Capítulo XIX

Hem

Hem tenía la cabeza inclinada, pero Maerad vio cómo le ardían las mejillas de vergüenza o humillación.

—No creo que Hem tenga que… —comenzó, pero Cadvan la cortó.

—Ni tú ni yo sabemos nada de Hem —dijo—. Ahora me gustaría saber algo. Y me gustaría saber la verdad.

Hem continuaba callado, con la cabeza todavía inclinada. Maerad lo miró con pena y después se volvió.

—¡Habla! —dijo Cadvan con dureza.

—Huí de los Bardos Negros —dijo Hem, tan bajito que Maerad apenas lo oía.

—Eso ya lo sé —dijo Cadvan con impaciencia—. Lo que quiero saber es qué era lo que hacías con ellos. Y por qué te perseguían. Quiero saber quién eres.

La historia de Hem fue brotando con voz entrecortada, poco a poco. Era, como ya había dicho, huérfano, y hasta hacía dos meses había vivido en un orfanato en Imrath, la ciudad más importante de Edinur. Explicó poco acerca de su vida allí, pero el rostro de Cadvan se volvió más adusto.

Conocía aquel tipo de lugares, allí se llevaba a los niños que no tenían a nadie que los cuidase, y los mantenían en asquerosas condiciones. Si estaban tullidos, o eran retrasados o débiles, no les daban suficiente comida, y normalmente morían a causa de alguna enfermedad que adquirían por estar en mala nutrición. Cuando tenían edad suficiente para trabajar, los enviaban a las granjas como jornaleros a cambio de una comisión que se llevaba el orfanato, o los vendían como esclavos. Hubo un tiempo en el que a los niños que no tenían familia que se ocupase de ellos los atendían los Bardos, pero en los lugares donde los Bardos se habían retirado habían surgido aquellas pequeñas cárceles malolientes para tratar con los huérfanos, y en aquellos tiempos, a causa de la Enfermedad Blanca, había muchos niños así.

A medida que Hem hablaba, el interrogatorio de Cadvan se iba volviendo gradualmente menos severo. Hem les contó que cuando tenía dos años lo había traído allí a caballo un hombre cubierto por una capa negra. Aquello era lo único que sabía de él. No sabía nada de su vida anterior al orfanato, pero se había ido consolando con la idea de que tal vez fuese hijo de un príncipe o un gran señor, y un día el hombre de la capa volvería y lo reclamaría. Era un niño orgulloso y no admitía su sufrimiento, pero a medida que hablaba, Maerad veía cómo ante ella se abría una visión de días amargos y sin amor y de noches solitarias llenas de miedo, y la compasión le encogía el corazón.

A los diez años le había venido el Habla. Una gata le había bufado algo mientras él intentaba robarle la comida.

—¿Qué te dijo? —preguntó Maerad con curiosidad, y Hem respondió: —Me dijo que era un montón de mierda de ratón, y que me arañaría los ojos cuando estuviera durmiendo.

Había salido corriendo y se había escondido, asustado, pero después se había ido acostumbrando y había comenzado a hablar con los pájaros, que eran los más agradables con él. Le contaban historias de tierras lejanas, en el sur, en las que el sol brillaba cálido todo el día y los árboles estaban cargados de maravillosos frutos dulces. Hem soñaba con ir a aquellos mágicos parajes, y pensaba que cuando tuviese edad para ser alquilado a una granja, huiría. Ya no soñaba con el jinete que volvía a buscarlo, había descartado aquello como una fantasía pueril de su infancia. Otros niños se dieron cuenta de que hablaba con los pájaros y comenzaron a decir que era brujo, y se habló de ahogarlo, de atarlo a una pesada piedra y lanzarlo al río, como les había ocurrido a otros que tenían el Habla. Así que se había visto obligado a esconderse, y hablaba con los pájaros con menos frecuencia, ya que era difícil encontrar privacidad en el orfanato, y se había vuelto más solitario.

