Prólogo

Guiza (Egipto)

La Gran Esfinge contemplaba con rostro impasible, deteriorado por el tiempo, a Macy Sharif, que caminaba entre sus garras de piedra inmensas. Macy, a su vez, no se dignaba dirigir una sola mirada al antiguo monumento. Ya llevaba allí dos semanas, y la esfinge y las pirámides, que al principio le habían parecido unas maravillas imponentes, habían pasado a ser simples decorados de fondo de un trabajo que no le había salido ni mucho menos a la altura de sus expectativas. Durante la primera semana había hecho centenares de fotos digitales y de vídeos, pero llevaba días sin tocar la cámara, que ya no le servía más que de peso muerto en el bolsillo.

¿Cómo era posible que Egipto, precisamente Egipto, la hubiera desilusionado de una manera tan total? Había oído desde su infancia los relatos que contaba su abuelo sobre la tierra donde había nacido; relatos que hablaban de reyes y de reinas, del bien y del mal, en un país lleno de maravillas, y unos relatos que eran mejores que cualquier cuento de hadas porque, además, eran verdaderos. Era un mundo exótico, romántico, lo más opuesto que podía imaginarse Macy al Cayo Vizcaíno de Miami, donde vivía gente adinerada, y ya de niña había tomado la determinación de llegar a conocerlo en persona algún día.

Pero la realidad no había estado a la altura de su sueño.

Dejó de caminar y buscó con la vista en los cobertizos que estaban junto a la garra derecha de la esfinge. Seguía sin ver ningún indicio de Berkeley.

Echó una mirada a su reloj. Casi las ocho y cuarto de la tarde. A esa hora comenzaría la reunión diaria por videoconferencia del jefe de la expedición con la Agencia Internacional del Patrimonio, de Nueva York, con lo que Macy contaría con menos tiempo todavía para alcanzar a Berkeley del que había esperado. A las ocho y media empezaría el espectáculo de luz y sonido de todas las noches, una exhibición estridente en la que se iluminaban las pirámides y la esfinge con focos de colores y con láseres. Berkeley y los miembros más destacados del equipo de arqueólogos siempre se marchaban en cuanto los altavoces retumbaban con los primeros acordes, dejando a los subordinados y a los jornaleros del país la labor mecánica de recoger las cosas y proteger la excavación.

Macy ni siquiera tenía claro si Berkeley la consideraba a ella una subordinada del equipo o una simple jornalera. Sí, era verdad que le faltaban dos años más de estudios para licenciarse, y puede que tampoco fuera precisamente la primera de la clase; pero no por ello dejaba de ser arqueóloga, más o menos. ¿Acaso no tenía derecho a hacer algo más que preparar café y acarrear escombros?

Siguió caminando. La luz de los focos que se reflejaba en el rostro de la esfinge bañaba de tonos anaranjados la piel aceitunada clara de Macy. Aunque llevaba apellido egipcio, se apreciaba en su aspecto el origen cubano de su madre. Se detuvo para ponerse en orden la coleta, y siguió parada al oír las voces apagadas de varias personas que rodeaban la garra gigante. Vio salir de la excavación al jefe del equipo. La primera vez que había visto al doctor Logan Berkeley lo había considerado atractivo, dentro del estilo profesoril: de unos treinta y cinco años, con un buen flequillo de pelo castaño sobre la frente, rasgos refinados… Pero entonces Berkeley había abierto la boca y se había desvelado como el capullo arrogante que era.

Podía aplicar igualmente esta descripción a los otros dos hombres que lo acompañaban. Paul Metz, productor de televisión, era bajito, rechoncho y barbudo, y tenía unos ojos de lujuria que clavaba con frecuencia en Macy, para disgusto de esta. A Macy le gustaba que los hombres se fijaran en ella, desde luego…, pero no todos.

El otro hombre era egipcio. El doctor Iabi Hamdi era alto funcionario del Consejo Supremo de Antigüedades, el órgano del Gobierno egipcio que controlaba todas las actividades arqueológicas en el país. Hamdi, barrigudo y de cabellos ralos, era teóricamente el director de la excavación, pero al parecer se contentaba con dejar a Berkeley trabajar a sus anchas, mientras él se preocupaba más bien de aparecer ante las cámaras de televisión. A Macy no le extrañaría nada que, cuando se presentara al mundo por fin el Salón de los Registros, que se había tenido por un mito durante tanto tiempo, Hamdi se plantara ante los objetivos para jactarse del papel fundamental que había desempeñado él en el descubrimiento.

Lo que debatían en ese momento era precisamente esa retransmisión.

—Entonces, ¿está usted ab-so-lu-ta-men-te seguro, al cien por cien, de que conseguirá abrir la puerta en el momento preciso? —preguntaba Metz con un tono de voz que daba a entender su escepticismo.

—Por última vez: abriremos la entrada de la cámara precisamente cuando he dicho —le replicó Berkeley, con frustración en la voz nasal, altiva, con acento de Nueva Inglaterra—. Sé lo que me hago. Esta no es mi primera excavación, ¿sabe usted?

—Pero sí será la primera que haga delante de cincuenta millones de espectadores. Y a la cadena no le gustaría nada que el programa especial, en hora de máxima audiencia, consistiera en verlo a usted picar ladrillos durante dos horas. Quieren espectáculo, y todo el mundo también. A la gente le encantan estas chorradas egipcias.

Hamdi, en la duda entre intervenir en defensa de los bienes culturales de su país y seguir llevándose bien con el productor, optó por lo segundo.

—Doctor Berkeley, ¿me asegura usted que seremos puntuales? —preguntó.

