28

Las paredes de la caja reforzada donde estaba la granada de mano canalizaron la onda expansiva hacia arriba y en sentido horizontal, a la altura de la cintura de un hombre. Los dos pilotos murieron al instante, hechos pedazos por los fragmentos de metal afilados como hojas de afeitar. Hamdi fue arrojado violentamente de espaldas y atravesó el vidrio de una ventana hasta caer pesadamente sobre la cubierta principal, más abajo, donde quedó desmadejado.

El soldado que había buscado la escalera solo había logrado llegar hasta la puerta, donde recibió en la espalda una lluvia de metralla cortante. Los demás que estaban en la sala se libraron del efecto directo de la onda expansiva, pero la detonación los había dejado desorientados y casi sordos.

La puerta de la escotilla del ala de babor saltó arrancada de sus bisagras. Cayó girando sobre sí misma… hasta que fue absorbida por las grandes fauces del ventilador de sustentación.

Las aspas del ventilador, semejantes a los álabes de la turbina de un motor de reacción, se rompieron al machacar la puerta. Saltaron volando en todas direcciones fragmentos afilados de aspas. Eddie rodó sobre sí mismo para aplastar la cara contra la cubierta mientras una lluvia de fragmentos azotaba la superestructura, por encima de él. La puerta destrozada entró girando por el torbellino interior del pozo vertical… y entonces se produjo un estampido terrible que hizo temblar la cubierta. La puerta había bloqueado el eje del ventilador, y el movimiento de torsión de la maquinaria había pasado de cuarenta mil revoluciones por minuto a cero en un milisegundo, con lo que todo el mecanismo se había hecho trizas.

Los daños no se redujeron al ventilador.

El eje estaba conectado directamente a una de las turbinas de gas generadoras de energía que estaban en la sala de máquinas de babor. Las repercusiones se retransmitieron a lo largo del aerodeslizador, averiando más equipos y llenando de fragmentos mortales los espacios de la zona de máquinas. La turbina estalló, y se produjo una bola de fuego que hizo saltar las escotillas.

El Zubr había perdido una cuarta parte de su empuje ascensional y oscilaba sobre sí mismo, con la parte delantera escorada hacia babor. Empezó a perder el rumbo.

Y estando muertos los pilotos, y los mandos destrozados por la granada de mano, no había nadie que pudiera detenerlo.

Eddie, con el cuerpo dolorido por la caída, se esforzó por sentarse. Aunque ya no lo tenían prisionero, seguía con las manos atadas a la espalda. Tenía que liberarse…

Vio cerca de él una pieza de metal puntiaguda, que tenía adherido a un extremo un trozo de material aislante que ardía. La buscó a tientas con la mano izquierda.

Cuando lo tomó, sintió que la piel le ardía. El metal estaba caliente todavía. Pero soportó el dolor haciendo una mueca, y apoyó el extremo ardiente contra la brida de plástico.

En la sala de armas, Diamondback se levantó de encima de su jefe. Berkeley estaba en un rincón, cubriéndose los oídos con las manos. El oficial de tiro estaba derrumbado sobre su consola, con una esquirla metálica incrustada en una herida que tenía en el cuello.

Diamondback, después de recuperar su revólver, ayudó a Shaban a levantarse.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Eso creo —dijo Shaban, todavía mareado. Después, contrajo la cara con furia—. ¡Esa perra ha intentado matarme! —gritó—. ¡Seguidla! ¡Matadla!

—¿Y qué hay del vaso? Ha debido de…

—¡Matadla! —chilló Shaban. Diamonback se estremeció, y se apresuró a volver al puente de mando.

La sala estaba llena de humo, y las consolas ardían. Jalil salió de debajo de la mesa, tosiendo. Aunque la mesa se había deformado, había tenido la solidez suficiente para proteger a Jalil de la detonación. El soldado que estaba junto a la escotilla de babor apenas mantenía la consciencia, y sangraba por varias heridas de metralla. Jalil se dispuso a reconocer las lesiones del soldado; pero Diamondback señaló con firmeza la escotilla con un dedo.

—¡Persigue a Chase! Yo iré por la mujer…

—Pero este hombre necesita…

Shaban apareció en la puerta.

—Tarik, te pagaré el doble —le dijo—. Pero ¡mátalos!

Jalil titubeó, pero se dirigió a la escotilla, mientras Diamondback corría hasta el puente del ala de estribor para otear desde allí.

Nina estaba en la cubierta inferior, junto al ventilador de sustentación. En el momento en que Diamondback levantaba el revólver, Nina lo vio y echó a correr. Una bala rozó el borde de la toma de aire circular que estaba tras ella, de treinta centímetros de altura.

La cubierta era una extensión de metal desnuda, sin más abrigo que la torreta de la ametralladora Gatling, hacia la proa; y Nina no podría alcanzarla sin recibir un tiro en la espalda.

Solo tenía una vía posible…

Mientras Diamondback volvía a disparar, Nina se abalanzó hacia la barandilla del borde de la cubierta. El proyectil rebotó en el suelo, escupiendo fragmentos de pintura que alcanzaron a Nina en la cara mientras esta rodaba sobre sí misma para colarse por debajo de la barandilla, de donde cayó a la estrecha pasarela inferior. Otra bala le pasó silbando cerca; ella retrocedió dolorosamente para ponerse a cubierto.

Diamondback la perdió de vista.

—¡Mierda! —dijo con rabia, mientras corría hacia la escalera.

En el puente del ala de babor, Jalil observaba desde lo alto el gran orificio de entrada de aire del ventilador de sustentación que había quedado destrozado. Vio a Eddie; llevó la mano a la pistola que portaba al cinto…

Eddie, con la piel cubierta de ampollas, presionaba con más fuerza el metal contra la brida. Sintió que cedía; el plástico se estiró, primero, y después se rompió. Eddie se levantó de un salto… y percibió de reojo un movimiento, la figura de alguien que empuñaba un arma en el balcón que asomaba por encima de él.

