23
El túnel seguía bajando en espiral, adentrándose en las profundidades de las pirámides. Las paredes estaban adornadas con las figuras de más dioses egipcios, que advertían a los intrusos de la muerte segura que les esperaba.
A Nina le preocupaban las amenazas físicas más que las sobrenaturales. Sus dolorosas experiencias le habían enseñado que cuanto más grandiosa e importante era una construcción antigua, más ingeniosas y malignas eran las trampas que la protegían.
Y la pirámide de Osiris era grandiosa y muy importante…
Vio a la luz de su linterna las pilastras que anunciaban el nuevo arit, pero no había tras ellas ninguna cámara nueva, y el pasadizo empinado seguía descendiendo.
—Acabo de darme cuenta de una cosa —dijo Eddie—. Esto nos lleva justo debajo de la sala donde acabamos de estar.
Nina reconstruyó mentalmente las vueltas que habían dado.
—¿Crees que eso nos dará problemas? —preguntó a Eddie.
—Bueno, la trampa siguiente va de lluvias, y tenemos encima un estanque grande lleno de agua.
—Bien observado —dijo Nina.
Esta dirigió la luz de su linterna al techo. A diferencia de las paredes, cubiertas de pinturas, el techo eran meros bloques de piedra desnuda.
—No veo ningún agujero —comentó.
Eddie lo examinó a su vez.
—El techo parece que está en regla… pero eso es nuevo —observó.
Dirigió la luz hacia el suelo. Junto a la base de la pared transcurrían a cada lado sendos canales hundidos, de unos diez centímetros de ancho y un poco más de hondo.
—Parecen desagües —observó Macy.
—Más arriba no hay nada que se les parezca —observó Eddie, mirando más allá de las pilastras—. Sí; creo que nos vamos a volver a mojar.
—Pero ¿qué va a pasar? —preguntó Nina—. ¿Se va a convertir todo esto en un tobogán acuático gigante y mortal?
—No les des ideas —dijo Macy con inquietud, mirando de reojo a los dioses que los observaban.
—Pues esta es la única vía de bajada —dijo Eddie—, de manera que ya nos enteraremos, tarde o temprano. A menos que quieras volver atrás… Pero ¿qué estoy diciendo? Contigo, eso ni se pregunta.
—Sería una pena rendirnos después de haber llegado hasta aquí —observó Nina con una sonrisa—. Además, la primera trampa estaba estropeada, y hemos pasado la segunda sin grandes dificultades.
—¡Ah, claro! —exclamó Eddie con indignación, enseñando la mano que tenía enrojecida—. ¡Nadar por un lago de fuego estaba tirado!
—Bueno, ha sido un poco difícil. Pero hemos pasado cosas peores. Nos irá bien, con tal de que no perdamos la cabeza.
Macy levantó un dedo.
—Te acuerdas de que la última trampa se llamaba el Cortacabezas, ¿no? —dijo.
—¡Pues nos agacharemos! —dijo Nina.
Iluminó la rampa con la linterna. El pasadizo seguía en línea recta durante un trecho más bien largo.
—Tendremos mucho cuidado e iremos despacio, ¿vale? —añadió.
Eddie le apoyó una mano en el hombro húmedo.
—De acuerdo, caladita. Pero yo voy primero, sin discusión, ¿vale?
—Adelante, empapadito —respondió ella, dándole una palmada en el trasero.
—Idos a la cama —refunfuñó Macy—. ¡O meteos en un sarcófago!
Nina y Eddie soltaron gruñidos de protesta.
—¿Qué pasa? —repuso Macy—. ¿Es que solo él tiene derecho a hacer bromas?
—Es que las mías tienen gracia —dijo Eddie, mientras empezaba a descender por la rampa.
—Eso es discutible, cielo —dijo Nina, siguiéndolo.
—Bah.
Eddie se puso cada vez más serio a medida que avanzaba, iluminando alternativamente con su linterna el suelo y el techo. Vio algo que le llamó la atención, y se detuvo.
—Vaya, vaya —dijo, señalando una parte del techo—. Las grietas entre los bloques se van agrandando.
Nina pasó un dedo por una de las junturas. Cayó un polvo fino.
—La argamasa está deshecha —dijo.
Macy se mordió el labio.
