17
A oscuras, la costa de Mónaco parecía una ampliación de la ciudad misma; los costosos yates que estaban atracados en fila a lo largo de los embarcaderos relucían como si fueran edificios.
Nina miraba inquieta a uno y otro lado mientras Osir la conducía hasta la lancha del Barca Solar, que estaba pintada con sus colores característicos. Había albergado la esperanza de ver por los alrededores a Eddie, que estaría esperando a que zarpara la lancha para seguirla hasta el barco al que pertenecía. Pero entre la gente que subía a los palacios flotantes no vio su familiar figura corpulenta, ni había nadie observándolos discretamente desde un muelle cercano.
¿Lo habría atrapado la policía? ¿O, peor todavía, Shaban?
Descartó esta última idea terrible en cuanto le vino a la cabeza. Si Shaban hubiera encontrado a Eddie, habrían informado a Osir. Pero la ausencia de Eddie seguía inquietándola; entre otras cosas porque, sin él, Nina tendría que arreglárselas por su cuenta para escaparse del yate de Osir. Teniendo en cuenta que el Barca Solar estaba fondeado a casi un kilómetro de la costa, la opción de volver a nado no le parecía nada atractiva.
Subieron a la lancha, y Osir dio una orden al piloto. La embarcación se puso en marcha con ruido de motor diésel. Aunque hacía una noche templada, a bordo de la lancha descubierta se notaba el fresco de la brisa. Nina se frotó los brazos desnudos.
—Toma —dijo Osir. Se quitó la chaqueta y la echó sobre los hombros de Nina.
—Gracias —dijo ella mecánicamente; aunque no quiso revelarle que, si se estremecía, no era solo por el viento.
Pasaron ante más yates lujosos y avanzaron entre los muelles que marcaban los límites de la parte interior del Port Hercule. Tenían por delante los rompeolas del puerto exterior y, más allá, la oscuridad del Mediterráneo. La lancha se desvió del rumbo que conducía a la salida del puerto, desplazada, al parecer, por una corriente más fuerte de lo habitual, y el piloto tuvo que ajustar el rumbo; pero no tardaron en dejar atrás los largos espigones de hormigón, y salieron a mar abierto.
Nina llegó a la conclusión de que la idea de nadar le estaba pareciendo menos atractiva todavía. Más allá de los rompeolas, la mar estaba agitada, y la lancha saltaba entre las olas levantando grandes salpicaduras de espuma. La cadena de un ancla azotaba el casco a cada sacudida. Nina dirigió la vista hacia la costa. Las luces de Mónaco brillaban sobre el fondo de los montes que lo rodeaban. Era un panorama espectacular… pero Nina, llena de inquietudes, no era capaz de apreciarlo.
Había otros muchos buques fondeados en alta mar, pero el Barca Solar destacaba por su tamaño, incluso comparado con otros megayates. La lancha atracó junto a su popa, donde habían bajado hasta el nivel del agua una plataforma de atraque tan amplia que tenía sitio para un par de lanchas motoras rápidas y varias motos acuáticas. Un marinero amarró la embarcación, y Osir dio la mano a Nina para ayudarla a subir a cubierta.
—Quiero agradecerte tu compañía —le dijo Osir—. Aunque las cosas no hayan salido del todo tal como yo esperaba.
—El gusto es mío —respondió Nina—. Y… esto… te pido disculpas por mi marido. Ojalá hubiera podido convencerlo de que viera las cosas como yo. Todo habría resultado mucho menos… digamos, menos costoso.
—No tienes por qué cargar tú con la culpa de sus actos —le aseguró él—. En cuanto al dinero, no tendrá importancia cuando hayamos descubierto la pirámide de Osiris.
—En tal caso, será mejor que vayamos a ver el zodiaco, ¿no? —propuso Nina.
Subieron al yate y se dirigieron a una de las cubiertas superiores. Osir la condujo hasta una puerta.
—Espera en mi camarote, haz el favor —le dijo—. Voy a ver si el zodiaco está preparado.
