30

Nina, que contemplaba con horror la pantalla, vio que la cara de Shaban aumentaba hasta llenar toda la imagen… que, un momento más tarde, quedó negra.

—¡Mierda! —dijo, sin aliento—. ¡Tenemos que sacarlo de allí!

—Yo no puedo —dijo Assad, consternado—. Los EEPA no tienen autorización para intervenir mientras no sepamos que el zodiaco está allí.

—Grant ha dicho que estaba —protestó Macy—. ¿Es que no basta con eso?

—No; necesitamos pruebas visuales… ¡y su marido había ido allí a buscarlas! —replicó Assad a Nina, cortante.

—¡Maldita sea!

Nina corrió hasta la puerta trasera del camión, que estaba abierta, y contempló, impotente, el castillo del que la separaban las aguas del lago. Después, recordó algo y cambió el canal de sus auriculares para conectar con el teléfono.

—¡Grant! ¿Me oyes? ¡Grant!

Se oyó un crujido de telas, y después:

—Sí; aquí estoy.

—¡Grant, han atrapado a Eddie! Tienes que salir de allí…

A Nina se le ocurrió una idea.

—¡Tu teléfono! Si haces una foto del zodiaco, los egipcios podrán intervenir.

—Espera…, ¿que han atrapado a Eddie? ¡Mierda!

La voz del actor, normalmente tranquila y relajada, había adquirido un tono próximo al terror.

—¡Grant! ¡Grant! ¡Escucha! —gritó Nina—. ¡Entra en la sala de la colección, haz una foto del zodiaco, y podremos rescataros a Eddie y a ti!

Nina echó una mirada a Assad para que este le confirmara que bastaría con una foto tomada con el teléfono móvil. Assad asintió con la cabeza.

—Vale… Rescate. Buena idea —dijo Grant.

Nina oyó los pasos del actor, que cruzaba el salón; después, el golpe brusco de la tela contra el auricular, al guardarse este el teléfono en el bolsillo de pronto.

—¡Mierda, viene alguien!

Se oyó el sonido de una puerta que se abría, y una voz:

—¿Señor Thorn?

—¿S… sí?

—La ceremonia está a punto de comenzar. Venga con nosotros.

—¿Que vaya con ustedes tres? —dijo Grant—. Claro. Mi propia escolta personal, ¿eh? Qué bien.

Nina comprendió lo que le quería dar a entender Grant: estando rodeado por tres hombres, no podría tomar una foto del zodiaco.

Y, sin la foto… Eddie y Grant tendrían que valerse por sí mismos.

Uno de los guardias salió precipitadamente del laboratorio.

—Hemos encontrado esto —dijo, mostrando una carga de C-4.

Shaban ya tenía en la mano el detonador por radio que acababan de quitar sus hombres a Eddie, y lo inspeccionó.

—¿Explosivos? Qué poco sutil. Pero tampoco es de extrañar, viniendo de ti.

—Procuro ser siempre yo mismo —dijo Eddie, esforzándose por no volver la vista hacia el horno. La segunda carga sería más difícil de encontrar; y, como solo había un detonador, Shaban podría creer que solo había una carga explosiva.

Pero aunque no encontraran la otra bomba, aquello no cambiaría gran cosa. El explosivo plástico C-4 era un compuesto muy estable, que solo podía explotar sometido a un calor muy fuerte acompañado de una sacudida física, como las que producía la cápsula detonadora que llevaba dentro. Para destruir el laboratorio, Eddie necesitaría el detonador por radio para destruir el laboratorio. Y no parecía probable que Shaban estuviera dispuesto a devolvérselo.

—¿Cómo te has enterado de que yo estaba aquí? —preguntó al egipcio, para distraerlo de la cuestión del detonador. Todavía había una oportunidad, mientras a Shaban no se le ocurriera destruir el aparato.

Shaban señaló la chaqueta verde que llevaba puesta Eddie y que no le sentaba nada bien.

—Por el mal corte de tu ropa. Siempre me empeñé en que las fuerzas de seguridad del Templo se hicieran los uniformes a la medida. A Jalid le gustaba porque todos iban así más elegantes; pero tiene otra ventaja. En cuanto hay un intruso, se le detecta con facilidad.

—Bien pensado, Cara Doble.

Shaban apretó los dientes, pero, haciendo un esfuerzo, se abstuvo de reaccionar personalmente al insulto; en vez de ello, hizo una señal con la cabeza a Broma. Este golpeó a Eddie con su pistola y lo hizo caer de rodillas.

