16
Cuando Eddie irrumpió en la sala de juego, los dos hombres que montaban guardia al otro lado de la puerta reaccionaron al percibir la conmoción. Eddie hizo retroceder a uno de un puñetazo, pero el segundo se abalanzó sobre el alborotador con intención de inmovilizarlo…
Pero, de pronto, cayó de bruces al suelo, con un golpe sonoro. Eddie entró en la sala saltando sobre él y se encontró con Macy, que estaba al otro lado de la puerta y tenía todavía adelantado un pie, con el que había puesto la zancadilla al empleado.
—Gracias —le dijo Eddie moviendo los labios en silencio.
Macy se dispuso a seguirlo, pero él negó firmemente con la cabeza y le indicó por señas que se perdiera entre el público antes de que nadie se diera cuenta de que estaban juntos. Ya le resultaría bastante difícil huir del casino a él solo.
Macy se retiró, contra su voluntad, mientras Eddie corría por la sala entre los jugadores sobresaltados. Tras él, Shaban chillaba órdenes y los otros dos guardaespaldas de Osir lo perseguían con fuertes pisadas. Los dos empleados que estaban apostados en la puerta que daba al patio acudieron también a cerrar el paso a Eddie, sorteando las mesas de juego. Eddie llegaba a la puerta principal… pero entonces irrumpió por ella el personal de seguridad del casino, todavía charlando por los walkie-talkies. Todas las zonas de juego estaban muy vigiladas con cámaras para detectar los posibles fraudes, ya fuera por parte de los jugadores o de los propios empleados; se había dado la alarma a la primera señal de una alteración del orden.
Eddie estaba acorralado. Tenía que producir una distracción…
Una mujer con el uniforme de los empleados del casino llevaba una bandeja de fichas a una mesa de ruleta. Eddie corrió hacia ella… y propinó una patada a la bandeja. El contenido saltó por los aires y cayó sobre las mesas próximas como una granizada multicolor.
Aquello desencadenó inmediatamente la confusión.
Cada ficha valía entre unos pocos euros y decenas de miles… y todos los presentes se abalanzaron inmediatamente a apoderarse de estas últimas. Una mujer soltó un grito cuando el hombre que estaba a su lado la hizo caer de su taburete, y se oyó un estrépito de vidrios al derribarse un carrito de bebidas. Una crupier de blackjack chilló al ver caer su mesa con una nueva lluvia de fichas, que se dispersaron por el suelo. Los dos guardaespaldas quedaron atrapados entre el mar de manos codiciosas.
El alboroto, que era casi un tumulto, también había separado a Eddie de los guardias de seguridad… y de las salidas. Apartó a la multitud a empujones en busca de una nueva vía de escape.
—¡Atrapad a ese canalla! —rugió Diamondback, irrumpiendo en la sala con otro guardaespaldas de Osir. Llevaba la pistola en la mano, y la rabia le hacía olvidar toda idea de guardar las apariencias.
Eddie seguía avanzando con dificultad. Golpeó con el pie algo sólido. Era una botella de champán, del carrito derribado. Se agachó a recogerla para usarla a modo de garrote (siempre sería mejor que ir desarmado), y vio acto seguido una vía despejada que le permitiría salir de entre aquella turba, enloquecida por el dinero: por debajo de una mesa de ruleta.
Rodó bajo la mesa y siguió avanzando de rodillas con toda la prisa posible, mientras arrancaba con las manos el papel de plata y desataba el alambre que sujetaba el corcho de la botella. Oyó a su espalda unos gritos en francés en el sentido en que los guardias de seguridad le habían perdido la pista. Surgió de debajo de la mesa y se levantó de un salto.
El guardaespaldas de Osir apartó con brutalidad de su camino a un hombre, que soltó un quejido. Diamondback lo seguía de cerca. Cuando los dos hombres rodearon la mesa de ruleta e iban a caer sobre Eddie, este empujó el corcho con el dedo…
¡Pop!
