13

Osir condujo a Nina a través de la torre del homenaje hasta llegar al patio, seguidos ambos por Shaban. Al entrar, Nina había pasado junto a la pirámide de cristal negro y el helipuerto contiguo; pero solo ahora pudo dedicar toda su atención a la estructura. Al observarla desde la base, la superficie desnuda e inclinada y las aristas convergentes engañaban al sentido de la perspectiva, de modo que resultaba difícil hacerse una idea de su tamaño verdadero. Pero era más alta que cualquiera de los torreones del castillo, que medían unos veinticinco metros de altura.

—¿Una pirámide en Suiza? —comentó ella cuando se acercaban—. Está un poco fuera de lugar.

Así era, como mínimo: a diferencia de la pirámide de cristal del Louvre, la construcción de Osir estaba absolutamente desproporcionada en relación con su entorno, y dominaba todo el castillo.

—Yo creo que encaja bien en el paisaje —respondió Osir—. Es una de las muchas cosas buenas que tiene Suiza. Aunque he de reconocer que si vine aquí en un primer momento fue por el sistema fiscal.

—Yo creía que las religiones estaban exentas de pagar impuestos… —dijo Nina; había estado a punto de decir las sectas en vez de las religiones, pero optó por no provocar a Osir.

—En la mayoría de los países lo están… después de ser aceptadas como legítimas; y eso cuesta mucho tiempo y trabajo. Yo fundé el Templo Osiriano hace quince años, pero solo hace cinco que ha empezado a extenderse por el mundo. Pero tengo otras inversiones que, por desgracia, no están exentas de impuestos… a menos que uno tenga su sede central en Suiza y contrate a unos contables muy hábiles y muy bien pagados.

La zona despejada del patio ante la pirámide, que estaba vacía a la llegada de Nina, estaba ocupada ahora por unos treinta hombres que vestían camisetas y calzones negros y hacían gimnasia. Diamondback, que por una vez no llevaba puesta su chaqueta de piel de serpiente, daba las órdenes como un sargento instructor. Shaban se desvió para intercambiar unas breves palabras con el estadounidense, quien miró a Nina con odio; mientras hablaba Shaban, todos los hombres se pusieron firmes.

—Parece que tenéis un pequeño ejército privado —dijo Nina.

—Fue idea de Sebak —dijo Osir, mientras su hermano volvía a unirse a ellos—. Para protegernos. El Templo atrae a veces actos violentos…, como quizá hayas visto por ti misma —añadió, sonriendo.

Llegaron a la pirámide. Las puertas de cristal integradas en su superficie se deslizaron para dejar al descubierto un elegante vestíbulo en el interior. Las personas que estaban dentro hicieron respetuosas reverencias a Osir, mientras este acompañaba a Nina hasta un ascensor. Lo desconcertante era que las paredes anterior y posterior del ascensor estaban inclinadas en el mismo ángulo de la cara de la pirámide; el ascensor tenía perfil de paralelogramo, y ascendía siguiendo el mismo ángulo oblicuo. Era un empleo muy poco eficiente del espacio, pues de aquella manera solo podía entrar un número reducido de personas en la cabina, a pesar de su gran volumen; pero Nina sospechó que a su anfitrión le interesaban más las formas que la funcionalidad.

Shaban entró en el ascensor tras ellos y siguió observando a Nina con frialdad durante la ascensión. Las paredes de cristal permitieron a Nina contemplar algunas partes del interior de la pirámide mientras subían. La más imponente era una cámara enorme: un templo. Pero, a diferencia de la sala que había visto ella en París, en esta los jeroglíficos estaban tallados con láser en paneles de cristal, y las altas estatuas de dioses egipcios estaban cromadas y relucientes.

—Esta es la sede central del Templo Osiriano —anunció Osir con orgullo—. También es la sede central del Grupo de Inversiones Osiris, S. A. Tiene oficinas más corrientes en Ginebra y en otras ciudades, pero todas se dirigen desde aquí.

—¿Llevas una religión y una empresa desde un mismo edificio?

—Las dos cosas se parecen más de lo que podrías figurarte —repuso él, sonriendo—. La fidelización del cliente, la cuota de mercado, la rentabilidad de la inversión…, todos estos aspectos son cruciales.

El alto salón se perdió de vista, y el ascensor pasó ante dos niveles de oficinas antes de detenerse.

