6

Guiza

—Eh, ¿no las habían hecho polvo los Transformers? —preguntó Eddie en son de broma.

—No pienso volver a dejarte elegir la película —murmuró Nina, mientras contemplaba con admiración los tres monumentos inmensos que se alzaban ante ellos. La Gran Pirámide de Guiza era la única de las siete maravillas del mundo antiguo que había llegado hasta nuestros días; las demás habían desaparecido milenios atrás, víctimas del tiempo y de las guerras. Su durabilidad se debía, en parte, a su tamaño mismo; aunque la pirámide de Khufu y sus compañeras, la pirámide de Kefrén, un poco más baja, y la pirámide de Menkaura, bastante más pequeña pero todavía enorme, habían perdido hacía mucho tiempo casi todo su recubrimiento exterior de piedra caliza blanca, sus núcleos colosales de piedra arenisca y granito se conservaban intactos tras más de cuatro mil quinientos años.

Macy estaba menos impresionada. Llevaba el pelo oculto bajo una gorra de béisbol y la cara cubierta en parte por unas gafas de sol muy grandes, y revolvía con un pie en la arena áspera, en gesto de impaciencia.

—Yo ya he visto las pirámides. Tal que todos los días que pasé aquí. ¿Por qué no van a hablar con el doctor Berkeley?

—En parte, porque no está aquí todavía.

Macy, temiendo que la reconocieran, no había acompañado a Nina y a Eddie al complejo de la esfinge, donde estos habían intentado convencer al equipo de la AIP para que los dejaran pasar, sin conseguirlo.

—Está haciendo un programa de televisión en El Cairo, hablando de la excavación. Tardará un par de horas en volver. Y, también en parte, porque… bueno, ¡ya que vengo hasta Egipto, no voy a dejar de visitar las pirámides!

Emprendieron el camino subiendo por la carretera que bordeaba el lado norte del complejo. Eddie se asomó sobre el muro para ver la zona de obras que estaba más abajo.

—Ese túnel… ¿está allí abajo?

—Sí —dijo Macy, asomándose junto a él—. En esa tienda —añadió, señalándola.

Eddie se grabó en la memoria la situación de la tienda, y observó también que estaba mejor custodiada de lo que había contado Macy. La vigilaban dos hombres de uniforme, aunque no era el uniforme de la Policía Turística, lo que daba a entender que eran guardias de seguridad privados.

Macy levantó la vista hacia la esfinge.

—Hay más guardias que antes.

—Se están asegurando de que nadie más les revienta su excavación —dijo Eddie—. Pero puede ser bueno.

—¿Cómo?

—Si han traído a gente nueva, será más difícil que alguno te reconozca.

Eddie pasó los dedos por el borde inferior de la losa que remataba el muro, como si quisiera hacerse una idea de su peso.

—¿Qué hay? —le preguntó Nina.

—Estoy trazando planes. Así que ¿vamos a cargarnos de energía en las pirámides?

La Gran Pirámide estaba a solo unos cuatrocientos metros de la esfinge pero, por sus grandes dimensiones, ya que cada uno de los lados de su base medía más de doscientos veinticinco metros, había que recorrer a pie casi el doble de distancia para llegar a la entrada de la pirámide, en su cara norte. La entrada misma, donde ya aguardaban varias docenas de personas, estaba cerrada con verjas y vigilada por la Policía Turística y por guías oficiales. Solo se permitía el acceso al interior de las pirámides a un número reducido de visitantes, dos veces al día. Nina, a pesar del agotamiento del vuelo de once horas desde Nueva York, se había empeñado en que estuvieran allí cuando abrieran las taquillas.

Cuando abrieron la verja, Eddie cerró el paso a otras personas discretamente, aunque con firmeza, gracias a lo cual Nina y Macy fueron las primeras que ascendieron las gradas de piedra y entraron.

—Es más empinado de lo que parece en las fotos —comentó Nina.

El pasadizo estrecho, de paredes lisas, descendía hacia el corazón de la pirámide a un ángulo de casi treinta grados, y el techo estaba tan bajo que resultaba incómodo.

Eddie las alcanzó, sorteando en la entrada a un turista que se vio obligado a dejarle paso, molesto.

—Dios, qué estrecho es esto —se quejó Eddie—. Supongo que los faraones eran todos unos retacos. Así que ¿a dónde lleva esto?

—Hay dos rutas —dijo Macy—. Si sigues bajando, terminas en la primera cámara funeraria; pero es un rollo, allí no hay nada. Mientras construían la pirámide decidieron hacer otra cámara distinta.

—Aquello debió de sentar como un tiro a los arquitectos —dijo Eddie, sonriendo—. Me imagino la escena. «¿Que quiere hacer qué? Pero si ya vamos por la mitad de la obra. ¡Jodidos clientes!».

