Capítulo XIV

El Kulag

advan y Maerad llegaron a la Franja de Ettinor durante la tarde del día siguiente. Las Colinas Quebradas se hundían gradualmente en C las llanuras, y allí la hierba salvaje se bamboleaba a la altura de la rodilla a un lado de la carretera, mecida por una brisa suave, y las largas hojas de los sauces pendían sobre el río a su lado. Unas millas después la carretera daba un agudo giro hacia el norte y vadeaba del río Milhol, y al otro lado atravesaron cabalgando tierras de pastoreo salpicadas de rebaños de reses y ovejas, con frecuentes bosquecillos de hayas, alisos o álamos, o inmensos robles solitarios. Las casas tenían un estilo diferente a las que había en la Franja de Innail, construidas en piedra gris con unas ventanitas altas y tejados hechos con tejas de arcilla roja. Muchas tenían llamativas jardineras en las ventanas llenas de geranios rojos o rosas. Era un agradable paisaje campestre por el que cabalgar, y Maerad sintió que suponía un bálsamo para sus ojos tras las duras rocas y los matorrales de los últimos días.

Volvían a estar disfrazados del zapatero remendón Mowther y su hijo idiota, esta vez viajaban por el campo en busca de trabajo; tras su encuentro el día anterior, Cadvan no se iba a arriesgar. Se cruzaron con algunas personas por la carretera, pero de nuevo Maerad se dio cuenta de que pocos le devolvían el saludo a Cadvan. No vieron a ningún Bardo. Una vez vieron a un herrador que cabalgaba con un gran mandil negro, mientras las herramientas le tintineaban colgando de la silla, de camino quizá a herrar a uno de los grandes caballos de tiro que Maerad había visto en los campos, un pastor con dos perros que apresuraban a un pequeño rebaño de ovejas y tres niños descalzos que jugaban en la carretera, los que, al ver a los extranjeros, salieron corriendo inmediatamente y se escondieron. Enseguida Maerad vio en la distancia los muros de la Escuela y sus altas torres grises. Cadvan desvió el camino al sur de la Escuela, y se dirigieron al oeste.

—Es una tierra hermosa —dijo Maerad—. Casi tan hermosa como Innail.

—Sí, pero se está empobreciendo —dijo Cadvan—. No hace mucho no se veían niños sin zapatos por aquí. Unas cuantas décadas más y será como la tierra que rodea Milhol.

Después de aquello Maerad comenzó a fijarse en señales de abandono o pobreza, como tejados de graneros a los que les faltaban teja, carretas y carros pudriéndose abandonados a un lado de la carretera. Había muchos campos, de los que Cadvan le dijo que ahora deberían estar siendo sembrados, que estaban llenos de maleza, malas hierbas y cardos, y no era raro ver granjas completamente abandonadas, con las ventanas rotas, tejados que comenzaban a derrumbarse, malas hierbas que crecían altas, empujando las paredes de los patios. No siempre era así, todavía vio muchas casas con jardines y huertos bien cuidados, y algunas casas muy grandes que señoreaban vastos terrenos; pero bajo la agradable superficie Ettinor tenía una penetrante sensación de lenta decadencia, o lucha sin esperanza contra la entropía.

—La desesperación está en el corazón de Ettinor —dijo Cadvan mientras pasaban al lado de otra granja en proceso de putrefacción—. Es la peor enfermedad que existe. Una traición al pacto de los Bardos.

—¿Adónde se va la gente? —preguntó Maerad.

—A los pueblos, a veces, para intentar ganarse la vida allí —dijo Cadvan—.

Algunos se vuelven nómadas, trabajan para otros cuando ya no pueden ganarse la vida en sus propias tierras.

—Pero ¿qué está pasando? Vaya, no parece que haya hambruna ni nada así…

—Ocurre desde la muerte de Eth, que era Primer Bardo aquí —dijo Cadvan—. Le sucedió Finlan, un hombre orgulloso y ambicioso, hace unos cincuenta más o menos. Finlan aumentó los diezmos a los propietarios de las tierras, argumentando que los Bardos estaban mal pagados por su trabajo. Quizá nadie hubiera objetado nada si los Bardos hubieran mantenido sus servicios, pero eso sí que permitió que disminuyese. Y los diezmos continuaron subiendo, y eran exigidos por la fuerza cuando alguien no podía pagarlos.

En aquel punto Maerad levantó una ceja con aire interrogante. Entonces Cadvan le explicó que las Escuelas no solo se mantenían de las economías creadas por la Artesanía y la Creación, sino también por los diezmos que pagan los propietarios de las tierras de las Franjas, y a cambio, los Bardos se consideran siervos de la gente, y sus habilidades están a disposición de estos.

—Enseñan a los niños a leer y contar, curan a los enfermos, llevan a cabo los rituales de la primavera y la cosecha, y muchas otras cosas —dijo—.

