Capítulo VI
Un vestido azul
Maerad abrió los ojos y parpadeó para deshacerse de los puntitos negros. Sentía un zumbido en la cabeza, y pasaron unos segundos antes de que consiguiese enfocar la vista para ver dónde estaba. Alguien la había sentado en una silla y Cadvan estaba inclinado sobre ella, sosteniendo un vasito lleno de un líquido dorado.
—Bebe —dijo. Ella nunca había tocado nada que fuera de cristal, y lo tomó con cautela, como si se fuese a hacer añicos. El tacto en sus dedos era frío y ligero. La bebida le bajó por la garganta como una suave llama, quemándole el paladar, y se atragantó cuando un regusto parecido a una delicada explosión de frutas le llenó la boca. El calor hizo que se le estremeciese todo el cuerpo, hasta la punta de los pies, y se preguntó, por un instante, si estaría a punto de vomitar. Incluso sintiéndose como se sentía, no podría haber soportado la humillación, pero luego la sensación desapareció.
—Otro más —dijo Cadvan.
—¿Qué es? —preguntó ella. Pese al pinchazo inicial, el licor no tenía nada que ver con el áspero vodka que bebían los hombres de Gilman. No era comparable a nada de cuanto hubiese podido imaginar.
—Es laradhel, una especialidad de la casa —dijo Cadvan sonriendo—. Se destila a partir de hierbas y frutas selectas, sobre todo albaricoques, ¿verdad, Malgorn? —levantó una ceja en actitud interrogante hacia Malgorn, y este asintió—. Concretamente, este lo ha hecho nadie más ni nadie menos que el experto en la mesa que tienes delante. A Malgorn le interesan mucho las artes de la fermentación y destilación, tanto como la medicina como por placer.
Volvió a beber, y esta vez no se atragantó. Sorbo a sorbo terminó el vaso y se lo devolvió a Cadvan. Ahora se sentía menos mareada, aunque un poco aturdida, y recorrió la habitación con la mirada.
Se encontraba en una cámara que, para su confundida percepción, una visión o parte de un sueño. Tenía el techo alto y graciosamente proporcionado, con una repisa tallada en una pared bajo la que un fuego parpadeaba en el hogar. Del techo colgaba una lámpara con forma de lirio plateada, que emitía una luz suave tamizada. Las paredes eran de color amarillo claro, y el techo y las cornisas talladas estaban pintados con un diseño de estilizados lirios y hojas de hiedra troquelados en negro y ligeramente coloreados. Había unas cómodas sillas de madera, con el asiento elevado por uno cojines de color rojo oscuro, colocadas alrededor de una enorme chimenea, e instrumentos musicales de todo tipo colgaban de las paredes y muebles sin orden ni concierto. En la pared opuesta había una gran estantería de madera tallada llena de libros encuadernados en cuero, y uno de ellos, que tenía una hermosa letra negra iluminada por dibujos de pan de oro, estaba abierto sobre la mesa. Volvió a pestañear maravillada.
—Está blanca como un fantasma —dijo Malgorn—. ¿Qué has estado haciendo con esta niña, Cadvan? ¿Dónde la has encontrado?
—No soy una niña —dijo Maerad, más huraña de lo que pretendía—.
¡Tengo dieciséis veranos! —después se ruborizó, sintiéndose descortés, y se quedó en silencio.
—Sin duda no es una niña —dijo Cadvan, sonriéndole pícaramente a Maerad—. Se enfrentó a veinte semi-hombres armada con una simple tea.
¡Pero no puedo culparla por haberse desmayado al conocerte!
Malgorn rió y después le dirigió una mirada especulativa a Maerad.
—Veinte semi-hombres, ¿eh? ¡En este momento da la impresión de que veinte polillas le resultarían demasiado! Esto se merecerá una o dos canciones.
—¡No lo hice sola! —protestó Maerad, luchando para incorporarse—.
¡Cadvan está exagerando!
Una mujer que portaba una bandeja entró en la estancia.
—¿Está consciente? Gracias a la Luz —dejó la bandeja sobre una mesita y se apresuró a acercarse a Maerad con la mano extendida—. Hola, Maerad, soy Silvia. Tengo la mala suerte de estar casada con Malgorn, aquí presente, y por lo tanto he de aguantar sus disparates todo el tiempo — sonrió, y Maerad le devolvió la sonrisa. Pensó que nunca había visto un rostro tan hermoso: amable, alegre y sabio al mismo tiempo—. Venga, dejemos a estos dos que sigan a lo suyo —dijo—. Te limpiaré. ¡Y te meteré algo de comida dentro! ¡Estás muy delgada! ¿Es que Cadvan te ha matado de hambre?
