La brisa cambió mientras Rugel corría, y éste captó un olor en ella, dulce y penetrante, un olor que se le metió en lo más profundo de la memoria y tiró de alguna cuerda olvidada. Perdió pie ante la intensa sensación, y se metió en unos matorrales junto al camino, jadeando. Prefería correr a esconderse, pero no podía correr con ese aroma cargando el aire. Su perseguidor volvió a gritar.

—¡Espera! ¡Enséñame cómo has hecho eso! —La voz le hizo olvidar por un momento el aroma del pasado; centró su mente en el acuciante problema de la supervivencia. Nunca debería haber vuelto a ese lugar.

Ella se acercó y Rugel observó a la niña que estaba en el camino. Las rodillas, que quedaban al descubierto por una falda demasiado corta, tenían costras y manchas de hierba. La niña fue volviéndose en un círculo escrutador. Rugel se acurrucó más detrás del arbusto de grosellas. Era un enano, aunque «enano» resultaba un epíteto generoso para alguien de su tamaño, y tenía el don de pasar desapercibido; quizá la niña le perdería la pista.

—¡Por favor! —gritó la niña. Se detuvo delante del arbusto, al vislumbrar el rostro retorcido de Rugel entre la maraña de ramas—. Te he visto llamar al conejo.

Rugel se maldijo a sí mismo. Nunca debería haber llamado a esa liebre, o habiéndola llamado, debería haberla matado. Como resultado se quedaría hambriento, y esa criatura Grande lo había visto. Pero era una niña Grande, pensó con cierta esperanza, y a los niños se los asustaba con facilidad.

—¡Márchate! —gruñó él.

Ella se quedó clavada, mirándolo con fieros ojos castaños.

—¡Te mataré! —intentó él de nuevo.

A ella le temblaron los labios al oírlo, pero no mucho. Lo había visto acariciar a la liebre, y después de eso, no se lo imaginaba haciendo algo violento. Él ya había matado antes, tanto animales como a humanos, aunque nunca a niños, sólo hombres adultos que querían hacerle daño, pero eso era algo que ella no sabía. Ella sólo había visto a un hombre muy pequeño, tan pequeño como ella, pasando los dedos sobre el calmado lomo de un conejo marrón.

Se incorporó y salió de entre los arbustos.

—Hay que tener magia de enanos para llamar a los animales, niña —dijo él—. Y tú no la tienes.

—¿Puedo aprenderla?

—No. —Ladró la palabra. Doscientos años corriendo, ocultándose y escabulléndose por los bordes del mundo le habían dado una voz tan correosa y dura como el rostro. Debería haberla enviado llorando a casa.

Y lo hizo. O al menos hizo que la niña se pusiera a llorar. Pero incluso mientras le caían las lágrimas se quedó clavada en el sitio, mirándolo mientras le temblaban los hombros y sin hacer ningún ruido. Casi no podía soportar toda esa muda tristeza.

—¿Por qué lloras? —le preguntó casi sin mirarla.

—Estoy muy sola —susurró ella—. Peter está enfermo, y mamá se ha quedado sin leche, por lo que han tenido que enviar al bebé con tía Reída. Y papá labra la tierra todo el día y caza toda la noche para pagar a la bruja. Estoy sola. —Las lágrimas se hicieron más gordas y los temblores más severos. Un ruidito le subió por la garganta, casi inaudible.

A Rugel, ese ruidito le hizo daño en los oídos. No le gustaban los ruidos que hacían los niños cuando estaban tristes, y no entendía lo que le había contado. Pero sabía lo que era estar solo.

Se apartó del arbusto de grosella.

—¿Quién es Peter?

Ella se limpió los mocos con la manga.

—Mi hermano. La semana pasada pisó un clavo y luego no podía mover la pierna. Así que Eva, la bruja, le puso en un jergón en su casa, le ató los tobillos con un cordón mágico y le frotó todo el cuerpo con un ungüento de raíz de mandrágora.

Mandrágora. Ése era el olor. Rugel se estremeció.

Nunca debería haber vuelto a ese lugar.

La niña había recuperado el aliento.

—Cuando sea mayor —añadió después con una voz complacida—, voy a ser una bruja como ella.

Examinó su rostro y supo sólo con mirar que ella tenía razón. Había magia humana en el fondo de esos ojos. Incluso en ese mismo momento, si lo intentara de verdad, probablemente podría hacer salir a la liebre del arbusto. Pero no se lo iba a decir.