Pero los Bardos de Ettinor se han vuelto arrogantes y creen que están por encima de tales servicios, y exigen un pago por todo lo que una vez se entregó libremente. Así que el nombre de los Bardos ha adquirido mala reputación en muchos lugares.

—Entonces, ¿Finlan es un Gluma? —preguntó Maerad.

—No lo creo —dijo Cadvan—. Pese a que es difícil estar seguro de nada en los tiempos que corren. Me he preguntado si habría Glumas en la Escuela de Ettinor, y mis dudas han ido aumentando con el paso de los años.

Ahora estoy seguro de que los hay.

Hacia el atardecer entraron en un pueblecito sin murallas llamado Fort, y allí se alojaron en una cómoda posada llamada El pato marrón. Para deleite de Maerad, incluso tenía cuarto de baño, aunque no había agua caliente. Se quitó sus ropas mugrientas con un intenso alivio, se lavó por todas partes y se puso una muda limpia de su hatillo. Era algo curioso, pensó, estar lavando algo que se sentía como el cuerpo de una chica pero que parecía un muchacho. Ya se las había visto con algunas dificultades: cuando había querido orinar, había pensado que debía quedarse de pie, pero había resultado un poco desastroso a no ser que se mantuviese en pie con las caderas formando un ángulo muy antinatural. Había sorprendido a Cadvan riéndose de ella aquel mismo día, mientras se peleaba con aquello detrás de un árbol y, con las mejillas de color escarlata, había olvidado su supuesta mudez y le había gritado. Lo cual, para enfurecerla aún más, solo había conseguido aumentar su diversión.

Volvió a su salita y se encontró a Cadvan, vestido de Mowther, tirado al lado del fuego, sin las botas.

—Necesitamos lavarnos un poco —dijo ella, esperando que él alegase que no tenían tiempo. Para su sorpresa, estuvo de acuerdo.

—Mañana también dormiremos aquí —dijo—. Creo que es bastante seguro.

Dudo que nadie nos busque en Fort. Quiero comprar algunas provisiones y escuchar las noticias que pueda. Y podríamos descansar antes de continuar el viaje.

Más tarde, tras comprobar cómo estaban los caballos —el informe de Darsor era alentador, pese a que Maerad sospechaba que le costaba estar en cualquier establo—, fueron a la taberna a comer algo. Era una sala alegre con un gran hogar, sobre el que había platos de cobre y jaeces para caballos, con unas paredes blanqueadas con cal y manchadas por siglos de humo de madera, y juncos limpios sobre el suelo de madera negra.

Había unos cuantos granjeros sentados en silencio a las mesas, que bebían la cerveza negra local, pero a no ser por eso la taberna estaba prácticamente vacía. El posadero, un hombre de rostro agradable llamado señor Dringold, estaba sirviendo bebidas, y Cadvan le pidió algo de vino y cordero asado con verduras. Un niño pequeño, de unos cuatro años, con una manta de cabello negro y rizado, servía el vino, llevando la garrafa de arcilla con gran seriedad, como si trasportase el cristal más precioso, y Cadvan le dio las gracias sobriamente.

Poco después, la esposa de Dringold, una alegre mujer con el mismo cabello rizado que su hijo, les trajo la comida. Tras el escaso sustento de los días anteriores, a Maerad se le hacía la boca agua, y Cadvan se quedó perplejo ante lo rápido que desapareció su ración. Al asado le siguió una tarta de moras con crema, y después de eso un poco de excelente queso blanco, producto local, tal y como les contó orgulloso el posadero. Tomaron un poco más del más que aceptable vino, y se quedaron sentados sin hablar en un rincón al lado del fuego, muy satisfechos.

—Su hijo es un muchacho callado —dijo el señor Dringold al pasar, mientras llevaba unas cervezas a otra mesa.

—No ha hablado desde el día que nació —dijo Cadvan—. Pero es bastante hábil.

—Están de paso por aquí, ¿verdad?

—Esa es la idea. No parece que haya mucha necesidad de zapateros remendones por aquí.

—El señor Dothan no les agradecería que se quedasen —dijo Dringold, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a un hombre fornido que estaba inclinado sobre una mesa cercana—. Ya bastantes problemas tiene para salir adelante tal y como están las cosas. No hay mucha gente por aquí que se pueda permitir tener más de un par de zapatos, si es que tienen uno, no sé si me entienden.

Volvió a su mesa tras repartir las bebidas, y Cadvan y él comenzaron a charlar. Maerad continúo sentada, adormilada, a su lado, escuchando la conversación. Se estaba haciendo tarde, y ansiaba dormir en una cama de verdad, con sábanas de verdad. La conversación era más de lo mismo: las dificultades para ganarse la vida, cómo los negocios decaían año tras año mientras los precios aumentaban y aumentaban. Maerad se dio cuenta de que Dringold no mencionaba a los Bardos. Cadvan asentía comprensivo.

