Capítulo VIII
El Consejo de Innail
Al día siguiente, Maerad se levantó tarde tras dormir profundamente. Por primera vez desde que había huido del Castro de Gilman se despertó sin temer la campana de los esclavos. Se estiró lujosamente en la cama, mientras identificaba los sonidos que se colaban por la ventana: el bajo murmullo de la gente que caminaba por el patio, el bullicio de unos niños que jugaban a saltar a la comba justo en la parte exterior de su cuarto, el gorjeo de los pájaros, el ladrido de un perro y los instrumentos que eran afinados en el piso de abajo. Tenía la tripa mucho mejor, todavía sentía retortijones, pero dentro de los límites de lo soportable. Se echó encima la bata y caminó por el pasillo hasta el cuarto de baño, en donde se pasó felizmente una hora chapoteando con los aceites y ungüentos que allí encontró. De vuelta a su cuarto se encontró a Cadvan por el pasillo.
—Hueles como si hubieras asaltado los jardines perfumados de Il Arunedh —le dijo sonriendo—. Te estaba buscando. Esta tarde habrá Consejo, cuando toquen la campana del mediodía, y se espera que asistas. Es un Gran Consejo, he de añadir, en el que solo se admite a los miembros de los Círculos. Deberías sentirte honrada.
—¿Por qué tengo que ir? —preguntó Maerad—. No puedo contarle nada a nadie, no sé nada.
—Eso no es completamente cierto —dijo Cadvan—. Porque eres superviviente de Pellinor: eso es una gran noticia entre los Bardos. Y si vas a aprender las Artes, tendrás que convertirte en Bardo Menor. Eso será algo más que una formalidad.
—¿Bardo Menor?
—Debería haber ocurrido cuando tenías unos siete años, es algo automático en cualquiera que presente las señales de un Bardo —dijo Cadvan—. Pero dadas tus circunstancias particulares, los Bardos deben decidir cómo se te han de enseñar mejor los caminos de la Luz.
—Todo esto suena muy complicado —dijo Maerad poco animada.
Temblaba por dentro cuando Cadvan mencionaba cosas como el Saber: parecía como si fuese una gran nube sobre su cabeza, oscura y amenazadora.
—Lo es y no lo es —respondió Cadvan—. Y no asusta en absoluto, así que deja de poner cara de conejo. Lo importante es que ahora se tomen las decisiones correctas. Lo normal sería que hubiera sido únicamente el Círculo de Innail quien te hubiese otorgado el título de Bardo Menor, y este está constituido solamente por seis Bardos, entre los que están Malgorn y Silvia. Pero esta vez te interrogarán Bardos de diez Escuelas. ¡Así que por ese lado puedes considerar que has tenido mala suerte! Pero bueno, ya es casi la hora del almuerzo, y deberías comer —añadió—. Después te enseñaré la Escuela, si tu salud lo permite, claro. En cualquier caso, esta mañana se te ve bastante sonrosada.
Acalló la sospecha de que Cadvan le estaba quitando importancia al Consejo para calmar su ansiedad. Se vistió, y después de comer, él le enseñó la Escuela. Le dijo que todas las Escuelas más antiguas, como Innail, habían sido construidas siguiendo un mismo diseño. Innail había sido hecha con forma de rueda: en el centro estaba el Círculo de Lanorgrim, y de él salían cuatro radios, cuatro calles principales que estaban unidas por otras calles circulares que eran las vías principales. El Círculo de Lanogrim estaba flanqueado por los más hermosos edificios de la Escuela. A un lado estaba el Gran Salón y a su izquierda había una inmensa biblioteca en la que Maerad vio que había calígrafos trabajando y solemnes bibliotecarios con capas negras, los Guardianes de los Libros, que eran considerados personas de gran honor en el pueblo. A su derecha estaba la Casa de la Música, en donde vivían los Mentores y estudiaban los niños mayores y músicos avanzados. Al otro lado del Gran Salón había una casa muy alta que Cadvan le dijo que era la morada de Oron, y el lugar en el que se celebraría el Consejo de aquella tarde.
Los Bardos Mayores, sus familias y estudiantes vivían en casas como la de Malgorn y Silvia, cerca del círculo interior. Cadvan le contó que en Innail vivían unos doscientos Bardos, incluyendo a los estudiantes.
—El número de Bardos cambia entre una Escuela y otra —explicó—. Y es así igualmente con el número que conforma los Círculos que las gobiernan: en algunos lugares son seis, en otros nueve; hay lugares en los que incluso hay dos Círculos, el Círculo Interior, o Primero, y el Círculo Exterior, o Segundo. Aquí en Innail solo hay un Círculo de seis Bardos.
—Y entonces ¿qué hacen el resto de los Bardos? —preguntó Maerad fascinada.
—Todos hacen los trabajos de la Escuela —dijo Cadvan—. Enseñan, escriben, crean, cantan, cultivan…, ¡Hay muchas formas de ser Bardo! Eso también varía entre Escuelas, dependiendo de la gente entre la que vivan.
