7

El pozo descendía más de seis metros hasta llegar a un túnel con paredes de piedra, en leve pendiente. Nina se cercioró de que no hubiera nadie esperando al fondo antes de dejarse caer. Hacia el norte, el túnel estaba bloqueado con arena compacta, pero habían excavado la arena hacia el sur para reabrir un pasadizo que llevaba miles de años sin utilizarse. Había bombillas eléctricas, colgadas del techo cada cinco metros, que se perdían de vista. Hacia la esfinge.

El plano que había enseñado Macy a Nina resultaba ser exacto. El Salón de los Registros tenía dos entradas: una al este, la que iban a abrir dentro de poco los del equipo de la AIP, y otra al norte, reservada para los monarcas. Los únicos que conocían la existencia de esta última eran los conspiradores del Templo Osiriano… y Berkeley no había buscado ninguna otra vía de entrada. Como tenía que cumplir un plazo exigente, y estaba deslumbrado por las estrellas, se había precipitado hacia el objetivo más evidente, sin plantearse siquiera que pudiera existir otro.

Era un error que podía costar caro.

Eddie cayó de un salto junto a ella. Olisqueó.

—Huele como si estuvieran cortando piedra.

Nina percibió un tenue olor a quemado.

—¿Es eso a lo que huele?

—Sí. Un verano trabajé en el taller de unos marmolistas. Cortaban las lápidas con sierras eléctricas. Olía así.

—¿Te dedicaste a hacer lápidas para tumbas? Cada día aprendo algo nuevo sobre ti.

Eddie sonrió.

—Soy el hombre del misterio, amor.

Macy bajó de la escalera dando un saltito y miró a su alrededor con asombro.

—Ay, Dios mío. ¡Esto es impresionante! —dijo.

Frotó la arena que cubría una pared y dejó al descubierto la piedra, más oscura.

—Granito rosado, probablemente de Asuán. Esta entrada debía de ser, sin duda, solo para faraones. Era demasiado cara para que la usara nadie más.

—Veo que entiendes de lo tuyo —dijo Eddie.

—¡Claro que sí! —asintió Macy. Después, un poco más tímidamente, añadió—: Bueno, al menos de cosas egipcias. En lo demás no estoy tan fuerte… ¿Podemos seguir ya?

—Detrás de mí —dijo Eddie con firmeza, situándose ante ella—. No sabemos lo que hay aquí abajo.

Cuando habían bajado unas dos terceras partes del túnel encontraron una cosa, un generador de gasolina, cuyo tubo de escape estaba canalizado hasta la superficie. Justo después del generador, el pasadizo mostraba claras señales de deterioro: el techo estaba apuntalado con gruesas vigas de madera.

—Parece que está a punto de hundirse —dijo Eddie, mientras pasaba con precaución bajo las vigas.

Nina miró con más detenimiento.

—Puede que ya se haya hundido; parece que tuvieron que reconstruir el techo para pasar. Han debido de estar trabajando aquí durante semanas enteras. ¿Qué haces?

Macy había levantado la cámara fotográfica.

—Estoy recogiendo pruebas de todo.

—¡Aquí no puedes usar el flash! ¡Podrían verlo!

—¡Ya lo sé, caray! Estoy tomando vídeo.

La muchacha manipuló los mandos del aparato y grabó unas vistas del techo. Eddie y Nina seguían adelante.

—¡Eh! ¡Esperen!

Eddie se aproximaba al final del pasadizo. Unos pilares con la superficie incrustada de arena, entre la cual se apreciaban tallas ornamentales, señalaba la entrada de una cámara. Allí resonaba con más fuerza el ruido chirriante de la sierra eléctrica.

Se asomó a la sala. En lugar de bombillas en el techo, había bancos de focos potentes montados sobre sólidos trípodes, que iluminaban la mitad occidental de una gran sala rectangular. No se veía a nadie, pero el ruido procedía de más allá de un orificio abierto en la pared occidental, por donde se veían más luces. Eddie entró, e indicó por señas a Nina y a Macy que lo siguieran.

Nina apenas podía contener su asombro.

—Dios mío —susurró, contemplando las dos hileras de pilares cilíndricos que transcurrían a lo largo de la sala, los símbolos que cubrían también las paredes, las hileras de nichos con recipientes de barro cocido cubiertos con tapas para proteger los rollos de papiro que contenían…

El Salón de los Registros. Hasta hacía poco se había creído que no era más que un mito; pero ahora era completamente real. Y ella era una de las primeras personas que entraban en él desde hacía milenios.

