4

Macy apartó a una camarera de un empujón y llegó hasta una puerta que había tras el mostrador. Miró atrás y titubeó al ver a Joey, que se quejaba en voz alta.

—¡No te detengas! —le ordenó Nina mientras corría tras ella.

Macy pasó por la puerta. Nina la siguió. El encargado del local intentó cerrarle el paso, pero se apartó cuando ella le gritó:

—¡A mí no! ¡A él! ¡Llame a la policía!

El hombre de la chaqueta de piel de serpiente apartó la silla de un tirón. Macy cerró la puerta de un portazo y vio unos estantes en los que había varias cajas grandes llenas de bolsas de café en grano. Dio un tirón, y una de las cajas cayó al suelo ruidosamente.

Macy llegó a una salida de incendios y salió precipitadamente por ella a un callejón…

Apareció un grueso brazo que la derribó al suelo. El de la piel de serpiente les había tendido una emboscada, y había apostado a un compinche suyo en el exterior. En otro estante había varias gruesas jarras de cafetera. Nina se apoderó de una y corrió hacia la salida de incendios. A su espalda, abrieron la puerta de una patada. La caja se arrugó, pero el café que contenía absorbió el impacto e impidió que la puerta se abriera lo suficiente como para que pudiera entrar una persona.

Nina alcanzó la salida de incendios. Fuera, Macy estaba tendida de espaldas en el suelo, aturdida, y un hombre entre fofo y musculoso, con la cabeza afeitada, se agachaba para asirla…

La jarra de cafetera produjo un clonk apagado al darle en la cabeza. El hombre soltó un gruñido de sorpresa y de dolor y retrocedió, vacilante. Nina volvió a blandir la jarra. Esta vez, se hizo pedazos contra el cráneo del hombre, y se produjo una granizada de gruesos fragmentos de vidrio. El hombre cayó contra un contenedor de basura. Nina tendió las manos a Macy.

—Venga, ¡arriba!

Macy, olvidando por un momento su miedo y su dolor ante el asombro que sentía, la miró con los ojos muy abiertos antes de asirle las manos.

—Ay… ¡Ay, Dios mío! ¡Ha sido impresionante!

—Pues no me has visto con una tetera. ¡Vamos!

Nina la levantó de un tirón y ambas corrieron por el callejón, saltando sobre el tipo calvo.

—¿Cómo me habrá encontrado? —se lamentó Macy—. ¡Yo no le había dicho a nadie dónde estaba, ni siquiera a mis padres! ¿Cómo habrán sabido que estaba en Nueva York?

—Se lo dijiste a Lola —le recordó Nina—. Lola debió de decírselo a alguien de la AIP; estos se lo dijeron a Berkeley, y Berkeley se lo dijo a… quienquiera que sea para quien trabajen esos tipos.

Llegaron a la calle.

—Pero ¿cómo han sabido que me iba a reunir con usted?

—¿Que sé yo? No soy detective.

Nina vio en la calle un taxi que acababa de pasar. Corrieron tras él, mientras Nina agitaba el brazo desesperadamente.

—¡Taxi!

—¿Vamos a tomar un taxi? —le preguntó Macy con incredulidad.

—¡Pues sí! A menos que tú tengas un helicóptero…

El vehículo se detuvo, pero Nina advirtió que no por ellas. Había una pareja bien vestida en la acera de enfrente, y el hombre tenía la mano levantada.

—¡Eh, ese taxi es nuestro! —gritó Nina.

El hombre asió la manija de la puerta.

—Se ha parado para nosotros —dijo.

—¡Es una emergencia! ¡Lo necesitamos! —exclamó Nina.

Llegó hasta el vehículo y abrió de un tirón la otra puerta trasera.

—¡Sube, Macy!

—¿Qué diablos hacen? —chilló la mujer.

—¡No las lleve, conductor!

—No quiero problemas —dijo el conductor, un hombre delgado con fuerte acento brasileño. Se asomó por su ventanilla abierta para decir a Nina—: Yo parar para este caballero y señora, ¿vale? Usted esperar siguiente.

La ventanilla de la puerta junto a la que estaba Nina reventó. El taxista soltó un grito de dolor; una bala le había atravesado el hombro izquierdo, llenando el parabrisas de salpicaduras de sangre. Nina volvió la cabeza inmediatamente y vio a Piel de Serpiente, que estaba en la salida del callejón con una pistola en la mano.

Y las apuntaba…

—¡Abajo! —gritó Nina.

Macy chilló y se abalanzó de cabeza al interior del taxi, mientras el parabrisas trasero saltaba en fragmentos. Nina se arrojó a la calzada. Un poco por encima de ella, apareció un agujero de bala en el costado del coche, con un plunk de metal perforado. Saltó otra ventanilla; la mujer chillaba histéricamente. Otros viandantes huían para ponerse a salvo.

El ataque cesó.

El arma del pistolero era un revólver de seis tiros. Tenía que volver a cargar.

Nina se levantó de un salto y abrió con energía la puerta del conductor. El brasileño estaba hecho un ovillo en su asiento, apretándose el hombro herido con la mano derecha.

Balbució algo en portugués antes de volver a hablar en inglés.

—¿Está loca? ¡Me han pegado un tiro!

Nina apretó el botón para soltarle el cinturón de seguridad e intentó empujarlo al otro asiento.

—Lo llevaré a un hospital… ¡pero muévase!

—¡Quédense el taxi si quieren! —musitó el hombre bien vestido mientras echaba a correr. Su acompañante lo siguió chillando, a pasos torpes, a toda la velocidad que le permitían sus zapatos de tacón.

Macy se asomó sobre el respaldo del asiento trasero.

—¡Ay, ay, ay! —exclamó, señalando.

—¿Qué hay? —preguntó Nina, que había conseguido por fin retirar a la fuerza del asiento del conductor al brasileño, que protestaba débilmente, y saltó a ocupar su lugar. Miró atrás y vio la causa del terror de Macy. El pistolero había sacado una segunda arma.

—¡Ay, mierda!

Puso la palanca del cambio automático en Drive y dio un pisotón al acelerador.

Los neumáticos, bastante desgastados, chillaron hasta que se agarraron por fin a la calzada y el taxi se puso en marcha bruscamente. Era uno de los pocos Ford Crown Victoria que quedaban; antes habían constituido el grueso de la flota de taxis de Nueva York, pero se estaban sustituyendo por vehículos híbridos menos contaminantes. A Nina le dio la impresión de que el coche habría debido tomarse la jubilación forzosa hacía mucho tiempo; la transmisión chirriaba y hacía ruidos metálicos. Aunque, por deteriorado que estuviera, siempre correría más que un hombre a pie.

Pero no que las balas.

—¡Abajo! —gritó Nina.

Macy volvió arrojarse al suelo del vehículo, mientras repicaban más balas contra la carrocería del taxi. Una le pasó por encima y fue a estrellarse con un crujido contra la mampara de seguridad a prueba de balas que separaba los asientos delanteros de los traseros. Apareció una grieta irregular en la pantalla de plexiglás.

—¡Mi coche! —se lamentó el taxista, en quien había podido más por un momento el dolor económico que el físico. Se incorporó penosamente, apretando los dientes, retiró la mano de la herida… y puso en marcha el taxímetro.

