Capítulo XI

La franja de Innail

Cabalgaron de noche en una oscuridad casi absoluta. Las pesadas nubes hacían que la luz de la luna les pudiese ayudar poco en su camino, y lo único que veía Maerad era la forma oscura de Cadvan, las sombras aún más oscuras de los árboles a cada lado y el débil brillo de la carretera que tenían delante. Imi caminaba con paso seguro y no tropezaba nunca. Una hora después la lluvia amainó, y poco más tarde llegaron a un desvío. Cadvan tomó el camino hacia el oeste, y llevaban cabalgando una hora más cuando el sonido amortiguado que producían los cascos de los caballos al golpear el sendero cambió al agudo tintineo de los adoquines, y Maerad vio perfiles negros de casas a su alrededor.

Redujeron el paso y Cadvan se inclinó hacia ella, señalando uno de los edificios.

—Estamos en Stormont —dijo—. Esta casa es Los Escaques, una de las mejores posadas del valle de Innail. Grall se levantará para recibir a los viajeros que llegan a horas tardías, y el lugar es bastante agradable.

Maerad estaba entumecida por el frío y el cansancio, y se sintió agradecida por tener un respiro de la lluvia. No pasó mucho tiempo hasta que Cadvan hubo despertado al posadero, que miró con curiosidad a Maerad pero los admitió con alegría y, tras haber dejado a los caballos en los establos, les enseñó un par de cuartitos abuhardillados unidos entre ellos por un cómodo salón, en el que se apresuró a encender el fuego.

—Les ruego me disculpen, pero ya pasan unas cuantas horas de la hora de cenar —dijo el posadero—. Tienen suerte de haber venido hoy. Pasado mañana estaré al completo de Bardos.

—Te agradecería que guardases silencio sobre nuestro paso —dijo Cadvan—. Algunos son demasiado curiosos para mi gusto.

Grall le dirigió a Maerad una mirada de reojo y se puso el dedo sobre la nariz.

—Los secretos están a salvo conmigo —dijo con aire conspiratorio—. Como usted bien sabe, señor Cadvan. ¿Desearía tal vez que le traiga un poco de vino especiado? ¿Y para la señorita? Parecen congelados.

Salió a toda prisa, y Maerad estalló en risillas. Cadvan tiró su capa sobre una silla y se acercó al fuego.

—Quizá no sea algo malo tener preparado un motivo para la discreción — dijo, mirando a Maerad divertido—. Grall es un buen hombre, tengo razones para saber que puedo confiar en él. Si no fuese por eso, estaríamos acampando bajo unos árboles chorreantes, ¡y sin fuego!

Poco después Grall estaba de vuelta con unos vasos de barro llenos de vino especiado caliente, y Maerad fue sorbiéndolo soñolienta, mirando al fuego y sintiendo cómo el calor la hacía estremecerse hasta los pies. El viento lanzaba más lluvia contra la ventana y aullaba entre los árboles en el exterior, y se sintió inmensamente agradecida por no tener que pasar la noche fuera. En cuanto acabó el vino, se levantó y se fue a la cama bostezando.

Le pareció que solo había pasado un minuto cuando Cadvan estaba llamando a su puerta.

—¡Hora de desayunar! —dijo—. Quiero que comencemos a movernos enseguida, los Bardos de Innail no deben andar lejos —Maerad se dio cuenta de que estaba muy hambrienta y, tras un lavado espartano, se unió a Cadvan en el salón. Grall les trajo un inmenso desayuno, compuesto de salchichas, costillas, alubias negras, setas y pan fresco, preocupándose por Maerad de una forma tan exagerada que a ella le costó mantenerse seria. Todavía estaba oscuro, pero pronto un toque de gris pálido comenzó a iluminar las ventanas. Pese a que había dejado de llover, el exterior parecía sombrío y deprimente. Lo último que le apetecía a Maerad era una larga cabalgata, pese a que se preguntó con esperanza si Cadvan tendría pensado detenerse en posadas durante todo el camino a Norloch. Quizá así no sería tan terrible.

