15

A pesar de toda la fama y el glamour de Montecarlo, el ambiente de la mayoría de sus casinos es mucho más corriente de lo que cabría esperar. Aunque la imagen que dan muchas películas (y la que quiere fomentar la Oficina Turística de Montecarlo) es de caballeros de esmoquin, damas con diamantes y fortunas ganadas a una carta o con un giro de la ruleta, lo que más se ve, en realidad, son hileras y más hileras de máquinas tragaperras informatizadas. Mónaco, como Las Vegas, ha descubierto que, si bien los jugadores más adinerados quedan bien en la gran pantalla, en realidad se pueden sacar muchos más beneficios de un flujo constante de turistas corrientes que no dominan en profundidad los juegos de azar, y que llegan dispuestos a saciar su hambre y su sed en los caros restaurantes y bares de los propios casinos.

Pero el último establecimiento que había abierto sus puertas en el principado había optado por reconstruir la fantasía idealizada de lo que había sido la Riviera en otros tiempos. El Casino d’Azur era una vuelta intencionada a los tiempos en que pertenecer a la jet set era algo con lo que la gran mayoría solo podía soñar7, y no, como ahora, una actividad casi cotidiana en la que hay que soportar comidas escuetas y que te confisquen el cortaúñas. Las máquinas tragaperras seguían estando presentes, pero de manera relativamente discreta, y los juegos de azar más tradicionales ocupaban el primer plano y el lugar más destacado.

Nina miró a su alrededor cuando entró con Osir en una de las salas principales del casino. Aunque no era nada aficionada al juego (a lo más que llegaba era a comprarse un billete de lotería de vez en cuando), no pudo menos que dejarse impresionar por la labor de los arquitectos y los decoradores. El D’Azur era un homenaje rococó a aquella época en que Mónaco había empezado a atraer a los ricos y a los aficionados a jugarse el dinero, y no se había reparado en gastos a la hora de decorarlo con la máxima autenticidad, desde las arañas de cristal suspendidas a baja altura hasta las mesas de juego de maderas nobles, lacadas en tonos oscuros.

—Caray —dijo Nina—. Este lugar tiene un aspecto impresionante.

—Y tú también, Nina —dijo Osir.

Nina sintió que se sonrojaba a pesar suyo. Por una parte, se sentía rara y estúpida, vestida como iba con un traje de noche de seda azul, y con un elegante peinado con moño alto. Por otra parte, no podía negarse lo emocionante que era salir una noche a una fiesta en Mónaco… por mucho que la compañía no fuera de su gusto. En el séquito de Osir, además de varios guardaespaldas corpulentos, figuraban también Shaban y Diamondback. Este último se había avenido a regañadientes a complementar con una corbata su chaqueta de piel de serpiente, para cumplir con las normas de etiqueta de la velada.

—Gracias —dijo Nina.

El propio Osir estaba muy apuesto con su esmoquin blanco. Con su porte lleno de aplomo y seguridad en sí mismo no había el menor peligro de que lo tomaran por un camarero. Condujo a Nina entre las mesas de juego hasta unas puertas laterales. Allí, un miembro del personal del casino lo reconoció y les permitió el paso.

Las puertas daban a un patio. Uno de los lados de este daba a la plaza del Casino y al circuito de carreras, del que solo lo separaba una cerca ligera de cordones. Ahora que habían terminado los entrenamientos oficiales, la pista se había abierto de nuevo al tráfico; se había retirado una parte de los guardarraíles para permitir el acceso al casino. Nina observó a los transeúntes con la esperanza de ver a Eddie, pero no vio ningún rastro de él ni de Macy.

Un ruido ensordecedor llamó la atención de todos. Acababan de poner en marcha el motor de un monoplaza de Fórmula 1, con los colores verde y oro de la escudería Osiris; el joven piloto, rubio y de rasgos aguileños, pisaba el acelerador mientras dedicaba una sonrisa a Osir.