Nina lo miró.

—¿Está de broma?

—No llevo a nadie gratis —jadeó él—. Ahora, ¡lléveme al hospital!

Más ruido tras ellos; no eran tiros, sino el chirrido de neumáticos de una enorme camioneta Dodge Ram, de color rojo vivo, que se había detenido de un frenazo. El hombre calvo salió del callejón caminando pesadamente y subió a la camioneta; el pistolero vestido de piel de serpiente dirigió una mirada de rabia al taxi que se alejaba, antes de volver a guardarse las armas vacías y dirigirse corriendo a la puerta trasera de la cabina. La Ram emprendió la persecución haciendo rugir su motor de ocho cilindros en V, cuyo estrépito podía compararse con el de los disparos.

Nina recordó entonces que ya había visto aquel vehículo característico aquel mismo día… ante su apartamento. Se habían enterado de que Macy quería ponerse en contacto con ella… y la habían vigilado con la esperanza de que los condujese hasta su presa.

—Déjese de hospital —dijo Macy—. ¡Necesitamos a la policía! ¿Dónde está la comisaría más cercana?

—No lo sé —dijo el taxista. Ambas mujeres le dirigieron miradas de incredulidad—. ¡Yo solo vivir aquí tres semanas!

—¿Sabe usted dónde está? —preguntó Macy a Nina.

—Pues… no.

—¡Si me dijo que había vivido por aquí!

—No tuve que ir nunca a la comisaría… ¡Nueva York tampoco es tan peligroso! Bueno, no suele serlo.

Nina esquivó a un par de coches que estaban detenidos en un semáforo e hizo un giro cerrado para dirigirse hacia el norte.

—Creo que hay una en la calle 21.

Macy miró los letreros de las calles.

—¡Está a más de diez calles! —exclamó—. ¿Tiene teléfono? Llamaré al 911.

—Sí —dijo el taxista, asintiendo con la cabeza—. Sí, buena idea, ¡llame a una ambulancia!

Por delante de ellos, la calle seguía bloqueada por el tráfico. Nina dio un bandazo para pasar al otro lado de la calzada y adelantar a un camión de basura que avanzaba a paso de tortuga y, al sobrepasarlo, estuvo a punto de chocar de frente con un vehículo que venía en sentido contrario. Macy se deslizaba de un lado a otro del asiento trasero, por el que tintineaban los fragmentos de cristal roto.

—¡A una ambulancia, no, a la policía! ¡Eh! —exclamó Nina cuando otro taxi frenó bruscamente ante ellos. Hizo girar el volante tan deprisa como pudo, pero rozó una esquina trasera del otro vehículo y le arrancó el extremo del parachoques. Sonó un estrépito de bocinas furiosas—. ¡Mierda! —dijo—. ¡Lo siento! —añadió, dirigiéndose al conductor enfadado.

Buscó su teléfono en el interior de su bolso con una mano mientras se esforzaba por controlar el taxi con la otra. Los chirridos de las gomas, tras ellos, y el brillo de los faros en el retrovisor le hicieron saber que el Dodge también había superado el cruce. Encontró el teléfono y lo pasó por la ranura de la mampara por la que pagan los clientes al taxista.

—¡Toma!

Macy marcó el 911 y, con prisa y con terror, describió su situación a la operadora, mientras Nina serpenteaba entre el tráfico para no ponerse a tiro de sus perseguidores.

—La policía ha dicho que nos dirijamos a la calle 21 —dijo Macy, poniendo fin a la llamada—. Van a intentar salirnos al encuentro.

—Si esos gilipollas no nos alcanzan antes.

A pesar de todos los esfuerzos de Nina, el Dodge los iba alcanzando. Macy intentó devolver a Nina el teléfono por la ranura, pero esta la contuvo con una mano.

—¡No! Ve a Contactos y llama a Eddie.

—¿Quién es Eddie?

—Mi marido.

—¡No es el mejor momento para avisarle de que llegará usted tarde a cenar!

—¡Llámale, listilla! ¡Él sabrá sacarnos de esto!

Nina cruzó una mirada de inquietud con el conductor, mientras el taxi pasaba a toda velocidad por el cruce siguiente.

—O eso espero —añadió.

A Eddie le habían caído mal desde el primer momento los amigos de Grant, un par de señores mayorcitos que no se resignaban a dejar de ser universitarios juerguistas y que aprovechaban al máximo el tirón que les otorgaba ser acompañantes de una estrella de cine. Pero se reservó sus opiniones mientras los veía toquetear a las chicas escasamente vestidas a las que habían convencido con facilidad para que pasaran con ellos a la sala vip. Eddie se limitaba a rondar discretamente por la zona, concentrándose en su trabajo, que era quitar de en medio a los imbéciles y a los locos que su cliente no quería que se le acercaran. Los imbéciles y los locos que sí quería que se le acercaran no eran problema suyo.

Sonó su teléfono. Era Nina. Eddie no debía atender llamadas personales cuando estaba trabajando. Pero Grant no se daría cuenta, ocupado como estaba en contar con la lengua los dientes de su última amiguita.

—Hola, cariño, ¿qué hay?

—¡Alguien quiere matarme!

Eddie comprendió que no era una broma. Parecía que Nina iba en coche.

—¿Dónde estás?

—En el East Village, hacia la calle 12.

¡Mierda! Estaba a casi medio Manhattan de distancia, a un centenar de manzanas…, prácticamente ocho kilómetros.

—¿Cuántos malos son? ¿Van armados?

—¡Tres, por lo menos, y sí!

Eddie oyó por el teléfono un criii de neumáticos fatigados, seguido de un chillido agudo y de un coro de bocinas airadas.

No era Nina la que había chillado.

—¿Quién está contigo?

—Una persona de la AIP, y el taxista… ¡Le han pegado un tiro!

—¿Por qué no llama a una ambulancia? —preguntó la voz de un hombre que parecía dolorido, pero también enfadado.

Eddie apretó los puños con frustración. Estaba demasiado lejos para ayudar a Nina en persona… No podía ofrecerle más que consejos.

—¿Habéis llamado a la policía?

—Sí; intentamos llegar a una comisaría.

Eddie clavó los ojos en Grant; se le estaba ocurriendo una idea.

—Te llamo ahora mismo —dijo—. ¡Tú procura que no te alcancen!

Cortó la llamada y se acercó a paso vivo a la mesa de Grant.

—Y hago mis propias escenas de acción —estaba diciendo el actor, presumiendo ante la joven boquiabierta—. ¿Recuerdas esa escena de Nitroso, cuando corría por encima de ese camión cisterna que estallaba? Pues era yo de verdad.

Estaba pasando por alto el pequeño detalle de que las bolas de fuego se habían añadido por ordenador, y de que él llevaba puesto un arnés de seguridad que se había borrado digitalmente de la toma; pero Eddie optó por no explicárselo. En vez de ello, extendió la mano y dijo:

—Señor Thorn, necesito su ficha del aparcamiento.

Grant levantó la vista, extrañado.

—¿Qué?

—La ficha del aparcamiento. Démela.