El silencio de Rugel no la desanimó.

—Papa dice que nuestro pueblo está maldito.

—¿Sí? —Al notar que a eso seguiría una historia, Rugel se sentó para descansar los pies. A veces le dolían. Le gustaría tener unas botas mejores, pero como zapatero, dejaba que desear. Quizá pudiera robar un par en el próximo pueblo.

La niña se puso en cuclillas para poder seguir viéndole el rostro.

—Este invierno ha llovido tanto que los campos de centeno se han inundado. Eso es malo. —Bajó la voz—. Y he oído a papá decirle a Eva que cree que había algo en los bosques que nos robaba la suerte. Quizá algo tan malo como un trasgo.

Con su rostro cargado de arrugas, a Rugel le habían llamado cosas peores. Y había robado mucho. Hubo un tiempo en que su gente practicaba el arte de llamar a los metales en los lugares oscuros de la tierra, o de hilar la paja para convertirla en oro, pero eso era gran magia de la tierra, y él, el último de los enanos, no se atrevía con esas cosas. Tenía que conformarse con talentos menores y más seguros: encantar animales, robos, invisibilidad. Pero no allí. Incluso esa pequeña magia era demasiado arriesgada en esos bosques que apestaban mandrágora.

La niña se sentó y estiró las piernas con un sonido de satisfacción.

—Soy Rachel —se presentó.

Él gruñó. La niña lo miraba con unos ojos tan redondos como los de la liebre. Rugel se dio cuenta de que ella estaba esperando que él se presentase. Y por primera vez desde que era muy joven, estuvo tentado de decirle a alguien, a esa niña, su nombre. Hacía tanto, tanto tiempo que no había oído a ninguna otra voz pronunciar su nombre…

Se puso en pie de un salto.

—Tengo que irme.

—¿Volveré a verte? —Parecía excitada, y se hizo un lío con las piernas en su prisa por levantarse como él.

—Quizá sí, quizá no —contestó él volviendo la cabeza; y reuniendo toda su sabiduría de los bosques, desapareció entre los matorrales. Una extraña parte de él quería esconderse y verla disfrutar de su acto de desaparición. Pero el instinto y la costumbre le hicieron correr. El instinto y una brisa que llevaba el olor a cementerio de la mandrágora.

Rugel no quería volver a ver a la niña. Se lo dijo a sí mismo mientras seguía los senderos de los animales y estropeaba todas las trampas para conejos que se encontraba. Era una venganza mínima comparada con el riesgo. Los hombres del pueblo ya estaban al límite. Si lo pillaban, reaccionarían con violencia.

Pellizcó el cable de una trampa entre los dedos, sintiendo una pasajera calidez. La trampa acababa de actuar, el conejo aún se sacudía cuando Rugel lo encontró. Podría usar magia para derretir el cable, calentarlo hasta que le bullera en la palma de su mano. Sería fácil; había tanto poder esperando en la rica tierra de ese lugar… Lo llamaba a él y a los apagados carbones del talento mágico oculto en su interior.

Luchó por resistir la tentación de absorber el poder y hacer saltar todas las trampas del bosque. Estaba demasiado cerca del pueblo. Si subía la roca que tenía al lado, vería los tejados de las casas. El pueblo era más pequeño que el poblado enano sobre el que se había construido. No quería mirarlo. Y si se permitía usar la magia en ese momento, nunca podría apartarse de esa visión.

Metió el conejo en su macuto y miró la entrada de la conejera oculta en los bajos de la roca. El trampero la había buscado y había colocado las trampas donde los conejos pasarían para entrar y salir de sus madrigueras. Poner la muerte donde un animal esperaba sólo la seguridad de su hogar.

Así eran los humanos, sin duda.

Rugel tenía un mal sabor de boca mientras se dirigía a su pequeño campamento. Todas las noches cambiaba de lugar, escondía sus cosas antes de salir para llevar a cabo sus ocupaciones del día. Nunca se quedaba mucho tiempo en un lugar. Pero nunca antes había vuelto a ese sitio, nunca había visto a Grandes en el bosque que su gente había replantado y cuidado. Robarles las presas y romperles las trampas le parecía tan justo que no podía irse sin hacerlo.