Se dejó llevar por su instinto y por su formación. Arrojó hacia arriba el trozo de metal y corrió hacia popa, mientras un grito sobresaltado le confirmaba que había dado en el blanco. Si era capaz de rodear la superestructura antes de que Jalil se hubiera recuperado, estaría a salvo de momento…

¡Disparos!

Salía de la cubierta una lluvia de balas que le cortaban la retirada. Se tiró al suelo junto al ventilador de sustentación de popa, gateando alrededor de la toma de aire en un intento desesperado de ponerse a cubierto. Pero el borde era demasiado bajo para protegerlo. Jalil puso el punto de mira en la figura semiexpuesta y apretó el gatillo.

La bala voló hacia Eddie… pero, de pronto, se desvió hacia abajo, absorbida por el enorme ventilador. Eddie levantó la cabeza y sintió el potente efecto de absorción del aire que el ventilador arrastraba al pozo. Mientras ese remolino estuviera entre los dos hombres, Jalil no tenía ninguna posibilidad de alcanzarlo de un tiro.

El general lo comprendió al mismo tiempo que Eddie. Bajó de un salto a la cubierta principal. Eddie gateó alrededor de la toma de aire, dispuesto a echarse a correr hacia la superestructura; pero Jalil ya había levantado de nuevo la pistola y avanzaba mientras tenía cubierto el espacio por donde tendría que pasar Eddie.

Estaba atrapado.

Nina, soltando un quejido por el dolor que le producía la dura caída, se puso de pie trabajosamente y vio que estaba cerca de la primera escotilla por la que había entrado en el aerodeslizador. Alguien la había abierto, y la pesada puerta oscilaba perezosamente sobre sus bisagras.

Después de comprobar que el pasadizo estaba vacío, Nina entró. El camarote de la tripulación también estaba desocupado. Se dirigió a la cama en la que había escondido el vaso canópico después de montar la trampa en la caja. Ahora que Eddie estaba libre, Nina ya tenía todas las cartas en la mano: en cuanto los dos hubieran podido salir del Zubr y estuvieran a salvo, podría destruir el contenido del vaso, poniendo fin a cualquier esperanza que siguiera albergando Shaban de llevar a cabo su plan loco.

Solo le faltaba encontrar a Eddie.

Macy, que seguía conduciendo a toda velocidad por el desierto hacia el desfiladero, volvió la vista hacia el aerodeslizador que la perseguía… y descubrió con sorpresa que ya no lo tenía detrás. Se había desviado hacia un lado. A la nave inmensa le había pasado algo gordo: despedía una columna de humo y había llamas cerca de su popa.

Supo que aquello sería obra de Nina y Eddie. Una de las suyas.

Pero Macy no tenía ningún indicio de que Nina y Eddie hubieran desembarcado de aquel gigante veloz. Y advirtió que, si el aerodeslizador seguía manteniendo su nuevo rumbo, no llegaría al desfiladero, sino que seguiría desplazándose por la llanura.

Hasta los altos barrancos que había al final de esta.

—¡Ay, mierda! —dijo, contrariada.

Berkeley salió al puente con paso vacilante y vio con horror los cuerpos de los pilotos, destrozados por la metralla.

—¡Dios! ¿Qué ha pasado? —preguntó.

—No se preocupe —dijo Shaban—. Tenemos que encontrar a la Wilde… y el vaso.

Shaban ya había pensado que Nina no debía de haber montado la trampa con la granada de mano hasta después de haberse subido al aerodeslizador, pues habría sido demasiado arriesgado dar el salto llevando a la espalda la trampa, que podía activarse con un movimiento brusco. Lo que quería decir…

—Ha debido de esconderlo. Vamos.

—Yo, esto…

El arqueólogo no era capaz de apartar la mirada de los cadáveres.

—… no me siento muy bien —dijo.

Shaban lo arrojó de un empujón contra el mamparo.

—¡Si quieres seguir vivo, harás lo que te diga! —le dijo con desprecio, arrastrándolo hacia las escaleras.

Eddie, que seguía acurrucado bajo el ventilador de sustentación, se asomó por el borde de la cubierta en busca de una vía de escape. No tenía suerte. Por una escotilla que estaba hacia proa respecto de su posición salían las llamas de la sala de máquinas dañada, avivadas por el viento, y el calor y el humo tóxico le cerraban el paso por la pasarela hacia el resto de la nave.

Jalil trotaba hacia él empuñando su pistola automática. Tardaría pocos segundos en tener a Eddie a tiro. A este no le quedaban muchas opciones…, pero más valía hacer cualquier cosa que quedarse esperando a que le pegaran un tiro.

Corrió hacia la popa. Las tres hélices enormes se cernían sobre él. Sus aspas eran como una nube que zumbaba dentro de las rejillas circulares. Tras los pilones que sujetaban las góndolas de los motores podría quizá ponerse a cubierto, o incluso encontrar un modo de volver a entrar en el interior de la nave para buscar a Nina…

Demasiado lento. Jalil dejó atrás el ventilador de sustentación; apuntó…

Llegó desde la superestructura el aullido agudo, ululante, de una sirena. Alguien había llegado a la conclusión de que el incendio de la sala de máquinas estaba fuera de control, y había hecho sonar la alarma como señal de que se abandonara la nave. El aullido penetrante sobresaltó a Jalil en el momento en que disparaba. La bala le pasó cerca a Eddie, tan cerca que llegó a sentir su calor.

El peine de la pistola quedó bloqueado hacia atrás. Sin munición. El egipcio buscó un cargador lleno; pero Eddie ya se arrojaba sobre él. No tenía tiempo de recargar…

En lugar de ello, Jalil llevó la mano hacia otra arma.

Eddie se detuvo bruscamente cuando Jalil intentó clavarle un cuchillo en el pecho. El militar volvió a lanzarle otra cuchillada, esta vez dirigida a la cara. Eddie intentó asirlo de la muñeca, pero Jalil hizo girar la hoja para atravesar la manga de Eddie y clavársela en la muñeca, que ya estaba herida.

El inglés retiró la mano con dolor y recibió una patada brutal en el estómago. Sin respiración, retrocedió, vacilante, hasta darse con algo que le llegaba a la altura de la cintura.