Entonces ocurrió que un día lo llamaron al despacho de Malik, la mujer de mirada fría que dirigía el orfanato, y de pie a su lado había un hombre cubierto por una capucha y una capa negra. Aquella era la vieja ensoñación de Hem, pero estaba asustado y había reculado contra la pared, porque las manos del hombre eran blancas y huesudas y no se le veía la cara. Pero Malik no tenía miedo, y trataba al hombre como si fuese un señor. Le sonrió a Hem por primera vez, que él pudiese recordar.

—Hem —dijo—. Este es tu tío. Por fin ha vuelto de las tierras lejanas, y te ha venido a reclamar. Eres un muchacho afortunado.

Hem había levantado la vista, pero no había visto nada más allá de la capucha.

—Ve a buscar tus cosas, chico —dijo Malik—. Te vas ya a casa.

Hem no tenía nada que buscar, así que se había quedado allí de pie en silencio ante los dos adultos, cambiando el peso nerviosamente de un pie a otro. Después lo habían llevado a caballo a la casa de Laraman, el alcalde de Imrath. Era una casa enorme, la más grande de Imrath, y durante un breve período Hem se había sentido feliz, porque pensaba que sus sueños se habían hecho realidad. Por primera vez en su vida tenía suficiente comida y una cama cómoda en la que dormir, y no le pegaban.

Laraman lo trataba con frialdad, pero lo toleraba en la casa siempre y cuando no tuviese que hablarle. Era el hombre más importante de Edinur y trataba la región como si fuese su feudo privado, exigiendo grandes impuestos e imponiendo duras leyes. Parecía que los cinco hombres cubiertos por capas negras eran sus sirvientes, aunque Hem pensaba que Laraman los temía y que parecía más probable que fuesen ellos los que le decían a él lo que tenía que hacer.

—Me contaron que eran Bardos Negros, y que yo también podría ser un Bardo Negro —dijo Hem—. Me dijeron que ellos eran los más poderosos entre los Bardos, y que si fuese uno de ellos nunca moriría, y sería un gran señor. Un día uno atravesó a otro con la espada, y al que le habían clavado la espada se levantó como si nada hubiera ocurrido. Me preguntaron si poseía el habla de las brujas, pero les dije que no, y nunca se lo conté. Parecieron muy satisfechos con ello, pero entonces…

Hem había ido hablando libremente, era como si, una vez había comenzado, fuese un alivio deshacerse de aquella carga. Pero en aquel momento se detuvo, con el rostro arrugado, pareciendo muy joven y vulnerable.

—¿Y entonces? —insistió Cadvan.

—Quisieron que comenzase mis lecciones.

Se produjo una larga pausa durante la que Hem se quedó con la vista clavada en el suelo. Después comenzó a hablar monótonamente.

—Me despertaron en mitad de la noche. Era una noche oscura, durante la última luna negra, hace dos semanas. Me hicieron bajar las escaleras hasta el patio que había fuera. Allí había una hoguera, pero tenía un color divertido, unas llamas verdes que ardían hacia arriba y no chisporroteaban. Uno de los Bardos tenía a un, tenía a un…

Volvió a detenerse, y Cadvan dijo, con más dulzura: —No les llames Bardos, Hem. No lo son, son simplemente Glumas.

—Tenía a un niño pequeño. Yo le conocía, era Mark, del orfanato. Era más pequeño que yo, pero a veces jugábamos juntos —se sorbió la nariz—. Me caía bien —volvió a detenerse—. Estaba llorando y retorciéndose entre los brazos del hombre, y no llevaba ropa. Me dieron un cuchillo negro, y me dijeron que lo matase.

Se produjo un breve y horrorizado silencio. Al final Maerad preguntó, casi en un susurro:

—¿Y lo hiciste?

—Ellos intentaron obligarme —dijo Hem—. Me dijeron que me pegarían, y que no me darían nada de comer y me encerrarían en mi cuarto. Después se rieron de mí, de una manera horrible, y me dijeron que en vez de eso me apuñalarían, y me colocaron el cuchillo en la garganta. Pero, pero… yo no podía. Y entonces ellos… no, no, no puedo decirlo —se ocultó el rostro entre las manos—. Lo mataron. Fue horrible. Y después me dijeron que la próxima vez, si no lo hacía, sería yo —Hem estaba llorando, las lágrimas le bajaban por la cara creando pequeños surcos en la porquería. Maerad y Cadvan esperaron, y un rato después dejó de llorar, aunque su pecho todavía daba pequeñas sacudidas e hipaba.

