¿Dónde estaba? El suelo era duro y pegajoso, y el aire oscuro y pestilente. Y eso era todo lo que había. Excepto por el dolor de cabeza. Festin gimió con el cuerpo totalmente tendido sobre el suelo húmedo y frío.
—¡Báculo! —gritó.
Cuando su báculo de mago de madera de aliso no acudió a su mano comprendió que estaba en peligro. Se incorporó y, puesto que no disponía de su báculo para producir una luz como era debido, generó una chispa entre el dedo pulgar y el índice musitando cierta Palabra. Un fuego fatuo azul brotó de la chispa y trepó cansinamente por el aire, chisporroteando.
—Arriba —dijo Festin.
Y la bola de fuego ascendió titubeante hasta que iluminó una trampilla abovedada en lo alto del techo, tan arriba que cuando Festin se proyectó brevemente en la bola de fuego vio su propio rostro como un mero punto pálido en la penumbra una docena de metros más abajo. La luz no se reflejaba en las paredes húmedas, que habían sido tejidas con noche por artes mágicas. Festin regresó a su cuerpo.
—Apágate.
La bola de fuego se extinguió y él se sentó en la oscuridad y se hizo crujir los nudillos.
Debía de haber recibido un conjuro por la espalda, por sorpresa. Lo último que recordaba era estar paseando por su bosque al atardecer, charlando con los árboles. Últimamente, durante estos solitarios años que marcaban la mitad de su vida, le pesaba una sensación de desperdicio, de fuerzas no aprovechadas; de modo que la necesidad de aprender a ser menos impaciente lo había animado a abandonar el pueblo e ir a conversar con los árboles, sobre todo con los robles, los castaños y los alisos grises, cuyas raíces mantenían una comunicación fluida con las aguas subterráneas. Hacía seis meses que no hablaba con un ser humano. Había estado enfrascado en quehaceres fundamentales, sin obrar hechizos ni molestar a nadie. Por lo tanto, ¿quién podía haberlo embrujado y encerrado en aquel pozo nauseabundo?
—¿Quién? —interrogó a los muros.
Y un nombre fue formándose lentamente en ellos y se deslizó hasta él como una densa gota negra rezumada de los poros de las piedras y de las esporas de los hongos: «Voll».
Un sudor frío empapó brevemente a Festin.
Había oído hablar de Voll el Cruel por primera vez hacía mucho tiempo. Se decía de él que era más que un mago pero menos que un hombre; que había ido saltando de isla en isla en el Confín Exterior desbaratando las obras de los Antiguos, esclavizando hombres, deforestando bosques, arrasando campos y sellando en tumbas subterráneas a cualquier mago o hechicero que hubiera tratado de plantarle cara.
Todos los refugiados procedentes de las islas devastadas relataban la misma historia: había aparecido al anochecer sobre un viento oscuro procedente del mar. Sus esclavos llegaban a continuación a bordo de naves. A éstos los habían visto; pero nadie había visto jamás a Voll… Había muchos hombres y criaturas con intenciones malvadas en las Islas, pero Festin, un joven brujo enfrascado en su aprendizaje, no había prestado demasiada atención a esos relatos sobre Voll el Cruel. «Yo puedo proteger esta isla», había pensado, sabedor de que sus poderes todavía no habían sido puestos a prueba, y había vuelto a centrarse en sus robles y sus alisos, en el susurro del viento entre las hojas, en el ritmo de crecimiento de sus troncos redondos y de sus ramas y ramitas, en el sabor del sol en las hojas o de las tenebrosas aguas del subsuelo en torno a las raíces. ¿Dónde estarían ahora sus árboles, sus viejos compañeros? ¿Habría destruido Voll el bosque?
Ya despabilado y en pie, Festin hizo dos movimientos amplios con las manos rígidas y gritó el nombre que destrozaría cualquier cerradura y abriría toda puerta construida por el hombre. Pero aquellos muros impregnados de noche ignoraron el nombre de su creador, no lo escucharon. El Nombre rebotó en las paredes, y las resonancias taladraron los oídos de Festin de tal modo que éste se derrumbó sobre las rodillas, con la cabeza sepultada entre los brazos hasta que el eco se extinguió en el techo abovedado encima de él. Entonces, todavía temblando por el ataque de las reverberaciones, se sentó, meditabundo.
