26
–Está completamente loco —dijo Nina a Jalil, mientras el militar egipcio caminaba por el pasadizo ante ella—. No es posible que se crea usted en serio que es la reencarnación de Set.
—Lo que yo crea no tiene importancia —replicó Jalil—. Lo que importa es lo que crea él… y cree que, dándome mucho dinero, puede saldar la deuda que tiene conmigo por haberle salvado la vida. También me ha prometido un cargo relevante si su plan tiene éxito… y, aunque no lo tenga, yo ya sería rico. Y por eso pensé: ¿por qué no?
—¿Porque es un psicópata? ¡Si su plan sale adelante, morirán millones de personas!
—En estos tiempos, siempre nos están hablando de los peligros de la explosión demográfica —dijo Jalil, encogiéndose de hombros.
El grupo se detuvo. Después de volver a ascender por el interior de la pirámide, salvando el pozo que había abierto la Señora de las Lluvias por una cuerda suspendida del techo con anclajes de escalada, habían llegado a la parte superior del enorme pozo vertical.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró a Nina Macy, cada vez más aterrorizada—. Ya casi hemos llegado a la superficie, y… ¡y nos van a matar!
—No nos van a matar —dijo Nina—. Saldremos de esta.
No obstante, a pesar de sus palabras animosas, tenía por dentro tanto miedo como la propia Macy. Estaban desarmados, en inferioridad numérica… y se les habían acabado las posibilidades. Volvió la vista hacia Eddie, con la esperanza de leer en su rostro alguna indicación de que este hubiera tramado ya algún plan. Pero la expresión de Eddie era adusta, sin más matices.
Al llegar al paso estrecho, todos se amontonaron. Hashem, el hombre armado que llevaba la caja, fue el primero que subió al puente de piedra.
—Vamos; deprisa —gruñó Shaban.
Kralj, después de dirigir a Shaban una mirada de inseguridad, siguió a Hashem a pocos pasos de distancia. Diamondback clavó la boca de su fusil en la espalda de Nina y de Macy. Estas, vacilantes, subieron al estrecho puente. Su peso añadido hizo crujir la cadena. Subieron tras ellos más hombres armados.
Cuando Eddie se disponía a subir al puente, echó una mirada a la cadena… y bajó de pronto la vista hacia la rueda dentada que estaba junto a la viga.
Y a la piedra que estaba alojada bajo esta.
—Nina —dijo en voz alta—, ¿te acuerdas de cuando entramos?
Nina volvió la vista hacia él, y Macy hizo otro tanto.
—Pues a alguien le van a dar los temblores… —añadió Eddie.
Nina abrió mucho los ojos.
—Macy, ¡agárrate! —exclamó.
Eddie retiró la piedra de una patada.
El peso del gran contrapeso cilíndrico, liberado por fin, arrastró la cadena por la polea… e hizo girar las ruedas dentadas.
Nina y Macy se abrazaron con fuerza al puente de piedra, mientras los dientes de las ruedas golpeaban los salientes que había a cada lado de la viga de piedra, agitándola violentamente. Hashem, que era el que estaba más lejos de la rueda impulsora, vaciló; dejó caer su fusil y se arrojó hacia la repisa opuesta. Se agarró del borde, buscando a tientas un asidero.
Kralj no tuvo tanta suerte. El movimiento lo tomó completamente desprevenido, y se desplomó por el pozo con un alarido de terror que devolvía el eco. Detrás de Macy, dos hombres armados fueron arrojados al vacío, y un tercero, tras intentar desesperadamente asirse al puente, desapareció también entre las tinieblas inferiores.
El último hombre que estaba sobre el puente consiguió saltar de espaldas, y, al chocar contra Eddie y Diamondback, mandó al resto del grupo rodando por la rampa descendente del pasadizo. Eddie se quitó de encima al hombre y asestó a Diamondback un puñetazo en el estómago.
—¡Nina! —gritó mientas se ponía de pie de un salto—. ¡Cruza! ¡Sal de aquí!
Nina ya iba avanzando poco a poco, seguida de Macy.
—¿Y tú? —le gritó ella a su vez—. ¡Ven!