De repente, la esposa del posadero irrumpió en la sala, con el rostro blanco.

—Ewan —dijo—. ¡Es Lanal! Le ha vuelto a dar el garrotillo, pero esta vez está muy mal —Dringold se puso en pie precipitadamente y se excusó.

—Quizá yo pueda ayudar —dijo Cadvan, levantándose—. Este muchacho tuvo un mal garrotillo cuando era pequeño, y aprendí algunos trucos —la mujer se le quedó mirando recelosa, pero no protestó cuando los siguió a sus aposentos privados. Sin saber qué hacer, Maerad siguió a Cadvan.

El chiquillo estaba sentado al lado del fuego de la cocina, acunado por una de las criadas. Estaba claro que le costaba mucho respirar, emitía unos terribles graznidos cada vez que tomaba aire.

Maerad vio que tenía los labios amoratados. Ya había visto niños en aquella situación extrema. Normalmente morían.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó Cadvan, y Maerad se dio cuenta, ligeramente sorprendida, de que no hablaba como el zapatero Mowther.

—Una media hora —dijo la mujer—. Pero se ha ido poniendo cada vez peor.

No sé qué hacer —tomó aire entre dientes, como si estuviera intentando no llorar, y se mordió el labio.

—¿Tienen uña de caballo en la cocina? ¿O borraja? —preguntó.

—¿Uña de caballo? Creo que sí… y también borraja, me parece… —se acercó a una estantería cargada de botellitas de vidrio llenas de hierbas secas y las cogió.

—Hagan una infusión, rápido —dijo Cadvan—. Pongan una cucharada de cada uno en una olla grande.

Tomó al niño suavemente de los brazos de la criada y se sentó con él. El niño no tenía suficiente aliento para llorar pero estaba claramente asustado, y se retorcía débilmente entre los brazos de Cadvan.

—¿Cómo se llama? ¿Lanal? —Cadvan miró a Dringold. El posadero asintió.

Cadvan miró al niño y le susurro al oído—. Fearnese, Lanal. Fearnese —inmediatamente la respiración del chiquillo se volvió más fácil, dejó de retorcerse y se relajó, confiado, sobre el pecho de Cadvan. Este le acarició el cabello y el pecho, susurrando todo el tiempo, y un minuto más tarde el horrible ruido cesó y comenzó a respirar con normalidad. El terrorífico color morado le desapareció de la boca. Después, de manera bastante repentina, el niño se sentó.

—Tengo sed, mamá —dijo—. Quiero beber algo —miró a Cadvan con timidez y buscó los brazos de su madre.

—Estará bien enseguida —dijo Cadvan, tendiéndoselo—. Dele un poco de la infusión, cuando se haya enfriado, le limpiará los pulmones. Si comienza a ponerse así de nuevo, haga que respire los vapores de la uña de caballo antes de que se ponga tan mal. Y manténgalo en un cuarto caliente.

La cocina estaba en completo silencio.

—Pensaba que se moría —dijo la esposa del posadero.

—Los niños se olvidan rápido del dolor —dijo Cadvan—. Lo he visto a menudo.

Ahora que aquel miedo terrible por su hijo había desaparecido, Dringold parecía estar casi enfadado.

—Eso eran cosas de Bardo, eso era —dijo, casi gritando.

—Puede que lo fuese, puede que no —respondió Cadvan—. Como ya le he dicho, aprendí unos cuantos trucos cuando el mío era pequeño.

—Solo los Bardos tienen permitido realizar Curaciones —dijo Dringold—. El mes pasado echaron del pueblo a una comadrona por hacer remedios.

—La ley no funciona así en el lugar del que yo vengo —dijo Cadvan, y Maerad vio un destello de ira en su mirada—. Si alguien está enfermo, alguien debe curarle, si puede. De todas formas, el niño ahora está bien.

Se quedaron en la cocina mirando al chiquillo, que ahora se comportaba como si no hubiera estado enfermo en su vida y le pedía insistentemente una galleta a su madre.

—Bueno, ¿qué le debemos? —dijo el posadero. Cadvan lo miró como si lo hubiese insultado, y Dringold se ruborizó.

—No me deben nada —dijo Cadvan—. Les agradecería que mantuviesen la boca cerrada acerca de este asunto, es todo. No me gustaría que los Bardos me persiguiesen, como si hubiese hecho algo malo.

—No ha hecho nada malo —dijo la esposa del posadero impulsivamente.

Ahora tenía los ojos húmedos—. Oh, Ewan, me he asustado tanto. Nunca se había puesto así. Pensaba en el pequeño de Medelin, al que la semana pasada se llevó la enfermedad, y no podría haberlo soportado.