En menos de una hora estaban montando los caballos. Un sol aguado luchaba ahora por salir entre las nubes, pero con escaso éxito. Grall les aguantó las bridas mientras montaban.

—Ni una palabra, Grall, por favor —dijo Cadvan—. No me gustaría tener noticias de mis propios movimientos.

—Ya me conoce, seré una tumba —dijo Grall—. Pese a que siento que no se quede más tiempo. Estaba deseando tener noticias suyas, y sé que lo que cuenta el señor Cadvan es más fiable que lo que viene de otros, no sé si entiende a qué me refiero.

—Yo también lo siento, y no solo por eso —dijo Cadvan—. Siempre has dirigido uno de mis lugares de paso favoritos.

A Grall se le iluminó la cara.

—Tenemos una cierta reputación, y eso es un hecho —dijo—. Y no miento si le digo que mi cerveza es especialmente buena desde la última vez que estuvo aquí. Desearía que nos visitase más a menudo. La bodega del Escaques es ahora famosa en la zona —después volvió a parecer preocupado y se inclinó hacia delante, susurrando con voz ronca—. Pero no paro de escuchar rumores, malas noticias, estoy seguro. Las cosas se están desmadrando, si no me equivoco. Necesito urgentemente sus consejos.

—Sí, las cosas se están desmadrando, Grall —dijo Cadvan muy serio—.

¡Ojalá no te afecte! Puedes estar seguro de que los Bardos están haciendo lo que está en su mano. Pero de verdad que debemos irnos ya. ¡Bendita sea tu casa!

Grall soltó por fin las bridas y se marcharon.

Stormont era un pueblo en el que había tal vez una docena de casas, todas con las ventanas bajas, pintadas de blanco y con el tejado hecho de juncos de río oscuros. Maerad miró a su alrededor maravillada: nunca había visto un pueblo así, y en verdad le parecía tan exótico como Innail, pese a que Cadvan pasaba por él sin dirigirle apenas una mirada. Todavía era temprano y no había nadie en la carretera, pero vio que ya había luces que se colaban por las ventanas cerradas. Los gallos cantaban y los perros ladraban, y en la lejanía se escuchaba un granjero que llamaba a sus vacas y el tintineo de los cencerros. Fuera del pueblo, las colinas estaban sumidas en la niebla, pero cuando salió el sol, esta comenzó a dispersarse y hubo incluso un poco de luz, aunque no aportaba ningún calor, y las nubes grises y pesadas que se acercaban sobre las montañas prometían más lluvia.

Cuando estuvieron tranquilamente fuera del pueblo, Cadvan se volvió hacia Maerad y dijo:

—Quizá deberíamos disfrazarnos un poco. Soy conocido por estas tierras —se limitó a pasarle las manos por delante, y Maerad parpadeó y miró a su alrededor. No vio ninguna diferencia.

—Tú tienes ojos de Bardo, así que no funciona contigo —dijo Cadvan—.

Solo es un conjuro destellante. Pero para cualquier mozo de labranza que pase por casualidad por la carretera, yo pareceré un gordo granjero norteño de Milhol que cabalga junto a su esposa. Hay muchos por estos lares, que llevan sus bienes al mercado o vienen a comprar. Así que acuérdate de llamarme esposo, si has de llamarme algo.

Continuaron durante el resto de la mañana a paso rápido, hablando poco.

Se cruzaron con unas cuantas personas por el camino, y Maerad los miró con curiosidad: tenían el cabello y la piel clara, e iban vestidos con la misma delicada tela de lana de la que estaban hechas sus ropas.

Saludaban con la cabeza a los extranjeros con una reserva que no era hostil pero tampoco invitaba a la conversación.

Aunque había pasado en Innail más de una semana, era la primera vista real que Maerad tenía del valle, o la Franja, tal y como se llamaba a menudo a la región que estaba alrededor de las Escuelas. Cuando habían entrado en ella por primera vez era de noche, y el resto del tiempo se lo había pasado encerrada en la Escuela, entre muros, igual que había estado la mayor parte de su vida. Pero los muros de Innail, reflexionó, eran muy diferentes a los muros del Castro de Gilman: Innail la protegía y le daba libertad, mientras que el castro era una prisión.