Pero el extremo del puente del lado de Eddie se agitaba con demasiada fuerza como para poder subirse encima. En vez de ello, Eddie clavó una bota en el vientre del miembro de la secta y buscó su fusil. El MP7 había caído cerca del borde de la repisa. Se arrojó hacia él…
Entonces sonó el estampido del revólver de Diamondback. El estadounidense había disparado sin apenas apuntar… pero no se había desviado mucho. La bala arrancó del antebrazo musculoso de Eddie un fragmento de carne del tamaño de la punta de un dedo. Eddie soltó un rugido de dolor y se llevó la otra mano a la herida, renunciando a todo propósito de alcanzar el fusil mientras se tambaleaba al borde del abismo.
—¡Eddie! —gritó Nina.
—¡Sal de aquí! —gritó él—. ¡Hazte con el vaso!
Nina volvió la vista y vio que Hashem seguía asido del borde de la repisa de piedra, a un par de metros de distancia. Todavía llevaba a la espalda la caja. Nina alcanzó a gatas la superficie sólida y se plantó de pie ante el hombre. Este había conseguido superar con los hombros la altura del borde del abismo, pero la caja pesada que llevaba a la espalda lo desequilibraba, y no encontraba un asidero lo bastante sólido como para ascender más.
—¡Dame la caja y te subiré! —le gritó Nina.
Asió la mochila, y descubrió que estaba unida firmemente a los correajes en que el hombre portaba el resto de su material. Nina pensó que el hombre no sería tan estúpido como para ponerse a pelear con ella en la situación tan precaria en que se hallaba, y tiró de la caja.
Él la asió de un tobillo.
—¡No me fastidies! —dijo ella.
Él la miró con desprecio y la cogió del mismo tobillo con la otra mano, con lo que consiguió tirar con la fuerza necesaria para obligarla a adelantar la pierna. Nina cayó al suelo y aterrizó sobre el trasero. Él la asió de la pantorrilla con una mano.
Macy había llegado por fin al final del puente y, tras ponerse de pie de un salto, empezó a asestar patadas al hombre en los brazos.
—¡Suéltala! —gritó.
—¡No!¡Coge la caja! —dijo Nina. Retrajo el otro pie y miró a los ojos al sectario.
—No me obligues a hacer esto —le dijo.
Este, como única respuesta, la miró con determinación iracunda, mientras seguía izándose, clavando los dedos en la pierna de Nina hasta hacerle daño.
La expresión de Nina se endureció.
—Tú lo has querido —dijo.
Clavó la bota con fuerza en la cara de Hashem. Este volvió la cabeza hacia atrás, y sus manos se resbalaron por la pierna de Nina… hasta cerrarse por fin de nuevo sobre su tobillo, apretándola como una prensa y arrastrándola hacia el borde con su peso.
Macy asió la caja, pero no fue capaz de soltarla de los correajes. Tiró de las correas, intentando soltarlas.
Nina volvió a propinar al hombre otra patada; el crujido de la nariz de este, al romperse, se oyó aun entre el estrépito que producían los golpes de la trampa.
—¡Suélta-me-de-una-vez! ¡Gilipollas! —chillaba Nina, acompañando cada palabra con un nuevo golpe.
Hashem, a pesar de su dolor, se aferraba a ella con la fuerza que le impartía su fanatismo. Seguía tirando de la pierna, acercando a Nina más y más a cada tirón al abismo sin fondo.
Tras otra patada de Nina, al hombre se le soltó una mano; pero se la llevó a los correajes del pecho, sacó de una funda un cuchillo y se dispuso a clavarlo en la pierna de Nina…
Esta le propinó otra patada.
Esta vez, no en la cara del hombre, sino en su otra mano.
El dolor que se produjo Nina a sí misma al darse en la espinilla con el talón de la bota fue intenso… pero no era comparable con el latigazo de un dedo al romperse. El cuchillo cayó al suelo con ruido metálico mientras el sectario profería por fin un grito, alejándose rápidamente a medida que la gravedad lo atraía hacia el borde… en el momento mismo en que Macy conseguía soltar el cierre de los correajes. El hombre se deslizó entre el arnés y se perdió de vista en el vacío, sin dejar de chillar durante toda su caída.
Macy cayó de espaldas sobre el trasero y dejó caer la caja al borde del pozo. Nina, con el corazón desbocado, miró hacia el otro lado del puente que saltaba. Diamondback tenía inmovilizado a punta de pistola a Eddie, que estaba herido, y los demás miembros de su grupo se iban poniendo de pie trabajosamente.