—Está bien, Rose —dijo Dringold bruscamente—. Gracias, señor Mowther, si es que es usted el señor Mowther —les dirigió una mirada mordaz a Cadvan y Maerad—. Le debo mucho. Este pequeño lo es todo para Rose y para mí —sacó un gran pañuelo rojo y se sonó la nariz.

—Bueno, será mejor que el muchacho y yo nos vayamos a dormir —dijo Cadvan—. Y ustedes también —hizo un gesto de buenas noches con la cabeza y Maerad y él salieron de la cocina e hicieron el camino hacia las habitaciones.

—¿Ha sido eso inteligente? —preguntó Maerad en cuanto se encontraron en la privacidad de su salita.

—¿Inteligente? —Cadvan le dirigió una mirada punzante.

—Me refiero a que si estábamos intentando ocultar que somos Bardos…

—se detuvo en seco—. Bueno, es evidente que el señor Dringold sospecha de nosotros…

—Si eso fuese lo único que importase, no, no ha sido inteligente —dijo Cadvan—. Aun así, ¿qué es la inteligencia, si permite morir a un niño pequeño?

—¿Hubiera muerto? —dijo Maerad.

—Sí —respondió Cadvan bruscamente—. Ahora mismo estaría muerto —encorvó los hombros y se sentó, meditando sobre aquello—. Maerad, a veces hay decisiones que nos llevan a quedar en una mala situación, pero aun así hay que tomarlas. No podía quedarme allí impasible, sabiendo que podría salvarlo. No son maneras de Bardo.

Maerad pensó con pesar en lavarse.

—Supongo que tendremos que marcharnos mañana temprano, en ese caso —dijo.

—No lo creo —dijo Cadvan—. Creo que el señor Dringold y su esposa guardarán silencio con respecto a nosotros. De momento asumiremos el riesgo —incluso a través del disfraz Maerad podía ver las sombras del agotamiento en el rostro de Cadvan. Pensó en la criada y se preguntó si estaría tomando la decisión correcta. Pero ella también estaba demasiado cansada, y se sentía contenta anta la perspectiva del descanso.

Cuando salieron de sus camas a la mañana siguiente, el sol estaba alto.

Desayunaron generosamente, con salchichas especiadas, alubias y beicon; el menú del señor Dringold incluso contenía setas fritas, lo que complació a Cadvan. Dringold también lo arregló todo para que les llevasen la colada a las lavanderías, donde estaría lista para aquella noche. Entonces Cadvan y Maerad se acercaron al mercado de Fort.

Maerad nunca había estado en un mercado, y estaba fascinada. Era vivo, lleno de colores y olores. Había unas enormes calabazas naranjas y calabacines verdes y dorados, y unas manzanas amarillas desiguales, dulces y ligeramente arrugadas por llevar almacenadas desde el invierno; vio verduras de todo tipo, lechugas tempranas y puerros, y ramilletes secos de perejil, menta, mejorana y ortigas, y el verde-morado de unas enormes coles de invierno, partidas en dos de manera que dejaban al descubierto sus retorcidas entrañas. Había montañas de alubias y guisantes secos, lentejas amarillas y granos marrones, y ristras de ajos y cebollas, sacos de avellanas, nueces y almendras, que salpicaban con los colores del otoño; y unos enormes quesos blancos redondos envueltos en hojas o en cera azul, bien gordos y pesadamente asentados sobre los caballetes de madera. Sobre todo ello volaban aromas de panes recién horneados y castañas asadas, salchichas y cebollas que se freían en un brasero, y por todas partes se escuchaban los rebuznos de los burros, los mugidos de las vacas y lo balidos de las cabras estabuladas, los ladridos de los perros y la cháchara de la gente del pueblo al regatear.

En el extremo de la plaza había dos juglares que tocaban la gaita y violín, con un sombrero ante ellos, en el suelo, para recoger las monedas. Iban vestidos con ropas brillantes, con bufandas de color escarlata alrededor del cuello y sombreros de fieltro azul con cascabeles que tintineaban mientras bailaban. Cantaban canciones sobre granjeros tontos y muchachitas que sufrían por amor, una balada de caza sobre un hombre que se enamoraba de un espíritu del río y una divertida canción sobre un herrero borracho que se caía dentro de un pozo. Maerad se quedó ante ellos, embelesada, hasta que Cadvan le dijo que parecía exactamente el mismo idiota que fingía ser y la arrastró para realizar algunas compras.

Iba caminando a la deriva por el mercado de manera tranquila, charlando con los vendedores de los puestos, y Maerad lo seguía en silencio, admirando de nuevo su facilidad para tratar con la gente, cómo era capaz de conseguir que incluso los más reservados se abriesen y hablasen.