Nina percibió en el ambiente un olor fuerte y característico, el de la levadura.

—Aquí huele como si tuvieses también una panadería.

Osir se rio.

—No exactamente. Pero el pan ha desempeñado un papel importante en mi vida. Mi padre era panadero, ¿sabes? Yo me crie haciendo pan. Él pensaba que yo llevaría adelante el negocio… —comentó Osir mientras salían del ascensor; durante unos momentos dio la impresión de que se había dejado llevar por la nostalgia.

—Sí —dijo con sarcasmo Shaban, que ya había superado su ataque de ira—. Estoy seguro de que preferirías con mucho estar amasando pan a vivir en un castillo suizo.

—El destino tenía otros planes. Por aquí, Nina, por favor.

Entró por una puerta siguiendo a Osir. El olor penetrante de la levadura se hizo más fuerte. Accedieron a una habitación cuya pared del fondo era de vidrio reforzado, por el que se podía ver una sala que ocupaba la cúspide de la pirámide y que parecía una combinación de cocina y laboratorio. Trabajaban allí varias personas que llevaban batas blancas y mascarillas; unos con ordenadores y con microscopios, otros atendían hornos y grandes cubas de acero reluciente.

—Vale —dijo Nina, que ya no entendía nada—. ¿Y esto es…?

—Esto es la causa por la que estoy buscando la pirámide de Osiris —dijo Osir—. ¿Qué sabes de los telómeros?

Nina abrió los ojos con asombro, sorprendida por aquel giro brusco de la conversación.

—Esto… Tienen algo que ver con las células, pero no sé nada más —reconoció—. Soy arqueóloga, no bióloga.

—Ay, Nina, uno no debe limitar el alcance de sus conocimientos —la reprendió Osir, sacudiendo la cabeza—. Mírame a mí. Yo era panadero; me hice actor; después, me hice empresario, y después, líder religioso… Pero también me he convertido, a un modesto nivel, en experto en el estudio de la prolongación de la vida.

—¿La prolongación de la vida? —repitió Nina, procurando disimular su escepticismo.

—Sí. En última instancia, es el objetivo fundamental del Templo Osiriano: evitar el envejecimiento, evitar la muerte. Hacernos tan inmortales como Osiris. Empecé a interesarme… a obsesionarme por ello cuando era actor. Más que actor: estrella de cine. Quizá no haya alcanzado la fama mundial de las estrellas de Hollywood —dijo, con una sonrisa de falsa modestia—, pero es bien cierto que todo el mundo en Egipto conocía mi cara cuando yo era más joven.

—Y querías que siguiera pareciendo joven.

—¡Por supuesto! ¿No lo querrías tú?

—No sé… —dijo Nina—. Cuando yo tenía veinte años era más bien feúcha. Prefiero el aspecto que tengo ahora que soy algo mayor.

—¡Entonces, eres una mujer muy afortunada… y muy poco común! —dijo Osir, riendo—. Pero lo único que quiere decir eso es que estás contenta tal como eres ahora. A cada momento que pasa, te estás alejando de esa imagen… y tu propio cuerpo trabaja en tu contra. Cada una de las células de tu cuerpo se está destruyendo a sí misma poco a poco, sin que tú puedas hacer nada por evitarlo. A menos… —añadió, señalando las cubas con un gesto dramático del brazo—, a menos que puedas detener la autodestrucción de tu cuerpo… e invertirla.

—Entonces, ¿se trata de eso? —le preguntó ella—. ¿Estás preparando un… un elixir de la inmortalidad?

Nina no había podido disimular el escepticismo en su voz en esta ocasión.

—Ya conozco ese tonillo —dijo Osir, no con reproche, sino con resignación—. Pero sí: eso es lo que intento hacer. Me gusta mi vida… ¡y quiero que me siga gustando! Empecé con tratamientos sencillos, tales como las dietas y los programas de ejercicios; después, pasé a las vitaminas, a los antioxidantes, a las hormonas…

—Las que vendes a los seguidores del Templo Osiriano.

—Sí. Cada sucursal del Templo compra los productos a las empresas subsidiarias del GIO en todo el mundo, que las producen bajo licencia de la empresa matriz. Pero… —siguió explicando con un brillo en los ojos— lo bueno es que las licencias cuestan más que el precio de mayorista al que venden los productos las subsidiarias a los Templos. De modo que, sobre el papel, todas las empresas subsidiarias operan con pérdidas…

—Y, si operan con pérdidas, no pagan impuestos sobre los beneficios de sociedades.

