9
–Estas personas no son más que unos vándalos y unos ladrones. ¡Habría que meterlos en la cárcel veinte años!
En la voz de Hamdi había ira, pero también se apreciaba un fondo de miedo. Y a Nina no le extrañaba nada: si las autoridades egipcias descubrían alguna prueba de su participación en el robo del zodiaco, sería a él a quien le esperarían veinte años de cárcel.
Por desgracia, Nina no contaba con esas pruebas; al menos, no tenía ninguna que pudiera presentarse ante un tribunal. Cuando Eddie, Macy y ella salieron del interior de la esfinge y los detuvieron, los que estaban encargados de hacer algo al respecto no tenían ni idea de qué hacer, y recurrieron, en último extremo, a llevarlos al Ministerio de Cultura para que dieran explicaciones, mientras Hamdi y Berkeley ejercían de fiscales improvisados y bastante estridentes.
Lo que sí tenían, no obstante, eran pruebas fehacientes de que, en efecto, alguien había llegado al Salón de los Registros antes que la AIP. La grabación de la cámara de Macy se había copiado a un ordenador, y ahora podía verse en una pantalla grande de televisión en el despacho del ministro. La imagen estaba congelada; se veía la última sección del zodiaco todavía en el techo, y a Shaban y a Hamdi de pie ante ella. Por desgracia, con el brillo de los focos de la sala del zodiaco, los hombres apenas resultaban visibles más que como siluetas.
—Los que robamos allí no fuimos nosotros —dijo Nina—. Eddie y yo llegamos al país ayer por la mañana. Pero el trabajo de excavar el túnel ha debido de durar varias semanas. Como se llevaba a cabo allí mismo, en el complejo de la esfinge, habrá tenido que contar con la complicidad de alguien en Guiza. ¿No le parece a usted? —preguntó por fin, mirando fijamente a Hamdi.
El ministro, hombre anciano, de cara larga, llamado Malakani Siddig, examinaba una fotografía.
—El muerto, este tal Gamal, estaba encargado de la seguridad del lugar —dijo—. Creo que podemos suponer prudentemente que trabajaba para los ladrones.
—Fue un error recurrir a una empresa de seguridad privada —reflexionó el doctor Ismail Assad, secretario general del Consejo Supremo de Antigüedades—. Deberíamos haber hecho venir al ejército… o quizá, incluso, al Escuadrón Especial de Protección de Antigüedades.
Eddie juntó mentalmente las iniciales.
—¿El EEPA? Suena bien —comentó.
—Es más probable que Gamal anduviera tras los pasos de la doctora Wilde y su banda, y que lo asesinaran cuando intentó detenerlos —dijo Hamdi.
Hasta el propio Berkeley recibió esta teoría con incredulidad.
Assad hojeó más fotos de los materiales que habían tenido que dejar abandonados los ladrones.
—Esta operación era demasiado amplia para que la llevaran a cabo entre un hombre, una mujer y una niña.
—Yo no soy una niña —protestó Macy.
Nina le dio un toque en el brazo acompañado de un ¡chist!, y siguió diciendo:
—Estaban implicadas al menos diez personas: los seis hombres que aparecen en el vídeo, además de los guardias de la obra y los que estaban en la puerta del complejo. Probablemente fueran más. Si se proponen investigar a todos los que estaban en Guiza y podrían estar implicados, yo le recomendaría que empezara por arriba —concluyó, mirando fijamente a Hamdi de nuevo.
—¡Esto es intolerable! —gritó Hamdi—. ¡Quieren implicarme a mí para desviar la atención de sí mismos!
—Parece que tienes la voz un poco tomada, camarada —dijo Eddie.
—Se diría que alguien le ha dado un golpe en la nariz —observó Nina—. ¿Dónde habrá sido? Es curioso… Aquí tengo una magulladura con forma de nariz… —añadió, mirándose los nudillos.
—Señor ministro —gruñó Berkeley—, a la doctora Wilde y a su marido deberían acusarlos, como mínimo, de entrada ilegal y daños en un yacimiento arqueológico.
Miró a Nina con rabia.
—No has sido capaz de dejarme disfrutar de mi momento, ¿verdad? —le dijo—. No. Has tenido que echarlo todo a perder, para poder ser tú el centro de atención y quedarte con toda la fama.
—Ay, Logan, no seas crío —le replicó Nina, cortante.