—¡Damas y caballeros! ¡Parece que uno de los pilotos está impaciente por comenzar la carrera! —proclamó Osir con voz resonante, despertando risas entre los asistentes a la fiesta. Se acercó al coche y dio la mano al piloto—. ¡Saluden todos a Mikko Virtanen…, que no solo estoy seguro de que ganará el Gran Premio de mañana, sino de que pronto será campeón mundial!

Los invitados lo aclamaron; el ruido del motor se redujo al rumor del ralentí, y Osir se puso a pronunciar un discurso, en calidad de patrocinador principal de la escudería. Nina volvió la vista hacia la plaza del Casino. Seguía sin ver a Eddie. Se volvió de nuevo hacia Osir… y descubrió que había aparecido ante ella Diamondback, que le dedicaba una sonrisa burlona.

—¿Buscaba usted a alguien, señorita? —le preguntó Diamondback.

—A cualquiera que no sea usted.

—Ay, qué mala pata. Pues va a seguir viéndome, porque el señor Shaban me ha encargado que siga de cerca a la invitada especial del señor Osir y que me asegure de que no se mete en… líos.

—Le aseguro que no tengo ninguna intención de meterme en ningún lío —replicó ella con acidez—. Y menos con el señor Osir.

—Se va a llevar una gran desilusión cuando se entere —dijo Diamondback, riendo, antes de volver a reunirse con Shaban, quien observaba a Nina con evidente desconfianza.

Osir concluyó su discurso y, después de cruzar frases de cumplido con algunos invitados, volvió con Nina.

—Aquí fuera hay un poco de ruido —dijo—. Creo que habrá más silencio en el salón de baile.

Nina se quedó algo sorprendida cuando Osir la tomó de la mano para acompañarla hasta el otro lado del patio, pero no protestó. Shaban, Diamondback y los guardaespaldas los siguieron, mientras el monoplaza volvía a revolucionar el motor.

Aun entre el ruido propio de una tarde animada en la plaza del Casino, Eddie pudo oír el rugido característico de un motor de ocho cilindros en V, que procedía del Casino d’Azur.

—Parece que es aquí.

Mientras cruzaban la calle, Macy miraba el edificio con inquietud.

—Espero que la doctora Wilde esté bien —dijo.

—Debería estarlo, al menos de momento. Osir no la habría traído aquí si ella no lo hubiera convencido de que es capaz de interpretar el zodiaco. Lo difícil será sacarla cuando lo haya hecho.

—Entonces, ¿cuál es el plan?

—Encontrarla. Después… ya te lo iré diciendo a medida que se me ocurra.

—Eso no me llena de confianza.

Eddie sonrió.

—Confía en mí. Ya he hecho cosas así antes.

—Y ¿cómo han salido?

—Suelen terminar con explosiones de helicópteros.

Macy soltó una risita, pero se puso seria de pronto.

—No lo ha dicho en broma, ¿verdad?

—Tú acuérdate de tirarte al suelo cuando yo te lo diga.

Llegaron a la entrada del casino.

—Muy bien —dijo Eddie—, ¿tienes tu pasaporte?

El derecho de admisión a los casinos de Mónaco se ciñe a reglamentos estrictos. Los ciudadanos del país, los monegascos, tienen prohibido el acceso a esas mismas instituciones de las que su Gobierno obtiene una buena parte de sus ingresos. Y también había que tener en cuenta las normas de etiqueta; pero Eddie y Macy ya iban vestidos para la ocasión. Él llevaba un esmoquin negro; ella, un minivestido escotado, de una tela muy ceñida, con visos y reflejos metálicos. Eddie le había pedido que eligiera algo que no llamara la atención, pero Macy se había limitado a alegar que, ya que pagaba ella, no estaba dispuesta a dejarse ver con ropa birriosa.

La muchacha entregó su pasaporte a Eddie.

—Tenga —le dijo—. ¿Me lo puede guardar? Casi no me cabe en el bolso.

—Nunca he entendido esa costumbre de las mujeres —repuso Eddie—. Siempre acarreáis un montón de trastos, pero tenéis que meterlos en un bolso del tamaño del escroto de un hámster.