Rugel arrancó el cuarto trasero del cuerpo muerto del conejo y comenzó a morderlo. Hubo un tiempo en que había comido carne bien cocinada, con especias y salsas preparadas por su madre, la mejor cocinera del pueblo. Pero hacía mucho que había aprendido a no arriesgarse con un fuego. En ocasiones, los humanos le habían descubierto, y tras un vistazo a su apelmazada cara habían intentado capturarle.

Siempre querían algo. Oro, por lo general, el famoso oro de los enanos de todos los cuentos, sin importarles que a su gente nunca le hubiera interesado esa piedra por ser demasiado blanda. Y los Grandes que no querían oro querían su suerte. Sus manitas, sus piececitos, cualquier cosa pequeña y portátil servía como trofeo, igual que la pata de conejo que él mordisqueaba con cuidado; las garras eran afiladas.

Tiró la pezuña entre los arbustos. Pronto algo la acabaría de limpiar. No tenía miedo de que los humanos la pudieran relacionar con él. En los cuentos, los enanos nunca comían conejo.

Rugel miró la otra pata del conejo, con su pezuña de la suerte todavía peluda y sucia, y no tuvo estómago para poder comérsela. Era viejo. Estaba cansado del sabor de la carne cruda. Y no había ni un alma que supiera su nombre. Se puso en pie. Quizá debería atrapar una trucha para tener una auténtica comida.

En el arroyo hacía frío bajo las sombras de grupos de sauces, que crecían muy juntos, impenetrables por las lianas y la yedra. Ahí, donde torcía un meandro, el arroyo formaba un estanque, profundo y oscuro, sobre el que se cernía un enorme aliso. El pálido tronco del árbol estaba salpicado por todas partes con las verdes lenguas de pulmonaria. Rugel pensó en volver y recoger el liquen; era bueno para vendar heridas.

Le avergonzaba que ese conocimiento de las plantas fuera todo lo que quedaba de su habilidad de curandero, pero la vida en continuo movimiento le impedía el uso de mayores magias. Una vez, de niño, había asistido a su padre en la curación de un ciervo que tenía el hombro quemado hasta el músculo por el mismo incendio que se había tragado el bosque. Otra vez había ayudado a su madre a sacar la enfermedad de un roble al que habían debilitado los rayos. Pero todo eso era magia de la tierra, que la propia tierra alimentaba. Cada poco que usaba un enano, lo ligaba más al suelo del que tomaba esa magia. Cuando los Ancianos hacían sus grandes trabajos, se arraigaban tanto a la tierra como el aliso con su pulmonaria.

Parpadeó mirando lo alto del árbol y se preguntó quién lo habría plantado después de los incendios, qué enano muerto y desaparecido. Había tratado de conservar todos sus nombres frescos en la memoria, pero se le habían ido escapando uno a uno, hasta que incluso el nombre de su hermanita se perdió. Era algo así como Lily, pensó. Le hubiera gustado poder recordarlo.

Se agachó al borde del estanque, y fue afilando un palo de aliso para usar como arpón. No era bueno cogiendo las truchas con las manos, y suponía que necesitaría usar el arpón para conseguir su cena de pescado. Sería sucio y sangriento, pero a eso ya estaba acostumbrado.

Un grito desde los sauces hizo que se le escapara el cuchillo y se arañara la palma de la mano.

Con una palabrota, dejó caer el palo. Arrancó un trozo de pulmonaria y se lo presionó contra el corte, mientras escuchaba la voz en los sauces. No necesitó oírla por segunda vez para saber que era la voz de la niña.

Estaba llorando. El primer sonido había sido un alarido de dolor, pero se había convertido en sollozos y gemidos. Parecía haberse hecho daño de verdad.

—Ni te acerques a ella —se susurró a sí mismo—. Sólo te meterás en un lío. Mira a todos esos peces, esperando a que los cojas. —Se obligó a mirar el estanque. Un pez saltó; vio las ondas que provocó.

Pero la niña seguía llorando.

Se metió el cuchillo en la bolsa del cinturón y corrió hacia los árboles.

Los sauces crecían densos, impenetrables para alguien sin la habilidad forestal de Rugel, pero él casi ni notó las ramas que le arañaban el rostro o las lianas que se le enredaban en los tobillos. Una sensación de urgencia lo hacía avanzar. La imagen de la niña como la había visto por última vez surgió en su memoria. Se había quedado allí de pie, con su vestido hecho en casa, tan ansiosa y nerviosa en el sendero del bosque como una liebre joven, con los mismos ojos oscuros y líquidos. La curiosidad la había llevado allí. La curiosidad seguramente le había causado daño.