El actor lo miró fijamente sin comprender. Uno de sus amigos se levantó con una sonrisita de borracho.

—Oiga, señor guardaespaldas, ¿por qué no se va a joder a otra parte y nos deja en…?

Un instante más tarde, el hombre tenía el brazo retorcido tras la espalda y la cara contra la mesa. Grant hizo un gesto de susto.

—¡La ficha! —exclamó Eddie—. ¡Ya!

—Esto… ¿qué estás haciendo? —le preguntó Grant mientras buscaba la ficha.

Eddie arrojó al amigo al suelo y arrebató la ficha a Grant.

—Necesito su coche —dijo, mientras salía apresuradamente hacia las escaleras. Los demás ocupantes de la sala vip no sabían bien cómo reaccionar ante aquella rápida escena de violencia.

—Tío, ¡estás superdespedido! —gritó Grant, levantándose de un salto y siguiéndolo—. ¡Y no vas a llevarte mi coche! ¡De eso, nada!

—De eso, todo —replicó Eddie.

Corrió escaleras abajo y se abrió camino entre la multitud a empujones. A su espalda sonaban los gritos de los miembros del público, que se daban cuenta de que estaba entre ellos una estrella de Hollywood y se agolpaban sobre él como atraídos por una fuerza magnética.

Eddie llegó a la calle y puso la ficha en manos del jefe de los aparcacoches, junto con un billete de cincuenta dólares.

—El coche del señor Thorn. Deprisa.

El encargado se guardó el dinero y dio instrucciones por un walkie-talkie. Eddie daba pataditas en el suelo con impaciencia. Grant no tardaría mucho tiempo en abrirse camino a la fuerza entre la multitud.

El teléfono le volvió a sonar.

—¡Nina! ¿Qué pasa?

—¡Todavía me persiguen!

—Llegaré en cuanto pueda.

—¿Cuánto tardarás?

Eddie oyó el bramido del motor del Lamborghini en el parking.

—Poco.

Se adelantó hasta el bordillo, mirando con impaciencia el parking. Se oían los ecos del motor del Lamborghini mientras el aparcacoches bajaba cuidadosamente por la rampa con el deportivo. «¡Venga, muévete, maldita sea!». Grant llegaría a la puerta en cualquier momento. El Murciélago surgió del garaje; las luces de la calle arrancaban vivos reflejos a su carrocería de color anaranjado bien pulido. Se detuvo ante la entrada vip y la puerta del conductor se abrió hacia arriba.

Eddie tendió otro billete de cincuenta dólares para animar al aparcacoches a salir.

—¡Eh!

Grant había salido a la acera a paso vivo, quitándose de encima a sus admiradores.

—¡Deténganlo! ¡Ese coche es mío!

El aparcacoches seguía moviéndose para salir del asiento deportivo del conductor. El portero que se había burlado antes de Eddie por su corta talla se adelantó.

—Vale, quietos…

Eddie le clavó una rodilla en la ingle y, cuando el hombre se dobló hacia delante, le asestó en la cara un fuerte puñetazo con el que lo hizo retroceder de espaldas sobre su compañero. Los dos hombres cayeron y derribaron el cordón de terciopelo. Los que estaban esperando para entrar vieron la oportunidad y corrieron hacia las puertas, y la cola degeneró de pronto en anarquía.

Eddie extrajo de un tirón del Lamborghini Murciélago al aparcacoches, que estaba pasmado; lo arrojó sobre los porteros, se metió en el coche y bajó la puerta. Metió una marcha, y ya se disponía a ponerse en camino cuando Grant se plantó de un salto delante del vehículo y se puso a golpear el capó con las manos.

—¡No te vas a llevar mi coche, tío!

Eddie dio gas al motor e hizo avanzar el coche unos centímetros. A Grant se le enrojeció el rostro del susto, pero se mantuvo firme. Eddie cambió de táctica; miró por el estrecho retrovisor para asegurarse de no aplastar a nadie, puso la marcha atrás y retrocedió bruscamente.

Grant estuvo a punto de caer de frente cuan largo era, pero recuperó el equilibrio. Cuando Eddie se detuvo, lo alcanzó y abrió de un tirón la puerta del pasajero.

—¿Qué demonios estás haciendo?

—¡Alguien quiere matar a mi mujer! —gritó Eddie—. Tengo que ir con ella, deprisa… ¡Suba, o apártese!

Grant optó por lo primero, y volvió a poner cara de desconcierto.

—Tío… ¿En serio?

—¡En serio!

—¡Mierda, tío, no me digas! Vale, ¡vamos a salvarla! —dijo Grant, con una media sonrisa que daba a entender que ya se visualizaba a sí mismo como héroe de acción en la vida real—. ¿A qué esperas? ¡En marcha!

Eddie estuvo a punto de hacer un comentario sarcástico; pero, en lugar de ello, pisó a fondo el acelerador del Murciélago, que dejó atrás el club con un aullido ensordecedor de sus doce cilindros en V.

Nina miró atrás. La Ram seguía detrás de ellos, acercándoseles poco a poco mientras ambos vehículos serpenteaban entre el tráfico de la Tercera Avenida. La camioneta era mucho más grande que el taxi; no era un vehículo manejable por las calles de Nueva York pero, por otra parte, era más potente… y estaba más cuidado. El Crown Victoria hacía unos ruidos como si estuvieran sueltas varias piezas importantes de la transmisión.

El taxista hacía casi el mismo ruido.

—¡Paren, por el amor de Dios! —gritaba—. ¡Se pueden quedar el taxi, pero déjenme a mí!

—Mire… ¿Cómo se llama?

—¡Ricardo!

—Ricardo, ya casi hemos llegado a la comisaría —dijo Nina—. ¿De acuerdo? ¡Solo falta una manzana!

Apretó con fuerza la bocina y llevó el taxi al carril contrario para evitar a los vehículos que estaban detenidos en el cruce de la calle 20, y se estremeció del susto al ver unos faros que venían hacia ella por la izquierda, pero el taxi pasó. Volvió a llevarlo a los carriles de la derecha.

La Ram también dio un bandazo, y chocó contra un coche al que mandó hacia la acera haciendo trompos. Pero la camioneta apenas perdió velocidad; las pesadas barras parachoques rígidas que tenía ante la parrilla delantera habían absorbido la mayor parte del impacto.

Macy volvió la cabeza para ver el choque.

—¡Dios!

—¡Aguanta!

Faltaba muy poco para el cruce siguiente…

¿Hacia dónde estaba la comisaría? ¿Hacia la izquierda, o hacia la derecha?

La calle 21 era de sentido único; el tráfico transcurría por ella de este a oeste, a través de Manhattan, y tenían cerrado el paso hacia la derecha por los vehículos que esperaban en el cruce.

No les quedaba otra opción…

Nina hizo un fuerte viraje a la izquierda; el taxi se inclinó sobre su suspensión.

Un poco más allá del paso de peatones estaba aparcado un Porsche, y el Crown Vic derrapaba hacia él.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Forcejeó con los mandos, advirtiendo que las ruedas traseras patinaban. Si daba un frenazo, el taxi derraparía sin control y chocaría con el otro coche.

