24
–Caray —dijo Nina, dirigiendo su linterna hacia arriba pero sin llegar a ver el fondo de aquel gran vacío que se alzaba sobre ella—. Esto sí que es alto.
—¿Sabes dónde estamos? —dijo Eddie, señalando las dos tuberías que bajaban por la pared del fondo—. Estamos justo debajo de aquel puente. Si la trampa hubiera funcionado y nos hubiera hecho caer, habríamos venido a parar aquí. Es una caída de sesenta metros, como mínimo. Chof.
Nina intentaba representarse mentalmente la pirámide en su conjunto.
—Jo —dijo—. Esto debe de ser tan grande como la Gran Pirámide. O puede que mayor.
—Así se explicaría por qué nadie intentó superar la pirámide de Khufu —dijo Macy, pensativa—. Si la Gran Pirámide era casi tan grande como la de Osiris, pero sin llegar a igualarla, ningún otro faraón podría construir un monumento mayor que el de Khufu sin ofender a Osiris. Y nadie se atrevería a hacer eso.
—¿O sea, que las pirámides no eran más que un concurso gigante de quién la tenía más grande? —preguntó Eddie—. Parece que la gente no ha cambiado gran cosa en cinco mil años, ¿verdad?
Observó las tuberías. Estaban conectadas entre sí, y una de ellas se estrechaba considerablemente por la base, para abrirse después en forma cónica por debajo de una ancha ranura occidental. Tenía pintada una cara de mujer, y la apertura era su boca.
—Es como el tubo de un órgano —advirtió Nina—. Deben de inyectarle aire de alguna manera… y de ahí es de donde debe de salir la voz sonora.
—Si dejaran caer algo por el otro tubo, haría efecto de pistón —observó Eddie.
Cerca de los tubos había otro pasadizo, en este caso cerrado con un portón de barras de metal.
—Déjame que lo adivine —prosiguió Eddie—: si intentas abrir la puerta, salta la trampa, y en toda la sala hay más ruido que en un concierto de Led Zeppelin.
—¿Quién es ese? —preguntó Macy.
—Led Zeppelin, el grupo…
Haciendo caso omiso de la cara de incomprensión de la muchacha, Eddie se acercó a la abertura.
—Ten cuidado, Eddie —lo previno Nina.
—No te preocupes; no la pienso mover. Solo quiero buscar el resorte.
—No, quiero decir que puede que el portón no sea…
Una losa se movió al pisarla Eddie.
—… el resorte —concluyó Nina.
—¡Entrad en el otro túnel! —gritó Eddie, volviéndose para salir por donde habían entrado…
Un segundo portón cayó de golpe ante la entrada, sobresaltando a Macy. Apenas se había desvanecido el ruido del golpe cuando empezó a surgir otro sonido, una nota profunda, lúgubre, que se iba haciendo cada vez más fuerte.
Y más, y más.
Salía un chorro de aire por la ranura; el sonido resonaba por toda la longitud del tubo y volvía reflejado, amplificado. Vibraba toda la sala, el polvo bailaba sobre el suelo, la pintura y el yeso de las paredes se cuarteaban.
Y el sonido afectaba también a los que estaban en la cámara.
—¡Dios! —dijo Nina con voz entrecortada, con una sensación creciente de náuseas en el tórax. Los órganos de su cuerpo vibraban en sintonía con aquella nota grave y retumbante. Intentó abrir el portón que había caído, pero este no se movía.
Eddie no tuvo más suerte con el otro portón. Se dirigió a los tubos.
—¡Tapadlo! ¡Metedle algo!
Nina apenas lo oía entre el estrépito ensordecedor, pero captó la idea. Se quitó la mochila, vació su contenido e hizo una bola con el saco de nailon. Macy hizo otro tanto. Eddie ya estaba ante el tubo, haciendo una mueca de incomodidad mientras metía a la fuerza por la ranura su chaqueta y su propia mochila vacía. El tono de la nota cambió levemente; el aire que se escapaba chirriaba de manera estridente al obstruírsele la salida.
Las mujeres acudieron junto a él recorriendo a trompicones el suelo que temblaba. Él tomó las bolsas apretadas de sus mochilas y las metió en la ranura. Nina dejó caer su mochila y se tapó los oídos con las dos manos, pero no sirvió de nada. El sonido estaba dentro de ella, e intentaba hacerla pedazos desde dentro.
Estaba teniendo el mismo efecto sobre la pirámide. Caían por el pozo cascotes que se destrozaban al chocar con el suelo de piedra; al principio eran pequeños, pero las grietas que se iban abriendo en las paredes presagiaban que caerían después trozos mayores.