Nina comprendió que Shaban se serviría de Eddie a modo de rehén, obligándola a entregar el vaso canópico a cambio de la vida de él… para matarlo después, igualmente. Y lo mismo sucedería si Nina arrojaba la caja al pozo de una patada.
Solo le quedaba una opción. Era la misma opción que había tomado Eddie en una situación semejante, poco después de que se hubieran conocido los dos, solo que con los papeles invertidos. Si quería salvarlo…
Tenía que abandonarlo.
Nina se puso de pie de un salto, se apoderó del cuchillo caído y levantó del suelo la caja dando un tirón a los correajes a los que estaba unida.
—¡Tenemos que marcharnos! —dijo.
Macy la miró, atónita.
—Pero… ¿y Eddie?
—¡Corre!
Aferrándose a la caja con los dos brazos, Nina entró corriendo en el pasadizo. Macy, después de dirigir una última mirada de desesperación a Eddie, corrió tras Nina al ver aparecer los cañones de las armas de fuego. A su espalda, las balas arrancaron pedazos de piedra de las paredes.
Shaban estaba rojo de ira.
—¡Matadlos! ¡Matadlos! —gritaba; y tomó un MP7 de manos de uno de sus hombres para disparar en persona el resto de la munición del cargador.
Pero las mujeres se habían marchado. Con un alarido incoherente de furia pura, arrojó el arma al suelo con tanta fuerza que las cachas de plástico del pistolete saltaron hechas pedazos. Apretando los puños, alzó los ojos y vio a Eddie.
El inglés creyó por un momento que Shaban lo iba a arrojar al abismo personalmente antes de que tuviera tiempo de recuperar un cierto grado de dominio de sí mismo.
—¡Pegadle un tiro! —ordenó Shaban. Diamondback sonrió.
—¡Espera, Sebak! —gritó Jalil.
Diamondback vaciló al oír el tono autoritario de la voz del militar, mientras Shaban se volvía bruscamente para mirar con enfado a aquel que lo contradecía inesperadamente.
—Este hombre puede servirte para negociar a cambio del vaso —dijo Jalil—. La mujer no lo destruirá mientras crea que puede recuperarlo.
Shaban respiró hondo varias veces, todavía temblando de ira volcánica.
—Tienes razón —dijo por fin—. Gracias por haberme detenido, amigo mío.
—Siempre he velado por tus intereses… —dijo Jalil—. Y por los míos, claro está —añadió con una sonrisilla.
—Así que ¿no vamos a matarlo? —preguntó Diamondback, desilusionado.
—Claro que sí —gruñó Shaban—. En cuanto tengamos el vaso.
—Entonces, viviré para cumplir los cien años —dijo Eddie, sin dejar de apretarse el brazo herido—. No la atraparéis nunca. Volverá a Abidos; contará al Gobierno egipcio lo sucedido… y entonces, camarada, la habrás jodido.
—No lo creo —dijo Shaban, mientras un matiz levísimo de humor le arrugaba el rostro marcado.
La cadena se detuvo por fin con un último tirón, y los hombres armados restantes atravesaron el puente aprisa.
—No sabes cómo hemos venido hasta aquí, ¿verdad? —preguntó Shaban a Eddie.
—¿Qué demonios es eso? —dijo Macy, boquiabierta, cuando Nina y ella salieron por fin del interior de la pirámide subiendo por una escalera de mano y miraron a su alrededor con los ojos entrecerrados por el resplandor del sol del desierto.
—Nada bueno.
A unos noventa metros de ellas estaba detenido un enorme aerodeslizador militar, con la rampa de desembarco delantera bajada, con un portón abierto como una boca inmensa y estúpida. Jalil había proporcionado a Shaban algo más que apoyo moral.
—Pero si llegamos hasta el desfiladero, no podrán seguirnos de ninguna manera —añadió Nina.
Se puso al volante, depositó la caja en el asiento delantero central y volvió a guardar el cuchillo en su vaina, fijada a los correajes de la caja.
Macy subió al asiento del otro lado.
—Pero ¿qué pasa con Eddie? —protestó, mientras Nina ponía el motor en marcha—. ¡Lo van a matar! ¡Puede que lo hayan matado ya!
Nina se apartó de las ruinas dando marcha atrás y giró, poniendo rumbo hacia el este.
—Mientras crean que les puede servir para recuperar el vaso, lo mantendrán con vida —dijo Nina.
—¿Y hasta cuándo se creerán eso?