—Justo lo que más te conviene cuando tienes encima unos bloques gigantes de piedra, ¿no? —dijo.
—Ve muy despacio —recomendó Nina a Eddie cuando este se puso en marcha de nuevo.
Eddie asintió con la cabeza, observando que lo que parecía ser una construcción chapucera proseguía a lo largo del techo… y también del suelo.
—No sé de qué va esa Señora de las Lluvias —dijo—, pero creo que está a punto de mearnos encima en cualquier momento.
La losa que pisaba Eddie cedió levemente. Todos se quedaron inmóviles. Se oyeron tras las paredes unos leves chasquidos, como una reacción en cadena que iba ascendiendo hasta activar un disparador definitivo…
Un chasquido sordo, como de un golpe de metal sobre madera…, seguido de un rumor inconfundible.
Agua.
—Cojones…
Eddie no tuvo tiempo de decir más. Empezaron a caer torrentes de agua entre las grietas del techo.
El chaparrón caía por una sección del techo de unos nueve metros de largo y, aunque iba cobrando fuerza, no tenía ni con mucho la violencia necesaria para arrastrar a nadie por la rampa.
—No lo entiendo —dijo Nina—. Esto no puede hacer daño a nadie.
—La trampa no es esto —dijo Eddie, alarmado. Señaló hacia abajo, por el pasadizo—. ¡La trampa es eso!
Nina vio que las grietas del suelo se agrandaban rápidamente al correr sobre ellas el agua.
—Ay, mierda —dijo—. Olvidaos de lo que dije de ir despacio. ¡A correr!
La sustancia que unía los bloques entre sí no era cemento ni argamasa. Era una mezcla de arena y cal fina que apenas tenía la fuerza suficiente para sujetarlo todo… y que ahora iba desapareciendo rápidamente, a medida que el torrente de agua disolvía la cal y arrastraba la arena. Las losas se movían, chocando unas con otras, mientras los tres exploradores corrían sobre ellas; se hundían…
Y caían.
Al desaparecer la leve ligadura que mantenía unidas las losas, el suelo también desapareció. Las losas caían a un pozo profundo que había debajo.
Y al caer cada losa, el conjunto de las que quedaban se debilitaba más aún.
Eddie advirtió que los desagües seguían intactos, pero eran demasiado estrechos para ir por ellos, y mucho menos corriendo.
—¡Adelantadme! —gritó.
Él era el más pesado de los tres. Si se hundía con el suelo, se hundirían todos.
—¡No puedo! —gritó Nina tras él—. Tú sigue, ¡sigue!
El tramo superior del suelo trucado se derrumbó por el pozo con un estrépito colosal. La inundación se convirtió en catarata y cayó también por el pozo; pero el daño ya estaba hecho. Las piedras que quedaban iban cayendo al vacío una tras otra, como una onda que iba alcanzando a las figuras que corrían.
—¡Allí! —gritó Eddie.
El agua que había corrido por la rampa había dejado al descubierto la última hilera de bloques debilitados… y, tras estos, el suelo tenía una solidez tranquilizadora.
—¡Vamos! ¡Unos metros más!
Eddie se arrojó hacia delante de cabeza, mientras los bloques que pisaba temblaban, y cayó pesadamente más allá del tramo de suelo deshecho. Nina también dio un gran salto, cayó sobre su marido y estuvo a punto de perder el equilibrio.
Macy, que iba tras ella, empezó a saltar…, pero las últimas losas cayeron bajo sus pies. Chilló, pero el chillido se cortó en seco cuando la muchacha, que no había alcanzado el suelo sólido, se golpeó bruscamente contra el borde del pozo recién abierto.
Su linterna cayó rodando por el pasadizo, mientras ella intentaba desesperadamente asirse al suelo húmedo, y buscaba en vano en la pared desnuda un apoyo para los pies. Se le deslizaron por el borde los codos, las muñecas…
Eddie la asió de la mano en el momento mismo en que se soltaba.
—¡Nina! —exclamó con dolor cuando el peso de Macy le aplastó los nudillos contra el borde de piedra—. ¡Sujétala de la otra mano!
Nina volvió a subir la rampa corriendo al ver que Macy estaba colgada y agitaba el otro brazo y las piernas. Le tendió una mano.