Assad se recostó sobre el respaldo de su butaca.
—Doctor Berkeley, antes hay que investigar otros delitos más importantes —dijo, señalando la imagen del zodiaco—. Han robado un tesoro nacional precioso… ¡delante de sus narices! La gente se preguntará cómo es posible que usted no se enterara de que se estaba excavando un segundo túnel delante mismo de usted.
—O incluso pueden preguntarse si lo sabía —dijo Siddig, en son de amenaza velada.
Berkeley dio muestras de consternación.
—Pero… ¡claro que no lo sabía! ¿Por qué iba a echar por tierra mi carrera, y arriesgarme a ir a la cárcel?
—La gente se arriesga a todo tipo de cosas por una cantidad suficiente de dinero —dijo Nina.
Estaba convencida de que Berkeley no había estado implicado; pero no dejaba de darle cierto gusto verlo retorcerse de inquietud.
Parecía que la cuestión del dinero había preocupado a Siddig.
—Doctora Wilde, ¿cree usted que está implicado el Templo Osiriano?
—Así es —dijo ella, y se acercó a la pantalla—. Ese hombre de la izquierda es Sebak Shaban.
—Podría ser cualquiera —repuso Hamdi.
—Y su amiguete de la derecha también podría ser cualquiera, ¿eh, doctor Hamdi?
—Pero al doctor Hamdi no le falta razón —dijo Assad—. En el vídeo no se les ve nunca la cara. Y, con el ruido de la sierra eléctrica, no se les identifican las voces.
—Es Shaban —insistió Nina—. El Templo Osiriano está detrás de esto.
—El Templo Osiriano no es ni mucho menos una religión en la que yo crea, ni siquiera la apruebo —dijo Siddig—; pero realizan grandes obras benéficas en Egipto. Jalid Osir no solo contribuye a financiar proyectos arqueológicos; también hace donaciones a causas sanitarias y agrícolas. Es un hombre popular. A pesar de que prefiera vivir en el paraíso fiscal de Suiza en vez de en su propio país —añadió Siddig, frunciendo levemente el ceño.
Hamdi hizo un gesto teatral de repugnancia, encogiéndose de hombros.
—Ahora acusa a Jalid Osir de ser un ladrón. ¿Quién será el siguiente? ¿El presidente?
Assad también tenía algo que preguntar.
—¿Por qué se llevaron solo el zodiaco? El resto del contenido del Salón valdría centenares de millones de dólares en el mercado negro.
—No quieren el zodiaco solo por su valor monetario —dijo Nina.
Pasó a otro programa en el ordenador portátil que estaba conectado a la pantalla del televisor, y apareció la foto que había tomado Macy del cuarto papiro.
—Este códice, que es el que el Templo Osiriano ocultó a la AIP, dice que el zodiaco es la clave para encontrar la pirámide de Osiris. Ese es su verdadero objetivo: los tesoros de la pirámide.
Hamdi soltó una risotada sarcástica.
—¿La pirámide de Osiris? Señor ministro, Ismail, ¿por qué escuchan siquiera a esta mujer? Eso es un mito, una fantasía; no es más real que el jardín del Edén —dijo, dedicando a Nina una sonrisilla malévola—. Está claro que quien crea una cosa así está mal de la cabeza.
—Bueno, sí que me pareció que el tipo que lo tiene a usted a sueldo estaba un poco loco —repuso Nina.
Hamdi se irguió, despechado.
—¡Calumnias e injurias, falsas y sin base alguna! Y delante de unos testigos impecables, nada menos. Doctora Wilde, la veré en los tribunales.
—Ay, Iabi, siéntate —gruñó Assad. Hamdi pareció ofendido, pero obedeció a su jefe.
—Doctora Wilde, le recomiendo a usted que no haga más acusaciones sin pruebas —prosiguió Assad—. Investigaremos este escándalo, y los responsables serán castigados, no le quepa duda. Pero no vamos a saltar a ninguna conclusión sin contar con indicios suficientes.
—Pero para cuando terminen ustedes de buscar los indicios, los otros ya habrán birlado todo lo que haya en la pirámide de Osiris, y no habrán dejado ni los clavos de las paredes —dijo Eddie.
Siddig plantó las dos manos en su escritorio con firmeza.
—Se encontrará a todos los que han intervenido en este robo, y se les hará responder ante la justicia —afirmó.
