29

Suiza

Luces suaves bañaron los altos muros del castillo cuando se desvaneció tras las montañas alpinas el último brillo del sol poniente. La pirámide que dominaba el patio aquirió un nuevo relieve cuando se encendieron las filas de luces led azules que recorrían sus bordes. La construcción de cristal negro se convirtió en una silueta de neón rematada por un haz de luz intensa que iluminaba el cielo hacia la estrella polar: era un faro que apuntaba a los antiguos dioses egipcios.

Por la orilla del lago se acercaban otras luces, que avanzaron por la corta lengua de tierra que se adentraba hacia el castillo y se detuvieron ante la puerta fortificada. Era un grácil Mercedes negro, clase S, con cristales tintados, casi tan oscuros como la pintura de la carrocería. Pero la ventanilla que descendió suavemente para responder a la voz del intercomunicador no fue la del conductor; en vez de aquella, bajó la ventanilla trasera para hacer visible al único pasajero.

—¡Eh, hola! —dijo Grant Thorn, obsequiando a las cámaras con su sonrisa de estrella de cine—. Jalid Osir me invitó a visitar el Templo Osiriano. ¡Y aquí estoy!

—¿Qué lo trae por aquí, señor Thorn? —dijo Shaban, con una cortesía empalagosa que apenas disimulaba su desprecio… y su desconfianza.

Grant se instaló cómodamente en el sofá tapizado en piel del salón de Osir.

—Había venido a Suiza para verme con algunos de los inversores de mi nueva película… Hay que tener contentos a los del dinero, ¿verdad? —comentó con una sonrisita—. Y, ya que estaba por aquí, pensé que tomaría la palabra al señor Osir, que me invitó a que viésemos juntos las películas que hizo en sus tiempos. ¿Está por aquí?

—Mi hermano… no está en el país —dijo Shaban.

—¡Ay, hombre! ¿Cuándo volverá?

Shaban esbozó una sonrisa aviesa.

—Tardará algún tiempo en volver. Pero usted no habrá hecho el viaje en vano. Esta noche se celebra en el Templo una ceremonia especial… y usted asistirá. Si demuestra su fe y su lealtad, recibirá su recompensa.

—Estupendo —dijo Grant—. Pero, si no está aquí el señor Osir, ¿quién va a dirigir la ceremonia?

—Yo estoy al mando —respondió Shaban con una sonrisa más amplia, aderezada con cierto orgullo.

Llamó alguien a la puerta. Entró un hombre corpulento, de cabellos grises. Era Lorenz, que todavía lucía en el rostro las contusiones que había recibido en la pelea en el Salón de los Registros.

—Está llegando el primer autobús —anunció.

Shaban asintió con la cabeza, y se dirigió de nuevo a Grant.

—Tengo que prepararme para la ceremonia —le dijo—. Espere aquí. Vendrá alguien a acompañarlo.

—Lo espero con impaciencia —dijo Grant, mientras se marchaban los dos hombres.

Aguardó unos segundos, y se sacó del bolsillo un teléfono móvil. Un teléfono que tenía la línea abierta.

—¿Habéis recibido eso?

—Está recibido —dijo Nina, que llevaba puestos unos auriculares inalámbricos con micrófono.

Valle arriba, a ochocientos metros, estaban detenidos dos todoterreno Mitsubishi Montero y un furgón cerrado. En la amplia caja del furgón había sitio suficiente para transportar el zodiaco de dos metros de diámetro; pero de momento estaba sirviendo de puesto de mando improvisado para un equipo de diez soldados del Escuadrón Especial de Protección de Antigüedades del Gobierno egipcio.

—¿De qué ceremonia se trata? —preguntó Assad, que estaba al mando de la unidad.

Nina solo pudo encogerse de hombros, y a Macy tampoco se le ocurrió ninguna idea aprovechable. Assad frunció el ceño y se volvió hacia uno de sus hombres.

—Ha dicho algo de un autobús. Ve a ver si hay algún vehículo que se dirija al castillo.

