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Nina levantó la vista con una sombría desazón hacia aquella gran losa de vidrio oscuro que era el edificio del Secretariado de las Naciones Unidas. Hacía más de siete meses que no lo pisaba; hacía más de siete meses que el nuevo director de la Agencia Internacional del Patrimonio la había suspendido (hablando con más propiedad, despedido) de malos modos, y la verdad era que una buena parte de ella no quería volver al lugar donde se había producido su humillación.
Tocó el colgante que llevaba al cuello para que le diera suerte y, armándose de valor, entró en el edificio.
El trayecto en ascensor le pareció más largo de lo que recordaba, y el ascensor mismo le resultó en cierto modo más estrecho, más agobiante. Las cosas no mejoraron cuando salió y le abrieron la puerta de seguridad. Aunque se había dicho a sí misma que la zona de recepción no podía haber cambiado en siete meses, existían las suficientes diferencias sutiles como para que le resultase poco familiar, de manera desconcertante.
Pero había algo que no había cambiado: la figura que estaba tras la mesa de recepción.
—¡Doctora Wilde! —exclamó Lola Gianetti, levantándose de un salto para recibirla—. ¿O se llama ahora doctora Chase?
—Me sigo llamando Wilde —dijo Nina a la mujer rubia de cabello exuberante mientras se abrazaban—. He querido conservar mi apellido profesional. Aunque, si me lo hubiera cambiado, quizá me habría resultado más fácil encontrar otro trabajo.
—¿Y cómo está Eddie? ¿Cómo fue la boda? —preguntó Lola, señalando el anillo que llevaba Nina en la mano izquierda.
—Nos casamos sobre la marcha. Y la abuela de Eddie no nos ha perdonado todavía. Habría querido hacer el viaje a Nueva York.
Nina sonrió, pero volvió a ponerse seria para preguntar a Lola:
—¿Cómo estás tú?
—Recuperada, más o menos —respondió Lola, bajando la vista hacia su abdomen, donde la habían apuñalado siete meses antes, en aquella misma sala donde estaban ahora mismo.
—Debió de resultarte difícil volver al trabajo.
—Fue… raro. Durante algún tiempo —dijo Lola, encogiéndose de hombros con un gesto de indiferencia algo forzada—. Pero el trabajo me gusta, así que…
Titubeó; echó una ojeada hacia los despachos, y bajó la voz.
—A decir verdad, ya no me gusta tanto.
—¿Rothschild? —le preguntó Nina.
Lola asintió con la cabeza.
—Usted era una jefa mucho mejor. Ahora, lo único que importa es quién es capaz de adularla más. Y el dinero.
—Por eso he venido, en parte. Roger Hogarth no ha podido venir y me ha pedido que acudiera en su lugar. Y Eddie también me ha dado la lata para que lo hiciera.
—Ya veo —dijo Lola, y volvió a sentarse ante su ordenador—. La profesora Rothschild está hablando con el doctor Berkeley por videoconferencia, pero no suelen estar más de un cuarto de hora. Su reunión con el profesor Hogarth estaba programada para después; de modo que, cuando termine, veré si quiere hablar con usted.
—O si quiere darme los buenos días siquiera —dijo Nina.
Solo de pensar en la profesora Rothschild volvía a hervirle la ira que había contenido tanto tiempo. Se esforzó por reprimirla. Las posibilidades que tenía de cambiar las cosas oscilaban entre pocas y ninguna pero, ya que estaba allí, estaba decidida a decir lo que tenía que decir, y, para ello, debía tener la mente despejada.
—Haré lo que pueda por convencerla. Ah, lo que me recuerda… —añadió Lola, echando una mirada a una bandeja que estaba junto al monitor—. Hay un mensaje para usted.
—¿Para mí?
—Sí, de una becaria…
Lola repasó un montoncito de papeles.
—Aquí está. Macy Sharif. Llamó por teléfono ayer, pidiendo el número de usted. Yo no se lo di, claro está; pero le dije que le pasaría el recado. Y la verdad es que intenté llamar a su casa, pero no daba línea.
—Nos hemos mudado —dijo Nina lacónicamente mientras Lola le daba el papel—. ¿Qué quería?