—¡Ay! ¡Mamón!

—Le habría dicho que te pegara un tiro; pero tengo pensada otra cosa mejor.

A Eddie no le sonó aquello nada bien, pero guardó silencio mientras lo ponían de pie a tirones. El otro hombre salió del laboratorio.

—No he encontrado nada más —anunció.

Shaban contempló la carga de explosivo C-4.

—Con esto habría bastado.

Volvió a inspeccionar el detonador; le extrajo la batería, arrojó el aparato al suelo y lo aplastó con un tacón.

—Mierda —murmuró Eddie.

Ya solo le quedaba una manera de activar el explosivo oculto, manualmente; pero la explosión se lo llevaría a él también. La carga no tenía temporizador.

El egipcio interpretó su expresión.

—¿No tenías plan B? Qué pena —dijo, y sonrió con frialdad—. Has venido desde muy lejos para estar presente en mi ceremonia. Y ahora… podrás participar en ella.

A Eddie le ataron las manos a la espalda y lo condujeron hasta el templo a punta de pistola.

Este era mucho más imponente que el auditorio de París. Las puertas por las que habían ido entrando los sectarios visitantes conducían a una escalera de vidrio y acero que descendía hasta un foso enorme, semejante a una cancha deportiva, situado bajo el nivel del suelo. Centenares de personas llenaban aquel espacio profundo.

Se había dejado libre un pasillo central, flanqueado por hombres de verde que hacían el efecto de una guardia de honor. Al fondo del pasillo había otras escaleras más estrechas que subían hasta una ancha plataforma, a modo de pasarela, que avanzaba desde la parte frontal de un escenario de mármol. En las cuatro esquinas de la plataforma avanzada había cuatro estatuas relucientes, cromadas, de dioses egipcios. Las paredes eran paneles de cristal esmerilado adornadas con jeroglíficos, tallados al láser. El aspecto general de aquel lugar hacía pensar en una combinación delirante de rocódromo y tienda de informática.

Shaban, Lorenz y Broma habían tomado otro camino por la pirámide, dejando a los guardias que llevasen a Eddie hasta el foso, a lo largo del pasillo y subiendo por las escaleras, sin barandilla, hasta el escenario. Los adeptos de la secta, que habían advertido que era un prisionero, lo abucheaban y pedían su sangre a gritos. Eddie vio algo que, a pesar de estar adornado a base de cristal y metal cromado, tenía el aspecto inquietante de un altar para sacrificios, y tuvo la sensación desagradable de que los sectarios esperaban ver correr su sangre en el sentido más literal.

Sus guardianes se lo llevaron a un lado y se pusieron a esperar, con lo que Eddie tuvo ocasión de buscar con la vista las posibles vías de escape. Las únicas opciones eran volver a bajar al foso, las salidas a ambos lados del escenario… y unas puertas dobles que estaban en el centro de la pared del fondo. Esta entrada estaba flanqueada por una pareja de estatuas todavía mayores. Las estatuas tenían el cuerpo de Osiris, y eran semejantes a las que Eddie había visto ante la tumba del rey dios; pero las cabezas eran distintas. Habían decapitado recientemente a las figuras, y les habían sustituido las cabezas por el rostro alargado de una bestia extraña y temible, un cruce de chacal y caballo.

La cara de Set.

Shaban había dejado su impronta en el templo sin pérdida de tiempo. Eddie comprendió entonces también por qué habían obligado a los seguidores de la secta a emplear la entrada más apartada. Las puertas dobles daban al norte, que era el punto cardinal que los egipcios reservaban para los monarcas. Cuando Osir diseñó el templo, había introducido aquel elemento para hacer más efecto…, pero su hermano creía en ello.

Pasaron algunos minutos, y la impaciencia de la multitud iba en aumento. De pronto, las luces se amortiguaron.

—¡Set! ¡Set! ¡Set! —entonaban los sectarios, agitando al aire los puños levantados—. ¡Set! ¡Set! ¡Set!

Las puertas se abrieron.

Shaban salió al escenario, iluminado por las luces de los focos que lo seguían. Cuando se despidió de Eddie, llevaba puesto un traje caro, pero discreto. Pero la ropa que llevaba ahora no brillaba por su sutileza. Se había puesto unas vestiduras verdes y negras que eran una adaptación moderna de los ropajes de los monarcas egipcios, y un tocado complicado que también era una versión estilizada de los que llevaban los faraones tradicionales. Tras él, en penumbra, estaban Broma y Lorenz.