Eddie no podía protegerse los oídos, y el ruido le estaba resultando un tormento, pero se alivió un poco cuando metió los tapones improvisados por la ranura para bloquear el tubo. Los tubos de órgano están cerrados en su parte superior; el aire solo se escapa por la ranura. Si era capaz de taponarla por completo…
Las vibraciones empezaron a mitigarse. A Eddie le bastaría con sujetarlo todo como estaba y soportar el ruido hasta que a la máquina se le agotara la reserva de aire…
Un temblor metálico subió por el tubo al aumentar la presión… y volvió a descender. Una bocanada de aire comprimido golpeó la abertura con fuerza de martillo pilón, haciendo que el tapón saliera disparado por la ranura y derribando a Eddie al suelo. Después de un carraspeo estremecedor, como si se estuviera aclarando la garganta un gigante, la terrible nota grave volvió a sonar con todo su volumen. Caían fragmentos de yeso de la pared, y hasta las losas del suelo se agrietaban.
El ruido era tan abrumador que Nina apenas era capaz de pensar. El haz de luz de la linterna que había dejado caer iluminaba la base de los tubos. El intento de taponar la boca había sido inútil; pero tenía que existir otro medio…
Entre su confusión, consiguió recordar algo que había dicho Eddie.
Había dos tubos, y uno contenía un pistón que, al caer, comprimía el aire. El aire mismo hacía de cojín que frenaba la caída del pistón, pues solo podía escapar por un orificio relativamente pequeño; y el estrechamiento en forma de reloj de arena que había al fondo del tubo de órgano restringía el paso del aire todavía más.
Nina comprendió lo que debía hacer.
De entre las herramientas que había sacado Eddie de su mochila, tomó un mazo. Con los oídos destapados, el sonido resultaba insoportable. Gritó, pero ni siquiera pudo oír su propio grito. Una piedra suelta que caía le dio en el brazo. A su alrededor caían más cascotes, y en la pared había una grieta que iba ascendiendo.
Asestó un golpe con el mazo.
Acertó en el estrechamiento, y rasgó el metal. La grieta profirió un chillido penetrante. Nina le dio otro golpe, y otro más… y el tubo se rompió.
Salió un chorro de aire, y la terrible nota grave perdió volumen. Nina volvió a golpear el tubo, intentando cerrar el paso del aire a la parte que emitía el sonido. El metal se dobló sobre la rotura del tubo.
La nota se fue apagando.
Nina retrocedió, sintiendo todavía un fuerte zumbido en los oídos. El chorro de aire que escapaba del tubo todavía rugía como el motor de un reactor… y había otro sonido, un tan, tan, tan metálico que se iba acercando rápidamente.
Eddie la arrastró hacia atrás de un tirón, en el momento en que reventaba el fondo del otro tubo. Algo que había dentro se estrelló contra el suelo con tanta fuerza que abrió un cráter en las losas. Era el pistón. Cuando el aire pudo salir libremente del tubo, el pistón dejó de tener freno y había caído a plomo, con la aceleración propia de la fuerza de la gravedad.
Unos pocos fragmentos que habían quedado retrasados llegaron al suelo, y terminó por fin la lluvia de restos. El silencio y la quietud eran casi desconcertantes. Nina se limpió el polvo de la cara y miró a Eddie. Este movía la boca en silencio.
¡Ay, Dios! Se había quedado sorda…
—Es una broma —dijo Eddie, sonriendo.
Nina le dio un golpe.
—¡Canalla!
—Eh, creo que estamos bien —dijo él.
Hizo chascar los dedos junto a uno de sus oídos.
—Mierda —comentó—; no oigo bien.
—¿Y te extraña, después de lo que hemos pasado? —repuso Nina. Recuperó su linterna y encontró a Macy.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Macy se retiró las manos de los oídos poco a poco.
—Jo —dijo—. Mis padres tenían razón… Hay veces que la música puede llegar a estar demasiado alta.
Nina ayudó a Eddie a levantarse.
—Vamos a probar esos portones —dijo él.
Se dirigió a la puerta de salida e intentó levantar el portón, poniendo en juego sus fuerzas. Era pesado, pero se movía. Cuando hubieron recogido todo el material, izó el portón lo suficiente para que pasaran Nina y Macy por debajo; después, las dos lo sujetaron mientras pasaba él. Eddie se volvió a contemplar los restos de la trampa.