Rugel estaba seguro de eso mientras se colaba entre el último enredo de sauces. Llegó a un pequeño espacio, un prado mínimo formado por la caída de un anciano roble, cuyo tronco había aplastado los tiernos fresnos de alrededor. No pudo evitar fijarse en las antiguas cicatrices del fuego en su viejo tronco. Era incluso más viejo que él.

La niña estaba en el borde del claro entre la maraña de las raíces del roble. Ya no gritaba. Al contrario, estaba muy silenciosa y quieta.

—¿Niña? —Le salió un susurró. Se aclaró la garganta, sorprendido de tenerla tan seca—. ¿Niña?

Ella gimió.

Él se arrodilló a su lado.

—¿Qué te ha pasado?

Ella volvió a gemir, y él buscó la respuesta con sus ojos. Donde las raíces del roble se habían levantado había docenas de agujeros. Algunos mostraban túneles del tamaño adecuado de madrigueras, y cuando miró las manos de la niña, vio que las tenía oscuras de tierra. La derecha estaba especialmente sucia y de color púrpura oscuro, con dos marcas rojas, que lo miraban como ojos furiosos. Como las marcas de los dientes de una serpiente.

Tocó el rostro de la niña y se sorprendió de lo frío que lo tenía.

—¿Niña? ¿Puedes hablar? —Le movió el hombro sin tener respuesta. Volvió a moverla—. ¿Rachel?

—He visto un conejito —susurró ella—. Pero algo me ha mordido.

Él apretó los párpados. La niña podría haber llamado a ese conejito si hubiera sabido el truco. Si él se lo hubiera enseñado. Cuando volvió a abrir los ojos, la roja marca del mordisco lo miró fijamente, con reproche.

Rugel sabía mucho sobre la supervivencia en los bosques. Conocía la pulmonaria para los cortes, y conocía el barro para las picadas de abejas. Una vez se había roto la pierna y se la había entablillado con palos de tejo y tendones de ciervo. Pero las mordeduras de las serpientes estaban más allá de sus conocimientos médicos. Lo único que sabía hacer era vendar el miembro mordido y rezar. Rasgó un tira del borde de su túnica y se lo ató a la niña por encima de la muñeca, recordando las veces que había ayudado a su madre de pequeño. La magia era mucho mejor que la oración cuando los dioses que él conocía estaban tan muertos como su gente.

Vaciló, con la garganta tensa. No podía imaginarse usando la magia tan cerca del pueblo. Ahí estaría atrapado. Su espíritu se mezclaría con el espíritu de las piedras y el suelo, y nunca se podría sacar de la nariz el olor a mandrágora.

No. No podía hacerlo.

La niña gimió. Contempló su pálido rostro, donde las pecas resaltaban como manchas en una piedra blanca. Estaba muriéndose. Si no hacía nada y la dejaba allí, el veneno de la serpiente pronto le recorrería el cuerpo, hinchándolo y silenciándolo. Incluso si conseguía llevarla hasta la bruja, todavía podría morir. Las mordeduras de serpiente estaban más allá del poder de muchas brujas.

Si imaginó lo que ocurriría si la llevaba al pueblo. Él era pequeño, retorcido y feo, tan malo como un trasgo para la gente que se asustaba de las criaturas que traían mala suerte. Ella era sólo una niña, gris, inmóvil y a las puertas de la muerte. Los humanos pensarían lo peor. Aún podía notar el olor a mandrágora en la brisa. La niña seguramente moriría de todas formas, se recordó. No tenía por qué implicarse. Podía salir corriendo.

Ella parpadeó para abrir los ojos y lo vio.

—Hombrecito —dijo. Era casi un graznido.

Se le retorcieron las tripas al escucharla. La niña ya estaba peor que cuando él había entrado en el claro; la hinchazón púrpura le estaba subiendo por el brazo.

Una bruja que podía curar a un hermano con una pierna paralizada tal vez pudiera curar una mordedura de serpiente, pensó Rugel.

Se agachó junto a la niña y la cogió en brazos. Los pies de ella colgaban casi hasta el suelo cuando la levantó. La sujetó mejor, y algo tembló en el interior de su pecho, una mano fantasma contra su corazón.

Dio un paso hacia el bosque, en la dirección del pueblo de Rachel, y detrás de él oyó a un conejo tamborilear un «despejado» en el tronco del roble.

Rugel comenzó a correr.