Mientras decía esto, abrió el pasaporte por mera curiosidad para ver la foto de Macy…, pero vio en la página otra cosa que le hizo soltar una carcajada.

—¡No, no lea eso! —chilló Macy, pero ya era tarde. Eddie había leído su nombre completo.

—¿Macarena? ¿Te llamas Macarena de verdad? —dijo él, alegremente—. Como la de… —Tarareó unas cuantas notas desafinadas, hizo un breve paso de baile y exclamó por fin—: ¡Ay, Macarena!

—¡Calle! ¡Ya! —exclamó Macy, cortante—. Odio esa canción. Salió cuando yo era niña, y mi vida fue un infierno desde entonces. Así que me llamo Macy y nada más, ¿vale? No me llame eso otro, o le doy una patada en el trasero.

Macy se dio cuenta de a quién estaba amenazando, y se lo pensó mejor.

—Vale —añadió—. Eso no va a pasar; pero me enfadaré mucho con usted. Y tampoco se lo diga a la doctora Wilde.

—Ni soñarlo —dijo Eddie, aunque ya estaba tramando cuál sería la manera más divertida de decírselo a Nina.

Enseñó los pasaportes de ambos a los porteros, y se le ocurrió preguntarles por dónde se iba a la fiesta de la escudería Osiris. Se lo señalaron. Siguiendo las indicaciones, llegaron ambos a la sala de juego. Eddie oía el motor del monoplaza de carreras en el exterior, a pesar de que las altas ventanas estaban cerradas y cubiertas con cortinas, según la costumbre invariable de los casinos, que siempre procuran aislar a los jugadores de los ciclos del día y de la noche para que pierdan la noción del tiempo mientras juegan.

Ante la puerta que daba al patio había otros dos porteros que les impidieron el paso, con cortesía pero con firmeza, al ver que no tenían invitación. Eddie miró entre ellos y no vio rastro de Nina ni de Osir, aunque sí advirtió que la gente iba pasando por una puerta hacia otra parte del casino.

Eddie vio, tras las hileras de máquinas tragaperras que estaban dispuestas a lo largo de la pared de la sala, otra salida, en la que montaban guardia otros dos empleados del casino. Por la situación de las puertas, supuso que daban a la sala donde entraban desde el patio los invitados. Cuando Macy y él pasaron por delante, oyeron música al otro lado.

—La fiesta debe de ser allí dentro —dijo, mientras se dirigían hacia el fondo de la sala de juego.

En un rincón había una puerta, y vio que entraba por ella un empleado del casino. En la puerta no había teclado para clave ni cerradura con tarjeta magnética; se abría con un llavín corriente, por lo que no debía de dar acceso a ninguna de las zonas seguras donde se manejaba el dinero.

—Voy a colarme en la fiesta —dijo.

—Ah, yo soy experta en eso —dijo Macy—. Lo sigo.

—No, no me sigues —repuso Eddie; y, al ver que Macy se disponía a objetar, le explicó—: Osir debe de tener allí a su propia gente de seguridad, y no quiero darles la oportunidad de que te atrapen. Si pasa algo estando aquí, al menos puedes montar un escándalo. No se atreverán a hacer nada en público.

—¿Y si lo atrapan a usted?

—Lo lamentarían. Espera aquí y estate atenta por si vuelvo.

Aquello molestó a Macy, pero la muchacha se quedó donde estaba mientras Eddie se apartaba, fingiendo interesarse por una partida de blackjack en una mesa próxima, sin dejar de observar la puerta del rincón.

Al cabo de poco rato, la puerta volvió a abrirse y entró otra empleada del casino. Eddie esperó a que hubiera pasado, y se coló rápidamente tras ella en el pasillo posterior. Este conducía por un lado a las cocinas del casino; por el otro, una puerta de servicio semejante a la anterior daba al salón de baile.

Entreabrió esta última puerta y atisbó por la rendija. Vio que en el salón había cien personas o más. Algunas jugaban en mesas de juego que había también allí; otras conversaban. Unas pocas parejas bailaban el vals en una zona despejada ante la que tocaba un cuarteto de cuerda.