La parte inferior de la rejilla de la hélice.

Eddie inclinó el cuerpo hacia atrás; las aspas gigantes casi le absorbían la cabeza. Se apartó de un tirón hacia delante… cuando Jalil le lanzaba una puñalada al corazón.

Eddie sujetó el brazo del otro hombre, bloqueando el ataque cuando la punta del cuchillo estaba a punto de alcanzarle el pecho; pero el ímpetu de Jalil volvió a arrojarlo contra la rejilla. El vendaval que rodeaba a ambos hombres los obligaba a entrecerrar los ojos, que los dos tenían puestos en el cuchillo.

Jalil lo acercaba a la fuerza a la garganta de su adversario. Eddie, que tenía el antebrazo doblemente herido, no podía contenerlo con todas sus fuerzas. Intentó apartarlo de sí pero solo consiguió desviarlo hacia un lado. La punta del cuchillo le penetró la chaqueta… y fue ahondando, a medida que Jalil impulsaba el cuchillo hacia abajo.

Eddie soltó un grito cuando la punta le alcanzó la clavícula. Jalil sonrió y siguió empujando con más fuerza todavía, acercándose más…

Eddie adelantó la cabeza bruscamente. No tenía el ángulo adecuado para asestar a Jalil un buen cabezazo, pero, en lugar de ello, cerró con fuerza las mandíbulas sobre su nariz.

El general profirió un chillido y tiró del cuchillo, intentando apartarse; pero Eddie había hecho buena presa. Apretó los dientes, y se produjo un crujido húmedo y repelente de cartílago roto.

Jalil tenía bloqueados los dos orificios nasales, y la sangre que le manó de pronto solo podía salirle por la garganta. Se atragantó y escupió sangre sobre el pecho de Eddie, casi olvidándose del cuchillo en su intento desesperado de librarse del dolor.

Eddie se negaba a soltarlo, y seguía mordiendo la carne como un fox terrier. Se produjo un nuevo chasquido desagradable… y Jalil cayó de espaldas, con un agujero ensangrentado donde había tenido la punta de la nariz. Eddie escupió el trozo de piel y cartílago, que dio al egipcio en el ojo; y después, soltando un rugido, se echó sobre el hombro el brazo de Jalil.

Hacia la hélice.

El cuchillo saltó de la mano del militar con un ruido metálico… seguido de un chasquido, cuando la hélice rebanó a este la primera falange del dedo índice, dejando al descubierto una punta aguda de hueso. Jalil soltó un alarido. Eddie le asestó dos fuertes golpes al estómago, seguidos de un uppercut que lo hizo retroceder, tambaleante.

Estaban junto a la barandilla lateral. El modo más rápido de concluir la pelea sería arrojando al egipcio por la borda…

Agarró a Jalil…, pero quedó casi cegado cuando este le lanzó un contragolpe inesperado, intentando clavar en el ojo de Eddie la punta de su dedo cortado. El hueso afilado le rasgó la ceja mientras apartaba bruscamente la cabeza.

El dedo volvió a clavársele, produciéndole un corte en la mejilla; y la otra mano de Jalil le rodeó la garganta con fuerza, con los tendones tensos como cables de acero. El egipcio escupió más sangre, acompañada de una horrible maldición en árabe. Eddie tenía un brazo herido, pero necesitaba las dos manos para evitar que Jalil le clavara el dedo en el sentido más literal del término, lo que le permitiría empujarlo hacia atrás, hacia la hélice.

—¡Te mataré! —gritó Jalil, atragantándose con la sangre, con los ojos desencajados de furia enloquecida—. ¡Te mataré, y mis perros se comerán tus huevos, y después me tiraré a tu mujer, y…!

Eddie soltó el brazo de su enemigo con una mano, recibiendo un rasguño de la punta de hueso en la sien al vencer Jalil la resistencia de su brazo herido; pero bajó el brazo sano entre las piernas del egipcio para asirlo de la ingle. A Jalil se le desencajaron los ojos todavía más cuando Eddie, a quien también daba fuerzas su propia rabia, lo lanzó hacia arriba.

La aspiración de la hélice, que tenía fuerza de temporal, lo absorbió. El rápido giro de las aspas le machacó el cráneo al instante. El interior de la rejilla metálica quedó coloreado por una neblina roja. El cuerpo sin cabeza volvió a caer sobre Eddie, deslizándose, hasta quedar tendido en la cubierta.

Eddie se agachó para evitar el fuerte viento.

—¡No pierdas la cabeza, camarada! Huy, demasiado tarde —musitó, mientras registraba el cadáver.

Después de darle la patada, el egipcio se había guardado de nuevo la pistola en la funda. Eddie se la quitó, tomó también un cargador lleno y cargó el arma. Miró a su alrededor mientras se limpiaba la sangre de la cara. Había varios miembros de la tripulación sobre la cubierta, pero ninguno se preocupaba de él ni de su difunto jefe militar; en vez de ello, buscaban el modo de desembarcar del aerodeslizador sin control. Uno de los hombres salvó la barandilla e intentó deslizarse por el faldón de goma hasta llegar a tierra; pero rebotó en el faldón y cayó dando volteretas entre la tormenta de polvo, a un ángulo con el que tenía muchas posibilidades de romperse el cuello. Sus camaradas llegaron a la conclusión de que debían pensar otra cosa, y entraron apresuradamente en la nave de nuevo.

Eddie, empuñando la pistola, se puso a buscar también una vía de entrada.

Macy seguía con el Land Rover al aerodeslizador a duras penas, pero ya veía entre la calina una línea marcada a lo largo del horizonte que tenía al frente.

El barranco.

Al Zubr solo le quedaban unos minutos para su destrucción total.

Macy había visto a varias personas a bordo, pero ninguna de ellas era Eddie ni Nina.

—¡Vamos! —decía, acercándose con el Land Rover—. ¡Bajaos ya de ese trasto!