—No se preocupe —replicó Berkeley, apretando los dientes—; de aquí a ocho días enseñaremos al mundo una cosa más increíble todavía que la Atlántida. Y, hablando de puntualidad, ya va siendo la hora de conectarme —añadió, volviéndose hacia la oficina principal del equipo, que era una caseta prefabricada con una antena parabólica en el techo.

Parecía que el doctor no estaba de muy buen humor, pero Macy tenía que asumir ese riesgo.

—Doctor Berkeley, ¿tiene usted un momento?

—Lo que tarde en llegar hasta la caseta —replicó él con brusquedad y mirándola con desdén—. ¿Qué hay?

—Se trata de mí —dijo Macy, siguiendo sus pasos—. Había pensado que podría participar más en las labores arqueológicas propiamente dichas. Creo que he demostrado que estoy capacitada para este trabajo.

Berkeley se detuvo y se volvió hacia la joven.

—¿Para este trabajo? —dijo, y soltó un suspiro sarcástico—. Con eso lo has dicho todo, ¿no te parece? Macy, la arqueología no es un trabajo. Es una vocación, es una obsesión, es una cosa que te inspira en todo momento. Si lo único que quieres es un trabajo, en el McDonald’s y en el 7-Eleven siempre están contratando gente.

Macy, sorprendida por aquella hostilidad, empezó a responder:

—Eso no es lo que quería decir…

Berkeley la interrumpió.

—Si no has participado en la excavación principal es precisamente por eso: porque no has participado. ¿Qué has hecho exactamente para ganarte un puesto aquí? Todos los demás subalternos son licenciados, con muy buen historial académico, y ya tienen muchas excavaciones en sus currículums. ¿Y qué has hecho tú? —añadió, con una mueca de desprecio—. Tienes contactos, agradecidos por contribuciones benéficas. Y por buenos que sean los fines, no me gusta que me endosen a estudiantes sin cualificaciones solo porque Renée Montalvo, de las Naciones Unidas, debía un favor a tu madre. Deberías dar gracias de estar aquí, maldita sea. Ahora, ve a terminar de recoger. Llego tarde para mi videoconferencia con la profesora Rothschild.

Berkeley entró en la caseta a paso vivo y cerró la puerta de un portazo.

Macy, consternada, se quedó mirando a la puerta, y después se volvió y vio que Hamdi y Metz la observaban. Hamdi, incómodo, se ajustó el pequeño lazo de la pajarita que llevaba y se volvió hacia el cobertizo que cubría la excavación principal, dejando a Macy a solas con Metz.

—¿Quieres cambiar de profesión? —le dijo este, mirándola con lascivia—. Tengo los teléfonos de varias agencias de modelos.

—¡Que te den! —replicó ella, frunciendo el ceño, y salió echando chispas, rodeando la esfinge.

Ante ella, uno de los guardias de seguridad subía por la rampa de acceso al pozo excavado en cuyo interior se alzaba la esfinge. Macy, que quería estar sola, se volvió, entró en el templo en ruinas que estaba ante la estatua y se hundió entre las sombras, en el interior de los muros deteriorados.

Se sentó en un banco de piedra e intentó controlar sus emociones. Estaba enfadada, pero también estaba disgustada. No cabía duda de que Egipto no era lo que ella había soñado. Más que maravillas y aventuras, se había encontrado con trabajo penoso, aire contaminado, infecciones gástricas y tipos que le silbaban, la pellizcaban y la acosaban por las calles. Y ahora su mismo jefe acababa de insultarla totalmente. ¡El muy memo!

Se produjo un cambio de la iluminación que dejó el templo de la esfinge sumido en una oscuridad todavía mayor. El espectáculo de luz y sonido estaba a punto de empezar. Al cabo de dos semanas, Macy ya se había aprendido casi de memoria la narración, tan ampulosa que casi resultaba cómica. En circunstancias normales, estaría recogiendo los materiales arqueológicos durante el espectáculo, pero aquella noche…

—A la porra —murmuró, recostándose en la piedra. Que Berkeley se recogiera sus dichosas herramientas.

Sefu Gamal, jefe de seguridad de la excavación, recorrió rápidamente la pasarela que transcurría entre el templo de la esfinge y las otras ruinas, un poco menos antiguas, que estaban hacia el nordeste del templo. Al final de la pasarela había un portón con guardias. La superficie de la meseta de Guiza, antes abierta, estaba cercada desde 2008 con veinte kilómetros de altas alambradas reforzadas con acero, en parte para limitar el número de vendedores ambulantes que ofrecían a los turistas baratijas y paseos en camello, y en parte por motivos de seguridad: el Gobierno egipcio no quería arriesgarse a que se repitiera una matanza de turistas como la de Luxor de 1997. Ahora, la meseta estaba vigilada con centenares de cámaras de seguridad y por agentes de la Policía Turística, y todos los visitantes tenían que pasar por detectores de metales.

Pero en el interior había más cercas, que no servían para proteger a los turistas de los terroristas sino para proteger los tesoros de Egipto de los turistas. El acceso al interior de las pirámides se limitaba a unos pocos visitantes cada día; la esfinge misma era inaccesible casi en su totalidad, y ahora que se estaban realizando en sus proximidades unas excavaciones arqueológicas de primer orden, el complejo de la esfinge estaba más custodiado todavía de lo habitual. La fosa de piedra arenisca donde se levantaba la estatua limitaba al norte con el templo, al oeste y al sur con los barrancos de la roca viva del desierto en la que se había abierto la fosa y al este con un muro moderno de piedra sobre el que transcurría una carretera que surcaba la llanura. Normalmente, solo podía acceder allí el personal acreditado.

Pero aquella noche se produciría una excepción.

