Capítulo IV

La batalla contra los semi-hombres 

—¿P or qué hay tanta calma? —preguntó Maerad— ¿Siempre es así por estos lares?

—No, no es así. Esto no me gusta —dijo Cadvan—.

Los pájaros vuelan muy alto, no puedo ver lo que son. Quizá nos estén mirando. Es como la calma que precede a la tormenta, pero esta noche no habrá tormenta. Mañana tal vez. No, esto es algo diferente.

—¿Puedes imaginar qué será?

—Sí, pero puede que me equivoque. Lo que supongo es que el Landrost ha enviado a sus mensajeros, y que la cacería ha comenzado. Hoy solo he visto cuervos, el resto de los pájaros están escondidos.

—¿La cacería? —dijo Maerad con la voz temblorosa. Se había dado cuenta de que Cadvan tenía razón en lo de los cuervos, no había visto ningún otro pájaro en todo el día.

Iban en dirección sudeste, tenían las montañas a la derecha y el bosque a la izquierda. El cielo estaba despejado y frío, de un color azul pálido, y a lo largo de toda la mañana el sol a duras penas los había calentado. A su alrededor la tierra estaba viva, con el color verde claro del inicio de la primavera: las campanillas de invierno y los narcisos se abrían paso entre las hierbas enredadas y el césped, y la mejorana y la menta salvaje liberaban profundas fragancias al quedar aplastadas bajo sus pies. Unos espinos bajos y algunos grupitos de pinos desaliñados crecían en la falda de las colinas, movidos por el viento y rodeados por marañas de tojos y zarzas. Por todos lados surgía una florecilla de color azul claro con forma de estrella, que Cadvan dijo que se llamaba aelorgalen.

—Campanita, en el Habla —explicó Cadvan—. Solamente crece en estos lugares tan al norte.

Maerad intentó repetir el nombre, pero se encontró con que se le trababa la lengua, y un rato después no recordaba nada.

El paisaje era hermoso, pero a Maerad le pareció curiosamente solitario.

Sus pasos resonaban con fuerza en el vacío, parecían ser la única cosa que se movía hasta donde le alcanzaba la vista. Por ningún lado había señales de que estuviese habitado, a pesar de que se veían unas extrañas cadenas de montículos cubiertos de hierba, que parecían demasiado regulares para ser naturales y los amenazaban constantemente con hacerlos tropezar: quizá fuesen restos de edificios que habían desaparecido hacía mucho tiempo. Vio unos cuantos animales —solo unos conejos que corrían en la distancia—, pero eso era todo.

—Creía que el Landrost solo era una montaña —dijo volviendo la vista hacia su alto pico cubierto de nieve—. Hablas de ella como si fuese un hombre… ¿Y qué es la cacería?

—El Landrost es un poder, sí, una persona… La montaña es simplemente su morada. Pero no es un hombre, y nunca lo ha sido.

—¿Cómo El Sin Nombre? —dijo Maerad.

—No es tan poderoso como él, a pesar de que El Sin Nombre fue una vez un hombre. El Landrost no es sino uno de sus esclavos. No pronunciaré su nombre aquí, a pesar de que lo sé —Cadvan hizo una pausa, y Maerad volvió a percibir el agotamiento en su rostro: era, veía ella, un agotamiento profundo nacido de una larga lucha y del dolor—. Me capturó y me retuvo en su fortaleza, en las profundidades de la montaña. Allí vi cosas que él preferiría que yo no supiese, ya que en su orgullo quiso hacer que me estremeciese antes de morir. Pero huí, y su ansia de venganza es mortal, y no nos hallamos fuera de su alcance, todavía no. En el valle solo conseguí contenerlo, con tu ayuda: de otra forma nos hubiera tirado la montaña encima. Su poder mengua a medida que nos alejamos, pero todavía estamos demasiado cerca.

»No le resulta fácil aceptar que alguien huya de sus garras. Creo que es él quien envía a los semi-hombres, y esa es la razón de esta calma. Sus sombras siguen nuestras huellas, a pesar de que no pueden hacer nada mientras brille el sol. Solo en la oscuridad pueden tomar forma. Será una mala noche.

Se quedó en silencio durante un rato. Sus palabras parecían magnificar la tranquilidad que los rodeaba, y Maerad volvió a mirar a su alrededor, inquieta. Parecía un paisaje pacífico que no contenía amenaza alguna, pero un sentido más fino le decía que no era así. Comenzó a notar escalofríos por la piel, un pavor indefinible.