Innail, como podrás haber adivinado ya, es especialmente conocida por su tradición en hierbas y su cocina, que son muy apreciadas aquí; pero aparte de esto ocurren muchas más cosas, en el gobierno de la Franja. No hay, en todo Annar y los Siete Reinos, una Escuela igual a otra. Un día, espero, las visitarás todas y lo verás por ti misma. Solo tienen una cosa en común, o deberían tenerla: que mantienen el Equilibrio y cumplen con la Luz.
Ahora caminaban hacia el límite exterior de la Escuela, en donde había cientos de salones y más casas. Allí vivían muchas personas que no eran Bardos, pero que vivían de la Escuela o comerciaban en el pueblo, y también estaban allí los artesanos: herreros, guardicioneros, tallistas de manera, mamposteros y joyeros. Visitaron un gran complejo de establos, ya que los Bardos viajaban mucho y debían tener al menos un caballo, y Maerad aspiró aquel olor con un agudo y sorprendente pinchazo de nostalgia de su antigua vida, pese a lo duro que era el trabajo, le gustaba cuidar a los animales.
Innail estaba lleno de árboles, las casas estaban colocadas entre agradables jardines y había muchas plazuelas, a veces no más grandes que una habitación. Podías doblar una esquina y encontrarte, sin esperarlo, con una fuentecita o quizás una estatua y un banco de piedra colocados en una plazuela de hierba y margaritas, o un antiguo dintel tallado con forma de hermosa mujer, un extraño duendecillo o un caballo, o la imagen de Lanorgrim saltando desde una ventana de vidrios de colores que devolvía la luz del sol en rojo, azul o dorado. Maerad miraba y miraba, como si sus ojos estuviesen hambrientos: cada calle le revelaba, una nueva maravilla. Pero pese a que Innail parecía bullicioso y próspero, se dio cuenta de que había bastantes cosas con los postigos cerrados y vacías.
—Es lo que ocurre en muchas Escuelas hoy en día —dijo Cadvan cuando ella le preguntó por qué ocurría eso—. Cada vez hay menos Bardos. Innail continúa siendo una gran Escuela, amada por los hombres del valle, pero ya no es lo que fue en los buenos tiempos. En algunos lugares es culpa de los Bardos: se han vuelto arrogantes y distantes, desprecian a la gente con la que viven y ya no se preocupan, como deberían, por la vida de la tierra.
Y en otros lugares hay fuerzas que trabajan para manchar el nombre de los Bardos y el arte de ser Bardo, sembrando mentiras para hacer crecer la sospecha donde antes crecía la confianza y odio donde antes crecía el amor. Para desgracia de todos.
Maerad, abrumada por la belleza de lo que estaba viendo, no era capaz de imaginarse cómo alguien podría odiar las maneras de los Bardos.
—Solo es ignorancia sobre lo que hacen los Bardos —dijo.
—Sí, a menudo es eso -dijo Cadvan—. Eso y la falta de memoria. Es más difícil de lo que piensas, combatir ese tipo de cosas, especialmente en estos tiempos, en los que la malicia crece sin cesar e incluso los Bardos están divididos. Pero así son las cosas.
Cuando aquella tarde Maerad entró en el Salón del Consejo, en la casa de Oron, retrocedió como si le hubieran dado un golpe, sintió que había entrado en un brillante resplandor luminoso. Parecía que la sala estuviese sumida en un intenso brillo y vibrase con una extraña música, pese a que no se veía ninguna luz ni se escuchaba ningún sonido. Un profundo sentido de alerta se despertó en su conciencia. Una energía que protestaba, pensó rápidamente, como si muchas mentes diferentes luchasen en direcciones opuestas en vano.
Parpadeó y examinó la sala.
Por lo menos tres docenas de solemnes Bardos estaban sentados alrededor de una mesa de madera en un salón de una belleza austera, abovedada con un abanico de piedra estriada que se elevaba sobre unas paredes blancas sin adornos. La única señal de lujo era una opulenta alfombra bajo la mesa, tejida con estilizadas imágenes de caballos que corrían sobre vastos campos. La mesa parecía muy antigua, tallada en madera oscura y abrillantada con una buena cera. Sobre ella había unas garrafas de agua hechas de vidrio con formas, copas y un enorme centro de mesa de plata que representaba a un caballo encabritado, pero nada más. En el hogar, en una de las paredes, ardía un fuego, que mantenía alejado al frío de principios de año.
Parecía que los Bardos ya llevaban un buen rato reunidos. Cuando Maerad y Cadvan entraron, toda la mesa se volvió y los miró, y Oron se puso en pie. A Maerad se le revolvió el estómago a causa de los nervios. Se volvió hacia Cadvan en busca de ánimos, pero él se limitó a sonreír gravemente, sin mostrar amistad ni enemistad.
