1
Nueva York
Tres días más tarde
Nina Wilde se despertó trabajosamente, luchando a brazo partido al mismo tiempo con las sábanas que la ahogaban y con la boca pastosa propia de una resaca, para echar una mirada al reloj de la mesilla. Pasaba bastante de las diez de la mañana. «Mierda», masculló; y ya se disponía a reñirse a sí misma por haber dejado que se le pegaran las sábanas… cuando recordó que no tenía que ir a ninguna parte.
Estuvo a punto de arroparse de nuevo con la esperanza de dormirse otra vez; pero le bastó una breve ojeada a aquel dormitorio para que se le quitaran las ganas de seguir allí. Tampoco es que el resto del apartamento estuviera mucho mejor, pero representaba un mal menor. Se puso una camiseta y unos pantalones de chándal, se peinó con los dedos la cabellera revuelta y se dirigió a la otra habitación con paso incierto.
—¿Eddie? —dijo en voz alta, bostezando—. ¿Estás aquí?
No hubo respuesta. Su marido había salido, aunque le había dejado una nota en la pequeña encimera que separaba la zona de la cocina del resto del estrecho cuarto de estar. Como de costumbre, la nota tenía el estilo lacónico de los partes militares: «Voy a trabajar. Llamaré después. Seguramente volveré tarde. Te quiero, Eddie. Beso. P. D.: Nos hace falta leche».
«Estupendo», dijo Nina con un suspiro mientras tomaba el montoncito de cartas que habían llegado con el correo y que estaban junto a la nota. La factura de una tarjeta de crédito, que debía de ser cuantiosa. La factura de otra tarjeta de crédito, que debía de ser mayor todavía casi con toda seguridad. Publicidad, publicidad…
El último sobre llevaba en un ángulo el membrete de una universidad.
Aunque intentó contenerse, atisbó un rayo de esperanza y abrió el sobre con precipitación. Aquello representaba, quizá, el fin de aquella vida miserable que llevaban los dos desde hacía varios meses.
No fue así. Le bastó con ver la palabra lamentamos para saber que se trataba de una nueva carta de rechazo. El mundo académico le había vuelto la espalda. Cuando a uno le ponían la etiqueta de excéntrico, era casi imposible quitársela de encima… incluso cuando resultaba que había tenido razón desde el primer momento.
Nina dejó la carta, se derrumbó en el sofá, que crujió, y soltó un nuevo suspiro. Un enemigo poderoso le había dirigido una campaña de desprestigio que a ella no solo le había costado su trabajo, sino que le había dado fama de extravagante, a la misma altura de los que aseguraban que habían descubierto el arca de Noé, o El Dorado, o al yeti. Los descubrimientos que había realizado, y que habían estremecido al mundo (la Atlántida, las tumbas de Hércules y del rey Arturo) de pronto ya no valían nada, ya que en el ámbito universitario, como en otros muchos, se tendía más bien a la memoria a corto plazo: ¿Qué ha hecho usted por nosotros últimamente?
De manera que, ahora, ella se encontraba sin trabajo, sin perspectivas… y se acercaba peligrosamente a estar sin dinero. No tenía más que a Eddie.
Solo que a Eddie no lo tenía, porque él no estaba casi nunca, por las exigencias de su trabajo.
En un apartamento contiguo empezó a llorar un niño de pecho. Los delgados tabiques apenas amortiguaban el ruido.
—Maldita sea —murmuró Nina, cubriéndose la cara con las manos.
Eddie Chase salió de un edificio con fachada de piedra arenisca, de los característicos del East Side de Nueva York, y echó una mirada a cada lado antes de bajar los escalones hasta la calle.
—Lo he visto —dijo una voz de mujer a su espalda.
Eddie se volvió.
—¿Qué es lo que has visto?
—He visto que mirabas por si había fuera alguien que te pudiera reconocer.
Amy Martin bajó los escalones haciendo ondear su melena oscura, y dio un apretón en la cintura al inglés, que estaba algo calvo ya.
—Qué mono eres.