Compró un suministro de frutas y carnes secas, harina y grano de cebada, un poco de aceite y vinagre, algo de pan duro que se conservaría durante una o dos semanas y un saquito de avena para los caballos. Lo que más le chocaba era el miedo que aparecía ante cualquier mención a los Bardos o cuestiones Bárdicas: los vendedores miraban a su alrededor como si pensasen que había alguien escuchando y no decían nada más, o cambiaban de tema a voz en grito. Cuando Cadvan terminó con sus adquisiciones del mercado, volvieron al lugar en el que tocaban los juglares, ya que Maerad quería escuchar más, pero allí había una discusión. Una mujer que claramente era Bardo —llevaba la capa y el broche de hoja de trébol de Ettinor— les gritaba y les estaba confiscando los instrumentos a los juglares. Cuando estos protestaron, los dejó helados con un gesto de la mano. Después, con una mirada de desprecio, cogió las monedas que había en el sombrero y los dejó allí, incapaces de moverse.

Cadvan observaba la escena con disgusto.

—Aquí hay demasiadas cosas ilegales —dijo.

—¿Qué pasará con ellos? —preguntó Maerad.

—Al final se acabará el encantamiento —dijo Cadvan—. Pero podrían quedarse ahí toda la noche, como castigo.

Después de aquello Maerad no quiso quedarse más tiempo en el mercado, y volvieron a El pato marrón, donde hicieron las maletas. Cadvan decidió que aquella noche debían cenar en su habitación y lo arregló todo para que les trajesen la comida.

—Mañana saldremos antes del amanecer —dijo.

—Y después ¿qué? —preguntó Maerad.

—Sí alguien hace preguntas, comenzará a haber un rastro que las mentes enfermas podrían seguir —dijo Cadvan—. Vamos a desaparecer.

—¿Qué significa eso? —Maerad levantó una ceja con aire de duda; estaba claro que no habría más posadas durante un tiempo.

—Significa que nos adentraremos en terreno salvaje —dijo Cadvan—.

Durante las próximas ochenta leguas al oeste la tierra está vacía y no hay caminos. Será difícil encontrarnos, si alguien busca en esa dirección.

—Pero en lugares así viven las criaturas de la Oscuridad —dijo Maerad.

—No solo esas —dijo Cadvan—. A mí me parece menos arriesgado que tomar carreteras, de todas formas. No hay ningún camino libre de peligro.

Llamaron a la puerta y entró Dringold, que traía su cena. La dejó sobre la mesa, y después se quedó allí.

—Debo decirle —dijo— que esta noche se han hecho preguntas.

—¿De verdad? —dijo Cadvan, con aparente indiferencia.

—Ha venido una Bardo. Preguntaba por viajeros que viniesen en este camino. Le dije que tenía alojado a un zapatero remendón. De todas formas, no era necesario decirlo —añadió apresuradamente—, porque ellos siempre lo saben de antemano, siempre hay quien está contento de ir corriendo a los Bardos con cuentos. Le dije que ya se habían marchado, de todas formas. Después me dijo que había escuchado rumores de que mi hijo se había puesto enfermo y que había sido curado. Me reí de ello. Le dije que Rose siempre estaba temiendo por el chiquillo, y que no había sido nada serio. Me miró con aire divertido. Después me preguntó si había visto al Bardo Cadvan, que viajaba con una muchacha joven. Le dije que conocía al señor Cadvan igual que cualquier Bardo, y que siempre estaría encantado de recibirlo en mi posada, pero que llevaba tres años sin verlo.

Y después se marchó.

Hizo una pausa. Cadvan le dirigió una mirada vacía de expresión.

—Estoy seguro de que el Bardo Cadvan siempre se sentirá complacido de dormir en tan hermosa posada —dijo—. Y siempre agradece la discreción.

—Por lo tanto, no es mala idea que permanezcan esta noche en sus habitaciones —dijo Dringold—. No sé si me explico. Haré que la criada sepa que se han marchado.

—Tenemos pensado salir antes de que haya luz —dijo Cadvan—. No debería ser un problema —le dirigió a Dringold una repentina sonrisa cálida y, sorprendido, el posadero se la devolvió y se inclinó ante él.

—Estoy seguro de que no lo será, señor Cadvan. Me siento inmensamente agradecido de que haya venido —dijo. Y se marchó.

Mientras la puerta se cerraba, a Maerad se le revolvió el estómago por la ansiedad. Había olvidado por un momento el peligro que corrían, calmada por los pequeños placeres del día, y ahora sus miedos volvían por partida doble; recordaba las manos de color blanco mortal del Gluma y los tizones rojos de sus ojos.

—¿No deberíamos marcharnos ya? —preguntó.

—Podríamos hacerlo, pero dudo que nos sirva de gran provecho —dijo Cadvan—. Nuestro disfraz se mantendrá hasta la puesta del sol de mañana. Los Bardos de Ettinor no saben lo que buscan, por el momento continúan buscando a Cadvan.