—Van cinco; faltan dos —dijo.
—Sí, pero las dos últimas deben de ser muy malas, según sus nombres —observó Macy—. El Descuartizador y el Cortacabezas… No me suenan nada bien.
—Podremos con ellos —dijo Nina, animada extraordinariamente por el hecho de haber salido vivos de todo lo anterior—. Y después… nos encontraremos con Osiris.
Empezaron a descender por el pasadizo siguiente.
A más de sesenta metros por encima de ellos, Osir, que encabezaba su propia expedición, llegaba a la Señora de los Temblores. El aire de la sala estaba lleno del polvo que había levantado el sonido del tubo enorme.
—Creo que hemos encontrado el origen de aquel ruido —dijo, iluminando la pared opuesta del pozo con una linterna potente.
Los demás miembros de su grupo salieron tras él a la repisa de piedra. Aunque había entre ellos varios hombres con uniformes de tipo militar, y que llevaban armas y correajes con diversos equipos, no eran soldados. Jalil acompañaba a Osir por curiosidad, pero había optado por dejar a sus propios hombres a bordo del aerodeslizador. Los hombres armados eran miembros del Templo Osiriano; pertenecían al cuerpo de seguridad personal de Shaban.
Shaban se asomó al pozo profundo.
—Debe de ser una trampa de alguna especie. La Wilde, Chase y la muchacha deben de haberla activado. No sé qué prefiero, hermano —dijo con una sonrisilla malévola—. Sería divertido que se mataran haciendo saltar una trampa para que después pudiésemos pasar nosotros sin peligro; pero, por otra parte, también prefiero que sobrevivan… para poder matarlos yo mismo.
—Lo único que importa es que no puedan salir —dijo Osir—. ¿Qué cree usted que es esta sala? —preguntó a Berkeley.
—Los jeroglíficos de la cámara de entrada daban a entender claramente que cada uno de los arit tiene una trampa. Yo supongo que esta sería la Señora de los Temblores —dijo, señalando una de las grandes ruedas dentadas—. La Wilde y los otros han debido de activarla al cruzar… pero sobrevivieron.
—¿No se cayeron? —preguntó Hamdi.
—Ese ruido que ha sonado… creo que podemos suponer sin peligro de equivocarnos que era la Diosa de la Voz Sonora, que es el quinto arit. Habrán llegado hasta allí, como mínimo.
—Lo que quiere decir que nos habrán dejado libre el camino —dijo Osir; y subió al puente.
—Estás… ¿estás seguro de que no hay peligro? —preguntó Hamdi, lleno de inquietud.
Osir dio otro paso. El puente seguía firme.
—O bien la trampa ha saltado ya, o está estropeada.
—Pasa tú primero, Jalid —dijo Shaban mientras su hermano salvaba el puente. Cuando hubo llegado a la repisa opuesta, indicó a los demás que lo siguieran.
La rueda dentada crujió; la piedra que la tenía trabada se movió un poco, pero nadie lo observó.
Una nueva pareja de pilastras anunciaba el sexto arit.
—Vale —dijo Nina, deteniéndose ante la entrada—. El Descuartizador Sangriento, ¿eh? Creo que, si esto sale mal, no lo arreglaremos con unas tiritas, de modo que vamos a pensar el modo de que no salga mal.
Eddie y ella arrojaron la luz de sus linternas a través de la entrada. El pasadizo que tenían por delante era llano, y estaba adornado con las imágenes ya familiares de los dioses egipcios que los miraban con desaprobación, y con las lúgubres advertencias sobre el destino que aguardaba a los intrusos… Pero también había algo nuevo.
Algo muy amenazador. En las paredes había múltiples ranuras horizontales, cuyos bordes inferiores y superiores estaban recubiertos de planchas de hierro de color rojizo por la oxidación.
Eddie dirigió su linterna a la ranura más próxima. Dentro había algo, otra pieza de metal larga, montada sobre una bisagra en un extremo; pero el borde de esta pieza era mucho más delgado.
—Vale —dijo Eddie—. Dentro de los agujeros hay hojas cortantes. Entendido. Si bajamos por el túnel, saltan y nos cortan en pedacitos.
—Están bastante oxidadas —dijo Macy—. A lo mejor no funcionan.
—No estarás dispuesta a jugarte la vida a que no funcionan, ¿verdad? —le dijo Nina.
La longitud de cada ranura era un poco inferior a la anchura del pasadizo, de manera que no quedaba sitio para esquivar las hojas pegándose a la pared opuesta; aunque, por otra parte, eran tantas las ranuras que había a ambos lados, que era prácticamente inconcebible encontrar algún lugar de refugio.