—No lo dijo. La verdad es que es una cosa rara. La gente de aquí ha estado intentando hablar con ella. Estaba en la excavación del doctor Berkeley, pero se marchó de pronto. Nadie me ha explicado por qué, pero creo que ha podido tener líos con la Policía de Egipto. Cuesta trabajo imaginárselo… Parecía agradable, pero ¿quién sabe?
—Supongo que la AIP ha estado contratando a gente cada vez peor desde que me marché yo —dijo Nina con humor negro. Echó una rápida ojeada al papel, que contenía una breve transcripción del mensaje escrita con la letra adornada de Lola y un número de teléfono, y lo plegó.
—Entonces, ¿dónde vive ahora? —le preguntó Lola.
A Nina se le amargó el gesto.
—En Blissville. Era el único sitio que nos podíamos permitir, que estuviera en el mismo Nueva York y no fuera una zona de guerra propiamente dicha.
—Ah —dijo Lola, comprensiva—. Bueno, esto… Supongo que viene bien tener tan cerca la autopista…
—Sí. Y el cementerio.
Se cruzaron sendas sonrisas, y después Lola adoptó una expresión algo titubeante.
—Doctora Wilde…
—Llámame Nina… y dime qué hay, por favor.
—Espero que no le parezca que estoy hablando más de la cuenta, pero… tengo la sensación de que usted no lo está pasando muy bien ahora mismo.
—¿Y cómo se te ha ocurrido pensar una cosa así?
Las dos sonrieron de nuevo.
—El caso es que… había pedido tomarme libre la tarde de mañana —dijo Lola—, porque quería visitar una galería de arte con un amigo, e íbamos a cenar juntos después. Solo que resulta que él no puede venir, de modo que… había pensado si querría venir usted.
Nina estuvo a punto de rechazar la oferta sin pensárselo siquiera; pero una parte de su ser que se había despertado con los pinchazos de Eddie le recordó que el único plan alternativo que tenía en su agenda era pasarse otra velada con David Caruso. De modo que preguntó a Lola:
—¿Dónde está la galería?
—En el Soho. Y el restaurante está en Little Italy. Es un sitio agradable; lo lleva un amigo de mi primo.
—No sabía que fueras aficionada al arte.
Lola se sonrojó levemente.
—A la escultura. Es un hobby. Hago pajaritos, flores y otras cosas de metal y alambre. No se me da muy bien, pero había pensado que podría encontrar ideas nuevas en la galería.
Nina se planteó la propuesta y tomó una decisión: sí, qué diantres. Quizá le sirviera para no pensar en cosas tristes, aunque solo fuera durante unas pocas horas.
—Vale. Sí, ¿por qué no?
—¡Estupendo! Le apuntaré las direcciones.
Buscó un bloc de notas, pero Nina le entregó el papel donde estaba anotado el mensaje de Macy.
—Toma. Salva un árbol.
—Gracias.
Lola escribió los datos y devolvió el papel a Nina.
—¿A las tres?
—A las dos, si quieres. ¡Cuanto menos tiempo pase en ese apartamento, mejor!
Se abrió una puerta en el pasillo. Nina se volvió y vio salir a Maureen Rothschild, que se quedó helada al ver a su vez a Nina en la zona de recepción. Al cabo de un momento, la profesora caminó hacia ella con una sonrisa forzada y absolutamente falsa.
—Nina.
Nina respondió a la mujer mayor con la misma moneda.
—Maureen.
—No esperaba volver a verte por aquí. ¿Qué deseas?
—Hablar contigo, de hecho.
La profesora Rothschild entrecerró los ojos detrás de sus gafas.
—Tengo una agenda de trabajo muy cargada, Nina. Concretamente, ahora voy a reunirme con Roger Hogarth. Estoy segura de que lo conoces.
—Ah, claro que sí. Precisamente me ha pedido que lo representara yo. Está indispuesto.
—Ah. Espero que no se trate de nada grave… —dijo la profesora Rothschild, sin que se apreciara el más mínimo interés en su expresión.
—No, pero va a pasarse unos días sin poder andar. Y por eso me ha pedido que venga a hablar contigo en su lugar.