La gente tenía razón: Voll era poderoso. Allí, en su propio terreno, encerrado en aquella mazmorra erigida con un conjuro, su magia resistiría cualquier ataque directo. Además, la pérdida del báculo había reducido a la mitad la fuerza de Festin. Sin embargo, ni siquiera su captor podía arrebatarle sus poderes —que sólo le concernían a él— de Proyección y Transformación. De modo que, después de frotarse la cabeza, ahora doblemente dolorida, Festin se transformó. Y su cuerpo fue evaporándose lentamente convertido en una delgada nube de bruma.
La bruma se alzó del suelo perezosamente, dejando una estela en su ascensión por el muro hasta que encontró, donde la pared daba paso al techo abovedado, una grieta del grosor de un pelo. Y por ella, gotita a gotita, empezó a filtrarse. Ya casi se había introducido por completo en la grieta cuando una ráfaga de viento caliente, ardiente como el aliento de un horno, la golpeó, dispersó las partículas que la formaban y las secó. La niebla se contrajo apresuradamente de regreso a la mazmorra, descendió en espiral y Festin recuperó su forma, tumbado en el suelo y jadeando. La transformación suponía un esfuerzo emocional para los magos introvertidos como Festin; y cuando a ese esfuerzo se sumaba la conmoción de enfrentarse cara a cara con la muerte humana estando en la forma adoptada, la experiencia se tornaba horrible. Festin permaneció tendido en el suelo sin hacer otra cosa que respirar. También estaba furioso consigo. Después de todo había sido una idea bastante estúpida pretender escapar transformado en bruma. Cualquier tonto se sabía ese truco. Voll probablemente había dejado un viento caliente en previsión de que lo intentara. Festin adoptó la forma de un pequeño murciélago negro y voló hacia el techo, donde volvió a transformarse, esta vez en un soplido tenue de vulgar aire, y se escabulló por la grieta.
En esta ocasión logró salir, y ya se deslizaba por el pasillo en el que había desembocado directo hacia una ventana, cuando una repentina sensación de peligro lo frenó en seco, y Festin adoptó la primera forma congruente que le vino a la cabeza: un anillo de oro. Y fue una suerte, porque el huracán de viento ártico, que habría dispersado su forma gaseosa de un modo caótico imposible de recomponer, simplemente heló ligeramente su forma de anillo. Mientras amainaba el vendaval, Festin permaneció tendido en el suelo de mármol, preguntándose qué forma le permitiría salir más rápido por la ventana.
Pero se entretuvo demasiado y empezó a rodar por el suelo. Un troll descomunal con un rostro carente de expresión apareció caminando catastróficamente a trancos; se detuvo, recogió el anillo que se deslizaba velozmente y lo levantó con una enorme mano que parecía de piedra caliza. El troll enfiló hacia la trampilla, la levantó accionando un picaporte de hierro mientras mascullaba un encantamiento y arrojó a Festin a la oscuridad. El mago cayó al vacío desde una altura de doce metros y aterrizó con un tintineo en el suelo de piedra.
Festin recuperó su forma natural, se sentó y se rascó el codo magullado que le dolía horrores. Ya estaba bien de transformaciones con el estómago vacío. Añoró con amargura su báculo, con el que podría haber hecho aparecer toda la comida que hubiera querido. Sin él, a pesar de que podía transformarse, operar ciertos conjuros y manejar algunos poderes, no podía transformar ni hacer aparecer cosa alguna material… ni rayos ni una chuleta de cordero.
«Paciencia», se dijo, y cuando recuperó el aliento derritió su cuerpo para convertirlo en aceites volátiles de una delicadeza infinita, que adquirieron el aroma de una chuleta de cordero frita. Volvió a filtrarse por la grieta. El centinela troll olisqueó el aire con suspicacia, pero Festin ya se había metamorfoseado en un halcón que batió las alas directamente hacia la ventana. El troll se abalanzó sobre él, pero el halcón le había sacado varios metros de ventaja.
—¡El halcón! ¡Atrapad el halcón! —bramó el troll con una profunda voz pétrea.
Festin, deslumbrado por el sol y los destellos del mar, surcó el cielo como una flecha y se abatió desde el castillo encantado en dirección a su bosque, que se alzaba al oeste envuelto por la penumbra. Sin embargo, una flecha más rápida lo alcanzó, y el mago cayó chillando. El sol, el mar y las torres empezaron a dar vueltas a su alrededor, hasta que finalmente desaparecieron.