El corcho salió despedido de la botella, seguido de un surtidor chispeante, y dio al guardaespaldas de lleno en un ojo. El hombre chilló, llevándose una mano al ojo, mientras el champán lo bañaba. Diamondback intentó apartarlo a un lado, extendiendo el brazo sobre el hombro del guardaespaldas y apuntando…
Eddie le arrojó la botella, que seguía soltando champán. Acertó con la base en el revólver de Diamondback, que salió despedido y cayó en la mesa de ruleta. El arma rebotó en el tapete verde y aterrizó en el pozo de la rueda, donde quedó contenida por el cerco de madera de la parte superior.
Diamondback soltó un gruñido y empujó al guardaespaldas semicegado hacia Eddie, que vaciló al caerle encima el hombre; después, se lanzó en plancha sobre la mesa para recuperar su Colt. El arma, que giraba con la ruleta, quedó fuera de su alcance. Diamondback avanzó impulsándose con un codo; volvió a adelantar la mano…
Eddie arrojó a un lado al guardaespaldas y se abalanzó, también él, sobre la mesa, clavando un codo en el espinazo del otro hombre.
Diamondback aulló de dolor; la mano le tembló, y no fue capaz de alcanzar el revólver cuando este le pasó cerca con un nuevo giro de la ruleta. Eddie asió a Diamondback y lo arrastró hacia atrás de un tirón, alejándolo de la rueda; acto seguido, le dio un puñetazo en la cabeza y se arrojó él mismo hacia el arma.
Cerró la mano en el vacío: el revólver había seguido girando.
Recibió en el cráneo el golpe de un puño, que lo cegó momentáneamente. El revólver Python volvió a pasar cerca de ambos. Diamondback asestó a Eddie un nuevo golpe en la nuca, estampándole la cara contra el tapete de juego. Antes de que Eddie hubiera tenido tiempo de volver la vista de nuevo, su adversario giró sobre sí mismo, le dio una patada en el costado y lo hizo rodar, apartándolo de la rueda de la ruleta entre una lluvia de fichas.
Diamondback afirmó con fuerza contra el tapete una de sus botas de vaquero y se impulsó hacia adelante por la mesa. Dejó caer una mano en la ruleta y la detuvo bruscamente.
Eddie vio que Diamondback cerraba la mano por fin sobre el revólver. El estadounidense, con su patada, había alejado a Eddie demasiado como para poder darle un puñetazo eficaz. Eddie necesitaba urgentemente un arma para alcanzarlo.
La raqueta del crupier…
La tomó y golpeó con ella a su rival. La raqueta se partió en dos.
El mango del instrumento era de madera blanda, pintada de negro. Diamondback le dedicó una mirada burlona: apenas había notado el golpe. Hizo girar el revólver en la mano hasta tener apuntado a Eddie…
Eddie le clavó en la ingle la punta del mango roto de la raqueta.
Aquello sí que lo notó Diamondback, que lo miró con ojos desencajados. Eddie vio la oportunidad; lo asió de las solapas escamosas y le asestó en la cara un cabezazo como un golpe de martillo pilón. Acto seguido, le arrancó el revólver de la mano y se puso de pie sobre la mesa para otear el entorno.
El desorden se había extendido a la totalidad de la sala; algunas personas intentaban huir, mientras otras acudían aprisa de los rincones más apartados con la esperanza de apoderarse de alguna ficha antes de que hubieran desaparecido todas.
Alguien gritó al ver el revólver. Eddie miró a su alrededor.
Entraban corriendo más vigilantes de seguridad. Tenía que salir de allí. Pero estaban cubiertas todas las puertas de salida.
Solo le quedaban las ventanas.