—¿Por qué todo el mundo me culpa a mí? —preguntó Cadvan—. ¿Dónde está la compasión ante mi delgadez?
—¿Compasión? ¿Por ti? —dijo Silvia—. Te has comido lo que le tocaba a ella, estoy segura. Nunca había visto un palillo así. Y venga, Malgorn, deja de hablar y enséñale a este pobre hombre su cuarto.
—¡Y un baño! —dijo Cadvan—. ¡Ansío tomar un baño sobre todas las cosas!
Pero a Maerad ya la estaban sacando de la estancia por un largo pasillo, mientras el brazo de Silvia le rodeaba los hombros.
—¿Tienes mucha hambre, Maerad? —preguntó.
—No —murmuró ella—. Bueno, ahora mismo no.
—Si no te estás muriendo de hambre, tienes un baño preparado. Y te encontraremos algo de ropa. ¡Esta la podemos quemar directamente en el fuego! ¿Qué ha hecho Cadvan contigo? Tenerte callejeando por la oscuridad, persiguiendo monstruos, sin duda. ¿En qué estaría pensando?
Eres demasiado joven para todas esas cosas. Deberías estar segura en una escuela, aprendiendo escalas y cosas así. ¡De verdad! —chasqueó la lengua con impaciencia.
—¡No ha sido culpa suya! —dijo Maerad con vehemencia, ya que sentía que estaban culpando a Cadvan injustamente—.De verdad, no lo ha sido.
¡Él me ha rescatado! Era una esclava en El Castro de Gilman y él me sacó de allí, y de todas formas, antes nunca me daban suficiente comida…
—¿De verdad? —Silvia se detuvo y tomó la barbilla de Maerad en su mano, mirándola a los ojos con una seriedad desconcertante—. No tomes nuestras bromas en serio, Maerad. Cadvan es un buen amigo, un viejo amigo y uno de los hombres más honorables que he conocido nunca. No hay muchos Bardos como él. Puedes estar segura de que lo sé.
Maerad asintió, volviéndose a sentir tonta. Nunca se había encontrado con aquel tipo de dulce burla, le resultaba difícil interpretarla. Silvia continuó con su bullicio y su cháchara, y antes de darse cuenta, Maerad se encontró en el interior de una habitación llena de vaho y con olor a lavanda, donde había una bañera de piedra hundida en el suelo llena de agua caliente. Maerad nunca había visto una bañera. Se quedó parada en el umbral de la puerta con los ojos abiertos como platos. Silvia le echó una rápida mirada y dijo:
—¿Te gustaría que me quedase? Puedo dejarte, si quieres. Pero a veces sirve de ayuda tener a alguien que te frote la espalda.
—No… no lo sé —susurró Maerad, casi abrumada—. ¿Qué haces tú normalmente?
—Esta vez, corazón, me quedaré y te ayudaré —dijo Silvia con decisión—.
No me gustaría que te desmayases en la bañera. Y pareces demasiado agotada para bañarte sola.
Ayudó a Maerad a deshacerse de sus ropas apestosas con dulzura, las puso en un cesto y la ayudó a entrar en la bañera; después echó dentro un aceite de olor dulce procedente de una botellita azul. Luego la frotó con un trapo suave y un jabón con olor a lavanda, y le lavó el pelo. Maerad se sintió avergonzada al ver lo sucia que quedaba el agua, pero Silvia no parecía estar escandalizada, y se limitó a chasquear la lengua al ver el corte que Maerad tenía en la frente y los cardenales y cicatrices que tenía por todo el cuerpo. Cuando se sintió satisfecha, al considerar que Maerad estaba limpia hasta la última uña, la ayudó a salir, la secó y le colocó una bata suave y cálida sobre los hombros. Le untó un bálsamo sobre el corte y después sacó de un armario un peine con las púas muy separadas, la hizo sentarse sobre una banqueta baja de madera en una esquina del cuarto y peinó con paciencia todos los nudos que tenía en el cabello.
Aquello le llevó un rato. Maerad se reclinó contra ella, adormilada y con sensación de lujo.
Nunca había sentido su cuerpo tan calmado, notaba una sensación deliciosa en la piel, como si fuese de seda.
—Tu habitación debería estar lista —dijo Silvia—. Vamos.