Al cabo de veinte metros, el pasadizo se dividía en dos. Un camino seguía bajando, mientras que el otro, de techo más bajo todavía, ascendía a un ángulo igualmente empinado de ciento veinte grados. Aunque Nina quería explorarlo todo, optó por fiarse de la palabra de Macy y seguir la segunda ruta. Aunque era primera hora de la mañana, el aire de los túneles era caluroso y sofocante. Nina emprendió la subida por el pasadizo, agachada; los músculos de las piernas se le resentían por la inclinación del suelo.

—Entonces, ¿en este sitio había trampas? —preguntó Eddie.

—¿Trampas? Qué va. Esas solo las hay en los videojuegos de Tomb Raider —dijo Macy con sarcasmo.

—Ah, ¿eso crees tú? —dijo Nina, suscitando una mirada de sorpresa por parte de la muchacha—. Más te valdría leer la Revista Internacional de Arqueología de vez en cuando, en vez de artículos de revistas populares.

—¡Yo leo la RIA! —afirmó Macy—. Bueno, las partes interesantes.

—Es interesante todo —dijo Nina, ofendida.

—Claro; como que encontrar unos mondadientes mongoles del siglo XVI se puede comparar con descubrir la Atlántida…

Eddie, que estaba detrás de Macy, se rio, lo que molestó todavía más a Nina. Pero su irritación se desvaneció cuando llegó a otra parte del interior de la pirámide. Del pasadizo por el que iba ascendiendo arrancaba otro en horizontal, pero lo que le llamó la atención fue lo que había siguiendo la ascensión. Aunque era poco más ancho que el túnel del que acababa de salir, era mucho más alto, tenía casi nueve metros de altura. La Gran Galería era una larga cámara abovedada construida con bloques inmensos de piedra caliza.

—Esto ya está mejor —dijo Eddie, estirándose tras salir del pasadizo estrecho—. ¿Para qué servía?

—Según una teoría, formaba parte de un sistema de contrapesos para subir bloques de piedra hasta lo alto…, pero la verdad es que nadie lo sabe con certeza —reconoció Nina.

Como tantos otros aspectos de las pirámides, el propósito concreto de la Gran Galería era un misterio. Nina se asomó por el pasadizo horizontal.

—Eso de ahí abajo es la Cámara de la Reina, ¿no?

—Sí —dijo Macy, mientras entraban más turistas, la mayoría de los cuales preferían seguir por el pasillo horizontal para tomarse un descanso tras la subida—. Aunque allí no hubo nunca una reina; la pirámide de ella es una pequeña que está cerca de esta. No es más que otra cámara funeraria inacabada y aburrida.

—¿Otra más? —dijo Eddie—. Dios, los arquitectos ya debían de estar tirando los papiros por el suelo a estas alturas.

—Aunque esté vacía, no tiene nada de aburrida —protestó Nina, mientras seguía ascendiendo por los escalones que se habían instalado en la galería—. Todo esto está ejecutado con un nivel de calidad maravilloso, incluso si lo comparamos con las obras de nuestros tiempos; y lo construyeron todo con herramientas sencillas.

—Y con esclavos a montones.

—Nada de eso —repuso Macy—. En realidad, todos los trabajadores eran artesanos cualificados. Les pagaban. Eso de los esclavos no es más que una mentira que difundieron los faraones que llegaron después de Khufu, o de Keops, o de como queramos llamarlo, para quedar en buen lugar, en plan claro, nosotros también podríamos haber construido una pirámide inmensa si contásemos con esclavos a montones. Khufu no fue peor que ningún otro faraón.

—¿Y por qué decidieron construir pirámides, de entrada? —preguntó Eddie—. ¿Qué tiene de especial esta forma?

—Nadie lo sabe —dijo Nina.

—Voy a oír muchas veces esa respuesta, ¿verdad?

—Probablemente se trate de algo simbólico, con significado religioso; pero nadie concuerda en cuál es exactamente ese significado. Pero sí que dedicaron mucho tiempo y esfuerzo a perfeccionar esta forma concreta, ya desde las dinastías más antiguas. En aquellos primeros tiempos, las pirámides eran escalonadas, como los zigurats, con varios pisos unos sobre otros; pero cuando los egipcios fueron dominando mejor la técnica, empezaron a construirlas con lados lisos. Un faraón que se llamaba… Snefru, ¿no, Macy?

La muchacha asintió, encantada de que Nina la consultara.

—Snefru construyó la Pirámide Roja de Dahshur —prosiguió Nina—, que fue la primera pirámide verdadera. Era bastante grande; pero su hijo construyó otra pirámide que era muchísimo más grande… y estamos dentro de ella —añadió, haciendo un amplio gesto con las manos para indicar la gran estructura que los rodeaba—. En cuanto a por qué estaban tan empeñados en construir pirámides…, como ya he dicho, nadie lo sabe.