—Me encerraron en mi cuarto. Y aquel día no me dieron nada de comer, ni tampoco al siguiente. Y al otro los Bar… los Glumas y todos los demás salieron, y alguien entró a robar en la casa. Era Sharm. Me encontró en mi cuarto, y se me llevó con él.

—¿Qué más robó? —preguntó Cadvan.

—Oh, dinero, y algunas cosas que podía vender. Piedras.

—¿Qué tipo de piedras?

—Piedras preciosas que podía vender. Dijo que se escondería hasta que se calmase el follón, y que después iría al sur y las vendería en los mercados y ganaría una fortuna. Yo pensé que eso estaba bien, y que iría con ellos hasta el sur y así tal vez encontraría los lugares de los que hablaban los pájaros. Y por eso estábamos en Valverras —se detuvo, su rostro volvió a arrugarse de dolor—. Eran amables conmigo. Decían que yo era uno de ellos.

En aquel momento Cadvan tomó el mentón del niño en la mano, como ya había hecho antes, y Hem le miró directamente a los ojos. Tras un buen rato, Cadvan sonrió, y Maerad se relajó, súbitamente aliviada. Estaba segura de que esta vez Hem no mentía.

—¿Por qué no te encontraron los Glumas cuando atacaron a los Pilanel? — preguntó Maerad.

Hem se estremeció.

—Les escuché venir desde muy lejos —dijo—. Sabía que venían al campamento. Se lo dije a Sharn, pero me dijo que era idiota y que me estaba imaginando cosas. Entonces me escondí, y los Pilanel creyeron que me había escapado hacia las tierras yermas, y entonces llegaron los Glumas… —se detuvo en seco, su rostro se veía angustiado por el mal recuerdo—. Lo escuché todo —dijo en un susurro—. Querían saber dónde estaba yo, y Sharn les dijo que me habían vendido, después les dijo que había salido corriendo, y entonces ellos mataron al bebé y los torturaron, y Sharn no paraba de gritar que yo me había escapado. Pero creo que los Glumas lo hicieron para… para divertirse. Y dijeron que me encontrarían igualmente, rieron y se marcharon.

Los tres continuaron allí sentados en silencio durante un rato, y Maerad recordó los lastimosos cuerpos que habían visto, y después intentó no pensar en ellos.

—Hem —dijo Cadvan, con una voz que ya no era severa—. Supongo que no tendrás ninguna de esas piedras contigo.

Hem sacó de mala gana la bolsita que tenía colgada al cuello e intentó desanudar con torpeza del cordel. De ella cayeron tres piedras pulidas negras talladas en forma de caritas maliciosas y sonrientes, y un abalorio de plata deslustrada.

—Pensé —tartamudeó— que las podría vender en el mercado, como había dicho Sharn que haría él, y después podría ir al sur. Había más piedras, pero los Glumas deben de habérselas llevado —miró los objetos que tenía en la mano, y le dio las piedras a Cadvan—. El medallón es mío —dijo, con una extraña resistencia, como si pensase que no le creerían—. Eso no lo he robado —cerró el puño con fuerza alrededor de él.

Cadvan cogió las piedras y las volteó en la mano, mientras reía apaciblemente.

—Oh, Hem, Hem, Hem —dijo—. Tú no sabes lo que es esto. Sí, podrías haberlas vendido en el mercado, pero solo a quien supiera cómo utilizarlas.

—¿Qué son? —preguntó Maerad con curiosidad.

—Son piedras acechadoras. Seguramente los Glumas las dejaron allí por si acaso alguien volvía a la caravana. Probablemente pensaron que tú volverías, Hem. Dudo que se creyesen la suerte que habían tenido cuando aparecimos nosotros. Ahora son inservibles, ya no les queda poder. Creo que anoche hiciste explotar todo lo que perteneciese a la oscuridad en millas a la redonda, Maerad. Pero te diré una cosa, Hem: si hubiéramos atravesado Edinur a plena luz del día con trompetas y heraldos proclamando nuestra presencia, no les habría resultado tan útil a los Glumas como tener a estos pequeños espías viajando con nosotros. Todo lo que hablábamos, todo lo que hacíamos, les llegaba directamente a los Glumas mientras estas piedrecitas estuviesen con nosotros; y sabían exactamente dónde estábamos, quiénes éramos y a dónde nos dirigíamos.