Bajó de la mesa de un salto y corrió hacia la puerta que daba al patio. Un vigilante se interpuso ante él; no tardó en cambiar de actitud en cuanto vio dirigirse hacia él el cañón del revólver. Pero Eddie no tenía ninguna intención de disparar. Aunque hubiera contado con algo más de seis tristes balas, no estaba dispuesto a abrirse camino a tiros en un edificio lleno de turistas inocentes. Rodeó una mesa de dados y alzó la vista al techo ricamente adornado, del que colgaban las lámparas de araña…
De detrás de una hilera de máquinas tragaperras apareció otro de los hombres de Osir. Eddie hizo un quiebro justo a tiempo de evitar que el hombre le hiciera un placaje; pero el guardaespaldas corpulento consiguió asirlo de la cintura. Los dos siguieron corriendo; Eddie lanzaba codazos a la cabeza del hombre, pero el matón no lo soltaba, empeñado en estrellarlo contra el primer obstáculo sólido que se encontrasen.
Y este resultó ser otra máquina tragaperras que estaba justo por delante de ellos. Eddie, en vez de intentar esquivarla, pasó el brazo con fuerza sobre el cuello del hombre y se encaminó directamente hacia la máquina. El guardaespaldas comprendió demasiado tarde sus intenciones e intentó detenerse, pero Eddie había dado la vuelta a la situación y lo arrastraba hacia una colisión muy dolorosa…
La pantalla de vídeo de la máquina se hizo pedazos al chocar contra ella de cabeza el guardaespaldas. Eddie retrocedió mientras saltaban chispas por el orificio… y mientras la máquina, haciendo sonar una alegre musiquilla, dejaba caer en la bandeja una cascada de fichas.
—Te ha tocado el especial, camarada —dijo Eddie al hombre, que había quedado inconsciente.
Estaba a unos doce metros de la ventana acortinada más próxima… y a unos diez de un trío de guardias de seguridad que se dirigían hacia él con fuertes pisadas. Sirviéndose del cuerpo caído del guardaespaldas a modo de escalón, subió hasta la repisa superior de la hilera de máquinas tragaperras y corrió por ella. Los guardias intentaron agarrarlo de las piernas cuando pasó velozmente a su lado, pero no pudieron evitar que Eddie diera un gran brinco desde la última máquina y se colgase de una araña.
Osciló con la lámpara hacia la ventana, acompañado de un tintineo armonioso de cristales.
Las cortinas se descolgaron y envolvieron a Eddie en su caída, sirviéndole de envoltorio protector contra los vidrios rotos. Como iba a ciegas, llegó al suelo sufriendo un duro golpe y rodó sobre sí mismo varias veces. A su alrededor caía una lluvia de fragmentos de cristal agudos.
Eddie se desembarazó de las cortinas y se puso de pie, dolorido. Los asistentes a la fiesta lo miraban boquiabiertos.
—No se preocupen por mí —dijo con voz ronca—. Venía a ver el…
Vio entonces el monoplaza verde y dorado que estaba en el centro del patio, con el motor todavía encendido al ralentí. El piloto, semilevantado, intentaba enterarse de lo sucedido mirando por encima del alerón trasero.
—… el coche —concluyó Eddie.
Corrió hacia el vehículo. El piloto lo miraba, confuso. Eddie lo reconoció: era un finlandés llamado Mikko Virtanen.
—Perdona, camarada —dijo Eddie, sacándolo de la cabina de un tirón.
Se echó el revólver al bolsillo y saltó al compartimento estrecho, donde quedó tendido en posición, casi paralelo al suelo.
—¡Buena suerte en la carrera! —dijo a modo de despedida.
Los técnicos del equipo, que se habían quedado paralizados, reaccionaron al ver que robaban el coche a su piloto estrella y corrieron hacia él; pero Eddie ya había tirado de la palanca para desembragar. Pulsó el mando del volante para meter la primera… y pisó el acelerador.
La reacción del coche no se parecía a nada que hubiera conocido él hasta entonces. Sin casco ni protectores para los oídos, el rugido del motor era casi ensordecedor, y el fuerte acelerón le hizo golpear con la cabeza el arco antivuelco, que no estaba acolchado, con tanta fuerza que vio las estrellas.
La gente saltaba para evitar a Eddie cuando este los apuntaba con el morro de su vehículo; una de las enormes ruedas delanteras rozó una mesa y envió una lluvia de canapés a los cuatro vientos. Eddie apuntó hacia la calle y cerró los ojos cuando chocó contra la valla ligera…
Osir salió corriendo del salón de baile, seguido por Nina, justo a tiempo de ver cómo el monoplaza rompía el cordón y salía a la plaza del Casino.