—¡Espero que más tiempo que el que tarde yo en pensar el modo de rescatarlo!
Macy, insatisfecha con aquella respuesta, revisó la caja, comprobando que no había sufrido daños, y acto seguido la ciñó con un cinturón de seguridad para mantenerla en su lugar.
—¡Caray! —exclamó con voz aguda, al ver algo más que colgaba de los correajes—. ¡Aquí hay dos granadas de mano!
—No las toques —le advirtió Nina.
—Pero ¡se están moviendo, y chocan una con otra! ¿Y si explotan?
—No pasará nada mientras no les saques las anillas.
Nina sonrió, recordando la ocasión en que Eddie le había enseñado aquella misma lección a ella. Después, volvió a centrar su atención en la llanura desierta que tenía delante.
Cuando Shaban y los suyos salieron de la pirámide, el piloto del Zubr los estaba esperando. El hombre explicó rápidamente la situación a Jalil en árabe, y señaló hacia el este. Eddie vio un rastro de polvo que se perdía entre la luz cegadora de la distancia.
—Ya os dije que no la alcanzaríais.
—Mi aerodeslizador alcanza cuarenta nudos sobre cualquier superficie —le dijo Jalil con orgullo, señalando el vehículo gigante con un gesto de la cabeza—. ¿Puede hacer lo mismo vuestro cacharro?
—Quizás no; pero ¿pasa el vuestro por un desfiladero de seis metros de ancho?
—No hará falta —dijo Diamondback con su acento sureño—. Tenemos otros juguetes.
A una orden de Shaban, todos los hombres armados corrieron hacia el Zubr.
—Todavía la alcanzaremos —dijo a los demás, indicándoles que subieran también—. Y me encargaré de que tú lo veas todo en primera fila —dijo por fin a Eddie, dedicándole una sonrisa torva y cruel.
Se pusieron en camino hacia el aerodeslizador. Diamondback obligaba a avanzar a Eddie golpeándolo en la espalda con la punta de su revólver. Cuando habían cubierto las tres cuartas partes del camino, se oyeron ecos de motores que rugían en el interior del aparato. Salieron bruscamente por la puerta de la bodega de carga del Zubr un par de vehículos pequeños que descendieron por la rampa a toda prisa, levantaron sendas nubes de arena al llegar a tierra y emprendieron con agilidad la persecución del Land Rover. Eddie los reconoció; eran vehículos ligeros de asalto, buggies areneros militarizados que eran poco más que un bastidor abierto con cuatro ruedas, un motor potente… y una ametralladora montada en una torreta por encima del conductor. No eran ni atractivos ni cómodos, pero Eddie sabía que sí eran una cosa, incluso por la arena del desierto: veloces.
Mucho más veloces que el Defender.
—Comienza la persecución —anunció Shaban—. Lo que es una lástima es lo poco que durará —añadió, dedicando a Eddie otra sonrisa malévola.
Subieron por la rampa. La bodega del Zubr era austera, absolutamente práctica, una simple caja de metal con la capacidad suficiente para alojar tres carros de combate o a más de trescientos soldados con todo su equipo. En aquella ocasión contenía varias excavadoras y palas mecánicas de color amarillo sucio, además de otro buggy arenero y algunos palés de material y de provisiones para las operaciones en el desierto. Eddie supuso que los del Templo Osiriano habían previsto tener que excavar mucho más para encontrar la pirámide.
Jalil se dirigió a un panel de control del que tomó un teléfono para llamar al puente de mando. Dio una orden. A los pocos segundos, resonó en el espacio abierto de la bodega el lamento in crescendo de las turbinas, al ponerse en marcha los motores principales del Zubr, seguido del zumbido más sonoro de los cuatro inmensos ventiladores de sustentación que estaban detrás de los largos mamparos de la bodega. El vehículo osciló a medida que se iba bombeando bajo su faldón el aire que lo hacía ascender del suelo entre una nube turbulenta de arena.
Jalil manipuló un mando para elevar la rampa. Los sistemas hidráulicos suspiraron, y la cuña de metal se cerró con un golpe resonante. El viento amainó, pero el ruido se volvió más fuerte incluso al alcanzar los motores toda su potencia.