La joven levantó la vista hacia ella, aterrorizada.
—¡No me dejéis caer, por favor! —dijo.
—No te vas a caer —le aseguró Nina. Tocó con sus dedos los de Macy… pero se le escaparon.
—Vamos, Nina —suplicó Eddie, a quien se le estaba soltando la mano de la muchacha.
Nina se puso de rodillas, se asomó sobre el abismo… y se echó hacia delante.
Esta vez atrapó la muñeca de Macy. Forzándose, casi perdiendo el equilibrio, tiró de ella hacia arriba… aliviando la presión que sufría Eddie, lo suficiente como para que este pudiera poner en juego su otro brazo.
—¡La tengo! —gritó él—. ¡Tira!
Nina, inclinándose hacia atrás, tiró con todas sus fuerzas. Eddie se irguió penosamente y la arrastró hacia arriba. Macy superó el borde, y los tres cayeron sobre la piedra sólida; Macy aterrizó sobre Eddie.
Nina se incorporó hasta quedar sentada.
—¿Estás bien? —preguntó a Macy, que asintió con la cabeza—. Bien. Pues, ahora, bájate de encima de mi marido.
Macy tenía el pecho sobre la cara de Eddie.
—Yo estoy muy a gusto —bromeó este con voz ahogada; pero ayudó a la muchacha a bajarse.
—Gracias —susurró esta, temblorosa.
Un leve rumor de crujidos les hizo alzar la vista a todos.
—No nos des las gracias todavía —dijo Nina.
Dirigió la luz de su linterna al techo y vio que caía agua entre más grietas que tenían por encima.
—¡Vamos!
Se incorporaron todos de un salto y corrieron pendiente abajo.
Toda una sección del techo se derrumbó ruidosamente sobre la parte de suelo donde acababan de estar… seguida de miles de litros de agua, al derramarse el contenido restante del estanque de la parte superior. El diluvio cayó por el pasadizo tras ellos.
Era imposible dejarlo atrás…
El torbellino turbulento alcanzó a Macy y la hizo caer contra Nina y Eddie, que también fueron arrastrados con ella por el pasadizo. Iban chocando dolorosamente contra las paredes y el suelo, y los fragmentos de las piedras rotas los bombardeaban.
Y a pesar del estruendo de las aguas bulliciosas, se apreciaba un sonido nuevo: un martilleo rítmico, cada vez más fuerte…
El primer frente de la inundación había arrastrado la linterna de Macy, que giraba ante ellos como una punta luminosa. Eddie vio un movimiento, algo que ascendía más allá de otra pareja de pilastras… y, después, la luz desapareció, aplastada, al caer sobre ella el objeto con un estrépito monstruoso.
—¡Mierda! —gritó, al ver que estaban siendo arrastrados inexorablemente hacia aquello—. ¡Agarraos a mí!
Nina se asió a un brazo de Eddie y Macy a una pierna, mientras él clavaba el talón del otro pie en uno de los desagües. El torrente era demasiado fuerte como para poder frenar del todo, pero podría perder la velocidad justa para pasar entre las pilastras mientras el triturador ascendía.
Suponiendo que aquel breve atisbo le hubiera permitido hacerse una idea precisa de su ritmo…
Un nuevo golpe resonante. Eddie levantó el pie. Los tres pasaron velozmente entre las pilastras y cayeron sobre un suelo llano.
Algo enorme caía hacia la cabeza de Eddie…
El triturador cayó ruidosamente dos dedos por detrás de él, mientras el agua lo arrastraba a la cámara siguiente. La sala era mucho más ancha que el pasadizo, y las aguas, antes encajonadas, perdieron su fuerza al dispersarse. Los tres practicantes involuntarios del tobogán quedaron depositados en el suelo, tosiendo y agitándose como peces fuera del agua.
El triturador seguía machacando, cada vez más despacio. Nina recuperó su linterna y la dirigió hacia el origen del ruido. Era un bloque de piedra que tenía pintada la figura de una mujer que levantaba los pies como si estuviera pisoteando hormigas. Los desagües habían canalizado el agua de la inundación hacia un par de norias; estas no tenían la fuerza suficiente para mover el triturador por sí mismas, pero habrían servido para poner en marcha algún otro mecanismo.