Gamal llegó hasta el portón y esperó a que comenzara el espectáculo de luz y sonido. Había un par de centenares de turistas espectadores, sentados en las filas de sillas, al otro lado del templo de la esfinge. Gamal habría preferido que la reunión tuviera lugar mucho más tarde, después de que hubiera concluido el último pase y cuando se hubieran marchado los turistas (y el equipo de la AIP); pero el hombre al que esperaba estaba impaciente… y tenía el genio vivo.

Se acercaban los faros de un vehículo, un Mercedes todoterreno negro. Debía de ser su visitante, ya que el tráfico por la zona monumental estaba restringido desde que se había levantado la cerca. La primera persona que se bajó del vehículo no le resultaba familiar; era un occidental enjuto, de pelo largo, con una chaqueta que parecía ser de piel de serpiente y una perilla rala que no contribuía mucho a disimular la dureza de su piel, casi escamosa también. El hombre rodeó el vehículo para abrir la puerta a otro hombre, que, como Gamal, era egipcio.

Gamal atravesó el portón para salir a saludarlo.

—Es un gran honor volver a verlo, señor Shaban —le dijo.

Sebak Shaban no tenía tiempo para cumplidos.

—La excavación va con retraso.

—El doctor Berkeley ha dicho que…

—No me refiero a esa excavación.

Gamal disimuló su desazón mientras Shaban se volvía hacia él para mirarlo fijamente. Le surcaba la mejilla derecha la vieja cicatriz de una quemadura, ondulada y levemente brillante, que transcurría desde los restos de la oreja hasta el labio superior. La cicatriz le arrastraba hacia abajo el ángulo exterior del párpado inferior, dejándole a la vista los tejidos rosados relucientes del interior del párpado. El jefe de seguridad creía saber, por sus encuentros anteriores con Shaban, que este era muy consciente del efecto psicológico que ejercía su lesión sobre los demás, a los que solía presentar el lado izquierdo de su rostro, sin marcas y bastante apuesto, hasta el momento en que quería expresar su descontento de manera gráfica, con solo girar la cabeza.

—Hubo un pequeño retraso… muy pequeño —se apresuró a decir Gamal—. Se derrumbó parte del techo. Ya lo hemos apuntalado.

—Enséñemelo —le ordenó Shaban, dirigiéndose hacia el portón.

—Por supuesto. Acompáñeme —dijo Gamal, dirigiendo una mirada interrogante al otro hombre, que los había seguido también a través del portón.

—Mi guardaespaldas —dijo Shaban—. Y amigo. El señor Diamondback1.

—¿Diamondback? —repitió Gamal con extrañeza.

—Bobby Diamondback —dijo el guardaespaldas con acento del sur de los Estados Unidos, tranquilo pero amenazador al mismo tiempo—. Es un nombre indio cheroqui. ¿Pasa algo?

—No, nada en absoluto —repuso Gamal, pensando que el hombre más bien parecía vaquero que indio—. Por aquí, por favor —dijo, conduciéndolos a lo largo de la pasarela.

Macy, que se estaba aliviando un poco la tristeza entreteniéndose en parodiar la narración ampulosa del espectáculo, vio a Gamal. Desde el lugar donde estaba Macy, entre las sombras, solo resultaba visible la parte superior del cuerpo del hombre, que asomaba por encima del muro norte del templo.

Lo acompañaban otros dos hombres; uno era un sujeto feo, con cabellos grasientos en media melena por detrás al estilo mullet y chaqueta de piel de serpiente, y al otro lo reconoció. Era el señor Sharman, Shaban, o algo así. Había visto de pasada a aquel hombre de la cicatriz en la cara, al comienzo de la excavación. Tenía algo que ver con la organización religiosa que cofinanciaba el proyecto junto con la AIP. Debía de haber venido a verse con Berkeley.

Los tres hombres llegaron hasta la esquina del templo menor, donde Gamal se detuvo y volvió la vista hacia la esfinge; a Macy le pareció que era casi una ojeada furtiva. El hombre de la chaqueta de piel de serpiente inspeccionó la zona con sus ojos fríos; su mirada pasó por encima de Macy y después, casi inesperadamente, retrocedió de nuevo. La muchacha sintió un escalofrío involuntario. No sabía por qué; tenía todo el derecho del mundo a estar allí, y no estaba haciendo nada malo. Pero cuando su mente racional consiguió ordenar a su cuerpo que se tranquilizara, el hombre ya había apartado la vista de nuevo.

Para sorpresa de Macy, Gamal no descendió por la rampa hacia la esfinge, sino que saltó la zanja que separaba la rampa del nivel superior del complejo y se perdió de vista. Los otros dos lo siguieron.

Qué raro. El templo superior era más de mil años más moderno que su vecino más grande; era obra del Imperio Nuevo, de hacia el año 1400 antes de Cristo, y si bien estaba relativamente mejor conservado que el templo de la esfinge, su importancia histórica era mucho menor. ¿Por qué estaría ofreciendo Gamal una visita privada? ¡Y, además, a oscuras!

Macy se puso de pie y vio la parte superior de las cabezas de los hombres, que caminaban hacia la entrada del templo… y pasaban de largo. Entonces se le despertó la curiosidad. Allí arriba no había nada más. ¿Dónde irían?

Ascendió hasta salir del templo, y vio que los tres hombres rodeaban la esquina de las ruinas de la parte superior. Le sobrevino un instinto de la infancia, a lo Nancy Drew, que la impulsaba a enterarse de lo que hacían allí; pero se dominó… hasta que se oyeron gritos junto a la esfinge. Era Berkeley, que chillaba a un jornalero egipcio que había dejado caer una caja.