Diamondback subió por la escalerilla que estaba en el centro de la bodega y esperó a que Eddie subiera tras él para llegar al nivel de la superestructura de la nave, de espacios estrechos. Cuando Eddie hubo llegado arriba, el estadounidense lo lanzó contra una pared y le llevó los brazos a la espalda. El dolor de la herida de bala arrancó un quejido a Eddie.
—Esto tenía que habértelo hecho en la pirámide —dijo Diamondback mientras le ataba las muñecas con una brida de plástico—. Te habría costado trabajo cruzar el pozo por aquella cuerda; pero yo habría pasado un buen rato viendo cómo lo intentabas.
Lo empujó hacia una puerta. Eddie probó discretamente sus ligaduras. Estaban demasiado tensas para que pudiera zafar las manos; las muescas del plástico se le clavaban en la piel. Tenía que encontrar alguna otra manera de liberarse.
Si es que la había.
—Huy, huy —dijo Macy, mirando por el parabrisas trasero del Land Rover—. ¡Nos atacan con buggies areneros!
Nina miró en el retrovisor y vio dos formas negras que saltaban por el desierto tras ellas. Solo tardó un momento en advertir que las iban alcanzando. Deprisa. Miró al frente, buscando algo que pudiera servirles. En la llanura desierta no había más que arena que formaba pequeñas dunas onduladas; todavía estaban a varios kilómetros del desfiladero.
Echó una ojeada a los correajes con material que estaban unidos a la caja. Un cuchillo y dos granadas de mano. Si Eddie estuviera allí, seguramente hubiera improvisado con todo ello alguna arma ingeniosa, al estilo MacGyver; pero como Nina dudaba que los pilotos de los vehículos que las perseguían se acercaran lo suficiente como para clavarles el cuchillo, solo le quedaba la opción de arrojarles las granadas. Y si ellos la veían arrojarlas, les bastaría con esquivarlas para ponerse a salvo.
Se le ocurrió una idea que le pareció ridícula de puro sencilla. Pero era la única posibilidad que tenían.
Si era capaz de salirse con ello.
Volvió a recorrer con la vista el desierto, de manera más apremiante. Necesitaba una duna que fuera lo bastante grande…
Macy soltó un chillido y bajó la cabeza cuando apareció en la arena una hilera de impactos de bala que levantaban sendos surtidores de polvo, acercándose cada vez más al Land Rover. Nina descendió cuanto pudo en su asiento, haciendo girar el volante; pero fue demasiado tarde. El parabrisas trasero saltó en fragmentos, y aparecieron agujeros en los costados de aluminio del Defender.
Otro tableteo de disparos, al sumarse al ataque el artillero del segundo vehículo. Mientras Nina viraba el rumbo de nuevo, las adelantaron las líneas anaranjadas, ardientes, de las balas trazadoras. Sabía que no podría evitar durante mucho tiempo el punto de mira de los perseguidores…
Hubo más ruido de metal rasgado cuando una nueva salva de balas atravesó la carrocería del Land Rover. El parabrisas delantero se llenó de grietas, y la ventanilla que estaba junto a Nina saltó al entrar en la cabina una bala trazadora ardiente. Si hubiera venido cinco centímetros más abajo, le habría dado en la cabeza.
Dio un volantazo, y el Land Rover derrapó por la arena y estuvo a punto de volcar. Saltaron dos agujeros en el respaldo del asiento central delantero, un poco por encima de la caja. Macy soltó un grito.
Nina enderezó el rumbo, y los VLA giraron para seguirla. Nina miró al frente. Había una duna; una duna larga, en suave zigzag, rematada por un borde anguloso tallado por el viento. Era perfecta… si la alcanzaban.
Retrovisor. Uno de los buggies estaba justo detrás de ellas, a menos de doscientos metros, y seguía las huellas de sus ruedas.
—¡Ponte al volante! —gritó Nina.
—¿Qué? —dijo Macy, mirándola con incredulidad.
—¡Ponte al volante, conduce tú! —repitió Nina, indicándole por señas que se acercara al asiento del conductor.
Macy hizo lo que le pedía, mientras le preguntaba:
—¿Qué estás haciendo?
Nina clavó el pie izquierdo en el acelerador y se levantó sobre el asiento para pasar por encima de Macy. Vio por el retrovisor que el VLA que tenían más cerca iba acelerando, acortando la distancia para tenerlas a tiro con toda seguridad. El segundo buggy había dejado de disparar para no dar a su compañero.