—Zarba! —exclamó Osir, casi sin aliento—. ¡Detenedlo! ¡Que alguien lo detenga!
Shaban y Diamondback salieron a toda prisa del casino. Este último, ensangrentado, empuñó su segundo revólver Colt y apuntó con él al coche; pero un chillido frenético de Osir le contuvo el dedo con el que ya apretaba el gatillo.
—¡No! ¡Aquí no! ¡Seguidlo! ¡Vamos, Sebak!
Después de obsequiar a Nina con una mirada furiosa, Shaban echó a correr tras el coche, seguido por Diamondback y por uno de los guardaespaldas de Osir. Los miembros de la seguridad del casino irrumpieron en el patio, pero llegaban demasiado tarde para hacer nada, aparte de moverse de un lado a otro sumidos en la confusión. Macy apareció en la puerta, pero Nina le ordenó con un gesto que volviera a entrar en el casino.
Osir se volvió hacia Nina.
—¡Tu marido acaba de robar un coche de carreras de un millón de dólares!
—Sí —replicó ella, fingiendo estar igualmente enfurecida—. Es otra costumbre suya que también me saca de quicio: ¡no respeta para nada las cosas de los demás!
Osir sacudió la cabeza con desánimo.
—Al menos, no es más que el coche de demostración —dijo—. Y no llegará lejos, ya que no es piloto profesional.
Eddie había tardado poco tiempo en darse cuenta de que pilotar un coche de carreras era muchísimo más difícil de lo que parecía. Era como si el acelerador, duro y pesado, enviara instantáneamente a las ruedas traseras varios centenares de caballos de potencia al menor roce, haciendo que la parte trasera del vehículo diera grandes bandazos. Al estar fríos los neumáticos, y al ir demasiado despacio como para que los alerones generaran fuerza de agarre, aquello era semejante a conducir sobre una pista de hielo.
Peor todavía: aunque ya estaba en la pista donde se celebraban las carreras, en aquellos momentos estaba abierta al tráfico general… y el tráfico general le venía de frente. Iba por el circuito en sentido contrario. Para colmo, como iba sentado tan cerca del suelo, tenía a la altura de la vista los haces de luz de los faros de los coches, que lo deslumbraban.
Dio un volantazo y esquivó por poco el morro monolítico de un Bentley, pero un extremo del alerón delantero rozó el guardarraíles del borde de la calzada y saltó en fragmentos de fibra de carbono, agudos como hojas de afeitar. Eddie forcejeaba con el volante, procurando avanzar en línea recta sin atender a la batería de faros que le lanzaban destellos desenfrenados de advertencia. Llegó a la Avenue d’Ostende y bajó por la cuesta hacia el puerto. Ya iba por una vía de doble sentido, pero tampoco le servía de mucho, ya que por allí había más tráfico todavía. Se le venía encima la parte trasera de un Range Rover; frenó, y se deslizó hacia adelante en la cabina al bloquearse las ruedas. Notó que el motor amenazaba con calarse, y volvió a pisar el acelerador. Demasiado fuerte.
El coche dio un salto hacia adelante, y Eddie se llevó un nuevo golpe en la cabeza. El otro lado del alerón delantero se destrozó contra la rueda trasera del Range Rover, y los fragmentos se incrustaron en la goma.
Eddie se apartó de un volantazo del gran todoterreno, mientras a este le reventaba el neumático y caía sobre la llanta de aleación.
—¡Perdone!
Pero los trozos de fibra de carbono también habían deteriorado el neumático del propio monoplaza, cuya rueda delantera se bamboleaba mientras Eddie sorteaba a otro coche. Estaba perdiendo el poco control que había tenido. Y entre el ruido ensordecedor del motor oía otra cosa… Sirenas. Venía la policía. No les costaría mucho trabajo localizar su coche entre los demás vehículos.