A pesar del peso que llevaba en brazos, tuvo la misma sensación que cuando había corrido del arroyo al pueblo hacía doscientos años. Sus pies aún se sabían el camino, los pequeñas salientes de roca bajo el suelo le hablaban en la misma antigua lengua. Por un momento, estaba corriendo entre los troncos requemados y las corrientes de ceniza, su cuerpo otra vez el de un muchacho, corriendo hacia el pueblo con gritos resonándole en los oídos.

Recordó que nadie lo había visto llegar al pueblo. Se había acuclillado junto a la sombra de un peñasco, quizá incluso el mismo donde había encontrado la trampa para conejos, y los había visto matar a las mujeres. Su joven poder, aún pequeño y frágil en su interior, se encendió con la fuerza de su furia. Se acercó a la tierra para alzar un muro de fuego contra los Grandes, y notó temblar a la tierra enferma. No había fuerza en ese suelo requemado. Su poder, agotado, sin energía, se fue apagando. La visión se le ensombreció, pero aún pudo ver a su hermana, corriendo con la falda subida sobre las rodillas manchadas de hierba. La oscuridad aún no le había alcanzado cuando vio la guadaña abrir el vientre de su hermana en una explosión de sangre.

Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar todo aquello, oscureciéndole la visión mientras corría. Tenía las manos ocupadas con la niña y no podía frotarse los ojos. Siguió avanzando a trompicones, mientras recordaba. Cuando los ancianos trataron de hablar, los hombres Grandes acallaron sus palabras a gritos. Los mataron mientras los Ancianos intentaban sacar el poder de los profundos huesos de la tierra.

—Creían que les estábamos robando la suerte —susurró a la niña, cuya cabeza sólo se sacudía contra el pecho de Rugel—. No querían escucharnos. Estaban convencidos de que éramos malos.

Casi dejó caer a Rachel al cruzar la barrera invisible que se había marcado él mismo desde su llegada a ese bosque. Nunca antes se había acercado tanto al pueblo. Durante un segundo, se preguntó si debería dejarla y seguir huyendo mientras pudiera.

El olor a mandrágora se hizo más intenso… demasiado intenso para dejarle pensar con claridad.

Recordó la primera vez que lo había olido, sentando en las tumbas frescas de su madre, su padre y todos los demás; el verde brillante de los nuevos brotes de mandrágora rompía el suelo manchado de ceniza. Los había visto crecer mucho más deprisa que la mandrágora ordinaria, sacando hojas que se estiraban hacia el sol. Brotes pequeños que mostraban flores blancas como ojos minúsculos entre el espesor de las hojas verdes. Un olor tan extraño y horrible, y tan fuerte en ese momento que casi se ahogó con el aire.

Rugel pasó la valla de cañas de la primera cabaña.

Había llegado al pueblo.

La niña apenas respiraba; tenía la piel casi gris. Rugel sintió una punzada de dolor. Si pudiera haber rezado por ella… Si le hubiera enseñado el secreto para llamar a los conejos… Pero ya era demasiado tarde para eso. Mientras la depositaba en el suelo, oyó voces que provenían de la cabaña que tenía a la espalda.

Quizá tuviera unos segundos. Aún podía huir, como había huido los últimos largos años de su vida. Correría. Saldría corriendo de ese lugar, quizá hasta llegar tan lejos como Irlanda. Pero antes debía arreglar las cosas. Ella no estaría allí, casi muerta, si no hubiera sido por él.

Se lo debía.

Rugel puso sus arrugados labios marrones junto a la oreja de la niña.

—Éste es el secreto para llamar a los conejos, niña —le susurró.

Los parpados de la niña temblaron. Rugel no podía estar seguro de si lo habría oído.

—Llámalos mientras piensas pensamientos de conejos. Tienes la magia. Lo único que necesitas es el conocimiento. Cómo llamar a un igual.

Deseó que ella supiera su nombre.

Entonces, de repente ya fue demasiado tarde para huir. Manos Grandes le agarraron por los brazos y lo apartaron de ella, mientras lo alzaban con la misma facilidad que a un niño, aunque él gritó y soltó patadas.

En el suelo, Rachel se quedó rígida, con la espalda curvada como un arco y echando espuma por la boca. Para Rugel el tiempo comenzó a ir más despacio mientras notaba que un puño le golpeaba la cara, notaba que se le rajaba la piel sobre la ceja. Pero sólo vio el rostro de la niña, que se tornaba rojo, luego púrpura y luego oscuro.