El soldado, vestido de negro, asintió con la cabeza y bajó del furgón de un salto.

—Los EEPA solo van preparados para un golpe de mano por sorpresa —dijo Assad—. Si allí hay más gente de la que esperábamos…

—¿Qué queréis que haga? —preguntó Grant—. Ese chisme, el zodiaco, está en una sala llena de cosas egipcias… Lo vi al entrar.

Assad sacudió la cabeza.

—No podemos hacer nada mientras no tengamos pruebas visibles de que Shaban tiene el zodiaco en su poder —dijo—. El ministro nos lo dejó muy claro. Esta operación, tal como estamos, ya puede desencadenar un conflicto diplomático.

—Deberíamos haber dado a Grant una cámara de fotos —dijo Macy.

—Creo que eso podría haberlos hecho sospechar un pelín —observó Nina—. Grant, creo que, de momento, lo mejor es que te quedes en el sitio. No cortes la comunicación; si hay algún problema, te avisaremos para que intentes salir de allí.

—¿Escaparme de un castillo? Eh, eso ya lo hice en Condición extrema —le dijo Grant, tan tranquilo.

—Bueno; pues aquí tienes que hacerlo bien en la primera toma, de modo que ten cuidado.

—Entendido —dijo Grant, y se guardó de nuevo el teléfono en el bolsillo.

El soldado volvió a subir al furgón.

—Acaba de llegar un autobús —dijo a Assad—. Están bajando el puente levadizo para dejarlo pasar. He observado la carretera del lago, y vienen más.

—Esta ceremonia debe de ser una cosa grande —dijo Nina, preocupada—. ¿Qué hacemos?

Assad volvió a fruncir el ceño, pensativo.

—Hemos venido hasta aquí para determinar si Shaban tiene el zodiaco. Empezaremos por obtener la prueba.

Nina asintió con la cabeza.

—¿Eddie? —dijo por el micrófono.

El Mercedes de Grant estaba estacionado en un aparcamiento a un lado de la pirámide, cerca del muro que rodeaba el patio. Cuando habían llevado a Grant en presencia de Shaban, su conductor se había quedado en el interior del vehículo de cristales tintados.

El conductor era Eddie Chase.

—Aquí estoy —respondió, poniéndose a su vez un auricular pequeño en una oreja, semejante a los auriculares de Bluetooth, pero con una pequeña cámara de vídeo montada a un lado—. ¿Cuál es la situación?

Nina le comunicó lo que le había dicho Grant. Eddie miró hacia la puerta del castillo, más allá de la pirámide, y vio que descendían las dos mitades del puente levadizo. Cuando se juntaron, se oyó un golpe apagado y ruido de cadenas, y acto seguido entró despacio un autocar. A juzgar por el número de caras que atisbó Eddie por las ventanillas, el gran vehículo estaba completamente lleno de pasajeros. El autocar se detuvo al otro lado del aparcamiento.

—Jo —dijo Nina, al ver bajar a los pasajeros por medio de la cámara de Eddie—. Son muchos… y vienen más autobuses. ¿Cómo vas a colarte en la torre con tanta gente por allí?

—Está chupado —le dijo Eddie.

Había estado observando por el techo solar del coche a los guardias que vigilaban desde las almenas; y estos atendían ahora a la multitud que salía del autocar. Eddie se deslizó hasta el asiento del copiloto, abrió la puerta sin hacer ruido y salió discretamente. Había aparcado el Mercedes a propósito junto a un todoterreno grande; se quedó agazapado entre las sombras, completamente inmóvil, hasta haberse cerciorado de que nadie lo había visto salir del coche. Una vez convencido de ello, avanzó hasta que pudo ver todo el patio.

Tenía delante una de las caras laterales desnudas de la pirámide. El autocar estaba más lejos, a la izquierda. A su derecha había un jardincillo; los arbustos y los árboles podían ayudarlo a ocultarse para alcanzar la entrada lateral de la torre del homenaje.

—Vale; creo que puedo entrar sin que me vean. ¿En qué piso está el zodiaco?