Recorrió con la mirada a todos los que tenía delante, terminando por Nina; aunque esta advirtió con agrado que había hecho una breve pausa al llegar a Hamdi.
—A todos. Ahora, retírense. Doctor Assad, tenemos mucho que hacer.
Hamdi señaló a Nina, Eddie y Macy con gesto airado.
—¿No los va a detener? —preguntó.
—Si hiciera detener a todos los que han podido estar involucrados en esto, tendría que detener a mucha gente —replicó el ministro, cortante—. ¡Y a usted también! Como ha observado la doctora Wilde, ella llegó a Egipto ayer; pero la excavación de ese túnel ha debido de ser un trabajo de varias semanas. Ahora, retírense todos.
Señaló la puerta con un movimiento de la mano. Todos se dirigieron a la salida, a excepción de Macy, que se acercó al escritorio con las manos cruzadas ante sí en actitud modosa.
—Perdone usted…, señor ministro…
Siddig levantó la vista hacia ella con enfado, pero suavizó enseguida el gesto al ver la expresión de súplica y esperanza de la muchacha.
—¿Qué puedo hacer por usted, jovencita?
Macy dirigió la vista al ordenador personal, junto al cual estaban varios artículos procedentes del Salón de los Registros… y su cámara de fotos.
—Quería saber… si sería posible que me devolvieran mi cámara fotográfica.
—Me temo que es una prueba —dijo el ministro—. Lo lamento.
—Oh —dijo ella, frunciendo los labios y haciendo leves pucheros—. Es que… contiene todas las fotos y los vídeos que hice para mis abuelos. Proceden de Egipto, y querían ver el aspecto que tiene el país en nuestros tiempos…
—Lo lamento —repitió Siddig—, pero no puedo devolvérsela hasta que haya concluido la investigación.
Reflexionó un momento.
—Pero… supongo que podríamos hacer una copia de la tarjeta de memoria. Para sus abuelos.
Macy le dedicó una sonrisa de alegría.
—¡Ay, eso sería maravilloso! Gracias, señor Siddig; ¡muchas gracias!
—Haré que alguien le entregue la copia, señorita Sharif. Ahora, si nos disculpa…
—Gracias —repitió Macy con una gran sonrisa, mientras se retiraba caminando de espaldas—. Es usted un tipo estupendo.
La reacción de Siddig dio a entender que no estaba acostumbrado a cumplidos como aquel; pero lo tomó con humor.
—¿A qué ha venido eso? —dijo Nina a Macy con enfado cuando esta los alcanzó a Eddie y a ella fuera del despacho.
Macy sonrió, satisfecha de sí misma.
—Todavía tenemos el zo-dia-coooo —canturreó—. Bueno, al menos en vídeo.
—Es verdad —dijo Nina, cayendo en la cuenta. En una copia completa de la memoria de la cámara aparecería todo el contenido de la misma, incluido el vídeo de la última pieza del zodiaco—. Pero ¿cómo has sido capaz de engañarlo?
—¿No ha visto las fotos de niños que tenía en su escritorio? Era demasiado viejo, con mucho, para que fueran hijos suyos. Así que supuse que era abuelo… y jugué la carta de la nietecita que tiene un detalle bonito con sus abuelos. ¡Aunque no funcionó del todo, porque lo que yo quería era que me devolviera la cámara! Pero al menos tenemos algo.
—Pero no sé de cuánto nos servirá —dijo Nina—. Lo más probable es que el zodiaco ya haya salido del país. Y nosotros solo hemos visto una parte…, ellos lo tienen entero. Si es verdad que sirve para encontrar la pirámide de Osiris, entonces solo lo podrán utilizar ellos.
—Eh, eh —la riñó Eddie—. Creía que ibas a dejarte de pesimismos. Míralo de esta manera: encontraste el Salón de los Registros, y acabamos de salir de allí sin que nos metieran en la cárcel. Y has visitado las pirámides. ¡Es como si te hubieras tomado unas vacaciones!
Nina sonrió levemente.
—Puede —dijo—. Pero no sé qué podemos hacer ahora, aunque tengamos un vídeo del zodiaco.
—Estaban hablando… Puede que dijeran a dónde lo llevaban —propuso Macy.
—Hablaban en árabe —le recordó Nina—. Y, en todo caso, no los oíamos con el ruido de la sierra.
Eddie parecía pensativo.
—Conozco a alguien que quizá nos pueda ayudar con eso —dijo por fin.