Llegaron a la parte superior de la rampa, y Nina hizo una pausa para recobrar el aliento. Observó, un poco picada, que Macy no daba la menor muestra de cansancio por la ascensión. Otro pasadizo horizontal de baja altura se adentraba más en la tumba y desembocaba, tras pocos pasos, en una cámara más alta. Eddie se asomó al interior y vio unas ranuras profundas que subían por el muro del fondo.

—¿Qué es eso?

—Un dispositivo antirrobos —dijo Macy.

—¿No decías que no había trampas?

—No es una trampa propiamente dicha. Es más bien como la puerta de una caja fuerte. La construyeron con tres bloques de piedra enormes suspendidos del techo. Una vez enterrado Khufu, dejaron caer los bloques para que no pudieran entrar los ladrones de tumbas.

Entraron. La sala estaba completamente vacía.

—Entonces, ¿dónde están las piedras?

—Los ladrones de tumbas entraron —dijo Macy alegremente—. Rompieron las piedras y entraron directamente en la cámara funeraria. Está muy cerca, por aquí.

Otro túnel de piedra transversal de escasa altura, y…

La Cámara del Rey. La cámara funeraria del faraón Khufu, que había quedado cerrada hacía cuatro milenios y medio.

—¿Esto es todo? —preguntó Eddie, desilusionado. La sala circular medía unos doce metros por seis, y destacaban en ella los restos de un gran sarcófago de granito; pero no había absolutamente nada más, aparte del ataúd sin tapa. Ni siquiera estaban decoradas las paredes—. Había esperado algo un poco más vistoso.

—Lo saquearon a lo Lara Croft —señaló Macy con un cierto toque de condescendencia—. Si se parecía a la tumba de Tutankamón, toda la sala estaría llena de tesoros.

A Macy le brillaron los ojos al pensarlo.

—No todo serían tesoros —le recordó Nina—. Habría muchos artículos para el viaje que tendría que hacer Khufu por el Reino de los Muertos para que lo juzgara Osiris; comida y bebida, cosas así. Pero, sí, también habría bastantes tesoros.

Eddie se apartó para dejar entrar a otros turistas y se quedó apoyado en la pared de granito. Vio que Nina examinaba el sarcófago, y al cabo de un rato dijo:

—No creo que esté allí.

—Eso ya lo sé. Pero ya no tengo muchas ocasiones de ver en persona cosas como esta, ¿verdad?

—Debería habérselo pedido a los egipcios cuando estaba usted en la AIP —le sugirió Macy—. Seguramente le habrían ofrecido una visita privada.

—Sí; gracias por recordármelo —dijo Nina, frunciendo la boca con amargura.

—Entonces, ¿cuándo volverá a la excavación el doctor Berkeley? Deberíamos regresar allí; cuanto antes hablen con él, antes podrán inspeccionar la obra.

—No le falta razón —dijo Eddie.

—Está bien —murmuró Nina, dejando el sarcófago a pesar suyo—. Pero si me hacéis marcharme de aquí a la fuerza y resulta que no ha llegado todavía cuando lleguemos nosotros, me voy a enfadar seriamente.

En efecto, y para disgusto de Nina, cuando regresaron al complejo de la esfinge, Berkeley no había vuelto aún de su aparición en televisión. Esperaban su llegada dentro de media hora…, media hora que podía haber pasado Nina explorando la Gran Pirámide.

El doctor Berkeley llegó por fin, no media hora sino casi cincuenta minutos más tarde, lo que tampoco puso de mejor humor a Nina. Pero esta adoptó una cara agradable, sabiendo que tendría que estar encantadora si quería convencerlo para que la dejara acceder a la excavación. Berkeley bajó de un coche oficial pintado de blanco, del que salió también el conductor.

—¡Eh! —susurró Eddie.

—¿Qué?

—El otro sujeto es el de las fotos de Macy. Al que atizó ella con su cámara.

—Mierda, tienes razón —dijo Nina.

El acompañante de Berkeley era el doctor Hamdi. Nina apartó la vista del templo de la esfinge para mirar al sur hacia el Templo del Valle, más intacto. Macy, que seguía llevando gorra de béisbol y gafas de sol, rondaba entre la multitud de turistas, sin acercarse al lugar de la excavación más de lo prudente.

—Si Macy tiene razón, no va a querer que nadie se acerque a esa tienda —dijo Nina.

—Ya es un poco tarde para empezar a plantearnos si Macy tiene razón o no, ¿verdad?

—Quizá lo descubramos ahora mismo; veremos cómo responde este tal doctor Hamdi.

Se dirigió a Berkeley, seguida por Eddie.

—¡Eh, Logan! ¡Logan! ¡Hola!

Cuando Berkeley se dio cuenta de quién lo llamaba, reaccionó en un primer momento con sorpresa, seguida de duda y desconfianza.

—¿Nina? ¿Qué haces aquí?

—Ah, estoy de vacaciones, nada más —respondió ella tranquilamente—. Habíamos pensado dejarnos caer por aquí y saludarte, teniendo en cuenta que tu gran momento es esta noche.

