos trapos. Hizo que Maerad tomase una dosis del elixir, que tenia un gusto amargo pero no desagradable, y después la ayudó a vestirse. Su reconfortante sentido práctico fue un bálsamo para la angustia de Maerad; cuando estuvo vestida se sentía casi alegre. Después Silvia se sentó en la cama con ella y le explicó por qué sangraban las mujeres. Maerad asentía, con el rostro escarlata.
—Creía que esto solo le ocurría a las mujeres que estaban malditas — confesó con cara de vergüenza—. Le llamaban la maldición. Siempre he rezado para que nunca me ocurriese a mí.
Si Silvia hubiera sonreído aunque fuese un poco, Maerad se hubiera marchitado por dentro, pero le respondió con seriedad.
—No es una sorpresa que nunca hayas sangrado, teniendo en cuenta lo delgada que estás —dijo—. Aquí las mujeres piensan que es una bendición, no una maldición. Algunas incluso lo llaman florecer.
Maerad digirió la información en silencio.
—Significa que, si lo deseas, ya puedes tener hijos, que eres una mujer adulta que ha entrado en su poder —continuó Silvia—. Es terrorífico que se haya mantenido a una muchacha en tal ignorancia acerca de su propio cuerpo. Pero bueno, no tienes madre —la besó en las mejillas y después, incapaz de contenerse, comenzó a reír. Maerad la miró con recelo—. Nunca había visto a Cadvan tan pálido. Entró volando en las cocinas, como si lo persiguiesen un puñado de ánimas en pena. ¡Pensé que había un incendio!
Maerad también se echó a reir.
—¡Pensaba que me moría! Creo que casi le rompí la mano.
—Fue complicado averiguar qué pasaba —dijo Silvia, secándose los ojos—.
Hablaba con tal delicadeza que pensé que era a él al que le pasaba algo.
No se ha relacionado mucho con mujeres en los últimos años —cogió la botella y se puso en pie—. En cualquier caso, está claro que necesitas comer. Ven, te encontraremos alguna cosa.
En el pasillo iluminado por la luz del día, Maerad tuvo la oportunidad de mirar a su alrededor por primera vez. Los muros de arenisca no tenían ningún tipo de decoración, excepto los graciosos grabados que rodeaban puertas y ventanas, y el efecto de un rayo de sol bajo que se colaba por una ventana alargada sobre la escalera y tenía la piedra de un color rosa cálido.
—Arriba están las alcobas y un par de salas de música —le explicó Silvia mientras caminaban—. Y abajo solo están las cocinas, comedores y bibliotecas. Es una casa humilde, pero he aprendido a amarla —Maerad parpadeó ante la idea de que aquella cumbre del lujo fuese humilde, pero no dijo nada.
En el piso de abajo Silvia la metió en una enorme cocina cubierta de baldosas, dominada por una larga mesa de madera pulida. Las ollas y sartenes de cobre y de metal colgaban de estanterías suspendidas del techo, y las paredes estaban recubiertas de botes llenos de semillas, aceites, harinas y filas de botes de frutas y verduras en conserva. De los ganchos colgaban ramilletes de hierbas secas y ristras de ajos y cebollas.
Había un enorme hogar en una de las paredes, y a su lado un gran horno negro. Los hombres y mujeres que estaban preparando la comida para la cena sonrieron a Maerad y algunos saludaron a Silvia. Esta les devolvió el saludo con la cabeza y se abrió paso hasta la despensa, en donde puso en un plato un poco de pan fresco, quesos, lonchas de carne fría y ensalada, y se lo tendió a Maerad, y después se dirigió a la mantequería, en donde llenó un vaso alto de leche procedente de una gran jarra verde. Después la sacó de la cocina pasando por un caminito cubierto que daba a un patio.
Maerad se dio cuenta de que estaba rodeado por toda la casa, que tenía forma cuadrada, y todas las ventanas interiores daban a él. Había jazmines y madreselvas que trepaban por ganchos colocados en la pared, y había flores primaverales de todo tipo, capuchinas, jacintos, margaritas, narcisos y azafranes de primavera que se balanceaban en jardineras graciosamente colocadas de forma que parecían crecer de forma salvaje.
En el centro había un jardín cerrado de manzanilla, y en una esquina había un cerdito de bronce sobre un pedestal de piedra al que le salía agua por la boca, que caía en una piscinita en la que Maerad veía los destellos plateados y naranjas de los peces que se movían lentamente bajo las hojas de nenúfar. Un camino enlosado llevaba a una mesa y un banco de piedra en medio del jardín, y allí dejó Silvia la leche y le dijo a Maerad que se sentase.
—Tienes que comerte la ensalada y la carne —le dijo mientras se sentaba a su lado—. Te sentirás mejor —se colocó en el banco. Maerad no se había dado cuenta de lo hambrienta que estaba pero, cohibida por la presencia de Silvia, comió con tanta delicadeza como pudo. La comida era deliciosa.
Los únicos quesos que ella conocía eran las duras y demasiado saladas bolas que hacían en El Castro de Gilman, y el queso blanco y suave que Silvia le había cortado se le disolvió en la lengua para saborearlo como nunca. Las verduras de la ensalada también resultaron una revelación.
Había comido col, normalmente cocida en una sopa amarga, y las hojas de los nabos y col rizada, también cocidos, pero nunca había comido hojas crudas. Comenzó la ensalada con desconfianza, y se quedó embelesada con los sabores ácidos y frescos: berros picantes y una lechuga morada agradablemente amarga, mezcladas con hierbas aromáticas, tomillo, albahaca y menta. Mientras comía le preguntó a Silvia los nombres de las pantas y reflexionó sobre las respuestas. La única hierba que conocía era la menta.
—Veo que tengo mucho que aprender, sobre todo tipo de cosas —dijo pensativa cuando ya había acabado—. Ahora me siento mejor —le sonrió abiertamente a Silvia por primera vez.