«A la porra», pensó Macy. Si Berkeley seguía comportándose como un memo, ella no quería estar cerca de él para nada. En vez de ello, subió por la rampa y saltó hasta el templo superior. Pasaban por encima de ella las líneas verdes de los láseres que proyectaban jeroglíficos sobre las pirámides mientras el narrador cantaba las alabanzas de Osiris, el rey dios inmortal de las leyendas egipcias. «Sí, sí, eso ya me lo sé», susurraba Macy mientras se asomaba por la esquina del muro del templo.

Se estaban realizando unas reparaciones en el muro alto, y una parte del extremo norte de la meseta estaba cerrada al paso con mallas de plástico anaranjado. Había un par de casetas pequeñas y una estructura a modo de carpa entre montones de ladrillos y pilas de escombros. La zona de obras tenía un aspecto tan corriente que, aunque Macy la había visto todos los días al entrar en el complejo de la esfinge, no se había fijado en ella hasta entonces. La verdad era que no parecía que allí hubiera nadie trabajando nunca.

Pero ahora sí que había alguien. Además de los guardias del portón, había otras patrullas que recorrían el complejo para asegurarse de que ningún turista intentara acercarse a la esfinge para mantener un encuentro cara a cara con ella. Pero el hombre que esperaba a Gamal y a los otros no iba de patrulla. Estaba custodiando la obra.

Cambió la iluminación, y más láseres y más focos hendieron el cielo oscuro. El guardia estaba contemplando el espectáculo, y solo dejó de mirarlo cuando llegaron hasta él los visitantes. Cruzaron unas pocas palabras y los dejó pasar al otro lado de las mallas.

Gamal llegó a la tienda y apartó una lona, y se apreció que en el interior había luces. Los otros dos se colaron por la abertura, y Gamal los siguió después de echar una nueva ojeada furtiva hacia atrás. Macy se refugió de un salto tras el muro del templo, preguntándose si la habría visto; pero cayó en la cuenta de que estaba siendo una tonta pues, si la había visto, ¿qué importaba?

Volvió a asomarse. El guardia se paseaba con aire de aburrimiento, recorriendo el perímetro delimitado por la cerca de mallas de plástico. Entre los bordes de la puerta de lona, Macy percibió que había movimiento en el interior de la tienda de campaña.

El movimiento cesó.

Macy siguió observando, pero no volvió a moverse nada. ¿Qué harían allí dentro? No parecía que la tienda fuera lo bastante grande como para perder de vista a los tres hombres, a menos que se hubieran apretujado juntos en un extremo. Más bien parecía que la tienda estaba vacía; pero Macy no entendía cómo podía ser aquello. La tienda estaba adosada al muro alto.

Pero observó también otra cosa: una leve nubecilla de humo. No; más que humo, eran gases de escape que salían del extremo de un tubo. Pero no se veía ningún generador por ninguna parte.

Entonces, ¿de dónde salían los gases?

A Macy ya se le había despertado un vivo interés y rodeó la esquina, agachándose para ocultarse tras un montón de tierra. Pero comprendió enseguida que su cautela era inútil: si quería llegar hasta la obra, tendría que atravesar un amplio espacio abierto y el guardia la vería sin falta, a menos que fuera ciego.

Pero también podría pasar que se quedara cegado dentro de unos momentos.

Macy había oído el espectáculo de luz y sonido todas las noches, y ya sabía lo que venía a continuación. El narrador se disponía a contar la historia de Khufu, el constructor de la Gran Pirámide; todas las luces quedarían apagadas durante unos momentos, y después el monumento de Khufu se iluminaría a la máxima potencia.

Macy cerró los ojos; esperó… Las luces se apagaron.

Abrió los ojos de nuevo y corrió hacia la tienda de campaña pocos momentos antes de que la Gran Pirámide se iluminara como un faro. Los altavoces emitieron música dramática y retumbante, y la Gran Pirámide se hizo visible repentinamente hacia el noroeste. Macy llegó a la entrada abierta en la cerca de malla y se detuvo, patinando, tras uno de los montones de ladrillos. Se asomó por el borde y vio que el guardia contemplaba la pirámide iluminada por los focos.

Soltó un suspiro. Se sentía emocionada, por primera vez desde el día que había llegado a Egipto. No; a la llegada se había sentido, más bien, ilusionada, pero lo de ahora era una verdadera exaltación, casi infantil. ¡Qué divertido!

Miró hacia la tienda, conteniendo una risita nerviosa. Ahora que estaba más cerca, ya oía el traqueteo de un generador; pero sonaba muy lejano y con un eco extraño. Después de cerciorarse de nuevo de que el guardia no miraba hacia ella, se acercó cautelosamente hasta la tienda.

Dentro no había nadie.

—¿Qué demonios…? —se preguntó Macy en voz alta mientras se colaba dentro.

Un extremo de la tienda estaba ocupado por un cubículo improvisado con tableros de conglomerado barato. Como el cubículo venía a tener un metro de ancho, Macy dudó que Gamal y los otros estuvieran hacinados allí dentro.

Pero dejó de interesarse por el cubículo cuando vio lo que había al otro extremo de la tienda.

En una mesa hecha con un tablero sobre caballetes estaban extendidos unos planos de obra. Macy reconoció el plano que estaba encima, que representaba el complejo de la esfinge. Pero lo que le había llamado la atención no estaba en la mesa, sino más arriba, colgado de la pared de la tienda. Unas fotografías grandes, en color, ampliaciones de papiros antiguos. De los mismos papiros por los que había venido ella a Egipto.