Nina, aferrada con fuerza al vaso canópico, se asomó a la bodega y vio con horror que había un incendio que se extendía a partir de una puerta de la parte trasera, a babor. En el interior del amplio espacio de la bodega había varios hombres que se mantenían a una distancia prudencial de las llamas mientras otro manipulaba un panel de control. Las rampas delantera y trasera descendieron; el viento cargado de arena que surcó la bodega despejó el humo de la popa… pero, al mismo tiempo, avivó las llamas.

Uno de los hombres corrió hacia la parte trasera de la bodega. Habrían tenido más posibilidades de salvarse saltando desde la popa del aerodeslizador… si no hubiera sido por el incendio. La rampa era más estrecha que la bodega; salía del lado de babor, y las llamas crecientes la barrían. El tripulante se protegió la cara con las manos… y echó a correr hacia el cuadrado de luz que indicaba la salida.

Calculó mal. Salió de la escotilla una gran llamarada que le prendió fuego. El hombre se perdió de vista entre la tormenta de arena, agitando los brazos y las piernas en llamas.

La vía de escape de la rampa de proa tampoco satisfizo a los hombres que quedaban. Un soldado, valiente o temerario, saltó de la rampa a la carrera intentando alcanzar el faldón para trepar por él hasta el costado. Nina, al ver las reacciones de sus compañeros, comprendió que no había tenido éxito. Pero estos, que tenían que elegir entre caer bajo la enorme nave o sucumbir a las llamas, optaron por arriesgarse, y fueron saltando de la rampa uno tras otro.

Cuando hubo salido el último, Nina entró en la bodega y se dirigió al buggy arenero para inspeccionar sus anclajes. Si era capaz de soltarlo, el vehículo quizá tuviera la velocidad suficiente para salir por la rampa trasera sin incendiarse.

Oyó un ruido metálico de pisadas que bajaban por la escalera. No tenía tiempo de volver hasta la escotilla. Se escondió, gateando, bajo la excavadora que estaba detrás del buggy, y pudo atisbar a Shaban y a Berkeley, que bajaban a la bodega.

—¡Encuentra el vaso! —le ordenó Shaban, señalando hacia popa.

—Allí atrás hay un incendio grande —adujo Berkeley.

—¡Pues no te metas en él! Revisa los bulldozers, mira a ver si se ha escondido dentro de alguno. O debajo.

—¿Y usted? —preguntó Berkeley a Shaban, que se dirigía al buggy arenero.

—Este será nuestro modo de salir. ¡Vamos, busca!

Nina se puso tensa, pero vio con alivio que Berkeley se acercaba a una de las excavadoras que estaban al otro lado de la bodega. Se deslizó hacia la parte trasera de la máquina bajo la cual estaba escondida. Cerca de ella había otra escotilla abierta… Si era capaz de llegar hasta ella sin que la vieran…

El incendio iba en aumento al ir prendiendo en la grasa y en el combustible que se habían derramado sobre la cubierta. Berkeley terminó de revisar el primer bulldozer y pasó al que estaba detrás.

La puerta estaba a unos cinco metros. Nina volvió la cabeza para mirar atrás, y advirtió los pies de Shaban, que estaba junto al buggy, soltando la última correa.

Estaba de espaldas a ella. Quizá pudiera llegar hasta la puerta si saltaba en ese momento… y si Berkeley no la veía. El arqueólogo había subido a revisar la cabina del bulldozer, y le daba la espalda.

Era su oportunidad.

Salió deslizándose, y se disponía a correr hacia la puerta cuando Berkeley saltó de la cabina y se volvió.

La vio.

Se miraron a los ojos a través de la bodega. Nina se quedó paralizada. Una sola palabra de Berkeley alertaría al jefe de la secta…

La palabra no se pronunció.

Berkeley pestañeó, y puso después una cara exageradamente inexpresiva. Se volvió de nuevo y se puso a registrar por segunda vez la cabina del bulldozer.

Nina le dio las gracias en silencio, y se dispuso de nuevo a correr…

—¿Qué pasa? —gritó Shaban, haciendo temblar tanto a Nina como a Berkeley. Había advertido el momento de indecisión de científico.

—No… no estoy seguro —balbució Berkeley; pero Shaban ya se acercaba a grandes zancadas hacia el lugar donde estaba Nina.

Esta se puso de pie de un salto, sosteniendo el vaso canópico sobre la cabeza.

—¡No te muevas, o lo destrozo!

Shaban se detuvo y extendió las manos.

—Démelo, doctora Wilde.

—¡Ni pensarlo!

Nina retrocedió y miró de reojo hacia el incendio, cada vez mayor.

—¿Qué te parece si metemos tu pan en el horno? ¿Eh?

—¡No! —exclamó Shaban.

Avanzó un paso más, atormentado entre el impulso de recuperar el vaso canópico y el miedo a que se destruyera.

—Démelo y… y le perdonaré la vida.

Nina seguía retrocediendo.

—¿Cómo? ¿Para poder emplearlo para matar a millones de personas? De ningún modo. Esto se ha terminado, gilipollas.

Shaban apartó los ojos de Nina y volvió la vista hacia la pared lateral de la bodega.

—Tiene usted razón. Se ha terminado —dijo.

—¡Nina! —gritó Berkeley para prevenirla. Pero era demasiado tarde. Diamondback apareció por la escotilla abierta y se abalanzó sobre Nina.

Ambos cayeron sobre la cubierta, y a Nina se le escapó el vaso. Diamondback consiguió a duras penas amortiguarlo por debajo con la punta de los dedos para evitar que se rompiera; pero no fue capaz de detenerlo. El vaso rodó hacia el fuego…, pero se detuvo cuando chocó con una de las anillas de anclaje de la carga.

Shaban soltó un hondo suspiro al ver que el vaso estaba a salvo. Se dirigió a recogerlo.

—Mátala —dijo, tajante.

—Con mucho gusto —respondió Diamondback.

Obligó a Nina a subir la cabeza tirándole de la coleta, mientras buscaba el revólver con la otra mano en el interior de su chaqueta de piel de serpiente…

Se abrió bruscamente otra puerta, y todos volvieron la cabeza hacia ella.