—En el tercero —dijo Nina.

—¿Contando la planta baja, como hacéis los americanos, o sin contarla? —le preguntó Eddie.

Sonrió al percibir el leve suspiro de Nina. Siempre podía contar con las diferencias de expresión entre el inglés británico y el estadounidense para pincharla un poco.

—Contando la planta baja, claro está.

—O sea, en el segundo para un inglés. Vale.

Salvó el espacio que lo separaba del coche siguiente y se agazapó tras este, observando las almenas, el patio…

Se quedó paralizado.

¡Shaban!

El jefe de la secta había salido por la puerta principal de la torre del homenaje y se dirigía hacia la pirámide, acompañado de tres hombres. Eddie reconoció a dos de ellos. Eran Broma y Lorenz, que al parecer habían heredado de Diamondback el cargo de guardaespaldas de Shaban. No conocía al tercero, que portaba un recipiente cilíndrico de metal.

Pero Nina sí lo había reconocido.

—Eddie, ese tipo de gafas es uno de los científicos que vi en el laboratorio —le dijo por el auricular.

A Eddie le interesaba más el objeto que portaba el hombre. En la superficie de acero inoxidable había grabado un símbolo. Cuando los cuatro hombres se aproximaron a la pirámide, Eddie forzó la vista para observarlo mejor.

Los hombres se perdieron de vista tras el ángulo de la estructura, bordeado de luces azules. Pero Eddie ya había visto suficiente. Había reconocido el símbolo, que conocía por la formación que había recibido para la guerra ABQ cuando estaba en el SAS.

Tres pares de cuernos curvos, dispuestos en forma de círculo.

Peligro biológico. El cilindro era un frasco sellado. Para el transporte de un agente biológico.

Eddie contuvo un estremecimiento involuntario. El contenido de aquel cilindro no representaba una amenaza inmediata; si fuera así, Shaban y sus seguidores llevarían trajes ABQ. Pero, teniendo en cuenta lo que había dicho el egipcio en la tumba, existía la posibilidad de que se produjera un daño enorme… y Eddie tampoco podía saber si los cuatro hombres ya se habían inmunizado de alguna manera.

Él ya había frustrado un ataque biológico, cuatro años antes. Ahora tenía que hacer lo mismo.

—Oye, Eddie…, ¿dónde vas? —le preguntó Nina cuando volvió a retirarse entre la sombra del todoterreno.

—Voy a reventar ese laboratorio. Está en lo más alto de la pirámide, ¿verdad?

—No… ¡No hemos venido para eso, señor Chase! —balbució Assad—. Nuestra prioridad es encontrar el zodiaco.

—Mi prioridad es asegurarme de que un jodido loco que se cree que es un dios egipcio no se pone a diseminar esporas asesinas por el mundo.

Eddie vio que los adeptos de la secta se encaminaban hacia el acceso por el que acababa de pasar Shaban. Se preguntó por qué no empleaban las puertas más cercanas de la pirámide, las que estaban en la cara que daba al puente levadizo; pero llegó a la conclusión de que aquello no tenía importancia. Lo que sí importaba era que le proporcionarían un modo de entrar.

Assad y Nina seguían protestando; pero él, sin hacerles caso, observó con más atención a los sectarios recién llegados. A diferencia de las multitudes que había visto en las reuniones del Templo Osiriano de Nueva York y de París, en las que había gente de ambos sexos y de diferentes edades, aquel grupo estaba compuesto principalmente por hombres jóvenes, aunque de nacionalidades diversas. ¿Serían los seguidores personales que tenía Shaban en todo el mundo?

Se desplazó, agachado, hasta ocultarse detrás de otro coche que estaba más cerca de la pirámide. Una vez allí, se llevó la mano al micrófono de la oreja.

—Vale, tengo que cortar —dijo—. No me van a dejar entrar allí tan tranquilo con una cámara en la cabeza.