—Mañana, para ser exactos; la retransmisión en directo empieza a las cuatro de la madrugada, hora local.

La desconfianza de Berkeley se convertía paulatinamente en franca sospecha, pues no se creía para nada que la presencia de ambos fuera una coincidencia en el transcurso de unas vacaciones.

Hamdi los miraba de manera rara, como si los reconociera a medias.

—¿Son amigos suyos, doctor Berkeley?

—Colegas —dijo Berkeley con firmeza—. Excolegas. Nina, Eddie, os presento al representante del CSA en la excavación, el doctor Iabi Hamdi. Doctor Hamdi, Nina Wilde y Eddie Chase, que fueron de la AIP.

Nina advirtió que Berkeley le había apeado el título de doctora al hacer la presentación; pero no tuvo tiempo de enmendarlo de manera sarcástica, pues entonces intervino Hamdi.

—¡Doctora Wilde! ¡Claro está! ¿Cómo no la había reconocido?

—Bueno, es verdad que he cambiado de peinado.

—Tengo mucho gusto en conocerla —dijo el doctor Hamdi con una sonrisa.

—Lo mismo digo —respondió ella, dando la mano al egipcio—. Y este es Eddie, mi marido.

—¿Tu marido? —dijo Berkeley, desconcertado—. ¿Te has casado?

—No te preocupes, no esperábamos que nos hicieses ningún regalo —dijo Eddie.

Nina miró hacia la esfinge, por encima de las ruinas.

—Me había preguntado… ¿Sería posible que viésemos la excavación propiamente dicha?

—Lo siento —dijo Berkeley con laconismo—. Solo personal autorizado.

Nina volvió a abstenerse de hacer ningún comentario sobre la actitud displicente del doctor Berkeley. En vez de ello, se dirigió a Hamdi.

—Es una lástima. ¿No podría hacer una excepción el CSA, doctor Hamdi?

Aunque el egipcio le respondió con más cortesía, tampoco estuvo dispuesto a colaborar.

—Me temo que no, doctora Wilde. Una vez que se haya abierto el Salón de los Registros y que todo se haya catalogado debidamente, podría ser; pero de momento tenemos que mantener una seguridad estricta —dijo, indicando con un gesto de la cabeza a los guardias que estaban en la puerta de acceso próxima—. Hemos tenido un incidente en la excavación hace poco.

—Eso había oído.

—¿Lo has oído? —repitió Berkeley, frunciendo el ceño.

—Sí. Con una chica que se llamaba… Macy Sharif, ¿verdad?

Nina observaba atentamente las reacciones de los dos. Parecía que a Berkeley le molestaba que hubiera corrido la voz de un suceso que podía dejarlo en tan mal lugar; pero Hamdi dio un verdadero respingo, como si le hubieran clavado un aguijón.

—Era algo de que había robado un fragmento de la esfinge, ¿verdad? —prosiguió Nina.

—Sí…, y me agredió a mí —dijo Hamdi, nervioso, frotándose la nariz.

A Berkeley se le ensombreció el rostro.

—¿Dónde lo has oído contar? —le preguntó, cortante—. Te lo ha contado Lola, ¿verdad?

—Pues la verdad es que no —dijo ella, defendiendo a su amiga—. Fue la propia Macy.

El aguijón que tenía clavado Hamdi lo estaba haciendo palidecer.

—¿Ha hablado con ella? —le preguntó—. ¿Dónde?

—En Nueva York —dijo ella, como sin darle importancia—. Y me contó una historia interesante de lo que estaba ocurriendo aquí —añadió, mirando a Hamdi con severidad—. Y, en vista de lo que pasó cuando me reuní con ella, tiendo a creerla.

—Pues ¿qué pasó? —preguntó Berkeley.

—Las cosas se pusieron un poco como en las películas de Michael Bay —respondió Eddie—. Tiroteos, persecuciones en coche, explosiones…, lo de siempre.

—Lo que le haya dicho esa muchacha es mentira —dijo Hamdi, con un cierto exceso de precipitación.

Nina señaló el muro que estaba más abajo de la carretera.

—Hay una manera fácil de descubrirlo. Logan, allí hay una tienda de campaña. Creo que, si echas una mirada dentro, descubrirás algo interesante.

—¿Como qué?

—Como un pozo que conduce a una segunda entrada al Salón de los Registros. Alguien quiere llegar a él antes que tú.

Berkeley se quedó mirándola fijamente.

—Una memez absoluta —dijo por fin.

—¿Cómo dices? —replicó Nina, ofendida.

—Francamente, esto es patético. Maureen me contó que habías ido a visitarla para protestar hipócritamente de que se televisara la apertura del Salón… ¡Como si tú no te hubieras aprovechado de los medios de comunicación cuando te convenía! ¿Y la portada de Time? ¿Y tus apariciones en el programa Tonight? —dijo, frunciendo el rostro en una mueca de desprecio—. Pues bien, ahora que le toca a otro estar en el candelero, no lo soportas, ¿verdad?