Nina notaba que la profesora Rothschild habría preferido negarse abiertamente; pero Hogarth estaba bien considerado en el mundillo académico, y tenía buenos contactos. No atender a una representante suya podría interpretarse como un insulto… o como señal de que no se atrevía a defender su postura.
—Supongo… que puedo dedicarte unos minutos —dijo por fin con gran desgana—. Como un favor que hago a Roger.
Volvió sobre sus pasos por el pasillo, y Nina, después de dedicar una rápida sonrisa a Lola, la siguió hasta su despacho. Hasta el despacho que había sido antes de Nina. Reconoció al instante el panorama de Manhattan, pero todo lo demás había cambiado. A Nina le volvió a caer encima con toda su fuerza la sensación de ser una extraña.
La profesora Rothschild tomó asiento tras el amplio escritorio e indicó a Nina, con gesto impaciente, que se sentara ante ella.
—¿Y bien? ¿De qué quería hablarme Roger?
—De esto, precisamente.
Había sobre el escritorio un folleto en papel cuché que promocionaba lo que supuestamente sería ¡El evento televisivo en directo de la década! En la cubierta aparecía una imagen de la Gran Esfinge de Guiza. Nina tomó el folleto.
—Me parece que siempre que enciendo la televisión sale un anuncio de esto —dijo—. Siento curiosidad por saber desde cuándo se ha convertido la AIP en un gancho para ganar audiencia televisiva y para sectas de pirados.
—La AIP no es ningún gancho para nadie, Nina —dijo la profesora Rothschild con voz rebosante de condescendencia—. Cuando conseguimos que organizaciones como el Templo Osiriano nos cofinancien, reducimos nuestros costes operativos, y nuestra parte de los ingresos por publicidad nos permitirá financiar otros muchos proyectos, así como promocionar mundialmente la imagen de la AIP. Es una situación ventajosa para todos, y es un buen negocio, pura y simplemente.
—Tiene gracia: no me había dado cuenta de que la AIP era un negocio —repuso Nina.
Abrió el folleto y vio un retrato de Logan Berkeley, que posaba en actitud heroica con las pirámides como telón de fondo.
—¿Y has puesto a Logan al mando?
—Logan era el mejor de los candidatos para la misión.
—Logan es un ególatra ambicioso. ¿Qué hay de Kal Ahmet o de William Schofield? Los dos tienen mucha más experiencia.
—Si tengo que darte detalles, te diré que también estaban entre los preseleccionados —dijo la profesora Rothschild con frialdad—. Pero yo elegí personalmente a Logan. Su presentación fue la que más me impresionó.
«Querrás decir que fue el que más te besó el culo», pensó Nina; pero se lo guardó para sí.
—¿Y a Logan no le importó viciar por completo todos los principios de la arqueología? ¿Lo expuso así en su presentación?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir precipitarlo todo, arrojando por la borda todas las normas de la práctica científica cuidadosa, para que la cadena pueda conseguir porcentajes altos durante la semana de las encuestas de audiencia.
—Tú eres la última que deberías atreverte a hablar de práctica científica cuidadosa, Nina —replicó la profesora Rothschild con tono cortante—. ¡Si haces memoria, recordarás que una de las causas principales de tu despido fue tu descuido absoluto de cualquier cosa que se pareciera remotamente a las prácticas adecuadas!
—No estamos hablando de mí —dijo Nina, cuyo enfado se acercaba al punto de ebullición. Agitó el folleto—. Estamos hablando de que la AIP se ponga en venta. ¡La AIP se fundó para proteger los hallazgos arqueológicos como este, no para explotarlos!
—Ah, ahora entiendo para qué has venido —dijo la profesora Rothschild, formando una sonrisa burlona con sus labios delgados—. Es un último intento desesperado de autojustificarte, ¿verdad? ¿Quieres aporrear los muros de tus opresores para convencerte a ti misma de que tienes razón y de que todos los demás se equivocan?
La profesora Rothschild se levantó y se inclinó hacia delante, apoyando las manos muy abiertas sobre el escritorio.