—Supongo que esa es la Señora del Poder —dijo Nina, mientras se retiraba de la cara los cabellos mojados—. Y es verdad que intenta «pisotear a los que no deben estar aquí».
—A mí no me van las mujeres de pies grandes —dijo Eddie con voz cansada.
Las herramientas pesadas que llevaba en la mochila se le habían clavado en la espalda y lo habían dejado magullado.
—¿Estáis bien?
Macy se puso de pie mientras el triturador se detenía, temblando.
—Yo no me encuentro muy bien —reconoció.
Levantó las manos, que no dejaban de temblar.
—Ay, Dios, creo que voy a vomitar.
Eddie se plantó ante ella y le puso las manos en la parte superior de los brazos.
—Eh, estás bien —le dijo—. Y no vas a vomitar. ¿Sabes por qué?
Ella lo miró a los ojos, dudosa.
—No…
—¡Porque me vomitarías encima! Y entonces nos diríamos cuatro cosas, y eso sería malo para todos. Así que vas a estar bien —concluyó Eddie, sonriendo.
Macy tardó unos momentos en sonreírle a su vez. Su sonrisa, aunque apagada, era auténtica.
Nina, por su parte, sonrió también.
—Todo va bien, Macy —le dijo—. Hemos superado esta trampa… que, en realidad, eran dos.
—Sí; pero todavía quedan otras tres —les recordó la muchacha con voz sombría.
—De momento, ganamos cuatro a cero —dijo Eddie, mientras buscaba la salida siguiente.
Había otro pasadizo que descendía, esta vez con escalones.
—Y apuesto a que podemos quedar siete a cero —añadió—. ¡Ese tal Osiris se puede meter las trampas por el culo momificado!
Una amplia sonrisa se asomó al rostro de Macy.
—Vale, así que el arit siguiente era la Diosa de la Voz Sonora, ¿verdad? —preguntó Nina. Macy asintió—. ¡Pues vamos a ver si gritamos más que ella!
En la entrada de la pirámide invertida no había más movimiento que el de la arena empujada por la brisa. El Land Rover esperaba en silencio el regreso de sus pasajeros, y ningún sonido alteraba la soledad del desierto.
De pronto… llegó un ruido procedente del nordeste.
El ruido iba en aumento.
Apareció en el horizonte una nube de polvo agitado entre la calina rutilante. Pero no era una tormenta de arena. Era demasiado pequeña, y se desplazaba con rumbo fijo. Directamente hacia las ruinas.
Se hizo visible algo entre el aire turbio, una forma gris y negra con aspecto de losa. El ruido aumentaba; era un rugido monótono de motores potentes y un chirrido de hélices que giraban.
Pero no era una aeronave.
Sebak Shaban oteaba a través de los ventanales del puente de mando del enorme aerodeslizador, que era un vehículo de asalto de clase Zubr, diseñado para transportar carros de combate y otros vehículos acorazados sobre casi cualquier terreno. Los egipcios, después de haber visto las posibilidades de los cuatro Zubr que habían adquirido la Marina griega, habían decidido poco tiempo atrás seguir el ejemplo de su nación amiga y rival de la orilla opuesta del Mediterráneo, y habían comprado a Rusia dos de los enormes vehículos.
Oficialmente, aquel Zubr estaba en período de pruebas antes de pasar al servicio activo. El hecho de que se encontrara a casi cien kilómetros de distancia del polígono militar aislado en el desierto donde debían realizarse dichas pruebas era responsabilidad de otro de los hombres que iban en el puente de mando.
—Esto me gusta mucho —dijo Shaban al general Tarik Jalil—. Cuando el plan haya terminado con éxito, quizá podrías prestarnos uno para el Templo. Aunque no tengo claro dónde lo aparcaríamos.
—¡Puedes aparcarlo donde quieras, amigo mío! —dijo Jalil, de buen humor—. Y, por si alguien se queja, está provisto de lanzacohetes y de ametralladoras Gatling —añadió, señalando con un gesto de la cabeza las torretas de la cubierta de proa, por debajo de ellos—. Es sorprendente lo poco que tarda la gente en callarse cuando se les apunta con una ametralladora de seis cañones.