—Bienvenidos a este Consejo, Cadvan de Lirigon y Maerad —dijo Oron. Les presentó a las personas que estaban a la mesa, a la mayoría de los cuales Cadvan parecía conocer ya. Hacían un gesto con la cabeza a medida que se pronunciaban sus nombres, pero no decían nada. Maerad intentó recordarlos, pero eran tantos que los olvidó todos casi al instante, pese a que vio que Silvia y Malgorn estaban a su derecha. Helgar, vestida con una túnica azul, estaba a unos cuantos asientos a su izquierda y le dirigió una mirada que contenía tanta malevolencia sin diluir que pilló a Maerad totalmente por sorpresa. A su lado había un hombre de nariz alargada cuyo rostro Maerad decidió instantáneamente que no le agradaba.
Saliman, que estaba sentado justo enfrente, le dirigió una cálida sonrisa.
Finalmente se sentaron, pero Oron continuó de pie.
—Por cortesía de Maerad, que no posee el Habla, ahora emplearemos la lengua de Annar —dijo Oron mientras hacía un ligero gesto con la cabeza en dirección a Maerad—. Hoy hemos estado discutiendo muchos temas — continuó—. Muchos de ellos de importancia oscura y problemática, y es agradable, por fin, poder cambiar nuestra reflexión hacia algo que podría ser considerado una buena noticia. Aquí hay alguien que dice haber sobrevivido al saqueo de Pellinor, la primera y quizá hasta el momento la más dolorosa de nuestras pérdidas. Ella es Maerad, hija de Milana, a la que, quizás, alguno de vosotros recuerde.
Se escuchó un murmullo por toda la mesa. Algunos miraron a Maerad con vivo interés, otros con abierto escepticismo.
—Se dijo que nadie había sobrevivido —declaró Helgar con dureza—. ¿Por qué no hemos tenido noticia de esto antes? ¿Podemos estar seguros de que esta mujer es quien ella dice ser?
—Quizá Maerad pueda explicarnos la historia en persona —dijo Oron de improviso, y se sentó.
Se produjo una incómoda pausa cuando Maerad bajó la vista hacia la mesa como si pudiese encontrar alguna ayuda en ella. Tenía la mente completamente en blanco. Cadvan se aclaró la garganta y estaba claro que se disponía a hablar cuando Maerad se puso en pie, con tanto ímpetu que casi tira la silla al suelo.
—Yo soy Maerad —dijo—, como ya habéis escuchado.
Hizo otra pausa. Se agarró las manos para que le dejasen de temblar.
—Cuando era pequeña, vivía con mi madre y mi padre en un lugar como este. Lo recuerdo, aunque no muy bien. Mi madre se llamaba Milana y mi padre se llamaba Dorn. Vinieron unos hombres con espadas, quemaron mi casa y mataron a mi padre, y se nos llevaron a mí y a mi madre. Acabamos siendo esclavas en El Castro de Gilman, cerca del Landrost, en las montañas. Mi madre murió allí. Yo fui esclava hasta que Cadvan apareció hace siete días, me liberó y me trajo aquí.
Se detuvo y se produjo una expectante pausa, como si todos los Bardos estuviesen esperando que dijese algo más. Alguien rio por lo bajo, pero Maerad no levantó la vista para ver quién era.
—Cadvan dice que soy Bardo y que tengo el Don, pero yo no sé si es cierto —dijo por fin—. Yo solo quería liberarme de Gilman. Iba a morirme allí, en aquel lugar. Pero ahora estoy aquí y no sé lo que quiero. Ser Bardo, quizá, como mi madre.
Se detuvo, retorciéndose las manos, y después se sentó bruscamente.
—Gracias, Maerad —dijo Oron—. Ahora tal vez alguno de nosotros quiera hacerte alguna pregunta. Comprendo que podrían ser dolorosas, pero te agradecería que las respondieses.
Maerad asintió. Se sentía estúpida y fuera de lugar, y al mirar a Helgar volvió a ver aquella hostilidad en su rostro. Respondió lo mejor que pudo: los años que tenía, su edad cuando la habían raptado, quién era Gilman, las circunstancias de su esclavitud y cómo había huido. Hablaba mecánicamente, preguntándose por qué Cadvan estaría tan callado a su lado. En su interior, de todas formas, tenía la sensación de que la estaban avergonzando, y su orgullo se rebeló. ¿Por qué tenía que demostrar quién era? No estaba fingiendo ser nadie que no fuese. Al final el hombre de nariz larga que estaba al lado de Helgar dijo con desprecio:
—Y ¿cómo podemos saber que todo esto es cierto? No se nos ha dicho ninguna de estas cosas en el Habla, y todos sabemos que así es más fácil mentir. Una táctica interesante, ¿no os parece? Parece que una joven mendiga muy lista está intentando entrar entre los nuestros de esta forma… Y en los tiempos que corren debemos estar alerta ante los espías de la Oscuridad…
—¡No soy una mendiga! —Maerad olvidó su timidez, y por un momento solo se sintió furiosa—. Y ¿por qué iba a mentir? Yo no pedí venir aquí.
—Disculpa que te cuestionemos, Maerad —dijo Oron dulcemente—. Para nosotros es necesario que en nuestra mente quede claro quién eres. La existencia de una superviviente de Pellinor es una gran noticia para nosotros, y no dejaremos que tal nueva nos despiste.
Maerad volvió a asentir, ligeramente aplacada. Era extraño, pero ya no estaba nerviosa.