—¡Te convertiremos en una gourmet enseguida! —dijo Silvia—. Dicen que el placer es la mayor parte del aprendizaje. Por lo menos ya tienes un poco de color en la cara. Así aguantarás hasta la hora de cenar.
—Pero creía que esto era la cena —dijo Maerad, desconcertada.
—No, querida. Solo era un tentempié para mantener alejadas las punzadas del hambre. No has tomado desayuno ni almuerzo, recuerda. Si estás dispuesta, esta noche hay un banquete, por el Encuentro. ¿Cómo te sientes? ¿Estás cansada?
—Estoy bien —dijo Maerad—. Bueno, la verdad es que no me había sentido mejor en toda mi vida. Me siento… oh, me siento tan… feliz — súbitamente se sintió insegura, como si admitir su felicidad fuese también admitir debilidad, y le echó un rápido vistazo a Silvia—. ¿Qué es un Encuentro?
—Una reunión de Bardos, como escuchaste anoche. Este, en concreto, es especialmente importante. Ha sido convocado para decidir la política del norte de Annar. Son asuntos de Bardos, es decir, asuntos de la Luz. Se cantará y se hablará, y mucho más, durante los próximos días. Sin duda tú serás parte de los asuntos que se traten.
—¿Yo?
—Si, mi niña, Será mejor que te acostumbres a ello. La noticia de tu llegada se ha extendido por toda la Escuela como el fuego salvaje. Ya he escuchado que Cadvan te rescató de un león mágico, o que te encontró en un gallinero, o que entró a las mazmorras del Rey de la Sombra y se abrió paso para salir luchando con una sola mano, llevándote a hombros. Hay muchas mentes imaginativas aquí, que en ausencia de hechos se inventarán una historia interesante para rellenar el vacío. De forma que nuestra fuerza es nuestra debilidad —al ver el malestar de Maerad cambio de tema—. Pero bueno, ahora cuéntame cosas del lugar del que vienes.
¿Recuerdas muchas cosas de Pellinor?
Ante el dulce cuestionario de Silvia, Maerad le contó lo poco que sabia de sí misma y de su familia, y le habló de su vida en El Castro de Gilman.
Silvia la escuchaba con atención, mientras la frente se le oscurecía.
—¿Te pegaban a menudo? —preguntó cuando Maerad le contó lo del intento de ahogarla.
—A todo el mundo le pegaban. Incluso la mujer de Gilman tenia normalmente un ojo morado —dijo Maerad con desdén—. Pero a mí menos que a la mayoría. Me hacía pasar por bruja —miró a Silvia de reojo, preguntándose cómo reaccionaria; pero su rostro era indescifrable—. Les daba miedo pegarme demasiado, ya ves. Pensaban que los maldeciría.
—En Innail no se le pega a nadie —dijo Silvia.
—¿A nadie? —dijo Maerad boquiabierta.
—A nadie. Y, desde luego, nunca a los niños. Hacer daño deliberadamente a un niño se considera un crimen.
Maerad le dio vueltas en su cabeza a aquella información. La había dejado atónita.
—Pero entonces ¿Cómo se castiga a la gente si no obedecen al Caballero?
—quiso saber, y después añadió dudosa—. Supongo que no hay un Caballero.
—Existe un Administrador de Innail, que vive en Tinagel, un pueblo que está a unas cinco millas de aquí, y después están los Bardos —le dijo Silvia—. Juntos gobiernan la Franja, es decir, la región y las personas. Es un poco complicado. Tenemos leyes, pero no son quebrantadas a menudo.
Si eso ocurre, hay castigos: un hombre que mate a otro, por decir algo, será juzgado ante un tribunal de Bardos y gente del pueblo. Ellos decidirán qué es lo mejor. Normalmente es algún tipo de restitución, puede que sea condenado a servir a la familia a la que ha herido durante un cierto número de años, por ejemplo, o quizá deba pagar el dinero establecido para ese tipo de crimen. Si está enfermo, o loco, como ocurre a veces, se tratará su enfermedad. Si alguien roba tendrá que devolver lo robado. En el peor de los casos, la gente lo desterrará de Innail. Aquí no metemos a la gente en la cárcel.
—Pero ¿cómo evitáis los asesinatos o los robos? —dijo Maerad, aún más asombrada—. Si la persona no tiene miedo a ser castigada, volverá a hacerlo, ¿no es así?
—Hay quien discute eso. Pero la realidad es que aquí se cometen muy pocos delitos —respondió Silvia—. La gente duerme con las puertas abiertas. Nadie pasa hambre en este valle, y por lo tanto la gente no se ve forzada a realizar actos desesperados. La ley dice que se ha de alimentar al hambriento, cobijar al que no tiene casa y curar al enfermo. Así se hacen las cosas en la Luz.
Maerad se quedó en silencio un rato más, digiriendo aquellas nuevas ideas. Más que cualquier otra de las cosas que había oído o experimentado desde que estaba en Innail, aquello le recordaba que se encontraba en un mundo diferente. Sentía un franco escepticismo ante su eficacia al pensar en los matones de Gilman, pero se guardó sus dudas para sí.
Silvia dirigió la conservación hacia la música, y su interés se aceleró cuando Maerad le hablo de Mirlad.
—¿Te enseñó? —preguntó.
—Si, pero solo música —dijo Maerad—. No supe nada de las Escuelas, ni del Don, ni del Habla hasta que Cadvan me lo conto. Mirlad decía que las canciones solo servían para pasar mejor el rato, hasta que la muerte acabase con todo —una vivida imagen del rostro de Mirlad se apareció ante ella: su nariz aguileña, su boca severa comprimida por quién sabía, si la pena o la amargura, sus ojos caídos y cansados, en los que a veces brillaba una inesperada ternura.