La Franja de Innail era prácticamente una región independiente, un valle densamente poblado de colinas verdes y fértiles suspendidas entre dos collados que se dividían del Osidh Annova, que casi se juntaban en su parte más estrecha, creando un enclave que era un refugio natural de unas veinte leguas en la zona más ancha y no mucho más largo. Estaba poblado desde tiempos inmemoriales, y sus habitantes se consideraban algo aparte de Annar, pese a que reconocieron al Monarca cuando la Gran Sede había sido establecida en Norloch. Se enorgullecían de su autosuficiencia e independencia, y eran famosos por sus telares y tejidos y por su cocina. En el valle destacaban dos ciudades importantes: Tinagel, donde vivía el Administrador, y la Escuela de Innail. También había muchos pueblos como Stormont, en los que había quizá un par de docenas de casas, y cientos de pequeñas y prósperas granjas. El río Imlan discurría por el centro, alimentado por muchos arroyuelos que bajaban, limpios y fríos, de las laderas de las montañas.

Maerad cabalgó sobre carreteras de grava que atravesaban campos rodeados por hileras bien recortadas de espinos que en aquel tiempo comenzaban a florecer. Con frecuencia veía granjas construidas con la misma piedra amarilla de los edificios de Innail, muchas de ellas rodeadas por huertos de árboles cargados de flores rosas y blancas. Las flores del principio de la primavera, azafranes, narcisos y jacintos, se abrían paso entre la hierba húmeda, y de vez en cuando una pequeña ráfaga de fragancia le soplaba en el rostro a Maerad entre el aire fresco. Era como si estuviesen cabalgando por un inmenso cuenco; las verdes colinas se elevaban a cada lado hacia las escarpadas paredes de las montañas en la distancia, que ahora estaban escondidas entre las pesadas nubes. Ni siquiera el penetrante viento podía evitar que Maerad cabalgase por el valle como en una nube de maravilla.

Hicieron una rápida parada en un bosquecillo de fresnos, y realizaron una comida rápida y alegre. Los caballos pasearon por allí paciendo en la hierba, y parecían tan poco proclives a hacer una parada larga como ellos.

Enseguida estaban otra vez de camino.

—¿Nos volveremos a quedar en una posada esta noche? —preguntó Maerad esperanzada cuando montaron.

Cadvan sonrió.

—Este tiempo es un poco duro para ser primavera —dijo—. Aunque aquí es a menudo así, al estar tan cerca de las montañas.

—Sería una perspectiva más agradable —dijo Maerad—. Y también sería mejor para los caballos.

—Estoy de acuerdo —dijo Cadvan—. Ya tendremos suficientes campos incómodos cuando hayamos salido del valle. Alégrate: nos dirigimos a otra posada que conozco, un lugar llamado Barcombe. Esta vez iremos disfrazados. Y después de eso, ¡prepárate para las raíces de árboles!

Hacia el crepúsculo la carretera comenzó a girar hacia lo alto de un valle que escondía otro pueblecillo. Cruzaron entre el repiqueteo de los cascos los terrenos comunales, en dirección a una posada llamada EL SAPO VERDE. Esta vez el posadero, un hombre grueso llamado Halifax, los miró con desconfianza.

—No hay mercado esta semana —dijo—. Se han equivocado de día.

—El mercado fue la semana pasada —dijo Cadvan con un fuerte acento del norte—. Hemos venido a ver al primo de mi esposa a Innail. Y a usted ¿qué más le da, de todas formas?

—Perdonen que pregunte —dijo Halifax—. Nunca se tiene demasiado cuidado. Hay extranjeros que vienen por aquí y luego desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, olvidándose de la cuenta, no sé si saben a qué me refiero. Nos toman por capones.