—Tampoco es cuestión de que esto llegue a oídos de Nina, ¿no? —dijo Eddie a la mujer, más joven que él—. Ya se lo diré yo cuando llegue el momento oportuno. Y tampoco quiero que se entere nadie más.
Amy sonrió.
—Pero esto te divierte. No lo niegues —dijo Amy. Se dirigió al borde de la acera, buscando un taxi—. Entonces, ¿quieres repetirlo mañana?
—Sí, si puedo —le dijo Eddie—. Dependerá de si Grant Thorn me necesita o no.
Amy sonrió de nuevo, sacudiendo la cabeza.
—Todavía no me creo que salgas con una estrella de cine.
—No es que salga con él precisamente. Soy su guardaespaldas, no su amigo del alma. Y él es… bueno, más bien bobo.
—Pero un bobo que tiene un Lamborghini, ¿no? Eso está muy bien.
—Sí, pero no lo aprovecha. Nunca lo lleva a más de quince por hora, porque quiere que todos lo vean al volante del coche.
—¿Le vas a guardar hoy las espaldas?
Se acercaba un taxi; Amy le hizo una seña.
—Sí; voy a recogerlo de aquí a un rato. Quiere comprarse un traje para no sé qué acto benéfico que hay esta noche, y yo tengo que cuidar de él. Como la Quinta Avenida es un sitio tan peligroso…
En el momento en que se detenía el taxi, sonó el teléfono de Eddie. Miró la pantalla: era Nina.
—Bueno, ¡pásalo bien con tus amigotes de Hollywood! —dijo Amy mientras subía al auto.
—Lo intentaré —dijo él, atendiendo la llamada—. Hola.
—Hola —dijo Nina—. ¿Dónde estás?
Eddie se había ido familiarizando de sobra con el tono apesadumbrado de Nina de los últimos meses, pero aquella mañana tenía un cierto toque funesto adicional.
—Estoy… en el gimnasio, con Grant Thorn, nada más.
Una pausa.
—Ah. ¿Cuándo podrás volver a casa?
—¡Hasta mañana! —gritó Amy mientras se ponía en marcha el taxi. Él, un poco molesto, la despidió con la mano.
—Lo siento, no podré volver hasta muy tarde. Voy a estar con él todo el día.
Un segundo ah desilusionado. Después:
—¿Quién era esa?
Eddie echó una rápida mirada de culpabilidad al taxi que se alejaba.
—Una que iba en un taxi.
—¿No estabas en el gimnasio?
—Estoy esperando fuera. ¿Pasa algo malo?
—No, nada —dijo Nina, soltando un suspiro—. No tiene importancia.
—Para mí sí la tiene. Mira, puedo llamar a Charlie, a ver si alguien puede sustituirme.
—No; está… está bien; o sea, ja, ja, nos hace falta el dinero, ¿no? —dijo. Su risa parecía más de desesperación que de humor.
—¿Estás segura? Si quieres, puedo…
—No importa, Eddie. No importa —dijo ella; aunque por su voz parecía que sí importaba, y mucho.
Su teléfono emitió un pitido que le comunicaba que tenía otra llamada. Echó una mirada a la pantalla y vio que era su cliente.
—Lo siento, tengo que cortar. Ah, ¿has visto la nota que te dejé con lo de la leche?
—Sí, la he visto. Te veré cuando vuelvas. Te quiero.
—Yo también te quiero —dijo él mientras desconectaba. Estupendo. Ahora se sentía más culpable todavía por haberle mentido.
Aceptó la llamada entrante.
—¿Diga?
—¡Eh, el amigo Chasete! —dijo Grant Thorn con su voz relajada—. ¿Dónde te habías metido, hombre? Tenías el teléfono comunicando.
—Sí; me había llamado mi mujer.
—La vieja cadena, ¿eh? Es broma, hombre. No quería llamar vieja a tu mujer. Oye, ¿por qué no os invito a cenar a los dos algún día? ¿Qué te parece?