—Eddie, no… —dijo Nina; pero Eddie ya se había quitado el micrófono de la oreja y se lo había colgado de la parte inferior de la chaqueta, donde no llamaba la atención.

Pasaba ante él el grupo de unas cincuenta personas, con más guardias de chaqueta verde en cabeza y a la retaguardia. Los sectarios conversaban mucho entre ellos; se apreciaba en sus voces un tono de emoción, de impaciencia, pero teñido también de algo más que Eddie solo pudo interpretar como satisfacción. No sabía en qué consistiría la ceremonia, pero ya tenía el aire de celebración de una victoria.

Eddie echó una mirada a las almenas, otra a los guardias que iban a retaguardia, esperando a que la multitud les bloqueara en parte la línea de visión…, y se puso de pie y empezó a caminar tranquilamente al mismo paso del grupo, como si acabara de bajarse del coche.

Estaba tenso, preparado para pelear o para huir en cualquier momento. Como ya estaba dentro del castillo, suponía que los sectarios no pondrían en duda que tenía derecho a estar allí; pero si los matones que seguían al grupo consideraban que era un intruso…

Nadie dio ninguna voz de alarma. Un joven lo miró con cierta curiosidad, pero reemprendió enseguida la conversación que mantenía con otro. Eddie, aliviado pero todavía atento, entró en la pirámide con el resto del grupo.

En el vestíbulo no había rastro de Shaban ni de los hombres que lo acompañaban. Lo que sí había era más guardias.

—Todos esperarán aquí. El templo se abrirá dentro de poco rato —anunció uno de ellos, alzando la voz para hacerse oír entre el barullo de los sectarios que llenaban el lugar. Otro repitió las mismas instrucciones en francés y en árabe.

Eddie rondaba por el exterior de la multitud, observando las salidas. Había un ascensor de cristal que subía en sentido oblicuo; unas puertas de cristal esmerilado grandes, que supuso que serían la entrada del templo, con otras dos puertas menores a cada lado. No era posible que el ascensor fuera la única vía de acceso a los pisos superiores. Tenía que haber unas escaleras en alguna parte.

Algunos minutos más tarde entró otro grupo de seguidores de la secta. Y, después, otro más. El vestíbulo no tardó en estar lleno de gente a rebosar. Cuando los del primer grupo se desplazaron para hacer sitio a los recién llegados, Eddie procuró quedarse junto a una de las puertas laterales. Había un guardia allí cerca, pero bastaría con una breve distracción…

La ocasión llegó cuando se abrieron las puertas del templo. Todos se volvieron instintivamente a mirarlas y se apiñaron hacia ellas… y Eddie se coló por la puerta lateral sin que lo vieran.

Conducía a una caja de escalera, como había esperado él. Dada la pendiente de la fachada, cada tramo ascendía formando ángulos extraños con el anterior, como si fuera un cuadro de Escher. Eddie volvió a ponerse el auricular mientras empezaba a ascender hacia la cúspide de la pirámide.

—¡Eddie! —exclamó Nina con impaciencia cuando el monitor empezó a mostrar por fin imágenes que no eran de la bragueta de su marido—. ¡Ya era hora, maldita sea! ¿Qué pasa?

—Parece que Shaban está reuniendo a los fieles.

—Sí; ya lo hemos visto. Tres autocares. Lo que te pregunto es qué pasa contigo. ¿Qué demonios haces?

—Ya te lo dije… Voy a quitar de en medio ese laboratorio.

—¿Con qué? No tienes explosivos… ¡Ni siquiera llevas pistola!

—Creo que me las arreglaré.

El tono de despreocupación de Eddie produjo un gesto de inquietud a uno de los miembros del EEPA que acompañaban a Assad.

—¿Qué pasa? —le preguntó Assad.

El soldado se dirigió apresuradamente a una de las cajas de material que estaban apiladas en la furgoneta… y masculló una maldición en árabe.

—Señor, faltan dos paquetes de C-4.

—¿C-4? —preguntó Macy, mientras Assad miraba al soldado, boquiabierto.

—Explosivos —le explicó Nina. Macy se apartó prudentemente de la caja.