El Salón de los Registros era un depósito de los antiguos conocimientos de los egipcios que estaría debajo de la esfinge y que, supuestamente, solo cedía en importancia ante la Biblioteca de Alejandría. Desde hacía mucho tiempo se sabía que aquello no era más que un mito. Pero en unas excavaciones arqueológicas realizadas en Gaza con patrocinio privado se habían descubierto papiros en los que no solo se describía el propio Salón, sino también el modo de acceder a él: por un pasadizo que descendía, en tiempos, entre las garras de la esfinge. Cuando se confirmó científicamente que las páginas tenían más de cuatro mil años de antigüedad, el Salón se convirtió de pronto en uno de los temas más candentes del mundo de la arqueología, y el Gobierno egipcio había otorgado a la Agencia Internacional del Patrimonio la autorización que esta había presentado para llevar a cabo las excavaciones que confirmarían si era verdad lo que se decía en aquellos códices.

Pero lo raro era que Macy sabía que la AIP solo había recibido tres códices.

Y allí había un cuarto códice.

Se acercó más, silabeando con los labios en silencio las palabras del texto mientras lo traducía para sus adentros. Su abuelo, además de historia y mitología egipcia, le había enseñado también aquella antigua lengua; Macy había terminado por elegir sus estudios influida por la afición del abuelo. El nuevo códice decía acerca del Salón de los Registros algo más de lo que sabía la AIP. No solo indicaba su ubicación, sino también su contenido. Decía algo de una cámara de los mapas; de un zodiaco que indicaba la situación de…

—¿La pirámide de Osiris? —susurró Macy con incredulidad.

Pero aquello no era sino uno más de los mitos que contaba su abuelo, ¿no? Osiris era un personaje legendario, anterior incluso a la Primera Dinastía de hace casi cinco mil años. Y los personajes legendarios no se hacían construir tumbas por todo lo alto; eso solo lo hacían los faraones.

Pero aquello era lo que decía el papiro. La pirámide de Osiris, la tumba del rey dios. No se daba a entender de ninguna manera que aquello fuera un mito; parecía que el texto describía una cosa tan real como el propio Salón de los Registros.

—Caray —se dijo Macy, dándose cuenta del alcance de aquello. Si la pirámide de Osiris existía de verdad, también habría existido el hombre que estaba enterrado en su interior. No sería un dios de leyenda sino un monarca de carne y hueso, que había quedado perdido en la noche de los tiempos hasta ahora. Si se encontrara su tumba, sería uno de los descubrimientos más grandes de toda la historia.

Consultó los planos que estaban sobre la mesa. Estaba marcada claramente la situación del túnel de acceso al Salón de los Registros, que transcurría de este a oeste, así como la excavación realizada por la AIP. Pero también aparecía otro túnel más largo que venía del norte.

El túnel pasaba por debajo de la carretera moderna y transcurría, según advirtió Macy, justo por debajo de la tienda de campaña donde estaba ella en esos momentos.

Se volvió hacia el cubículo de madera. El panel que daba hacia ella tenía bisagras y un tosco agujero que servía de picaporte. Lo abrió con suavidad.

Comprendió entonces dónde se habían metido los tres hombres. Abajo. Había una escalera de mano que descendía por un pozo, iluminado con unas luces tenues que dejaban ver el fondo, a más de siete metros de profundidad. El tubo por el que salían los gases de escape del generador subía por un rincón del pozo, y el motor ya se oía con claridad.

Y también se oían voces. Que se acercaban.

A Macy se le esfumó la emoción, que dejó paso al miedo. Alguien estaba haciendo una excavación secreta con la intención de llegar al Salón de los Registros antes que el equipo de la AIP. Querían encontrar la pirámide de Osiris por su cuenta.

Lo que quería decir que si la pillaban allí… se encontraría metida en un buen lío.

¿Qué debía hacer? ¿Decírselo a alguien…? A Berkeley, o a Hamdi. Pero había quedado claro que Gamal estaba implicado en el asunto, y lo creerían antes a él que a ella. Necesitaba pruebas…

Notó un peso en el bolsillo de la pernera de su pantalón. La cámara fotográfica.

La sacó y la encendió. Nunca se le había hecho tan larga la espera a que se extendiera el objetivo y a que se iluminara la pantalla del aparato.

Un traqueteo en el pozo. Subía alguien por la escalera de mano.

Macy, con un nudo en la garganta por el pánico que la iba dominando, tomó una foto de las cuatro páginas de papiro, y apuntó después la cámara hacia abajo para recoger el plano. Clic…

—¿Qué coño…?

El grito había salido de abajo; el acento era estadounidense. Era el tipo de la chaqueta de piel de serpiente. Había visto el destello del flash.

Otro grito. El guardia del exterior. Macy oyó el ruido sordo de sus pasos, que se dirigían hacia la tienda. El traqueteo de la escalera de mano sonaba con más fuerza, más deprisa; el hombre subía apresuradamente.

Macy echó a correr.

El guardia abrió de golpe la puerta de lona de la tienda… en el momento en que salía corriendo Macy, que lo apartó de un empellón y salió a la carrera hacia el templo. Macy había dejado atrás la cerca de mallas de plástico antes de que el guardia hubiera tenido tiempo de recobrar el equilibrio.

—¡Eh! —gritó la muchacha, con la esperanza de que la oyera alguien del equipo de la AIP; pero su voz quedaba ahogada por el ruido de la narración del espectáculo de luz y sonido. A su espalda, Shaban gritaba, ordenando que la atraparan.

El miedo la espoleaba. Rodeó las ruinas; se extendía a sus pies, en sombras, el laberinto del templo de la esfinge, iluminado por reflejos rojos y verdes que le daban un aspecto siniestro. Había alguien en la pasarela.