La guió por más pasillos, subieron un tramo de escaleras y abrieron una puerta que daba a una pequeña alcoba. El fuego parpadeaba en el hogar, y Maerad oyó a través de una ventana con forma de arco el burbujeo de la fuente del patio. En una esquina había una cama cubierta por un dosel de brocado, y extendidas sobre ella había unas brillantes ropas. Vio que alguien había dejado su lira en la esquina. Maerad se quedó dudosa en la puerta, desconcertada ante el intenso colorido.
—¿Todo esto es para mí? —susurró.
Silvia la miró con una compasión inconmensurable.
—Sí, Maerad. Todo es para ti. Bueno, ¿te ayudo a vestirte? Algunos de los botones son complicados.
Maerad asintió sin habla. Tampoco había visto nunca vestidos como aquel, de una tela tan suave, de vivos colores, hecha para proporcionar comodidad y belleza además de calor. Se sentía ignorante y ordinaria.
Silvia eligió una sencilla túnica azul con bordados dorados en el cuello y mangas.
—Te irás a la cama muy pronto —dijo en tono práctico—. Y no tendrás ganas de jaleo. Pero debes comer algo primero. ¿Te encuentras bien?
¿Crees que te volverás a desmayar?
Avergonzada, Maerad negó con la cabeza. Cuanta más amabilidad le mostraba Silvia, menos capaz de hablar se sentía ella. Se sentía como si allí hubiera algún tipo de error, y pronto alguien fuera a averiguar que ella no era una auténtica Bardo y la echarían de allí. Silvia cogió unas piezas de ropa interior de lana y se las pasó a Maerad, que se quedó maravillada ante su suavidad. Se sentía como si estuviese soñando. Se sentó sobre la cama, perdida en sus pensamientos, acariciándola con los dedos. Silvia se la quitó suavemente y, tras aflojarle el albornoz, deslizó la muda sobre la cabeza de Maerad. Era como vestir a una niña, o a una muñeca. Maerad no decía ni palabra.
Cuando estuvo vestida, Silvia la llevó ante un espejo.
—¿Crees que te queda bien? —dijo mientras inclinaba la barbilla sobre el hombro de Maerad—. Deberías vestir de azul, te hace juego con los ojos.
¡Qué hermosa eres!
Maerad parpadeó y se quedó mirando. En El Castro de Gilman no había espejos, aparte del metal pulido de un escudo o la superficie tranquila de un balde de agua. No fue capaz de reconocer la imagen que vio en el espejo como la suya propia. Aparte de la débil línea blanca de su cuello, una cicatriz fina como un cabello resultado de alguna vieja herida que no recordaba, no se reconocía en absoluto. De repente se le vino a la cabeza un recuerdo, a un tiempo vívido y enormemente distante, del rostro de su madre inclinándose hacia ella, quizá para besarla. Se dio cuenta, y lo expresó con un ligero sobresalto, de que se parecía mucho a Milana.
Aquello la hizo sentirse desolada y, al percibirlo, Silvia dijo rápidamente: —Es hora de comer, antes de que te derrumbes en el suelo de cansancio.
Estoy segura de que Malgorn y Cadvan nos están esperando, deberíamos apresurarnos.
La bajó por la escalera, que Maerad fue sorteando dudosa, mirando asombrada a su alrededor. La casa le resultaba apabullante: había demasiadas estancias, demasiadas puertas, demasiados pasillos que llevaban a destinos inescrutables. Estaba acostumbrada a edificios de una sola pieza, en el que las bestias estaban en un extremo y las personas en otro, y no había escalera por ningún lado. Incluso el Gran Salón era tan solo una gran habitación, con los cuartos de dormir adyacentes a un lado como una especie de soportales.
Finalmente llegaron a un pequeño comedor, en donde había una mesa de madera oscura con velas y unos delicados platos llanos. En el centro había bandejas llenas hasta arriba de verduras, y un plato rebosante de carne trinchada. De repente Maerad se dio cuenta de que tenía un hambre voraz.
Cadvan y Malgorn ya estaban sentados, y levantaron la vista cuando entraron ellas. Durante un instante Cadvan pareció un poco perplejo, y Maerad flaqueó, sintiéndose torpe y cohibida con sus nuevos ropajes, pero después los hombres se levantaron e hicieron una cortés reverencia. Silvia inclinó la cabeza como respuesta, y Maerad, que la miraba por el rabillo del ojo, la imitó y todos se sentaron.