Eddie se puso tenso cuando percibió a Diamondback, inconfundible con su chaqueta de piel de serpiente. Si Diamondback estaba allí, seguramente también estaría Shaban; lo que quería decir, a su vez…

—Allí estás, canalla —musitó Eddie.

Osir estaba sentado ante una mesa de blackjack… y Nina estaba a su lado, vestida de gran gala.

Eddie entró y se adelantó, rodeando a las parejas que bailaban. Vio que Diamondback, y también Shaban, estaban a varios metros del jefe de la secta, conversando con otro grupo. Cerca de Osir había varios grandullones trajeados. Serían guardaespaldas, pero no reconocerían a Eddie. Este se dirigió a la mesa, procurando que hubiera gente entre Shaban y él.

Nina tenía en la mano tres cartas que sumaban dieciocho puntos. Osir, a su lado, se había plantado con diecinueve, mientras que la carta vuelta del crupier era un rey. Los otros dos jugadores de la mesa se habían pasado. Nina fruncía los labios.

—Hum —dijo—. Difícil decisión.

—Las probabilidades están en tu contra —le dijo Osir.

—No sé… Esta noche me parece que tengo suerte.

Nina dio un golpecito en la mesa y dijo:

—Carta.

El crupier le dio otra carta. Un tres.

—¡Veintiuno! —anunció Nina con alegría—. ¿Qué te parece?

El crupier volvió su carta oculta; era una jota. Entregó a Nina más fichas, que se sumaron a su montón.

Osir se rio.

—Esta noche tienes mucha suerte.

—Ah, no tanta. Cuando era niña, mi madre me enseñó a jugar… Empiezo a recordar todo eso de cuándo hay que plantarse y cuándo hay que pedir carta. Además, las matemáticas se me dan bien.

Osir le echó una mirada de astucia.

—¿Estás confesando que cuentas las cartas, Nina? Eso no le parecerá bien al casino.

Nina había hecho eso mismo: aunque en el zapato había cuatro barajas, ya se habían jugado las cartas suficientes para que Nina hubiera sido capaz de calcular que la proporción de cartas de pocos puntos era relativamente alta, lo que le permitía afinar su estrategia. Pero pensó que Osir no tenía por qué enterarse de las dotes que tenía ella para el cálculo mental.

—Ni soñarlo —le dijo—. Además, es tu fiesta… y tu dinero. Las reglas las pones tú.

—Hay cosas que son tan ciertas en la vida como en las cartas —observó Osir.

Indicó al crupier con un gesto que repartiera las cartas para una nueva partida.

—Vaya, vaya —dijo tras la espalda de Nina una voz áspera, en inglés con acento de Yorkshire—. ¿Puede jugar quien quiera?

Cayeron sobre la mesa varios billetes de cincuenta euros.

Nina se volvió.

—¡Eddie! —exclamó con alegría; pero recordó entonces que debía aparentar todo lo contrario. Con la esperanza de que su efusión se hubiera interpretado como sorpresa, adoptó un tono estridente e iracundo.

—¿Qué demonios haces aquí, hijo de perra?

Eddie abrió mucho los ojos, desconcertado.

—¿Eh? —balbució.

—Después de lo que me dijiste en París…

Nina se puso de pie y se encaró con él.

—Puedes irte al infierno, hipócrita, canalla.

La confusión del gesto de Eddie dejó paso a una expresión de dolor profundo… hasta que recordó por fin que el plan de Nina exigía a esta representar un papel, por lo que él debía hacer lo mismo.

—No… esto… no estoy dispuesto a dejarte. A mí no me deja tirado nadie. ¡Nadie!

Osir indicó a sus guardaespaldas que se acercaran con un leve movimiento de la cabeza. Miró a Eddie, al que al parecer reconocía vagamente.

—Nina, ¿quién es este… caballero?

—Mi marido —gruñó Nina—. Mi futuro exmarido.

—Eddie Chase —dijo Eddie a Osir—. Y a ti ya te conozco.