—¡Doctor Hamdi! —gritó Macy—. ¡Doctor Hamdi, ayúdeme!

Hamdi se detuvo con expresión de desconcierto mientras la muchacha cubría de un salto la zanja para aterrizar ante él.

—¿Qué pasa, señorita… Macy, verdad?

—¡Allí atrás! —dijo Macy, jadeante—. ¡Están excavando; quieren robar el Salón de los Registros!

—¿Qué? ¿Qué dice usted?

Macy miró atrás y vio que el guardia rodeaba corriendo el costado del templo superior y frenaba al ver a Hamdi hasta quedar detenido, vacilante.

—¡Shaban, el tipo de la cicatriz, es el que manda! Tiene un cuarto códice… ¡Le he hecho una foto!

Pulsó un botón para hacer aparecer la imagen.

—¡Mírela!

El gesto de Hamdi pasó de la confusión a la consternación.

—Ya veo. Acompáñeme —dijo; y la asió del brazo… y la apretó con fuerza, hasta hacerle daño.

—Eh, ¿qué…? —dijo Macy, intentando liberarse. Hamdi la apretó todavía más—. ¡Suélteme!

Él no le hizo caso. Apareció el tipo de la chaqueta de piel de serpiente, que gritó:

—¡Tráigala aquí arriba!

Hamdi arrastró a Macy hacia la zanja. Ella forcejeó, dirigiéndole golpes a la cara, pero él los desviaba con la mano que tenía libre. El guardia corría hacia ellos…

Macy disparó la cámara ante el rostro de Hamdi. Este vaciló, deslumbrado por el destello… y Macy le asestó con el borde duro de la cámara un golpe fuerte en el caballete de la nariz. Un golpe más, a la frente, y pudo liberarse de su mano.

El guardia salvó la zanja de un salto y le cerró el camino hacia la esfinge. Ella, en cambio, corrió por la pasarela… y vio venir hacia ella a toda prisa a los dos guardias del portón del complejo.

¡Estaban todos implicados en el asunto!

Cambió de dirección; saltó al borde superior de la pared norte del templo de la esfinge y siguió corriendo por él. Iba pisando las antiguas piedras, irregulares, desgastadas por los elementos.

—¡Id tras ella! —gritó el estadounidense.

El primer guardia subió también a la pared, siguiéndola. Los dos hombres que tenía por delante cambiaron asimismo de rumbo, con la intención de saltar la zanja que separaba el templo del nivel superior del complejo y abalanzarse sobre ella.

El muro tenía más de cuatro metros de alto; era demasiada altura para bajar de un salto.

En vez de ello, se arrojó de lo alto del muro en ángulo y alcanzó a duras penas la parte superior de los restos de una columna de piedra, un metro y medio por debajo de ella; y, acto seguido, saltó de allí a la oscuridad inferior, agitando las piernas. Sintió una explosión de dolor en ambos pies cuando dio con el suelo, y cayó; le salió despedido del bolsillo el teléfono móvil, además de algunas monedas, y todo ello se perdió a lo lejos.

El guardia saltó también del muro siguiendo sus pasos.

En ese momento cambió de pronto la iluminación y se perdieron de vista los reflejos rojos que habían iluminado la columna en ruinas que estaba más abajo. El hombre no encontró su parte superior con el pie que llevaba más adelantado. Dio con la espinilla de la otra pierna en el borde de piedra, y se desplomó dando vueltas hasta llegar al duro suelo. Soltó un aullido lastimero, sujetándose la pierna lesionada.

Macy tampoco se sentía mucho mejor. Se puso de pie jadeando de dolor. Estaba cerca de un pasadizo que conducía hasta una de las entradas primitivas del templo. Cojeando, con los tobillos doloridos, se adentró en la oscuridad más profunda de la parte posterior del alto muro del este.

Dobló la primera esquina y miró atrás. Había un guardia sobre el muro del norte, pero estaba prestando atención a su compañero herido. No la había visto. Dobló la segunda esquina…

Y se topó con unos barrotes metálicos que le cerraban el paso.

¡Mierda! Ella ya sabía que el templo estaba cerrado para los turistas con una verja; pero esta era más alta de lo que había pensado, demasiado alta para escalarla. Vio más allá a los espectadores sentados, pero estaban contemplando la esfinge, vivamente iluminada, y no las ruinas poco imponentes que había delante de esta, y entre el ruido in crescendo de la banda sonora estridente no oirían sus gritos si pedía ayuda. Pero Macy oyó a su vez otros gritos. Sus perseguidores ya estaban en el templo.

Y ella estaba en un callejón sin salida.

Los gritos sonaban más cerca.

El muro interior que estaba frente a la verja era un poco menos alto que los demás y Macy vio, a la luz que llegaba entre los barrotes, que tenía donde apoyar las manos y los pies. Escaló el muro rápidamente. Pensó que todas las horas que había pasado en el gimnasio entrenándose para el equipo de animadoras no habían sido tiempo perdido.

Se asomó por el borde superior del muro… y vio al otro lado al tipo de la chaqueta de piel de serpiente, a solo tres metros, y a otros hombres que se dispersaban por el interior del templo. Uno llegaba corriendo a la entrada del pasadizo.

Estaba atrapada…

Ascendió hasta el borde superior del muro y se tendió a lo largo, conteniendo la respiración, mientras el corazón le palpitaba con fuerza. El hombre que corría dobló la esquina, llegó hasta la verja, miró a través de ella. No vio a nadie que huyera del templo; solo había turistas que contemplaban el espectáculo, arrobados.

—¿Alguien la ve? —gritó el estadounidense, que iba arrojando luz entre las columnas en ruinas con una linterna de led, pequeña pero potente. Todos los gritos de respuesta fueron negativos.