—Puede estar bien —respondió Eddie sin comprometerse, bien seguro de que al actor ya se le habría borrado de la mente todo recuerdo de aquella oferta cuando se vieran en persona—. ¿Todavía quiere que lo recoja en su apartamento?
—Sí. Tengo aquí a una nena; dame veinte minutos para quitármela de encima. Vale, son dos nenas. Que sea media hora. Ah, y ¿me puedes traer un cartón de zumo de naranja? Tengo la boca seca una cosa mala.
—Soy su guardaespaldas, señor Thorn, no su mayordomo —le recordó Eddie.
Puede que su trabajo consistiera en velar por sus clientes, pero eso no significaba que les tuviera que limpiar el culo.
—Quizá pueda pedirle a una de las nenas que vaya a comprarlo.
—¡Ay, tío! ¡No quiero que vuelvan! O sea, están buenas y todo eso, pero cuando has abierto la caja, ya no se admiten devoluciones, ¿entiendes? Mira, tengo aquí quinientos dólares en la cartera. Son tuyos si me traes un cartón de zumo de naranja. Será como un suplemento, ¿eh?
—Veré qué puedo hacer —respondió Eddie, y puso fin a la llamada. Aquella oferta sí que pensaba recordársela a Grant, a diferencia de la de la cena.
Nina estaba sentada ante la mesa del cuarto de estar, taciturna, con un café solo entre las manos. Tenía abierto el ordenador portátil, que esperaba sus órdenes, pero de momento ni siquiera había mirado el correo electrónico entrante.
Tomó un sorbo de café de la taza, a modo de prueba. El café, sin leche, estaba al principio demasiado caliente para bebérselo enseguida. Ahora que se había enfriado, estaba demasiado amargo. Hizo una mueca, preguntándose si sería capaz de acopiar la energía necesaria para ir a la tienda por leche. Cuanto más se lo pensaba, más difícil le parecía.
Sonó su teléfono y la sobresaltó. Lo tomó.
—¿Diga?
—Hola, Nina.
Una voz familiar: el profesor Roger Hogarth, compañero suyo de sus tiempos de la universidad. Habían mantenido algún contacto durante los últimos meses, aunque principalmente por correo electrónico.
—¡Hola, Roger! ¿Qué puedo hacer por ti?
—Tú siempre pensando en el trabajo, ¿verdad? —respondió él en son de riña humorística—. Ahora hablaremos de eso. Pero ¿cómo estás?
—Estoy… bien —dijo ella de manera inexpresiva.
—¿Y el nuevo apartamento? ¿Te empieza a gustar más que cuando te mudaste?
—Mejor no hablemos de eso, me parece.
Una risita.
—Ya veo. No te preocupes; estoy seguro de que las cosas irán a mejor. Cuando menos te lo esperes, probablemente. Y hablando de cosas inesperadas… En primer lugar, ¿recuerdas que yo quería reunirme con Maureen para quejarme de ese ridículo espectáculo de feria que ha montado en la esfinge?
—¿Sí? —dijo Nina, sintiendo una punzada de ira solo por oír aquel nombre. Ya había tenido bastantes motivos para no apreciar a la profesora Maureen Rothschild, aun antes de que dicha mujer se hubiera convertido en uno de los principales artífices de la caída en desgracia de Nina.
—Pues bien, accedió a verme por fin. Mañana, precisamente.
—¿De verdad? Estupendo.
—Tuve que emplearme a fondo para convencerla, como te puedes figurar. Pero, por desgracia, la segunda cosa inesperada es que… no puedo ir.
—¿Por qué no?
—He resbalado en la escalera, y ahora estoy aquí sentado con el pie vendado como una momia.
—¿Estás bien? —le preguntó ella, preocupada.
—No es más que un esguince, gracias a Dios. Pero ¡qué ridículos son los peligros de la vejez! Cuando yo era joven, practicaba el salto con pértiga y el salto de altura, y no me doblé nunca ni un dedo del pie. ¡Ahora, me caigo dos palmos y estoy de baja una semana!
Soltó un tchs de consternación.
—Entonces, ¿qué vas a hacer con lo de Maureen?