La mirada de Osir indicó que lo recordaba por fin.

—Del Templo Osiriano de París. Claro.

Shaban y Diamondback llegaron a toda prisa.

—¡Jalid! —dijo Shaban por lo bajo a su hermano, con rabia—. ¡Ya te dije que no podíamos fiarnos de ella!

—Su presencia me molesta tanto como a vosotros —dijo Nina.

Diamondback se adelantó.

—Entonces, quizá debamos acompañarlo hasta la calle —dijo.

Osir alzó una mano, sonriente.

—No, no —dijo—. El señor Chase quería jugar al blackjack, y yo no privaría nunca a nadie de ese gusto.

Indicó con un gesto la silla que estaba al otro lado de Nina. El hombre que la ocupaba se levantó inmediatamente y se retiró.

—Tome asiento, haga el favor.

—Jalid, ¿no te puedes librar de él sin más? —protestó Nina.

—Después del largo viaje que ha hecho para venir hasta aquí, sería una grosería echarlo a la calle. Además —añadió Osir, observando atentamente a Eddie mientras este ocupaba el asiento que le ofrecían—, tengo curiosidad por saber qué clase de hombre es el que puede creerse dueño de tu corazón.

—Si intentas algo con ella, te enterarás —dijo Eddie.

Nina soltó un suspiro teatral.

—Eddie, no estás haciendo más que el ridículo —le dijo—. Ya te he dicho que no quiero verte; ¿por qué no eres capaz de dejarlo de una vez?

—Porque eres mi mujer, y debes hacer lo que yo te diga. Amarlo, respetarlo, obedecerlo; ¿recuerdas?

Nina le clavó en el tobillo la punta aguda de su zapato; él le dio un empujón con el hombro para recordarle que debía llevarle la corriente.

—Entonces, ¿vamos a jugar a las veintiuna o qué? —dijo Eddie, recogiendo sus fichas.

—La apuesta mínima es de cincuenta euros.

Osir hizo una seña con la cabeza al crupier, y este empezó a repartir cartas.

—La verdad es que todo esto tiene mucho de James Bond, ¿no? —dijo Eddie—. Echar una partida de cartas con el cerebro…, rodeado de sus esbirros —añadió, alzando la vista hacia Shaban y Diamondback.

—Mi hermano no tiene nada de esbirro —replicó Osir con afabilidad, mientras miraba sus cartas. Un rey y un cuatro: catorce puntos. La carta vuelta del crupier era un diez.

—Carta —dijo.

Un seis.

—Me planto.

Nina tenía un tres y un cinco.

—Carta —pidió; y pidió otra, tras haber recibido otro cinco. La cuarta carta era un siete.

—Me planto.

Le tocó entonces a Eddie, que tenía una jota y un seis.

—Carta.

Otro seis.

—Ay, pollas.

El último jugador que estaba en la mesa se pasó también. El crupier enseñó su carta oculta: un siete. Por las reglas del blackjack tenía que quedarse plantado con diecisiete puntos, lo que significaba que Nina y Osir ganaban sus apuestas.

—Quizá el blackjack no sea su juego, señor Chase —dijo Osir con sorna.

—Ha sido una mano de calentamiento, nada más.

Empezaron otra mano, y Eddie volvió a pasarse con su tercera carta.

—¡Cojones!

Osir se rio.

—Esto recuerda más a Austin Powers que a James Bond, ¿no le parece?

—A la tercera va la vencida.

Jugaron una mano más.

—¡Me cago en todo!

—Creo que deberías retirarte, de verdad —dijo Nina entre dientes, con la horrible sensación de que a cada mano se les iba volando una buena parte del dinero que necesitaban para pagar el alquiler de su apartamento.

—Si no he hecho más que empezar…

—¡Sí! ¡Empezar a perder!

Las dos cartas que recibió Eddie en la mano siguiente eran un as y una dama: blackjack. Sonrió.

—Creo que con veintiuno no se pierde.

Pero el crupier también tenía blackjack natural.