—¡Carne asada, Maerad! —dijo Cadvan mientras tomaba asiento a su lado—. ¿No te lo había prometido? Y todas las zanahorias y nabos que puedas desear. E incluso han tostado unas setas, ¡porque se lo he pedido con urgencia! —le sirvió generosamente y luego amontonó la comida sobre su propio plato—. Malgorn me ha advertido severamente de que no te mantenga despierta hasta tarde, y que no debes comer demasiado, por miedo a que te enfermes. ¡Le he dicho que eso no es asunto mío! —sonrió, y Maerad comenzó a relajarse un poco.
—Estoy cansada —dijo—. ¡Ya veo por qué os gusta daros baños! Pero a mí me ha entrado sueño.
—Toma un poco de esto —dijo Cadvan mientras levantaba un decantador lleno de un vino tan pálido como la paja—. Malgorn nos ha sacado un buen vino, y no podemos desperdiciarlo. ¡Después dormirás como un bebé!
Le llenó el vaso y Maerad le dio un sorbo cautelosamente, recordando el laradhel. Para su sorpresa, el vino le recorrió la lengua suavemente, fresco y dulce. Después se concentró en comer mientras los demás hablaban. Ni Silvana ni Malgorn comían, y Maerad supuso que ya habían cenado antes y que simplemente les estaban haciendo compañía. La comida tenía un sabor delicado, tan alejado de la basta cocina a la que estaba acostumbrada, como todo lo demás que había en aquel maravilloso lugar.
La carne estaba rellena de hierbas y ajo, guisada, tan tierna, que se le deshacía en la lengua, y las zanahorias eran dulces, como si las hubiesen sazonado con miel. Cadvan la miró y se sirvió más setas.
—No has probado esto —dijo—. Será mejor que te des prisa o no quedará ninguna.
—Te dije que se lo comería todo —dijo Silvia sonriendo.
Maerad miró recelosa hacia las setas, oscuras y amontonadas sobre el plato, chorreando mantequilla amarilla derretida.
—No me gustan los hongos —dijo.
—Pero no has probado estos —dijo Cadvan—. Pruébalos. Solo un poco —le puso una porción en el plato. Maerad los pinchó dudosa, tomó el trozo más pequeño que había y se lo llevó a la boca. El gusto en el paladar era picante e intenso, tenía el aroma de los bosques y la tierra oscura, hechos a fuego lento como si hubiesen sido cocinados al calor del sol.
—Oh —dijo sorprendida—. ¡Son deliciosos!
—Te lo había dicho —dijo Cadvan—. Y nada sabe tan bien como un ágape bien merecido. ¡Sírvete más! ¡Pero date prisa o te quedarás sin nada!
La conversación era ligera, durante un rato nadie mencionó sus recientes aventuras ni hizo más preguntas sobre dónde habían estado. A pesar de que Cadvan tenía unas profundas bolsas bajo los ojos y en su cara todavía había rastros de tensión, parecía bien despierto y alegre, y bromeaba y reía con Malgorn y Silvia. Maerad percibió el afecto con el que lo trataban y se sintió más tranquila.
—No continuarás demasiado tiempo en los huesos si sigues comiendo esto —dijo Cadvan con pereza. Se estaba reclinando sobre la silla, con sus largas piernas estiradas a su lado—. También es la especialidad de Innail.
Este valle se siente orgulloso de su cocina.
Maerad se contentaba con estar allí sentada y no decir nada, y continuó dándole sorbos a su refresco de cereza, del que había decidido que era absolutamente delicioso. No puso ninguna objeción cuando Malgorn le volvió a llenar el vaso. Estaba caliente, bien alimentada y limpia, todas ellas eran sensaciones totalmente nuevas, y el agotamiento de la caminata del día se asentaba con pesadez sobre sus miembros. Escuchó adormilada cómo la conversación pasaba a otros temas.
—Calculas el tiempo de forma impecable, como siempre —estaba diciendo Silvia.
Cadvan levantó una ceja.
—¿Cómo?
—Creía que habíais venido para el Encuentro —dijo Silvia—. ¿Es posible que no tengas ninguna noticia?
—¿Un Encuentro? —Cadvan se incorporó y pareció estar un poco más alerta—. No, no lo sabía. Normalmente los Mensajeros no visitan el Landrost.
—¿El Landrost? —Silvia arqueó las cejas con sorpresa—. ¿Qué estabas haciendo allí? —Cadvan realizó un vago gesto, desestimando la pregunta, y ella volvió al tema del Encuentro, encogiéndose de hombros—. Sí, será el más grande que se recuerde recientemente —dijo—. Han venido Bardos de casi cada Escuela del norte de Annar. Algunos vienen de lugares tan alejados como Gent, y hay incluso un enviado de Turbansk, en el sur. El banquete de bienvenida será mañana por la noche.