Nos tendieron una buena trampa, y esta vez Cadvan de Lirigon no iba a poder escapar —fue lanzando las piedras una a una bien lejos hacia las tierras altas.

Maerad recordó inquieta las conversaciones que habían mantenido durante los pasados días.

—Últimamente no hemos hablado mucho de nada —dijo, insegura.

—No —respondió Cadvan—. Por fortuna. Bueno, Hem, bien está lo que bien acaba, pero esto ha estado a punto de acabar muy mal. Casi en desastre.

Hem bajó la vista y se le ruborizaron las mejillas. Cadvan le dio una palmadita en el hombro.

—Te perdono por haber hecho que casi nos maten, o algo peor —dijo.

Intentó sonreír, pero hizo una mueca de dolor—. Pero recuerda: las cosas de la Oscuridad es mejor no tocarlas. Solo están hechas por motivos malvados —Hem asintió, tragó saliva, y se produjo una pausa—. ¿Te importa si le echo un vistazo a ese medallón?

Hem le tendió el objeto a Cadvan de mala gana, y este lo examinó de cerca.

Maerad le echó un vistazo con curiosidad, estaba tan deslustrado que era casi negro, tenía un dibujo que no podía distinguir en un lado y algo escrito en el otro. Le dirigió a Cadvan una mirada interrogante, y vio que el rostro se le quedaba inmóvil de asombro. Le dirigió una rápida mirada a Maerad con una cara extraña, y después volvió a mirar el medallón. Le dio vueltas y más vueltas en las manos, sin decir nada.

—¿Qué? —quiso saber Maerad después del silencio que se había extendido durante un tiempo insoportable. Hem los miraba a los dos con una mezcla de confusión y miedo.

Al principio Cadvan no respondió.

—Maerad —dijo por fin— ¿recuerdas bien a tu padre?

Maerad se quedó desconcertada ante la pregunta.

—No, la verdad es que no —dijo—. Un poco. ¿Por qué?

—¿Recuerdas qué aspecto tenía? —Cadvan la miraba con extraña intensidad, y ella repasó obediente sus recuerdos, preguntándose qué sería lo que le inquietaba.

—Bueno, era alto. Y tenía el cabello largo y negro. Creo que tenía los ojos grises, o azules. No lo recuerdo… —se apartó el cabello de la cara y miró a su alrededor, hacia las tierras altas vacías. La sangre comenzaba a latirle con una dolorosa sensación de esperanza—. ¿Por qué?

—¿Sabías que Dorn era Pilanel?

—¿Pilanel? No, yo… —le devolvió la mirada a Cadvan y luego miró a Hem, con el corazón encogido.

Cadvan todavía la miraba con una extraña intensidad.

—Maerad, ¿viste cómo mataban a Cai?

—Mataron a todo el mundo —dijo, comenzando a sentir un ataque de pánico—. A todos excepto a mí y a Milana.

—Pero ¿llegaste a ver a Cai muerto?

—Nnnno… —Maerad retorció dolorosamente las manos—. No, no llegué a verlo… muerto…

Cadvan le tendió el medallón. En la parte posterior había algo escrito en la caligrafía de Nelsor, pero estaba tan alterada que no era capaz de leerlo.

—¿Qué dice? —susurró.

—Dice: Ardrost Kami. Minelm le carae.

La Casa de Karn. Me hizo Minelm —Maerad se sentó sobre los talones, con el rostro pálido—. La Casa de Karn.

—¿Me lo podéis devolver? —Hem extendió la mano—. ¿Habéis acabado? Es mío.

Maerad salió de su ensueño sobresaltada y extendió la mano en dirección a él.

—La Casa de Karn es mi casa, Hem —dijo Maerad. Se quedó mirándolo, sus pensamientos pasaban tan deprisa que apenas era capaz de percibirlos.