Eddie entró de un salto, empuñando el arma de Jalil. Apuntó inmediatamente al enemigo que representaba el peligro más inminente, Diamondback; pero el estadounidense levantó más a Nina de un tirón, arrancándole un grito de dolor, para servirse de ella como escudo humano. Shaban se apresuró a refugiarse tras la excavadora más próxima. Berkeley, al otro lado de la bodega, hizo otro tanto, acurrucándose en la pala de otra excavadora.

—Eddie —dijo Nina con voz entrecortada, horrorizada al ver la cantidad de sangre que tenía su marido en la cara y en la ropa—. Ay, Dios mío…

—Hola, cariño —dijo Eddie; y volvió la vista hacia Diamondback.

—Tú, Víbora Bufadora —le dijo—, voy a contar hasta tres para que la sueltes.

Diamondback apoyó el revólver en la cabeza de Nina.

—Y yo voy a contar hasta dos para que sueltes esa arma.

—¡Dispara al vaso, Eddie! —dijo Nina—. ¡Si lo destruyes, no tienen nada!

Eddie echó una mirada a un lado y localizó el vaso canópico.

—¡Si haces eso, ella morirá, Chase! —gritó Shaban, indicando con un gesto a su guardaespaldas que no disparara… de momento. Diamondback reaccionó obligando a Nina a ponerse de rodillas, mientras él seguía en cuclillas tras ella, y forzándola a retroceder sobre las rodillas, alejándose de Eddie.

Eddie los seguía despacio, sin dejar de tenerlos apuntados. Estaban en un punto muerto. Diamondback sabía que, si mataba a Nina, él también moriría un segundo después; pero Eddie no podía disparar sin correr el riesgo de dar a Nina. Lo único que podía hacer era verlos retroceder, hasta que estuvieron cerca de la puerta abierta.

—¡Sebak! —gritó el estadounidense—. ¿Ese bulldozer tiene las llaves puestas?

Shaban comprendió al momento lo que tenía pensado Diamondback y se dirigió hacia la cabina de la excavadora, con la cabeza baja para no ponerse a tiro de Eddie. Se asomó al interior. Se oyó el ruido agudo del motor de arranque, seguido del sonido más grave del motor diésel, que entró en funcionamiento.

—No sé lo que estáis haciendo, pero cortadlo de una jodida vez —le advirtió Eddie; pero tampoco podía hacer nada por evitarlo.

Diamondback, que seguía encañonando a Nina en la cabeza, se buscó en un bolsillo una brida de plástico. La pasó por una anilla de anclaje de carga y metió la punta de la brida por el cierre: después, asió la mano de Nina y se la metió a la fuerza en la anilla de plástico para cerrar por fin esta de un tirón, apretándola al máximo.

Nina soltó un quejido cuando la superficie dentada interior de la brida se le clavó con fuerza en la muñeca. Estaba atada firmemente a la anilla, con el brazo doblado a la espalda en postura dolorosa.

—No vas a ninguna parte —le susurró Diamondback al oído con voz pausada.

Mientras tanto, Shaban había conseguido hacerse una idea aproximada del manejo de la excavadora. Movió una palanca para hacer elevarse la pala dentada de la excavadora respecto del suelo de la bodega, y a continuación tomó una llave inglesa grande que había encontrado en una caja de herramientas y la metió a presión de manera que apretara el pedal del acelerador de la máquina. El motor rugió, y el tubo de escape empezó a vomitar humo pardo y grasiento; pero la excavadora no se movió. No tenía metida ninguna marcha.

De momento.

Levantó la vista… y vio una cosa por la puerta abierta de la rampa delantera. La línea del borde del barranco, ante ellos. A poco más de un kilómetro.

El Zubr llegaría allí en menos de dos minutos.

Eddie miraba alternativamente a Diamondback y a Shaban, y empezó a comprender el plan horrible de los dos. Ahora tenía bien a tiro al jefe de la secta, pero, en cuanto moviera la pistola para apuntarlo, Diamondback tendría el instante que necesitaba para apuntarlo a él a su vez y dispararle.

El vaso canópico daba golpes contra la anilla; estaba aproximadamente a la misma distancia de Eddie que Nina.

Shaban advirtió sus miradas.

—¿Qué eliges, Chase? ¿Detenerme o salvar a tu esposa? ¡Solo puedes hacer una de las dos cosas!

Shaban puso la palanca de cambios en la marcha atrás más corta… y saltó del bulldozer para ponerse a salvo mientras este se ponía en movimiento hacia atrás.

La máquina se desplazó menos de medio metro, y se detuvo bruscamente cuando se tensaron las cadenas con las que estaba anclada a la cubierta. Pero los anclajes solo estaban pensados para sujetar el bulldozer mientras estaba en marcha el aerodeslizador, y no para resistirse a toda la fuerza motriz de la máquina, de varios centenares de caballos. Las orugas tractoras de acero producían un sonido horrible contra el suelo; las anillas de sujeción de la carga crujían y se deformaban, y la excavadora empezó a liberarse a la fuerza.

Diamondback se mantuvo firme en su lugar, detrás de Nina, observando de reojo el vehículo chirriante que tenía a cuatro metros de distancia.

—¡Vale, adelante! —gritó a Eddie—. ¡Te toca a ti mover pieza!

Eddie echó una ojeada al vaso canópico. ¿Podría arrojarlo al fuego de una patada antes de que quedara libre el bulldozer?

Pero, si le tocaba elegir entre dos opciones, sabía que solo había una posible.

Saltó una anilla. Los demás anclajes quedaron sometidos a una tensión excesiva, y tardaron menos de un segundo en romperse. El bulldozer empezó a retroceder lentamente.

Hacia Nina.

Diamondback se apartó de ella rodando sobre sí mismo y arrojándose hacia el lado opuesto del bulldozer. Eddie abrió fuego, pero sus dos disparos dieron en el costado de la máquina con ruido metálico, sin ningún efecto.