—¿Y con ocasión de qué?
Malgorn se removió y se inclinó hacia delante.
—Sabrás igual que yo que cada vez hay más rumores sobre la Oscuridad en Annar —dijo—. Bueno, probablemente sepas bastante más que yo sobre este tema. Sin duda las visiones de semi-hombres y otras criaturas se han vuelto más comunes, y hay hambruna, pillaje y enfermedad en muchas regiones. Hay quien dice que estos no son sino parte del Equilibrio, y que pronto se enderezarán por ellos mismos. Otros dicen que no. Y más que eso, hay problemas en las Escuelas: nada en concreto, pero es un malestar sin definir.
—Eso lo sabemos desde hace años —dijo Cadvan—. ¿Por qué un Encuentro ahora?
Malgorn se inclinó hacia delante, hablando casi en un susurro.
—Algunas Escuelas, según se dice, se han corrompido.
Cadvan puso una sonrisa forzada.
—Amigo, eso tampoco me resulta una novedad. No todas las Escuelas son tan nobles como Innail, o tan fieles a la Luz.
Malgorn frunció el ceño con un ligero enojo.
—Creo que no deberías restarle importancia a estas cosas. Incluso hay rumores…
Dudó, mirando a su alrededor como si temiese que alguien pudiese estar escuchándolos, y volvió a bajar la voz.
—Incluso he escuchado que se teme que el propio Habla esté envenenada.
¡El manantial y origen de nuestro poder! Lo sé, sé que es algo impensable.
Pero aun así se dice, a pesar de que yo no me lo creo.
—Oron piensa que en los últimos dos o tres años esos rumores se han vuelto mucho más preocupantes —dijo Silvia. Se volvió hacia Maerad amablemente y le explicó—. Oron es la Primera del Círculo de Innail, y posee un gran rango en Annar gracias a su poder y aprendizaje —Maerad asintió, sorprendida de que estuviesen hablando aquellas cosas delante de ella. Pero Silvia continuó—. Hay quien dice que la Oscuridad está ganando a la Luz, y que los días de paz han terminado. E incluso hay quien dice que El Sin Nombre se ha vuelto a alzar. Oron ha convocado este Encuentro para reunirnos y valorar todos los rumores y noticias, para intentar apreciar cómo está la situación ahora mismo y si es posible decidir sobre alguna acción, en caso de que la situación sea realmente tan mala como la gente piensa.
—Lo que es bastante dudoso —interrumpió Malgorn—. Se dice que los chismorreos son como las ranas: beben y hablan. Y todos los peces crecen en sus historias.
—Es mala —dijo Cadvan secamente, como si pudiese contar más pero no fuese a hacerlo. Frunció el ceño mirando a la mesa. Silvia lo miró inquisitivamente, pero no le pidió que diese más detalles, y cambió de tema.
—Maerad, Malgorn me ha dicho que eres de Pellinor. ¡Esa noticia es asombrosa! —dijo—. Creíamos que nadie había sobrevivido al saqueo.
Conocía a Milana, la Primera del Círculo de allí, y a su marido, Dorn.
Cogida por sorpresa, Maerad miró a Silvia directamente a los ojos.
—Milana era mi madre —dijo fríamente, y percibió una ligera sorpresa en el aliento de Silvia—. No morimos. Fuimos capturadas y vendidas como esclavas. Milana murió… poco después —se produjo un breve silencio.
—Había un niño pequeño, ¿verdad? —preguntó Malgorn—. Quizá no lo recuerdo bien… ¿Cai? ¿Carin?
—Sí, tenía un hermano pequeño, Cai —dijo Maerad—. Fue asesinado, como mi padre —cerró los ojos involuntariamente, el recuerdo de cómo despedazaban a su padre ante ella destelló en su mente.
—Bueno, tienes el Don, eso está claro, lo cual no sería sorprendente en una familia así —dijo Malgorn, tras una pausa ligeramente incómoda—.
Pero ¿de qué tipo? Qué extraño que Cadvan haya tropezado contigo…
—¿Cómo sabéis que tengo el Don? —Maerad se quedó mirando hacia él casi con beligerancia.
—Es un sentido que tenemos los Bardos —dijo Silvia lentamente—. Es difícil de explicar… aprendes con el paso de los años. Puedes decirlo porque hay una cierta luz… en la persona. Tú tienes esa luz, Maerad, es inconfundible.