Estaba muriendo.

Era demasiado tarde para la cura de la bruja.

Y Rugel lo sabía. El tiempo de huir había acabado. Buscó en su interior la pequeña chispa de magia que había ocultado todos esos años. La única manera de despertarla era conectarse con la tierra, las piedras y el suelo de ese pueblo. No habría manera de marcharse una vez entrara en contacto con esa energía. Notó que su cuerpo se iba calentando con la fuerza de su creciente poder.

—Rachel —susurró. Casi no podía verla entre la multitud, agitándose sobre la hierba clara. Había olvidado cómo descomponer el veneno que la niña llevaba en las venas, pero le podía dar aire, podía protegerle el corazón del avance del veneno. Podía ganar tiempo para la bruja. Rugel amplió su alcance mágico. Y sacó energía del suelo bajo el pueblo, del peñasco junto a la conejera, de las orillas del arroyo.

Y entonces su calor fue demasiado para sus captores. Se oyeron gritos, y Rugel se vio volando por los aires cuando furiosas manos lanzaron su cuerpo. Con una horrible sacudida, aterrizó en el extremo del campo donde crecía la mandrágora.

Se quedó ahí durante un segundo, sintió cómo la magia se hacía con los pulmones de Rachel, notó cómo volvía a respirar con normalidad, y entonces se obligó a levantarse. Se metió más en el campo de mandrágora, sabiendo que crecía de las tumbas que él mismo había cavado. Quizá no pudiera escapar de ese lugar, pero aún tenía una oportunidad de escapar de la furiosa masa de los habitantes si conseguía atravesar ese campo.

Acababa de lanzarse a la carrera cuando notó el primer impacto de una piedra en la espalda.

Siguió corriendo y notó que una piedra más grande, tan grande como los dos puños de un hombre juntos, le daba en la espalda y lo lanzaba de cara al suelo. En su recuerdo, vio a su padre, bocabajo en el suelo fino y joven con el astil de una flecha sobresaliendo entre los hombros.

Rugel yacía boca abajo sobre la blanda arcilla, los brazos y las piernas seguían moviéndose, seguía huyendo, un reflejo adquirido después de doscientos años. Las piedras le impactaban, grandes y pequeñas, algunas lanzadas con mayor precisión que otras. De la parte de atrás de la cabeza le caían hilillos de sangre por el cuello, y cuando una piedra le chafó el omoplato, soltó un grito de agonía, tragando moho y trocitos de hojas. Pero sus piernas seguían corriendo.

El suelo crujía bajo el movimiento de sus piernas, y notó que se hundía en la tierra. Después de tanto correr, lo había olvidado. Lo enanos eran criaturas de la tierra, cavadores expertos, y para ellos la seguridad siempre significaba estar bajo tierra. Era fácil olvidar, estando siempre solo. Después de enterrar a sus muertos, a los cuarenta y ocho hombres, mujeres, niños y ancianos, había comenzado a huir. Había sido muy bueno huyendo.

Y en ese momento se esforzó, concentró el poder en los brazos, y aunque aún notaba las piedras, se estaba alejando de ellas; rebotaban sobre el músculo de sus nalgas, casi sin dolerle. La fresca suavidad del suelo le apretaba el rostro. El corte sobre el ojo ya no le picaba. Esperaba que la bruja pudiera quitarle el dolor a Rachel como el suelo se los estaba quitando a él.

La risa estalló, una risa eufórica; estaba escapando, se estaba alejando, y respiraba la tierra y la arcilla con la misma facilidad que el aire. Le gustaba notar cómo le resbalaba por los pulmones. Incluso los gusanos de tierra que se movían en su garganta no le resultaban más molestos que las burbujas de aire en los intestinos.

Los brazos fueron bajando de ritmo, al encontrar piedra inamovible y enorme, se convirtieron en finos zarcillos que se metían por las grietas. Ahí había refugio, refugio y algo picante y mineral que se encontró anhelando. Sus piernas se estremecieron cuando una criatura del suelo, un nematodo o una cochinilla, le rozó con sus antenas la piel sensible.

El movimiento pasó a ser tan lento que casi llegó a ser inmovilidad, y Rugel notó que los pensamientos también se ralentizaban. Su mente se concentró en un único punto focal, tan intenso que era como un rayo de brillante luz verde, y las piedras, el dolor, los aldeanos y, sí, incluso la niña, quedaron olvidados por completo. Sólo había verde y la paz de unirse al suelo, y la sensación de que por encima había algo cálido y vital que algún día alcanzaría a tocar con nuevas hojas verdes.