Tenía que llegar al puerto antes de que lo alcanzaran. Los demás vehículos casi le impedían ver la calle que tenía por delante, pero distinguía lo justo para advertir que llegaba al fondo de la cuesta. Y recordó, por las retransmisiones que había visto por televisión, que allí estaba la primera curva después de la salida.
Una curva cerrada.
—Ay, mierda —jadeó.
Aunque iba en primera, circulaba a casi ochenta por hora, sorteando en zigzag el tráfico hacia la curva de Sainte Devote. Y en la curva misma, que en circunstancias normales era un cruce muy transitado, había mucho tráfico.
Creyó ver una vía despejada; apuntó el vehículo hacia ella…
Con un fuss de nitrógeno a alta presión, el neumático delantero dañado saltó de la llanta.
El monoplaza patinó y quedó casi perpendicular a la marcha, hasta que su rueda trasera golpeó a un Ferrari y el vehículo de Eddie salió despedido a través del cruce haciendo locas piruetas. Eddie lo veía todo borroso, pero advertía que un guardarraíles se le iba acercando más a cada vuelta.
Se preparó para el golpe…
El coche chocó de costado contra el guardarraíles, y las partes de su carrocería diseñadas para absorber los impactos quedaron aplanadas. Rebotó hacia el cruce, girando todavía sobre sí mismo, despidiendo restos. Los coches hacían bruscas maniobras para evitar aquel montón de chatarra que giraba. Una camioneta grande patinó y se dirigió en línea recta hacia el coche de Eddie…
Ambos vehículos se detuvieron a la vez. El coche de carreras tenía el morro encajado bajo el parachoques delantero de la camioneta.
Eddie se incorporó soltando un quejido. El golpe contra el borde de la cabina le había dejado el hombro como si se lo hubieran golpeado con un bate de béisbol. Pero el diseño de seguridad del monoplaza había cumplido su misión: Eddie podría salir del choque por su pie. Aunque fuera cojeando. La cabeza le daba vueltas. Salió de la cabina y se orientó. El largo arco de la recta de salida y meta se extendía hacia el sur. Hacia el puerto.
—C’est James Bond! —gritó alguien.
Eddie se dio cuenta de que había atraído a una multitud, lo cual no era de extrañar que sucediera cuando un hombre vestido de esmoquin destrozaba un Fórmula 1 en pleno Mónaco.
El conductor del Ferrari contemplaba horrorizado la gran abolladura que había sufrido su coche en un costado.
—¡Mande la factura a la escudería Osiris! —le gritó Eddie, antes de correr hasta el espacio abierto más próximo entre las barreras. Se abrió camino entre los curiosos y se perdió de vista entre la multitud mientras llegaba el primer coche de policía.
—¿Que ha destrozado el coche? —decía Osir, consternado. Shaban acababa de llamarle por teléfono para darle novedades—. ¿Lo habéis encontrado?
La respuesta fue negativa.
—Entonces, ¿lo ha atrapado la policía, al menos?
La misma respuesta.
—Vaya, ¡maravilloso!
Aunque a Nina le resultaba difícil disimular su júbilo, dijo con desprecio:
—Ese hombre destroza todo lo que toca… Las relaciones de pareja, las vidas…, los coches de carreras…
—Ahora entiendo por qué te quieres librar de él —dijo Osir por lo bajo, antes de seguir con su conversación telefónica.
—Sí, me vuelvo al Barca Solar. Sí; con la doctora Wilde. No, yo… Sebak, no quiero volver a oírte hablar de eso. Llévate a toda la gente que puedas. La policía también lo estará buscando; escucha su radio. Quiero que lo encuentren.
Oyó la respuesta de Shaban.
—Solo si es absolutamente necesario —dijo a su vez—. No quiero más problemas con las autoridades esta noche. Atrapadlo y llevadlo al yate.
—¿No lo vais a matar? —le preguntó Nina cuando puso fin a la conversación.