—¡Vuelve en ti! —dijo—. Aunque creas lo contrario, tú no eras el centro indispensable de la AIP. La organización funciona perfectamente sin ti. De hecho, funciona mejor. ¿Sabes cuántos empleados han muerto desde que te marchaste? ¡Ninguno!
Nina se quedó sin aliento.
—Eso es un golpe bajo, Maureen —dijo, apretando los dientes.
La expresión de la profesora Rothschild dio a entender por un instante que hasta a ella misma le parecía que se había pasado de la raya. Pero aquello solo duró un momento.
—Ya has dicho lo que venías a decir, Nina. Ahora, creo que será mejor para todos que te marches. Y también creo que lo mejor será que no vuelvas.
Nina se levantó, apretando los puños para que la profesora Rothschild no viera que le temblaban las manos de rabia.
—Lo que estáis haciendo en Egipto avergüenza a todos los profesionales de la arqueología, y lo sabes.
—Las dos sabemos quién es la verdadera vergüenza de la profesión —repuso la profesora Rothschild.
Nina le dirigió una mirada de odio, abrió la puerta con brusquedad y salió del despacho.
Al norte del edificio de las Naciones Unidas había un parque; Nina se puso a pasear por él a paso vivo. Aun cuando hubieron pasado veinte minutos, apenas se le había mitigado la rabia. De hecho, por alguna perversión interior, quería en parte seguir alimentándola: cuando perdiera la rabia, no le quedaría más que tristeza, más profunda que nunca.
Pero sabía que no podía mantener vivo para siempre aquel fuego. Respiró hondo y despacio; sacó el teléfono y llamó a Eddie. Para su sorpresa, el teléfono de Eddie le salía desconectado, en vez de saltar al contestador. Qué raro. Eddie no desconectaba su teléfono nunca.
Esta distracción, con todo lo leve que era, le embotó un poco la rabia, y volvió a venírsele encima la depresión como un manto de niebla. No estaba de humor para hacer nada que no fuera volverse a casa, y se dirigió por la calle 42 al oeste, hacia la estación de metro de Grand Central. Cuando iba más o menos a mitad de camino, sonó su teléfono. Lo tomó vivamente, pensando que sería Eddie; pero vio en la pantalla un número de teléfono que no le resultaba familiar. Se serenó y contestó.
—¿Eres Nina? —le preguntó una voz con acento de Nueva Jersey.
—¿Sí?
—Soy Charlie, Charlie Brooks.
Era el jefe de Eddie.
—Ah, hola —dijo Nina—. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias. Escucha: estoy intentando ponerme en contacto con Eddie, pero tiene el teléfono apagado. ¿Está contigo? Tengo que hablar con él de un cliente nuevo.
—No; yo misma he estado intentando llamarle.
—¿Ah, sí? Hum. Es raro que no esté accesible cuando no está trabajando.
—¿No estaba con Grant Thorn?
—No, eso será más tarde. Bueno, si hablas con él de aquí a una hora o cosa así, dile que le he llamado; de lo contrario, pasaré el trabajo a alguno de mis otros hombres.
—Se lo diré —dijo Nina, y desconectó.
Si Eddie no estaba trabajando, ¿qué estaba haciendo, y por qué tenía apagado el teléfono?
Y, lo que era más importante…, ¿por qué le había dicho a ella que estaría todo el día con Grant Thorn?
En el estado de ánimo en que se encontraba, no podía evitar figurarse cosas. Y ninguna era buena. ¿Estaría haciendo Eddie algo de lo que no quería que se enterara ella? En los últimos meses, la relación de pareja no había sido la ideal. ¿Y si se estaba viendo con otra?
Sacudió la cabeza, negándose a concebirlo. Eddie no le haría una cosa así.
¿O sí?
Llegó a la estación Grand Central, tomó el metro hasta Queens, y desde allí emprendió la triste caminata al sur hasta Blissville. Por el camino, le sonó el teléfono. No era una llamada, sino un mensaje de texto. De Eddie. Con su laconismo habitual. «Siento q perdi tu llamada, estoy con una cosa. Hablamos después. ¿Q tal en la ONU? Bss Eddie».
—Superbién —dijo Nina con un suspiro.
La limusina Cadillac negra rodaba apaciblemente por el Midtown de Manhattan.