—Pues bien, te llamaba por eso. Tenía la esperanza de que fueras en mi lugar.
—¿Lo dices en serio? —dijo Nina, sorprendida—. ¡Si fue ella la que me despidió!
—Vale, sí que puede ser… violento. Pero lo que está haciendo ella es una parodia de lo que es la arqueología. Me parece que cada vez que enciendo el televisor están poniendo un anuncio de ese circo.
—Sí; los he visto —murmuró Nina. Los anuncios de la apertura en directo del Salón de los Registros habían sido constantes durante las dos últimas semanas, y a Nina le irritaban más a cada repetición.
—Eso no es ciencia, es un mercantilismo descarado. Y si allí no hay nada, nos salpicará a todos los demás profesionales de la arqueología, que quedaremos por tontos. Aunque no creo que vaya a servir para cambiar nada, alguien tiene que decir estas cosas a Maureen, por lo menos.
—¿Y quieres que se lo diga yo? Lo siento, Roger. Maureen Rothschild es una de las personas a las que tengo menos ganas de ver del mundo.
Hogarth hizo una pausa.
—Lo comprendo —dijo por fin—. Ya había pensado que seguramente no querrías; pero tenía que intentarlo. Una persona de tu nivel tendría más posibilidades de hacerle captar el mensaje.
Nina intentó contener su amargura.
—Ahora mismo no tengo un nivel demasiado alto para nadie.
—No te infravalores, Nina —dijo Hogarth, con un tono de riña que esta vez era más serio—. Una carrera profesional no termina por un tropiezo. Yo mismo he tenido unos cuantos.
—Pero no a la altura del mío.
—Ay, bueno —dijo Hogarth con un suspiro, dándose por vencido—; será cuestión de rezar por que todo este asunto no desemboque en un desastre.
—Esperémoslo. Que te mejores, Roger.
—Gracias. Y estoy seguro de que las cosas también mejorarán para ti.
Nina se despidió y colgó, soltando un suspiro triste. El café se había quedado frío, pero ahora estaba todavía menos animada que antes a salir del apartamento.
Grant Thorn cumplió su palabra y dio a Eddie quinientos dólares por un cartón de zumo. Cuando Eddie llegó al apartamento del Upper West Side, las dos nenas ya se habían marchado aunque, o bien a una se le había olvidado recoger su minúsculo tanga rosa del salón de Grant, o el actor tenía un fetichismo que no querría que llegara a oídos de la prensa del cotilleo.
Fuera como fuese, a Eddie tampoco le importaba: su trabajo consistía simplemente en evitar que Grant sufriera ningún daño físico. Cuando a Nina y a él los habían despedido de la AIP, Grant había buscado trabajo recurriendo a su amplia lista de contactos, tanto de su carrera militar en el Servicio Aéreo Especial, cuerpo de élite británico, como por su trabajo posterior como guardaespaldas y agente de seguridad autónomo. Sus posibilidades habían estado limitadas porque no estaba dispuesto a pasar mucho tiempo lejos de su nueva esposa; pero, por último, un amigo lo había puesto en contacto con un hombre llamado Charlie Brooks que tenía una agencia de protección personal para los ricos y los famosos de Nueva York. Los trabajos podían ser a horas intempestivas, pero al menos Eddie ganaba lo justo para que Nina y él salieran adelante.
Aunque habían tenido que prescindir de ciertas cosas, Eddie sospechaba que volvería a oír hablar de la mayor de todas cuando llegase a su casa; pero, de momento, estaba atendiendo a su trabajo. Grant acababa de gastarse en un traje italiano más de lo que ganaba Eddie en un mes entero cuando estaba en la AIP, y la salida de tiendas no había terminado, ni mucho menos.
—Vale; ya tengo ropa para el acto del alcalde de esta noche —dijo el actor, mirándose en un espejo y haciéndose un ajuste milimétrico en el pelo engominado antes de encaminarse a la salida.
Eddie le abrió la puerta y se adelantó discretamente para comprobar que no había ningún problema en potencia en la Quinta Avenida. No los estaba esperando ningún admirador enloquecido ni ningún crítico de cine enfurecido.