—Debió de haber sido Barbo —dijo Silvia—. Quizá se descarriase. Esas cosas pasan. Me pregunto de dónde sería, y cuál seria su historia. Debía de ser una triste historia. ¿Y tu madre? ¿Te enseñó algo?
—Ella… no recuerdo demasiado. Me enseñó algunas canciones. Solo tenia siete años cuando murió —el rostro de Maerad se cerró y Silvia esperó, conteniendo el aliento—. Ni tan siquiera la recuerdo contándome cosas de Pellinor. Pero cuando Cadvan me lo preguntó, simplemente lo sabia.
¿Cómo puede ser eso?
—Cadvan es un Buscador de la Verdad —dijo Silvia muy seria—. Hay diferentes tipos de Bardos, como descubrirás. Los Bardos como Cadvan son los más raros, y el camino que pisan es el más peligroso. Puede sacarle a verdad a una persona con tan solo preguntarle, incluso si esa persona no sabia que esa verdad estaba ahí.
—Si —dijo Maerad pensativa—. Veo eso. A veces es serio y distante, pero no me ha mentido.
—No, ni lo hará, si se considera tu amigo, pese a que también es astuto y conoce bien las artes del disfraz. Es una persona difícil de conocer bien.
Como la mayoría de los Bardos.
Hicieron una pausa mientras miraban cómo las sombras se alargaban por el patio.
—¿Tú eres Bardo, Silvia? —preguntó de repente Maerad.
—Si —dijo Silvia—. Mis conocimientos son sobre todo saberes ancestrales acerca de hierbas y medicinas. No estudio los grandes saberes de pueblos que murieron hace mucho tiempo, ni las historias de Annar y los Siete Reinos o las grandes batallas de Luz y la Oscuridad, como hace Cadvan. El saber de Malgorn son las bestias, las bestias de la granja y las salvajes.
Pocos saben tanto como él de los asuntos secretos de estas tierras. Son muchos los asuntos que tratan los Bardos, y todos ellos son importantes en la vida de esta tierra. Todos se unen en la canción, que trenza los diferentes saberes en una amplia y sutil música, la música de la vida — parecía que Silvia ya no percibía la presencia de Maerad, y miraba hacia el infinito—. Es un gran Don el ser Bardo —dijo en voz baja—. Y un gran amor, y una gran carga. Porque todos a los que cuidamos y amamos han de morir. ¿Y no es todo nuestro canto un lamento porque todo lo que es verde y bello ha de pasar, como las sombras sobre una llanura, sin dejar rastro? ¿Qué canción, por bella que sea, puede aliviar esta angustia?
Maerad percibía la profunda tristeza que había en el rostro de Silvia, y se preguntó qué penas habrían esculpido su belleza, tan suave, y aun así era bajo la piel, sentía ella, más dura que cualquier piedra. Silvia se sacudió un poco, sonrió y volvió a parecer la alegre y práctica mujer a la que Maerad ya comenzaba a amar, pues su corazón hambriento se iba abriendo ante la ligera presión de la sonrisa de Silvia. Ahora ya había visto que algo se movía en las profundidades que había bajo su risa, como si fuese un fondo marino desconocido bajo una deslumbrante superficie ondulada, y se maravilló ante las complejidades de aquella gente. «Mi gente», se dijo, tanteando. «Mi gente.» Pero Silvia ya estaba de pie.
—Vaya, no tenemos tiempo para que te enseñe hoy la Escuela —dijo—.
Tenía pensado enseñarte el Salón del Canto, las otras Casas Bárdicas y otras cosas que quizá te pondrían interesar. Ahora deberías ir a lavarte.
Comeremos pronto, pero esta noche no será en privado: los Bardos cenan juntos porque es el banquete de bienvenida. El Encuentro propiamente dicho comienza mañana.
Maerad se miró a los pies y Silvia la cogió de las manos.
—Maerad, no seas tímida —y la besó en las dos mejillas—. Ven, te ayudaré a elegir qué ponerte. Después me tendré que arreglar yo. El banquete de bienvenida siempre es un momento dichoso y nadie estará hablando de trabajo. Pero si estás cansada, o sientes que te has de marchar por cualquier razón, me lo debes decir. ¿Sí?
Maerad asintió, y Silvia la volvió a meter en el edificio por la cocina, en donde había carnes que giraban ensartadas en pinchos sobre el fuego, los fogones metálicos estaban abarrotados de olla que humeaban y burbujeaban y de los hornos salían panes que se dejaban enfriar sobre trapos limpios. De cada esquina emanaba un aroma diferente y delicioso, y ahora todos los cocineros y cocineras parecían más atareados y más serios. Silvia dejó el vaso y el plato en la sala del fregadero y apuró a Maerad escaleras arriba hasta su habitación, donde sacó de la cajonera de madera un vestido de color carmesí oscuro, ricamente bordado en el cuello y mangas con hilo de oro, y lo dejó sobre la cama. Maerad lo miró con nerviosismo.
—Oh, es demasiado grandioso para mí.
—No, no, Maerad. ¡Es un día de fiesta! Encajará, te lo prometo. Es un hermoso vestido: antes era mío. Me encantaba ponérmelo cuando era poco mayor que tú. Póntelo en señal de mi amistad. Y ahora ve al baño. Volveré más tarde y te ayudaré a vestirte —puso el albornoz entre las manos de Maerad y se apresuró a salir al pasillo.
Maerad se quedó de pie en la puerta y recorrió el cuarto con la vista, impotente. Habían arreglado la habitación desde su tormento previo: en la cama habían sábanas limpias y habían vuelto a encender el fuego. Le dolían las manos por no tener su lira entre ellas, pero al recordar que Silvia volvería y que esperaba encontrarla lavada, buscó el camino al cuarto de baño y se lavó con trapos suaves y jabón, mientras pensaba que le encantaría tomar otro baño. Volvió a su cuarto, cerró la puerta y se sentó en la cama para esperar a Silvia. No llegaba, así que Maerad tomó su lira y comenzó a tocar, tarareando al mismo tiempo. Se deslizaba de una melodía a la siguiente, profundizando en las armonías y extendiendo las variaciones a medida que avanzaba, y cuando Silvia llamó a la puerta estaba completamente absorta. Se detuvo, atónita, y se quedó quieta: —¿Maerad? —dijo Silvia.