El camarote de Osir resultó ser mayor que todo el apartamento de Nina; más grande todavía si se contaba el cuarto de baño adjunto y los amplios vestidores. Contaba también con techo de espejos sobre la inmensa cama. La decoración era tan de soltero millonario como la de la casa de Osir en Suiza; solo faltaba una piel de tigre en el suelo para que el cuadro fuera perfecto.
—Qué… elegante —consiguió decir Nina.
Osir sonrió mientras se dirigía hacia otra puerta, al fondo de la sala.
—Ponte cómoda —le dijo—. Solo tardaré un momento.
Nina se sentó en el borde de la cama y, mientras esperaba, se quitó los zapatos con la punta de los pies y se puso a juguetear con su vestido largo. Osir regresó al poco rato, con una sonrisa más amplia todavía. Pulsó una palanca que había sobre la puerta y retiró unos paneles plegables para dejar a la vista otra sala grande contigua.
—Está preparado.
Nina atravesó la habitación. Miró más allá de Osir…
Y vio por primera vez el zodiaco completamente montado.
Aunque Nina no sabía a quién había encomendado Osir la labor de restaurarlo, tenía que reconocer que habían hecho un trabajo absolutamente magnífico. El disco, de algo menos de dos metros de diámetro, estaba instalado sobre un soporte circular de poca altura, bajo una gruesa capa protectora de Lexan, transparente y a prueba de balas. Solo al acercarse hasta el borde mismo de la pieza percibió Nina algún vestigio de los cortes que se habían realizado para retirarlo del Salón de los Registros.
Visto en su totalidad, el zodiaco era espectacular. Era menor que el que estaba en el Louvre, pero superaba a este por sus colores vibrantes. Al haber estado sellado en el interior de la esfinge, protegido de los elementos, la pintura que hacía resaltar cada constelación sobre el fondo oscuro se había conservado casi intacta. El cielo estaba dividido en dos por una línea gruesa y sinuosa de color azul claro. Nina supuso que sería la Vía Láctea.
Vio señalados otros elementos: el punto rojo que había visto en la foto de Macy, y que era Marte casi con toda seguridad, y círculos que representaban a otros planetas. Pero dirigió inmediatamente su atención al triángulo amarillo que estaba junto a la figura pequeña de Osiris.
Una pirámide. La pirámide de Osiris.
Se inclinó para verla más de cerca. Junto al triángulo había pintado algo que apenas se distinguía, en caracteres muy pequeños. Jeroglíficos.
Nina, emocionada, volvió la vista hacia Osir.
—¿Has visto estos jeroglíficos?
—Por supuesto —dijo él, acercándose a una mesa grande, en la que había un ordenador portátil, y tomó un texto salido de una impresora—. Los hice traducir cuando el zodiaco estaba todavía desmontado. Son instrucciones para llegar a un punto. El problema es que no sé cuál es el punto de partida. No lo sabe nadie. Por eso necesito tus ideas.
Entregó a Nina la traducción. Ella la leyó en voz alta:
—«El segundo ojo de Osiris mira al camino que va al desfiladero de plata. Más allá de su final, un atur hacia Mercurio, está la tumba del rey dios inmortal». El atur es una unidad egipcia de distancia, ¿verdad?
—Once mil veinticinco metros.
Nina realizó al instante el cálculo mental para traducir esta distancia al sistema anglosajón.
—Seis millas coma ochenta y cinco —dijo.
Osir enarcó una ceja en gesto de sorpresa.
—Ya te he dicho que se me dan bien las matemáticas —comentó Nina—. De manera que la pirámide está a poco más de once kilómetros desde el final del desfiladero de plata, en dirección a Mercurio, que es… supongo que es uno de los planetas que aparecen en el zodiaco.
—Pues, de hecho, no lo es. Los planetas que están en el zodiaco son Marte, Venus y Júpiter —dijo Osir, señalándolos sucesivamente—. Pero hemos tomado las posiciones de estos y, a partir de ellas, hemos calculado cuál sería la situación de Mercurio. Habría estado… aquí —dijo, señalando un punto determinado, a la derecha de la pirámide.
—Así que a unos once kilómetros al este del final del desfiladero. Solo que, como el mapa está invertido, porque lo estamos mirando desde arriba y no desde abajo —observó Nina, señalando un espejo de la pared con un gesto de la cabeza—, en realidad serían once kilómetros al oeste.