—Ya casi estamos, señor Thorn —dijo el conductor.
—Bien, estupendo —dijo Grant.
Grant llevaba puesto el traje formal que se había comprado el día anterior. Además, estaba tenso, muy lejos de su porte engreído habitual. Se pasó un dedo por el cuello de la camisa.
—¿Está bien? —le preguntó Eddie.
—Sí, sí…, bien. Solo que, ¿sabes? Esto es una cosa grande. Más grande todavía que ganar el Premio del Público.
Eddie se abstuvo de opinar al respecto, y llegaron a su destino. La iglesia del Templo Osiriano en Nueva York era, en realidad, un edificio bastante corriente del este del Midtown, sobre cuya entrada principal había un luminoso de neón que representaba un ojo de estilo egipcio sobre un triángulo, que Eddie supuso que quería ser una pirámide. Pero si bien el edificio no tenía nada de notable, la multitud que se había reunido ante él se podía comparar con las turbas que se agolpaban ante la alfombra roja en la noche de la entrega de los Oscar.
—Mucha gente —dijo Eddie.
Varios hombres ataviados con chaquetas verdes oscuras hechas a medida despejaron un espacio donde podría detenerse el Cadillac.
—Es una religión en auge, hombre. O sea, ¿a quién no le interesa vivir para siempre?
—Depende de con quién viva uno.
La limusina se detuvo.
—¿Quiere que lo espere con el coche?
—No; entra conmigo, ven a ver esto. A lo mejor hasta te animas a afiliarte.
Eddie tuvo el mérito de conseguir guardarse un comentario sarcástico; se bajó del coche y abrió la puerta a Grant. Cuando apareció la estrella, la multitud reaccionó con entusiasmo.
—¡Hola a todos, hola! Me alegro de veros —dijo Grant, poniendo la sonrisa megavática que le había servido para ganar diez millones de dólares por película. Los hombres de verde formaron una barrera humana mientras Grant se dirigía a la entrada, repartiendo apretones de manos y posando para los que le hacían fotos. Cuando se retiró la limusina, Eddie recorrió la multitud con su mirada experta en busca de cualquier indicio de amenaza; pero parecía que todo el mundo se comportaba como es debido. No obstante, apretó levemente el paso, conduciendo a Grant hacia la puerta.
Pero no tardó en quedar claro que la estrella de cine no era la atracción principal de la tarde. Surgieron del edificio más hombres, una falange con chaquetas verdes que se abrió camino entre la multitud como un arado que abría un surco por la acera. Alguien gritó: «¡Es Osir!», y la multitud se volvió como un solo hombre para ver la llegada de una limusina más larga.
Si a Grant lo habían recibido con entusiasmo, lo que se produjo entonces se aproximaba más bien a la histeria. Eddie vio, divertido, que en el momento en que Grant se disponía a dar un apretón de manos, el dueño de la mano la retiraba bruscamente, dejando al actor por un instante con cara de sorpresa y de ofendido. Los vigilantes se apostaron a ambos lados de la puerta de la limusina.
Jalid Osir salió del vehículo.
Eddie captó a primera vista que Osir estaba dotado de esa cualidad especial que solo poseen unos pocos afortunados: un carisma potente y natural, que quedaba de manifiesto en su manera de moverse, cómoda y llena de confianza, y en el brillo irresistible de sus ojos. Eddie supuso que Osir tendría unos cuarenta y cinco años, aunque por algún motivo tenía la impresión de que era más viejo de lo que parecía. Y mientras que Grant era una estrella de cine, un hombre del momento, que había triunfado por su belleza, con un poco de talento y con un gran agente, Osir parecía más bien una leyenda del cine, un hombre que brillaría más que sus rivales más jóvenes durante varias generaciones. Eddie echó una mirada a su cliente. El rostro de Grant expresaba admiración, combinada con un poco de envidia.
—¡Hola, amigos míos! —dijo el jefe de la secta con voz retumbante, haciéndose oír entre las aclamaciones—. Me alegro mucho de ver hoy aquí a tantos de vosotros. ¡Que la luz del dios sol Ra os bendiga a todos!