—¿Podemos confiar en el posadero? —Maerad se puso en pie y caminó dando vueltas por el cuarto—. ¿No podrían los Bardos averiguar por él que estamos aquí, incluso aunque él no quiera decirlo?

—Depende de las sospechas que tengan. Creo que deben de estar buscando en muchas direcciones, no hay ninguna razón en especial por la que debiéramos estar aquí. Ojalá supiera lo que está ocurriendo en Innail… Hay peligro, pero no me gusta la idea de meterme en terreno salvaje habiendo dormido poco; ya nos lo encontraremos más adelante.

Creo que debemos correr este riesgo.

Pero Maerad saltó a otra pregunta.

—¿Y Dringold? ¿No estará en peligro si nos está encubriendo?

—Hoy estás llena de ansiedad —dijo Cadvan, frunciendo el ceño—. Creo que Dringold ha tenido bastantes agallas para enfrentarse a las preguntas de los Bardos de Ettinor. Recuerda su arrogancia. Es muy fácil infravalorar a un sencillo posadero si te consideras por encima de él. Si esta noche pasamos desapercibidos y nos marchamos mañana, deberían estar seguros. Pero colocaré un encantamiento de protección antes de marcharnos, para asegurarnos.

Las respuestas de Cadvan aliviaron un poco los miedos de Maerad, pero aquella noche se quedó despierta hasta tarde, incapaz de deshacerse de la amenazadora imagen de los Glumas y, cuando por fin se quedó dormida, sus sueños se vieron llenos de jinetes negros que la intentaban tocar con sus manos pálidas y huesudas.

Maerad se despertó en la oscuridad antes de que el sol saliese, con el ruido de la lluvia tamborileando sobre el tejado, y suspiró. De mala gana se arrastró fuera de la cama caliente y se vistió, temblando de frío. La cota de malla le resultó especialmente fría cuando se la puso sobre la ropa, y se estremeció: era como ponerse una camisa de hielo. Cadvan y ella tomaron un rápido desayuno, de pie en la cocina con Dringold y su esposa.

Tímidamente, Rose los presionó para que se llevasen unos pasteles de carne fríos para el almuerzo, discutió brevemente con Cadvan acerca de pagarle sus servicios por el niño, pero él se negó en redondo a aceptar nada. Justo antes de salir, Cadvan extendió las manos sobre la pareja, murmurando unas breves palabras. Maerad vio que parpadeaban, y después se volvieron para continuar trabajando como si Cadvan y Maerad no estuviesen allí.

—Solo recordarán lo que encaje en la historia de Dringold —le explicó Cadvan en los establos mientras sacaban a los caballos—. Normalmente los Bardos se dan cuenta cuando alguien oculta algo.

—¿Y no percibirá un Bardo el encantamiento? —preguntó Maerad.

—Solo si los visionase —dijo Cadvan—. Pero si los visionan, ni yo ni nadie podremos ayudarles. Pero dudo que ningún Bardo ni Gluma se digne a hacer tal cosa. Espero que no, por su bien.

Se quedó quieto sobre Darsor durante un momento, escuchando, pero no oyó ni percibió nada en la noche, y los guió para salir de las calles adoquinadas de Fort. Una oscuridad lluviosa la cubría, y Maerad se estremeció. La luna llena se movía lentamente hacia el oeste entre largas bandas de nubes negras, pero iluminaba poco. Volvió la vista hacia las ventanas de la posada, que brillaban doradas y acogedoras en la oscuridad, y pensaron en la pequeña familia que habían dejado allí. La idea de que unas personas tan amables cayesen en manos de los Glumas era insoportable de imaginar.

El sol comenzaba a teñir el horizonte de tonos rojos apagados y ocres mientras atravesaban pueblos y ciudades hasta la frontera de la Franja de Ettinor. Cuando la lluvia cesó y el sol subió por el horizonte, arrojando una luz sombría sobre el paisaje húmedo, cabalgaban por una región menos habitada, punteada tan solo por granjas solitarias. Un par de horas más tarde la carretera se introducía en un bosque. Redujeron el paso y trotaron entre los árboles chorreantes, oyendo solo el sonido del canto de los pájaros y el ruido apagado de los cascos de los caballos.

Maerad soñaba despierta, cavilando abstraída sobre algunas de las cosas que habían visto y oído durante las pasadas semanas. Ninguno de sus pensamientos la llevó a ningún lado, y dejó que vagasen a la deriva por su mente, uno tras otro, como imágenes informes: la Elidhu del Bosque Grávido; Cadvan quieto y silencioso, a horcajadas sobre Darsor; los juglares helados en la plaza del mercado de Fort; el rostro alegre de Silvia, solemne por la tristeza; Dernhil…

Un extraño ruido la sacudió bruscamente de sus contemplaciones, un zumbido como el de una gran abeja, y un zoc, como si algo hubiese golpeado un trozo de madera. Le había dado tiempo de reflexionar que ya había oído un sonido así antes y sabía que no le gustaba, cuando lo volvió a oír, y entonces se sintió como si le hubiesen dado un golpe en la espalda, y la lanzaron hacia delante sobre la silla. Los caballos se echaron a galopar como locos sin haber recibido ninguna orden, y Cadvan gritaba: —¡Abajo! ¡Flechas! ¡La cabeza abajo! ¡Abajo!