—Le pagaremos por adelantado, señor Halifax, y espero que eso le sirva — dijo Cadvan mientras le tendía unas monedas—. Me gustaría ver las habitaciones. Mi esposa y yo hemos tenido un día duro, y mañana tenemos un largo camino por delante.

Ligeramente aplacado, el posadero los llevó a una habitación que tenía un saloncito. Maerad miró a su alrededor, incómoda: estaba claro que Cadvan y ella tendrían que compartir la cama.

—La cena, si nos hace el favor —dijo Cadvan—. Y nos iremos pronto a la cama, ¿sí, mi amor? —Halifax se marchó, tras llamar al mozo, y Cadvan se sentó y se quitó las botas. Le hizo un guiño a Maerad y, a su pesar, ella se ruborizó.

—Estaré más contento cuando salgamos de lugares habitados —dijo—.

Entonces quizá podamos comenzar con tus lecciones. ¡No creas que me he olvidado! —estiró las piernas hacia el fuego.

Maerad se quitó la capa y se sentó dejándose caer pesadamente. Se sentía dolorida y agotada tras la cabalgata del día. Al pensar en que solo había una cama, comenzó a sentir cómo el pánico le volvía a subir por la garganta, pero lo echó a un lado.

—Solo hay una cama —susurró.

Cadavan levantó rápidamente la vista, y Maerad comprendió que sabía o había adivinado más de lo que ella había percibido de sus dudas y miedos.

—Eso tiene fácil solución —dijo—. Yo dormiré en el sofá. Todo un lujo para un hombre como yo.

—Un duro hombre salvaje —dijo, sintiéndose repentinamente aliviada—.

Sin duda un suelo de piedra sería un lecho de príncipe.

—Del mejor plumón. Pero por supuesto, eres bienvenida en tal confort, si lo deseas.

Maerad se echó a reír, su ansiedad se había disipado. Poco después Halifax les trajo la cena en una bandeja, un gran guiso de ternera con aroma a hierbas cubierto por una gomosa capa de queso fundido, con pan fresco y un buen vino local.

—Para los postres tenemos tarta de manzana, si lo desean —dijo—. Mi esposa prepara una cuajada que es famosa en toda la zona.

Cadvan elevó una ceja en dirección a Maerad, al la que se le estaba haciendo la boca agua al pensarlo, y cuando terminaron el guiso se comieron la tarta, caliente y recién salida del horno, atravesada por una rejilla de pasta tan ligera que se deshacía en la boca, mientras la cuajada se derretía amarilla por entre la manzana caramelizada.

—Es una señora entre las tartas —dijo Cadvan con un gran suspiro.

Cuando Halifax vino a llevarse los platos, Cadvan se lo dijo, y él pareció complacido.

—Marta estará contenta de escuchar esto —dijo—. Cuida mucho su cocina, es bien cierto, aunque haya a quien no le importe o no se dé cuenta.

—Las cosas se han puesto peor en los últimos años, está claro —dijo Cadvan—. Mi primo tiene una posada cerca de Ettinor, y apenas es capaz de mantener unidos cuerpo y alma.

—He escuchado decir que los Bardos son muy exigentes en Ettinor —dijo Halifax—. Y que apenas dejan nada para que la gente viva, se pegan la gran vida a costa del sudor de los demás sin decirles ni un triste gracias.

No son como los de nuestra Escuela, donde dirigen las cosas con justicia, no sé si sabe a qué me refiero. Aquí los Bardos son como deben ser. Están aquí en cada Comienzo de Primavera y cada cosecha, y los chiquillos del lugar se saben todos sus cuentos. Recuerdo cuando mi hija, de bebé, tuvo la peste bruja. Parecía que se iba a morir, y Oron en persona vino y le impuso las manos.

—No se puede pedir más justicia que esa —dijo Cadvan—. Pero otros no son tan justos.

—Cierto es, sin duda —dijo Halifax. Maerad, que no había osado abrir la boca durante ninguna de las conversaciones con el posadero, observó alarmada que parecía que fuese a iniciar una larga charla—. Precisamente anoche vinieron por aquí un par de tipos sospechosos —continuó—. Es por eso por lo que he sido un poco duro con ustedes, les suplico que me disculpen. Se marcharon antes del alba, y no me dejaron ni un real después de todo lo que comieron y bebieron. Eran norteños, y no andaban en nada bueno, si les digo lo que pienso.