Los sectarios enloquecieron, gritando «¡Set!» una y otra vez y dando pisotones tan fuertes que el tablado del escenario temblaba. Shaban recibió la adulación de sus seguidores tal como la había recibido su hermano en tiempos, y después alzó las manos. El tumulto se acalló en pocos momentos.

—¡Sirvientes de Set! —dijo, con una voz que retumbó en los altavoces.

El tocado contenía también un micrófono.

—¡Bienvenidos! Ha llegado por fin el día. Se terminaron las vaguedades sin valor de Osiris. Ya no está. ¡Yo soy, por fin, el líder verdadero! ¡Soy Set renacido! ¡Y voy a enseñar al mundo el poder de un dios verdadero!

La reacción de la multitud fue todavía más frenética que antes. Hasta los guardias que rodeaban a Eddie se dejaban arrastrar por el momento, aunque cuando Eddie tanteó sus ataduras, comprobó que no llegaban a olvidarse de su misión en el escenario. Uno de los guardias le clavó una pistola en la espalda, mientras Shaban volvía a pedir silencio.

Se acercó el científico que había cruzado antes el patio acompañando al jefe de la secta, y portando el mismo frasco sellado. Se lo entregó a Shaban con una reverencia, y se retiró.

—Esta es la semilla de nuestro poder —dijo Shaban, con voz más moderada—. Este es el medio por el que el Templo de Set difundirá por el mundo mi voluntad. En este recipiente está la muerte —añadió, subiendo paulatinamente la voz mientras levantaba el frasco por encima de su cabeza—. La muerte para los que se nos oponen. La muerte para los infieles. ¡La muerte para los que se nieguen a inclinarse ante el poder de Set!

La multitud volvió a entonar el nombre de Set dando pisotones en el suelo…, aunque Eddie observó que con un poco menos de fuerza que antes. Era posible que entre ellos hubiera algunos que no aceptaran al cien por cien el plan de un genocidio a escala mundial…

Shaban bajó el frasco.

—Este recipiente no es más que el primero. Cuando os marchéis, os llevaréis muchos más. Poco a poco, de manera invisible, difundiréis por el mundo sus contenidos. Cuando nuestros enemigos lleguen a darse cuenta de lo que hemos hecho, será demasiado tarde… Ya habrán consumido esta muerte. Solo tendrán una manera de sobrevivir: ¡jurando obediencia y adoración al Templo de Set! Vosotros, mis seguidores, estaréis a salvo: el pan de Set os protegerá.

Había alzado de nuevo la voz, y concluyó casi a gritos:

—Pero solo lo recibirán los que sean dignos… ¡Todos los demás morirán! ¡Ha comenzado el reinado de Set!

Surgió del foso un nuevo estallido de aclamaciones…, pero esta vez se percibió claramente que algunos grupos expresaban bastante menos entusiasmo. El jefe de la secta devolvió el frasco al científico, y plantó cara a la multitud una vez más… pero, en esta ocasión, Eddie reconoció en la cara de Shaban una tensión que ya empezaba a resultarle familiar, que manifestaba una ira a flor de piel y apenas reprimida.

—Sé que algunos de vosotros podéis estar vacilando —dijo, con voz casi suave, tranquilizadora.

Quizá Shaban no tuviera las dotes de orador de su hermano, pero no cabía duda de que había ido aprendiendo de él.

—Si tenéis dudas, ahora es el momento de expresarlas. Vamos…, adelantaos —dijo, señalando las escaleras que subían al escenario—. Yo pondré fin a vuestros temores.

Aunque sonreía, sus ojos tenían la frialdad de los de un cocodrilo.

—¡No salgáis! —gritó Eddie, viendo que algunos miembros de la secta se dirigían al pasillo central; pero un golpe de la pistola del guardia lo hizo caer de rodillas. Su voz quedó ahogada entre los murmullos de la multitud. La mayoría de los asistentes miraban con desconfianza, incluso con hostilidad, a los que habían aceptado la propuesta de Shaban.

Se reunieron en el pasillo, titubeantes, unos doce hombres.

—¿No hay más? —preguntó Shaban, que seguía ocultando sus emociones con una voz tranquila y una sonrisa falsa. Recorrió la multitud con la vista en busca de algún indicio más de descontento. Cuando no vio ninguno, frunció los labios, desvelando sus verdaderos sentimientos.

—¡Pues traedme a esos! —vociferó.