—¿Si?
—¿Puedo pasar?
—¡Oh, si, por supuesto! —Maerad estaba a medio camino de la puerta cuando entró Silvia.
—¡Hermoso! —dijo Silvia cariñosamente—. Cadvan nos contó que tus dotes musicales eran extraordinarias. Está claro que te enseñó un Bardo.
Tienes que traer la lira esta noche, pero Maerad… —y en este punto el tono de Silvia se volvió serio de repente—, no le digas a nadie que es un objeto Dhyllico. Cadvan lo sabe porque está versado en tradición antigua, pero muy pocos Bardos la reconocerían sin que se lo dijesen. Y este tipo de cosas es mejor esconderlas. Y ahora —continuó—, ¿te vestimos? No me había divertido tanto desde que mi propia hija tenía tu edad.
—¿Tienes una hija? —preguntó Maerad, un poco sorprendida. Silvia no parecía lo suficientemente mayor para tener hijos criados.
—Sí. Tenía —de repente el rostro de Silvia se retrajo, como si la pregunta la hubiese herido, y algo le dijo a Maerad que no hiciera más preguntas.
Silvia iba muy bien vestida. Llevaba una túnica de color verde musgo que caía hasta el suelo formando suntuosos pliegues, partiendo de un corpiño bordado con diminutas perlas que formaban complicados diseños de flores. Su cabello caoba, suelto sin la banda que normalmente lo contenía, caía formando un riada de dorados y rojos fundidos, sujeto tan solo por un fino hilo dorado que dejaba caer una única gema blanca sobre su frente.
En la mano derecha llevaba un anillo de oro con una piedra blanca, y enganchado al pecho tenía un broche dorado curiosamente forjado en forma de caballo al galope.
—Estás encantadora —dijo tímidamente Maerad, y la sombra abandonó el rostro de Silvia. Se echó a reír y cogió el vestido carmesí que había elegido para Maerad.
—¡Tú también, y eso que ni tan siquiera estás vestida! —dijo—. ¿Puedo trenzarte el cabello? Me encantaría hacerlo. También necesitas la combinación, así. Muy bien. Como ya te he dicho, estos botones son un poco complicados —el vestido abrazó los hombros y brazos de Maerad y después le descendió desde las caderas en una larga y generosa caída hasta el suelo. Las mangas se abrían desde los codos, como bocas de lirio, pensó ella. Silvia tenía razón: puesto, el vestido se veía hermoso y a la altura de las rodillas emitía un seductor frufrú. Comenzó a emocionarse y dio una vuelta para hacer girar el vestido.
—Pensé que te quedaría bien —dijo Silvia—. ¿Te encuentras bien? ¿Si?
Bueno, pero si no fuera así debes decírnoslo a mí o a Cadvan, me refiero a si vuelven los retortijones. Estoy tentada a volver a medicarte, pero podrías quedarte dormida, así que nos arriesgaremos. Tendré el elixir a mano. Y ahora, el cabello.
La hizo sentarse en la silla que tenía adelante y le trenzó el cabello, recogiéndoselo sobre la cabeza y atándolo con unas pequeñas peinetas doradas. Después dejó que Maerad se mirase en el espejo. Esta se ruborizó porque ni el ensayo de la noche anterior la había preparado para aquella transformación. El corte que tenía en la frente estaba mañosamente disimulado con un mechón de pelo, y no había ninguna señal por la que se pudiera decir que hacía menos de una semana era una esclava de un pequeño y cruel tirano, acostumbrada a dormir sobre palés de paja, a comer mal y ser azotada. La trenza hecha por Silvia dejaba al descubierto los hermosos huesos de su rostro y atraía la atención hacia su carnosa boca. Sus ojos le devolvieron la mirada muy serios.
—Está bien ponerse vestidos hermosos para cenar con los amigos —dijo Silvia solemnemente—. Honra a tu anfitrión, si eres invitado; y a tu invitado, si eres anfitrión. Y ambos adornan la fiesta, para así celebrar los dones del mundo.
—¿Qué haré yo en la fiesta? —preguntó Maerad nerviosa. Las mariposas que tenía en el estómago, olvidadas por la fascinación de vestirse, habían vuelto.
—Limítate a ser quien eres —dijo Silvia mientras le guiñaba un ojo—.
Recuerda que la gente te perdonará muchas cosas. Ayer te las arreglaste muy bien. ¡Y no olvides la lira!
Tras agarrar la lira, Maerad siguió a Silvia fuera del cuarto, con el corazón latiéndole a toda prisa. Se sentía como si estuviera preparando para una terrible experiencia. «El vestido ayuda», observó la parte de ella que presenciaba todo con frialdad. «Puedes fingir ser otra persona. No ser Maerad en absoluto.» Fingir ser otra persona era un viejo juega para Maerad, ya que a menudo había tenido que interpretar un papel en el castro. Inspiró profundamente en intentó caminar como una señorita fina, como habría caminado su madre.
Primero fueron a la sala de música del piso de abajo, la hermosa sala en la que Maerad se había recuperado de su desmayo la noche anterior. Cadvan y Malgorn estaban sentados ante el fuego, inmersos en una conversación, y los dos se levantaron e hicieron una reverencia cuando entraron las dos mujeres. Los hombres no se habían tomado menos molestias que las mujeres, y los dos habían elegido hermosas vestimenta. Cadvan iba completamente de negro, con una larga capa negra ribeteada con bello bordados en plata. Mostraba abiertamente la espada, y Maerad vio que tenía una vaina de plata complicadamente trabajada con runas y diseños.