—Eso es algo malo— dijo Cadvan, con acrecentado interés—. Pero no todos son así. Todavía quedan tipos decentes. ¿Adónde se dirigían?

—No me lo dijeron, no paraban de lanzar miradas de desagrado a su alrededor como si esto estuviese lleno de porquería —dijo Halifax—. Pero después pensé que parecían Bardos, aunque me daban mala espina. No era capaz de mirarlos a los ojos.

Cadvan negó con la cabeza.

—Son días oscuros, señor Halifax. Bueno —se estiró y bostezó—. Sean días oscuros o no, necesito dormir un poco.

—Y yo tengo mis propios asuntos que resolver, en vez de quedarme aquí lamentándome como una vieja —dijo Halifax—. ¡Que tengan buenas noches!

Cuando se marchó, Cadvan se puso en pie y cerró la puerta con llave.

Parecía pensativo.

—¿De qué hablaba? —preguntó Maerad con curiosidad.

—Tal vez no fuese nada, o tal vez sí —dijo Cadvan—. Creo que hicimos bien en dejar Innail en el momento en el que lo hicimos. No me gusta oír hablar de personas sospechosas «que parecen Bardos». Se dirigían a Innail, sin duda. Los posaderos no son idiotas, están acostumbrados a toparse con muchos tipos de personas, y su intuición es a menudo más experta que la de la mayoría.

—¿Estás hablando de Bardos corruptos o algo así? —preguntó Maerad.

Pero a pesar de sus sondeos, Cadvan no dijo nada más de lo que pensaba.

Aquella noche el viento hizo que el cielo se quedase despejado, arrancando a las nubes de la luna y permitiendo que su luz plateada cayese sobre los campos y los pueblos dormidos de la Franja de Innail. El río brillaba ligeramente, serpenteando como una cuerda dorada entre los campos grises y cargados de rocío, y el viento soplaba entre los árboles, emitiendo un sonido parecido al del mar. Bajo el ruido del viento solo se escuchaban los sonidos de las pequeñas criaturas: la llamada de un búho, el ganado dormido que se removía, los gritos solitarios de las aves acuáticas, el chillido de un animalillo sorprendido por un predador en su paseo nocturno.

Maerad se removía inquieta, dormida, y comenzó a soñar.

Lejos de allí, en la Escuela de Innail, un rayo de luz de luna se deslizó entre las tablillas de la ventana y cayó sobre la mejilla de Silvia. Esta se llevó la mano a la cara, murmurando algo inaudible, y se dio la vuelta. En la calle de abajo, los adoquines se veían blancos bajo la luz de la luna, pero encharcados por sombras negras. La apariencia era pacífica, pero cualquiera que mirase durante un tiempo un poco prolongado —un pájaro, por decir algo, desde un tejado— podría haber pensado, parpadeando ante la engañosa luz de la luna, que sus ojos le estaban jugando una mala pasada. A veces parecía que las sombras se estiraban y distorsionaban, como si algo negro se estuviese moviendo a hurtadillas contra las paredes de las casas, pero después, si meneabas la cabeza, allí no había nada. Si el observador hubiera sido paciente, tras un rato hubiera visto con claridad que dos figuras oscuras y cubiertas con capas se movían furtivamente allí abajo, manteniéndose siempre alejadas de la luz, saltando sigilosamente de portal en portal.

Recorrieron toda la calle hasta llegar a los escalones de la casa de Malgorn y Silvia. Allí se detuvieron, subieron los escalones e intentaron abrir la puerta. Se disparó un breve e insoportablemente brillante destello luminoso, y las figuras cayeron a la calle. Se levantaron rápidamente y se desvanecieron en la oscuridad.