—Entonces, vamos a ver… Ahora, a Harmann’s.
—No es su estilo habitual —comentó Eddie. Aunque los trajes de esta sastrería estaban tan lejos de su presupuesto como la ropa de la tienda de la que acababan de salir, Eddie sabía que eran bastante más tradicionales.
—Necesito algo que ponerme mañana, tío —le explicó Grant—. Uno no conoce a un líder religioso todos los días.
Eddie hizo un gesto de extrañeza; hasta entonces, no había visto la más mínima indicación de que su protegido tuviera nada de espiritual.
—No sabía que estaba por aquí el papa.
—No es el papa, tío. ¡Mejor que eso! ¡Es mi hombre, Osir!
—¿Quién?
—¡Jalid Osir! El del Templo Osiriano, ya sabes.
—¿Esa secta?
Grant dio muestras de sentirse ofendido por primera vez desde que Eddie lo había conocido.
—¡No es una secta, tío! Es una religión de verdad; a mí me ha cambiado la vida. ¿Quieres seguir joven para siempre? Ellos te pueden ayudar a conseguirlo.
Se llevó las dos manos al rostro bronceado, de belleza blanda.
—Yo tengo veintinueve años, ¿no? Pues no he envejecido ni un día desde que tenía veintisiete. ¿Qué más pruebas necesitas, hombre?
—Tiene razón, supongo —dijo Eddie sin perder la compostura. Grant daba muestras de que se le pasaba el enfado.
—Entonces, esa… religión es cara, ¿eh? —preguntó Eddie.
—¡No! ¡No! No es ninguna estafa. Puedes donar lo que quieras. Y si quieres comprar sus materiales, es cosa tuya.
—¿Sus materiales?
—Ya sabes…, las cosas con las que te enseñan a seguir el camino de la vida eterna. Libros, DVD, suplementos dietéticos, tarros de arena de Egipto auténtica… esos trastos tan impresionantes, como pirámides pequeñas, que cargan de energía el aire de la habitación…
—Entiendo —dijo Eddie, que veía confirmadas sus sospechas acerca de los fines de la secta.
—Mañana voy a una reunión; tengo invitación vip. Me han avisado con poco tiempo, pero no me lo pienso perder por nada. Llegar a conocer a Osir en persona es como… como para una persona corriente conocerme a mí. ¡O a Jesucristo! Va a ser genial.
—Hablando de gente corriente… —dijo Eddie, conteniendo el sarcasmo.
Había divisado a tres mujeres jóvenes, con aspecto de ricas, que habían visto a la estrella de cine y soltaban grititos de gusto. Se plantó ante Grant para cerrarles el paso.
—Creo que podré hacerme cargo de esto, tío —dijo Grant, sonriente. Eddie se apartó, pero sin dejar de vigilar de cerca mientras las mujeres se acercaban haciendo sonar los zapatos Jimmy Choo.
—¡Hola, señoras! ¿Qué tal?
Una de las mujeres parecía al borde del sofoco y se daba aire con un bolso pequeño de Gucci, mientras las otras dos bombardeaban a Grant con alabanzas sobre su última película, refiriéndose más concretamente a la escena en que aparecía sin más ropa que unos calzoncillos.
—¿Nos podemos hacer una foto? —le preguntó una, extrayendo de su bolso un teléfono caro.
—Desde luego —dijo Grant—. ¿Puedes hacer los honores, tío?
Eddie tomó el teléfono e hizo un par de fotos mientras el trío de mujeres se apiñaba alrededor del actor. Parecieron encantadas con el resultado; dieron las gracias a Grant y se marcharon, ocupadas ya en enviar las fotos a todos sus contactos. La estrella las inspeccionó con la mirada mientras se alejaban e hizo un gesto de aprobación.
—Maldita sea; tenía que haberles pedido los números de teléfono, por si querían salir a tomar algo.
—¡Eh! —dijo alguien.