Los guardias que custodiaban ambos lados del pasillo estaban preparados para aquel momento. Entraron en acción repentinamente; cayeron sobre los disidentes como dos oleadas verdes, y los derribaron a puñetazos y a patadas. Cuando cesó el tumulto, los doce hombres ensangrentados fueron arrastrados escaleras arriba por tres hombres cada uno. El resto de la multitud empezó a proferir unos aullidos horribles, que se hicieron más fuertes y más bestiales cuando llevaron hasta el altar a las víctimas quejumbrosas.

Shaban contempló con desprecio a los escépticos, y se volvió de nuevo hacia sus seguidores.

—Me habéis aceptado como vuestro líder… ¡Como vuestro dios! No hay lugar para las dudas, no hay lugar para el miedo… Os doy la vida eterna; ¡a cambio, os exijo obediencia eterna! ¡Yo soy vuestro dios! ¡Yo soy Set!

La multitud gritó:

—¡Set! ¡Set! ¡Set!

Se situó tras el altar y tomó un cuchillo largo, temible. Hizo una señal a los guardias que tenía más cerca, y estos arrastraron a su prisionero y lo levantaron hasta dejarlo sobre el pedestal con superficie de vidrio. El desventurado pedía auxilio a gritos, pero no se le oía entre los chillidos de la multitud.

Shaban alzó el cuchillo a la luz de los focos y empezó a entonar una oración siniestra. Sus palabras, amplificadas por los altavoces, resonaban en toda la sala.

—Te rindo homenaje, oh, Ra, señor del cielo. Yo soy tu paladín, el que lleva a cabo tu voluntad en este mundo. Tu luz recae sobre la gran madre Nut, cuyas manos abarcan el cielo que nos cubre, y sobre el gran padre Geb, cuyo cuerpo llena la tierra que pisamos. Yo soy tu hijo, tu siervo…, tu guerrero.

Levantó más la hoja.

—Con sangre, muestro mi valía —anunció—. Con sangre, mato a tus enemigos. ¡Con sangre, reclamo el lugar que me corresponde como monarca de este mundo, y del otro, por toda la eternidad! ¡Los que no crean, sufrirán! ¡Los que se opongan, caerán! ¡Yo soy Set, señor del desierto, amo de la oscuridad, dios de la muerte! ¡Yo soy Set!

La turba que se apiñaba en el foso emprendió de nuevo su cántico terrible, alzando rítmicamente los puños hacia el cielo al unísono. Eddie localizó a Grant, que presenciaba el rito, horrorizado al prever su desenlace inevitable, pero demasiado atenazado por el miedo para luchar o para huir.

—¡Yo soy Set! —repitió Shaban—. ¡He matado al cobarde de Osiris, y ahora, con sangre, asumo el dominio de todas las cosas! ¡Yo soy Set! ¡Set! ¡Set!

Bajó el cuchillo de golpe.

Brotó sangre del pecho del hombre, al que tenían inmovilizado los guardias mientras Shaban le asestaba una puñalada tras otra. El hombre se retorcía, tuvo unas convulsiones… y quedó inmóvil por fin. Eddie contemplaba aquel espectáculo, turbado.

Pero Shaban no había terminado. Con las ropas salpicadas de puntos rojos de los que caían gotas, corrió hacia el prisionero siguiente, con la cara iluminada de gozo vesánico.

—¡Yo soy el que trae la muerte! —gritó, lanzando al hombre una cuchillada con la que lo degolló, cubriéndole el pecho de un río carmesí. Los otros hombres forcejeaban y gritaban; pero estaban sujetos con tanta firmeza que no pudieron evitar recibir en sus carnes el cuchillo.

—¡Esto es lo que espera a los que dudan! ¡Los que me sigan, vivirán para siempre! ¡Todos los demás, morirán!

—¡Jesús! —exclamó Nina, palideciendo, mientras oía las locuras de Shaban por medio del teléfono de Grant. Macy, con los ojos muy abiertos, se cubría la boca con las dos manos.

—¡Los está matando!

Nina se volvió a Assad.

—¡Envíe allí a sus hombres!

El egipcio tenía el rostro cubierto de gotas de sudor.

—Yo… yo no tengo autoridad —dijo, a la desesperada—. Tengo que llamar al ministro.

—¡No hay tiempo! Tenemos que… Ay, mierda… —dijo Nina, interrumpiéndose al oír que Shaban volvía a hablar.

—Grant Thorn —decía el jefe de la secta. El nombre resonaba por todo el templo—. ¿Quiere hacer el favor de pasar al frente Grant Thorn? ¡Señor Thorn!