—Pon el pie en el acelerador y coge el volante, nada más —dijo Nina. Macy obedeció, pasando trabajosamente por debajo de Nina—. ¡He tenido una idea!
En la sala de armas del Zubr, Eddie miraba por encima del oficial de tiro las pantallas de los monitores para seguir la persecución.
Una persecución que casi había concluido. Los ordenadores de control de tiro del Zubr mostraban en pantalla la distancia, el rumbo y la velocidad de los tres vehículos junto a los cursores que los seguían, y la distancia en metros del VLA que iba en cabeza se iba igualando rápidamente a la del Land Rover de Nina.
Junto a él, Shaban dio un puñetazo en la consola al ver que el buggy más adelantado volvía a disparar.
—¡A la conductora! —gritó al oficial de tiro—. ¡Diles que apunten a la conductora! ¡No podemos correr el riesgo de romper el vaso!
El hombre que estaba sentado ante la consola transmitió la orden.
—¿La caja es a prueba de balas? —preguntó Hamdi con inquietud.
—Lo sería ante una bala de pistola —le dijo Jalil—. Pero ante una ametralladora… no lo sé.
—Pues tendrás que comprobarlo cuando la recuperemos, Hamdi —dijo Shaban; y miró con desprecio al doctor Berkeley—. Me parece que al doctor Berkeley le tiemblan demasiado las manos.
También Eddie miró a Berkeley, que estaba en un rincón, pálido y mareado.
—Te lo estás pensando mejor, ¿verdad? —le dijo con frialdad—. La cosa no tiene tanta gracia cuando están disparando a una conocida tuya. Pero, oye, ¡a ti te pagan, al menos!
—Cierra el pico —dijo Diamondback, empujándolo contra una consola.
En la pantalla, el Land Rover ascendía por una duna; el VLA lo seguía de cerca, y el artillero de este apuntaba cuidadosamente…
Nina pasó a la parte trasera del Land Rover, llevándose una de las granadas de mano.
—¡Sigue recto! —ordenó a Macy, mientras ella se acercaba gateando a la puerta trasera del vehículo—. Avísame cuando estemos a punto de llegar a la cumbre.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Macy, mirando atrás… y viendo que el buggy les iba comiendo el terreno rápidamente, al perder velocidad el Defender en la subida de la duna. Clavó los dos pies en el acelerador.
—¡Tú avísame! —dijo Nina, mirando por la ventanilla trasera, que tenía el cristal roto. El primer VLA seguía avanzando por las huellas del Land Rover, rugiente, a menos de noventa metros por detrás de ellas… Ochenta metros…
Se asió de la manivela de la puerta y pasó el pulgar de la otra mano por la anilla del pasador de la granada de mano.
—Vamos, vamos —decía, mientras veía acercarse al buggy arenero. Estaba ya tan cerca que distinguía los rostros del piloto y del artillero, en los que se leía el ansia y la impaciencia con que se disponían a asestarles los disparos definitivos.
—¡Estamos arriba! —gritó Macy.
Nina extrajo el pasador de la granada de mano con un tirón del pulgar y la palanca saltó, montando la espoleta.
Confiaba en que fuera de las de cinco segundos de retardo.
El Land Rover dio un fuerte cabeceo en la cumbre de la duna, al pasar de una ladera a la opuesta. El VLA se perdió de vista tras la cresta.
Nina sacó el brazo por la ventanilla rota… y dejó caer la granada de mano entre las huellas de las ruedas del Land Rover.
Nina rodó por la zona de carga del vehículo hasta quedar apoyada en los respaldos de los asientos, mientras el todoterreno se deslizaba ladera abajo, ganando velocidad. No sabía si la puerta trasera la protegería; pero no tenía otra cosa. El VLA apareció por la cresta de la duna, con el motor aullando y saltando por el aire… y cayó sobre la granada de mano en el momento en que esta explotaba. El buggy salió despedido por el aire de nuevo, dando una vuelta de campana entre una erupción de arenilla y de metralla afilada como una hoja de afeitar. Cayó a tierra en posición invertida, y la torreta de la ametralladora y su ocupante, gravemente herido, quedaron clavados en la arena como la estaca de una tienda de campaña.
Nina se quitó las manos de los oídos y miró atrás. El VLA era un montón de chatarra ardiente; pero el segundo buggy seguía en perfecto estado, y apareció dando un salto sobre la cresta de la duna.
Y el truco no le iba a servir una segunda vez.