—Exactamente. Mientras tanto, los templos venden los productos con beneficios, pero tampoco pagan impuestos porque son organizaciones religiosas. En realidad es mucho más complicado que todo esto, claro está; ¡ya te he dicho que tengo un equipo muy caro de contables y de abogados que se encargan de que no me alcancen los recaudadores de impuestos! Pero todo es legal. Al menos, es legal según la letra de la ley.

—Es un sistema imponente —dijo Nina; aunque le habían venido a la cabeza otros adjetivos, entre los que destacaba el de turbio.

—Gracias —dijo Osir, que parecía sinceramente satisfecho—. Pero acabé por darme cuenta de que aquellos tratamientos solo podían servir hasta cierto punto, por un hecho genético sencillo. Los telómeros forman parte de los cromosomas que están en todas las células del cuerpo, son como una especie de tapón en el extremo del cromosoma. Cada vez que se replica la célula, los telómeros se acortan un poco más. Son un mecanismo de control: sirven para evitar que las células se repliquen de manera incontrolada, como sucede en el cáncer; pero también tienen un defecto.

Nina lo entendió.

—Si se acortan cada vez que se replican, acabarán por agotarse del todo —dijo.

—Así es. Y cuando sucede esto, la célula envejece… y muere. Es un proceso constante e inexorable. Por muy sana que sea la vida de una persona, lleva incorporada en el cuerpo una fecha de caducidad. Pero hay una manera de cambiar todo esto —añadió Osir, mirando hacia el laboratorio.

—¿Con levadura?

—Con un tipo de levadura muy especial. ¿Sabías que solo se ha clasificado un uno por ciento de todas las especies de levaduras que existen? Son unos microorganismos muy sencillos, pero también son muy variados. Algunas levaduras pueden servir para elaborar biocombustibles; otras, para disgregar sustancias químicas peligrosas o para introducir dosis de medicamentos en zonas concretas del cuerpo; y, naturalmente —añadió con una sonrisa—, hay otras que solo sirven para hacer pan. Y la que yo busco es una de estas.

Nina lo miró con extrañeza.

—¿Quieres encontrar la pirámide de Osiris… para poder hacer pan?

—¡Ah! Te has creído que estoy… ¿cómo lo dirían en Estados Unidos? ¡Majareta, eso es! —exclamó, riendo de nuevo—. No es un pan cualquiera, Nina —dijo, poniéndose más serio, más intenso—. Es un pan especial; un pan que estaba reservado para los antiguos monarcas de Egipto… y para los dioses. El pan de Osiris.

Estas palabras hicieron recordar algo a Nina.

—Espera un momento —dijo—. Macy dijo que el códice que no entregaste a la AIP decía algo del pan de la vida.

Osir asintió con la cabeza.

—El códice que me dio a conocer la pirámide de Osiris… y lo que hay en ella. Hay tesoros, sí; está el sarcófago del propio Osiris… Pero el objeto más valioso que contiene su tumba es también el más sencillo. El pan. La levadura. La levadura que convirtió a un hombre corriente en una leyenda inmortal.

—¿Estás diciendo que esa levadura lo volvió inmortal?

Osir negó con la cabeza.

—No en el sentido en que nosotros emplearíamos el término. ¿Cuál era la esperanza de vida en el Antiguo Egipto? ¿Cuarenta años? ¿Cuarenta y cinco, a lo sumo? A una persona que alcanzara los setenta la considerarían increíblemente anciana; y si esa persona era un rey, lo tendrían por inmortal.

—Puedo aceptarlo —dijo Nina, un poco a regañadientes—; pero ¿cómo podría servirle la levadura para vivir tanto tiempo?

—Como ya he dicho, hay muchos tipos distintos de levaduras.

Osir señalo a un científico con barba que trabajaba ante un ordenador.

—El doctor Kralj y su equipo están elaborando la secuencia del código genético de determinados tipos de levaduras, y buscan la que ellos consideran que es la secuencia ideal. Puede que la descubran mañana mismo… y, en tal caso, yo no tardaría en convertirme en el hombre más rico del mundo. O bien, puede suceder que la búsqueda dure cien años; y, para entonces, yo habré muerto, por mucho que siga mis propias enseñanzas. De manera que prefiero encontrar la cepa original, que está en la pirámide de Osiris.