Los dos se volvieron y vieron a dos hombres. Uno era un tipo corpulento de veintitantos años, con el pelo engominado y que llevaba puesto un polo con el cuello levantado; el otro era más pequeño y con más aspecto de debilucho, y se refugiaba detrás del primero.
—Eres Grant Thorn, ¿verdad?
A Eddie le bastó con ver la sonrisilla burlona del grandullón para saber lo que iba a pasar: iban a insultar a su cliente. El hombre quería impresionar a su amigo y marcharse con una anécdota que podría contar con orgullo en el bar durante los años venideros. Se adelantó, mientras Grant respondía:
—¿Sí?
—Eres una birria, hombre —dijo el grandullón. Su sonrisilla se ensanchó—. Eres una verdadera birria jodida. Esa película tuya última, Nitroso… Vaya mierda. Yo la vi en copia pirata, y todavía me quedaron ganas de pedir que me devolvieran el dinero.
Grant tenía el rostro petrificado con una sonrisa falsa y tensa.
—Y te diré una cosa más —dijo el hombre, satisfecho por haber logrado provocarlo. Levantó una mano con intención de clavar un dedo en el pecho de Grant.
Eddie intervino.
—Baja esa mano, amigo —dijo con voz tranquila a la vez que fría.
El del polo estuvo a punto de clavar el dedo a Eddie, pero se contuvo al apreciar la mirada intimidatoria del inglés.
—¿Qué pasa? ¿Me vas a hacer algo? —dijo.
—Solo si tú quieres.
En el rostro del joven se reflejó la duda, y terminó por retroceder, seguido de su amigo.
—Jo, qué mayor, escondiéndose detrás de un guardaespaldas —dijo en voz alta mientras se alejaban—. ¡Sigues siendo una birria, Thorn!
—¡Mariquita! —añadió su amigo, aunque en voz no muy alta.
Eddie siguió vigilándolos hasta que estuvieron a una distancia prudencial de su cliente. Después, se volvió hacia Grant.
—¿Quiere que los identifique?
Grant, consternado, negó con la cabeza.
—Uf. Algunas personas… no tienen respeto. Gracias, hombre.
—Me dedico a esto, señor Thorn —dijo Eddie, encogiéndose de hombros.
—Eso es.
Se pusieron en marcha de nuevo.
—Claro que… yo mismo podría haberle plantado cara…
Eddie profirió una leve exclamación de incredulidad.
—No, tío, ¡en serio! Antes de rodar Fuerza de temporal, fui a un cursillo de entrenamiento. Como las academias para especialistas de cine, ¿sabes? Pasé una semana entera aprendiendo a disparar, a conducir deprisa y a luchar al estilo krav magá. Imponente.
—¿Una semana entera? —dijo Eddie—. Estoy impresionado.
Grant no captó su sarcasmo.
—Para seguir en la cumbre, tienes que ser bueno —dijo.
Continuaron bajando por la Quinta Avenida. El actor siguió llamando la atención de la gente hasta que llegaron a Harmann’s. Para alivio de Eddie, solo se encontró con admiradores.
—¡Ah de la casa! —dijo Eddie al entrar en el apartamento—. ¿Cómo van las cosas? —añadió, alzando la voz para hacerse oír entre el sonido del televisor.
Tuvo su respuesta al ver una botella de vino vacía en sus tres cuartas partes.
—He tenido épocas mejores —respondió Nina.
—Estás bebiendo demasiado —la riñó Eddie mientras colgaba la chaqueta—. ¿Por qué está tan fuerte la tele?
—Porque es mejor que oír niños que lloran, o a la pareja de al lado, que vuelve a discutir, o la música que pone a todo volumen ese imbécil con cara de mono del piso de abajo. Odio este apartamento.
Se acurrucó, metiendo la barbilla entre las rodillas.
—Odio este edificio. Odio este barrio. ¡Odio todo este maldito municipio!
El barrio de Blissville, en el municipio de Queens, estaba encajonado entre la autopista de Long Island, un cementerio y un río gris y triste bordeado de edificios industriales deteriorados; y apenas cabía pensarle un nombre más impropio que el que tenía2.