Además llevaba un broche de plata con forma de estrella de cuatro puntas sobre el pecho. Malgorn no llevaba espada, e iba de verde musgo igual que Silvia; sobre el pecho tenía una señal plateada en forma de caballo al galope. Llevaba un anillo con una piedra blanca en la mano derecha.
Cadvan sonrió a Maerad sin ningún resto de turbación.
—!Dos hechiceras! —dijo—. Si tuviera que elegir, me sentiría perdido, ¿Quién podría decidirse entre el otoño y la primavera?
—Por suerte para mí, no podrás elegir —dijo Malgorn—. El otoño es completamente mío —descolgó un laúd de la pared y cogió a Silvia del codo—. Eso, claro está, si ella está de acuerdo.
Le hizo un serio gesto con la cabeza a Silvia, y ella lo besó en la mejilla.
—Honrarás a los salones de Afinil esta noche, mi amor —dijo él.
—Gracias, señor —dijo Silvia, fingiendo seriedad—. Pero ahora debéis admirar a mi protegida. ¡Y recordad que este es su primer Encuentro!
—Realmente es muy hermosa —dijo Malgorn, bastante remilgado. Los tres Bardos se detuvieron durante unos segundos y la examinaron objetivamente, como si fuese una escultura. Maerad se movió incómoda bajo sus miradas. ¿Qué era ella, un trofeo? Cadvan la liberó de aquella atención no bienvenida dando un paso adelante y cogiéndola de la mano.
—Si me concedes el placer —dijo—, me sentiré honrado si me acompañas al banquete de bienvenida.
Maerad dudó, sin estar segura de cuál sería la respuesta correcta.
—Me sentiría muy feliz de hacerlo —dijo forzadamente tras una breve pausa.
—¿Preparado, pues? —preguntó Malgorn—.Entonces, ¡vamos!
—!Silvia ha hecho un milagro! —le murmuró Cadvan a Maerad mientras salían de la sala—. ¿Qué dirían en El Castro de Gilman?
—Dirían «Siempre ha tenido aires de grandeza» —dijo Maerad—. Y me hubieran pegado un latigazo por mis dolores. ¡Pero lo más probable es que no supiesen quién soy!
—Es lo más probable —dijo Cadvan—. Aunque a pesar de las hermosas ropas, ¡yo sigo viendo a la misma muchacha que me pegó un susto en el establo!
—!Gracias! —dijo Maerad en tono sarcástico.
—Me refiero, Maerad, a que ni tan solo la esclavitud podía esconder quién era. ¡No seas tan susceptible! —dijo Cadvan apresuradamente—. Este es tu primer Encuentro, y seguramente será un poco difícil, así que ve poniéndote una armadura. No todo los Bardos son como Malgorn y Silvia.
Algunos son en verdad tan diferentes que apenas se merecen el nombre.
Me temo que Malgorn tenía bastante razón al decir que algunas Escuelas se han corrompido: las preguntas serían ¿cuán corruptas? Y ¿corrompidas por qué? En algunos lugares solo hay mucha avaricia y otros vicios. En otros… —se detuvo y meneó la cabeza.—En cualquier caso, habrá mucha curiosidad en torno a ti, más todavía teniendo en cuenta que apareces con aspecto de princesa. ¡Mantente alerta! ¡Y quédate cerca de mí!
—Me pegaré a ti como una lapa —dijo Maerad.
—Silvia también me ha dicho que te envíe a la cama en el mismo instante que te vea palidecer. Es más severa de lo que parece, y no osaré desobedecerla. ¡Escaparme una vez ya ha sido bastante terrible!
—!No es que te escapases! —dijo Maerad, con ganas de reír pero sin atreverse.
—Confieso mi cobardía. ¡Yo, Cadvan, quedándome sin hombría por una muchacha! ¿Cómo puede ser eso? Pero es cierto que no estoy acostumbrado a este tipo de cosas —le sonrió a Maerad, y ella se relajó y sonrió—. Así está mejor —dijo él—. Es un banquete, no un examen. Y ahora eres una mujer adulta, ¡recuérdalo! No debo volver a llamarte niña.
Maerad se ruborizó con una mezcla de placer y vergüenza, y se irguió aún más. Ya habían cruzado el patio y dejado atrás varias calles con casas muy parecidas a la de Malgorn y Silvia, que llevaban a un enorme círculo enlosado rodeado de jardines formales. En el centro, sobre un alto pedestal, había una magnífica estatua blanca de un caballo encabritado sin freno ni brida, y sus crines ondeaban ante un viento invencible.
—!Lanorgrim! —dijo Cadvan señalando a la estatua—. Así apareció, procedente del norte, en la mañana del mundo, libre y salvaje. Nadie pudo domarlo excepto Maninae, el Rey Perdido. En la batalla su crines eran fuego y sus ojos lanzas, y el estruendo que producían sus cascos hacía penetrar el miedo en los corazones de sus enemigos. Dudo que Annar vuelva a ver algo así de nuevo. El Valle de Innail era el campo en el que se alimentaba, y por eso esta Escuela honra su memoria. El caballo es el emblema de la Escuela —Maerad recordó los broches que llevaban Silvia y Malgorn.
—¿Luchó contra en contra El Sin Nombre? —preguntó.
—Sí, fue uno de los muchos que lo hicieron. En la batalla final le dispararon una flecha malvada que le envenenó la sangre, y murió tras una larga agonía. Una de tantas penas. Se levantó un gran montículo en su honor, y su especie es honrada por todo Annar.