—Las fechas coinciden —dijo Saliaman—. Justo en este mes, se cumple diez años del saqueo de Pellinor, y era cierto que Milana tenía una hija.
—Como si la Oscuridad no pudiese hacerlo coincidir —dijo el hombre con aire despectivo—. Es una historia parecida. Como si alguien del Don, de la mismísima Casa de Karn, pudiese permanecer escondido durante diez años sin decir ni pío.
—No quedó nadie vivo para ser testigo de su secuestro —dijo Saliman—. Y quemaron la Escuela hasta los cimientos. ¿Quién iba a saberlo?
—Y ¿por qué Cadvan no dice nada? —continuó el hombre del desprecio—.
Me gustaría escuchar su historia.
Por fin Cadvan se despertó.
—No he dicho nada, Usted, porque no he sido invitado a hablar —dijo—. Si mi palabra y mi Saber tienen algún significado, puedo responder por esta muchacha. Estoy seguro de que es quien dice ser.
—Eso es muy bonito, Cadvan —dijo Usted—. Pero hasta el mejor entre nosotros puede ser engañado por las artimañas de la Oscuridad.
Cadvan suspiró.
—Sé que vivimos tiempos de miedo, pero igualmente debemos tener cuidado con no temer demasiado y sospechar cuando la sospecha no tiene sentido. La Oscuridad busca exactamente esas erosiones de la confianza, ya que sirven a sus propósitos. Pero os daré mis razones para no dudar de la historia de Maerad.
»En primer lugar, la he interrogado, y no hay ni una parte de lo que dice que no encaje en lo que ya se sabe. En segundo lugar, he visto el lugar en el que estaba, y sus circunstancias en El Castro de Gilman, y no me cuesta en absoluto creer que ninguna noticia saliese de ese lugar. En tercer lugar, no hay ninguna duda de que posee el Don, y es un Don inusual. Todos conocéis las señales. En cuarto lugar, ante mis propias dudas, le pedí permiso para visionarla. Lo consintió libremente, y en mi visión no encontré muros, ni inhibiciones, ni recuerdos cicatrizados, ni ninguna señal de haber tratado con la Oscuridad. Solo la confirmación de que lo que había dicho era verdad.
—Pero todos la vimos tocar anoche —dijo Usted, un poco malhumoradamente—. ¿Dónde, si es que estaba en un lugar tan cubierto por la noche, aprendió a tocas así? Porque, incluso si aceptamos que todos conocemos las señales, también sabemos que no se puede tocar así sin que te hayan enseñado.
—Había un Bardo en el Castro. Él le enseñó. Pero no le enseñó nada más.
Hay importantes vacíos en su Saber, que tendrán que ser rectificados si las cosas avanzan. Ni tan siquiera posee el Habla.
—Se llamaba Mirlad -dijo Maerad de repente-. Era un buen hombre.
—¿Mirlad? —dijo una mujer que hasta el momento había permanecido en silencio, siguiendo el debate—. Quizá yo le conozca. Había un Bardo llamado Mirlad en Desor. Era un músico con talento, pero se corrompió: se interesaba por las Artes Oscuras, y fue desterrado de la Escuela. Nunca volví a saber de él.
—Conmigo era amable —dijo Maerad con tristeza—. Y de todas formas, ahora está muerto.
—Parece que ya había recibido suficiente castigo, y quizá se hubiera redimido, si realmente era el mismo hombre —dijo Silvia, que había permanecido sin hablar durante todo el debate hasta el momento, con una ligera arruga entre las cejas—. Creo que hizo bien en enseñar a Maerad tal y como lo hizo. Quizá la hubiera puesto en peligro si le hubiese enseñado las Artes. Yo creo en la historia de Maerad.
Oron volvió a ponerse en pie.
—¿Todos los presentes se sienten satisfechos para creer verdadera la historia de Maerad?
Se produjo un murmullo de asentimiento. Usted y unos pocos más todavía parecían escépticos, pero no dijeron nada.
Helgar se puso en pie sonriendo. Ahora no mostraba ninguna señal de la malevolencia que había desconcertado tanto a Maerad a su entrada, a no ser por su meloso tono de voz.
—Oron, con tu permiso, yo no estoy satisfecha —dijo.
Los demás Bardos se volvieron y la miraron gravemente. Solo Silvia se quedó mirando fijamente a la mesa, como si no confiase en sí misma si miraba a Helgar.
—¿Sí? —dijo Oron.
—Debo decir de que es un entretenido cuento de hadas —dijo Helgar—.
Una muchacha ignorante, una esclava, ¡y deseáis convertirla en Bardo!
Cadvan admite que no se le ha enseñado nada en absoluto. Seguramente ni tan siquiera sepa leer. Y no sabemos nada de ella. ¡Nada! —Helgar echó un vistazo por toda la mesa, y su rostro se endureció—. ¿De verdad estamos a punto de admitirla entre los altos círculos de los Bardos, solo porque Cadvan lo dice? ¿Cadvan de Lirigon? ¿Hasta qué punto se pude confiar en él, he de añadir? Parece que algunos de nosotros tenemos más memoria que otros… Me siento tentada de pensar que todo esto es una broma pesada. ¿O es que son tan crédulos los Bardos de hoy en día?