Pero no era la primera. Los aparatos modernos que se veían entre los restos antiguos daban buena muestra de ello. Junto a la entrada había un bloque grande montado sobre gatos hidráulicos con ruedas; era la piedra que había sellado la entrada, que los ladrones volverían a poner en su lugar cuando hubieran terminado. El suelo estaba lleno de polvo, surcado de múltiples rastros de huellas de botas.

—Vaya, vaya —dijo Eddie, al ver sobre un banco de trabajo próximo a la entrada una prenda que le resultó familiar—. Eso lo conozco.

—Yo también —dijo Nina al ver la chaqueta de piel de serpiente. Dirigió la vista más atrás, entre las sombras del extremo oriental de la cámara. En el muro del fondo había otros pilares que indicaban la situación de la otra entrada, aquella por la que accederían Berkeley y su equipo.

Mientras tanto, Macy fue al otro extremo de la sala, pasando ante un compresor que traqueteaba y una caja eléctrica. De ellos salían cables y una manguera que entraban por el corto pasadizo que conducía a la cámara siguiente. Macy ya se disponía a entrar por el pasadizo cuando Eddie le hizo señas de que volviera atrás.

—Aquí.

Eddie se dirigió a una apertura oscura que estaba justo enfrente de la entrada de los faraones.

Nina fue a reunirse con él. Advirtió por el camino que casi no había ninguna huella en la zona entre la entrada y la siguiente cámara iluminada. A los ladrones solo les interesaba una parte concreta del Salón de los Registros, y habían despreciado por completo el resto.

—¿Qué hay ahí? —preguntó.

—Cosas egipcias —dijo Eddie; y Nina hizo una mueca sarcástica—. Pero creo que da un rodeo y llega al otro lado. Veo algo de luz al fondo.

Sacó una pequeña linterna de bolsillo y recorrió la nueva sala con su haz de luz. Aunque esta cámara era menor que aquella en la que estaban, contenía la misma riqueza de conocimientos antiguos. Pero esta segunda sala había sufrido daños, quizá a causa de un terremoto; una columna se había hundido parcialmente y habían quedado grandes trozos dispersos por el suelo.

Eddie entró. Nina lo siguió. Tras ella pasó Macy, cámara en mano. Un rectángulo de luz tenue en el muro oeste señalaba la entrada de una cuarta cámara. Al pasar a esta, vieron la parte trasera de otro banco de focos en la salida, que estaba en el ángulo noroeste. Entraron en la nueva cámara y se deslizaron a lo largo de la pared hasta las luces, que iluminaban unos escalones.

Nina se asomó alrededor del trípode. Los anchos escalones de piedra ascendían… Comprendió, con un estremecimiento de emoción, que conducían hasta el interior del cuerpo de la propia esfinge. La sala superior se había labrado en el corazón mismo de la gran estatua.

Y oyó voces, entre el ruido de la maquinaria eléctrica.

—¿Qué haces? —le preguntó Eddie, cuando Nina intentó adelantarlo.

—Quiero ver lo que hay allí arriba.

—Sí…, ¡para que te vean ellos a ti!

—No; no me verán…, estarán demasiado deslumbrados por esas luces.

Eddie frunció el ceño, pero la dejó pasar.

La cámara en la que había estado a punto de entrar Macy antes estaba al otro lado de la base de la escalera, y dentro había más soportes con luces. Las huellas polvorientas de pisadas salían de esta sala y subían por las escaleras. Nina se asomó a ver lo que había en la parte superior… y sintió una nueva subida de adrenalina por la emoción del descubrimiento.

Combinada con el miedo.

En la cámara superior se veía a varias personas, y pudo reconocer al hombre de Nueva York que, según Macy, se llamaba Diamondback, a pesar de que no llevaba puesta la chaqueta de piel de serpiente. Vio también a Hamdi, que hablaba con alguna otra persona que quedaba fuera del estrecho campo de visión de Nina. Pero todos atendían a lo mismo que había captado en primer lugar la atención de ella.

Estaba en el techo. Era un zodiaco, un mapa de las estrellas de casi dos metros de diámetro, en el que estaban talladas en piedra las constelaciones, con las formas de los antiguos dioses egipcios. Nina conocía la existencia de otros (había uno en el Museo del Louvre, en París); pero, a diferencia de ellos, este conservaba la pintura original que le habían aplicado sus creadores.