—¡Que el espíritu de Osiris te proteja y te fortifique! —entonó la multitud como respuesta.
El mismo Grant se sumó a ellos, aunque se equivocó y dijo «te fortifique y te proteja». Osir esbozó una gran sonrisa y se encaminó al edificio, hablando con sus seguidores por el camino. Eddie no pudo menos que observar que dedicaba una gran proporción de su atención a las mujeres atractivas.
Mientras tanto, se había apeado de la limusina otro hombre en el que apenas había reparado la multitud, aunque su gesto torvo destacó inmediatamente entre las sonrisas; y el tercer hombre que salió tras él disparó las alarmas inconscientes de Eddie. Por sus rasgos, saltaba a la vista que el segundo hombre era pariente próximo de Osir (¿un hermano?), pero también quedaba claro que el primero había tenido más suerte, tanto en la lotería de la genética como en la de la propia vida; el segundo hombre tenía la cara más dura, más delgada, y marcada con una gran quemadura en la mejilla derecha. Por su parte, su compañero, fuerte y delgado, de cabellos grasientos y con chaqueta de piel de serpiente, tenía aspecto de pueblerino; pero Eddie, al advertir su actitud y su postura atentas, comprendió al momento que había pasado por el ejército.
Cuando Osir llegó a la puerta, se encontró con Grant, que lo esperaba.
—¡Ah, señor Thorn! —dijo, tomando la mano del actor y apretándosela con fuerza. Se dispararon flashes entre la multitud; los dos hombres se volvieron instintivamente hacia las cámaras con las más amplias de sus sonrisas—. Me alegro de conocerte por fin.
—Lo mismo digo, señor Osir —dijo Grant.
—Llámame Jalid, te lo ruego. Es como si ya te conociera, por tus películas.
Grant sonrió, halagado.
—¿De verdad? ¡Estupendo! He intentado ver todas las tuyas, pero son difíciles de encontrar en Netflix. Pero sí que he visto Osiris y Set. Estabas impresionante en esa.
Osir hizo un gesto de modestia con la mano.
—Deberías visitar la casa principal del Templo Osiriano, en Suiza; allí te enseñaré las demás. Ven siempre que quieras; mi puerta estará abierta siempre. Pero ya he dejado atrás mis días de actor… Ahora tengo una nueva vocación. Y me alegro mucho de que tú… de que todos vosotros —dijo, dirigiéndose ahora a la multitud— hayáis optado por seguirme en este viaje increíble. Ya somos decenas de miles en todo el mundo, y nuestro número irá en aumento a medida que más personas descubran que la verdadera inmortalidad solo se puede alcanzar por medio de las enseñanzas de Osiris. ¡Viviremos todos para siempre! —concluyó, alzando las manos.
La multitud lo aclamó de nuevo.
Su hermano profirió una orden con impaciencia, y los vigilantes empujaron hacia atrás a la muchedumbre. Uno abrió la puerta, y Osir, haciendo un último saludo con la mano, entró con sus compañeros. El hombre de la chaqueta de piel de serpiente miró a Eddie con desdén.
Grant llegó a la puerta, pero vaciló al advertir que Eddie no lo seguía.
—¿Qué pasa?
—La verdad es que estas cosas a mí no me van. Entre usted; lo esperaré.
—No, hombre; pasa. Escucha lo que dice… Te cambiará la vida. Podrás invertir tu envejecimiento; volverá a parecer que no has cumplido los cuarenta.
—No he cumplido los cuarenta —le dijo Eddie con frialdad.
—¿De verdad? Caray. No quería ofenderte, tío. Es que pareces más bien… aporreado.
Grant, al ver que sus palabras no animaban a su guardaespaldas, cambió de opinión.
—Bueno…, espérame. Vale.
—Páselo bien, señor Thorn —dijo Eddie mientras Grant entraba en el edificio. Sacudió la cabeza con una sonrisa tenue. Su cliente era la prueba viviente de que siempre hay personas capaces de creerse lo que sea.
Pero, al menos, parecía que el Templo Osiriano era una secta para pirados de las más inofensivas.
Eddie llegó a casa varias horas más tarde. Cuando entró en el apartamento, preguntó:
—¿Cómo te ha ido en la ONU?