—Esto no tiene que ver nada conmigo —gruñó ella—. Se trata de proteger un tesoro arqueológico… e incluso puede que de salvarte a ti y a la AIP de un gran bochorno público.

Berkeley alzó los ojos al cielo.

—Ay, por favor. La única vergüenza de la AIP eres tú, Nina. Supongo que, después de todas esas chorradas que andabas soltando el año pasado sobre el jardín del Edén, cualquier tontería que se haya inventado Macy para cubrirse deberá de estar muy en tu línea.

Nina advertía que Eddie estaba a punto de propinar un puñetazo a Berkeley y se puso ante él para impedírselo, a pesar de que a ella misma le estaban entrando ganas de darle un buen golpe.

—Yo no estaba soltando nada. Fue una calumnia. No pretendo que me creas. Pero tampoco tienes que creerme en esto que te digo ahora. Solo tienes que mirar en esa tienda. ¡Hasta te esperaré aquí mismo, para que, si me equivoco y no hay nada, me puedas llamar idiota a la cara! ¿Qué te parece?

—Esto es ridículo —exclamó Hamdi—. No hay ningún pozo; no hay ningún robo.

—Bueno, qué va a decir usted, si está metido en el ajo… —dijo Eddie.

—¡Eso… eso es una calumnia! —gritó el egipcio, indignado y con los ojos desencajados.

—Pero es fácil de comprobar, ¿no? Mire en la tienda.

Hamdi se retiró hacia el portón donde estaban los guardias de seguridad.

—Doctor Berkeley, me niego a quedarme aquí para soportar más insultos. Lo veré a usted en la excavación… ¡Y estoy tentado de dar orden de que se desaloje a estos dos de la meseta!

Uno de los guardias no lo conocía, al parecer, y alzó una mano para darle el alto; pero el segundo guardia dijo algo a su compañero, y este dio un paso atrás.

Berkeley sacudió la cabeza.

—¿Sabes, Nina? Es muy triste que hayas caído tan bajo. Ya no sé si tenerte lástima o si reírme de ti.

—Pues piénsatelo bien, porque una de las dos cosas te puede doler mucho más que la otra —dijo Eddie con voz grave.

Aquella amenaza mal disimulada puso francamente incómodo a Berkeley.

—Siempre me pareció que andabas demasiado cerca del límite —dijo con desprecio, mientras seguía los pasos de Hamdi—. Supongo que tenía razón.

—¿Ah, sí? —le dijo Nina alzando la voz, mientras se alejaba—. Pues a mí siempre me pareció que eras un gilipollas, y ¿sabes qué? ¡También tenía razón!

Esta vez se adelantaron ambos guardias a dar el alto al doctor Berkeley, y solo lo dejaron entrar al complejo de la esfinge cuando les hubo presentado su identificación. Tras dirigir una última mirada airada a Nina, fue a reunirse con Hamdi.

—Creo que ha ido bien la cosa —dijo Eddie con una media sonrisa.

Nina se lo había tomado peor.

—¡Maldita sea! ¡Lo único que tiene que hacer es mirar en la tienda, y todo habrá quedado resuelto!

—Bueno, pues no podrá decir que no se lo advertiste. Ni tampoco la Rothschild. Serán ellos los que queden por tontos si es verdad que entran a robar.

—Pero si estos tipos son lo bastante listos y tienen los contactos suficientes para organizar una cosa así, serán capaces de desvalijar ese yacimiento y de borrar sus huellas antes de que Logan abra la entrada. Nadie se enterará siquiera de que había algo que robar. Ay, Dios.

Nina volvió la vista con cansancio hacia el Templo del Valle y vio que Macy les hacía señas con impaciencia.

—Estupendo; y ahora nos llaman para que demos explicaciones.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Macy con impaciencia cuando llegaron junto a ella—. ¿Va a mirar?

—Adivina —dijo Eddie.

—¿Sí va a mirar?

—Prueba otra vez.

—Ay.

—Y, además, nos odia —añadió Nina.

La expresión de Macy daba a entender que no se había planteado siquiera la posibilidad de un fracaso.

—Pero… no, ¡de ninguna manera! ¿Qué hacemos ahora?

—¿Qué podemos hacer? —dijo Nina, a modo de pregunta retórica—. Logan no nos hace caso; Hamdi está implicado en el asunto, y nosotros no podemos entrar en el complejo para encontrar la cosa por nuestra cuenta.

Macy buscó algo en un bolsillo.

—Todavía tengo mi identificación —dijo, sacando un carné—. Si los tipos de la puerta son nuevos, no me reconocerán, y podré entrar.

—¿Y qué harás después? Si te ven los tipos de Shaban, querrán matarte. Y aunque encuentres alguna prueba, Logan te hará detener si intentas dársela.