—Maerad —dijo finalmente Cadvan—. Creo que debería haberte dejado allí en vez de haberte arrastrado hacia mi propio peligro. No me lo pensé lo suficiente cuando me encontré contigo en aquel castro. Estaba demasiado asombrado y demasiado cansado. Y ahora ya es tarde para volver atrás.

—No —dijo Maerad afectuosamente. Pensó en la asfixiante desesperación que sentía en El Castro de Gilman. Por lo menos aquí, ahora, podía respirar en libertad—. No, hiciste bien en pedirme que me marchase.

Prefiero morir a haberme quedado allí.

—Bueno, podrías morir —dijo Cadvan.

—Por lo menos no moriré siendo esclava —respondió Maerad. «Unas palabras orgullosas», pensó, pero pronunciadas en serio.

Cadvan apuró el paso y continuaron caminando en silencio, sumidos en sus propios pensamientos.

Maerad todavía no se podía creer completamente que hubiese escapado del castro. De vez en cuando se sorprendía pensando sin más ni más que debería estar realizando alguna tarea —sembrando los campos o haciendo mantequilla o hilando la ruda lana con la que confeccionaban todas sus ropas— y después se descubría a sí misma, con ligera sorpresa, que quizá nunca tuviese que volver a hacer ese tipo de cosas. Incluso ante la sensación creciente de estar siendo observados, la sensación de que las mismas piedras los espiaban, el presente la abrumaba. No podía imaginar nada más increíble que su propia libertad. A dónde se dirigiese, o por qué, eran preguntas que ni tan siquiera se planteaba. Y aquel Cadvan… ¿quién era? ¿Por qué tenía aquella extraña sensación de que podía confiar en él?

No sabía nada de él. Nunca había confiado en un hombre, excepto en Mirlad, e incluso aquella confianza había tardado años en construirse.

¿Por qué comenzar ahora?

Al mediodía se detuvieron para comer al lado de uno de los muchos arroyos que bajaban de las montañas. El tobillo de Maerad comenzaba a hincharse, así que lo liberó de la bota y lo sostuvo con las manos, mientras se daba un masaje en los músculos.

—¿Te duele? —preguntó Cadvan—. Déjame ver —le tomó el pie entre sus manos y lo giró suavemente—. Está un poco hinchado. Nada demasiado malo. Ahora toma aire —apretó la mano con fuerza contra el tobillo y Maerad emitió un sofocado grito de dolor. Después volvió a gritar, pero porque la hinchazón y el dolor habían desaparecido.

—¡Ya no está! —dijo—. ¿Es que también eres curandero?

—Todos los Bardos somos curanderos —dijo Cadvan en voz baja, todavía agarrándole el tobillo—. Deberías habérmelo enseñado antes —le sonrió, y de repente Maerad se sintió incómoda y retiró bruscamente el pie. Después movió nerviosamente los dedos con alivio.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella—. Me refiero a que hay muchas cosas que no entiendo. Quizá pueda ayudarte —levantó la vista hacia él desde debajo de su cabello enredado—. Me dijiste que estabas herido, pero no veo que tengas ninguna herida. ¿Es que también te has curado a ti mismo?

Cadvan se puso en pie y entornó la vista ante el sol.

—Deberíamos continuar —dijo—. Te contaré las cosas a su debido tiempo, Maerad. Fui enviado aquí en una misión secreta, y no tengo libertad para contártelo todo. Pero sí, estaba herido, y no, no me pude curar a mí mismo. No es una herida que se pueda ver. Estoy más débil de lo que debería estar, aquí, sin protección, en terreno salvaje.

—Pero puedes confiar en mí —dijo Maerad, que comenzaba a sentirse enfadada—. Y si estás en peligro, yo también lo estoy si viajo contigo. Así que me lo debes.

—No te debo nada, Maerad —el tono de voz de Cadvan era llano, pero Maerad vio el destello que pasaba por sus ojos.

—No hubieras conseguido salir del valle sin mí —dijo—. Tú mismo lo dijiste.

—¡Paz! —dijo Cadvan duramente, y su rostro se acercó al de ella—.

Maerad, eres una niña. No me incordies con todas esas preguntas, o por lo menos no ahora. Tenemos un largo camino por delante.

Maerad se sintió súbitamente furiosa.