Entonces vio que la botella de vino del día estaba vacía del todo.
—Ah —comentó.
—Ha sido total y absolutamente horrible, maldita sea —dijo Nina, torciendo el gesto.
Solo se había sentido con ánimos para llamar a Hogarth pocas horas antes, y el tener que contarle la discusión la había llenado de ira una vez más.
—No conseguí nada en absoluto, y Maureen ha sido una bruja absoluta, que al final me ha hecho sentirme así de pequeña —dijo, mientras levantaba una mano vacilante hacia Eddie, sosteniendo el pulgar y el índice a un par de centímetros—. No debí haber ido. Si fui, fue porque me obligaste tú.
—Yo no te obligué —protestó Eddie.
—¡Sí que me obligaste! ¡Prácticamente me llevaste a cuestas metida en un saco!
Él sacudió la cabeza.
—¡Dios! Si la Rothschild ha sido la que te ha fastidiado, ¿por qué te desahogas conmigo?
—¡Porque estás aquí! —gritó ella—. Cosa rara.
—Ay, por el amor de Dios —suspiró Eddie—. Ya estamos con eso otra vez. ¡Estaba trabajando! Ayer te propuse hablar con Charlie para ver la posibilidad de tener otro horario, y tú me dijiste que no.
El nombre de Charlie hizo recordar a Nina otra cosa.
—¿Dónde estabas esta mañana? —le preguntó—. Intenté llamarte, pero no te ponías al teléfono.
—Seguramente sería porque estaba trabajando. Se supone que no debo recibir llamadas personales cuando estoy de guardia. Tú ya lo sabes.
—Pero, cuando yo te llamé, no estabas de guardia. Me llamó por teléfono Charlie… No te encontraba, y me preguntó si yo sabía dónde estabas.
Eddie titubeó, incómodo.
—¿A qué hora fue eso?
—Después de haber salido yo de la ONU. Hacia la una y media.
—Ah, ya. Sí; estaba con Grant Thorn.
—Tiene gracia —dijo Nina, aunque su expresión no tenía nada de divertida—. Charlie me dijo que no entrabas a trabajar hasta más tarde.
Casi se pudo oír girar los engranajes dentro de la cabeza de Eddie.
—Eso fue porque… estaba haciendo un favor a Grant. Extraoficialmente.
—¿Un favor de qué tipo?
—Quería que fuera a comprarle un zumo de naranja.
Al ver la expresión de desconfianza de ella, Eddie prosiguió:
—¡En serio! El muy vago no era capaz de ir a pie hasta la esquina para comprárselo él mismo.
—Yo creía que tenías la política de no hacer cosas así. Ya sabes, todo ese principio de soy guardaespaldas, no mayordomo.
—Vale, el principio resulta meramente orientativo cuando me ofrecen pagarme quinientos dólares más.
—¿Te pagó quinientos dólares para que le llevaras un zumo de naranja?
Eddie se sacó de la chaqueta el fajo de billetes del día anterior y lo arrojó sobre la mesa.
—¿Lo ves? La verdad es que el tipo tiene más dinero que sentido común.
Nina contempló el dinero con desconfianza. Conocía a Eddie de sobra para saber que no se le daba nada bien poner cara de póquer, y parecía que se estaba felicitando a sí mismo por la habilidad con que había respondido. Podía ser verdad que Grant Thorn hubiera tenido un acto de generosidad extravagante; pero allí había algo más.
—Entonces, ¿qué has estado haciendo el resto del día? No se tarda tanto tiempo en comprar zumo de naranja.
—No sabes la cola que había… —repuso él con una leve risita que se desvaneció ante la mirada de Nina—. Sí; estuve haciendo también otra cosa. Me encontré con un amigo.
La mirada de Nina se volvió más penetrante todavía.
—¿Amigo, o amiga?
—Es policía.
Eddie disimuló su alivio cuando Nina no le comentó que se podía ser amiga y policía al mismo tiempo. Lo que dijo esta, en cambio, fue:
—No sabía que tenías amigos policías.
—Lo siento; no sabía que tenía que darte una lista completa de todos mis amigos de todo el mundo. Yo conozco a un montón de gente.