—Pero ¡tenemos que hacer algo! La AIP va a abrir el Salón de los Registros dentro de menos de dieciocho horas, lo que significa que, lo que estén haciendo los malos, lo estarán haciendo ahora mismo. ¡Es la única oportunidad que tenemos de impedírselo!

—Yo tampoco quiero que desvalijen el Salón de los Registros —dijo Nina—, pero no podemos hacer nada para impedírselo si no tenemos pruebas sólidas que podamos presentar a las autoridades egipcias.

—Entonces, ¿se va a rendir, sin más? —dijo Macy con incredulidad. Sacó las páginas de la revista y las agitó ante los ojos de Nina—. ¿Se rindió sin más, acaso, cuando alguien dijo que no encontraría la Atlántida? ¿Se rindió cuando nadie creía que la tumba de Hércules era real?

Nina le arrebató los papeles, irritada.

—¿Cómo has aprendido a dar esos discursitos motivadores? —replicó—. ¿Leyendo los mensajes de las galletitas de la fortuna? Estoy siendo práctica. No podemos hacer nada si no podemos entrar en el complejo; y no podemos entrar sin identificación; y, aunque entrásemos, ¡allí hay quince arqueólogos y todo un equipo de televisión, además de Dios sabe cuántos guardias de seguridad rondando por todas partes!

—No pueden estar todos aquí todo el tiempo —dijo Eddie—. Eso lo van a hacer mañana por la mañana, a altas horas de la madrugada, ¿verdad? Así que los de la AIP y los de la tele tendrán que dormir algo antes.

Levantó la vista hacia el muro alto.

—¿Siguen haciendo ese espectáculo de luz y sonido que salía en La espía que me amó?

Macy asintió con la cabeza.

—Así que todo el mundo estará mirando a la esfinge y nada más… —prosiguió Eddie.

—¿Estás pensando en algo? —le preguntó Nina.

—Puede que tenga la manera de hacernos entrar a todos —respondió él.

Se volvió hacia Macy.

—Pero, para ello, tendrás que arriesgarte a que te atrapen. ¿Estás dispuesta?

Nina le echó una mirada de advertencia, pero Macy ya respondía afirmativamente con entusiasmo.

—¿Qué tengo que hacer?

—Para empezar, pasar por esa puerta sin que te detengan. Pero, antes, tenemos que hacer unas cuantas compras —añadió, volviendo la vista hacia El Cairo.

Cuando regresaron a Guiza ya había empezado el espectáculo de luz y sonido.

Eddie contempló la esfinge, iluminada por los focos, y siguió la dirección de su mirada por encima del público sentado.

—Uf —comentó, al ver un letrero luminoso concreto en un edificio, más allá del perímetro vallado—. La esfinge mira directamente hacia un Pizza Hut.

—Al que la construyó, fuera quien fuese, le daría un ataque —dijo Macy—. Si miraba en esa dirección era para que viera el sol del amanecer. Y ahora, ¿qué? Empiece el día con una pepperoni especial.

—¿No sabes quién la construyó?

—Yo creía que había sido Kefrén —dijo Nina.

Macy negó con la cabeza.

—Lo dudo. ¿No ha oído hablar de la Estela del Inventario?

—¿Del qué? —preguntó Eddie.

—Es un texto antiguo que descubrió un tipo en 1857. Según ese texto, la esfinge ya estaba allí cuando Kefrén estaba construyendo su pirámide. Por eso la calzada que conduce a la pirámide no está orientada exactamente al este; tuvieron que rodear la esfinge.

—Pues sí que había oído hablar de la Estela del Inventario —dijo Nina con frialdad—. Y no creo que haya quedado resuelta definitivamente la polémica sobre su interpretación.

—Pero con el descubrimiento del Salón de los Registros parece mucho más probable que sea cierto, ¿no? —repuso Macy—. Ningún faraón de la Tercera Dinastía habló nunca del Salón. Puede que no conocieran su existencia. Y si la esfinge es mucho más antigua que la pirámide de Kefrén, eso podría explicar por qué tiene tan pequeña la cabeza respecto del resto del cuerpo. Uno de los faraones hizo retallar la cabeza original para que se pareciera a él.

Eddie se rio por lo bajo y se acercó a Nina para susurrarle al oído:

—Creo que acabas de dar con la horma de tu zapato…

—Cállate.

Se detuvieron no lejos del portón, y Macy miró a los dos hombres de uniforme.

—Me parece que no reconozco a ninguno de los dos.

—¿Estás segura? —le preguntó Nina.

—Son dos chicos jóvenes, guapos y fuertes… Sí, me acordaría de ellos.

—¿Y estás segura de que quieres hacer esto?

—Estoy lista —insistió Macy.

Sacó su identificación, dispuesta a dirigirse al portón; pero se detuvo y se desabrochó un par de botones más de la blusa.

Nina enarcó una ceja.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—Es un recurso de camuflaje. Confía en mí.