Eddie tomó el mando a distancia y bajó el volumen del televisor.
—Ay, vamos, Queens tampoco está tan mal. Puede que no sea Manhattan, pero al menos sigue siendo Nueva York. Podría haber sido peor; podríamos haber tenido que mudarnos a Nueva Jersey —añadió, intentando dar una nota de humor.
No dio resultado.
—No tiene gracia, Eddie —gruñó Nina—. Mi vida es una porquería total y absoluta.
Volvió la vista hacia la carta que estaba en la encimera.
—Esta mañana he recibido otra carta de rechazo. Además de las trescientas diecisiete que tenía ya. Mi carrera ha terminado. Dalton y esos otros canallas se encargaron de ello. Me han convertido en un hazmerreír, Eddie, ¡en un jodido hazmerreír! Siempre que salgo me parece que la gente me mira y piensa: «Mira, es esa tía loca que se cree que ha encontrado el jardín del Edén». Nadie me toma en serio.
—¿Y a quién coño le importa lo que piensen los demás? —replicó Eddie—. Si no los conoces, si no los vas a volver a ver, ¿por qué te tiene que importar? Hoy, en la Quinta Avenida, un pipiolo ha soltado a Grant cuatro frescas; pero él no se ha dejado estropear el día. Ni la vida.
—Entre él y yo hay una cierta diferencia, Eddie —dijo Nina—. Él es estrella de cine y millonario. Yo… no soy nada.
—Calla —dijo Eddie con firmeza—. No empieces con eso otra vez. Sí que eres algo, y lo sabes de sobra. Y del presidente Dalton ya nos ocupamos. Ahora es él el jodido hazmerreír. Tuvo que dimitir, y ya no nos puede hacer nada más.
—Ya hizo bastante.
Un largo suspiro; la melancolía le caía encima de nuevo como un manto húmedo.
—No voy a poder trabajar nunca más en arqueología.
—Sí que podrás.
—No podré, Eddie.
—Dios, si se supone que aquí el pesimista soy yo…
Eddie abrió la nevera y encontró un hueco en el lugar donde esperaba ver un cartón.
—¿Has comprado leche?
—No; se me olvidó.
—¿Cómo? —exclamó Eddie, cerrando la nevera de golpe—. ¿Cómo se te ha podido olvidar? Te dejé una nota.
—No he salido.
—¿Que no has…?
Eddie alzó las manos al cielo.
—Hay una tienda a la vuelta de la esquina, pero ¿ni siquiera te has podido dignar ir hasta allí porque te has pasado todo el día lamentándote y viendo la televisión?
—No he estado lamentándome —dijo Nina, sintiendo una punzada de rabia a través del manto—. ¿Es que crees que lo paso bien con todo esto?
—Lo que sí sé es que yo no.
A Nina no le gustó su tono.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¡Quiero decir que no me gusta ver deprimida a mi mujer!
—¿Y qué quieres que le haga yo? —le espetó ella, poniéndose de pie—. ¡Me han quitado todo a lo que me dedico!
Señaló con una mano el televisor, en el que aparecía la cara de la Gran Esfinge: un nuevo anuncio de la apertura en directo.
—Y, además, estas chorradas sensacionalistas, para restregármelo por la cara. ¡Eso no es arqueología como es debido, es un montaje publicitario! Y yo no soy la única que pienso así. Ha llamado por teléfono Roger Hogarth. Quería ir a las Naciones Unidas para cantarle las verdades a Maureen Rothschild; pero no puede ir, y me pidió que fuera yo en su lugar.
—¿Y qué le has dicho tú?
—Le he dicho que no, evidentemente.
—¿Qué?
No era, ni mucho menos, la primera vez que Eddie oía sus protestas acerca de aquella excavación en Egipto, y ya estaba harto.
—¡Joder, Nina! Si tanto te fastidia, ¿por qué no haces algo al respecto?
—¿Como qué?
