19

¿Sabes una cosa, camarada? Estás siendo muy mal anfitrión —dijo Eddie.

El eco devolvía su voz.

—Míralo por el lado bueno —dijo Nina, levantando la vista hacia Osir—. Al menos, ha tirado de la cadena.

El jefe de la secta, con sarcasmo, había optado por atar a Nina y a Eddie en el mismo lugar donde ellos lo habían tenido atado a él, el cuarto de baño de su camarote. Nina tenía las manos amarradas a una cañería de la parte inferior del lavabo, y Eddie había terminado en la misma posición que había tenido Osir, con las muñecas sujetas al tubo de desagüe del retrete y la cabeza sobre la taza. Pero ellos no estaban atados con corbatas, sino con cuerdas. Les habían dejado libres las piernas, pero esto no les había servido de nada de momento, pues les habían puesto a un guardia de seguridad para que los vigilara toda la noche, mientras Osir y los suyos estudiaban el zodiaco.

—¿No estás cómodo, Chase? —preguntó Osir a Eddie—. Qué pena.

Shaban, que estaba junto a él, frotándose los ojos, dijo:

—Jalid, no estamos avanzando con el zodiaco. Estamos perdiendo el tiempo.

—La respuesta está allí —dijo Osir—. Si ella la ha encontrado, nosotros también podremos encontrarla.

Shaban miró a Nina con desprecio.

—Lástima que no los estuvieras escuchando cuando lo descubrió —dijo a Osir—. Si saben encontrar la pirámide, deberíamos haberlos torturado para sacarles la información.

Una nueva mirada de desprecio, esta vez dirigida a Osir.

—Si no tuvieras tanto miedo de manchar de sangre tus sábanas de seda…

Osir hizo un gesto de rabia.

—¡Cállate, Sebak! —dijo—. Encontraremos la pirámide por nuestra cuenta. No hace falta causar dolor sin necesidad.

—¿Qué sabes tú lo que es el dolor? —repuso Shaban, acercándose a su hermano hasta casi clavarle el rostro en el suyo, con una mueca que le contraía la piel de la cicatriz que le surcaba la garganta.

Hubo un silencio incómodo entre los dos, hasta que Osir retrocedió un poco.

—Encontraremos la pirámide por nuestra cuenta —repitió—. Y a estos dos los… enterraremos en alta mar. Pero antes tenemos otro asunto…, la carrera.

—Ve tú —dijo Shaban con desdén—. Yo me quedaré aquí y… discutiré educadamente la ubicación de la pirámide con la doctora Wilde —anunció con una sonrisa cruel.

Nina se puso tensa.

Osir negó con la cabeza.

—Te esperan allí, conmigo.

—Pues diles que estoy enfermo.

—¡Sebak! Esto es por el Templo… ¡Tú te vienes conmigo! —dijo Osir, mirando fijamente a su hermano.

En esta ocasión fue el hermano menor el que cedió, aunque tenía tensos los tendones del cuello.

—Vigílalos hasta que volvamos —dijo Osir al guardia.

Este asintió con la cabeza y, cuando Osir y Shaban se marcharon, se instaló en una silla ante la puerta del baño.

—¿A qué hora termina la carrera? —preguntó Nina a Eddie.

—A las cuatro. ¿Qué hora es ahora?

Nina cambió de postura trabajosamente para mirarse el reloj.

—Van a ser las diez.

—¡Eh! —gritó el guardia, levantando el MP7—. ¡Quietos! ¡Y callados!

Nina volvió a quedar arrodillada y se puso a observar al guardia. Al cabo de unos minutos, este empezó a prestarles menos atención; dejó de apuntar con el fusil a los prisioneros, y recorría con la vista con curiosidad el suntuoso camarote.

Nina aprovechó la distracción del guardia para volver la cabeza. Vio en un rincón unas tijeritas de uñas, que eran uno de los artículos que había hecho caer Osir cuando Eddie lo había metido a la fuerza en el cuarto de baño. Nina ya se había fijado en ellas mientras la ataban. Pero como tenía las manos fuertemente ligadas a la cañería, solo alcanzaría las tijeritas con los pies… y aun eso no sería posible sin que el guardia se diera cuenta.