—Eh, espera, ¿qué pasa? —protestó Eddie al ver que le apartaban las fichas a un lado—. ¡Ha sido empate!

—Debería haber hecho la apuesta con seguro —dijo Osir, sin preocuparse por haber perdido la mano él también—. Ahora tiene usted un push: su apuesta se suma a la mano siguiente.

—Ya lo sabía —dijo por fin Eddie, tras un silencio incómodo. Jugó la mano siguiente, y volvió a pasarse.

—¡Jodienda y porculienda!

Eddie miró el espacio vacío donde había estado su montoncito de fichas, y volvió la vista después a los múltiples montones que tenía Osir delante.

—No podrías hacerme un favor, ¿verdad?

—Ya se lo he hecho —dijo Osir, significativamente. Volvió la vista al oír que el cuarteto de cuerda empezaba a tocar una nueva pieza.

—¡Ah! ¡Un tango!

Se puso de pie y tendió una mano a Nina.

—¿Quieres bailar conmigo?

Nina se quedó paralizada; no por la propuesta de Osir en sí, sino por los momentos de vergüenza que le provocaba en situaciones sociales como aquella.

—Yo, esto… no sé bailar el tango. No sé bailar nada.

—No te preocupes —dijo Osir con firmeza—. Yo te llevaré; solo tienes que seguirme.

La condujo hacia la pista de baile sin darle tiempo de protestar.

Eddie se levantó, pero dos de los matones de Osir le cerraron el paso.

—¡Eh! ¡Nina, tengo que hablar contigo!

Nina captó lo que le había querido dar a entender Eddie, y le respondió a su vez con doble sentido.

—¡Tendrás que aguantarte por ahora!

Aunque se daba cuenta de la ridiculez de pensar en aquello, teniendo en cuenta las cuestiones mucho más importantes de las que tenía que preocuparse, Nina se sintió más tímida que nunca cuando vio que el resto de las parejas se habían retirado de la pista. Y Osir era el anfitrión de la fiesta, razón de más para que los asistentes se fijaran más todavía en ella y en su pareja de baile.

—Si tocaran la conga… podría arreglármelas, más o menos —dijo.

—Confía en mí —dijo él. La llevó hasta el centro de la pista, ciñéndole la cintura con fuerza con un brazo mientras sostenía con el otro la mano extendida de Nina—. Solo tienes que mirarme a los ojos, y tu cuerpo te seguirá.

Y, dicho esto, empezaron a moverse.

Nina apenas pudo contener un aullido de susto cuando Osir empezó a moverla ágilmente por la pista.

—Ay, Dios —decía sin aliento, esforzándose por seguir los pasos de él, aunque fuera remotamente. Lo único positivo venía a ser que el vestido largo que llevaba le ocultaba en parte la falta de coordinación de los pies—. ¡No puedo hacer esto!

—¡Cuánta negatividad! Me sorprende —dijo Osir, con los ojos clavados en los de ella—. Después de todo lo que has conseguido, ¿te da miedo un simple baile?

—No; lo que me da miedo es hacer el ridículo.

Osir se rio.

—¿Por qué? ¿Te importa algo la opinión de estas personas, a las que no conoces siquiera? ¿Es que podrían decir algo peor que lo que has tenido que soportar durante los últimos meses?

—Al tipo no le falta razón —dijo Eddie, que se había plantado al lado de ambos y los seguía a paso vivo—. Y yo te digo siempre lo mismo, o sea que no es posible que estemos equivocados los dos. ¿Cambio de pareja?

—No faltaba más —dijo el egipcio. Soltó a Nina con un movimiento elegante y retrocedió.

Shaban acudió aprisa a su lado.

—Trabajan juntos —le dijo—. ¡Te lo dije!

Osir negó con la cabeza, con una sonrisa que puso furioso a su hermano.

—Veremos lo que pasa —dijo.

—Eddie, ¿qué haces? —le susurró Nina cuando la tomó en sus brazos—. ¡Si tú no sabes bailar!

—¿Quién lo ha dicho? —repuso él. Echó una ojeada al cuarteto, y volvió a mirar a Nina a los ojos—. Por una cabeza. Un tango. Está tirado.