Docenas de persona cruzaban el círculo de camino a un salón de piedra que estaba al otro lado, el Gran Salón de Innail. Sus puertas dobles, tres veces más altas que un hombre, estaban abiertas de par en par; una cálida luz se derramaba desde el interior, procedente de muchas candelas, y el sonido de la música se aventuraba en el aire cálido. Maerad nunca había visto tal diversidad de gente: hombre y mujeres, y no poco niños, todos ricamente vestidos. La mayoría de ellos llevaba la señal del caballo, pero vio muchas otras: un trébol de tres hojas, un cardo, una rosa, una bellota, tres estrellas entrelazadas. Unos pocos entre la multitud eran morenos de ojos azules, como ella, la mayoría eran rubios como Malgorn.
Vio con sorpresa que había un hombre de piel oscura, vestido con dorados y rojos, con un sol dorado del que salían muchos rayos sujetos en las vestimentas. Cadvan y ella llegaron a la puerta al mismo tiempo que él, el hombre rió al reconocerlo y le dio la mano a Cadvan.
—!Bien hallado, viejo amigo! —dijo—. No pensaba que estuvieses tan al sur.
—!Saliman! —dijo Cadvan—. ¡Bien hallado, cierto es! ¿Qué te trae por aquí?
—Noticias, como siempre, noticias, que recopilar y que contar. Soy el chico de los recados del destino, al que llevan de aquí para allá al antojo de los acontecimientos —se volvió hacia Maerad—. Pero no me has presentado a tu bella acompañante.
—Mi acompañante es más feroz de lo que deja translucir su aspecto —dijo Cadvan haciéndole un guiño a Maerad—. Yo no jugaría con tal guerrera.
Esta es Maerad de Pellinor —ante la mención de Pellinor, Saliman abrió los ojos con asombro—. Maerad, este es un viejo amigo, Saliman de Turbank, que está muy al sur. Pero ve con cuidado porque es un truhán.
—Veo que Cadvan no ha cambiado —dijo Saliman sonriendo—. Solo acusa a los demás para esconder sus propias faltas. ¿De Pellinor? —continuó, dirigiéndose a Maerad—. ¿Es que alguien pudo huir? Ciertamente es una noticia espléndida. Estoy más que encantado de conocerte, Maerad inclinó la cabeza formalmente, y Maerad le devolvió el gesto, agradecida ante la formalidad, con lo que superó su torpeza. Ella creía que todo el mundo tenía la piel clara como la suya, y volvió a percibir el alcance e su ignorancia.
—¿Conocías Pellinor? —preguntó.
—Únicamente estuve en una ocasión. Era un hermoso lugar, y me entristeció saber de su destino. Por desgracia, historias así son más comunes hoy en día, y por lo tanto sorprenden menos; pero después de todo, Pellinor fue la primera. Fui a Jerr-Niken después de que fuese saqueada: fue una de las cosas más tristes que he visto en mi vida. Toda aquella belleza en ruinas, tanta muerte —meneó la cabeza—. Yo personalmente creo que no fue una simple obra de bandidos. Los bandidos no se hubieran explayado tanto con la destrucción gratuita. Tenía la marca de la Oscuridad.
—Creo que tienes razón —dijo Cadvan—. Hay una mala intención singular que delata esos actos. Pero ahora no es momento para hablar de esas cosas.
—Quizá hayas conocido a mi madre —dijo Maerad directamente—. Se llamaba Milana.
—¿Milana? —Saliman sonrió—. Sí, recuerdo a Milana. Era Primer Bardo del Círculo, por lo que recuerdo. Una gran música. ¿También sobrevivió?
—Un tiempo —dijo Maerad, y se quedó callada. Una clara visión de su madre se impuso ante ella: Milana tal y como era antes del saqueo de Pellinor, alta, orgullosa y dulce, sonriente ante un gran número de huéspedes con su lira en la mano y una piedra blanca que brillaba como un estrella en la frente. Una súbita pena pinchó a Maerad, y durante un instante olvidó ficciones y máscaras porque el mundo era demasiado cruel para actuar. La visión desapareció tan rápido como un pensamiento y ella parpadeó, de nuevo, consciente de la presencia de Saliman.
—Veo que aquí hay historias —dijo Saliman—. Pero historias de tristeza, y no oscureceré esta velada insistiendo para obtener más.
—!No, claro que no! —dijo Cadvan—. Y ahora debemos encontrar nuestros sitios. ¿Te sentarás con nosotros?
El rostro de Saliman se iluminó.
—!Será un placer! —dijo—. No conozco a mucha gente aquí.
Maerad se dedicaba a mirar por todo el salón maravillada, revisando sus primeras impresiones, confusas, de color, movimiento y sonido. El salón tenía unos techos muy altos, y sus paredes completamente blancas estaban agujereadas por unas largas ventanas arqueadas con unos pequeños cristales con forma de diamante, iguales que lo que había en la casa de Malgorn y Silvia, solo que estos eran más grandes. En el centro se elevaban dos filas de altas columnas negras talladas como árboles, cuyas ramas extendidas sostenían el techo abovedado. La mampostería negra pulida de las esquinas de la sala y alrededor de las ventanas estaba delicadamente tallada con diseños entretejidos de frutas y flores: parras, manzanas, peras, lirios, ciruelas, rosas y flores de árboles frutales que brillaban en la luz parpadeante de las candelas.
Había unas largas mesas colocadas en filas a lo largo del salón, cubiertas por manteles de color rojo oscuro y dispuestas con boles azul glaseado y platos, cristal y plata. En cada mesa había unos enormes candelabros de plata hermosamente forjados engalanados con velas altas, y del elevado techo colgaban más candelabros, que llenaban el salón de una suave iluminación. Cada mesa estaba adornada con flores primaverales colocadas dentro de unos boles de cristal azul extrañamente soplado, y también había boles llenos a rebosar de frutas y nueces, panes frescos de diferentes formas y colores, algunos con hierbas, otros blancos, algunos abundantes y oscuros; quesos fragantes y pepinillos; carnes en lonchas, algunas recién asadas, otras ahumadas, otras adobadas con hierbas y especias; había también pasteles y tartas; confituras y condimentos.
Maerad nunca había visto tanta comida.