Pero ya no estaba completo. Lo habían desmantelado; lo habían profanado. Solo quedaba en el techo una parte, una sección de forma aproximadamente triangular que transcurría desde el borde sur hasta un poco más allá del centro. Nina veía con claridad el perfil circular de la superficie de donde habían retirado el resto; habían tallado con sierras eléctricas la piedra que rodeaba el zodiaco, y después habían cortado las piezas del techo con cuidado y con precisión. Un hombre con gafas protectoras, máscara y orejeras de seguridad estaba desmontando la última pieza con una radial eléctrica.

Otro hombre con máscara trabajaba también en el techo, pero con herramientas mucho más sencillas: un martillo y un escoplo. Nina se quedó extrañada al principio, pero pronto comprendió lo que hacía el hombre: tallaba muescas en las superficies de corte perfectamente planas que había dejado la sierra. Tenía que eliminar todo indicio de que hubiera estado allí el zodiaco, y para ello debía dar al círculo de piedra caliza recién dejado al descubierto el mismo aspecto irregular del resto del techo. Entre tantos tesoros que se encontrarían en el Salón de los Registros, nadie prestaría ninguna atención a una parte del techo que estaba descolorida. Nina reconoció que la operación se estaba llevando a cabo con ingenio… a pesar de lo mucho que le repelía.

El hombre al que hablaba Hamdi se adelantó y quedó visible para Nina. Esta lo reconoció por la foto.

Sebak Shaban.

Advirtió también que Macy no había exagerado nada al describir la cicatriz que tenía este en la cara, pues le dominaba toda la parte derecha del rostro, desde el labio superior hasta el lóbulo de la oreja. No pudo evitar un estremecimiento al pensar en el dolor que habría tenido que soportar el hombre. Pero no por ello sintió simpatía hacia él. No dejaba de ser un ladrón que estaba robando uno de los mayores tesoros arqueológicos del mundo.

El chirrido de la radial se apagó, y su operario hizo señas a un tercer hombre. Era Gamal, que había ayudado a sacar el cajón de la tienda. A Nina ya no le quedaba duda de lo que contenía aquel cajón: una pieza del zodiaco. Como era imposible sacar aquel gran mapa de piedra de una sola vez por el estrecho pozo vertical, habían tenido que cortarlo en partes más manejables.

Teniendo esto en cuenta, y en vista del cuidado con que desmontaban la última pieza para no dañarla, cabía pensar que los ladrones planeaban volver a montar el zodiaco. Quizá se pudiera volver a restaurar.

Pero para ello era indispensable atrapar a los conspiradores.

—Déjame la cámara —susurró a Macy, que le pasó el aparato—. ¿Qué hay que hacer para grabar vídeo?

—Solo hay que apretar el botón, y volver a apretarlo cuando se quiera parar.

—De acuerdo.

Nina sostuvo la cámara por delante del banco de luces y empezó a grabar, observando la imagen en la pantalla LCD del aparato. Para su disgusto, Shaban y Hamdi se habían vuelto para mirar el zodiaco, y solo se les veían las nucas.

—¡Volveos, maldita sea! —dijo entre dientes con rabia. Si conseguía grabar una imagen clara de sus rostros, les esperaría la cárcel por mucho tiempo.

Eddie se adelantó sigilosamente hasta colocarse junto a Nina, y se esforzó por oír lo que decían los hombres. Hablaban en árabe; Eddie entendía algunas palabras, pero no las suficientes como para seguir el hilo de la conversación.

—¿Eso es el zodiaco? —preguntó.

—Lo que queda —respondió Nina.

Y la última pieza no tardaría en desaparecer. Gamal colocó bajo la pieza un soporte compuesto de un marco de barras acolchadas montadas sobre un gato neumático. Accionó un mando, y resonó por toda la cámara el silbido penetrante del aire comprimido mientras el gato se extendía poco a poco. Hamdi se tapó los oídos con los dedos y se apartó, saliendo del campo de visión de la cámara.

Shaban seguía atento al gato. El marco ascendió hasta que estuvo muy cerca del zodiaco, y después redujo su velocidad y siguió avanzando a pasos minúsculos hasta que las almohadillas entraron en contacto con la antigua talla. El silbido del gato hidráulico cesó, para ser sustituido enseguida por el quejido de la radial con que el hombre de la máscara empezó a seccionar de nuevo la piedra. Ahora que el gato sostenía la última pieza del zodiaco, ya podían terminar de cortarla del techo sin peligro. Diamondback dijo algo a Shaban, y ambos hombres se apartaron y se perdieron de vista. Nina soltó una maldición. Pero, al menos, la cámara ya estaba recogiendo con claridad el zodiaco en el momento mismo en que lo robaban. Era de esperar que aquello bastara para convencer a las autoridades egipcias.