Hamdi y Shaban llegaron junto a él apresuradamente.

—No puede haber salido —dijo Hamdi, que se sujetaba la nariz con una mano—. Todas las entradas de este lado están bloqueadas.

—¿Quién es? —preguntó Shaban, furioso.

—Es del equipo de la AIP. Macy Sharif. No es más que una estudiante.

—Por muy estudiante que sea, puede echar a perder todo el plan si sale de aquí —dijo Shaban.

—Tenemos que encontrarla —añadió el estadounidense—. Enseguida.

—¿Qué hará usted con ella, señor Diamondback? —le preguntó Hamdi.

—¿A usted qué le parece?

Sonó un ruido metálico que heló la sangre a Macy. El ruido del percutor de una pistola al montarse.

—Va usted a… —empezó a decir Hamdi, pero la impresión no le permitió concluir la frase.

—Lo que tengo bien clarito es que no estoy dispuesto a pasarme veinte años en una cárcel egipcia por culpa de una putilla estudiante.

—Doctor Hamdi, si se escapa, Gamal y usted tendrán que hacerse cargo de Berkeley —dijo Shaban—. Bobby, tenemos que mandar a gente a que vigilen su hotel, el aeropuerto, cualquier sitio donde pueda ir a pedir ayuda. ¿Es de Estados Unidos?

Hamdi asintió con la cabeza.

—Pues recurre a nuestros contactos de allí para enterarnos de dónde vive… y dónde vive su familia. Envía a gente a que vigilen sus casas, a que les intervengan los teléfonos. Tenemos que hacerla callar.

—Cuente con ello —dijo Diamondback.

Un segundo clic… Otra pistola.

Macy se echó a temblar; el terror le producía unas náuseas que le revolvían todas las vísceras. ¡Iban a matarla! Todos sus instintos la impulsaban a echar a correr; pero no se atrevió a moverse.

Uno de los guardias dijo a gritos, desde el extremo sur del templo, que el pasadizo de la otra entrada estaba vacío. Diamonback dirigió la luz de su linterna hacia el otro lado del patio.

—¿Y esas piedras de allí, junto al muro? —dijo—. ¿No podría haber subido por allí?

Caminó hacia las piedras; el taconeo de sus botas de vaquero resonaba sobre las losas de piedra.

—Acompáñalo —dijo Shaban. Macy creyó por un momento que se lo decía a Hamdi, pero se dio cuenta de que hablaba a uno de los guardias.

Era el mismo guardia que había entrado en el pasadizo tras ella. Entre el muro del este y ella no había nadie… La adrenalina pudo más que el miedo. Se incorporó de un brinco, corrió por la parte superior del muro y saltó hasta un bloque más alto.

—¡Eh!

Diamondback la había visto.

Macy soltó una exclamación de miedo, esperando recibir un tiro…, pero el tiro no llegó. El espectáculo de luz y sonido estaba terminando, y si sonaba un disparo, lo oirían centenares de personas. Se subió a otro bloque y se encontró en el borde del muro este. El suelo estaba a más de seis metros por debajo de ella.

Diamondback se subió con agilidad de lagarto al muro donde había estado escondida Macy. El guardia volvió a adentrarse corriendo por el pasadizo. Macy giró, se agachó… y se dejó caer. Se deslizó muro abajo, aferrándose convulsivamente con los dedos a las piedras desgastadas, buscando apoyos con las puntas de los pies.

Se soltó.

Sintió un nuevo dolor cuando se dio con el suelo y cayó de espaldas; pero el miedo le impedía detenerse. Se levantó rodando sobre sí misma y echó a correr por la llanura polvorienta. El público ya se marchaba, y los turistas se iban concentrando en el camino que conducía a la salida más próxima de la verja exterior.

A su espalda, el guardia escalaba la valla metálica, Diamondback llegaba a la parte más elevada del muro, la buscaba con la vista, la localizaba… y la volvía a perder, mientras ella se adentraba entre la multitud a empellones. Alguien protestó ruidosamente, pero Macy no le hizo caso y siguió adelante, agachada, sorteando los grupos de turistas. Si alcanzaba la salida, las primeras casas de las afueras de El Cairo estaban a pocos metros de la valla…

El guardia había saltado la verja. Diamondback aterrizó junto a él. Otros hombres corrían por la pasarela, por encima del templo. Macy avanzó más deprisa, apartando a la gente a empujones en su prisa desesperada por alcanzar la salida. En la puerta había dos agentes uniformados de la Policía Turística, pero todavía no habían recibido orden de detenerla. «¡Vamos, dense prisa!».

Diamondback y el guardia corrían. El guardia gritó algo a los agentes, que empezaron a mirar a un lado y a otro. Algunos turistas hicieron otro tanto, deteniéndose para enterarse del motivo del alboroto.

Se abrió un hueco entre la multitud. Macy lo aprovechó y salió corriendo por la puerta sin que ninguno de los dos agentes hubiera tenido tiempo de reaccionar. Cuando uno saltó tras ella, Macy ya había cubierto la mitad del camino hasta el callejón oscuro que separaba los dos edificios más próximos. Llegó a un cruce y se dirigió a la derecha, adentrándose más en el laberinto. Oía a su espalda un eco de pisadas. Dobló a la izquierda, y después otra vez a la derecha. «Que no sea un callejón sin salida, que no lo sea…».

Un agujero bajo y estrecho en un muro, poco antes de un cruce. Se metió por él, impulsada por un instinto irracional. Se encontró en un patio pequeño en la parte trasera de una casa. En una ventana de un piso superior se veía una luz tenue. Solo había otra salida, una puerta que daba a la casa misma.