—Ah, sí; se los tomé prestados mientras estaban montando sus aparatos —les explicó Eddie, con tanta tranquilidad como si se hubiera limitado a coger un lápiz sin permiso.

—¡Chase! —gritó Assad—. ¡Salga de allí inmediatamente! No puede emplear explosivos allí dentro… ¡Provocaría un incidente diplomático catastrófico!

—Entonces, ¿para qué traían explosivos, de entrada? —intervino Nina, apoyando a Eddie a pesar de que compartía el punto de vista del egipcio.

—Para… un caso de necesidad… —repuso el egipcio, turbado.

—Pues esto es un caso de bastante necesidad —dijo Eddie—. Y si Shaban ha convertido esa porquería en un arma biológica, la diplomacia será lo que menos nos tendrá que preocupar. Si la quito de en medio ahora mismo, problema resuelto. Así que iré al piso de arriba, pondré estas cargas, recogeré a Grant y volaré este sitio por los aires, y nadie se enterará siquiera de que he estado aquí…

Se vio por la pantalla que Eddie alcanzaba el nivel superior de las oficinas…, que se abría ante él una puerta… y que un guardia se quedaba paralizado por la sorpresa al encontrarse con el inglés.

—… o no —concluyó Eddie mientras el guardia y él se miraban fijamente. El otro hombre se rehízo e intentó asir a Eddie, pero este le dio un puñetazo con los nudillos en la garganta y lo hizo retroceder.

El hombre lanzó un golpe dirigido a los ojos de Eddie, pero este retiró bruscamente la cabeza y clavó la bota en la ingle del guardia sectario; acto seguido, le asestó en la cara un puñetazo tan fuerte que la nuca le dio con fuerza contra la puerta. El guardia se deslizó al suelo, sin sentido.

Eddie lo arrastró al interior. En las oficinas solo había luces mitigadas; tras las paredes de cristal se veía el brillo de algún que otro salvapantallas de ordenador. Los empleados del Grupo de Inversiones Osiris y del Templo Osiriano habían terminado su jornada laboral y se habían retirado o entraban al templo con el resto de los miembros de la secta.

—¡Eddie! ¿Estás bien? —le preguntó Nina.

—Sí; bien —respondió él.

Arrastró al hombre inconsciente hasta un rincón apartado y lo examinó. Venía a tener la complexión física de Eddie, y era solo un poco más alto que él…

—¿Conoce Nina esta faceta tuya, Eddie? —preguntó Macy cuando la cámara que llevaba este a la altura de los ojos mostró que estaba despojando de la chaqueta y de los pantalones al guardia inerte.

—Qué gracia tiene la niña —dijo él. La imagen cambió bruscamente; la cámara apuntaba al techo.

—¿Qué haces? —preguntó Nina.

—No quiero que Macy se asuste si ve lo que tengo en los pantalones.

Macy, que ya estaba acostumbrada a aquellas alusiones por parte de Eddie, se limitó a responder con un suspiro de exasperación.

—Me parece que no hay nada que le pueda asustar —dijo Nina con una sonrisa.

—¡Bah!

—El que tendrías que estar asustado eres tú —prosiguió Nina con énfasis—. Si te atrapan, te matarán.

La cámara volvió a apuntar al frente. La imagen de la mano de Eddie, que ahora portaba una pistola, llenó la pantalla.

—Que lo intenten.

—¡Lo intentarán, Eddie! No corras riesgos absurdos.

—Ya me conoces, cielo.

—¡Sí; y quiero seguir conociéndote! Ten cuidado, ¿vale?

—Lo tendré. Señor Assad…

—¿Sí? —dijo Assad.

—Prepare a sus chicos. De una manera o de otra, aquí va a haber movimiento… y van a necesitar algo más que gas lacrimógeno y balas irritantes.

—Ya veo —dijo Assad, a disgusto. Hizo un gesto con la cabeza a los miembros del EEPA, y estos abrieron más cajas, de las que sacaron subfusiles FN P90.