Tenía seis horas para buscar el modo de hacerlo…

La primera ocasión llegó al cabo de casi cuatro horas de incomodidad.

El guardia también era aficionado a la Fórmula 1. Cuando se acercaba la hora del comienzo de la carrera, encendió un televisor grande de plasma. La pantalla estaba en una pared, dispuesta de tal modo que el guardia tuvo que apartar la silla un poco más del baño para poder ver a la vez la pantalla y a sus prisioneros, repartiendo la atención entre ambas cosas.

—¿Estás bien? —susurró Nina. El sonido del televisor, que retransmitía los ruidos de la parrilla de salida, le cubría la voz.

—Las rodillas me están matando, joder —dijo la voz de Eddie, con ecos cavernosos—. Pero al menos hay una cosa buena: no tengo sed.

—Qué cochinada, Eddie —dijo ella, arrugando la nariz.

Volvió la vista hacia el guardia; este echaba miradas hacia el baño, pero estaba claro que la carrera le interesaba más.

—Escucha —dijo—: allí hay unas tijeras. Voy a intentar enviártelas de una patada cuando no esté mirando el tipo de fuera.

Eddie volvió la cabeza cuanto pudo.

—Si me las puedes acercar a las piernas, yo puedo intentar mandarlas tras la taza con la rodilla —dijo—. Pero no puedo mover las manos gran cosa. Si van a parar demasiado lejos, la hemos jodido.

—Entonces, tendremos que hacerlo bien a la primera, ¿no? —dijo ella, dirigiéndole una débil sonrisa. Él se la devolvió.

—Hazlo cuando den la salida —dijo Eddie—. En la primera curva de Mónaco suele haber lío; la mayoría de la gente mira más que nada para ver los choques.

—Solo necesitaré unos segundos —dijo Nina.

Observó al guardia; aunque les dirigía alguna mirada de cuando en cuando, en general estaba atento al televisor. Los comentaristas hablaban en francés, pero Nina entendía lo suficiente para enterarse de que los vehículos estaban dando la vuelta de calentamiento antes de la salida de la carrera propiamente dicha.

Muy despacio, Nina cargó su peso sobre una rodilla y deslizó la otra pierna sacándola de debajo de su cuerpo. Sintió un hormigueo doloroso en los músculos. El guardia la miró. Nina se quedó paralizada, temiendo que el guardia hubiera visto lo que hacía, y acto seguido empezó a doblar exageradamente el cuello hacia un lado como para aliviarse el agarrotamiento. El guardia frunció el ceño, pero volvió a atender al televisor.

Los comentaristas hablaban con más pasión, mientras los coches iban ocupando sus lugares en la parrilla de salida. Nina estiró la pierna tanto como se atrevió.

—¿Preparado? —susurró.

Eddie se levantó levemente sobre las puntas de los pies.

Los pilotos estaban en posición. El guardia se inclinó hacia delante, mirando la pantalla con entusiasmo. Los motores se revolucionaron al encenderse las luces de salida.

Un, deux, trois, quatre, cinq… —decía el comentarista; y, tras una pausa expectante, dijo: Allez!

El ruido de motores adquirió proporciones de estrépito politónico, y los coches saltaron de la parrilla.

—C’est Virtanen, Virtanen! —gritaba el comentarista. El guardia casi se levantó de su asiento con la emoción de ver que iba en cabeza el piloto estrella de la escudería Osiris.

—Oh! Oh! Mollard s’est écrasé!

Alguien se había estrellado al tomar la primera curva. El guardia se levantó de un salto… y Nina agitó la pierna, impulsando las tijeritas con el pie.

A pesar de lo mucho que pasaba en la gran pantalla de televisión, el guardia no pudo menos que advertir de reojo aquel movimiento repentino. Se volvió bruscamente, con el fusil levantado… mientras Eddie dejaba caer las piernas y cubría las tijeras. El guardia irrumpió en el baño apuntando a Nina con el MP7.

—¡He dicho que no te muevas!

—¡Un calambre! —sollozó Nina, sin mentir, mientras flexionaba la pierna—. ¡Tengo un calambre; me duele! ¡No dispare! ¡No dispare!