En el extremo de la sala ardía un fuego en un inmenso hogar de piedra, ante él había un estrado alto en el que había tres músicos. Uno de ellos tenía una lira y los otros dos tocaban instrumentos que Maerad nunca había visto: una larga flauta de madera y dulcémele. Nunca había escuchado una música así, un complicado juego de armonías complejas y contrapuntos. Se detuvo involuntariamente, incluso más embelesada por la música que por el choque para los sentidos que le había supuesto entrar en el salón, hasta que Cadvan la empujó por el codo y comenzó a sacarla del trance.
—Nos sentaremos aquí —dijo él, señalando una mesa con la cabeza. En aquel momento la mayoría ya estaban sentados, y solo quedaban unos cuantos rezagados en la puerta. Se sentaron, para regocijo de Maerad, en un lugar que no estaba alejado de los músicos, y Maerad y Cadvan apoyaron sus instrumentos contra la pared. Vio que Malgorn y Silvia estaban en la mesa más cercana al estrado, y Silvia sonrió y la saludó con la mano.
—Están en la mesa mayor, ya que pertenecen al Círculo de la Escuela —le explicó Cadvan—. Mira, este vino es muy bueno. Creo que ha sido Malgorn quien ha seleccionado los vinos, así que no esperaba menos —sirvió a Maerad y a Saliman, y después se sirvió él. Mientras lo hacía, la música se detuvo y los músicos abandonaron el estrado y se sentaron. Una mujer alta que llevaba una túnica completamente blanca se levantó de la mesa mayor, y en el salón se hizo silencio. El cabello gris como el acero le caía hacia atrás, apartado de su rostro severo, y en la mano derecha llevaba un largo bastón, que hizo resonar contra el suelo tres veces—. Es Oron, Primer Bardo del Círculo —susurró Cadvan al oído de Maerad.
—Bienvenido y tres veces bienvenidos —dijo, con una voz que resonaba sin esfuerzo por todo el salón—. ¡Por aquellos a los que queremos y por los extranjeros, por aquellos que vuelven y por los que entran en este salón por primera vez, bebo de mi copa de bienvenida!
Alzó bien alto un cáliz de plata y todo el mundo se puso en pie y levantaron bien sus copas, mientras Maerad los imitaba con dificultad.
—Bebamos por la fraternidad. Que la Luz nos bendiga a todos, amigos y extraños, y haga que nuestras lenguas digan la verdad, que nuestros corazones sean más verdaderos y que nuestros actos sean los más auténticos de todos.
—!Que la Luz te bendiga! —respondieron los Bardos, como una sola voz, y después todos bebieron de sus copas.
Oron golpeó el suelo con su bastón tres veces más y se sentó, con lo que pareció que todas las formalidades habían acabado. La cháchara volvió a comenzar, elevándose cada vez más, y la gente comenzó a tomar fruta y pan. Cadvan y Saliman estaban inmersos en su conversación sobre asuntos del sur, y Maerad no se atrevía a interrumpirlos.
—¿Eres Maerad de Pellinor?
—Sí —Maerad volvió y se encontró con una mujer pequeña de cabello oscuro y ojos azules.
—Pensé que debías de ser tú al verte entrar con Cadvan —dijo la mujer—.
Yo soy Helgar, he venido desde Ettinor para el Encuentro. Perdona mi impertinencia, pero he escuchado a Silvia hablar de tus aventuras. He de decir que no parece que hayas venido arrastrándote desde las montañas.
—Eso es gracias a Silvia —dijo Maerad—. ¿Dónde está Ettinor?
—A una semana a caballo, al oeste, y más allá —dijo—. He venido a traer noticias, y también en busca de consejo, como la mayoría de los que estamos aquí según creo. Vivimos tiempos difíciles. Todas las noticias hoy en día parecen ser malas noticias.
—Sí —dijo Maerad. Volvió a sentir intensamente su falta de conocimientos.
Había sido aislada del mundo de tal manera que no sabía nada—. ¿Qué noticias traes?
—Las escucharás en el Consejo —dijo Helgar, dándole la vuelta a la pregunta—. Pero háblame de ti. Es más interesante.
—Oh, no lo creo —dijo Maerad— ¿Por qué tiene todo el mundo tanto interés en mí? Yo no sé nada. No sé nada de Encuentros. ¿Qué hacen los Bardos?
Helgar se encogió de hombros.
—Sobre todo hablamos.
—Sí, pero ¿de qué?
—Asuntos de la Luz. Lo que afecta al Equilibrio. Asuntos de política que afectan a las Escuelas. Ese tipo de cosas.
—Pero ¿Qué es el Equilibrio? —Maerad comenzaba a sentirse un poco frustrada con Helgar, de cuya mirada había percibido que parpadeaba más allá de su hombro, como sí solo estuviese escuchándola a medias. Era evasiva de una manera diferente a la de Cadvan, y había algo en Maerad que se encrespaba con desconfianza, a pesar de que no podría decir por qué.
Helgar reinterrogó a Maerad acerca de sus aventuras, pero Maerad respondió con cautela, contando lo menos posible de ella y nada en absoluto de Cadvan. Se había dado cuenta de que Cadvan había revisado rápidamente a su interlocutora antes de volver a su corrillo con Saliman.
Pese a aquello, la ceno transcurrió de forma bastante placentera. Al final, cuando Maerad ya pensaba que no podría comer nada más ni aunque su vida dependiese de ello, se llevaron los platos. Después, para su sorpresa, Cadvan se puso de pie y caminó a grandes zancadas hacia el estrado, entre aplausos.
—Cadvan está considerado un gran cantante —dijo Helgar—. Yo nunca lo he escuchado. Aun así, me sorprende que vaya de primer lugar —pero Cadvan estaba hablando.
—Con vuestro permiso, esta noche cantaré una leyenda de la antigüedad, de los primeros años del reino perdido de Lirion, cuando el Brujo de Hielo aún molestaba al mundo: La Gesta de Mercan —tocó un acorde y comenzó a cantar.