—¿Y? Es mi medallón —se lo arrancó de la mano y se lo volvió a meter en la bolsita que llevaba colgada de un cordel—. Es mío.

—Sí, es tuyo —dijo Maerad, sin saber si quería reír o llorar—. Pero también es mío. Ya te lo he dicho, la Casa de Karn es mi familia.

Asombrado, Hem le devolvió la mirada.

Cadvan había estado observando en silencio.

—Los dos tenéis los mismos ojos —dijo—. Es fácil de apreciar si lo sabes — se pasó las manos por la frente—. Ojalá no estuviera tan herido. Ni tan cansado. Creo que ahora lo veo.

—¿Ves el qué? —Hem tenía el rostro tenso y pálido, su ira iba decayendo dando paso a la confusión—. ¿Estáis intentando engañarme? —frunció el ceño durante un segundo, como si estuviese a punto de llorar, y se colocó los puños ante los ojos como un niño pequeño. Maerad quería abrazarlo, como había hecho inconscientemente desde que lo habían encontrado, pero se veía contenida por una extraña timidez. Se quedaron allí en silencio durante un rato.

—Nadie está intentando engañar a nadie —dijo Cadvan—. Creo que podrías ser el hermano de Maerad. Tienes la edad correcta. Y eso explicaría por qué te querían los Glumas. Podrían haberte cogido después de saquear Pellinor.

Maerad comenzaba a salir de su aturdimiento.

—Por eso tenía que adentrarme en Valverras. Tenía que hacerlo —meneó la cabeza, intentando deshacerse de su estupefacción—. Hem, sé que es cierto. Significa que tú eres mi hermano y que tu nombre no es Hem. Tu verdadero nombre es Cai —todavía lo miraba—. Te creía muerto.

Maerad no sabía lo que sentía: incredulidad, ira, alegría, regocijo, pena, todos los sentimientos giraban desordenados en su interior. Cadvan tenía el rostro serio, y Maerad recordó de repente que estaba herido. Inspiró profundamente para calmarse.

—Me preguntaba —dijo Cadvan por fin—. Me preguntaba por qué tenía que encontrar a dos niños Bardos en tales circunstancias. En todos mis viajes nunca me he topado con ninguno. Me parecía que esto tenía que ser mucho más que casualidad. Y he valorado varias veces qué sería lo que te llamaba a aquella caravana. Una fuerza maligna, pensé por un momento; seguramente a mí me pareció un mal presagio, y quería mantenerme alejado tanto como tú deseabas ir allí. Pero tal vez fuese algo profundo, la llamada de la familia; e incluso si la Oscuridad tiene algo que ver en estos acontecimientos, tal y como sospecho, ya te he dicho que la Oscuridad no sabe nada de lo que es el amor. Ese tipo de llamadas van más allá de sus cálculos. Recuerdo a Dorn, Maerad, y Hem es inconfundiblemente Pilanel.

Eso explicaría por qué los Glumas tenían interés en él. Pero podría equivocarme.

—No te equivocas a menudo —dijo Maerad con una sonrisa irónica, repitiendo algo que él le había dicho hacía mucho, en Innail.

—No —Cadvan sonrió muy levemente—. No me equivoco a menudo. Pero he de decir que cuando me he equivocado, me he equivocado mucho. Así que no soy un gran entusiasta de los juicios precipitados. La señal del lirio parece confirmar lo que sospecho bastante, algo que quizá tú ya supieras, en el fondo. Pero aun así, debemos andarnos con cautela: podría ser una trampa. No sabemos si este medallón pertenece realmente a Hem.

—¿Una trampa? —Maerad miró distraídamente hacia Hem—. Creo que ya sabemos cuál era la trampa. Y no ha funcionado —Hem estaba encorvado, de espaldas a ellos, y muy quieto—. Sé que es mi hermano —dijo con fiereza—. ¿Por qué se lo llevaron los Glumas? ¿Es el Elegido?

—Hem no es el Elegido —dijo Cadvan solemnemente—. Su Don no tiene nada que ver con el tuyo.

—Pero todavía no sabes seguro si soy yo —dijo Maerad.