—¡Abajo otra vez!

Nina obedeció. El guardia, clavándole la punta del fusil, se inclinó para cerciorarse de que seguía atada; después se acercó a revisar también las ataduras de Eddie. Todo seguía bien atado.

—Quietos —les ordenó; y volvió a salir al camarote. Después de echar unas cuantas miradas de desconfianza más al camarote, volvió a atender a la carrera.

—¿Lo tienes? —susurró Nina.

Eddie levantó la pierna derecha y dejó a la vista las tijeritas de uñas que ocultaba debajo. Despacio, con cuidado, volvió a bajar la pierna y arrastró las tijeras hacia delante unos centímetros. Después, elevó la pierna para volverla a su posición original y repetir de nuevo el movimiento. Al cabo de un breve rato ya tenía las tijeras a la altura de la rodilla.

—Ahora viene lo más difícil —musitó.

Extendió la pierna hacia un lado.

—Bueno, allá va.

Hizo un movimiento brusco con la rodilla hacia delante.

Las tijeras se deslizaron por el suelo pulido y chocaron con la pared del fondo. Eddie torció el gesto; pero el sonido del televisor había amortiguado el leve ruido. Intentó alcanzar las tijeras con la punta de los dedos.

Le faltaban unos milímetros.

—¡Cojones! —gruñó. La cuerda que le sujetaba las muñecas al tubo estaba fijada en un recodo; no podía deslizar las manos para acercarlas más. Y si intentaba levantar el cuerpo para empujar las muñecas a través de las ligaduras, el guardia lo vería.

Tenía que arriesgarse. Se izó hacia arriba, levantando el trasero en el aire.

La postura era algo desairada, pero dio resultado. Gracias al peso añadido, pudo adelantar las muñecas poco a poco a través de las ataduras, mientras las agitaba. El rozamiento le quemaba la piel y le arrancaba los pelos, pero cada vez tenía los dedos más cerca de las tijeras, más cerca…

—¡Eh!

El guardia entró corriendo en el baño… en el mismo momento en que Eddie alcanzaba las tijeras con la punta de los dedos. El inglés se apoderó de ellas y las conservó en su puño cerrado.

—¡Vuelve abajo!

—¡Ay, vamos, joder! —exclamó Eddie sin aliento mientras el hombre le asestaba una patada—. Llevo así todo el día, ¡voy a estallar! ¡Tengo que mear!

—¡Pues estás en el sitio oportuno! —dijo el guardia, soltando una risotada.

Sin dejar de reírse por lo bajo, volvió a comprobar las cuerdas. Una vez seguro de que seguían bien atadas, regresó a su asiento.

—¿Estás bien? —preguntó Nina por lo bajo.

—No me ha venido bien para el dolor de espalda; pero tengo las tijeras.

Manipuló con dificultad las tijeras entre las manos, las abrió al máximo y presionó uno de los filos contra la cuerda.

—Pero esto puede tardar su tiempo —advirtió.

Eddie empezó a aplicar a las tijeras un movimiento de vaivén. Era un trabajo lento, por el pequeño tamaño del filo y por lo agarrotadas que tenía las manos; pero las hebras de la cuerda empezaron a desgastarse por fin y a ceder. Transcurrieron diez minutos…, veinte. El guardia seguía absorto en la carrera: Virtanen libraba una dura batalla para mantener la posición de cabeza. Pasó media hora. Ya había transcurrido más de un cuarto de la carrera, y el regreso de Osir y de Shaban se iba acercando.

Eddie soltó un leve gruñido.

—¿Eddie? —susurró Nina—. ¿Lo has conseguido?

—Sí —respondió él, sin perder las tijeritas, que le colgaban de un dedo, mientras tiraba de la cuerda con el pulgar. La vuelta de cuerda cortada se soltó. Eddie liberó la muñeca y se desató rápidamente la otra mano.

—Lo malo es que seguimos atrapados en un baño, vigilados por un hombre que tiene un fusil. ¿Puedes hacerlo entrar aquí?

—Lo intentaré —dijo Nina.