Nina no tenía claro si Eddie había pretendido recalcar el yo; pero, tal como estaba de ánimo, no estaba dispuesta a dejarlo pasar.
—¿No como yo, quieres decir?
—¿De dónde te has sacado eso, maldita sea? No he dicho que no tengas amigos.
—Vale; porque sí que los tengo. Tengo…
Reflexionó, y a lo largo de los segundos que tardó en concluir la frase se le fue ensombreciendo el rostro.
—Tengo a Piper —dijo por fin.
—Que se trasladó a San Francisco.
—¡A Matt! Matt Trulli es amigo mío.
—Y llevas meses sin hablar con él.
—¡Pero es amigo! ¡Y tengo a Lola! —añadió Nina, agitando la mano con ademán triunfal—. Lola es amiga mía. Y, de hecho, voy a cenar con ella mañana. Así que sí: tengo amigos.
—¡Pero si yo no he dicho que no! ¿Por qué te pones a la defensiva con esto?
—Porque… porque es otra cosa que me ha estado hundiendo —reconoció ella—. Casi todos mis amigos son arqueólogos o historiadores. Y desde que los medios de comunicación me hicieron polvo, me han estado tratando como si fuera radiactiva.
—Entonces, puede que ni siquiera fueran amigos de verdad de entrada —le dijo Eddie—. Y ¿por qué has saltado a la conclusión de que he estado viéndome con una amiga esta mañana? ¿Es que…? ¡Ja! ¿Es que te has creído que tengo una aventura?
—No, la verdad es que no, solo que… —dijo ella, sin concluir la frase—. Sí que habría sido el remate perfecto para un día francamente horrible. Me vino el pensamiento, y no me lo quitaba de encima. Tú estás fuera a todas horas, y yo… bueno, últimamente tampoco he sido la mejor compañera. Y, ya sabes…, hace una temporada que no tenemos sexo.
—¿Cinco días es una temporada?
—Estamos recién casados…, ¡se supone que deberíamos estar teniendo sexo cada cinco minutos! —dijo ella, y volvió a dejarse caer en el sofá—. Dios —siguió diciendo—. Después de todas esas porquerías horribles que nos pasaron, yo creía que por lo menos lo de casarnos sería la única cosa buena que nos serviría para salir adelante. Pero…
—No estarás teniendo dudas, ¿verdad? —le preguntó Eddie, inquieto.
—No, no, Dios mío. Es solo que… no ha sido lo que yo creía. Lo que yo esperaba que fuera.
—Supongo que el matrimonio es como la vida. Las cosas siempre cambian, y tenemos que adaptarnos. Hay un dicho militar que no sé quién lo dijo, Napoleón o alguien así… «Ningún plan perdura más allá del primer contacto con el enemigo».
—Eso lo dijo el mariscal Helmuth von Moltke —lo enmendó Nina, consiguiendo que su marido la mirara con asombro—. Pero, si el matrimonio era el plan, ¿quién es el enemigo?
—Todos y todo lo que hay fuera de esta habitación.
—Esta habitación me repele.
—Vale; digamos, fuera de este sofá.
—Tampoco es que el sofá me encante —repuso ella. Los dos consiguieron reír, aunque sin mucho ánimo.
—Bueno, escucha —dijo Eddie—, no me estoy viendo con otra, ¿de acuerdo? Ya sé lo que se pasa con una cosa así, de cuando estuve casado con Sophia. Así que no te preocupes. Ni por eso, ni por nada. Mañana, pasa un buen día solo para chicas, con Lola, y quítate todo de la cabeza. Si Grant me encarga que le compre más zumo de naranja, a lo mejor podemos permitirnos unas vacaciones —añadió, señalando el fajo de billetes.
—Eso estaría bien. A algún sitio exótico.
—¿A Egipto?
En la televisión estaban pasando un nuevo anuncio de la retransmisión en directo de la apertura de la esfinge, para la que solo faltaban tres días.
Nina soltó un resoplido.
—Sí, claro. Pero creo que eso se saldría un pelo de nuestro presupuesto.
Él la besó en la mejilla.
—Mañana será otro día, ¿eh?