—Aquí… aquí estoy —dijo Grant con voz ronca. Tenía la boca tan seca como el polvo.

—Bien —dijo Shaban con una sonrisilla malévola—. Estoy seguro de que todos los presentes conocen al señor Thorn…

La sonrisa se volvió más siniestra.

—Pero… el señor Thorn era seguidor de mi hermano. Ha llegado el momento de ver si está dispuesto a comprometerse con su nuevo dios.

—Ah… ¡Claro! —dijo Grant.

Se aclaró la garganta.

—Me… ¡me comprometo a adorarte, oh, Set! ¡Del todo!

—Necesitaré algo más que meras palabras —dijo Shaban—. Suba aquí.

Grant titubeó, pero un par de matones lo empujaron hacia delante. Subió las escaleras, tembloroso. Cuando llegó arriba, desvió la vista, mirando alternativamente a Eddie, a las estatuas, al techo…, donde fuera, con tal de evitar los ojos fríos de Shaban y los cadáveres ensangrentados que rodeaban el altar.

—Le voy a conceder a usted un gran honor, señor Thorn —dijo Shaban, acercándose a él.

Llevaba todavía en la mano el cuchillo, que goteaba sangre. Grant retrocedió instintivamente, apartándose de la punta del arma.

—Todos habéis visto la suerte que aguarda a los que no obedecen mi voluntad. Ahora…

Set volvió la vista hacia Eddie, y esbozó de nuevo su sonrisilla sádica.

—… ahora, veréis la suerte que aguarda a los enemigos de Set.

—¿Una mamada de una supermodelo? —preguntó Eddie a gritos en señal de desafío, con lo que se ganó un fuerte golpe en la cabeza.

Shaban lo miró con desprecio.

—Este hombre se ha enfrentado a nosotros —dijo, señalándolo—. Ha intentado destruirnos. ¡Ha intentado privaros de la vida eterna!

La multitud lo abucheó.

—Solo puede haber un castigo: ¡la muerte!

Dicho esto, Set se volvió hacia Grant, levantando el cuchillo ante el rostro del actor.

—Y usted, señor Thorn, demostrará su lealtad hacia el Templo de Set… matándolo.

Grant movió los labios en silencio, hasta que consiguió articular con voz temerosa:

—Oh, no; yo… esto… en realidad, el honor le corresponde a usted…

—Insisto —dijo Shaban con voz helada—. Y ya sabe usted lo que pasa a aquellos que no obedecen la voluntad de Set —añadió, empujando con el pie uno de los cadáveres.

Set puso el cuchillo en manos del actor, que lo tomó muy a su pesar; se retiró rápidamente para ponerse fuera de su alcance, e hizo una señal a los guardias que custodiaban a Eddie.

—¡Llevadlo al altar!

—¡Van a matar a Eddie! —gritó Nina a Assad—. ¡Haga algo!

El egipcio se encontraba en la disyuntiva entre la necesidad de hacer algo y las restricciones que le imponían las órdenes que debía obedecer. Manoseaba su teléfono con nerviosismo.

—¡Joder! —exclamó Nina.

Impotente, airada y asustada, corrió a la puerta del camión y miró hacia el castillo.

El puente levadizo seguía bajado.

Nina saltó a tierra. Sin atender a Macy, que la llamaba, corrió hasta el más próximo de los todoterreno Mitsubishi Montero del equipo. El gran vehículo estaba bien preparado para misiones sobre cualquier superficie, con neumáticos de altas prestaciones, suspensión alta, cabrestante y un parachoques de barras en la parte delantera. Las dos puertas del lado del conductor estaban abiertas, y uno de los hombres del EEPA estaba sentado de lado en el asiento del volante, con los pies en el suelo, fumándose un cigarrillo mientras esperaba la señal de entrar en acción.

Nina se la transmitió de un modo que el hombre no se esperaba.

—¡Eh!

El militar levantó la vista… y Nina le dio un puñetazo, golpeándole la cabeza contra el marco de la puerta. El hombre quedó más confuso que dolorido; pero su desconcierto bastó a Nina para hacerlo bajar del vehículo de un tirón. Los otros miembros del EEPA que estaban allí cerca reaccionaron, sorprendidos. Nina subió al interior del vehículo de un salto, encendió el motor y metió una marcha.

—¡Espera!

Macy se abalanzó de cabeza al interior por la puerta trasera, que seguía abierta.