En vez de ello, enderezó de nuevo el volante y pisó el acelerador. Las ruedas traseras chirriaron y rechinaron, sacando al taxi del derrape de un tirón; pero no a tiempo de impedir que su parte trasera chocara contra el Porsche. Hubo un crujido terrible, y el taxi perdió el parachoques trasero.

Nina enderezó el vehículo.

—Lo siento —dijo a Ricardo. Este profirió un ruido de enfado.

Sirenas que se acercaban. Destellos, las luces rojas y blancas de los coches de policía…

En el espejo retrovisor.

—¡Maldita sea!

La comisaría estaba en la otra dirección y ahora se alejaban de ella, se alejaban de los que venían a ayudarlos. Macy, que miraba atrás, se alegró más que ella.

—¡Sí! —exclamó con aire triunfal cuando los coches detenidos en el semáforo se apartaban para dejar pasar a la policía.

Un coche patrulla del NYPD3 aceleró a través del cruce… y fue embestido por la Ram, que doblaba la esquina ciegamente. El coche de policía se estrelló a su vez contra el Porsche y lo arrugó como si fuera cartón mojado. La camioneta se liberó de los vehículos retorcidos, arrancando una rueda delantera del coche de policía, y emprendió la persecución de nuevo, con restos retorcidos colgando de las barras parachoques como si estuviera adornado con cintas.

A Macy se le desvaneció en un instante el buen ánimo.

—¡No!

—¿Sigues teniendo el teléfono? —le preguntó Nina a gritos.

—Sí, pero…

—¡Vuelve a llamar a Eddie!

Macy recorrió con el dedo la lista de contactos de Nina.

—¿Qué puede hacer él?

—No te lo figuras. ¡Llámale y basta!

Macy frunció el ceño, pero encontró el número y lo pulsó.

—¡Está comunicando!

—¿Qué? ¿Con quién demonios estará hablando?

El Lamborghini salió con potencia de la calle 108 e hizo un brusco viraje hacia el sur. Sus anchos neumáticos y su tracción a las cuatro ruedas lo mantenían bien sujeto a la calzada. Pero la fuerza centrífuga del viraje arrojó a Eddie contra la puerta. Por delante de ellos se extendía hasta el infinito la larga recta de Central Park West. A su izquierda, el parque era una masa oscura.

Cuando el Murciélago aceleró, las luces de las farolas y de las ventanas se convirtieron en franjas, como si entraran en el hiperespacio. Eddie se reafirmó en el asiento irguiendo la espalda, mientras Grant le sostenía el teléfono junto a la oreja.

—Haré lo que pueda —decía Amy, en esta ocasión desde su cargo oficial de agente Martin, del Departamento de Policía de Nueva York—. Pero tardaremos algún tiempo en dar aviso a todas las unidades… Si os dan el alto antes, os pondrán una multa por exceso de velocidad.

Aquello era lo que menos preocupaba a Eddie.

—Entonces, tendré que procurar que no me den el alto.

—O bien, puedes procurar no ir con exceso de velocidad… Porque… ahora mismo vas con exceso de velocidad, ¿no? —preguntó Amy con desconfianza.

—Un poco —reconoció él, mientras la aguja del velocímetro dejaba atrás rápidamente el ciento treinta.

—¿Dónde estás?

—A la altura de la calle 105… 104… 103…

—¡Dios santo, Eddie! ¿No sabes lo peligroso que es eso?

—Tú asegúrate de que los tuyos se enteren de que Nina es la buena y los tarados que la persiguen son los malos, ¿vale? ¡Adiós!

—Así que… ya has conducido coches rápidos antes, ¿verdad? —preguntó con cautela Grant mientras retiraba el teléfono, aferrándose al reposabrazos de cuero con la otra mano.

—Sí —dijo Eddie, atendiendo a la carretera. Con el agarre y la conducción que proporcionaba el Lamborghini, sortear el tráfico era una experiencia precisa, casi como un juego; pero con el más mínimo error no solo se haría trizas el Murciélago, sino que sería fácil hacer daño o incluso matar a inocentes.

—¿Como cuáles?

—Lo último que he llevado tan rápido fue un Ferrari 430.

—Buen coche —dijo Grant, asintiendo con aprobación—. ¿Tuyo?

—¿Cree que estaría trabajando de guardaespaldas si pudiera permitirme un Ferrari?

—Es verdad, hombre. Eh, ¡el autobús!, ¡el autobús!

—Ya lo veo.

Los carriles de sentido contrario estaban casi vacíos en las dos manzanas siguientes. Eddie rodeó bruscamente el autobús y aceleró. El Lamborghini superó sin esfuerzo los ciento sesenta kilómetros por hora.

Grant soltó un suspiro de alivio.

—Entonces, ese Ferrari… lo cuidaste bien, ¿no?

—Quia —dijo Eddie con una sonrisita—. Quedó hecho una mierda.

En el otro asiento se oyó un jadeo como si Grant hubiera intentado tragarse el suspiro anterior.

—No se preocupe; cuidaré su Lambo.

—Ni un rasguño, ¿vale?

—Si la cosa pasa de un rasguño, seguramente usted ya no estará en condiciones de preocuparse.

Dejó que el actor interpretara esto como quisiera. El teléfono volvió a sonar.

—Responda, haga el favor.

—¡Eddie! —gritó Nina, mientras Macy le asomaba el teléfono por la ranura—. ¿Qué estás haciendo?

—Voy de camino —dijo la voz del inglés de Yorkshire—. He contado lo que pasa a un contacto mío del NYPD, y voy hacia el sur. Dirígete hacia la parte alta, iré a tu encuentro. ¿Dónde estás?

—Subiendo hacia el norte por Park.

Nina había doblado de la estrecha calle 21 a Park Avenue, mucho más ancha.

—¿Y los malos?

—¡Los tenemos detrás! —chilló Macy.

No exageraba. Los faros se veían más grandes en el retrovisor; el motor de la Ram rugía como una fiera que se abalanzara sobre ellos. Había personas asomadas por las ventanillas: el hombre calvo en el asiento del pasajero delantero, Piel de Serpiente tras el conductor.

Ambos empuñaban armas de fuego.

Macy se dejó caer; el teléfono se le quedó atascado en la ranura y resbaló por fin al suelo sucio del taxi. Sonaron tiros: la detonación apagada del revólver y el tableteo rápido de una pistola ametralladora TEC-9. El taxi recibió más disparos. La mampara a prueba de balas recibió dos descargas más; se llenó de grietas una zona del tamaño de un puño, justo por detrás de la cabeza de Nina. Con un impacto más, cedería.

Nina hizo un giro violento a la izquierda; el Crown Victoria dio un brusco salto al pasar sobre la mediana, entre dos árboles. Ricardo soltó un alarido de dolor.

La camioneta Ram era demasiado ancha para seguirlos por el mismo hueco. Nina enderezó la marcha y siguió de frente en sentido contrario al tráfico. Un coche tuvo que subirse bruscamente a la acera para evitar el choque frontal. Después, hizo un nuevo cambio de sentido para dirigir el taxi hacia el oeste.