¿Realmente hemos caído tan bajo?
Un murmullo recorrió la mesa, y Maerad sintió que la furia se desataba en su interior. Sofocó el impulso de saltar y gritarle a Helgar. Miró a Oron, pero su rostro era inescrutable.
—¿Eso es todo? —preguntó Oron.
—Creo, con el mayor de mis respetos, que es bastante —dijo Helgar—. De común acuerdo, sabemos que estos son tiempos en los que hay que andarse con cautela. ¿De verdad queremos tener a un cuco entre nosotros?
—Yo sugeriría que un argumento basado en la difamación de la persona de un Bardo no puede servir como tal argumento —dijo Saliman, con una cortesía helada que resultaba más cortante de lo que pudiera haber sido directamente la descortesía.
—¿Cualquier otra objeción? —dijo Oron.
Unos cuantos Bardos se levantaron y se hicieron eco de los sentimientos de Helgar. Uno de ellos, un Bardo anciano vestido con un traje verde, se explayó sobre el nivel en declive de ser Bardo. Oron escuchaba muy seria, con un rostro todavía inexpresivo, y al final se hizo el silencio. Los Bardos se sentaron con la cabeza inclinada, y parecían estar profundamente sumidos en sus pensamientos. Maerad se mordió el labio, volvía a sentirse afligida por su nerviosismo.
—He escuchado todo lo que se ha dicho —dijo finalmente Oron—. Pese a las objeciones que se han expresado, yo misma me hago cargo de disculpar la falta de Saber de Maerad. Creo que es quien dice ser, y no conozco ninguna razón para no creer a Cadvan de Lirigon. La nombro por lo tanto Bardo Menor de la Escuela de Pellinor. Recibirá las enseñanzas adecuadas y rectificará su ignorancia de las Tres Artes.
Un audible grito contenido recorrió la mesa. Durante una milésima de segundo Helgar pareció sorprendida y furiosa, pero lo disimuló rápidamente bajo una sonrisa falsa. Todos los Bardos se pusieron en pie y se inclinaron ante Maerad. Insegura, ella también se puso en pie y se inclinó en respuesta, preguntándose por qué le gustaría tan poco a Helgar.
Se volvieron a sentar, pero Cadvan continuó en pie.
—Tengo una petición —dijo—. Solicito el permiso de los Bardos para ser nombrado su único maestro.
Otro estremecimiento recorrió la mesa, acompañado de murmullos.
—¿Por qué pides eso? —preguntó Oron—. Es lo menos común.
—Es un poco arcaico, lo sé —dijo Cadvan—. Pero en estas circunstancias, creo que un arreglo así sería lo que más le convendría a Maerad. Pese a que ignora casi por completo algunas materias, está muy avanzada en otras. Si se quedase en una Escuela creo que no cumpliría con su Don.
—¿Puedes asumir tal responsabilidad? —preguntó Silvia—. Creo que tus tareas ya son demasiado pesadas, y eso te hace inapropiado. Podemos encontrar otra forma de enseñanza que sea adecuada a ella.
—Cierto, Silvia, no lo dudo —dijo Cadvan—. Pero Maerad posee un Don de una fuerza inusual, y para alcanzar todo su potencial necesita una tutorización que yo estoy especialmente capacitado para darle.
—¿Pero podrás equilibrar eso con las necesidades de una muchacha joven? Necesita estar protegida para que su Don alcance su florecimiento completo. Y tú, Cadvan, no llevas una vida especialmente protegida.
—Lo sé, Silvia. Pero aun así, he reflexionado mucho sobre esto. Considero que no fue una casualidad encontrar a Maerad en el momento y las circunstancias en las que ocurrió. Creo que ella es mi responsabilidad.
—Pero quizá hayas interpretado erróneamente la casualidad, y hayas tomado como coincidencia lo que no se suponía que debía ser así. Creo, Oron, que Maerad debería quedarse aquí y ser sabiamente tutorizada en las Artes en un lugar en el que pueda aprender adecuadamente —no dijo «en lugar de deambular por tierras salvajes con Cadvan», aunque estaba implícitamente claro. Su discusión tenía un aire de repetición, como si ya hubieran tratado aquel tema en conversaciones anteriores.
—Mi corazón me dice que ese sería el camino correcto —dijo Cadvan—. Las maneras de la Luz a menudo van más allá de simples lecturas, y no debemos desestimarlas por exceso de precaución. Dentro de nuestro miedo, no debemos olvidar la fuerza que yace en la confianza.
—Pero la confianza es un arma de doble filo —argumentó Silvia—. Y puede invitar a la imprudencia.
—Había buenas razones para acabar con el antiguo sistema —interrumpió Usted, que todavía parecía fastidiado—. Una mala formación, la indulgencia con los estudiantes caprichosos y cosas peores. Creo que es una idea ridícula —bufó con sorna—. ¿Desde cuándo es Cadvan de Lirigon conocido por ser un gran maestro? En mis tiempos no —unos cuantos Bardos más murmuraron su conformidad.