—Más materiales que traíamos para un caso de necesidad… —dijo a Nina y a Macy—. Espero vehementemente que no tengamos que emplearlos, señor Chase.

—Eso dependerá de Shaban, ¿no?

La Eddie-cam picó hacia abajo para mostrar que el inglés se deslizaba la pistola en el bolsillo interior de su nueva chaqueta verde, y tomaba después los dos paquetes de C-4 con su detonador, activado por radio, para guardárselos difícilmente en los estrechos bolsillos exteriores de la prenda.

—Buena suerte —le susurró Nina, mientras Eddie se disponía a salir.

Eddie regresó a la escalera. No se oía ninguna actividad en la planta superior ni en la inferior. No sabía de cuánto tiempo disponía hasta que echaran en falta al guardia, de modo que subió hacia la planta superior sin más dilación.

Solo podía seguir un camino, que lo condujo hasta el ascensor. Había un hombre esperando a tomarlo. Cuando apareció Eddie por la puerta, el hombre le echó una mirada distraída… y, después, volvió a mirarlo con cierta curiosidad. Eddie disimuló su inquietud; no parecía que el hombre estuviera alarmado, sino solo un poco extrañado por el aspecto de Eddie. Este saludó al hombre con un movimiento de cabeza, sin volverse del todo hacia el hombre para que no le viera el auricular. El ascensor llegó precisamente cuando Eddie pasaba por delante; el hombre subió a la cabina sin mirar atrás.

Cuando Eddie entró en la sala siguiente, percibió un fuerte olor a levadura.

—Esto huele como el sobaco de un panadero —dijo.

La pared del fondo era de cristal, y Eddie podía ver lo que había detrás. El laboratorio estaba justo por debajo de la cúspide de la pirámide; las paredes convergían casi en un punto. En lo más alto estaba el faro que enviaba su haz de luz hacia la estrella polar.

En la cámara solo estaba una persona, que, de espaldas a Eddie, examinaba un objeto dispuesto sobre un banco de trabajo.

Se trataba de un objeto entre otros muchos, todos idénticos entre sí. Eran más frascos herméticos de acero, todos con el símbolo de peligro biológico.

—Mierda —susurró—. ¿Veis eso? ¡Debe de haber cincuenta de esas cosas jodidas!

—Ay, Dios mío —dijo Nina en voz baja—. El gran acto de Shaban es algo más que una simple ceremonia…, es una puesta en marcha. Ha hecho venir a sus seguidores de todo el mundo… ¡y les va a entregar las esporas, para que se las lleven!

—¿Tan pronto? —preguntó Assad con incredulidad—. ¡Si solo hace cuatro días que salió de la tumba!

Eddie inspeccionó el laboratorio, observando las grandes cubas en las que se cultivaba la levadura, y los hornos en los que se secaba y se extraían las esporas. El vaso canópico, ya abierto, estaba en una vitrina.

—Los multimillonarios psicópatas no suelen perder el tiempo cuando les interesan estas cosas, ¿verdad? —repuso Eddie.

Observó que los hornos estaban alimentados por grandes bombonas de gas comprimido. Aquel sería un buen lugar para provocar una explosión…

Si podía llegar hasta las bombonas. La puerta de acceso al interior del laboratorio tenía cerradura de seguridad activada por tarjeta, y sus ventanales estaban diseñados a prueba de peligro biológico… Un disparo de pistola no les produciría más que un rasguño.

Oyó que Macy preguntaba «¿Cómo va a entrar?». Pero él ya se dirigía hacia la puerta. Levantó la mano…

Y llamó con los nudillos.

El vidrio triple de la puerta absorbía el sonido. Eddie llamó con más fuerza, hasta que consiguió llamar la atención al científico.

—Abra la puerta —dijo Eddie, marcando claramente las palabras con los labios y haciendo señas al científico para que se acercara.