La camioneta tuvo que tomar la curva más cerrada. Las ruedas traseras derraparon con fuerza, haciendo caer a Piel de Serpiente al interior… y casi arrojando a la calle al tipo calvo. El pesado vehículo dio un frenazo para que el pistolero pudiera volver a entrar por la ventanilla.

Con aquella detención, se había agrandado la distancia entre los dos vehículos. Pero no mucho. Nina repasaba frenéticamente su mapa mental de Manhattan en busca de algún modo de ganar distancia de nuevo, mientras calculaba, al mismo tiempo, la manera de encontrarse con Eddie. Cruzar la Quinta y Broadway, y después hacia el norte por la Sexta Avenida.

La Ram reanudó la persecución y los iba alcanzando rápidamente.

El Lamborghini avanzaba hacia el sur con estrépito de motor, devorando los cinco kilómetros de la recta de Central Park West. Ya estaba cerca del fondo de la larga avenida y se aproximaba a la plaza Columbus. Eddie bailaba entre los huecos del tráfico, acelerando.

—Esto… tío…, vas a tener que ir más despacio para el giro —observó Grant—. Es de un solo sentido.

Los vehículos que venían hacia el sur por Central Park West tenían que doblar por la calle 62, pues las dos últimas manzanas del sur eran de sentido único hacia el norte.

—Es del sentido que yo diga —repuso Eddie.

No tenían tiempo para dar un rodeo. Eddie miró con atención los carriles de tráfico que tenía por delante. ¿Habría hueco?

Tendría que haberlo.

—Tío —dijo Grant, señalando con el dedo hacia el frente los faros delanteros que llenaban todos los carriles—. ¡Tío! ¡Tío! ¡Tío! —exclamó, elevando la voz sucesivamente a medida que se acercaban a la calle 62.

Eddie, haciendo una mueca, giró.

Pero no a la derecha, hacia la calle 62, sino a la izquierda, entrando por la rampa de un paso de peatones, y pasando a la ancha acera que transcurría a lo largo del muro del parque. A su derecha, dejaron atrás rápidamente una larga hilera de coches aparcados que los tenían encajonados.

—¡Vas a ciento diez por la acera! —exclamó Grant, casi sin voz.

—¡Sí, ya me he fijado!

Eddie apretó la bocina; la gente que iba por la acera saltaba para ponerse a salvo antes de que pasara velozmente el Lamborghini.

—¡Si nos detiene la policía, voy a decir que me has secuestrado, no lo dudes!

Eddie no le hizo caso. Estaban en la plaza Columbus, una glorieta grande de muchos carriles.

E iban a hacer el giro en sentido contrario al tráfico…

Grant soltó una exclamación ahogada cuando Eddie coló el Murciélago entre dos ciclotaxis que estaban aparcados y cayó de la acera a la calzada con un golpe. Con los dientes apretados y el rostro contraído, sorteó con el Lamborghini a los vehículos que venían hacia él, cuyos conductores no daban crédito a sus ojos. Las bocinas sonaban, los neumáticos chirriaban, los faros les pasaban velozmente por ambos lados, mientras Eddie daba bandazos con el deportivo, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. El rebufo de cada vehículo que dejaban atrás después de haberles pasado a un dedo producía un fus agudo.

Central Park South…

Giró, pisó a fondo para pasar a toda velocidad por un hueco antes de que se lo cerrara un camión… y quedó con el camino despejado.

Pero aquello solo duró un momento. Aulló una sirena, y un coche de policía que estaba en la plaza Columbus salió tras ellos.

Grant miró atrás.

—¡Ay, hombre! ¡Los polis!

—Igual que en Nitroso, ¿eh? —dijo Eddie.

Siguió pisando fuerte por Central Park South, sorteando el tráfico, e hizo un giro con chirrido de neumáticos para tomar la Séptima Avenida. La calzada estaba bastante despejada hasta Times Square. Aliviado, volvió a acelerar. Entre el canto in crescendo del motor, oyó una voz. Nina.

—¡El teléfono! —dijo. Grant se lo acercó al oído.

—¡Eddie! ¡Eddie! —decía Nina—. ¿Estás ahí?

—Sí; estoy aquí. ¿Estás bien tú?

—¡Todavía nos persiguen! ¿Dónde estás?

Eddie hizo varios cambios de carril para evitar un bloqueo de tráfico.

—En la Séptima.

—¿En la Séptima?

Eddie reconoció aquel tonillo mordaz: el mismo que adoptan en tal situación todos y cada uno de los neoyorquinos, que están convencidos de que son la máxima autoridad sobre cómo desplazarse por su ciudad.

—¿Qué diablos haces en la Séptima? ¡Ve por Broadway!

—¡Yo sé lo que me hago!

—Tío, no es momento para riñas conyugales —le advirtió Grant, señalando al frente. El resplandor de neón de Times Square se acercaba rápidamente y el tráfico se volvía más denso.

—¿Dónde estás ahora? —preguntó Eddie a Nina.

—En la Sexta, a la altura de la calle 30.

Eddie recordó que si entraba en Broadway al sur de Times Square, se cruzaba con la Sexta Avenida en Herald Square, hacia la calle 34.

—¡Sigue, te alcanzaré!

—¿Y qué harás entonces?

—No sé… ¡algo violento! ¡Tú procura que no te alcancen!

Sin hacer caso del ¡no me digas! irónico que sonó en el teléfono, Eddie puso toda su atención en la calzada mientras el Lamborghini atravesaba ruidosamente Times Square. La cara de Grant, de dos pisos de alzada, los vio pasar desde un cartel que anunciaba su última película. A la altura de la calle 44 se cruzaba con ellos un flujo de tráfico, y Eddie vio más allá nuevas luces intermitentes. Los agentes del puesto de policía que está en el extremo sur de la plaza ponían en marcha sus coches.

Aceleró, buscando un hueco…

—¡Mierda! —exclamó Grant cuando el Murciélago se abalanzó hacia el tráfico de la bocacalle; el parachoques delantero de un coche les pasó tan cerca que rozó el ala trasera del Lamborghini.

—¡Me dijiste que ni un rasguño, hombre; que ni un rasguño!

—Eso se quita puliendo un poco —respondió Chase, intentando disimular con la broma el estremecimiento que sintió al darse cuenta de lo cerca que había estado de chocar. Pasó velozmente ante el pequeño puesto de policía y atajó por un corto tramo de la calle 42 para entrar en Broadway.

Se veían en los edificios cada vez más reflejos de las luces intermitentes de colores, al irse sumando a la persecución más coches de policía. Eddie soltó una maldición entre dientes mientras miraba hacia el fondo de Broadway.

¿Dónde estaba Nina?

¿Dónde estaba Eddie?

El taxi alcanzó el extremo inferior de Herald Square. Nina vio luces de policía a lo lejos y se arriesgó a echar una ojeada Broadway arriba mientras atravesaba el cruce y seguía subiendo por la Sexta Avenida; pero volvió a ver en el retrovisor las luces, que tenía más próximas y que eran mucho más amenazadoras. Los coches de policía que los perseguían también se habían ido acercando, pero eran incapaces de adelantar a la potente camioneta.