—¡Como decir a Maureen Rothschild que lo que está haciendo es una mierda! En vez de quedarte aquí sentada, sintiendo lástima de ti misma y quejándote cada vez que sale ese condenado anuncio. ¡Quéjate a ella! ¡Ahora que tienes la oportunidad, vete a las Naciones Unidas y dile a esa vieja bruja con todo detalle lo que piensas de todo esto!
—Está bien —exclamó Nina, más que nada para hacerlo callar y quitárselo de encima—. ¡Lo haré! Llamaré a Roger y le diré que he cambiado de opinión.
—¡Bien! ¡Por fin! —dijo Eddie. Se dejó caer en el sofá, cuyos muelles crujieron. Después de unos momentos de silencio, alzó la vista hacia ella—. Lo siento —dijo—. No pretendía enfadarme. Es que no me gusta nada verte así.
—A mí tampoco me gusta nada estar así —respondió ella, sentándose a su lado—. Es que…
—Ya lo sé —dijo él, rodeándola con un brazo—. Pero ¿sabes una cosa? Tú y yo formamos un equipo bastante bueno. Lo arreglaremos juntos. De alguna manera.
—Sería más fácil si pasaras más tiempo aquí. ¡Como si las cosas no fueran lo bastante malas de por sí, apenas puedo pasar una tarde con mi marido! Estoy yo sola, con episodios viejos de CSI Miami —dijo, señalando la imagen de colores sobresaturados que aparecía en el televisor—. Te veo tan poco que empiezo a sentir, hum… cierto apego hacia David Caruso.
—¿Qué? Vale, ¡tengo que pasar más tiempo en casa, desde luego!
Soltó un bufido, y acarició a Nina en el cuello.
—Mira, voy a hablar con Charlie —dijo—. Puede que tenga clientes a los que no les guste salir de noche.
—Entonces no les hará mucha falta un guardaespaldas, ¿no? Y nos hace falta el dinero.
—El dinero me toca los cojones —dijo Eddie con firmeza—. Tú eres más importante. Mañana tengo que pasarme el día entero con Grant Thorn otra vez; pero ya pensaré algo.
—Entonces, ¿me voy a quedar sola con Caruso otra vez? Tendré que comprarme más pilas.
Eddie hizo una mueca humorística de repugnancia.
—Dios, ya estás haciendo bromas tan groseras como las mías.
—Bueno, ¿no dicen que los casados acaban pareciéndose el uno al otro?
Nina consiguió esbozar algo parecido a una sonrisa, y echó una ojeada hacia la puerta del dormitorio.
—Y ¿sabes? Hay otra cosa que se supone que hacen las parejas casadas. Hace días que…
—Me encantaría —dijo él, frotándose los ojos—, pero estoy hecho polvo, de verdad. Y si mañana tengo que cuidar de Grant hasta Dios sabe qué hora, tendré que dormir bien esta noche.
—Ah —dijo ella, intentando disimular su desilusión—. Bueno, a lo mejor mañana por la mañana, ¿eh? Para cargarme las pilas antes de ir a las Naciones Unidas.
—Tengo… que trabajar —dijo él, bostezando ostentosamente para justificar sus evasivas—. Grant se quiere comprar un traje para no sé qué acto religioso de mañana.
—Teniendo en cuenta lo aficionado que es a las fiestas, no lo habría tomado por una persona religiosa.
—No es una religión de verdad; es una secta idiota. Se llama el Templo Osiriano.
A Nina le sorprendió la coincidencia.
—¿Ah, sí? Vaya. Son copatrocinadores de la excavación en la esfinge.
—Pues, entonces, seguro que no les va mal. Hay muchos tontos con dinero.
—Hay cosas que no cambian nunca.
Eddie sonrió y se puso de pie.
—Quiero darme una ducha antes de que nos acostemos. ¿Estás bien?
Nina volvió a hundirse en el sofá.
—De momento, sí. A largo plazo… no lo sé.
—Ya saldrá algo —la tranquilizó él—. Estoy seguro.
—¿Cómo estás tan seguro?
Él no encontró respuesta.
2 Blissville, «Villa Felicidad». (N. del T.).