Hubo un movimiento que la obligó a refugiarse de nuevo en la sala a oscuras. Bajaba por las escaleras un hombre musculoso, de raza blanca y cabellos grises muy cortos. Llevaba algo que parecía ser una motosierra, aunque con gruesos dientes que la distinguían de los instrumentos de trabajo habituales de los leñadores: era una herramienta especializada para cortar piedra. El hombre, mientras descendía, iba recogiendo y enrollando el cable eléctrico de la motosierra, y fue siguiéndolo hasta adentrarse en la cámara iluminada.

—Parece que están a punto de darse el piro —susurró Eddie cuando el hombre se hubo perdido de vista.

—Seguramente deberíamos hacer otro tanto nosotros —dijo Nina.

Puso fin a la grabación y se retiraron a través de las dos cámaras oscuras; pero tuvieron que detenerse en la entrada que conducía a la primera sala.

—Jodienda… —murmuró Eddie.

El hombre estaba comprobando los gatos hidráulicos que sujetaban la losa de piedra.

—Podríamos pasar corriendo y darle esquinazo —propuso Macy.

—Sí; pero si lleva pistola, seremos un blanco fácil en ese túnel. Tenemos que salir sin que nadie nos vea.

Pero esto no tardó en parecer todavía más difícil. Diamondback entró tranquilamente en la cámara de entrada, limpiándose el polvo de la barba. El ruido de la radial cesó, y sonó en su lugar el silbido del gato que descendía. Al cabo de poco rato, Gamal y el otro hombre entraron en la sala con otro cajón, seguidos de cerca por Shaban y Hamdi.

—¿Es todo? —preguntó Diamondback—. Entonces, ¿qué se hace ahora?

—Ahora, lo recogemos todo —dijo Shaban. Consultó su reloj y señaló la entrada oriental—. Tenemos un poco más de cinco horas hasta que los de la AIP abran esa puerta. Lorenz, ¿cuánto tiempo se tardará en sellar la entrada de los faraones?

El hombre de cabellos grises, que estaba mirando los gatos, levantó la vista.

—Cuando lo hayamos sacado todo, cosa de una hora para volver a dejar el bloque en posición —dijo, con acento holandés.

—No puede quedar ni una huella de pisada —dijo Hamdi, mirando con nerviosismo los rastros que surcaban el suelo polvoriento.

—No quedará —dijo Shaban, indicando unas bombonas que estaban junto al compresor—. Limpiaremos los suelos con aire comprimido. Para cuando entren los de la AIP, ya se habrá asentado el polvo.

Hizo una seña con la cabeza al hombre que estaba junto a Gamal.

—Broma, ponte a ello.

—Mierda —susurró Eddie—. Vamos a tener que salir corriendo, después de todo. En cuanto vuelvan a subir a recoger su equipo, nos largamos por pies.

Esperaron en la oscuridad mientras Broma empezaba a borrar con ráfagas de aire comprimido las huellas más apartadas. Los otros hombres se apartaron de las nubes de polvo que se iban levantando.

—¿Nos arriesgamos? —dijo Nina.

—Todavía sigue ese tipo junto a la puerta —dijo Eddie observando a Lorenz, quien comprobaba los gatos—. Cuando se aparte…

De pronto, Broma dejó de trabajar y se quedó mirando con extrañeza el suelo, cerca de la entrada de la cámara que estaba a oscuras. Eddie comprendió el motivo inmediatamente.

Había visto las huellas de los tres, recién imprimidas en el polvo.

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás! —susurró enérgicamente Eddie.

Broma siguió las nuevas huellas hasta la entrada. Se asomó a las tinieblas, esforzándose por ver.

Eddie y Nina se tiraron al suelo tras uno de los fragmentos de la columna rota. Macy se agazapó tras un trozo de piedra más pequeño, mientras Broma inspeccionaba el suelo a la luz de una linterna. Dirigió la luz a uno de los rastros de huellas y lo siguió.

Era el que conducía al escondrijo de Macy.

Esta, asustada, se agachó todavía más… haciendo crujir bajo la suela de su zapato un fragmento pequeño de piedra. Aunque solo había sido un leve roce, había bastado para sobresaltar a Broma. El haz de luz de la linterna se dirigió a la columna caída. El hombre dejó la bombona de aire comprimido… y sacó un cuchillo.