—¡Sal de aquí, Macy! —chilló Nina, mientras hacía una brusca maniobra para rodear el camión con el todoterreno. Cuando pasaron ante Assad, este les gritó que se detuvieran.

—¡Voy contigo! —dijo Macy.

—¡De eso, nada! ¡Podrían matarte!

—¡Ya me voy acostumbrando! Además…

Asomó entre los asientos delanteros la boca de un arma de gran calibre. Nina tuvo un movimiento de sorpresa.

—Esto podría venir bien —concluyó Macy.

—¡Si eso no es siquiera un arma de fuego propiamente dicha! —repuso Nina.

El arma de aspecto extraño era una Arwen 37, una escopeta de gran calibre que emplean las unidades antidisturbios, provista de un grueso tambor giratorio en el que llevaba cinco botes de gas lacrimógeno.

Macy retiró la Arwen.

—Bueno, pues ¡si quieres otra cosa, tendrás que volver por ella! —replicó.

Eso no iba a ser posible. El Montero avanzaba a toda velocidad por la carretera que bordeaba el lago. Nina, que todavía llevaba puestos los cascos inalámbricos, seguía oyendo lo que pasaba dentro del templo. A juzgar por las palabrotas de Eddie, este seguía vivo.

Pero sonaba otra voz que la dejaba helada hasta la médula de los huesos.

—Te rindo homenaje, oh, Ra…

Nina pisó el acelerador más a fondo todavía.

Grant, desesperado, miraba alternativamente a Eddie y a Shaban, mientras el líder de la secta seguía pronunciando su oración asesina. Mientras hablaba, sus seguidores aguardaban con impaciencia el desenlace mortal, entonando el nombre del dios siniestro.

La mayoría de los guardias habían regresado al foso, pero se habían quedado cuatro que sujetaban a Eddie sobre el altar de los sacrificios.

—¡Eh! ¡Caramarcada! —gritaba este—. ¿Te vas a consolar con todo esto de que se te quemara la polla?

La única respuesta de Shaban fue un temblor furioso, pero uno de los guardias clavó un codo en el vientre de Eddie. El inglés soltó un suspiro ahogado de dolor…

—Con sangre, muestro mi valía…

El Mitsubishi llegó a la carretera de acceso al castillo; Nina tomó la curva derrapando, entre una lluvia de gravilla suelta. Macy se deslizó sobre el asiento trasero, soltando un grito de susto.

—Huy, huy, huy… —dijo Nina.

Tenían delante la puerta fortificada que se levantaba al borde del lago… pero el puente levadizo acababa de empezar a subir. La habían visto llegar.

Macy se incorporó en su asiento.

—¡No vamos a pasar! —gritó.

—Tenemos que pasar —le dijo Nina con firmeza.

Volvió a pisar el acelerador hasta el suelo, y el vehículo se lanzó a toda velocidad por el corto tramo de carretera. Las dos mitades del puente levadizo se separaron; ascendieron veinticinco centímetros, medio metro…

Nina seguía oyendo la oración de Set, entre el rugido del motor y las súplicas aterrorizadas de Macy, que le pedía que frenara.

—¡Yo soy Set, señor del desierto, amo de la oscuridad, dios de la muerte!

Grant sostenía sobre Eddie el cuchillo con manos temblorosas. Intentó retroceder… y sintió que se le clavaba en el espinazo la pistola de otro guardia.

Shaban le clavó una mirada malévola.

—¡He matado al cobarde de Osiris, y ahora, con sangre, asumo el dominio de todas las cosas!

—¡Nos vamos a matar! —chillaba Macy.

Nina asió con fuerza el volante, sin apartar la vista del puente levadizo. La mitad más próxima del puente ya se había elevado veinticinco grados, y seguía ascendiendo.

Nina no se detuvo.

El Mitsubishi alcanzó el puente levadizo con una sacudida estremecedora… y siguió subiendo por él. Saltó por el extremo elevado; voló sobre el vacío y aterrizó al otro lado con un impacto que hizo saltar en pedazos dos de las ventanillas laterales. Macy soltó un alarido.

Los airbags delanteros se dispararon, arrojando a Nina de espaldas contra su asiento de manera dolorosa; pero ella ya había visto la pirámide, que estaba al frente, y dirigió el coche hacia ella.

Seguía sonando en sus oídos la voz de Set.

—¡Yo soy Set! ¡Set! ¡Set!

—¡Set… y partido! —exclamó Nina.

El Montero atravesó la fachada de cristal de la pirámide.