—¿Crees, entonces, que la levadura que empleaban para hacer el pan especial y privado de Osiris es una especie de… no sé, de cepa mutante que prolonga la vida?

—No todas las levaduras son buenas. Algunas son organismos patógenos cuyas esporas pueden infectar el cuerpo humano, o son portadoras de virus. Pero la levadura que se empleaba para elaborar el pan de Osiris era distinta. Es portadora… pero no de un virus. Porta una enzima llamada telomerasa, que repara y reabastece los telómeros.

Nina vio cómo casaban todas las piezas.

—Los rellena —dijo ella—; les impide que se acorten cuando se replican las células.

Abrió los ojos con admiración cuando comprendió todas las consecuencias de aquello.

—Las células vivirían para siempre —añadió—. No morirían nunca.

—Y los que la comieran también vivirían para siempre —concluyó Osir con una sonrisa triunfal—. La levadura aportaba la enzima que reabastecía las células de Osiris y le desaceleraba el envejecimiento, o incluso se lo detenía del todo. A ojos de su pueblo, se hizo inmortal.

—Y si los faraones sabían que comiendo ese pan se vivía más tiempo, se lo reservarían para ellos solos, naturalmente —observó Nina.

Pero se le ocurrió una cosa que le hizo fruncir el ceño.

—No obstante, ¿la levadura no moriría al cocerse el pan?

—Mi hermano y yo entendemos un poco de panadería —replicó Shaban con desdén sarcástico.

—Las temperaturas que se alcanzaban en los hornos de adobe que se empleaban en el Antiguo Egipto eran imprevisibles —le explicó Osir—. A veces, la levadura sobrevivía de alguna manera. Y si los panaderos sabían que la levadura era la clave de la larga vida, procurarían que sobreviviera tanta levadura como fuera posible. Quizá el pan no estuviera tan sabroso —añadió con una sonrisa irónica—; pero ¿qué importa eso, si a cambio se tiene la vida eterna?

—Tampoco sería eterna —observó Nina—. Todavía podías morirte de una enfermedad, o te podía atropellar un camello. El Antiguo Egipto estaba lleno de peligros.

—Pero el rey sabio sabe guardarse de los peligros —dijo Osir—. Y Osiris era el rey más sabio de todos. De lo contrario, no lo habrían hecho dios.

—Así que ¿piensas encontrar su tumba y cultivar una nueva cepa de la levadura?

—Sí. Las esporas de levadura son capaces de sobrevivir por un tiempo indefinido. Aunque los sacerdotes no hubieran dejado en la tumba pan para que Osiris se alimentara en la otra vida, todavía quedarían restos en los vasos canópicos donde depositaron sus órganos. Estoy seguro de que encontraremos muestras, de una manera o de otra. La cepa original se ha perdido en el tiempo, como tantas otras cosas, pero aquí podremos hacerla vivir de nuevo —añadió, mirando hacia el laboratorio—. Y, con un poco de modificación genética, hará de mí un personaje tan venerado como el propio Osiris.

Nina lo miró con desconfianza.

—¿Modificación genética? —preguntó.

Shaban tenía la boca contraída con severidad.

—Creo que ya le has contado lo suficiente, hermano —dijo.

Osir le dirigió una mirada de irritación, pero esta vez le hizo caso.

—A Sebak no le falta razón —dijo a Nina, recobrando la afabilidad condescendiente—. Nuestros pequeños secretos industriales no vienen al caso. Baste decir que ofrecer al mundo la inmortalidad aportará grandes beneficios.

—Sí; estoy segura de que serás muy rico y muy poderoso. Solo que… —añadió con una sonrisa de astucia, con la que procuraba disimular su desprecio— solo que no puedes hacer nada mientras no encuentres la pirámide de Osiris. Y con esto volvemos a nuestro trato. Como ya he dicho, quiero mi parte. Teniendo en cuenta lo que puedes ganar, pienso que sería justo hablar de millones. De millones de dólares, quiero decir; no de millones de libras egipcias.

Shaban soltó un bufido de indignación, pero Osir asintió con la cabeza.

—Si me ayudas a conseguir lo que quiero, también tú serás muy bien recompensada.

—Me alegro de oírlo —dijo Nina—. ¿Hay trato, entonces? —añadió, tendiéndole una mano.