—Y tú ¿quién eres? —no le importaba estar gritando, a pesar de que su voz resonaba muy alta en el terreno vacío que los rodeaba—. Apareciste harapiento de la nada y esperabas que yo me creyese que eras algún tipo de gran personaje venido del oeste, con todas esas historias sobre Bardos y magia. Podrías ser simplemente un embaucador con muchas tretas, por lo que yo sé. Y ahora me dices que solo soy una niña, que vaya a sentarme en una esquina y me esté callada. «Cállate, Maerad, ¡ya te enterarás después!» No soy una niña. ¡Tengo dieciséis veranos!

—Hay cosas más importantes que la vanidad de una muchacha joven — dijo Cadvan fríamente. Maerad se dio cuenta de que estaba en pie ante él, con los puños cerrados y temblorosos por la ira. Se ruborizó.

—No soy una niña —volvió a decir, aunque con menos convicción. De repente se sintió muy infantil. Cadvan parecía cansado, pero en su mirada había dureza. Se volvió y comenzó a caminar alejándose. Maerad se detuvo un momento y después lo siguió, temerosa de que la abandonase en aquel espeluznante silencio. Él caminaba muy rápido y tuvo que correr para alcanzarlo. Cuando lo consiguió, no se puso a su mismo nivel, sino que continuó caminando detrás. Su genio había decaído tan repentinamente como se había desatado, pero no quería disculparse.

Caminaron en aquel obstinado silencio durante más de dos horas. Ahora el sol les calentaba la espalda y Maerad estaba fatigada. Cadvan continuaba a paso rápido, y ella no estaba de ninguna forma acostumbrada a aquel paso castigador, por muy entrenada que estuviese para realizar trabajos duros. Era demasiado orgullosa para pedirle que redujese la marcha, y apretó los dientes. Comenzaba a odiar su espalda recta, sin una curva, siempre ante ella, siempre implacable. Todavía faltaban horas para la puesta del sol, cuando presumiblemente se detendrían, a pesar de que era bastante posible que Cadvan insistiese en que continuasen caminando durante la noche. Acababa de cambiar a un tirano por otro… Cuando llegasen al lugar al que se dirigían, Norloch o como se llamase, quizá podría abrirse paso ella sola por el mundo; pero de momento estaba ligada a él. El sudor le corría por la cara. Tenía sed, y Cadvan llevaba la bolsa del agua.

—Vamos a buen paso —dijo Cadvan volviéndose por fin. Maerad lo miró con el ceño fruncido y él pareció sorprendido—. ¿Todavía estás enfadada?

Deja la ira a un lado, niña. No tiene sentido.

—No soy una niña, ya lo he dicho —dijo Maerad huraña—. Deja de tratarme como si fuera tonta.

—Si no eres una niña, no te comportes como si lo fueses —le espetó Cadvan. Se volvió para continuar y después se detuvo con un suspiro y se volvió hacia ella, extendiendo la mano—. Maerad, esto es ridículo. Lo siento. Estoy acostumbrado a viajar solo. Si he sido menos que cortés contigo, perdóname. Estoy cansado, y tenemos por delante un largo camino que recorrer sin cobijo. Y este lugar me preocupa, no quiero estar al descubierto en la noche. Paremos esta pelea, ¿sí?

Extendió la mano y Maerad la tomó lentamente y asintió, tragando saliva.

Se sentía descortés, acalorada y malhumorada bajo la grave mirada de Cadvan.

—Necesito tu ayuda —dijo—. Maerad, puedes estar segura de que hay cosas que te contaré, cuando llegue el momento apropiado, y que ahora no te cuento porque no puedo soportarlo, no porque te menosprecie. Y hay otras cosas que no te puedo decir, porque no debo.

—Como quieras —dijo Maerad. De repente ya no le importaba. Le dejaría tener sus secretos.

Él señaló hacia el sur.

—Quiero llegar a un lugar que conozco antes de que caiga la noche — dijo—. No es una protección, como el Irihel, pero será más seguro que estar al raso. Todavía está a una legua, o más, de aquí, y la tarde ya está entrada. Es por eso que me apuro.

—¿Podría tomar un trago de agua, por favor, antes de volver a empezar? — preguntó Maerad.

Él sacó la bolsa de agua de su hatillo y se la tendió tras beber un poco.

Después reemprendieron su camino.

Se aproximaron a las montañas, y hacia la caída de la noche comenzaron a dirigirse en dirección a algo que parecía un punzón o una piedra que estaba de pie, colocada en lo alto sobre una pequeña colina extrañamente redondeada. Cuando se aproximaron a ella, Maerad vio que eran unas ruinas, prácticamente cubiertas de musgo, con unas rendijas vacías por ventanas. Se estaba haciendo tarde, el sol ya arrojaba las largas sombras de las montañas sobre ellos y Maerad ya sentía el fresco del primer rocío.