Volvió a despertarse en el suelo frío y húmedo de la mazmorra, con las manos, el pelo y los labios embadurnados de su propia sangre. La flecha se había hundido en un ala del halcón, en su hombro de hombre. Tumbado inmóvil, balbuceó un conjuro para cerrar la herida. Enseguida pudo sentarse y aglutinar un conjuro sanativo más extenso y completo. Pero había perdido mucha sangre y, con ella, poder. En los huesos se le había instalado un frío que ni siquiera el conjuro sanativo era capaz de templar. La oscuridad inundaba sus ojos, aun cuando prendió un fuego fatuo e iluminó el aire fétido: la misma bruma tenebrosa que había visto, mientras volaba, cerniéndose sobre su bosque y las pequeñas poblaciones de su tierra.
La protección de aquella tierra era su responsabilidad.
No podía acometer otro intento de huida directo. Estaba demasiado débil y cansado. Había confiado tanto en sus poderes que había perdido las fuerzas, y ahora trasladaría su debilidad a cualquier forma que adoptara, de modo que lo atraparían fácilmente.
Tiritando de frío, se acuclilló y dejó que la bola de fuego se extinguiera con un último hálito de metano; el gas de la marisma. El tufillo le evocó el recuerdo de las marismas que se extendían desde el bosque hasta el mar; sus queridas marismas, donde ningún ser humano ponía el pie, que en otoño los cisnes recorrían con sus interminables vuelos rasantes, donde el agua de los riachuelos discurría veloz y sigilosamente de camino al mar entre charcas de aguas quietas e islotes de juncos. ¡Oh, qué hermoso ser un pez en uno de esos riachuelos! O mejor aún, río arriba, cerca de los manantiales, en el bosque, a la sombra de los árboles, en el remanso de agua cristalina y marrón bajo las raíces de un aliso, descansando oculto…
Se trataba de un empleo de la magia fantástico. Festin no había recurrido a él con más asiduidad que cualquier hombre que en el exilio o en una situación de peligro añora la tierra y las aguas de su patria, que evoca con nostalgia desde el umbral de su casa la mesa donde había comida, las ramas que veía al otro lado de la ventana de la habitación donde había dormido. Aquél que no era un gran mago sólo podía disfrutar de la magia de volver al hogar en sueños. Pero Festin, con el frío filtrándosele a los nervios y las venas desde los huesos, se puso en pie rodeado por los muros negros y conjuró todos sus poderes, hasta que empezaron a brillar juntos como una vela en la negrura de su piel, y la extraordinaria y silenciosa magia empezó a operar.
Desaparecieron los muros. Estaba en la tierra; por huesos tenía rocas y vetas de granito; aguas subterráneas por sangre, y raíces por nervios. Reptó lentamente por el suelo como un gusano ciego rumbo al oeste, con tinieblas por delante y por detrás. Entonces, de repente notó que un escalofrío le recorría la espalda y el vientre; una caricia alentadora, irresistible, inagotable. Probó el agua con los costados y tanteó la corriente; y con sus ojos sin párpados vio frente a él la profunda charca marrón entre las gruesas raíces de un aliso que sobresalían del suelo. Había escapado. Estaba en su casa.
Salió disparado hacia ella como un dardo plateado y se adentró en la penumbra.
El agua manaba eternamente del manantial cristalino. Se tumbó en la arena del fondo de la charca para que el agua, más poderosa que cualquier conjuro sanativo, le aliviara la herida y que con su frescor extirpara el frío atroz que le había penetrado hasta los huesos. Pero, mientras yacía tumbado, notó y oyó las vibraciones del suelo provocadas por unas pisadas trepidantes. ¿Quién andaba ahora por el bosque? Demasiado cansado para transformarse, ocultó su resplandeciente cuerpo de trucha debajo de una raíz arqueada del aliso y aguardó.
Unos enormes dedos grises hurgaron a tientas en el agua y removieron la arena del fondo. En la penumbra que cubría la superficie del agua aparecieron y desaparecieron unos rostros borrosos con ojos inexpresivos. Volvieron a aparecer. Redes y manos se sumergieron; fallaron; volvieron a fallar; y entonces lo atraparon y lo levantaron, y sostuvieron su cuerpo contorsionado en el aire. Festin se esforzó por recuperar su forma humana, pero fue incapaz; estaba atrapado en su propio conjuro de regreso al hogar. Se retorció en la red, jadeando en el aire seco, brillante, terrible, asfixiándose. La agonía continuó; para él no existía nada más.
Al cabo de mucho tiempo, poco a poco, empezó a tomar conciencia de que había regresado a su forma humana. Estaban obligándole a tragar un líquido de un fuerte sabor ácido. Pasó otro rato y se despertó despatarrado bocabajo sobre el suelo frío y húmedo del sótano. Estaba de nuevo a merced de su enemigo. Y, aunque otra vez podía respirar, no estaba muy lejos de la muerte.