Obedeció instintivamente, ocultando la cabeza contra el cuello de Imi, y se colgó desesperada mientras Imi saltaba salvajemente, intentando mantener el ritmo de Darsor. Se dio cuenta de que debía de haberle tocado una flecha, y agradeció llevar la cota, que se había puesto de tan mala gana aquella mañana. Se atrevió a mirar atrás en una ocasión y no vio nada entre los árboles, la carretera ya había dado un giro y ocultaba a sus atacantes. Los caballos redujeron el paso a un medio galope, y entonces, cuando llegaron a un lugar en el que había un gran saliente rocoso que sobresalía del bosque, Cadvan los detuvo con un gesto de mano, con el rostro grave y alerta. Los llevó hasta la roca, y se quedaron allí de pie, con la espalda contra la pared de piedra, que se alargaba hacia arriba unos seis metros con un ligero saliente elevado. Maerad escuchaba el ruido que hacían los jinetes que los perseguían, acercándose tanto por la carretera como entre los árboles, atajando la curva de la carretera.

—No podemos correr salvajemente con una persecución así —dijo Cadvan—. Tendremos que quedarnos aquí. Creo que no son muchos, solo dos o tres.

—¿Quiénes son? —preguntó Maerad temerosa.

—No lo sé —dijo Cadvan—. Bardos, supongo, que nos habrán visto en alguno de los pueblos. Solo hay una carretera que pase por esta parte de la Franja. No he tenido cuidado, y no debería haber sido así. Pensaba que la lluvia nos ocultaría. Por lo menos aquí no pueden aparecernos por la espalda.

Maerad tragó saliva y se quedó inmóvil sobre la grupa de Imi, palpando su espada, y se quedó mirando hacia la curva de la carretera hasta que los ojos comenzaron a llorarle. Cadvan esperaba pacientemente, quieto como una piedra. Parecía que sus perseguidores no llegarían nunca, pero aun así, antes de lo que le hubiera gustado, una figura apareció trotando al otro lado de la curva, y después otra más. Llevaban flechas ya colocadas en el arco, e iban cubiertas por capas negras.

—Glumas —murmuró Cadvan, y Maerad percibió cómo aspiraba agudamente.

Al principio los Glumas no los vieron y buscaron entre los árboles, avanzando lentamente ahora que iban a la caza. Otro jinete apareció desde un montículo entre los árboles y se unió a ellos. Entonces el más destacado levantó la vista, los divisó y rio, haciéndoles un gesto con la mano a sus compañeros para que se acercasen. Bajaron los arcos y trotaron placenteramente hacia ellos. Maerad comenzó a sentir cómo el terror la apretaba como un torno de banco, y el corazón le latía dolorosamente.

Cuando estaban a unos treinta metros, Cadvan gritó indignado, con acento del norte de Annar.

—¿A qué le disparabais? Podríais habernos matado. Me quejaré a las autoridades, lo haré.

El Gluma que iba delante se detuvo.

—Nosotros somos las autoridades —dijo, y su voz podría haber sido la de un muerto. A Maerad se le puso el vello de punta en la nuca—. Ya puedes chillar, hombrecillo, como un fantasma en el viento, no te servirá de nada.

Ningún hombre pone el pie en estos bosques, por orden de los Bardos.

—No conozco esa ley —dijo Cadvan. Los dos Glumas comenzaron a colocar las flechas en la cuerda, y Maerad le dirigió una mirada desesperada a Cadvan, que mostraba un rostro sin expresión—. Seguramente pueda meterme en el bosque si quiero, sin que los Bardos me persigan y me maten.

—La muerte es el precio de la insolencia —dijo el Gluma—. Pero seremos misericordiosos, y te daremos una oportunidad. Puedes venir con nosotros y probar la justicia de Ettinor —volvió a reír, y los Glumas se acercaron más a ellos.

—No iré a ningún sitio —dijo Cadvan—. Esto es asunto mío, es todo. No estoy haciendo ningún mal.

—Aquí todo es asunto nuestro —dijo el Gluma líder. Se rio y levantó el arco—. Pero se te ha acabado el tiempo para elegir.

Soltó la flecha directa hacia Cadvan, y a Maerad casi le falla el corazón.

Antes de darse cuenta de qué había pasado, la flecha había estallado en llamas y caía en forma de cenizas ardientes al suelo que tenían ante ellos.