—Y de todas formas, ¿dónde podría enseñársele mejor que en Innail? — dijo el hombre vestido de verde, cuyo nombre Maerad no había captado—.
Todos conocemos los peligros que supone un Bardo mal enseñado. Los jóvenes Bardos intentan hacer más de lo que saben y causan toda clase de problemas. Cadvan debería saberlo mejor que nadie. No, no podemos tolerar esto.
Saliman había estado todo el tiempo mirando a la mesa. Levantó la vista ante aquel comentario.
—No es correcto hablar mal de uno de nuestros mejores Bardos —dijo con calma—. O confiamos en Cadvan de Lirigon, o no lo hacemos. No conozco ninguna razón por la que no podamos confiar en alguien que se ha entregado a sí mismo al servicio de la Luz. Creo que debemos escuchar sus intuiciones.
Maerad comenzaba a sentirse como si fuese una vaca en venta en el mercado. Se sintió agradecida cuando Oron se volvió hacia ella y le dijo: —Maerad, ¿tú que opinas?
Se sorprendió a sí misma diciendo, sin dudarlo: —Me gustaría que Cadvan fuese mi maestro.
—¿Y lo dices libremente, sin coacción?
—Sí.
Se produjo un largo silencio. Después Oron dijo lentamente: —Creo que concederé esto. Siento que es lo correcto, aunque sea inusual.
Hay mucho más en juego en ello de lo que cualquiera de nosotros comprende, y si en estos tiempos ignoramos la intuición de alguien como Cadvan, o la decisión libremente tomada de Maerad, será bajo nuestra responsabilidad. Digo esto con conocimiento tanto de los riesgos como de las recompensas de la confianza. Por lo tanto, Cadvan, ¿aceptas las tareas de maestro y juras trabajar siempre para el bien del Don de Maerad y del Equilibrio, enseñarle las Tres Artes según tu mejor Saber y no traicionar nunca su confianza en ti?
—Lo acepto —dijo Cadvan.
—Los Bardos de Annar somos testigos, y es vinculante hasta que Maerad se convierta en Bardo completo. Gracias por vuestro tiempo, Maerad de Pellinor y Cadvan de Lirigon. Nos reuniremos más tarde.
Muchos de los Bardos que se habían opuesto a Cadvan continuaban sentados a la mesa con la boca abierta, y Maerad no pudo evitar admirar la eficiencia con que había concluido Oron. Se dio cuenta de que los estaban despidiendo y salió de Salón del Consejo con Cadvan. En cuanto la pesada puerta se cerró tras ellos, Cadvan se echó a reír.
—Siento no haberte advertido, Maerad, pero no podía hacerlo. No iba a ser fácil, pero hemos conseguido lo que queríamos.
—¿Lo que queríamos?
—Sí. Tenías que elegirme como maestro, de corazón y libremente. Esta mañana vi a Oron, y esas fueron sus condiciones. No podía hacerme cargo sin tu consentimiento. Silvia no estará contenta conmigo. Piensa que deberías quedarte aquí.
Maerad sintió un repentino pinchazo de arrepentimiento.
—¿Quieres decir no podemos?
—Yo no puedo. Y tú has de venir conmigo, si eres mi alumna —Cadvan le dirigió una rápida mirada—. Creo que deberíamos hablar. Tengo hambre tras todo este asunto. Vamos a buscar algo de comer.
Maerad abrió la boca para objetar que no había consentido en abandonar Innail, pero se dio cuenta de que tenía mucha sed y de que podía poner a prueba a Cadvan al respecto más tarde. Fueron a la mantequería de la casa de Silvia y Malgorn, en donde Cadvan encandiló a los cocineros para que les diesen algo de vino, pan y queso, y se llevó la comida al patio.
Hacia sol, y el banco de piedra estaba caliente. Atacaron el pan y el queso con placer.
—Hoy ha ido bien, pero principalmente por la gracia de Oron —dijo Cadvan—. La vi esta mañana y tuvimos una larga discusión. Primero fue acerca de nombrarte Bardo Menor de Pellinor, algo que debería haber ocurrido cuando tenías seis o siete años, como ya he dicho, pese a que hubo quien se opuso a ello implacablemente, más de lo que esperaba…
Necesito reflexionar sobre lo que pueda significar eso. Sospecho que nada bueno. Si no hubieran estado de acuerdo, habrías sido Bardo Menor de Innail.
—Y ¿qué hubiera tenido eso de malo? —preguntó Maerad. A ella le gustaba Innail.
—Nada en sí mismo —Cadvan la miró detenidamente—. Pero Pellinor es tu derecho de nacimiento, y esa es tu asignación correcta.
»Ahora eres Maerad de Pellinor, tal y como han testificado los Bardos de Annar, y ese es un paso importante. Lo segundo, lo de hacerme tu maestro, es todavía más inusual, y un poco más complicado de explicar.