Corrió hacia Nina, que se esforzaba desesperadamente por soltarse el brazo. La excavadora seguía retrocediendo inexorablemente; estaba a dos metros de Nina… a un metro y medio… Eddie sabía que no podría soltarse a tiempo por sí misma de ningún modo… y apoyó la bala en la anilla metálica.

Apretó el gatillo. La bala partió en dos la brida de plástico, rebotó en la anilla y le arrancó a Eddie de la mano la pistola. La llamarada del disparo quemó a Nina en el brazo. Nina gritó; pero Eddie ya había tirado de ella hacia atrás cuando la excavadora pasó por encima de la anilla abollada.

Se pusieron a salvo rodando sobre sí mismos mientras la gran máquina pasaba ante ellos pesadamente, pero todavía no estaban fuera de peligro. Shaban pasó corriendo ante ellos, en busca del vaso canópico. Diamondback iba a pocos pasos por detrás de él, con la pistola levantada. Eddie buscó con la vista su propia arma…

Desapareció bajo la oruga del bulldozer, con ruido de metal aplastado.

Eddie tiró de Nina para llevarla consigo tras la máquina, que se desplazaba lentamente. Diamondback disparó; la bala arrancó un pedazo de la carrocería pintada de amarillo. El estadounidense ya se disponía a correr tras ellos cuando cayó en la cuenta de que existía un atajo, y subió de un salto a la máquina con intención de pasar a la cabina.

Pero Eddie ya estaba allí.

Se abalanzó sobre él por encima del asiento, y ambos hombres cayeron pesadamente al suelo de la bodega. El revólver se deslizó por el suelo.

Shaban llegó hasta el vaso y lo recogió rápidamente, sintiendo un momento de alivio absoluto al ver que no estaba deteriorado y seguía bien sellado. Corrió de nuevo hacia el buggy arenero. Berkeley se asomó desde su escondrijo; el jefe de la secta le dirigió una mirada torva, y el profesor se retiró de nuevo, asustado.

Eddie asestó a Diamondback un puñetazo… con el brazo que tenía herido, provocándose casi tanto dolor a sí mismo como a su adversario. El estadounidense advirtió que Eddie flaqueaba, y lo asió con fuerza del antebrazo, clavándole los dedos en la herida de bala. Eddie soltó un grito y retrocedió con un movimiento convulsivo, que brindó a Diamondback la oportunidad de apartarlo de una patada. El bulldozer pasó rodando junto a ellos.

Nina se subió a la cabina de la máquina. Retiró de una patada la llave inglesa que sujetaba el acelerador y empujó la palanca de cambios para poner el punto muerto. El bulldozer se detuvo con un traqueteo, muy cerca del incendio que se iba extendiendo en la parte posterior de la bodega. Nina vio que, delante de la excavadora, Diamondback clavaba un codo en el pecho de Eddie. Detrás de estos dos vio que Shaban se subía al buggy arenero; y, más allá, por la puerta abierta de la rampa delantera, vio…

¡El barranco!

Diamondback volvió a golpear a Eddie en las costillas, y se levantó de un salto para buscar su revólver. Estaba delante del bulldozer. Se apoderó de él, se puso de pie y se volvió para pegar un tiro a Eddie…

Pero se quedó petrificado al ver que el buggy arenero se ponía en marcha con chirrido de neumáticos. Iba al volante Shaban, que sujetaba contra el pecho con una mano el vaso canópico.

—¡Sebak! ¡Espérame! —gritó el estadounidense; pero su voz se perdía entre el rugido del viento y de los motores.

Eddie se incorporó hasta quedar sentado. Diamondback se sobrepuso al disgusto de que lo hubiera abandonado su compinche, y apuntó…

Nina empujó la palanca de cambios del bulldozer.

La máquina avanzó de un tirón… y la pala dio un fuerte golpe en la espalda al estadounidense. A Diamondback le salió despedido de la mano el revólver, que fue a aterrizar en la pala de acero de la excavadora. Avanzó hacia Eddie, tambaleándose…, pero cayó de espaldas de nuevo al recibir en la cara el impacto de un puño.

Eddie lo golpeó otra vez, y otra. Diamondback escupió sangre. Eddie, tras encogerse sobre sí mismo para cobrar impulso, asestó a su rival un uppercut en la barbilla que lo hizo caer contra el borde de la pala. Los dientes metálicos le desgarraron por detrás la chaqueta de piel de serpiente.

Pero Diamondback no estaba acabado. Vio su revólver en la pala; intentó cogerlo…

Y subió por los aires cuando Nina levantó la pala de la excavadora.

Con el peso de Diamondback, su chaqueta había quedado bien fijada a los dientes de acero, y el hombre estaba suspendido, impotente. Intentó despojarse de la prenda, pero no podía liberarse los brazos.

Cuando se detuvo el bulldozer, Eddie dio a Diamondback un último puñetazo en el estómago, y miró después hacia proa.

Shaban bajaba por la rampa con el buggy arenero.

El resistente vehículo todoterreno cayó a tierra con brusquedad, y el egipcio se vio impulsado contra su cinturón de seguridad. Consiguió a duras penas mantener el control del vehículo con una mano mientras sujetaba el vaso canópico con la otra. El Zubr le fue ganando terreno durante unos instantes; el borde delantero de la rampa parecía una pala gigantesca dispuesta a recoger limpiamente al buggy… pero Shaban se apartó, dando un brusco giro a un lado. El aerodeslizador pasó junto a él entre su nube de polvo.

Directamente hacia el barranco.

Macy vio que el buggy arenero se apartaba de la nave y advirtió quién era el que lo conducía.

Si Shaban se había escapado, ¿dónde estaban Nina y Eddie? ¿Estarían…?

No. Macy se negaba a aceptar aquella posibilidad. Ellos no la habían abandonado, y ella tampoco los abandonaría a ellos.

Apretando los dientes, redujo a una marcha inferior y pisó el acelerador a fondo. La aguja del radiador estaba en la zona roja; el viejo Land Rover se estaba calentando demasiado, pero conseguía empezar a adelantar al aerodeslizador.

Nina corrió hasta Eddie.

—¿Estás bien? —le preguntó, viendo sus muchas heridas.