Nina volvió a levantar la pierna y soltó un quejido contenido. El guardia, molesto por la interrupción, se puso de pie.

—¡Te he dicho que te estés quieta! —dijo, entrando en el baño.

—Por favor —dijo ella con un rictus de dolor—, ¡me duele mucho la pierna! ¡Ya no aguanto más!

—No tendrás que aguantar mucho más —replicó el guardia con una sonrisa sardónica, obligándola a ponerse de rodillas de nuevo de un empujón. Examinó las cuerdas de las muñecas de Nina, y se agachó después a revisar las ataduras de Eddie.

No estaban.

Eddie subió la mano bruscamente, con fuerza brutal, y le clavó las tijeras en el ojo por la punta.

Estas tenían poco más de dos centímetros de hoja desde la punta hasta la charnela, pero no importó: las tijeras enteras se hundieron en el cráneo del guardia. El dolor y el susto lo dejaron paralizado, dando a Eddie el tiempo suficiente para rodar sobre un costado, asir al guardia de la camisa y darle un tirón hacia abajo. El cráneo del hombre chocó con la palanca de la cisterna, produciendo un crujido horrible, y el guardia se derrumbó sobre el retrete entre convulsiones.

Eddie empujó la cabeza del guardia, con la cara hacia abajo, al interior de la taza, en la que corría el agua. Se apoderó del MP7 y desató rápidamente a Nina.

—Usar y tirar —dijo con una sonrisita.

Nina puso cara de paciencia.

—¿Está muerto?

—¿Con lo que lleva encima? Eso espero.

La cisterna terminó de vaciarse, y el agua que rodeaba la cabeza semisumergida del hombre empezó a adquirir un color rosado. Eddie lo observó durante unos momentos para cerciorarse de que no le salían burbujas de la boca ni de la nariz. Después, revisó el MP7. Tenía el cargador lleno: veinte balas.

—Esto ya está mejor. Se acabó el hacer el paripé con revólveres como si estuviésemos en el jodido siglo XIX.

Nina se puso de pie con alivio, frotándose las piernas entumecidas.

—¿Cuál es el plan? —preguntó.

—El mismo de anoche. Volver a tierra, encontrar a Macy y encontrar esa pirámide. Y pegar un tiro al que se nos ponga por delante. ¿Te parece bien?

—Me gustaría más sin tiros; pero, por lo demás, está bien.

Nina pasó al camarote, recogió sus cosas del escritorio donde las habían tirado y, cuando ya se disponía a dirigirse a la puerta, se lo pensó mejor y fue a la sala contigua, donde estaba el zodiaco. Osir y otros habían pasado toda la noche trabajando con él; había más notas dispersas por la estancia. Encontró una foto de todo el relieve y se la echó a un bolsillo.

—Por si acaso —dijo a Eddie, que también había recogido sus cosas y ya la esperaba con impaciencia junto a la puerta—. No creo que Osir nos vaya a dar otra oportunidad de verlo.

—Sigo pensando que deberíamos hacerlo trizas sin más —repuso Eddie, y se asomó al pasillo—. De acuerdo —dijo—, la vía más rápida para bajar sería saltando del balcón a la cubierta trasera. ¿Te atreves?

—Por mí no habrá problema —dijo ella; pero palpó la cabeza de Eddie.

Tras el disparo que había recibido, no le habían hecho más cura que pegarle toscamente sobre la herida una gran venda adhesiva. La venda estaba ahora cubierta de sangre seca, de color oscuro. Al menos, aquello indicaba que había dejado de sangrar; pero tenía que tratarse aquella herida.

—¿Y tú? —le preguntó.

—Saldré de esta. Menos mal que no me dio en la cara… Me habría echado a perder mi belleza natural —dijo, con una sonrisa que le llenó de arrugas el rostro curtido por las batallas.

Nina le devolvió la sonrisa.

—¿Estás preparada?

Nina asintió con la cabeza. Eddie salió al pasillo y avanzó rápidamente hasta la puerta de cristal. En la cubierta inferior estaban tomando el sol dos de las chicas de Osir, en biquini, acompañadas de tres miembros más de la tripulación que miraban la carrera en un televisor de pantalla plana. Dos de los hombres estaban armados.