—¡Eh, allí está mi tienda! —dijo Macy. Nina volvió la vista atrás, preguntándose de qué demonios estaría hablando la muchacha—. Los Macy’s, ya sabes —explicó esta, señalando los grandes almacenes que dejaban atrás a su izquierda4.

—Sujeta el teléfono y calla —le ordenó Nina, cortante—. ¿Dónde estás ahora, Eddie?

—Casi he llegado. ¿Dónde estás tú?

El taxi llegó al cruce de la calle 36. Nina miró el tráfico que venía de la izquierda… y vio bajar por Broadway a toda velocidad un deportivo de color anaranjado vivo.

—Eddie, ¿vas en un coche anaranjado?

—Sí, ¿por qué?

—¡No te he alcanzado por poco! ¡Voy hacia el norte por la Sexta!

Eddie dijo algo, pero Nina no lo oyó, pues Macy gritaba:

—¡Nos alcanzan!

El conductor de la camioneta había pisado a fondo, y la gran parrilla cromada se cernía sobre ellos como la boca de una ballena.

Y Piel de Serpiente volvía a asomarse por la ventanilla empuñando el revólver.

Nina impulsó el taxi en un viraje desesperado hacia la calle 37, mientras una bala atravesaba la puerta un poco por arriba de su muslo.

Eddie oyó por el teléfono el ruido inconfundible de un impacto de bala.

—¡Mierda!

Tenía que volver atrás, pero ya tenía por delante dos coches del NYPD que se disponían a bloquear Broadway, pues la central les habría avisado por radio de la segunda persecución a alta velocidad.

Y tenía más coches de policía a su espalda…

—¡Agárrese! —gritó a Grant, mientras pulsaba un botón para desactivar el control de tracción; después, pisó el embrague mientras hacía girar el volante con una mano y tiraba con fuerza del freno de mano con la otra.

El Lamborghini, a pesar de su tracción a las cuatro ruedas, no pudo mantener el agarre sobre la calzada y derrapó haciendo un trompo de ciento ochenta grados mientras Eddie pisaba el acelerador hasta el suelo. Al rugido del motor se sumó el chillido ensordecedor de las ruedas, que despidieron humo mientras el Murciélago saltaba hacia adelante de nuevo. Los neumáticos atormentados dejaron en el asfalto gruesas franjas negras de goma.

Ante ellos, los otros coches de policía se dispusieron a cerrarles el paso… pero se apartaron apresuradamente cuando los agentes se dieron cuenta de que no iban a detenerse. Pasaron entre ellos como una bala. Los dos coches patrulla que tenían detrás se pusieron uno tras otro para seguir por el hueco al Murciélago, que daba bandazos.

Los neumáticos volvieron a encontrar agarre, y el tirón repentino de la aceleración fue como una patada en la espalda, mientras el tráfico que venía de frente se apartaba a un lado y a otro, lanzando destellos con los faros y haciendo sonar las bocinas. Estaban llegando a la calle 37. Eddie aflojó la marcha, disponiéndose a girar a la derecha para alcanzar a Nina…

Un taxi amarillo destartalado irrumpió en el cruce, justo por delante de ellos.

El tiempo casi se detuvo cuando Eddie reconoció a la conductora pelirroja, y Nina volvía la cabeza para mirarlo boquiabierta, mientras el Lamborghini se dirigía hacia ella con fuerte ruido de motor.

Eddie movió el volante… y aceleró. El mundo volvió a desplazarse a plena velocidad mientras el Lamborghini cruzaba pasando justo por delante del taxi. Le pareció oír el grito de Nina cuando la dejó atrás, pero debió de imaginárselo, pues el grito que profirió él mismo no se lo habría dejado oír.

Nina, entre la subida de adrenalina que le había producido el librarse por poco de una colisión, miró por el retrovisor… y vio que la Ram chocaba de pleno con un coche de policía que perseguía a Eddie. El vehículo policial dio varias vueltas de campana calle abajo entre una lluvia de cristales rotos. El impacto había llegado a afectar incluso al Dodge, que tenía el parachoques doblado hacia atrás a través de la parrilla del radiador y el capó arrugado hacia arriba. Tras él, otro coche de policía se detuvo derrapando; los agentes interrumpían la persecución del Lamborghini para ayudar a sus compañeros.

—¿Has visto eso? —dijo Macy sin aliento.

—Habría sido difícil no verlo —dijo Nina—. ¡Eddie!

—¿Estás bien? —le preguntó Eddie mientras Grant le sostenía el teléfono con mano temblorosa.

—¡Sí! ¡Dios, casi me choco contigo!

Eddie dobló al oeste por la calle 39.

—Dirígete a Times Square… Yo me pondré por detrás de ti y los detendré.

—¡Eddie, uno tiene una pistola ametralladora!

—Ya me ocuparé yo de la pistola ametralladora… ¡Tú pisa a fondo!

—¿Que te ocuparás tú de qué? —dijo Grant, abriendo mucho los ojos.

Pero Eddie tenía otras cosas de que ocuparse. Por delante de él, un camión estaba entrando marcha atrás en un almacén, bloqueando la calle. Frenó con fuerza e hizo sonar la bocina con impaciencia.

—¡Joder! ¡Ya solo falta que aparezcan los clásicos dos tipos que llevan un cristal!

El camión dejó un hueco; Eddie lo rodeó y siguió a toda marcha hacia el cruce con la Séptima Avenida.

El coche de Nina atravesó aprisa el cruce, dirigiéndose hacia el norte. Si Eddie podía adelantar a la camioneta…

La Ram abollada pasó por delante, rugiente, justo antes de que Eddie hiciera el giro.

—¡Mierda!

Se situó tras ella; las anchas luces traseras rojas le llenaban todo el campo visual. Pasaban velozmente faros de coches por los dos lados. Como Broadway, la Séptima Avenida era de sentido único, solo hacia el sur.

Grant hizo un gesto de sobresalto cuando un todoterreno pasó peligrosamente cerca del Murciélago.

—¡No vamos a poder adelantarlos!

—¿Cómo que no? —repuso Eddie—. ¡Para eso vamos en un puto Lamborghini!

Metió una marcha más corta…

Y pisó el acelerador a fondo.

A la izquierda había un hueco en el tráfico… corto, pero él no necesitaba más.

O eso esperaba…

El Lamborghini avanzó de un salto, adelantando a la Ram como un cohete, con un aullido triunfal, y volviendo a colocarse enseguida ante la camioneta. Eddie frenó. El conductor de la camioneta, sorprendido, redujo la velocidad también y su vehículo dio unos bandazos; pero entonces comprendió que tenía una clara ventaja de peso y que podía quitarse de en medio al deportivo de una embestida.

Eddie aceleró de nuevo, lo justo para mantenerse por delante de la camioneta. Vio que el taxi de Nina se alejaba camino de Times Square; sus luces de posición eran los únicos puntos rojos entre el mar de faros delanteros que se apartaban para dejarle paso.

Y delante mismo del taxi, un autobús.

Ricardo hizo un débil gesto con la mano.

—Un autobús; hay un autobús.

—Ya lo veo —le dijo Nina.

Era un autobús turístico de dos pisos al estilo de los de Londres, con los asientos superiores al descubierto.