—Esto se arregla con un mes de reposo en las Maldivas —dijo él con voz ronca, mientras se aferraba el brazo con la otra mano para cortar la hemorragia.

Haciendo caso omiso de Diamondback, que blasfemaba y pataleaba, Eddie inspeccionó la bodega, y vio la escotilla que conducía a la sala de máquinas de estribor.

—Tenemos que frenar este cacharro —dijo—. Quizá podamos echar algo al motor…

—¡No hay tiempo! —exclamó Nina, señalando con el dedo hacia la rampa delantera—. ¡Nos vamos a caer por un barranco!

—¿Qué? ¡Mierda!

Eddie siguió buscando con más urgencia. El incendio de la rampa posterior era ya pavoroso; y si intentaban saltar desde proa, el aerodeslizador los barrería.

No tenían escapatoria…

Un fuerte golpe metálico los hizo volverse… y vieron que el Land Rover destartalado ascendía marcha atrás, cabeceando, por la rampa delantera. Macy se había puesto delante mismo del Zubr y había dado un frenazo, para que el aerodeslizador se la tragara como una ballena que se traga a una sardina. Volvió a frenar con fuerza, y el todoterreno patinó y quedó con el morro hacia Eddie y Nina. Macy se incorporó en el asiento del conductor, aturdida; pero el desconcierto de su expresión dejó paso a la alegría cuando vio a sus amigos.

—¡Vamos! ¡Subid! —les gritó.

Ambos corrieron hacia el Defender, lleno de orificios de bala.

—¡Logan! ¡Mueve el culo! —gritó Nina.

Berkeley salió de su escondrijo y se precipitó hacia el Land Rover. Todos se amontonaron en el interior del vehículo.

Eddie vio por primera vez, por el portón de proa, el borde del precipicio que se les venía encima. Estaban tan cerca que el Land Rover no tendría tiempo de ponerse a salvo.

—¡A la rampa posterior! ¡Vamos! —gritó.

—¡Está incendiada! —protestó Berkeley.

—¡Vamos!

Macy metió la marcha del Land Rover y dirigió el vehículo entre las dos filas de maquinaria pasada. Vio las grandes llamaradas.

—¡Jesús! —dijo.

—¡Pasa a través! —gritó Eddie.

Diamondback seguía colgado de la pala de la excavadora, pero había conseguido volverse lo suficiente para alcanzar su revólver.

—¡Adelante!

Diamondback apuntó con el revólver a la conductora del Land Rover, mientras el vehículo avanzaba hacia él a toda velocidad.

El miedo le paralizó el dedo sobre el gatillo. Atendiendo únicamente a recuperar su arma, no había visto el barranco al que se iban acercando…, pero entonces lo vio.

Sobreponiéndose al susto, disparó, pero había perdido una fracción de segundo. La bala atravesó el techo del Land Rover, por encima de la cabeza de Macy. El Defender pasó junto a él.

Nina miró atrás.

—¡No lo vamos a conseguir!

El Land Rover estaba diseñado pensando en la solidez, no en la capacidad de aceleración.

—¡Lo conseguiremos! —repuso Eddie, abrazándola con fuerza.

Pasaron ante la última excavadora; las llamas se alzaban ante ellos mientras Macy variaba el rumbo para apuntar hacia la rampa.

—¡Aunque creo que deberíamos bajar la cabeza! —añadió Eddie.

Se agacharon todo lo que pudieron mientras el Land Rover se adentraba en el incendio. Las lenguas de fuego los buscaban con ansia asomándose por las ventanillas rotas.

Alcanzaron la rampa…

El Zubr llegó al barranco.

Cuando el faldón del aerodeslizador se asomó sobre el vacío, una enorme bocanada de aire a presión levantó la arena y las piedras sueltas dejando al descubierto la roca desnuda. Al haber quedado sin sustentación la proa de la nave, el inmenso vehículo dio una sacudida violenta, por el choque del fondo del casco contra el borde de piedra. La nave, todavía impulsada hacia delante por sus tres hélices gigantescas, se bamboleaba como un balancín… hasta que superó el punto de equilibrio. Todo lo que había en su interior y que no estaba fijo o anclado se deslizó hacia delante.

Incluido el bulldozer del que estaba suspendido Diamondback.

Este soltó un alarido cuando la excavadora se empezó a desplazar, chirriando, por el suelo de la bodega. La máquina saltó al vacío y cayó en picado, con Diamondback atrapado en la pala como si fuera un adorno del capó capaz de chillar.

Las treinta toneladas de acero se estrellaron al fondo del precipicio… seguidas de otras quinientas toneladas de metal, o más, del aerodeslizador, que cayeron encima. El Zubr explotó con una detonación que hizo temblar la tierra, y ascendió de sus restos una nube en forma de hongo.

Hacia el Land Rover.

El todoterreno no había alcanzado la velocidad suficiente para contrarrestar el impulso hacia adelante del aerodeslizador cuando saltó de su popa, y había patinado hacia atrás hasta quedar detenido con las ruedas traseras sobre el borde del precipicio. Las ruedas delanteras giraban inútilmente, pues no tocaban el suelo, y la parte trasera del vehículo iba descendiendo…

Aunque el duro aterrizaje había dejado semiaturdida a Nina, esta se hizo cargo del peligro… y se arrojó contra el salpicadero.

El desplazamiento de su peso fue el justo para que la parte delantera del Defender volviera a descender. Las ruedas encontraron agarre y tiraron del vehículo hasta que las ruedas traseras llegaron a tierra firme con una sacudida estremecedora. La bola de fuego que subía del fondo del barranco pasó tras el Land Rover y le incendió una de las ruedas. El todoterreno, todavía sumido en la nube de arena, consiguió avanzar unos diez metros más, hasta que la rueda incendiada reventó. Macy lo detuvo bruscamente.

El polvo se fue asentando. Todos salieron del Land Rover, tosiendo. Berkeley miró a Nina, tembloroso.

—Gracias por haberme esperado —dijo.