Aquello agradó a Osir.
—Por lo que lo único que tenemos que hacer es encontrar el desfiladero de plata —dijo.
—Y, para ello, antes debemos encontrar el segundo ojo de Osiris. ¿Dónde está su primer ojo?
—En el zodiaco hay dos figuras de Osiris —le recordó él—. ¿Es posible que señalen el camino entre ambos?
Nina se inclinó para examinarlas de cerca. Ambas figuras estaban representadas de perfil, como era habitual en el arte egipcio, y solo se veía un ojo de cada una; pero las tallas eran de tamaño reducido y los ojos no eran más que simples puntos. Nina trazó una línea imaginaria entre los ojos de las dos figuras; pero la línea no pasaba cerca de la pirámide ni parecía que apuntase a nada en especial.
—El ojo de Osiris también es un símbolo, ¿no es así? —preguntó Nina.
Osir asintió.
—Es una señal de protección —dijo—. Se encuentra en los templos, en las tumbas… Se supone que te ayuda a guiarte a través del Reino de los Muertos.
—Entonces, es bastante corriente. No nos servirá para afinar la búsqueda —dijo Nina.
Siguió observando el zodiaco, pensativa.
—¿Es posible que el desfiladero de plata sea una pista? —preguntó—. Para los antiguos egipcios, la plata valía más que el oro. ¿Había minas de plata en el período predinástico?
—No lo sé. ¡La historiadora eres tú, no yo!
—Es verdad. Habrá que investigar esto más a fondo. Tenemos que consultar las bases de datos arqueológicas…
Calló de pronto, pues comprendió que se estaba dejando llevar por la emoción profesional, que la impulsaba a resolver aquel enigma sin tener en cuenta que, si lo hacía así, estaría ayudando a la persona misma a la que quería impedírselo.
—¿Estás bien? —le preguntó Osir.
—Estoy… cansada, nada más —dijo ella—. Ha sido un día muy agitado.
Osir sonrió.
—Te pido disculpas —le dijo—. No es necesario resolver este acertijo en una sola noche. Además, la carrera es mañana, y esperaba que me acompañaras a verla.
—Parece interesante —dijo ella; aunque, en realidad, la idea de ver pasar coches ruidosos durante un par de horas no le seducía en absoluto.
—Estupendo. Entonces, ¿te tomas antes una copa de champán conmigo?
—Ah… la verdad es que debería acostarme ya —repuso Nina, que quería quedarse a solas para intentar ponerse en contacto con Eddie.
—Una sola copa, por favor —insistió Osir—. Tengo en el cuarto de al lado una botella de Veuve-Clicquot… Sería una pena tener que bebérmela a solas.
—¿Y qué hay de tus… jóvenes amigas? —repuso Nina, aunque había estado a punto de decir nenas.
—¿Mis seguidoras? Son encantadoras todas ellas, pero a veces prefiero una compañía más intelectual —dijo Osir, haciendo un gesto de hastío con la cabeza—. Prefiero estar con una persona que también tenga historias que contar. Como tú, cuando descubriste la Atlántida. Solo una copa… —repitió, sonriendo de nuevo.
Tres copas más tarde, Nina estaba de rodillas sobre la cama de Osir, con el vestido extendido a su alrededor como un círculo de seda.
—De modo que yo me había quedado atrapada en aquella plataforma con Excalibur, y Jack estaba poniendo en marcha el generador para poder desencadenar una guerra, y entonces… ¡bum! Eddie había montado una trampa con una granada de mano. Y, después, todo el barco empezó a estallar, como en una película de James Bond. Tuvimos que escaparnos en esa cosa que era como un planeador a reacción… Estuvimos a punto de morir congelados, hasta que aterrizamos en un barco pesquero. ¡Y qué mal olía!
—Tu vida ha sido más aventurera que la mía, si cabe —dijo Osir, que estaba echado a su lado—. Y es innegable que la fortuna está de tu parte.
—Si tuviera tanta suerte, no me habrían pegado un tiro —dijo ella—. Mira esto.