—No —respondió Cadvan—. Siento de todo excepto seguridad. Pero estaré más seguro, la verdad, si Hem es realmente Cai. Eso significaría que los Glumas saben algo que nosotros no sabemos, sencillamente podría significar que habían averiguado que aquel a Quien el Destino ha elegido iba a nacer de Milana y Dorn. No sé cómo podían saber eso. Pero creo que cogieron al niño equivocado.

Maerad se estremeció. Podría haber sido ella… En comparación con la vida de Hem, El Castro de Gilman había sido compasivo. Nunca había tenido que vérselas con los horrores de los Glumas de niña, y durante un breve período había tenido a su madre. Pero Hem —Cai— era poco más que un bebé cuando sus vidas se habían destruido. Nunca había conocido ningún tipo de ternura.

Se arrastró hacia donde estaba Hem y lo rodeó con los brazos, y él se agarró a ella entre convulsiones, escondiendo la cara en su capa. Se quedaron allí sentados, juntos, en silencio, sin más palabras. Cadvan se volvió. Un rato después, Hem soltó a Maerad y se sonó la nariz ruidosamente.

Cadvan estaba de pie, haciéndose sombra sobre los ojos y mirando en la distancia. Miró a Hem y Maerad.

—Todavía tenemos que salir de las tierras altas, y el día se está acabando —dijo—. No me gustaría pasar una noche más a la intemperie, por mucho que tengamos a Maerad la Imprevisible para protegernos, y además tengo un dolor de cabeza de oso. ¿Dónde está Darsor?

El sol se había alzado bien alto mientras hablaban, y ya era media mañana. Era un cálido día de verano. Las tierras altas se extendían verdes y pacíficas a su alrededor cubiertas por una débil bruma cálida, y por todas partes se escuchaba el zumbido de las abejas. No había ninguna señal de Darsor. Hem tenía sombras negras bajo los ojos y parecía a punto de derrumbarse de cansancio.

—Vosotros, muchachos de Pellinor, deberíais descansar mientras esperamos —dijo Cadvan—. Yo no podría dormir ni aunque quisiera con este dolor de cabeza. Esperaré a Darsor.

—¿Pellinor? —dijo Hem, con la sombra de una sonrisa—. No recuerdo ese nombre.

—Tendrás que hacerlo —dijo Maerad, con una ternura burlona.

—Oblígame —dijo Hem, dirigiéndole una mirada traviesa que ella no le había visto antes—. Seguro que no podrás.

«Mi hermano», pensó Maerad maravillada.

Se tumbaron y Hem se quedó dormido en menos de un minuto. La mente de Maerad estaba demasiado alterada para dormir. Al final acabó incorporándose y miró a Cadvan, que se volvió hacia ella con una débil sonrisa en el rostro rasgado, y después volvió a escudriñar el horizonte.

Maerad se quedó en silencio, reflexionando sobre lo que había ocurrido en las últimas doce horas. Todavía se sentía mareada por los sucesivos shocks: primero la emboscada, después adquirir el Habla, luego descubrir a su hermano. Sus pensamientos no eran capaces de centrarse en nada durante mucho tiempo, sino que saltaban ante ella, proyectando un caleidoscopio de imágenes en su mente: Cadvan cayendo inconsciente de Darsor, el rostro mortal del espectro, el medallón de Hem…

Recordó con una extraña incomodidad la alegría que la había poseído cuando le había llegado el Habla durante la batalla de los Dientes Quebrados. En aquellos momentos se había sentido invulnerable e inmensurablemente peligrosa, el poder que había surgido de ella parecía infinito, como si simplemente necesitase hacer una señal con el dedo y ciudades enteras se derrumbasen a su capricho. Era una sensación embriagadora, pero también la asustaba. Se le vinieron a la mente las palabras de Ardina en su última conversación: «Podría ser que descubras que tu mayor peligro ya existe en tu interior.» ¿Se referiría a aquella inquietante alegría?

Más o menos una hora más tarde vio cómo Darsor surgía de los Dientes Quebrados, seguido de cerca por Imi. El gran corcel se acercó a Cadvan a medio galope y apoyó la cabeza sobre su hombro.

Temía por ti, amigo mío, dijo Darsor. Pensé que tal vez hubiéramos cabalgado juntos por última vez.