El campo estaba ahora completamente en silencio y la asustaba: se sentía como si la cacería invisible se retrajese, agachándose, preparándose para el ataque. Se preguntó si no preferiría poder ver qué les seguía. Aquel acecho invisible la ponía nerviosa.

Mientras subían la colina, resbalando ligeramente sobre la hierba suave, preguntó qué eran aquellas ruinas.

—Antes era la casa del guarda —respondió Cadvan—. No queda nada en pie aquí excepto esto. Hemos hecho bien en llegar aquí ahora.

—¿Qué guardaba? —preguntó Maerad.

—Una gran ciudad —dijo Cadvan—. Su nombre lleva mucho tiempo olvidado. Antes del Silencio, este era un país rico y muy poblado. El Sin Nombre arrasó incluso el recuerdo de este lugar. Echó abajo todos sus palacios y jardines piedra a piedra, excepto esta torre. Quizá tuviese alguna utilidad para él.

Pasaron bajo un grueso dintel de granito para entrar en las ruinas sin vida. Había sido una torre pequeña, de poco más de cuatro metros cuadrados, en la que una vez había habido una escalera que llevaba a un mirador en lo alto. En cuanto a las paredes, la mayor parte seguían en pie, construidas con enormes piedras hábilmente encajadas entre ellas sin ningún tipo de cemento, a pesar de que el tejado se había derrumbado y las escaleras y suelos se habían podrido hace tiempo, dejando las marcas de los hogares en la parte alta de las paredes, en donde una vez había habido cuartos. Solo había una puerta, y las rendijas que hacían de ventanas estaban en una parte elevada de los muros. Cadvan dejó caer su hatillo.

—Tenemos poco tiempo, y debemos aprovecharlo bien si queremos sobrevivir a esta noche —dijo—. El fuego es nuestra esperanza.

Necesitaremos madera, rápido, antes de que oscurezca.

Abandonaron la torre y salieron a recoger leña. Alrededor de la base de la colina crecían algunos espinos, y una tormenta invernal había arrancado dos de ellos.

—La leña seca es perfecta para el fuego —dijo Cadvan—. Creo que aquí habrá suficiente —Maerad había abierto la boca para preguntar cómo iban a cortar la leña solo con las manos cuando Cadvan sacó una espada de debajo de la capa—. ¡Perdóname, Arnost, por darte tal uso! —dijo, y comenzó a cortar la leña con tanta facilidad como si estuviese cortando pan.

—No sabía que tenías una espada —dijo Maerad—. ¡No te la había visto nunca! —de repente se sintió casi como si aquello no fuese en serio, como si estuviesen preparando una hoguera para una fiesta.

—Hay muchas cosas de mí que no sabes —dijo Cadvan—. ¡Reza para llegar a tener la oportunidad de averiguarlas! Y ahora, ¡date prisa!

Percibiendo la urgencia de Cadvan, Maerad arrastró haces de ramas colina arriba y pronto, tras haber partido los árboles, él la ayudó. Era un trabajo difícil, ya que no paraba de resbalar sobre la hierba. Poco tiempo después tenían una alta pila de madera dentro de la vieja casa del guardia. Cadvan le dirigió una mirada crítica.

—Servirá —dijo—. Tendrá que ser así. Casi ha oscurecido, reúne unas pocas ramas más mientras quede tiempo. Yo tengo otra cosa que hacer.

Sacó una pequeña daga con una forma curiosa y comenzó a marcar una profunda línea alrededor de la base de la colina, y mientras llevaba más leña a la casa, Maerad lo escuchó cantar palabras en el Habla en un tono bajo, rítmico y monótono.

Una vez hubo rodeado toda la colina, se quedo quieto y elevó los brazos hacia el cielo. De nuevo parecía estar iluminado por una extraña luz, y durante un segundo Maerad vio un anillo de llama blanca que saltaba alrededor de la torre, pero entonces parpadeó y ya había desaparecido.

Pensó que debía de haber sido un espejismo producido por la luz que se desvanecía.

Entro en la casa del guarda. La pila de madera era alta y el sol se estaba deslizando por detrás del horizonte. Dentro, faltaba poco para estar completamente a oscuras.

Cadvan se unió a ella e inmediatamente se arrodilló e hizo una pequeña pila de leña para encender ante la puerta. Después alargó la mano con dos dedos estirados y dijo:

¡Noroch!