Cadvan se despertó.
—¡Y qué Don! —dijo. Les contó lo del poder que Maerad había mostrado tener cuando huían del Landrost, y Silvia y Malgorn escucharon con una atención repentinamente seria—. Nunca había sentido nada así — terminó—. No sin haber sido tutorizado en absoluto. ¡Es asombroso!
Malgorn parecía dudoso.
—Parece —dijo lentamente— una coincidencia bastante preparada. Quizá demasiado preparada. ¿Tú no piensas lo mismo, Cadvan? —lo miró significativamente.
—Yo me lo preguntaba —Cadvan se echó hacia delante y se sirvió otro trago. Levantó el vaso ante sus ojos, y admiró el color—. La he visionado.
No tengo ninguna duda de que es quien dice ser.
—¡La has visionado! —gritó Silvia, horrorizada—. Cadvan, ¿cómo has podido?
—En aquel momento sentí que no tenía otra opción que preguntar —dijo Cadvan, echándole una rápida mirada a Maerad—. Estaba desesperado, preguntándome qué hacer. Pero esta es solo la mitad de la historia: ella casi me visiona a mí, y a punto estuvo de aniquilarme. Estoy seguro de lo del Don. Y es más, posee una lira Dhyllica.
—¡No! —dijeron Malgorn y Silvia simultáneamente.
—Cierto es que la tiene. Debe de haber sido el mayor tesoro de Pellinor, y ahí estaba, escondida en un miserable castro, tan vulgar como cualquier arpa de campesino.
—¿Estás seguro, Cadvan? —dijo Malgorn dudoso—. Después de todo no hay ninguna más con la que poder compararla. ¿Cómo puedes saberlo?
Cadvan miró a Malgorn.
—No me he pasado tantos años estudiando la tradición secreta de Dhyllin sin aprender las señales —dijo Cadvan—. Incluso si son señales que han desaparecido y nunca se ha vuelto a saber de ellas. No tengo ninguna duda de ello —se produjo un breve silencio—. Y hay algo más —añadió lentamente Cadvan—. Hay algo que me ha estado perturbando, algo nefasto, creo que no fue una casualidad que nos encontrásemos…
De repente se sumió en un abstraído silencio.
—De todas formas —dijo por fin— creo que ella es demasiado importante para quedarse aquí, creo que es algo así como una llave. Opino que debería venir a Norloch. Me gustaría saber lo que piensa Nelac.
—¡No puedes arrastrarla por todo el campo! —dijo Silvia, escandalizada.
—Sin embargo, creo que podría ser más peligroso dejarla aquí que llevármela conmigo —replicó Cadvan.
—¿Peligroso? —dijo Malgorn con dureza—. Estará más segura aquí que en casi cualquier otro lugar. Perdóname por decir esto, Maerad, pero estamos hablando de una muchacha joven, no de una gran maga.
De repente Cadvan sonrió.
—¿Y por qué no podrían ser la misma cosa?
Maerad escuchaba en silencio. Se sentía ligeramente ofendida. ¿De qué estaban hablando? ¿De qué podría ser ella una llave? Hablaban como si ella no estuviera allí.
Malgorn se echó hacia delante, con el rostro concentrado y serio.
—Estás diciendo tonterías, Cadvan, viejo amigo —dijo—. ¡Cuidado con las trampas de la Oscuridad!
—Deberías conocerme mejor —dijo Cadvan en voz baja—. Conozco las trampas de la Oscuridad mejor que casi cualquier otro en todo Annar y los Siete Reinos.
Malgorn se recostó en la silla.
—Sin embargo, es una niña —dijo, obstinado. Maerad se removió como si fuese a protestar, pero no dijo nada—. Y quizá se le debería permitir alcanzar su propio destino, si es que está destinada a algo, en su debido momento.
Se produjo un breve silencio. Una melancolía descendió sobre el grupo, una palpable sensación de premonición.
—Si estuviéramos en otros tiempos, quizá sería más fácil saber qué hacer —dijo Silvia con tristeza—. Pero, ¡ay!, en estos tiempos hay muchas cosas que no podrán llegar a su debido momento, y se cortarán en pleno florecimiento de lo que prometen —se estremeció y se quedó mirando el fuego, con el rostro atribulado. Malgorn le buscó la mano y se la tomó—.
Creo que todos nosotros pronto sabremos más de la Oscuridad —dijo ella—. El mundo se reduce, y se acerca un amargo invierno.