—Yo también lo pensé —le respondió Cadvan, y acarició al caballo—. Pero no ha sido así.

La muchacha ya es una gran maga, dijo Darsor. Y no es más que una potranca. ¿Qué hará cuando crezca?

—Solo la Luz lo sabe —respondió Cadvan.

Darsor se inclinó y sopló a la oreja de Maerad. Imi todavía se escondía tras Darsor, y dejó caer la cabeza. Estaba cubierta por todas partes por surcos de sudor seco y parecía absolutamente desconsolada. Maerad se acercó a la yegua y le rodeó el cuello con los brazos. Imi resopló, con las orejas muy tiesas.

—Ya ha pasado todo —le dijo Maerad a la yegua.

¡Por fin hablas! , dijo Imi, echándose hacia atrás y resoplando por la nariz.

Después dejó caer la cabeza muy baja. Siento haber salido corriendo.

—Fue mejor así —dijo Maerad, acariciándola—. ¿Qué podrías haber hecho? Ahora estás de vuelta, y eso es lo único que importa.

He tenido que buscar mucho para encontrarla, dijo Darsor, y después no quería venir, porque estaba muy avergonzada. Pero ya está aquí.

—No es ninguna vergüenza huir de enemigos así —dijo Cadvan—. Incluso el más poderoso estaría disculpado por acobardarse. Todo está bien, y ahora debemos marcharnos lejos de aquí. Esta noche todos cenaremos bien, ¿sí?

Darsor levantó la cabeza y relinchó sonoramente, con lo que despertó a Hem, que se incorporó, frotándose los ojos. Montaron casi a la vez y galoparon lentamente hacia la carretera recta.

Una hora después, su camino comenzó a inclinarse de manera ascendente, y vieron que las tierras altas ascendían, como una marea verde, hacia un elevado cerro de piedra recortada. Alcanzaron el cerro, llamado Raur Na Nor, la feroz Corona de Norloch, dos horas después de mediodía. La carretera agujereaba la piedra, continuando el curso sin desviar trazado muchos siglos antes por los Bardos de Annar. Allí penetraron en un estrecho desfiladero, y la cumbre de la Corona se elevaba a unos treinta metros sobre sus cabezas, sumiéndolos en una profunda sombra. Una hora más tarde, pareció que muy repentinamente salían parpadeando a la luz del sol de la tarde.

Estaban en un lugar muy elevado, desde el que veían un ancho valle que se extendía varias leguas al sur y al oeste. Los laterales de la carretera descendían bruscamente por el hermoso Valle de Norloch, que iba cayendo formando surcos y terrazas alejadas de sus pies. Bajo ellos veían las diminutas formas de las casas, establos y almiares, y a veces conjuntos más oscuros formados por pueblos sin amurallar y bosques.

—Ahí abajo hay una posada, el Hardellach —dijo Cadvan con voz agotada.

Señaló hacia un pueblo anidado en un lateral de la colina a unas cinco millas—. Ya han pasado muchos años desde la última vez que hice este camino, pero antes la dirigía Colun de Gent, y deseo fervientemente que todavía sea así. Más lejos, al lado del mar, se puede ver la luz de la Torre de Machelinor, la torre más alta de Norloch. Lo único que tenemos que hacer es cabalgar hasta allí, y podremos descansar.

«Descansar», pensó Maerad. Era la palabra más maravillosa que había oído nunca.

Lejos, hacia el sur, veían por dónde fluía lentamente el río Aleph, atravesando tierras de labranza, brillando bajo el sol de la tarde como una inmensa serpiente dorada que dormitase sobre el césped verde. Hem sacó la cabeza de la capa de Cadvan con aspecto aturdido, como si pensase que habían llegado a los fabulosos reinos del sur. Con una indefinida sensación de miedo, Maerad divisó en la distancia un fogonazo de luz blanca, pequeño pero brillante como una estrella, y más allá una neblina azul que brillaba trémula, de la que pensó que debía de ser el mar. Era su primera visión de Norloch, la Ciudadela de la Llama Blanca, la elevada Ciudad de los Bardos, y el corazón le comenzó a latir más rápido dentro del pecho.