—Esto ya va a ser difícil de explicar de por sí —respondió Osir, indicando los restos de la fiesta—. ¡No quiero encender la televisión y ver en el telediario que se llevan detenido a Sebak por haber asesinado a tu marido!
—Entonces, ¿qué vais a hacer con Eddie cuando lo encontréis?
—El Mediterráneo es muy grande, y muy profundo.
—Ah… estupendo. Así me ahorraré un abogado para el divorcio.
Osir rio con frialdad.
—Bueno, creo que la fiesta ha terminado —dijo—. No sé si el zodiaco estará preparado ya, pero bien podemos ir a enterarnos. Déjame unos minutos para que me despida de la gente.
Se acercó a hablar con un grupo de personas, tan lleno de cordialidad como si se la activara a voluntad con un interruptor. Nina aprovechó para acercarse a la puerta. Vio a Macy entre los curiosos y le indicó por señas que se acercara.
—¿Dónde está Eddie? —le preguntó Macy—. ¿Está bien?
—De momento. Se escapó… en un coche de carreras.
Macy sonrió.
—Su marido es un tipo bastante impresionante, ¿sabe?
—Sí, yo prefiero creerlo así —dijo Nina.
Volvió la vista hacia el patio. Osir seguía enfrascado en su conversación.
—Mira, aunque te parezca raro, este es seguramente el sitio más seguro para ti —dijo a Macy—. Shaban y su amiguito han salido a buscar a Eddie, y Osir va a llevarme al yate para ver el zodiaco.
—Estupendo; pero ¿qué hago cuando cierre este sitio? Aun suponiendo que quedaran habitaciones de hotel libres, yo no podría tomar ninguna. ¡Eddie tiene mi pasaporte!
—Eso no es precisamente lo que más me preocupa ahora, Macy.
Una nueva mirada atrás. Osir la estaba buscando.
—Ya se te ocurrirá alguna cosa —siguió diciendo Nina—. Pero me tengo que marchar. Si ni Eddie ni yo podemos ponernos en contacto contigo, hay un hotel al otro lado de la plaza. Espéranos en el vestíbulo; vendremos a buscarte.
Aquella situación no contentaba a Macy, pero esta asintió con la cabeza.
—Buena suerte, doctora Wilde —dijo—. Tenga cuidado.
—Tú también.
Nina volvió a adentrarse en el patio y se acercó a Osir.
—¿Estás preparado para marcharnos?
—Viene el coche a llevarnos al puerto —respondió Osir—. Tendrá que dar un rodeo. ¡Parece que ha habido un accidente de tráfico en Sainte Devote! —añadió, dirigiendo al resto de sus compañeros una sonrisa de complicidad.
La broma provocó algunas risas patibularias.
Osir tomó a Nina del brazo y entró con ella en el casino. Mientras los vigilantes se apartaban para dejarlos pasar, Macy se coló en el patio, y se retiró aprisa de las puertas antes de que la detectara el personal del casino. La fiesta se iba deshinchando, desde que su centro de interés principal se había perdido de vista entre una nube de humo de neumáticos quemados.
Pero Macy observó otro centro de interés: un hombre rubio, apuesto, con un mono de piloto de carreras, que hablaba agitadamente con otros dos hombres mayores. Supuso que era el piloto, y se acercó a él caminando airosamente.
—¿Qué ha pasado?
Virtanen le echó una rápida ojeada… y la miró con más atención al percibir que era una mujer joven y hermosa que no iba colgada del brazo de ningún hombre maduro patrocinador del equipo.
—Ha sido terrible —contó con tono lúgubre—. Me robó el coche… ¡un hombre que llevaba una pistola! Yo intenté detenerlo, pero se escapó.
Sus compañeros levantaron los ojos al cielo, pero no quisieron llevar la contraria a la estrella del equipo.
—¡Dios mío! ¿Estás bien?
—Unos rasguños. Mañana podré pilotar, sin duda. Pero creo que me vuelvo ya al hotel. A menos… que quieras tomarte algo conmigo antes —propuso a Macy con expresión sugerente.
—Con mucho gusto —respondió ella con una gran sonrisa.