—¿Qué? ¿Desde cuándo…? ¡Aaah!

Eddie se puso en movimiento al ritmo de la música, llevando a Nina. Esta advirtió, con asombro, que Eddie daba muestras de saber lo que hacía.

—¿Cuándo has aprendido a bailar? ¡Ni siquiera soportas estar delante cuando ponen Mira quién baila!

—¿Te acuerdas de esas mañanas que pasaba con Amy?

—¿Con Amy? —dijo Nina frunciendo el ceño, e intentó apartar de sí a Eddie—. ¿La mujer policía?

—¡Eh, eh! —susurró él, sujetándola con fuerza—. Amy iba a clases de baile, y yo la acompañaba.

—Ah, ¿ahora se llama eso clases de baile?

—No, ¡eran clases de baile de verdad! Agárrate fuerte: ¡marchando un ocho adelante!

—¿Un qué…? —empezó a decir Nina; y entonces Eddie la giró bruscamente sobre sí misma, para volverla de nuevo a su posición original. Nina taconeaba desenfrenadamente sobre la pista. Al terminar el paso quedaron cara con cara.

—¡Eh! —exclamó Nina—. Entonces, ¿cuándo…?¿Por qué has aprendido a bailar? ¡Si el baile no te gusta nada!

—Quería darte una sorpresa. En la fiesta de bodas.

—¿Qué fiesta de bodas?

—¡La que iba a organizar en cuanto tuviera algo de dinero, para poder celebrarlo con nuestra familia y con nuestros amigos, en vez de solo con el juez de paz! Ya sé que es un poco tarde, pero quería hacer algo bonito por ti.

—Ay, Dios mío —dijo Nina, impresionada—. ¿Has llegado a aprender a bailar solo por mí? Qué… ¡qué tierno!

—Ojo —le advirtió él—. No sonrías. Se supone que nos odiamos.

Nina cerró la boca con fuerza, intentando sustituir su sonrisa inoportuna por una cara de enfado.

—Pero ¿por qué pensaste en lo de bailar, precisamente?

—Porque de los tres DVD que tienes, más o menos, dos son de baile. Dirty Dancing, El amor está en el aire…

—Eddie, todo esto es muy bonito y muy romántico, pero el que me guste ver bailar no significa que lo sepa hacer.

Eddie se sorprendió.

—¡Yo creía que sabías!

—¡Pues tienes delante la prueba palpable de que no sé!

Nina siguió con torpeza un giro de Eddie y vio que Osir continuaba observándolos… cada vez con mayor desconfianza.

—Escucha: el zodiaco estará preparado para cuando volvamos a su yate. Hemos venido del yate a Mónaco en un bote, lancha o como se llame; está en el muelle doce, en el puerto. No tiene pérdida; está pintado con los mismos colores que sus coches de carreras. Si puedes seguirlo hasta el yate…

—¡No pienso dejarte con él! ¡Ya está pensando que lo has engañado!

—Es la única manera de encontrar la pirámide. Tienes que salir de aquí.

Se le ocurrió una idea.

—Dame una bofetada.

Eddie se quedó consternado.

—¡No pienso darte una bofetada, maldita sea!

—Tenemos que convencerlo de que hemos roto.

Nina dejó de hablar a media voz y subió el tono para hacerse oír entre el sonido de la música, mientras forcejeaba para liberarse de las manos de Eddie.

—¡Hijo de perra! —exclamó—. ¡Ya había terminado contigo, y ahora he terminado contigo doblemente!

«Dame una bofetada», añadió entre dientes al ver que Osir y Shaban acudían hacia ellos.

—¡So… so gilipollas, inglesito pichacorta!

Eddie hizo una mueca de incredulidad y desaliento… y le dio una bofetada. El golpe no fue fuerte, pero resonó lo suficiente para llamar la atención de todos los presentes.

—Perdón —murmuró.