Poco después, Dernhil estaba sentado en su cuarto, tal y como Maerad se lo había imaginado alguna vez, con la barbilla apoyada en la mano, profundamente absorto en un libro. El fuego estaba prácticamente reducido a cenizas, mientras las brasas chisporroteaban adormiladas, y la luz de la lámpara caía pacíficamente sobre los libros caídos y los pergaminos que había sobre la mesa. De repente levantó la vista con recelo, como un ciervo que olfatea a un lobo, y casi inmediatamente después llamaron a la puerta.

Dernhil se quedó sentado muy quieto en su silla y no se levantó para abrir.

Hubo otra llamada, como si estuviesen golpeando la puerta con algún objeto pesado, y después esta se abrió de golpe. Había dos figuras de pie en el umbral oscuro.

Dernhil se puso en pie mientras las figuras caminaban hacia la luz.

Estaban envueltas en pesadas capas y botas negras, y las capuchas les ensombrecían el rostro. Pese a ello pudo ver que los ojos les ardían rojos.

Un frío sepulcral penetró en la sala junto a ellos y Dernhil levantó las manos como si pretendiese repelerlos.

—¡No puedes conjurarnos! —dijo con dureza una de las figuras mientras realizaba un extraño movimiento con las manos.

Dernhil se quedó quieto de repente, como si estuviese congelado.

—Hemos venido en busca de un poco de información, Dernhil de Gent.

Ayúdanos, y nuestro señor te recompensará con creces.

Se produjo un largo silencio.

—Sé quiénes sois —dijo por fin Dernhil. Sus palabras eran espesas, como si estuviese sufriendo un gran dolor—. No tendré tratos con ninguno de los vuestros.

Su interlocutor levantó un dedo y Dernhil hizo una mueca de dolor.

—No hables tan deprisa —dijo—. No sabes lo que harás en este mundo ni en el próximo, Bardo. Vuélvetelo a pensar. Hemos oído que le estás dando clases a una muchacha. Queremos saber cosas de ella.

Esta vez Dernhil no dijo nada, sino que se quedó mirándolos fijamente, y un aura de luz, que recordaba a la luminosidad de la luz del sol sobre los árboles en verano o el resplandor de una fuente, pareció recorrer ligeramente su contorno. La otra figura bufó, tomando aliento rápidamente, y los dos dieron un paso atrás. El primero volvió a hablar entre dientes, con la voz tensa por la ira.

—No sobrevivirás fácilmente a tal impertinencia —dijo—. Pero lo que no se entrega libremente puede cogerse —se acercó a Dernhil, que todavía era incapaz de moverse, y le tomó el mentón y la mano. Dernhil abrió mucho los ojos con repugnancia y miedo mientras la mano lo obligaba sin compasión a mirar a la figura a la cara. No podía cerrar los ojos ni apartar la cabeza, y parecía que las dos figuras, el Bardo y el encapuchado, se quedasen allí durante una eternidad, envueltos en una batalla desesperada y silenciosa. Al fin Dernhil emitió un gran grito y se derrumbó en el suelo. La primera figura se volvió y realizó un gesto de desprecio.

—No había nada —dijo—. Nada.

—Ahora es inútil —dijo el otro, y le pegó una patada a Dernhil como si le estuviese dando una patada al cadáver de un animal.

Se dieron la vuelta y salieron del cuarto. Dernhil yacía inmóvil en el suelo, en el lugar en el que había caído, con los ojos vidriosos y muy abiertos por el terror.

Maerad se despertó sobresaltada.

Le parecía haber escuchado un grito, que desde un profundo abismo una voz la llamaba con una angustia extrema. Se sentó en la oscuridad, con la piel de gallina, intentando atrapar el grito. Pero este se había desvanecido como si formase parte de un sueño difícil de recordar. Lo único que era capaz de escuchar era la lluvia que repiqueteaba sobre las contraventanas.

Se sentó y escuchó, con el corazón martilleándole en el pecho, luchando contra una aplastante sensación de pérdida y desesperación, pero no oía ni sentía nada más.

Paso mucho tiempo hasta que por fin volvió a cubrirse con las mantas y se sumió en un sueño intranquilo.