—Jalid, ¡no estarás hablando en serio! —protestó Shaban—. ¡Quiere engañarte! ¿Por qué no me haces caso?

Osir miró fijamente a su hermano.

—Porque estoy dispuesto a asumir el riesgo de suponer que está diciendo la verdad. Ese es tu problema, Sebak: nunca has sido jugador. Solo te atreves a actuar cuando estás seguro del éxito. Pero yo asumo riesgos… A veces pierdo, pero cuando gano… ¡este es el premio! —exclamó, señalando la pirámide que los rodeaba—. Si no se corren riesgos, no se consigue nunca nada.

—El riesgo es grande —dijo Shaban con enfado.

—Pero yo voy a asumirlo —dijo Osir.

Se volvió hacia Nina.

—Nina, estoy dispuesto a aceptar tu palabra —le dijo—. Encuéntrame la pirámide de Osiris y tendrás todo lo que quieras.

Le tendió la mano. Pero cuando Nina se disponía a estrechársela, Osir la levantó de pronto, apuntándola al corazón con el índice.

—Pero, si intentas engañarme… —le dijo, dirigiendo a Shaban una mirada significativa.

—La encontraré —dijo ella, sin dejar de tenderle la mano a su vez.

Al cabo de un momento, Osir sonrió y estrechó la mano a Nina.

—Entonces, tenemos trato —dijo—. Excelente.

Shaban apartó la vista, disgustado.

Nina se liberó de la mano de Osir.

—De acuerdo, entonces —dijo—. Si me enseñáis el zodiaco…

—No está aquí —dijo Osir con una risita.

Nina sintió un escalofrío.

—¿Cómo?

—Como tengo cosas que hacer en Mónaco, mi gente está montando el zodiaco en mi yate: quiero estar presente mientras se descifran sus secretos. Tú vendrás conmigo —dijo a Nina—. ¡Es un yate muy bonito! —añadió, al ver su cara de incertidumbre.

—No tendrías pensado reunirte con nadie más, ¿verdad? —le preguntó Shaban con desconfianza de depredador—. ¿Con tu marido, por ejemplo?

—Ay, Dios, no. Ese pesado —respondió Nina, haciendo un gesto de desprecio con la mano.

Se dirigió de nuevo a Osir.

—Entonces, decías que tienes un yate, ¿no?

Macy se paseaba de un lado a otro, junto al coche alquilado, mirando con angustia hacia el castillo, sobre el lago, en busca de alguna señal de movimiento… o de Nina. No vio ninguna de las dos cosas. Más paseos… hasta que, por último, no pudo soportarlo más y abrió la puerta del coche.

—¿Cómo es capaz de quedarse allí sentado sin más?

—Porque es más cómodo que estar de pie… —propuso Eddie.

—¡Usted ya me entiende! ¡Su esposa está allí dentro! ¿Por qué no se preocupa por ella?

—Sí que me preocupo por ella.

—¡Pues no lo parece! ¿Qué pasa, se trata de la célebre flema británica?

—Pasa y siéntate.

Macy, enfadada, subió al coche y cerró la puerta de un portazo.

Pero la verdad era que, en efecto, Eddie estaba preocupado por Nina. Como ya le había dicho en París, ir a verse con Osir en persona no solo era meterse en la jaula de los leones, sino llevar puesta, además, una chaqueta hecha de carne y una camiseta que dijera Leoncitos a mí.

Pero ella le había presentado, a su vez, sus argumentos: que permitir que Osir saqueara la pirámide de Osiris sería una tragedia para la arqueología; que el que una secta peligrosa se hiciera con una inmensa fortuna tenía que ser malo; que si él mismo no quería desquitarse un poco después de todo lo que les habían hecho pasar Osir y Shaban. Eddie no pudo negar que esto último tenía su encanto. Aquello no quería decir que le gustara el plan de Nina. Pero ahora que ya estaba en marcha, no les quedaba más opción que esperar.

—¿Cómo lo soporta? —le preguntó Macy, interrumpiendo el silencio.

—¿Cómo soporto qué?

—Esperar… sin más.

—Tampoco puedo hacer gran cosa, ¿no? Y tú fuiste la primera que apoyaste su idea de meterse allí, maldita sea. ¿Es que te habías creído que iba a llamar a la puerta tranquilamente, a decirles «hola, he venido a ver vuestro zodiaco» y a volver a marcharse al rato?