—¿Cómo demonios se supone que hay que cruzar?
Eddie sacó el mazo y se puso en cuclillas con el brazo estirado hacia delante para dar golpecitos en el suelo un poco más allá de las pilastras. Nina puso cara de susto, esperando con temor el momento en que saltaría de la pared una hoja cortante; pero no pasó nada. Eddie se adelantó un poco más y volvió a probar, también sin resultado.
—El resorte debe de estar más adelante, en alguna parte —dijo, poniéndose de pie—. Para que te pille justo en el medio cuando salte.
La pared del fondo estaba a sus buenos doce metros de distancia, y, por otra parte, no se veía más que un recodo, y el túnel proseguía hacia un lado.
—Tiene que haber alguna manera de pasar sin activarlo —dijo Nina.
Eddie levantó el mazo.
—Dejad que pruebe una cosa.
Arrojó entre las pilastras el mazo, que cayó un par de metros más allá de la entrada. Las hojas no se movieron.
—Vale; hasta allí es seguro, por lo menos. Probablemente.
Se adelantó a recoger el mazo.
—¿Dices probablemente y te metes sin más? —le gritó Nina cuando volvió con el pesado martillo—. Y ¿qué piensas hacer? ¿Recorrer todo el camino tirándolo medio metro más allá cada vez? No tenemos la seguridad de que vayas a acertar al resorte; y, a menos que seas un maestro del bumerán y yo no me haya enterado, tampoco podremos hacerle rodear esa esquina del fondo.
—Vale. ¿Qué propones tú, entonces? —le preguntó él—. No podemos entrar andando sin más en esa cosa condenada, visualizando que volamos, para pesar menos y no dispararlo.
—No andaremos —dijo Macy, estudiando los jeroglíficos con más detenimiento—. Creo que debemos correr. En este texto hay otra advertencia más de que nos espera una muerte horrible, tararí, tarará… pero termina diciendo algo así como «corred hacia Osiris». O puede que sea «apresuraos». «Apresuraos hacia Osiris».
—¿Que dejaron una pista? —dijo Nina, sorprendida—. En los otros arits no había ninguna.
—Son solo unos pocos caracteres más —dijo Macy, señalándolos al pie de un párrafo de texto—. Todo lo demás es igual a lo que hemos visto por el camino. Es fácil pasarlo por alto. Puede que hubiera otros, pero que no nos hayamos fijado en ellos.
—¿Así que lo que tenemos que hacer es salir pitando por el pasillo? —dijo Eddie, iluminando el pasadizo de nuevo—. Es un poco arriesgado… No sabemos lo que habrá a la vuelta de esa esquina.
—El Cortacabezas, probablemente.
—Ah, sí… Qué alivio…
Eddie volvió a echar el mazo en su mochila y se armó de valor.
—Está bien —dijo—. De modo que tenemos que correr como egipcios. ¿Preparada? —preguntó, mirando a su mujer.
—Vamos a ello —dijo Nina.
—Si salgo de esta hecho cubitos de caldo, te voy a dar una patada en el culo en la otra vida. ¿Y tú, Macy?
Macy asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Tres… dos… uno… ¡ya!
Cruzaron el umbral a la carrera. Las hojas no se movieron.
Nina iluminaba con su linterna uno de los lados del pasadizo, y Eddie el otro, mientras ambos corrían seguidos de cerca por Macy. Tres metros, seis… entre el eco de sus pasos. Nueve metros, y se acercaban ya a la esquina.
Una losa cedió bajo el pie de Nina con un crujido y levantando polvo. El miedo le puso el corazón en un puño, pero todavía no se movía nada en las paredes.
Pero sonaba algo a sus espaldas. Un martilleo sordo, de algún mecanismo que giraba y producía golpes repetidos de metal contra metal.
Como una cuenta atrás.
—Corred a tope —dijo Eddie, jadeante, reduciendo la velocidad cuando llegó a la esquina para dejar que lo adelantaran las mujeres.
Levantó la linterna y echó una mirada atrás…
¡Ksang!
Cerca de la entrada saltaban de las ranuras hileras de hojas oxidadas; algunas iban hacia delante y otras hacia atrás, para partir en dos a cualquiera que tuviera la desgracia de quedar atrapado entre ellas. El tiempo y la corrosión habían hecho mella, y algunas de las espadas se rompían o saltaban de las bisagras para estrellarse contra la pared opuesta; pero su efecto seguía siendo tan mortal como habían esperado los que habían construido la trampa.