Rachel se abrazaba las rodillas, sentada, mientras miraba las piedras que rodeaban un montón de tierra levantada. El hombrecillo se había ido por allí. Los aldeanos se había marchado, pero él no salía, ni siquiera más tarde, por la noche, cuando Rachel se escabulló de la cabaña de la bruja para buscarlo. Observó el montículo, fijándose en cualquier movimiento. Algunas de las piedras estaban manchadas con sangre seca.

Alguien le tocó el hombro. Era Eva, la bruja; le apretó el hombro con amabilidad antes de ir hasta el montículo y ponerse de rodillas. Cogió una piedra con sus nudosas manos y rápidamente se la metió en el bolsillo del delantal.

—Bueno, ¿y a qué estás esperando?

La niña meneó la cabeza. No entendía el tono impaciente de la bruja o sus rápidos movimientos de manos al recoger piedras.

La anciana agitó una mano, señalando el campo lleno de plantas con flores blancas.

—Las piedras harán que los nuevos brotes crezcan más despacio. No son tan malas como las malas hierbas, pero harán que las raíces crezcan torcidas.

La niña fue a coger una de las piedras, con movimientos lentos e inseguros.

Eva sonrió.

—Ésa es mi chica. Hay que cuidar bien a las plantas de mandrágora. Son muy raras, y no hay muchos pueblos que tengan un campo como éste. —Eva aplanó la tierra del montículo, aplastándola con el pie como un granjero plantando ajos.

Los ojos de Rachel se encendieron con la luz del recuerdo.

—Empleaste tinturas de raíz de mandrágora cuando ayudaste a mi hermano.

—Es cierto. Le salvó la vida. Y la empleé para curarte de la mordedura de la serpiente.

Rachel cerró los dedos sobre una piedra y notó su peso en la mano. Con la imaginación, vio el rostro arrugado del enano, áspero como un nabo trinchado una semana después de Samhain, y su cuerpo pequeño y retorcido como una raíz de mandrágora.

—Las raíces parecen pequeños hombrecillos, ¿verdad? —preguntó Rachel, y miró hacia el campo, tan grande como el campo de guisantes de su padre, con cada metro rebosante de las hojas verdes de las plantas de mandrágora.

—Sí. Es raro, ¿no?, que una de las mejores plantas para curar se parezca a un hombre. Pero así son las cosas. Cómo la voluntad llama a los iguales. —La anciana se puso en pie y le volvió a palmear el hombro a Rachel—. Ven a verme siempre que quieras, pequeña Rachel. Tengo mucho que enseñarte.

La niña se quedó sentada sola en el límite del campo de mandrágoras, con la piedra manchada de rojo en el puño, convencida por fin de que el hombrecillo ya no volvería. Cerró los ojos, y las lágrimas le empaparon las pestañas hasta que acabaron trazando cursos como ríos, como raíces trepadoras, por las suaves laderas de sus mejillas.

Rachel dejó que se le secaran las lágrimas en el rostro antes de volver a abrir los ojos. Cuando separó las pestañas, pegadas por la sal, se sorprendió al ver una liebre rebuscando entre las plantas de mandrágora. Parecía nerviosa antes su presencia, pero iba mordisqueando sin quitarle el ojo, satisfecha por el momento.

Rachel la observó durante unos minutos; los torpes saltos de la liebre le resultaban más tiernos que los de cualquier otro conejo que hubiera visto. Y de alguna manera, supo qué hacer, igual que si alguien le hubiera susurrado las instrucciones al oído.

—Ven —la llamó. Se centró en tener pensamientos de conejo, suaves y atractivos como el suelo recién levantado. En su interior, notaba un extraño parpadeo, tan cálido y bienvenido como la llama de una vela.

La liebre saltó directa hasta ella.

Rachel se echó a reír mientras le acariciaba el suave lomo. Notaba la piel bajo sus dedos, limpia y cálida, más suave que cualquier cosa que hubiera tocado antes. Cogió a la pequeña criatura y se la llevó a la mejilla.

Alrededor, las flores de mandrágora asintieron en sus tallos como ojillos somnolientos. Bajo la tierra, una nueva raíz comenzó a alzarse hacia el cielo, sin nombre, pero no sola.