Una diminuta llama blanca encendió el montoncito y se extendió por él. Él la alimentó, construyendo el fuego rápidamente hasta que Maerad se vio forzada a quedarse contra la pared opuesta a causa del calor.

—Es algo así como decirles «estamos aquí» —dijo—. ¿No te parece?

—¿Y crees que ellos no saben que estamos aquí?

—¿Qué ocurre cuando esta oscuro?

—En la oscuridad los semi-hombre sacan su poder —dijo Cadvan—.

Tendrán miedo de este fuego. No pueden romper la piedra. No creo que rompan la barrera que he creado. Tenemos, pienso, suficiente leña para aguantar hasta que amanezca. Y ahora, Maerad, ya sé que no es un buen momento para preguntarte esto, pero ¿podrías pelear con un cuchillo?

La verdad era que Maerad tenía una daga que le había robado a uno de los hombres del Caballero y guardaba en secreto en el cinturón, cercana a la piel.

—Puedo intentarlo —dijo—. Nunca he pelado así —le enseño a Cadvan la daga y este la examinó con detenimiento.

—El acabado es basto, pero resistente, y es de tu tamaño —dijo—. Si te atacan, ve a los ojos, si puedes, y recuerda mantenerla firme en el puño, así, de forma que entre bien. Tendré que darte lecciones de esgrima cuando estemos en un lugar en el que haya menos presión.

Maerad sintió como se le tensaba el estómago.

—¿Qué nos atacará? —preguntó. ¿De qué serviría un cuchillo contra las sombras?

—Todavía no lo sé —dijo Cadvan—. Pero recuerda, pese a que formen parte de la Oscuridad, se les puede matar. Su peor arma es el miedo.

Contén el miedo con todo lo que tengas, y pelea solo si te atacan. Si no, déjame a mí toda la lucha.

Desenvainó su espada y el débil tintineo resonó en las piedras que los rodeaban. El fuego chispeaba y crepitaba, arrojando extrañas sombras sobre los antiguos muros, subiendo hacia el abismo que tenían sobre ellos.

Maerad no veía el cielo a través de donde debería estar el tejado, solo una oscuridad impenetrable. Cadvan se estiró y buscó su hatillo.

—Pero ahora, ¡me muero de hambre! —dijo. Le lanzó a Maerad una galleta, unas nueces y fruta y comieron, con la espalda apoyada en los muros, los pies estirados hacia el fuego, los rostros brillando ante el calor. Maerad podía oír el silencio de la tierra vacía que los rodeaba, que se extendía durante millas más allá del amigable chisporroteo de la hoguera. Se echó sobre ella como un peso. Y entonces escuchó el sonido que temía: un largo y prolongado aullido. Casi se le cae la galleta del susto, pero Cadvan pareció no inmutarse.

—El sol se ha puesto —dijo.

—¿Lobos-hombre? —susurró ella.

—Si, de momento. La cacería está comenzando. Les llevará un rato averiguar qué hacer con la barrera. Es fuego blanco. La Oscuridad no puede traspasarlo sin romper su poder, lo que no es fácil. Deberías dormir un poco.

El aullido volvió, y después hubo una respuesta.

—¿Dormir? ¿Ahora?

—¿Por qué no? Yo vigilaré —Cadvan se volvió y le sonrió—. Puedes estar segura que no dejaré que te pierdas los fuegos artificiales. Recuerda: el miedo es su peor arma.

Maerad se tumbó obedientemente y cerró los ojos. Intentó actuar como si no tuviese miedo: intentó relajarse, pero era difícil, estaba en la intemperie en un terreno salvaje, sobre un suelo de piedra quebrada, con unos semi-hombres enviados por algún mago negro que aullaban por su sangre… Le dolía todo por el cansancio de la dura caminata de aquel día, y el fuego era tan cálido… Pero el cuerpo le zumbaba a causa de la tensión, y no la dejaría dormir. Tras un rato dejó de intentarlo y se sentó, acercándose a Cadvan, que asintió sin decir nada.

El Bardo estaba muy quieto a su lado, alimentando el fuego con cuidado.

Se la había relajado la cara, quizá había estaba durmiendo, lejos de la vigilancia de sus ojos. Su espada yacía desenvainada a sus pies.