Inmediatamente el aspecto del zapatero y su hijo cambió al de Cadvan y Maerad.

A Maerad, Cadvan le pareció más alto y señorial, con el rostro severo y adusto, y estaba iluminado por una extraña luz. Los Glumas se detuvieron sorprendidos, y en aquel momento Cadvan estiró las manos ante él y un rayo de llamas blancas brotó de sus dedos hacia el corazón del Gluma líder. Este emitió un extraño sonido y cayó de su caballo al suelo. Ante aquello, uno de los otros dos Glumas espoleó a su caballo y cargó contra ellos. Cadvan volvió a levantar las manos, gritando al mismo tiempo, y se produjo una explosión de luz. El Gluma cayó, y los dos caballos sin jinete salieron corriendo desbocados entre los árboles.

El tercer Gluma todavía estaba atrás, y Maerad vio que levantaba los brazos y una extraña oscuridad se formaba ente ellos más rápido de lo que podía percibir el ojo, una forma de niebla y sombra; y mientras Cadvan tiraba al segundo Gluma del caballo aquella forma corría hacia delante, furiosa como una llamativa serpiente, directa hacia Cadvan. Maerad chilló aterrorizada, pero justo cuando la sombra alcanzó a Cadvan, esta se retorció, se descontroló y se disipó en el aire. Instantáneamente Cadvan soltó un disparo de luz hacia el tercer Gluma, y lo golpeó, pero el Gluma solo se tambaleó sobre el caballo y no cayó. Después se puso en pie sobre los estribos, levantando los brazos. Incluso a aquella distancia, Maerad veía la expresión mortal de su rostro.

El Gluma comenzó a cantar con una voz uniforme. A Maerad las palabras le resultaban inexplicablemente familiares; después, horrorizada, incluso en aquellas circunstancias extremas, se dio cuenta de que ya había escuchado algo así antes, en la pesadilla premonitoria. Una gota de sudor le resbaló por la espalda como un dedo helado, y sintió que las manos le temblaban al sostener las riendas.

Cadvan estiró los brazos, y un disparo blanco volvió a golpear al Gluma, pero esta vez no produjo ningún efecto. Maerad miró al Gluma con la boca seca, como un pajarillo atrapado en la fascinación del terror ante la serpiente que se prepara para golpear y matar.

Una nueva oscuridad comenzó a formarse entre los brazos del Gluma, parecía como una pesadilla a cámara lenta, pero con una ligereza aterradora. Era como si la sombra se coagulase y creciese de allí, pero esta era menos amorfa que la primera. Cadvan se asentó sobre Darsor, que se quedó inmóvil. Maerad le dirigió una rápida mirada y vio que estaba absolutamente quieto, aunque la extraña luz de su interior crecía en intensidad. Después sus ojos se vieron de nuevo atraídos de manera irresistible hacia el Gluma.

Sobre este, extendiéndose entre los árboles, se avecinaba una forma terrorífica, hecha de sombra y que parecía tan sólida como los árboles que la rodeaban. Parecía un gigante, pero feo y deforme. Un fuego verde le crepitaba alrededor de la frente, y los ojos le ardían con una fría luz, batía unas alas negras de varios palmos de envergadura, como si fuese un murciélago inmenso, y llevaba una espada negra lamida por llamas moradas. Abrió la boca y dejó salir una bocanada de fuego, con unas llamas frías, mortalmente frías.

Maerad comenzaba a estar mareada y se agarraba desesperadamente a las crines de Imi, como si se estuviera hundiendo. ¿Qué era aquello? Era algo rudimentario y absurdo, como una figura salida de una pesadilla infantil, pero su inmensidad parecía borrar el mundo entero.

Cadvan se removió sobre la silla y le pasó la mano ante los ojos.

—Es un Kulag —dijo con cansancio.

Alzó la espada, y un fuego blanco parpadeaba a lo largo de esta, en respuesta a las llamas del Kulag. Entonces se quedaron así durante un largo instante, hombre y monstruo, y después el Gluma chilló y lanzó los brazos hacia delante, y la cosa horrenda también extendió las alas y se echó hacia ellos, emitiendo un grito sobrenatural que le heló la sangre a Maerad.

Darsor levantó la cabeza y relinchó desafiante, alzándose sobre las patas traseras y golpeando el aire con los cascos. Estalló un relámpago cegador, Maerad vio cómo se elevaba la espada de Cadvan, más brillante que el corazón del sol, reluciendo pequeña como una aguja contra la poderosa oscuridad que aniquilaba la luz del día.

Maerad gritó y alzó las manos. Creyó que una gran llama se extendía ante sus ojos, blanca, azul e insoportablemente brillante. Se escuchó un choque, como si hubiera caído un inmenso árbol y hubiese arrastrado con él a sus compañeros, y después de la oscuridad le tapó la vista y ya no se enteró de nada más.