—¡Nina! —dijo Karima Farran, abrazándola—. Cuánto me alegro de volver a verte. Aunque la verdad es que te vi hace poco… en las noticias.
Nina devolvió el abrazo a la mujer jordana.
—Sí; eso no estaba preparado precisamente. Últimamente he tenido malas experiencias con los medios de comunicación.
Karima era una de las que Nina había llegado a llamar en broma las novias internacionales de Eddie; eran contactos suyos de su época de militar y de mercenario, que al parecer tenían en común unas características determinadas: gran lealtad a Eddie… y una belleza física no menos grande. Este último detalle había producido a Nina alguna que otra punzada de celos, pero tenía la confianza suficiente en Eddie para aceptar que sus amigas no eran, en efecto, nada más que amigas… a pesar de que él pudiera dar a entender algo más con sus alusiones picantes.
La broma había empezado a tener mucho menos gracia desde poco tiempo atrás, cuando Eddie le había ocultado sus contactos con Amy en Nueva York; pero; a pesar de que Karima era extraordinariamente atractiva, incluso para el nivel de las novias internacionales, Nina vio que no tenía por qué sospechar nada malo por parte de Eddie, pues Karima había realizado el corto vuelo desde Amán a El Cairo acompañada de su propia pareja.
—Este es mi novio; mejor dicho, mi prometido, Radi Bashir; lo llamamos Rad —dijo Karima, invitando a adelantarse a un hombre árabe, alto, notablemente apuesto, con una melena de pelo negro y reluciente.
Eddie y Nina le dieron la mano.
—Conseguí por fin que se comprometiera conmigo… poniéndoos a vosotros dos como ejemplo.
—Me agotó —dijo Rad, con tono de queja humorística. Hablaba en inglés culto, con el deje especial de los que han estudiado en Oxford o en Cambridge—. Siempre estaba con Eddie y Nina por aquí, Eddie y Nina por allá. Aunque lo que me forzó definitivamente a hacerle la gran pregunta fue vuestro viaje a Siria con ella… ¡Fue la única manera que se me ocurrió de impedir que se metiera en líos!
Eddie se rio.
—Hazme caso, camarada: no funciona.
—Aunque parece que os adelantasteis una vez más —dijo Karima, observando la alianza de Eddie antes de dedicarle una sonrisita traviesa—. Y me perdí la ceremonia, por algún motivo. ¿Se perdería la invitación en el correo?
—Lo decidimos… más bien con poco tiempo —reconoció Nina.
—Con ninguno —dijo Eddie, asintiendo con la cabeza.
—Entonces, ¿os escapasteis juntos? —dijo Karima—. ¡Qué romántico!
Nina soltó un resoplido.
—Sí; nada es tan romántico como un paseo en taxi hasta el despacho del juez de paz de Greenwich, en Connecticut. Pero felicidades a vosotros por vuestro compromiso, en todo caso.
—Y felicidades a vosotros por vuestra boda, aunque sea con un poco de retraso —dijo Karima; y miró a Macy—. Pero supongo que pasa algo más, aparte de que aparecieras en una cámara de cinco mil años de antigüedad dentro de la esfinge, ¿verdad? Qué raro —observó, enarcando una ceja—. Esto sonaría bien extraño hablando de cualquier otra persona, pero, tratándose de ti, casi resulta normal.
Nina completó las presentaciones.
—Si estamos aquí es por Macy —explicó a Karima y a Rad—. Fue ella la que descubrió que intentaban robar en el Salón de los Registros.
Les enseñó un DVD-R; Siddig había cumplido su palabra y les había enviado una copia del contenido de la tarjeta de memoria.
—Aquí hay un vídeo del robo mismo —dijo Nina.
A Rad se le iluminaron los ojos, pero Karima le dijo en tono severo algo, en árabe, que le enfrió inmediatamente el entusiasmo.
—Trabaja para una cadena de noticias —explicó Karima a Nina, mientras echaba a Rad una mirada en la que se combinaba la burla con la advertencia—. Lo que acabo de decirle es que no, que no puede contar con la exclusiva.
—Estupendo. Entonces, Rad, ¿qué puedes hacer para ayudarnos?
Rad buscó en su bolso de bandolera y extrajo un ordenador portátil Apple con huellas de haber viajado mucho. Lo abrió, y quedó al descubierto un teclado lleno de etiquetas adhesivas de diversos colores; indicaban los comandos abreviados para el software profesional de edición de vídeo.