Macy se arregló el escote para producir el máximo efecto, despertando una mirada distraída de lujuria por parte de Eddie, que se ganó a su vez un cachete de su esposa. La muchacha se dirigió al portón de seguridad. Sostenía en alto su identificación; pero hasta desde el punto de observación elevado de Nina y Eddie se apreciaba claramente que a ambos guardias les interesaba menos la cara de Macy que lo que iba enseñando más abajo. Abrieron el portón, y Macy dedicó una alegre sonrisa a los dos hombres mientras pasaba contoneándose.

—Más vale que nos pongamos en movimiento —dijo Eddie, empezando a andar hacia la carretera.

Nina fruncía el ceño.

—Es increíble —dijo—. Hace una cosa con la que la situación de la mujer retrocede treinta años… ¡y funciona!

—¿Es que te dan celos? —dijo Eddie para hacerla rabiar.

—No. Y tú, deja de mirarla de esa manera. Son operadas.

—¿Cómo? —dijo él, sacudiendo la cabeza—. ¿Estás segura?

—Eddie, ¡si parece una escoba con dos sandías pegadas con esparadrapo! Y su padre es cirujano plástico. Echa cuentas. Además, con la edad que tiene podría ser tu hija.

—Gracias por deprimirme.

—Me pareció que ya le tocaba a alguien que no fuera a mí.

Ambos sonrieron. Llegaron al tramo de la carretera que estaba justo por encima de la obra y se asomaron. Todavía había un par de vigilantes montando guardia; pero había también otros dos hombres en los que se fijaron inmediatamente. Aunque ninguno de los dos les resultaba familiar, estaban sacando de la tienda un cajón grande que a Nina le produjo una impresión terrible.

—¡Maldita sea! —dijo—. ¡Ya están desvalijando el yacimiento!

—¿Crees que el zodiaco va en esa caja?

—Puede ser. O una parte. Quizá hayan tenido que dividirlo en trozos para pasarlo por el túnel. Dios, ¿y si ya es tarde?

Pero los dos hombres no tardaron en regresar, esta vez sin carga. Entraron en la tienda.

—Supongo que no han terminado todavía —dijo Eddie.

—Bien… Quizá podamos detenerlos aún. ¿Has visto a Macy?

Eddie la vio asomada sobre un muro del interior del templo superior, donde se había escondido de los hombres que llevaban el cajón.

—Sí, allí está —dijo Eddie, señalándola.

Acto seguido, indicó a Macy por gestos que saliera de su escondrijo y que se acercara a la obra.

—Vale; esperemos que las gemelas den el mismo resultado con esos dos de allí abajo.

Metió la mano por debajo de su chaqueta de cuero y de su camiseta y tiró de la cuerda de nailon de seis metros que habían comprado en una tienda de El Cairo y que había llevado enrollada a la cintura; si la hubiera portado a la vista, habría despertado las sospechas de cualquier agente de la Policía Turística, por muy adormecido que estuviera. Cuando la hubo recogido, se desabrochó el cinturón.

—Tranquila —dijo a Nina, que sonreía—. Ya te tocará a ti más tarde lo que llevo dentro de los pantalones.

—¡Pues ya era hora!

Él le devolvió una sonrisa, mientras extraía un gancho de metal de detrás de la hebilla, donde lo había escondido para burlar los detectores de metales. Cuando terminó de atar la cuerda al gancho, Macy ya había salido del templo superior y se dirigía a la obra, despertando la atención de los guardias.

Nina observó con nerviosismo el gancho, mientras Eddie lo alojaba bajo el borde de la losa superior del muro.

—¿Aguantará tu peso?

—¿Me estás llamando culigordo?

Eddie volvió a mirar hacia abajo. Los guardias salieron al encuentro de Macy antes de que esta hubiese alcanzado la cerca de mallas de plástico anaranjado. Tras una rápida ojeada para cerciorarse de que no venía nadie por la carretera oscura, arrojó la cuerda muro abajo… y la siguió, descolgándose rápidamente por la pared de piedra.

Mientras descendía, volvió la cabeza para ver la situación. Los guardias casi habían llegado a la altura de Macy. Le faltaban cuatro metros para el suelo, tres, dos y medio…

Macy se detuvo, obligando a los dos hombres a llegar hasta donde estaba ella. Eddie se soltó, salvó de un salto los dos últimos metros, cayó agazapado, casi sin ruido alguno, y corrió inmediatamente a ponerse a cubierto tras uno de los montones de ladrillos. Macy enseñaba a los hombres su cámara y apuntaba hacia la esfinge. Aunque la voz retumbante del narrador no le dejaba oírla, Eddie supuso que les estaba pidiendo que le hicieran una foto con el monumento a su espalda.

No parecía que estuvieran dispuestos a colaborar, y uno extendió la mano para pedirle la identificación. Eddie avanzó en silencio hacia los tres mientras Macy se encogía de hombros, exhibiendo una vez más su escote imponente. Aquellos guardias estaban menos distraídos que los anteriores, y el primero chascaba los dedos con impaciencia.