Hubo un tiempo en el que los Bardos se sentaban a los pies de los Mentores, pero eso fue hace cientos de años. Ahora lo más normal es que entren en una Escuela y adopten el nombre de la Escuela que les enseña, a ser que hayan nacido en una. Solo si te conviertes en Primera del Círculo, como Oron, adoptas el nombre de la Escuela en la que trabajas posteriormente.
Cadvan tomó un gran mordisco de pan y masticó hambriento.
—Por la Luz, estaba más preocupado de lo que creía por este Consejo. Has sido de mucha ayuda.
—¿Sí? —dijo Maerad.
—Estabas muy indignada, nadie podría haber fingido así de bien. Y no intentabas complacer, como podría hacer alguien que lo tuviese planeado —dijo Cadvan—. Convenciste a los que de otra forma podrían haber dudado de tu nombre más que nada de lo que pudiera haber dicho yo.
—Quieres decir que fui una estúpida.
—No, claro que no. Quiero decir que eres quien dices ser, e hiciste que eso resultase evidente. Has hecho amigos, Maerad, sin darte cuenta. Y también enemigos. Ya te había dicho que hay Bardos en los que no se puede confiar. Seguramente no te hayas dado cuenta de lo buena música que eres. Tu interpretación de anoche dejó a mucha gente impresionada, y eso no es ninguna tontería en un salón lleno de Bardos. Adelantó mucho para asegurar tu clasificación. Pero siempre hay quien tiene envidia del talento. Y cosas peores.
Maerad pensó en Helgar y en Usted, y en algunos otros. No, no confiaba en ellos, aunque fueran Bardos.
—Y ¿por qué querías ser mi maestro?
Cadvan se quedó un momento en silencio.
—Es difícil de explicar, Maerad —dijo al fin.
—Pero iré siempre a rastras detrás de ti, haciendo que vayas más lento y causándote problemas…
—Sí, es cierto —Cadvan sonrió—. No sabes lo cierto que es, Maerad, ni lo peligrosos que son realmente los caminos que tomo. Silvia tiene bastante razón en muchas cosas. Ya has probado un poco cómo vivo, y ahora has aceptado venir conmigo, en vez de dormir en cómodas camas y aprender las Artes con niños que tienen la mitad de años que tú.
—Pero ¿por qué? —a Maerad le dieron ganas de darle un codazo. A veces obtener una respuesta directa de Cadvan era como arrancarle un diente.
Como si le leyese el pensamiento, Cadvan le sonrió.
—Maerad, la sensación que tengo acerca de esto es segura. Estábamos predestinados a encontrarnos, y creo que nuestros destinos están ligados de alguna forma que no soy capaz de ver. Y decía la verdad cuando hablé de tu Don. Es inusual, y yo te puedo enseñar mejor que cualquier otra persona que conozca a utilizarlo correctamente.
—¿Y si yo no quiero ir? ¿Puedo cambiar de opinión?
—Sí, sí que puedes. No te disuadiré, si crees que no es lo correcto. Pero debes cambiar de opinión ahora, antes de que sea demasiado tarde, y solo si estás segura, de corazón, de que no es lo correcto.
—Entonces ¿no sería buena excusa que prefiriese quedarme aquí?
—No si sientes que lo correcto es que yo sea tu maestro.
—No quiero dejar a Silvia.
Cadvan la miró de reojo.
—Silvia es una mujer a la que es fácil amar —dijo—. Y ella ya te ama a ti.
Maerad sintió que una gran pena volvía a recorrerla. No pudo decir nada durante un minuto, mientras luchaba contra ella. En Innail había descubierto un lugar en el que ya había comenzado a pensar como en su hogar. La fácil declaración de Cadvan de que Silvia la quería la inundó por dentro de una dolorosa felicidad. ¿Abandonar aquello? Era demasiado duro, acababa de encontrarlo.
—Silvia me hace sentir… querida —dijo con voz apagada—. No me había sentido querida desde… desde…
Cadvan no dijo nada durante un buen rato.
—Maerad —dijo finalmente—. Te contaré un poco de lo que pienso y temo.
No me marcharé mañana, como mínimo esperaré hasta que acabe el Encuentro. Cuanto más sepa acerca de lo que está ocurriendo en Annar, mejor; parece ser que en estos tiempos en los que las cosas cambian con tanta rápidez las noticias caducan enseguida. Durante esta semana tendrás tiempo para pensar en qué hacer y, decidas lo que decidas, yo no te pondré trabas. No me llevaré a una alumna que no acepta o no confía en la carga que yo deposite sobre ella. Porque será una carga, no te equivoques.
»Tengo la sensación de que nuestro encuentro ha sido algo más que cosa del destino. Tengo ciertas sospechas acerca de quién podrías ser tú. Quizá no sea el momento de compartirlas, pero es justo decir que pienso que si la Oscuridad supiese de tu existencia, estaría muy interesada en ti. No pasará mucho tiempo antes de que otros comiencen a sumar dos más dos y lleguen a conclusiones similares a la mía. La mínima sospecha sería suficiente para asegurarte la muerte. Tu historia ya ha causado muchos chismorreos, y hoy en día las paredes oyen. Podría haber deseado que más de un Bardo no estuviese en aquel Consejo. La noticia de tu ubicación se expandirá rápidamente, ahora ya no hay forma de detenerla. Creo que si te quedas aquí estarás más expuesta al peligro que si vienes conmigo, ya que puedo protegerte mejor que cualquier otra persona fuera de Norloch. Y temo que quizás puedas atraer a algún peligro aquí, un lugar en el que no lo habría si no.