Venía directamente hacia ellos.

—¡Hay un autobús!

—¡Ya lo veo!

Lanzó destellos con los faros y apretó con fuerza la bocina, pero sin levantar el pie del acelerador.

—¿Qué hace? —le preguntó Ricardo.

Macy contemplaba la escena con incredulidad a través de la mampara agrietada.

—¡Vamos a chocar con él! —exclamó.

—Se detendrá, se detendrá… —dijo Nina. Puso el otro pie sobre el freno, dispuesto a pisarlo con fuerza…

El conductor del autobús fue el primero que cedió, pues tenía que pensar ante todo en la seguridad de los pocos pasajeros que llevaba a bordo, en el último recorrido turístico de la noche.

Patinó.

—Ay, qué mal —exclamó Nina.

El autobús se ladeó casi noventa grados, convertido en una barricada de metal y de vidrio. Pero un conductor que iba por el carril de la derecha vio el peligro y aceleró para apartarse, evitando que el autobús chocase contra su coche por detrás… y dejando un espacio vacío. Nina lo aprovechó.

El Crown Victoria dio en el bordillo con estrépito. Ante sí no veía más que el enorme logotipo del NYPD, en la pared del puesto de policía de Times Square. Nina soltó un grito e hizo girar el volante; el parachoques delantero rozó la pared con el logotipo mientras el coche seguía adelante por la acera. La gente se apartaba precipitadamente; pero tenía por delante un obstáculo…

—¡Mierda! —aulló Nina al chocarse con un tenderete de perritos calientes. El vendedor ya había echado a correr, y su carrito giraba como una peonza entre una lluvia de agua hirviendo y de salchichas voladoras, impulsado por el taxi hacia el cruce.

Por fin, Nina encontró el camino despejado y giró, derrapando, hasta Broadway. Miró atrás…

El autobús se detuvo por fin, oscilando… y dejó bloqueados tres carriles por delante del Lamborghini.

—¡Mierdaaaaa! —gritaron Eddie y Grant. La única manera de evitar una colisión era pasar por donde había pasado Nina.

Subieron a la acera con una sacudida estremecedora, y Eddie dobló bruscamente a la izquierda para rodear el autobús, librándose por poco de chocar con el tenderete de perritos calientes que seguía girando sobre sí mismo.

También Eddie miró atrás…

La camioneta Dodge Ram llegó patinando y chocó con el autobús.

Lo atravesó de lado a lado; el piso inferior del autobús se abrió en una explosión de metal retorcido y de asientos que volaban. La mayoría de los pasajeros iban en el piso superior; los pocos que estaban abajo se refugiaron en ambos extremos del vehículo mientras la camioneta pasaba a través de él. La camioneta se estrelló por fin en Times Square, donde se detuvo con un chirrido, volcada sobre un costado.

El Lamborghini también se detuvo con un chirrido de frenos. Eddie abrió la puerta abatible, salió de un salto y cayó agazapado, para asomarse por encima del capó del deportivo. La Ram volcada tenía roto un conducto y perdía combustible; su conductor, ensangrentado, estaba tendido a través del parabrisas destrozado. Otro de sus ocupantes, un hombre calvo y corpulento, había salido despedido y estaba tumbado cerca del tenderete de perritos calientes. Todavía empuñaba en una mano un arma, una pistola ametralladora TEC-9.

La otra puerta del Lamborghini se abrió hacia arriba. Grant salió… y, para consternación de Eddie, corrió directamente hacia el tipo calvo.

—¡Espere! ¡Vuelva atrás! —le gritó.

El actor no le hizo caso; llegó hasta el pistolero, que apenas se movía, y le quitó de la mano de una patada la TEC-9, que fue rodando hasta chocar con ruido metálico con el Dodge accidentado.

—¡Queda detenido en nombre de la ley! —anunció, plantando un pie sobre la espalda del hombre y adoptando una pose. Dedicó a Eddie una sonrisa—. Igual que en En nombre de la ley, ¿verdad?

—Imbécil —dijo Eddie entre dientes, saliendo apresuradamente de detrás del Murciélago. Pasó junto al tenderete de perritos calientes, que humeaba. Bajo su depósito de agua todavía ardía la llama azul de una bombona de gas pequeña.

—Sí, hombre. Ha sido… intenso. ¡Guau!

Saltó un flash en el piso superior del autobús perforado: alguien le había hecho una foto.

—Así que… ¿hemos salvado a tu…?

Un policía apareció de detrás del autobús, pistola en mano.

—¡Quietos! —vociferó—. ¡Las manos arriba, y al suelo, ya!

Eddie levantó las manos al instante. Grant, por su parte, se volvió tranquilamente hacia el policía.

—No se preocupe, hombre. Nosotros somos los buenos. Mire —dijo, señalando con la cabeza el cartel de su película—. ¿Lo ve? ¡Soy yo!

El policía le retorció un brazo tras la espalda.

—¡Cállese! ¡Póngase de…!

La puerta trasera de la Ram se abrió bruscamente y Diamondback asomó como impulsado por un resorte. Vio a los tres hombres y apuntó con su revólver. Eddie se abalanzó sobre Grant y lo arrancó de manos del policía en el momento en que Diamondback disparaba. La bala dio al agente en el pecho. El policía se desplomó en tierra mientras la sangre le manaba a borbotones; perdió la pistola, que se deslizó hasta quedar detrás de un taxi que había quedado inmovilizado. El taxista salió huyendo.

Eddie, arrastrando también a Grant, se abalanzó por encima del capó del taxi mientras Diamondback disparaba de nuevo. El parabrisas del vehículo explotó. Dejó a Grant apoyado en la rueda delantera y advirtió la pistola del policía, que estaba cerca de la parte trasera.

Diamondback bajó de la Ram de un salto. Hizo dos disparos más contra el taxi, haciendo saltar las ventanillas, y se apoderó de la TEC-9.

Eddie rodó sobre sí mismo hacia delante para llegar hasta la rueda trasera y se apoderó de la pistola, que era una automática Glock 19. Apoyó la espalda en la rueda y echó una ojeada al hombre al que debía proteger.

Grant venía gateando hacia él…

—¡Atrás! —gritó Eddie, abalanzándose sobre el actor, mientras Diamondback abría fuego en ráfaga. Mientras Eddie derribaba a Grant de espaldas, apareció tras él, en las puertas del coche, una sarta de agujeros de bala de bordes irregulares. Más balas impactaron en la parte delantera del vehículo, atravesando la delgada carrocería para ir a repicar, inofensivas, en el metal macizo del motor.

—¡El coche es cubierta, no es abrigo! —gritó Eddie al tembloroso Grant cuando cesó el tiroteo—. ¿No se lo enseñaron en la academia de especialistas de cine?

Levantó la cabeza. El pistolero de la chaqueta de piel de serpiente se había quedado sin munición; había dejado caer la TEC-9 y volvía a empuñar sus revólveres. Cerca de él, el calvo se ponía de pie trabajosamente, con la cara surcada de cortes y magulladuras.

—¡Eddie! —gritó una mujer.

Este volvió la vista y vio llegar a Amy, de uniforme, que avanzaba rápidamente, semiagachada, seguida de su compañero.