Macy ya había visto a Eddie, y se rebuscó prolijamente en todos los bolsillos hasta que extrajo por fin el carné. El guardia se lo tomó con brusquedad y lo iluminó con su linterna.

Eddie se coló entre la malla de plástico. Los dos hombres tenían las manos cerca de las pistolas.

Si oían sus pasos, o si lo veían de reojo…

El guardia miró de nuevo a Macy, arrojándole la luz de la linterna a la cara. Frunció el ceño.

Estaba a punto de reconocerla…

—¡Cáscaras! —exclamó Macy, volviéndose de pronto y señalando hacia el oeste, emocionada—. ¡Miren! ¡Pirámides!

Los guardias se volvieron a mirar instintivamente… al mismo tiempo que Eddie saltaba tras ellos y les hacía chocar las cabezas una con otra, produciendo un crujido apagado de huesos. Los dos hombres se derrumbaron, inertes.

Macy dio un paso atrás, sobresaltada.

—¡Ay, Dios mío! ¿Los… los ha matado?

—Solo si tienen las jodidas cabezas de cáscara de huevo —repuso él—. Échame una mano.

—Pero… ¡ha sido una cosa como de película! ¿Cómo lo ha hecho?

—Es muy sencillo. Se coge la cabeza y se golpea con fuerza.

Eddie levantó por los hombros a uno de los guardias sin sentido. Macy, a disgusto, sin saber si el hombre seguía vivo o no, lo ayudó a arrastrarlo hasta dejarlo detrás de un montón de tierra.

Cuando hubieron ocultado al primer hombre, Eddie regresó por su compañero; echó una mirada a la pared y vio que Nina descendía por la cuerda, vacilante. Cuando estuvo escondido el segundo guardia, Nina ya estaba cerca del suelo.

Nina volvió la vista y vio que Eddie llegaba hasta ella, seguido de Macy.

—¡Fíjate! —jadeó, forcejeando con la cuerda—. No se me da mal, para no haber hecho ejercicio desde hace meses…

Sonó arriba un leve chasquido metálico: el gancho, fatigado, había terminado por romperse, y Nina cayó a la arena desde poco más de medio metro de altura.

—¡Ay, maldita sea! —exclamó.

Eddie la ayudó a levantarse.

—Al final, el problema no era mi culo gordo, ¿verdad? —le dijo.

Macy soltó una risita.

—Cállate —refunfuñó Nina, limpiándose el trasero de arena mientras Eddie enrollaba la cuerda y se apartaba para esconderla—. Y ¿qué demonios hacías? Tápatelas, por Dios —dijo, agitando una mano hacia el pecho de Macy.

Macy, molesta, se abotonó la blusa de nuevo.

—¿Qué pasa? Ha funcionado.

—A Eddie no lo habrías engañado.

—¿Por qué? ¿Porque es viejo?

—No —dijo Nina, ofendida—, porque ha estado en las fuerzas especiales, y los entrenan para no dejarse engañar con cosas así.

Macy se sorprendió.

—¿Que estuvo en el ejército? Yo pensaba que no era más que un arqueólogo o algo así. O sea, que cuando dijo que era tu guardaespaldas, ¿hablaba en serio?

—Sí, hablaba en serio. Así fue como nos conocimos… Me salvó la vida. Más de una vez, en realidad. Aunque yo ya le he salvado a él la suya varias veces, de modo que nos parece que estamos en paz.

—Qué guay —dijo Macy, más impresionada todavía por el marido de Nina—. Y… ¿tiene algún hermano menor, o algo así?

Eddie regresó.

—No sé cuánto tiempo seguirán sin sentido —dijo—; pero, en todo caso, creo que tenemos que darnos bastante prisa.

—Desde luego —asintió Nina.

Se acercó a la tienda y escuchó por si había alguna señal de vida antes de abrir la puerta. Estaba vacía… pero, tal como había contado Macy, en un extremo había un cubículo de madera.

—Mierda —musitó Macy, al ver que al otro extremo solo había una mesa vacía—. Los planos estaban aquí, pero ¡se los han llevado!

Volvió la vista atrás.

—Uno de esos tipos que llevaban el cajón era Gamal, el jefe de seguridad —añadió—. Quizá hayan terminado ya, o casi. ¿Y si hemos llegado tarde?

—Vamos a enterarnos —dijo Nina; y abrió la puerta del cubículo.

Macy estaba en lo cierto: en efecto, había un túnel que descendía al interior de la meseta. Abajo, en alguna parte, sonaba un generador… y había otro ruido más lejano, el chirrido de una herramienta eléctrica. Nina se acercó a la escalera de mano; pero, antes de subirse a ella, se recogió el pelo en una coleta.

—¡Mi nena ha vuelto! ¡Bien! —dijo Eddie con una gran sonrisa.

Macy sonrió también, llevándose una mano a su propia coleta a juego, mientras Nina emprendía el descenso por la escalera.