—¡Pero ya lleva más de dos horas allí metida! Ay, Dios mío, ¿y si le ha pasado algo? Puede que esté…

—No lo está —dijo Eddie con firmeza, con la esperanza de no equivocarse—. Vale, ¿quieres que te explique cómo soy capaz de soportar el estar esperando de esta manera? Porque estoy acostumbrado.

—¿Qué quiere decir?

—El trabajo de soldado no solo consiste en ir por ahí pegando tiros a la gente. Durante el noventa y nueve por ciento del tiempo, es un coñazo. Vas a un sitio y te pones a esperar a que pase algo. Lo que suele pasar es que al final te dan orden de ir a otro sitio, y una vez allí te tienes que poner a esperar otra vez.

—Entonces, ¿qué hace uno para entretenerse?

—Nada. Y ¿sabes por qué?

Macy negó con la cabeza, intrigada.

—Porque, cuando haces algo para distraerte del aburrimiento, también te distraes de lo que se supone que estás esperando.

—Y ¿qué es eso?

—La acción —dijo Eddie con una leve sonrisa—. Si te pones a charlar con tus compañeros, o a oír música en tu iPod, o lo que sea… será entonces cuando asome algún gilipollas con su AK y te reviente la cabeza de un tiro… Y tú no lo habrás visto venir siquiera.

—Ah —comentó Macy.

Parecía que aquella perspectiva no le entusiasmaba.

—Así que sí; cuando estás en zona de combate, esperar sin hacer nada es una lata. Pero por eso lo soporto; porque así, cuando llegue a pasar algo, estaré preparado para lo que venga.

—Entendido —dijo Macy—. Aunque, la verdad, creo que yo no tengo madera de soldado. Un momento… —añadió, ladeando la cabeza—. Entonces, ¿por qué está usted charlando conmigo ahora mismo?

Eddie sonrió.

—Porque esto no es zona de combate. De momento —comentó, echando una mirada hacia el castillo.

Macy no supo qué responder a aquello, pero el zumbido del teléfono de Eddie hizo olvidar a ambos el tema inmediatamente. Eddie activó el altavoz del aparato.

—¡Nina! ¿Estás bien?

La respuesta fue un cuchicheo precipitado.

—Sí. Creo que Osir me ha creído.

—¿Solo crees?

—Bueno, ¡no me hizo matar allí mismo! Escucha, no puedo hablar mucho tiempo… Estoy en el baño, y sospecharían.

—¿Ha visto el zodiaco? —preguntó Macy.

—No; no está aquí.

Eddie miró a Macy con desánimo.

—Jod…

—No empieces —dijo Nina, interrumpiéndolo—. Está en su yate, en Mónaco. Vamos allí. Tiene un jet privado en el aeropuerto de Ginebra.

—¿Y cómo voy a dar contigo si estás en un condenado barco?

—¡No lo sé! Tal vez pueda… Maldita sea, ¡tengo que cortar! ¡Hasta pronto, te quiero, adiós!

—Yo también te quiero —dijo Eddie cuando la comunicación ya se había cortado. Miró a Macy, que se había llevado una mano a la boca en gesto de preocupación.

—Bueno, qué estupendo, joder.

—Sabe… ¿sabe que usted no quería que ella se metiera allí, y que yo no decía más que «no; tenemos que encontrar la pirámide antes que él»? —dijo Macy—. Bueno, pues ahora pienso que, vale, que quizá me equivocaba.

—Ya es un poco tarde —refunfuñó Eddie.

Dio un puñetazo al volante.

—Mierda —exclamó—. Mónaco está a más de quinientos kilómetros. Tardaremos cinco horas como mínimo en llegar allí pasando por los condenados Alpes. Seguramente más, con todo el tráfico de los que van a ver el Gran Premio de Fórmula 1.

Eddie percibió el ruido lejano de un helicóptero que subía por el valle y se dirigía al castillo.

—Y ellos tardarán menos de una hora en llegar.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Macy.

—Llegar allí lo más deprisa posible y esperar a que ella nos llame —dijo Eddie con seriedad, encendiendo el motor del coche—. No podemos hacer otra cosa.

Salió a la carretera e hizo girar el coche, con un crujido de gravilla bajo las ruedas, para emprender el camino del sur.