—Extraña elección —murmuró Helgar cuando Cadvan comenzó, pero Maerad se quedó embelesada. No conocía la leyenda, que contaba la historia de la larga búsqueda de Mercan de su amada Tirian, robada por los secuaces del Brujo de Hielo. La habían encontrado en los salones de nieve del norte y la habían traído a casa, pero el corazón de Tirian se había convertido en un trozo de hielo, y no volvió a hablar. A Mercan se le rompió el corazón de desesperación, y cuando lo vio morir, el corazón de Tirian se fundió en pena. Sollozó, y una lágrima cayó sobre el rostro de Mercan; sus ojos se abrieron y la vida volvió a él, la helada se fundió en la tierra y las ramas de los árboles secos florecieron, el largo invierno se rompió. La voz de Cadvan subía y bajaba, y mientras escuchaba Maerad tenía visiones de una hermosa ciudad, de barcos que zarpaban de un puerto blanco bajo un cielo frío y lleno de estrellas brillantes, y las duras orillas de un país lejano. La música caía sobre la mente de Maerad como una dulce lluvia, y suspiró de felicidad, como si fuese la tierra húmeda suspirando por la felicidad de la primavera. Después el canto se detuvo y hubo aplausos, Maerad parpadeó, liberada del encantamiento, y descubrió con sorpresa que sus pestañas estaban humedecidas por las lágrimas.
Los Bardos pedían más, y Cadvan miró a Maerad y le hizo una seña para que se acercase. Ella negó con la cabeza, horrorizada, pero Cadvan insistió y al fin, animada por Saliman, cogió su lira de mala gana y caminó hacia el estrado. Se quedó mirando sin ver la multitud y tragó saliva. Cadvan la miró para coordinarse y después tocó los acordes de La leyenda de Andomian y Beruldh, que habían cantado juntos, parecía que hacía años, en el claro de Irihel. Maerad respondió automáticamente con la antífona.
En cuanto salieron las primeras notas, sus nervios desaparecieron: en el santuario de la música podía ser ella misma sin miedo. Solo cantaron la balada que introducía la historia, y después abandonaron el estrado entre ovaciones.
—Los ha dejado hambrientos, ¿eh? —dijo Cadvan cuando volvían a sus asientos—. Y tú te has absuelto de una forma encantadora. Tienes, he de decir, un estilo individual. Creo que se convertirá en la moda de Innail, teniendo en cuenta la respuesta.
—Has sido un malvado al hacerme subir ahí —dijo Maerad acaloradamente—. Quería que me tragase la tierra.
—Ahora has cumplido con tu tarea en lo que respecta a tus anfitriones, y no necesitas preocuparte más —dijo Cadvan imperturbable—. Y has probado que eres un verdadero Bardo de Pellinor. Será difícil discutir eso ahora.
Cuando llegó a su asiento, Saliman todavía aplaudía.
—¿Dónde está ese castro? —dijo—. Debería ir a recibir lecciones allí.
Helgar, se fijó Maerad, había abandonado su silla y estaba hablando con alguien más lejos. Cuando Maerad la miró, ella se volvió. Saliman se dio cuenta.
—Tu amiga no confía en los sureños —dijo.
—Oh —dijo Maerad—. ¿Por qué?
—No hay mucho como yo tan al norte, así que soy una curiosidad —Saliman hablaba con indulgencia, pero Marad vió dureza en sus ojos y una ligera curvatura en sus labios—. Y estos son días de desconfianza.
—No le des importancia —dijo Cadvan—. He visto que Helga te estaba inquiriendo duramente para conseguirte información. Te comportaste bien, pienso, ante tal impertinencia.
—Me dijo que era amiga de Silvia —dijo Maerad.
—Eso es utilizar el término muy a la ligera —dijo Cadvan—. Creo que no le ha gustado que hayas cantado tan bien y hayas complacido a tanta gente.
—¿La conoces? —preguntó Maerad.
—Digamos que tenemos nuestra historia. Pero me parece que estás un poco pálida. Esto durará toda la noche, pero no me atreveré a tenerte aquí hasta tarde, o Silvia me despejellará vivo.
Y de hecho Silvia se acercaba a su mesa con los ojos brillantes.
—¡Bien hecho, Maerad! —dijo—. Me siento orgullosa de ti, tu música ha honrado este salón. ¿Estás cansada? Estás pálida.
Maerad admitió que estaba cansada, y Cadvan la sacó del salón. Tardó bastante en hacerlo, ya que la gente les sonreía y quería hablar tanto con ella como con Cadvan, pero Cadvan evitó educadamente que los atrapasen en una conversación. Cuando alcanzaron la habitación, Cadvan dijo: —Sé que no he cometido ningún error aún al traerte aquí. Hoy me has honrado —la besó en las dos mejillas, y Maerad, sin estar segura de cómo responder, hizo una torpe reverencia y después se deslizó rápidamente al otro lado de la puerta. Dejó la lira con cuidado sobre la cajonera, se quitó a ropa, se desató el cabello y cayó agradecida sobre la cama.
Pese al cansancio, no se quedó dormida inmediatamente, pues la cabeza le zumbaba a causa del vino y la emoción de la velada. Se quedó mirando hacia el techo y las imágenes parpadeaban aleatoriamente en su imaginación: Cadvan cantando sobre el estrado, el desagrado de Helgar ante la música de la propia Maerad, el vestido con perlas bordadas de Silvia, el suave y encantador florecer de las candelas iluminando los pilares de aquel hermoso salón… pero, por encima de todo, el rostro de Saliman, airado ante a grosería de Helgar. A Maerad le picó la piel con una especie de conciencia animal innata al pensar en Helgar. «No se puede confiar en todos los Bardos», le había dicho Cadvan, y ahora ya creía saber a qué se refería.