El hombre frunció el ceño, pero se acercó a la puerta. Dijo algo, pero su voz apenas se oía a través del cristal. Eddie tenía nociones de lectura de labios, pero no entendió lo que le decía el científico, y supuso que este le hablaba en una lengua distinta del inglés. A pesar de ello, le sonrió y asintió con la cabeza.

El hombre volvió a fruncir el ceño, desconcertado, y pasó su tarjeta por la ranura de la cerradura. La puerta se abrió sola, deslizándose.

—Hola, ¿qué tal? —dijo Eddie en inglés.

El científico, al oírlo, le habló a su vez en inglés, con fuerte acento alemán.

—¿Qué decía? —le preguntó.

—Le decía «la has jodido» —replicó Eddie.

Sin dar al hombre más tiempo que el justo para que pusiera cara de sorpresa, Eddie lo arrastró hacia delante de un tirón para golpearle la cabeza contra la jamba de la puerta. El científico se derrumbó.

—Esto… ¿vas a dejarlo ahí sin más? —preguntó Nina a Eddie, mientras este echaba al hombre inconsciente tras una mesa de laboratorio—. O sea, si vas a poner allí una bomba…

—Estaba preparando un arma biológica; ¡que se joda!

Eddie se imaginó la cara de desaprobación que acompañaba al silencio helado de su esposa, y se ablandó un poco.

—Vale…, me lo llevaré abajo cuando me marche. ¿Contenta?

—Solo estaré contenta cuando hayas salido de allí sano y salvo.

Eddie sonrió. Dirigió entonces su atención a las bombonas de gas. Entre ellas había un espacio vacío. Tomó uno de los bloques de C-4, del tamaño de un paquete de cigarrillos; activó su circuito detonador e introdujo el explosivo en el hueco.

—Hum…

—¿Qué hay? —preguntó Nina.

—Demasiado visible. Espera.

Los grandes hornos de acero, junto a las bombonas, estaban abiertos. Eddie metió la mano hasta el fondo de uno de ellos y tanteó bajo el tubo perforado del gas. Había grasa y hollín, pero parecía que había sitio suficiente. Tras activar el segundo bloque de explosivo, lo metió a presión hasta que quedo invisible.

—Ya está.

—¿Y ahora, qué?

—Ahora —dijo Eddie, asiendo al científico de los brazos—, me largo de la pirámide, aprieto el botón y mando este sitio a tomar por culo.

—¿Y toda la gente que está en el templo? —preguntó Macy—. ¿No quedarán aplastados?

—Me dan ganas de decir que se jodan ellos también; pero hay un par de pisos de por medio —le respondió Eddie mientras arrastraba al hombre hacia la puerta—. Estas cargas de C-4 no son lo bastante grandes como para derrumbar todo el edificio, a menos que esté construido a base de papel de fumar y palillos de dientes. Pero la parte de arriba ya no terminará en una punta tan bonita; eso no.

—Lo que tienes que procurar es que no te pille dentro —dijo Nina—. Y no te olvides de Grant.

—Eh, sigue siendo cliente, técnicamente —repuso Eddie, mientras abría la puerta con la tarjeta del científico y arrastraba a este hasta el exterior—. Si perdiera a un cliente, se iba a resentir mucho mi reputación profesional, ¿no?

Cruzó la sala de espaldas y abrió la puerta con el trasero para pasar al intercambiador del ascensor.

Sonaron unas notas. Llegaba el ascensor.

Eddie soltó el cuerpo del científico sin sentido y se volvió rápidamente, sacando la pistola…

Demasiado tarde.

Había llegado por las escaleras una pareja de guardias que lo apuntaban con sus armas, y otros dos hombres armados salieron precipitadamente del ascensor. Eran Broma y Lorenz.

Eddie, que sabía que no tenía nada que hacer en un enfrentamiento a tiros contra cuatro, se quedó inmóvil y dejó caer su pistola.

—A la mierda— dijo.

—Chase… —dijo Shaban, adelantándose entre sus dos guardaespaldas, con la cara marcada en un rictus de ira… y de deleite sádico—. Llegas justo a tiempo para participar en nuestra ceremonia…