—¿Por qué tendría interés en mí la Oscuridad?
—Porque eres Maerad de Pellinor.
—Pero esa no es razón.
Cadvan se encogió de hombros y Maerad desistió: era evidente que Cadvan le contaría más cosas en su debido momento.
—¿Y si te equivocases conmigo?
—Si me equivoco, en el peor de los casos tendré la alumna más brillante de Annar, y todo el reconocimiento —dijo—. Pero no me equivoco a menudo.
—Y ¿adónde iremos?
—A Norloch, como pensé cuando nos conocimos. La Gran Sede de la Luz de Annar. Yo tengo que ir allí, y me parece que tú también deberías.
Tenemos que ocuparnos de los asuntos de tu proclamación y nombramiento, y para estos temas realmente desearía tener el consejo de mi viejo maestro, Nelac de Lirigon. En cualquier caso, debo informar al Primer Círculo de allí.
Continuaron sentados en silencio durante un rato, inmersos en sus propios pensamientos. Maerad pensaba en Norloch, y un sentimiento de emoción comenzó a despertarse en su interior. ¡La Gran Sede de la Luz! Se imaginó que sería como Innail, o no, sería todavía mejor, más asombroso, más puro. Después se volvió a preguntar por qué sería que se había sentido tan rápidamente a gusto en Innail. Era algo más que los cuidados de Silvia, más que la belleza que la rodeaba. Quizá fuesen sus recuerdos de infancia que se iluminaban en su interior, una sensación de hogar… Y ahora, como fuese, había aceptado abandonarlo, justo cuando se había abierto la puerta que le prometía deleite y amistad, por algo que Cadvan había dicho francamente que sería una vida llena de incomodidades.
«Quizá todo sea demasiado, todo esto observándome», pensó con cansancio, «todas estas miradas curiosas». Le dirigió una mirada furtiva a Cadvan. Nunca había conocido a nadie tan solitario —bueno, a decir verdad, no había conocido a mucha gente— pero sospechaba que a Cadvan tampoco le gustaban las miradas curiosas. Sí, abandonaría Innail, pese a que ya lo amaba, y seguiría a Cadvan hasta Norloch: sabía que estaba decidido, aunque en realidad no sabía por qué.
—Me lo pensaré —dijo Maerad finalmente. De repente se sentía apabullantemente cansada—. Pero ahora mismo creo que iré a descansar un rato. ¡He de utilizar estas camas mientras pueda!
Cadvan le dirigió una de sus repentinas y brillantes sonrisas.
—Sí, has de hacerlo —respondió. Miró como se marchaba, y después se quedó sentado solo en el patio durante un buen rato, con el rostro oscurecido de tanto pensar.
Aquella noche Maerad soñó. Soñó que la llevaba a una gran altitud sobre un paisaje verde y extenso, que ella sabía que era la tierra de Annar. En la distancia, el sol que se ponía iluminaba las montañas orientales y envolvía en llamas las altas almenas blancas de una gran ciudad al oeste. Un ancho río discurría como oro líquido entre las montañas de la ciudad.
Mientras miraba, una neblina negra cayó sobre la tierra, oscureciendo las aguas brillantes, y un miedo helado atrapó su corazón. Escuchaba débilmente el sonido de mucha gente que sollozaba. Después hubo una voz que decía «mira al norte», y había mirado, pero la neblina le oscurecía la vista y no había percibido nada. El sueño se fragmentó en una serie de cabezadas intranquilas llenas de formas vagas y oscuras, que un rato después se fundían en una sola forma, una sombra en la que no podía fijar la vista: cada vez que se volvía para mirarla, se disolvía en humo. Verla antes de que la sombra la viese a ella le parecía de una urgencia vital, y se volvía atrapada por un pánico creciente. Se sentía como si ya la estuviese buscando, que más allá de su percepción unas manos malignas salían de la sombra en dirección a ella, acercándose cada vez más y más. Después escuchó una voz que hablaba en un idioma que no comprendía. Era una voz que no había escuchado nunca, fría y sin vida, como si hablase desde unos labios que llevaban mucho tiempo muertos. El corazón se le detuvo por el medo, y se despertó de repente, sudando y temblando. Se sentó en la cama y miró frenéticamente a su alrededor, hasta que vio los restos del fuego que brillaban en el hogar y recordó dónde estaba. No se pudo deshacer del sueño, y al fin, para librarse de aquel sentimiento de terror, se levantó de la cama y cogió su lira. En cuanto la tocó sintió que se tranquilizaba, y tras volver a subirse a la cama abrazada a ella, se durmió de nuevo enseguida. Por la mañana el sueño se había desvanecido, pero el nuevo día estaba manchado por un nebuloso miedo.