Los semi-hombres daban vueltas en círculos a la colina. Maerad y Cadvan escuchaban como sus patas daban vueltas y vueltas, intentando encontrar la forma de pasar la barrera. Maerad escuchó con atención y contó quizá unos veinte. De vez en cuando uno se detenía y aullaba, un prolongado ulular que congelaba la sangre, el sonido de la absoluta desolación nacida de largos años de terror y vacío. Los gritos golpearon a Maerad en la base del estómago. Le parecían el sonido exacto de la no vida, de criaturas que no estaban ni muertas ni vivas, sino atrapadas en un tormentoso vacío intermedio, condenados a envidiar y odiar a todo lo que sintiese alegría ante la existencia. Se estremeció provocándole náuseas. Cadvan continúo alimentando el fuego, aparentemente inmóvil. Después escucharon cómo los semi-hombres se agrupaban, y Cadvan buscó su espada.

—Van a traspasar la barrera corriendo —susurró.

A Maerad el pulso le martilleaba en los oídos, agarró la daga con fuerza hasta que los nudillos se le quedaron blancos. Escuchó el pesado estruendo que producían las patas de los semi-hombres, su aliento y sus choques cuando se arrojaban hacia delante; pero la barrera los contenía y eran repelidos, aullando. Cadvan se relajó y se reclinó hacia atrás.

—El primer juego es para nosotros —le dijo a Maerad. Ella vio el destello de su sonrisa a través de las sombras que se movían.

El asalto de los semi-hombres a la barrera duró más de una hora. Se lanzaban una y otra vez contra el encantamiento, o intentaban romperlo con garras y dientes. Cadvan y Maerad continuaban sentados en silencio todo el tiempo. La barrera de Cadvan aguantaba bien: no eran lo suficiente fuertes para romperla, y él quería que se cansasen en un asalto inútil.

Esperaba que se pasasen toda la noche lanzándose contra ella. Pero entonces sus carreras cesaron, y escuchó a un semi-hombre, el líder, supuso, que comenzaba a aullar. Pero esta vez era un aullido diferente, un gemido fino, casi humano, en el que había palabras. Comenzó bajo y tranquilo, pero a medida que pasaba el tiempo se hacia más alto y más insistente.

—El semi-hombre líder está haciendo un conjuro anulador —dijo Cadvan—. Tenemos mala suerte. Es raro que un semi-hombre sepa brujería.

Maerad se encontró con su mirada, el miedo se había vuelto a apoderar de ella.

—¿Qué significa eso?

—Puede que mi conjuro funcione, o puede que no. No podemos hacer nada excepto esperar a ver si aguanta.

Cadvan tomó su espada y esperó, en tensión. Maerad sintió cómo se construía el poder del exterior. Se juntaba en la parte más débil de la barrera, la unión; como una cuchilla hecha de negro mal intentó abrirse paso a la fuerza a la mente de Cadvan. Él luchaba contra ella, con la mandíbula fija, mientras el sudor comenzaba a perlarle la frente y Maerad lo miraba con una ansiedad que iba en aumento. La voz fue in crescendo, un insoportable sonido agudo, y de repente llegó una explosión sin ruido, una ráfaga de luz negra, y Cadvan se echó hacia atrás contra el muro con una mueca de dolor. Pero la barrera todavía aguantaba. Los semi-hombres no podían entrar.

Entonces se produjo un sonido que a Maerad le gustaba todavía menos: silencio. Los semi-hombres se estaban reagrupando.

Cadvan dejó la espada y se puso a rebuscar dentro del hatillo.

—Bebe algo —dijo—. Le pasó una botella que contenía la bebida de hierbas—. Ahora tenemos que prestar atención.

—¿A qué?

—A cualquier cosa. Lo que sea. Siéntate de espaldas al fuego. Intenta recordar que esta torre no tiene tejado. El único lugar por el que pueden entrar ahora es por arriba. El fuego los intimidará, pero no lo suficiente.

Maerad agarró la daga con la mano y se sentó al lado de Cadvan, esforzándose por escuchar. No oía nada más que la sangre en sus oídos. El pánico brotaba en su corazón hasta que casi deseó que pasase algo, algo, cualquier cosa que rompiese aquel horrible suspense. Le dirigió a Cadvan una mirada furtiva. Él parecía casi sereno, con el rostro relajado, los ojos atentos. Ella inspiró profundamente.

Continuaron en aquel silencio durante lo que parecieron horas. De vez en cuando Maerad se desentumecía el cuerpo dolorido, pero Cadvan no se movía nunca.

—Quizá se hayan marchado —dijo ella por fin—. Llevamos siglos sin escuchar nada.

Chisss —chisto Cadvan—. De lo único de lo que podemos estar seguros es de que no se han ido. Escucha.

—Pero no hay nada que escuchar.

—Esperarán. Quieren que nuestras voluntades de debiliten por el miedo.