Diamondback volvió a disparar, obligando a todos a echarse a tierra. Su compañero sacó una pistola mientras los dos se retiraban.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó Amy.

—¡Pregúntaselo a ellos! —respondió Eddie, indicando con un gesto a los pistoleros—. ¡Son los mamones que acaban de intentar matar a mi mujer!

Otro disparo perforó el taxi, que escupió metralla. Grant soltó un aullido agudo, y Amy hizo un gesto de dolor.

—¡NYPD! —gritó—. ¡Suelten las armas!

El taxi recibió más impactos. Al estampido fuerte de los revólveres se sumó el chasquido agudo de una pistola automática. Los dos hombres no aceptaban órdenes. Eddie miró por debajo del parachoques delantero del taxi y vio que se retiraban precipitadamente mientras los demás policías respondían al fuego. Teniendo en cuenta que ya había caído un agente y que había peligro para los civiles, disparaban a matar; pero Eddie necesitaba que capturaran vivo al menos a uno de los pistoleros para enterarse de por qué habían querido matar a Nina.

Empuño la Glock, y disparó por debajo del coche. La bala abrió un orificio ensangrentado en el tobillo derecho del hombre calvo. Este cayó, gritando. Entrecerrando los ojos con expresión agónica, alzó la vista a Diamondback.

—¡Ayúdame! —le dijo.

Diamondback le devolvió la mirada… y, sin alterarse siquiera, le pegó un tiro en la cabeza. Un estallido de sangre salpicó la calle por debajo del hombre.

—¡Dios! —exclamó Amy, mientras Diamondback se refugiaba tras la Ram volcada.

Entonces, se dio cuenta de lo que se disponía a hacer Eddie.

—¡No! ¡Espera!

Pero Eddie ya había dejado el taxi y corría hacia la camioneta con la pistola levantada. Su objetivo estaba detrás del Dodge…, que no era más resistente a las balas que el taxi. Apuntando bajo, con la esperanza de herir a su enemigo en una pierna, barrió a disparos la camioneta desde la parte trasera hasta la cabina.

Diamondback se tiró en plancha desde la parte delantera de la camioneta… y disparó.

Pero no apuntaba a Eddie.

El tiro dio en la bombona de gas del tenderete de perritos calientes, que estalló como una bomba.

La detonación derribó a Eddie. Cuando se disipó el efecto de la sonora explosión y los policías se hubieron recuperado de la conmoción producida por el estallido, Diamondback ya se había alejado a la carrera, calle 43 abajo, abriéndose paso a empujones entre la multitud que huía. Eddie apagó a manotazos un bollo para perrito caliente que ardía y se puso de pie, dolorido. Amy corrió hacia él; otros agentes corrían también, dejándolos atrás. Algunos iban a ayudar al policía herido; los demás, a perseguir al asesino, en vano.

—¿Estás bien? —le preguntó Amy.

—Saldré de esta —gruñó él—. Pero ese no —añadió, echando una mirada al hombre calvo.

Amy sacudió la cabeza, todavía impresionada por lo que acababa de presenciar.

—¡Un asesinato a sangre fría, delante mismo de un montón de policías! Ese tipo está loco.

—Puede; pero lo que hace, lo hace bien. No creo que los tuyos lo atrapen.

—Ya veremos —dijo Amy, un poco picada en su orgullo profesional… pero también otro poco resignada.

Grant se acercó a ellos; tenía la cara blanca.

—Uf. Hombre. Tú… tú…

Dio a Eddie un vigoroso apretón de manos. Amy enarcó las cejas con sorpresa al reconocerlo.

—¡Me has salvado la vida, hombre! ¡Ahora mismo estaría muerto si no hubiera sido por ti!

Eddie optó por no comentar que había sido el propio Grant el que se había convertido en blanco por su imprudencia.

—Es mi trabajo.

—No, hombre; en serio. Lo que quieras, cualquier cosa que necesites, me lo dices, y ya lo tienes.

—¿Qué tal su Lamborghini? Es broma —aclaró, al ver en la cara de Grant que tampoco tenía que tomarse literalmente lo de cualquier cosa.

—¡Hombre! —dijo Grant, contemplando el Murciélago—. No me lo creo. Me prometiste que no le harías ni un rasguño, y ¡lo has cumplido, maldita sea!

El Lamborghini, aunque se había rozado varias veces, parecía impecable; la luz de los fuegos reverberaba en su carrocería reluciente.

—Sí. Lo habitual es que siempre que me pongo al volante la cosa acabe en siniestro total. Esta vez he debido de tener suerte.

El reguero de gasolina de la camioneta Ram llegó hasta uno de los bollos que ardían.

—Jodienda y… —empezó a decir Eddie, arrojando al suelo a Grant y a Amy mientras una cortina de llamas recorría el rastro de gasolina hasta llegar al depósito de combustible de la camioneta.

La Ram explotó; saltó por los aires dando volteretas… y aterrizó sobre el Murciélago, aplastándolo.

—… porculienda —concluyó Eddie, incorporándose hasta quedar sentado en el suelo.

Grant soltó una exclamación quejumbrosa ante aquel montón de chatarra que había costado trescientos mil dólares. Alguien hizo otra foto desde el autobús.

—¡Ay, hombre!

—Estaba asegurado, ¿no? —dijo Amy.

Grant fue dando muestras de tranquilizarse poco a poco.

—Sí —dijo—. Eso sí… Bien dicho. Y el color tampoco me convencía mucho, en todo caso.

—¡Eddie!

Eddie se puso de pie al ver que Nina corría hacia él.

—¡Ay, Dios mío! ¡Estás bien!

—No te preocupes por mí —dijo Eddie—. Estaba preocupado por ti.

Se abrazaron, y después Nina volvió la vista hacia su taxi destartalado. Macy, siguiendo las instrucciones de Nina, había huido; pero todavía quedaba una persona en el vehículo. Nina se dirigió a Amy.

—Tienen que llamar a una ambulancia. El taxista tiene un tiro.

—Creo que necesitaremos más de una ambulancia —le respondió Amy, que ya tenía la radio en la mano—. Eddie, no sé lo que ha pasado aquí, pero te aseguro que me lo vas a explicar.

Miró a Nina, y después a Grant.

—Y usted también, y usted… Demonios, ¡creo que tendría que detener a todo el mundo en cinco manzanas a la redonda!

—¿La conoces? —preguntó Nina a Eddie.

—Sí; es una amiga.

Nina miró de pies a cabeza a la atractiva policía, y adoptó una expresión de mayor desconfianza.

—Espera… ¿Es tu amigo policía? ¿Con quien estabas la otra mañana?

—Ah… sí —reconoció él—. Ese.

—¿Eres la mujer de Eddie? —le preguntó Amy.

Nina asintió con la cabeza.

—De acuerdo; escuchad una cosa, ¿y si hacemos todas las presentaciones en la comisaría?

3 NYPD: New York Police Department, Departamento de Policía de Nueva York. (N. del T.).

4 No es más que una broma bastante infantil por parte de la muchacha; los almacenes Macy’s existen y se llaman así desde el siglo XIX. (N. del T.).