Ahora el frío que sentía en todo el cuerpo era insoportable; y los trolls, siervos de Voll, debían de haber aplastado su frágil cuerpo de trucha, pues cuando se movió, sintió una punzada de dolor en la caja torácica y en un antebrazo. Destrozado y sin fuerzas, permaneció tendido en el fondo del pozo de noche.
Ya no le quedaban poderes para cambiar de forma; no había manera de escapar… salvo una.
Tumbado sin moverse, eludiendo, aunque no por completo, las garras del dolor, Festin pensó: «¿Por qué no me ha matado? ¿Por qué me mantiene vivo en este pozo?».
«¿Y por qué nadie lo ha visto jamás? ¿Con qué ojos se le puede ver? ¿Sobre qué suelo camina?».
«Me teme, aunque me haya quedado sin fuerzas. Se dice que todos los magos y hombres poderosos a quienes ha derrotado viven en tumbas como ésta. Sus vidas discurren un año detrás de otro intentando escapar…».
De modo que Festin tomó una decisión.
«Si resulta que estaba equivocado —concluyó—, la gente creerá que fui un cobarde». Sin embargo no se entretuvo con este pensamiento. Giró ligeramente la cabeza y cerró los ojos; respiró hondo por última vez y musitó la palabra de liberación, la que sólo se pronuncia una vez.
No se trataba de un conjuro de transformación. No experimentó un cambio de forma. Su cuerpo, sus largas piernas, no cambiaron; permanecieron inmóviles, absolutamente inmóviles, y helados. Sin embargo, las paredes desaparecieron, y las cámaras y las torres; y el bosque, y el mar, y el cielo vespertino. Todo ello desapareció, y Festin descendió lentamente por la ladera opuesta de la colina de la existencia, bajo nuevas estrellas.
En vida había gozado de extraordinarios poderes; y no los había olvidado. Se deslizó como la llama de una vela por las tinieblas de aquella vasta tierra y, recordando el nombre de su enemigo, gritó:
—¡Voll!
Al oír su nombre, Voll —una figura densa y pálida a la luz de las estrellas—, incapaz de resistirse, compareció ante él. Festin se acercó a su enemigo y éste se encogió y chilló como si estuviera quemándose vivo. Festin salió en su persecución cuando Voll huyó; lo siguió de cerca. Recorrieron un largo trecho por ríos de lava petrificada de grandes volcanes extintos, cuyos conos se alzaban recortados contra estrellas sin bautizar, por ramales de colinas silenciosas, por valles cubiertos de hierba corta y negra, por ciudades y sus calles sin iluminar, entre casas a cuyas ventanas nadie se asomaba. El día nunca llegaba. Pero continuaron corriendo, Festin siempre detrás de Voll, hasta que llegaron a un lugar por donde en otro tiempo, muy lejano, habían fluido las aguas de un río; un río que nacía en la tierra de los vivos. En el lecho seco, entre las piedras, yacía un cadáver. El cuerpo pertenecía a un hombre mayor; estaba desnudo y con los ojos sin vida clavados en las estrellas, las cuales no saben de muerte.
—¡Entra en él! —ordenó Festin.
El Voll espectral gimoteó, pero Festin se acercó un poco más a él. Voll retrocedió con el cuerpo encogido, se agachó y se introdujo por la boca abierta de su propio cadáver.
El cadáver desapareció de repente. Las piedras secas, inmaculadas, sin rastro alguno, reflejaron la luz de las estrellas. Festin continuó inmóvil unos instantes, y luego se sentó lentamente entre las piedras enormes para descansar. Para descansar, no para dormir; pues debía hacer guardia hasta que el cuerpo de Voll, enviado de regreso a su tumba, se hubiera convertido en polvo y todo su poder malvado hubiera desaparecido, dispersado por el viento y arrastrado al mar por la lluvia. Debía hacer guardia en aquel lugar donde la muerte había encontrado una puerta para regresar del otro mundo. Y pacientemente esperó Festin entre las piedras por las que ningún río volvería a fluir; pacientemente esperó en el corazón de la tierra sin costa. Las estrellas permanecían quietas en el cielo, y mientras las observaba, Festin empezó a olvidar, muy poco a poco, el murmullo de los riachuelos y el sonido de la lluvia contra las hojas de los bosques de la vida.