—La amenaza de muerte siempre es convincente, ¿verdad? —comentó Shaban; y ambos hombres se cruzaron sonrisas ladinas de complicidad—. ¿Cuánto falta?
—Poco menos de dos kilómetros —dijo el piloto.
—Bien.
Shaban entró en la sala de armas que estaba detrás del puente de mando y anunció:
—Nos aproximamos a las coordenadas.
En la sala de armas, además de un miembro de la tripulación del Zubr, estaban Osir, Diamondback, el doctor Hamdi… y el último fichaje del grupo.
—Doctor Berkeley —dijo Osir al arqueólogo de la AIP—, ¿está usted absolutamente seguro de que son las correctas?
—Todo lo seguro que puedo estar —dijo Logan Berkeley, molesto por que se dudara de él—. La pirámide invertida del zodiaco, la línea que representaba al Nilo, el símbolo del Osireión, la posición de Mercurio en relación con el final del desfiladero… Todo concuerda.
Señaló su ordenador portátil, que tenía abierta una ventana en la que se veía una imagen de satélite del desierto sobre la que aparecían líneas que indicaban distancias y rumbos, y otra con una foto del ojo de Osiris en el Osireión, tomada de la inmensa base de datos que poseía la AIP sobre Egipto.
—O la pirámide de Osiris está aquí, o está en alguna parte donde no se podrá encontrar nunca.
—Espero que sea lo primero —dijo Shaban, con cierto matiz de amenaza.
Berkeley se molestó todavía más.
—Cumpliré con la misión para la que me pagan —replicó, cortante—; de manera que no tienen por qué amenazarme. Tiene gracia —prosiguió, mirando a Osir—. Si hubieran intentado comprarme hace una semana, no habría accedido de ninguna manera. Pero, ahora… ahora quiero sacar algo en limpio del fiasco de la esfinge.
Contrajo la cara con rabia.
—Yo debía haber salido en las primeras páginas de todos los periódicos del mundo; pero esa perra de Nina Wilde me convirtió en un hazmerreír. Al menos, el dinero me consolará un poco.
El oficial de armas llamó a Jalil y le señaló algo en un monitor. Osir enarcó una ceja con sorpresa.
—Tiene gracia que haya mencionado usted a la doctora Wilde —dijo.
—¿Por qué?
—Porque creo que se le ha adelantado otra vez.
En la pantalla aparecía la imagen recogida por uno de los sistemas de dirección de tiro del aerodeslizador. El Land Rover habría saltado a la vista entre la llanura desierta aun suponiendo que el ordenador no hubiera centrado en él el cursor del sistema.
—¿Cómo? ¡Maldita sea! —exclamó Berkeley, mirando el monitor con ira.
A Diamondback se le escapó una risita.
—¿Quién es esa doctora Wilde? —preguntó Jalil.
—Una competidora —le dijo Osir, observando las ruinas con más detenimiento—. Pero puede que nos haya hecho un favor. Allí no hay nadie, de modo que debe de haber encontrado el modo de entrar. ¡Ya no tendremos que emplear todos estos bulldozers y excavadoras que hemos traído!
Salió al puente de mando, y Jalil, Shaban y Diamondback lo siguieron. Ante ellos, el vacío de color amarillo pálido del desierto quedaba interrumpido por una mancha de color que era el Defender. El piloto bajó la palanca del acelerador para desacelerar el aerodeslizador de quinientas toneladas, y las tres inmensas hélices que tenía sobre la popa perdieron velocidad.
—Sus hombres… ¿son de toda confianza? —preguntó Osir a Jalil en voz baja—. Si llegara a oídos del Gobierno una sola palabra de esto…
—Yo respondo de Tarik —dijo Shaban con firmeza—. Le debo la vida.
—Y yo respondo de mis hombres —añadió Jalil—. Aunque llevamos una tripulación reducida, los he seleccionado yo mismo con cuidado. Guardarán tu secreto… por lo que pagas, claro está.
—Bien —dijo Osir, y volvió a contemplar las ruinas mientras el Zubr se detenía entre oscilaciones, para quedar posado sobre su enorme colchón de goma hinchado con aire, levantando una gran nube de arena.
—Vamos a encontrar a Osiris… y a Nina Wilde —dijo Osir.