—Bueno, ya no podremos acercarnos a los botes paseándonos como si tal cosa —dijo Eddie.

Alzó el fusil.

—A la de tres, saltamos los dos. En cuanto llegues al suelo, corre a cualquiera de los botes que esté en el agua, ponlo en marcha y no te detengas por nada. Nos iban a matar, en todo caso; y, si nos pillan otra vez, no nos darán otra oportunidad. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asintió Nina a disgusto—. Pero te diré una cosa.

—¿Qué cosa?

—Que ya no estoy deprimida.

—Sí; nada como estar en peligro de muerte para animarse uno, ¿verdad?

Se besaron. Después, Eddie abrió la puerta hacia fuera.

—Vale… Uno, dos, tres… ¡ya!

Salieron corriendo al cálido sol del Mediterráneo y saltaron limpiamente la barandilla.

La caída era de casi tres metros; Nina aterrizó pesadamente y cayó al suelo. A Eddie le fue mejor: cayó agazapado a modo de rana y se levantó con agilidad. Una de las mujeres soltó un chillido mientras la otra los miraba fijamente con asombro. Los hombres se levantaron de un salto; los que estaban armados buscaron sus armas.

El MP7 de Eddie tableteó. Dos ráfagas de disparos con silenciador cosieron sendas hileras de agujeros sangrientos en el pecho de ambos hombres.

Un ruido a sus espaldas…

Eddie se volvió y disparó una nueva ráfaga a otro hombre que estaba bajo el balcón. El hombre cayó de espaldas contra el mamparo salpicado de sangre, mientras le caía de la mano una pistola.

Nina se puso de pie.

—¿Estás bien? —le preguntó Eddie.

Ella asintió con la cabeza.

—Bien. Ve a los botes.

Mientras Nina se ponía en camino, Eddie se quedó a cubrir a los que quedaban. La mujer que había chillado soltaba ya francos alaridos, mientras su compañera seguía mirando a Eddie con ojos inexpresivos de desconcierto. El tripulante desarmado miraba las armas de sus compañeros muertos.

—¿Sabéis nadar todos? —les preguntó Eddie.

Los tres respondieron en sentido afirmativo.

—Bien. ¡Pues tenéis cinco segundos para poneros a nadar! —les dijo, señalando la borda del yate con el fusil. Lo entendieron y se arrojaron al mar.

Eddie corrió tras Nina, y cuando llegó a las escaleras que bajaban al embarcadero apuntó con el fusil hacia la superestructura del yate. Apareció otro hombre de chaqueta verde que tiraba de la palanca de montar de su MP7; pero recibió una ráfaga del fusil de Eddie y cayó sobre una tumbona. Eddie sabía que a su arma solo le quedaban pocos disparos; la descartó y tomó una de las de los muertos cuando pasó junto a ellos.

A Nina no le satisfizo nada lo que se encontró en cuanto a embarcaciones. Las dos motoras rápidas se habían retirado del agua con cabrestantes, y el único medio de fuga flotante que les quedaba eran las motos de agua.

—Eddie, ¡espero que tú sepas llevar estas cosas, porque yo no tengo idea!

—¡Tú pon una en marcha! —exclamó Eddie.

Hizo algunos disparos para obligar a un tripulante a retirarse al barco, y bajó de un salto para reunirse con Nina.

—¡Yo lo llevaré!

Nina puso en marcha el motor mientras leía con inquietud una pegatina de advertencia que llevaba la pequeña embarcación en lugar muy visible, y que prevenía del peligro de sus poderosas turbinas subacuáticas.

—Dice que debemos llevar trajes de neopreno.

—Sí, y también deberíamos llevar chaleco salvavidas… ¡pero tendremos que arreglárnoslas!

Se instaló de un salto sobre la moto acuática, delante de Nina.

—¡Lleva tú el fusil, y no te caigas!

Nina asió con fuerza el MP7 y se aferró con el otro brazo a la cintura de Eddie. Este hizo girar el acelerador, y la moto acuática se apartó ruidosamente del yate entre una nube de espuma.