Se alimentan de nuestro miedo. Es su vida, su pan. ¡Hagámoslos morir de hambre! Aleja tu mente hacia la noche. Utiliza el Don que posees. Aléjala en la noche. Entonces oirás.

Maerad se preguntó qué querría decir. Quizá debería…por experimentar, se concentró e imaginó que su mente traspasaba los muros de la casa del guarda. De repente sintió frió, a pesar de que todavía estaba de espaldas al fuego. Era como si hubiera puesto el pie fuera, a pesar de que no podía ver nada más que la pared que tenía delante. Pero escuchaba el lento batir de unas alas, alas de criaturas que no podía imaginar, alas sin plumas, pesadas y con garras, y escuchaba silbidos, como de alientos helados atraídos y expulsados por bramidos fríos y correosos.

—Alas —susurró—. Pero alas gigantes. No son murciélagos, o son murciélagos tan grandes como lobos.

—Sí. Están cerca. La barrera no los contendrá. No puedo hacerla lo bastante alta.

—Pero no veo nada, Cadvan, no veo nada —Maerad se volvió hacia él, con los ojos muy abiertos—. Son muy grandes, puedo escuchar lo grandes que son. ¿Qué vamos a…?

—¡Silencio! —Cadvan se volvió con la furia de una serpiente—. No puedo estar acariciándote la mano como si fueses una niña aterrorizada. Si queremos pasar esta noche con las entrañas completas, debes de recordar quien eres. Eres parte del Don. Crece, o moriremos aquí.

Maerad tragó saliva. Cadvan volvía a estar preocupado, sin prestarle atención a ella, escuchando y mirando, con la espada preparada. Ella inspiró profundamente y rechazó el terror que había comenzado a tomar las riendas de su mente, abriéndose paso por sus músculos, frió e insidioso, como una neblina envenenada. El corazón le latía a toda prisa, pero se obligó a relajarse. Mantenía su lastimosa daga en la mano. Le parecía tan pequeña… Ojalá tuviera una espada y supiera utilizarla. Quizá entonces se sintiese un poco más como una guerrera. Envió su mente hacia fuera de nuevo, al no saber qué otra cosa podría hacer, y escuchó a las criaturas aladas, que ahora estaban lejos, muy alto. Volaban hacia la parte superior de la barrera. ¿De qué estaba hecha la barrera? No lo sabía, pero iban a sobrevolarla y después descender hasta donde estaban ellos.

Ahora estaba segura de ello. Instintivamente se puso en pie, y vio que Cadvan también lo hacia, mirando por encima de sus cabezas, repasando las paredes en las que el fuego parpadeaba creando sombras, y después vino la oscuridad. Maerad se acercó más al fuego. Cadvan lanzó unos cuantos troncos mas, haciéndolo crecer para que las llamas llegasen más alto. Hacia un calor insoportable. Miró hacia lo alto, aguzando la vista y con los nervios tan tensos que parecían estar a punto de romperse.

Al fin escuchó algo, pero era tan ligero que apenas sabía si se trataba del viento. A Cadvan le salía el aliento silbando entre los dientes. Después, tan rápido que ella casi ni lo vio, una enorme sombra descendió en picado desde lo alto. Cambió de dirección brevemente hacia el fuego y chilló, aleteando hacia atrás. Cadvan saltó hacia delante y le cortó el cuello con la espada, y luego dio un salto atrás cuando cayó salpicando negras gotas de sangre.

Maerad observó con sorpresa que no era tan grande como pensaba: el cuerpo era más o menos del tamaño de una cabra. Pero no tenía tiempo para mirarlo, porque ahora el aire estaba lleno de garras, alas y silbidos.

Uno vino directo hacia ella, vio sus ojos ardiendo en rojo a la luz del fuego.

Su daga resultaba inútil, y en una súbita inspiración la lanzó y cogió una rama ardiendo del fuego. Se la lanzó a la criatura, que cambió de dirección y se estampó contra la pared. Cayó al suelo con el cuello roto.

Inmediatamente vino otro a por ella, aterrizó en el suelo y se encabritó para acuchillarla con sus garras. Maerad hizo girar la rama a su alrededor, y notó una sacudida en el hombro al golpear algo duro. La criatura silbó furiosa cuando las llamas la lamieron, y su largo cuello serpenteó hacia ella. Maerad volvió a golpearlo y la rama se rompió. Saltó hacia un lado, agarró otra rama y el semi-hombre le propinó un golpe lateral en la cabeza con las garras. No sintió ningún dolor, súbitamente su miedo se había visto superado por una oleada de ira. Agarró la rama con ambas manos y la balanceó al azar, la estancia era tan pequeña que era imposible no golpear nada. Sabía que Cadvan estaba a su derecha, acuchillando y cortando, acosado por tres de ellos, detrás había tres más, y otros tantos se cernían sobre sus cabezas. Maerad continuaba azotando, recordando ir a los ojos, y las criaturas saltaban apartándose de la llama, concentrando su ataque en Cadvan.