Se subió la falda para dejar al descubierto la cicatriz circular de una herida de bala que tenía en el muslo derecho. Osir puso ojos de admiración al ver la pierna desnuda a pocos palmos de su cara.
—Y tampoco me habrían destrozado la vida ni la carrera profesional —concluyó Nina.
—Ya no tienes que preocuparte más por eso, Nina —le aseguró él—. Cuando hayamos encontrado la pirámide de Osiris, tu vida será… todo lo que tú quieras que sea. Y, además, será muy larga.
Nina apuró su copa.
—¿Tendré derecho a un suministro gratis de por vida del Pan de la Longevidad de Jalid? —preguntó.
—Tendrás todo lo que quieras.
—Me alegro.
Nina pensó entonces en el laboratorio del castillo suizo, y frunció el ceño.
—Pero ¿será seguro? —preguntó—. Dijiste que estaba modificado genéticamente.
Osir soltó una leve risa.
—Claro que será seguro. ¡Lo comeré yo mismo! No: se modificará genéticamente la levadura para hacerla exactamente como yo quiero.
—¿Y cómo es eso? ¿O te gritará tu hermano si me lo cuentas?
Una nueva risa burlona.
—¡A veces da la impresión de que Sebak se cree que es él quien manda en el Templo, y no yo! No; mi hermano se estaba pasando de cauto, como siempre. Las modificaciones genéticas servirán, en parte, para que podamos patentar y obtener los derechos de propiedad del nuevo organismo a nivel internacional… Al fin y al cabo, las levaduras son muy fáciles de cultivar. Y no quiero que cualquiera pueda cocerse su propio pan de Osiris: tendrán que venir por él al Templo Osiriano. Y, además…
Osir había adoptado una expresión más astuta, con lo que su rostro apuesto adquirió inesperadamente un aspecto zorruno.
—Además, no quiero que ese pan regenere las células del cuerpo demasiado bien. No me basta con que la gente lo compre una vez al año. Tendrán que comprarlo una vez al mes; o, mejor todavía, todas las semanas.
—Da la impresión de que quieres que la gente adquiera dependencia.
Osir se encogió de hombros.
—¿Qué importa gastar un poco de dinero cada semana, si se está comprando la inmortalidad? Más vale dárselo al Templo Osiriano que gastárselo en tabaco, en alcohol o en drogas. Al fin y al cabo, nosotros damos mucho a causas benéficas.
«Será en países en que el Templo Osiriano quiere conseguir favores políticos», pensó Nina.
—Entonces, ¿es eso lo que quieres? —le preguntó—. ¿Elegir quién podrá ser inmortal?
—Parece muy propio, ¿no te parece? —observó Osir—. Osiris decidía quién obtenía la vida eterna. Yo no hago más que seguir sus pasos. En todo caso, creo que el mundo acabará por tener muy buen concepto del hombre que le trajo la inmortalidad.
Osir apuró su copa.
—¿Más champán?
Nina miró su copa vacía.
—Ay —dijo—. Ha durado poco. La verdad es que no debería…
—Abriré otra botella —dijo él.
Tomó la copa de Nina y bajó de la cama.
Nina se echó y cerró los ojos.
—Gracias, Jalid.
—Es un placer —dijo él, con una sonrisita que expresaba la expectación con que esperaba otro tipo de placeres. Tomó otra botella de una nevera que estaba bajo un mostrador de mármol, y pasó después al baño.
—Discúlpame un momento.
Cerró la puerta y se admiró en el espejo antes de desvestirse, conservando solo sus calzoncillos de seda. Se puso un batín, también de seda; se echó un chorrito de colonia, y volvió a entrar en el dormitorio.
Vio con deleite que las luces estaban amortiguadas y que una silueta incitante lo esperaba bajo las lujosas sábanas. Se subió al pie de la cama y fue ascendiendo poco a poco.
—Veo que te has puesto cómoda…
Retiró suavemente las sábanas… y vio que le devolvía la sonrisa Eddie Chase.
—Prepara los morritos, donjuán —dijo Eddie, plantándole en la cara el revólver de Diamondback.