Y se acercaban.
—¡Mierdaaaaa! —gritó Eddie, volviendo a correr a toda velocidad tras Nina y Macy, mientras saltaban más hojas afiladas, una tras otra, como una ola de muerte que los perseguía por el túnel.
—¡Corre-corre-corred!
A Nina no le hizo falta ver lo que pasaba para apretar el paso todavía más; el sonido que se les acercaba rápidamente ya era lo bastante terrorífico de por sí. Vio a la luz de su linterna lo que creyó en un primer momento que era el final del pasadizo, pero advirtió enseguida que las pilastras ornamentadas señalaban la entrada del arit siguiente.
El Cortacabezas.
De la sartén al fuego.
El frente de hojas que saltaban llegó a la esquina, la rodeó y siguió avanzando sin pausa hacia los tres que corrían. Y los iba alcanzando.
Nina vio algo en las paredes que estaban más allá de las pilastras. Nuevas ranuras… Pero esta vez solo había una a cada lado, a la altura aproximada del cuello.
Y corrían directamente hacia ellas.
Ni siquiera le dio tiempo de avisar a gritos a Eddie y a Macy: estos casi habían llegado a las pilastras, y la oleada de hojas de hierro se les venía encima…
Nina levantó los brazos para pasarlos por los hombros de sus sorprendidos compañeros… y levantó los pies del suelo. El peso añadido hizo tropezar a Macy y caer, y Nina, a su vez, arrastró a Eddie. Los tres cruzaron la entrada siguiente a trompicones… en el momento mismo en que salían de las paredes que tenían delante dos grandes discos giratorios que se movían hacia atrás y que les pasaron justo por encima de las cabezas, mientras ellos caían.
—¡Qué hijos de perra! —balbució Nina mientras salía a gatas de debajo de las hojas de sierra giratorias—. ¡Lo del nombre iba en serio!
Eddie esperó en el suelo a que los dos discos dejaran de girar; después, se puso de pie, regresó hasta la entrada y probó a empujar una de las espadas. Esperaba encontrar resistencia, pero la hoja se movió libremente, aunque rechinando, sobre su bisagra oxidada. El mecanismo se había roto con el esfuerzo de saltar después de seis milenios.
—Al menos, podremos volver —dijo Eddie.
—Lo hemos conseguido —dijo Macy, jadeante—. Hemos pasado la última trampa. —Titubeó—. Porque era la última, ¿verdad?
—Sí, si los jeroglíficos decían la verdad —le aseguró Nina. Aun así, la propia Nina todavía se movía con cierta cautela. Tenían delante una nueva revuelta, a partir de la cual el pasadizo descendía.
Nina se asomó por la esquina. Había unos escalones que descendían un tramo corto y llegaban a otro par de pilastras.
Pero no eran pilastras del mismo tipo de las que habían señalizado los sucesivos arits. Estas eran muy distintas.
Y magníficas.
—¡Ay, tenéis que ver esto! —dijo en voz baja, apenas respirando, a pesar del esfuerzo que había realizado poco antes.
Macy lo contempló boquiabierta, y hasta el propio Eddie se quedó impresionado.
—Muy majo —dijo Eddie.
Las pilastras estaban talladas con la figura de un dios egipcio; las figuras eran simétricas y estaban frente a frente. Pero no se trataba de ninguna de las figuras que los habían observado mientras descendían hasta el corazón de la pirámide. Este era otro personaje, un hombre que llevaba en la cabeza un tocado alto y portaba en una mano un cayado y en la otra un flagelo. Tenía el cuerpo envuelto en vendas apretadas, como las de las momias, pero tenía a la vista la cara; su piel era del verde cardenillo del cobre oxidado. Ambas figuras estaban ricamente adornadas con placas finas de oro y de plata.
Osiris.
Entre las estatuas gemelas estaba la entrada a una cámara oscura. Nina levantó su linterna. Dentro se apreciaba el brillo de más oro y plata, de tesoros que estaban amontonados a lo largo de las paredes; pero Nina tenía la vista clavada en lo que estaba tendido en el centro de la gran sala: un objeto grande, redondeado, revestido de plata pura.
Un sarcófago.
Nina avanzó despacio, observando a las dos figuras por si daban señales de alguna última trampa traicionera. No la había. Habían llegado a su meta, a la cámara última.
—Lo hemos encontrado —dijo Nina, mirando con asombro a Eddie y a Macy—. Hemos encontrado la tumba de Osiris.