Macy se quedó paralizada. La luz iba iluminando una parte cada vez mayor de la columna a medida que avanzaba el hombre… hasta que este encontró a la joven que se ocultaba detrás.

El cuchillo subió bruscamente…

¡Crack!

Eddie había golpeado a Broma en la cabeza con una pieza de alfarería de cinco mil años de antigüedad, que saltó en pedazos. El hombre cayó de rodillas ante la piedra que había servido de escondrijo a Macy y Eddie le asestó una patada en la nuca, estrellándolo de cara contra la piedra. Broma cayó al suelo sin sentido.

En la cámara de entrada, Shaban volvió la cabeza bruscamente al oír aquel ruido.

—¿Broma? —llamó.

No recibió respuesta. Hizo una seña a Lorenz.

—Ve a ver.

Lorenz tomó un pico y se dirigió aprisa a investigar.

Nina se puso de pie de un salto.

—Vamos —dijo Eddie, asiendo a Macy de la mano y siguiendo rápidamente a Nina hacia la otra puerta.

Lorenz entró en la sala y vio la linterna caída de Broma… y, junto a ella, el cuerpo sin sentido de su dueño. Alarmado, miró a uno y otro lado y percibió sobre el rectángulo tenue de luz al fondo de la sala el paso de unas siluetas que huían.

—¡Eh!

—¡Mierda! —exclamó Nina.

Atravesó corriendo la sala oscura contigua; pasó junto al trípode con el banco de luces y echó una mirada escalera arriba. En la cámara del zodiaco no había nadie; pero por allí tampoco había salida. Corrió, más bien, a la última cámara, un depósito de registros menor, con cuatro columnas que sostenían el techo, iluminado con dos soportes más con bancos de focos. En la pared oriental había una abertura que conducía de nuevo a la cámara de entrada.

Vio por la abertura a Gamal, que corría hacia ella con un martillo en la mano. Nina retrocedió, y estuvo a punto de chocarse con Eddie al pie de las escaleras.

—¡Por aquí está cerrado el paso!

—¡Por allí también! —exclamó Macy, señalando hacia atrás a Lorenz, que se les venía encima.

—¡Arriba! —gritó Eddie, subiendo las escaleras de tres en tres. Nina y Macy lo siguieron a toda prisa.

Gamal y Lorenz llegaron a la vez al pie de las escaleras y se apresuraron a subir por ellas para alcanzar a sus presas acorraladas… Pero volvieron a bajar con más prisa todavía, perseguidos por Eddie, que empuñaba la sierra radial chirriante.

—¡Vamos, jodidos! —vociferaba, mientras corría tras ellos hasta la sala iluminada—. ¿Quién quiere probar esto?

Estaba claro que Gamal no quería probarlo, pues no dejó de correr hasta que llegó a la cámara de entrada; pero Lorenz se volvió a hacer frente a Eddie. Le lanzó un golpe con el pico, intentando arrancarle de las manos la radial. Eddie retrocedió bruscamente y, en un nuevo golpe, la punta afilada del pico le pasó peligrosamente cerca de la cabeza.

—¡Huy!

El disco giratorio de la radial producía un efecto giroscópico por el que resultaba todavía más difícil manejar aquel aparato grande y pesado. Eddie apartó de sus pies el largo cable de la radial y la alzó, observando cuidadosamente los movimientos de Lorenz mientras los dos hombres se acechaban mutuamente, moviéndose en círculo.

Lorenz se adelantó y le lanzó un golpe.

Eddie esquivó el pico de metal y levantó la sierra radial. Sonó un breve ¡shhht! mientras el disco del aparato cortaba en dos sin esfuerzo el mango del pico, cuya cabeza salió volando a través de la sala. Eddie, incomodado, soltó un gruñido. Él había apuntado a las manos de Lorenz.

Pero había conseguido el efecto deseado. Lorenz soltó el cabo del mango y se retiró rápidamente a la cámara de entrada. Eddie volvió la vista hacia Macy y Nina.

—¡Creo que tengo esto controlado! —gritó, para hacerse oír entre el ruido de la sierra giratoria—. Vosotras dos, disponeos a correr, y yo… ¡Ay, mierda!

Vio por el pasadizo a Diamondback, que estaba junto al banco de trabajo, se había puesto su chaqueta de piel de serpiente y sacaba del interior un revólver; ¡pero el peligro más inmediato era Gamal, que volvía corriendo hacia ellos, empuñando la motosierra!