—Y tú, gracias por… haber intentado ayudarme, más o menos, supongo —le dijo Nina a su vez, no muy convencida.

Berkeley pareció aliviado y tendió una mano a Nina.

—¿Sin rencor? —le dijo.

Para sorpresa de Macy y de Eddie, Nina le tomó la mano y se la sacudió una vez… y, acto seguido, le dio un puñetazo en la cara.

Berkeley cayó al suelo de culo, aturdido.

—¡Con rencor, la verdad! —le espetó Nina—. ¡Toma eso por haberme vendido antes de ayudarme, hijo de perra!

Eddie contuvo a Nina antes de que pudiera lanzarle otro golpe.

—¿Qué hay de Shaban? —preguntó Macy, buscándolo con la mirada. Pero el buggy arenero se había perdido de vista hacía mucho tiempo.

—¡Mierda! —dijo Nina, volviendo a pensar en temas más importantes que la cuestión de Berkeley—. ¡Shaban se ha llevado el vaso! ¿Cómo vamos a alcanzarlo?

—No podemos —le dijo Eddie—. Nos lleva mucha ventaja… y supongo que podrá llamar a alguien para que lo recoja en helicóptero. Ese buggy tenía teléfono por satélite.

—¿De manera que ha ganado? —preguntó Macy, horrorizada—. ¿Se va a salir con la suya, después de todo lo que hemos pasado?

—No —dijo Nina—. De ninguna manera. Yo no lo voy a consentir.

Se quedó pensativa, mirando en la dirección en la que se había perdido de vista el egipcio.

—Tenemos que volver a Abidos —dijo por fin.

Pareció que tanto Eddie como Macy se disponían a hacer comentarios burlones sobre lo evidente que resultaba el plan de Nina.

—Ni se os ocurra —se adelantó ella—. Dije que teníamos que ponernos en contacto con las autoridades. Pues sigue siendo así.

—En tal caso, más vale que cambiemos esa rueda —dijo Eddie, indicando el neumático trasero incendiado del Land Rover—. Es un camino larguísimo para hacerlo a pie.

El helicóptero egipcio Mil Mi-8 llegaba desde el oeste, y su silueta destacaba sobre el gran disco rojo del sol poniente que rozaba el horizonte. La aeronave levantó un remolino de arena al tomar tierra cerca del Osireión de Abidos. Nina, Eddie y Macy estaban de pie junto al Land Rover destartalado. Berkeley, taciturno, esperaba sentado en el asiento trasero. Todos se protegieron los ojos de la nube de polvo con las manos. Se abrieron las escotillas y saltaron a tierra seis hombres. Cinco eran militares, pero sus uniformes no tenían el color tostado habitual de las fuerzas armadas egipcias. Llevaban los tonos más oscuros, de camuflaje, de una unidad de operaciones especiales.

El sexto hombre era un civil, el doctor Ismail Assad, secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades.

—Doctora Wilde… —dijo cuando llegó al Land Rover.

—Doctor Assad… —respondió Nina a su vez, y volvió la vista hacia la zona del desierto de la que había llegado el helicóptero.

—Algo me dice que, antes de venir aquí, habrá usted echado una ojeada en las coordenadas de GPS que le di por teléfono —dijo al doctor.

—Así es. Era… increíble —dijo este, sacudiendo la cabeza, casi con incredulidad—. Y eso que solo he tenido tiempo de examinar la cámara de entrada. ¿Hay mucho más?

—Mucho —dijo Macy—. Hasta llegar al fondo, donde está la tumba de Osiris.

—Increíble —repitió Assad—. He dejado allí, para custodiar el yacimiento, a un equipo del Escuadrón Especial de Protección de Antigüedades —añadió, señalando a los soldados con un gesto de la cabeza—. El CSA enviará una expedición completa a la mayor brevedad posible.

—Shaban no volverá allí —le advirtió Eddie—. Ya tiene lo que quería.

—Sí; ese vaso canópico del que me ha hablado usted —dijo Assad a Nina—. ¿Lo dice en serio? ¿Cree usted que Shaban va a emplearlo para crear un arma biológica?

—Eso cree él, al menos —respondió Nina—. Y tiene a su disposición los recursos del Templo Osiriano… Bueno, supongo que desde ahora se llamará Templo Setiano. Por lo que vi en Suiza, es posible que lo consiga.

—Puede ser —dijo Assad, frunciendo el ceño—; pero la cuestión de las armas de destrucción masiva se sale un poco de mi terreno. Y, sin pruebas, no puedo solicitar a las autoridades superiores que tomen medidas.

—Pero hay otra cosa que sí entra en su terreno —dijo Nina—. El zodiaco de la esfinge. Estoy segura de que lo tendrá Shaban. Osir lo debió de enviar a Suiza de nuevo. Hasta le tenía preparado un sitio en su colección de recuerdos de Osiris.

—Si Shaban tiene el zodiaco, estaría justificado de sobra tomar medidas —reflexionó Assad—. Al fin y al cabo, es ciudadano egipcio… y a nuestro Gobierno no le gustan nada los ladrones de piezas arqueológicas.

—¿Enviaría usted a estos para que lo extraditasen? —le preguntó Eddie, mirando a los soldados.

—Me temo que no puedo hacer comentarios sobre la cuestión de si el EEPA ha realizado misiones fuera del país —repuso el egipcio, con una sonrisa leve pero significativa.

—Y si, de paso, también descubre usted pruebas de que está elaborando armas biológicas… bueno, entonces tendría que hacer algo al respecto, ¿no? —dijo Nina.

—Supongo que tendría. Pero antes necesitaría pruebas de que Shaban tiene el zodiaco.

Nina miró a Eddie.

—Para eso, habría que volver a entrar en la sede central del Templo Osiriano…

—¿Cómo vais a conseguirlo? —preguntó Macy—. O sea, ya hemos visto ese sitio. Es como una fortaleza… ¡Porque es una fortaleza, tal como suena! Esta vez no os dejarán entrar tranquilamente.

—Puede que no —dijo Eddie, pensativo—. Pero hay otra persona a quien quizá sí dejen entrar…