Entonces uno de ellos aterrizo ante ella, y para su consternación vio su contorno borroso y difuminado. Al principio creyó que se trataba de una alucinación visual, pero después, para su incredulidad, comenzó a transformarse en un hombre, sorprendentemente blanco en la oscuridad.

Gritó y le clavó la tea en la cara. El cayó hacia atrás, pero después fue a por ella, mientras las alas se le disolvían en la espalda, con un rostro blanco y asesino y una ancha espada negra en la mano llena de garras.

Maerad se agachó ante el balanceo de la espada y con todas sus fuerzas echó hacia atrás la rama en llamas y la dejó caer todo lo fuerte que pudo sobre el cuerpo de él. Las llamas revivieron y le lamieron el cuello, y después prendieron en su cabello. Chilló horriblemente y cayó al suelo retorciéndose, intentando apagar las llamas, pero se quedaban pegadas a él como un pegamento mortal, extendiéndose hasta hacerlo arder por completo, convertido en una antorcha berreante.

Maerad lo miró aterrorizada, casi olvidando el peligro durante un segundo, pero otra criatura aterrizó y se irguió sobre sus patas traseras, con lo que su terror se volvió a convertir en ira. Esta vez lo golpeó con la tea antes de que pudiese comenzar a trasformarse. Aturdido, cayó al suelo, que ahora estaba humeante y cenagoso por la sangre. Dio un paso a adelante para golpearlo de nuevo cuando Cadvan la sobrepasó y le cortó la cabeza. De repente, la estancia se quedó en silencio.

Se quedaron allí juntos de pie, jadeando. Maerad proyectó su mente hacia el exterior para escuchar si venían más alas, pero solo percibió la noche.

La estancia estaba llena de criaturas muertas. Ahogó un grito que la hizo sentir repentinamente mareada.

Cadvan tiró más leña al fuego y después comenzó a arrastrar los cuerpos para sacarlos por la puerta. Maerad se echó hacia atrás, tambaleándose a causa de las náuseas. El hedor de la muerte mareaba, y comenzaba a temblar. Se dio cuenta de que la rama que tenía en la mano estaba a punto de quemarla. La tiro de nuevo al fuego y después, luchando contra las ganas de vomitar, ayudó a Cadvan a limpiar la estancia de las criaturas, lanzándolas por la puerta y colina abajo, a pesar de que no fue capaz de tocar a la que había quemado, la que aún era medio humana. Al final la habitación quedó vacía, pese a que apestaba a carne y cabellos quemados y a sangre. Ni a Cadvan ni a Maerad les apetecía sentarse.

—¿Qué eran? —preguntó por fin.

—Porquería de gusano —dijo Cadvan—. Los semi-hombres pueden tomar la forma que deseen. Pero todas son formas malvadas, burlas —la miró, sonriendo lúgubremente—. Lo has hecho bien, aunque una vez casi me das a mí. Una valiente luchadora, aunque un poco indisciplinada.

Maerad intentó devolverle la sonrisa.

—¿Crees que habrá más?

—No lo sé. No lo creo. He contado diecinueve, y he escuchado unos veinte.

Quizá uno no se haya querido arriesgar a morir en el fuego. De todas formas, ya no falta mucho para el amanecer.

Salieron al exterior y se sentaron al lado de la puerta, todavía en alerta aunque demasiado agotados para hablar. Cadvan no renunció a su vigilancia y Maerad, pese a su cansancio, vigiló con él. No oyeron nada más aquella noche, y al final el horizonte oriental comenzó a iluminarse y el sol, con una lentitud insoportable, elevó su forma redondeada sobre la tierra, enviando rayos nivelados sobre el bosque que tenían ante ellos.

Maerad pensó que nunca había estado tan contenta de ver llegar un nuevo día. Se volvió hacia Cadvan y casi se hecha a reír. No es que fuese una visión muy atractiva: ambos estaban sucios y salpicados de la nauseabunda sangre de los semi-hombres, y tenían los rostros negros de cenizas.

—Bueno —dijo Cadvan con dificultad—. Lo hemos conseguido.