—¡Perdón! —respondió ella con la misma discreción, antes de apartarlo de sí de un empujón. Los músicos del cuarteto de cuerda advirtieron el alboroto y dejaron de tocar a la mitad de un compás.

Osir se interpuso entre los dos.

—Creo que debería usted marcharse, señor Chase.

—¿Sabes lo que te digo? ¡Anda y guárdatela! —replicó Eddie con sorna—. En todo caso, esta fiesta es una birria.

Shaban y Diamondback acudieron a toda prisa.

—Lo acompañaremos a la salida —anunció Shaban.

Los guardaespaldas avanzaron pesadamente entre la multitud hasta rodear a Eddie.

—Por la puerta de atrás —dijo Shaban.

—Quítame las jodidas manos de encima —dijo Eddie cuando un matón trajeado lo asió por la parte alta del brazo. Se liberó de un tirón, pero otro hombre lo sujetó por el otro lado.

—Por mí, pueden tirarlo al mar en el puerto —gritó Nina, aterrorizada por dentro al pensar que Shaban seguramente tenía pensado algo mucho peor—. ¡Lárgate de aquí de una vez, Eddie!

Eddie no pretendía otra cosa. El primer matón volvió a asirle el brazo, y entre los dos lo obligaron a caminar hasta la puerta de servicio, seguidos de cerca por Shaban y Diamondback. Este último lucía una sonrisa de expectación.

Eddie sabía que, en cuanto lo apartaran de la vista de los clientes y de los empleados del casino, se encontraría en gran inferioridad numérica y de armas, pues suponía que, además de Diamondback, otros miembros del equipo de seguridad de Osir portarían armas de fuego.

Faltaban seis metros para la puerta… tres metros… Era un cuello de botella natural: si los dos matones intentaban pasar a la vez, sin dejar de sujetarlo, los movimientos de ambos quedarían lo bastante restringidos como para darle a él la oportunidad de hacer algo. Pero ellos ya lo estarían esperando, si tenían un mínimo de preparación.

Cuando estaban a punto de llegar a la puerta, esta se abrió. Salió por ella un camarero que llevaba una bandeja con varias botellas de vinos caros.

Era un hombre bastante grande, pesado…

Mientras los dos matones lo seguían sujetando de los brazos con firmeza, Eddie alzó de pronto los pies del suelo y asestó una fuerte patada en el vientre al camarero.

El desventurado cayó de espaldas, y las botellas volaron por el aire; pero la tercera ley de Newton no falló, y, por reacción, los dos hombres que tenían sujeto a Eddie también salieron despedidos hacia atrás. Chocaron contra Shaban y Diamondback. Los cinco cayeron al suelo en un montón confuso…

Y Eddie estaba encima de todos.

Se soltó los brazos de dos tirones, dio un codazo en la ingle a uno de los hombres y fue rodando hasta una mesa de blackjack. Su vía de salida ideal sería la puerta de servicio… Pero antes de que hubiera tenido tiempo de pasar corriendo por ella, esta se cerró y se oyó saltar la cerradura. Eddie no tenía tiempo de registrar al camarero derribado para quitarle su llave.

—¡Cabrón! —le espetó Diamondback. El estadounidense consiguió quitarse de encima al guardaespaldas, que se movía torpemente, y echó la mano a su revólver.

Eddie tomó de la mesa una máquina de barajar y disparó hacia la cara de Diamondback un chorro de naipes, que volaban como polillas furiosas. Diamondback levantó la mano bruscamente para protegerse los ojos, y el revólver a medio sacar cayó a la alfombra con ruido metálico. Eddie le arrojó la máquina a la cabeza y le acertó de pleno, y echó a correr hacia la entrada de la sala principal.

Mientras se abría camino a empujones entre los sorprendidos invitados a la fiesta, Eddie se arriesgó a echar una mirada a Nina, y, cuando alcanzaba las puertas, vio que esta se apresuraba a reprimir una sonrisa entusiasta con la que le quería decir ¡Vamos, Eddie!

 

7 Tomando jet set en el sentido literal de la clase social que viaja en jet, es decir, en avión a reacción. (N. del T.).