Se apretó contra el muro con los ojos desencajados al oír que se acercaban los pasos… pero pasaron de largo, reduciendo la velocidad en el cruce. Llegaron corriendo más hombres. Taconeos. Diamondback. Macy contuvo la respiración. Si alguno se fijaba en el agujero…

Echaron a correr de nuevo, tras dividirse para seguir cada uno de los callejones. Los pasos se perdieron rápidamente en la noche.

Macy se derrumbó, jadeante.

Pasó en el patio casi veinte minutos, esperando, y solo volvió a asomar por el agujero cuando estuvo absolutamente segura de que no había nadie por ahí. El callejón estaba vacío, en silencio. Se orientó, y tomó el camino por el que se adentraba más en el barrio.

Al cabo de diez minutos de tensión insoportable, llegó a una plazuela. Al fondo había un café, del que salía un rumor apagado de música, pero lo único en que se fijó Macy fue en la caja amarilla, abollada, de un teléfono público que estaba montado en un poste próximo. Sin dejar de vigilar la calle con desconfianza, buscó en el bolsillo las monedas que le quedaban e hizo una llamada.

—Macy…, ¿eres tú?

Berkeley parecía más enfadado todavía que antes.

—Sí —dijo ella en voz baja—. ¡Van a robar el Salón de los Registros! Hay otro túnel; están excavando.

Berkeley no le prestaba atención.

—Macy, ¡vuelve aquí y entrégate a la policía ahora mismo!

—¿Que… que me entregue? ¿Qué quiere decir? Si yo no he…

—El doctor Hamdi ha accedido a no presentar denuncia por agresión; pero solo si te entregas inmediatamente y devuelves la pieza que tomaste.

—¿Qué pieza? —protestó Macy, confundida—. ¡No he tomado nada!

—¡El doctor Hamdi y el señor Gamal te vieron romper un fragmento de la esfinge, Macy! ¿Es que no tienes idea de lo grave que es eso? ¡Aquí han condenado a gente a diez años de cárcel por menos! Al huir, has empeorado las cosas; pero si vuelves ahora mismo, yo haré todo lo que pueda para apaciguar a las autoridades.

—¡Oiga, escúcheme! —exclamó ella—. ¡Hamdi está en el asunto, y Gamal también! ¡Vaya a verlo usted mismo, hay…!

—¡Macy! —gritó Berkeley—. Vuelve a la excavación ahora mismo y entrégate. De lo contrario, no podré hacer nada por ti. No hagas…

Macy colgó el aparato de golpe, dominada otra vez por un terror intenso. ¿Qué demonios iba a hacer? Shaban había enviado a gente a que vigilara el hotel. Ni siquiera podría recoger sus cosas. No tenía más que lo que llevaba puesto y lo que tuviera en los bolsillos.

Y eso no era gran cosa. La cámara de fotos, un fajo pequeño de libras egipcias, unos cien dólares americanos. Al menos, conservaba su pasaporte y sus tarjetas de crédito: eran cosas que no se podían dejar en la habitación del hotel.

Sopesó sus posibilidades. Tanto si se entregaba ella misma como si la detenía la policía, Hamdi declararía en su contra, y sin duda tendría preparados a otros muchos testigos más. Y si la atrapaban los hombres de Shaban…

Solo de pensar en ello le volvían a dar palpitaciones. Querían matarla. Y aunque consiguiera salir de Egipto, la estarían esperando en su casa, estarían vigilando a sus padres. No podía arriesgarse a implicarlos también a ellos.

Y tenía que pensar también en el plan de Shaban. Si este tenía planeado robar alguna cosa concreta y desaparecía con ella antes de que el equipo de la AIP abriese el Salón de los Registros, nadie se enteraría jamás, ya que millones de espectadores quedarían convencidos de que Berkeley era la primera persona que entraba en la cámara desde hacía miles de años. Macy tenía que avisar a alguien. Pero si Berkeley no quería hacerle caso, tendría que buscarse a otra persona, a alguien que tuviera más posibilidades de creerla y de convencer a otros para que tomaran medidas.

Macy se retiró del teléfono y se compuso la coleta con un gesto inconsciente… que, a su vez, le trajo una idea a la cabeza. Volvió a llevarse la mano al bolsillo. Además de su pasaporte, llevaba otra cosa: unas hojas de revista plegadas. Cuando las abrió, vio el rostro de una mujer atractiva, de cabellos pelirrojos, con una coleta semejante a la de Macy, que le dirigía una sonrisa.

La doctora Nina Wilde. Descubridora de la Atlántida, y de más cosas. La mujer que había servido a Macy de inspiración, cuyo ejemplo le había dado el coraje necesario para hacer aquel viaje.

Y una mujer que había anunciado grandes teorías sin que nadie la creyera… hasta que había quedado demostrado de manera espectacular cuánta razón tenía.

Contempló el retrato. Era una posibilidad remota; la doctora Wilde ya no estaba en la AIP, a raíz de alguna polémica que había tenido el año anterior. Macy se había llevado una desilusión por no haber podido conocerla en persona. Pero debía de tener todavía la influencia necesaria para ayudarla…

Si es que conseguía ponerse en contacto con ella. Que ella supiera, la doctora Wilde debía de estar en Nueva York. Y Macy, por su parte, seguía estando a menos de cuatrocientos metros de la esfinge.

«Paso a paso», se dijo; y se puso en camino hacia el centro de El Cairo.

 

1 Diamondback o «lomo de rombos», nombre común de algunas variedades del crotalus atrox, la mayor serpiente venenosa de Norteamérica. (N. del T.).