—Más bien podrías preguntarme qué no puedo hacer.
Rad se instaló a trabajar en un rincón tranquilo del bar del hotel. Los demás se pusieron tras él para observar su labor.
—Ya sé que mi colonia es irresistible, pero ¿me dejáis respirar un poco? —dijo.
—Perdona —dijo Nina, apartándose un poco, pero todavía impaciente por descubrir los secretos ocultos que podían encerrarse en la grabación. Hasta el momento, Rad solo había tenido un éxito limitado en sus intentos de mejorar la imagen. La aplicación de vídeo de la cámara de Macy estaba pensada para grabar tomas cortas, publicables en Internet, pero no para rodar película de alta definición. Shaban y Hamdi solo eran visibles de espaldas o rodeados de brillos que les oscurecían los rasgos; y, como comentó Eddie, la vida real no era como en CSI Miami. Por muy potente que fuera el software, y por muy hábil que fuera el que lo manejaba, no era posible extraer una información digital si esa información no existía previamente.
Pero Rad estaba teniendo mejor suerte con el sonido. Se puso unos auriculares e hizo sonar la grabación en bucle, ajustando diversos filtros a cada pasada.
—La sierra produce un ruido bastante constante —explicó, indicando una onda saltarina que se veía en una ventana—. No podré librarme de ella por completo; pero la puedo reducir lo suficiente para que se oiga el diálogo.
Karima se acercó a él.
—Déjame escucharlo —le dijo.
Rad se quitó uno de los auriculares y se lo entregó. Ella le pasó el pulgar por el borde antes de metérselo en el oído.
—Te he visto —dijo Rad.
—¿El qué?
—Acabas de limpiar mi auricular.
—No quiero meterme tu cera en mi oído.
—¡Yo no tengo cera en los oídos!
—Habláis como si ya estuvierais casados —dijo Eddie, cruzando una sonrisa con Nina—. Bueno, ¿qué dicen?
Rad reprodujo de nuevo la grabación filtrada, y Karima tradujo lo que decían los dos hombres.
—El de la derecha, Hamdi, está preocupado por lo que se pueda tardar en limpiar el Salón de los Registros. Dice que cualquier sospecha recaería sobre él… No hace más que quejarse.
La grabación siguió sonando algunos segundos sin que Karima añadiera nada más.
—¿Qué dice ahora? —preguntó Eddie.
—¡Sigue quejándose!
Tras una nueva pausa, añadió:
—Ah; ahora están hablando de la pirámide de Osiris. El otro hombre, Shaban… dice que aquello los conducirá sin falta hasta ella. Quieren… No oigo bien —dijo.
El ruido de la maquinaria aumentaba, y la figura de la onda se llenaba de picos.
—Rebobina, Rad. Dice… algo de planetas y de constelaciones; pero es muy difícil de entender. Quiere compararlos con algo.
Rad rebobinó de nuevo la grabación. Karima fruncía el ceño, frustrada.
—Hay demasiado ruido, pero creo que quiere comparar el zodiaco con la constelación de… ¿Dendera, puede ser?
—No hay ninguna constelación que se llame Dendera —dijo Eddie—. Al menos, que yo sepa.
—Dendera no es una constelación —dijo Macy—. Es un lugar. Era una capital de provincia del Alto Egipto. Allí está el templo de Hathor…
Macy no concluyó la frase, pues empezaba a entender de qué se trataba; pero Nina se le había adelantado.
—No habla de Dendera en sí; ¡se refiere al zodiaco de Dendera!
—¿Qué es el zodiaco de Dendera? —preguntó Eddie.
Macy se adelantó a contestar antes que Nina.
—Es un mapa estelar que está en el techo del templo de Hathor.
—Al menos, estaba en el techo del templo —añadió Nina—. Lo que hay allí ahora es una reproducción; el original se lo llevó… bueno, lo robó, Napoleón, en mil setecientos noventa y tantos.
Rad interrumpió la reproducción.
—¿De modo que van a Dendera? Quizá podáis atraparlos todavía.
Nina negó con la cabeza.
—No. La reproducción es muy aproximada, pero no es exacta. Querrán comparar el zodiaco de la esfinge con el zodiaco de Dendera original.
—¿Y dónde está? —preguntó Eddie.
Nina sonrió.
—¿Quieres ver algo de arte?