Creo en la magia. Es mi oficio.
Soy mago callejero y trabajo para el Ayuntamiento de Londres. No llevo puesto un sombrero puntiagudo, no vivo en un castillo y nadie en mi oficio ha usado varita desde que las calzas se pasaron de moda. Me pagan lo mismo que a un guardia urbano, pero yo ni siquiera llevo uniforme. Tan sólo tengo que arreglar los líos de los demás, y evitar problemas siempre que esté en mi mano. Es un trabajo mágico, pero alguien tiene que hacerlo.
Cada noche me suena la alarma a las nueve en punto, momento en que empiezo la jornada. Es cuando el sol se ha hundido en el cielo y la noche le sigue pisándole los talones. Hago todas esas cosas que hacen los demás cuando se levantan, y luego, antes de salir, compruebo las condiciones de mi instrumental: sal, agua bendita, crucifijo, daga de plata, estaca de madera. Pero nada de armas de fuego. Las armas de fuego llaman la atención.
Vivo en un piso bastante cómodo, encima de una tienda de licores justo en el borde del Soho. Buena gente, la mayoría. Pero cuando se pone el sol y la noche se adueña del panorama, asoma otra clase de personas. Los turistas, los apostadores y demás personal con más dinero en el bolsillo que sentido común. Buscan pasar un rato agradable, llenan las calles con estrellas en los ojos y la avaricia en sus corazones, buscando algo que pueda hacerles olvidar, algo que compense sus muchas carencias.
Alguien tiene que guardarles las espaldas, protegerlos de los peligros de cuya existencia ni siquiera son conscientes.
Para cuando estoy listo para marcharme, dos drag queen ebrios discuten con voz de pito al pie de mi ventana, enzarzados en una discusión violenta. Todo terminará en lágrimas y mucho tirón de peluca, pero les dejo en paz y me adentro en la maraña de callejuelas que conforman el Soho. Bares y restaurantes, clubes nocturnos y locales de alterne, neón ardiente y frío dinero en metálico. Las calles rebosan gente de mirada furtiva que anda en busca de todo lo que les perjudica. Es mi trabajo procurar que vuelvan sanos y salvos a casa, o, al menos, que sólo caigan presa de los peligros cotidianos del Soho.
Nunca quise ser mago callejero. Supongo que nadie aspira a serlo. Pero, como en la música y las matemáticas, en la magia todo es cuestión de talento. Por mucho que trabajes, sólo llegarás a cierto nivel; para ser un pez gordo tienes que haber nacido para la magia. Los demás jugamos con la mano que nos cae en gracia. Y hacemos lo que hay que hacer.
Empiezo la jornada en una maloliente cafetería llamada Dingley Dell (algo así como «Lo más hondo del bosque», que es donde se reúnen las hadas). Creo que hubo un tiempo en que eso me parecía gracioso, pero no recuerdo cuándo fue. La cafetería es el lugar donde solemos reunimos todos los magos callejeros del lugar, un abrevadero al que acudimos en busca de información, rumores y una taza de té caliente, antes de tener que afrontar el frío nocturno. Como lugar no es gran cosa, todas las ventanas están cubiertas de vaho, las mesas son de formica, las sillas son de plástico y el desayuno es lo más grasiento que puedas tirarte a la cara. En total somos trece los que cubrimos los puntos conflictivos del Soho. Antes éramos más, pero el presupuesto ya no es lo que era.
Nos sentamos armados de paciencia, sorbiendo el ardiente té de tazas de porcelana desportillada, mientras el supervisor pronuncia su letanía y nos pone al corriente de todo aquello que piense que pueda sernos de utilidad. Nos hundimos de hombros y fingimos prestarle atención.
Él no es uno de los nuestros. No es más que el necesario intermediario entre nosotros y el Ayuntamiento. Le toleramos porque es responsable de pagarnos las horas extra.
Bernie Drake es un puto grano en el culo, y ruin como pocos. Le gusta pensar que gobierna un barco disciplinado, lo que significa que gruñe mucho. Entre nosotros lo llamamos Gladys.
—¡Y ahora escuchad todos! Prestad atención y tal vez veáis amanecer con todos los dedos de las manos intactos y el alma en su lugar. —Drake dice esa clase de cosas. Cualquiera de esos tipos que van por ahí engallados, con un traje cortado por su peor enemigo, podría reemplazar a nuestro supervisor y ni siquiera nos daríamos cuenta—. ¡Hemos recibido quejas! Quejas graves. Parece que un montón de demonios ebrios han poseído a los turistas más vulnerables, se han divertido en sus cuerpos y luego han abandonado a sus víctimas al terminar la noche con unas resacas terribles y sin tener la menor idea de por qué. Así que atentos a los indicios, y aseguraos de tener al exorcista en la tecla de marcación rápida para los que se muestren más tozudos. También hemos recibido quejas respecto a tiendas mágicas que aparecen en un lugar un día y desaparecen al siguiente, antes de que los clientes estafados vuelvan para pedir que les devuelvan el dinero por los artículos que compraron y no funcionan. Así que si os encontráis con una tienda que no reconozcáis, entrad a ver qué se cuece. Ah, y Jones, ¡mantente al margen de los pozos de los deseos! No volveré a repetírtelo. Padgett, ¡deja en paz a las brujas! ¿Me has oído? Las pobres tienen que ganarse la vida, igual que nosotros.
»Y por si a alguien le importa, según parece algo ha estado devorando los encantamientos de protección del tráfico. Bueno, bueno, ya está bien de perder el tiempo. Salid de aquí y obrad el bien. Recordad que tenéis que cubrir ciertos mínimos.
Ya estamos de pie, yendo hacia la salida, comentando la jugada por lo bajo para que el supervisor finja que no los oye. Son estas pequeñas victorias las que te permiten seguir tirando. Nos tomamos nuestro tiempo para marcharnos, sólo para demostrar que no hay nadie capaz de meternos prisa. Yo me detengo un momento para inclinar educadamente la cabeza ante el contingente de trabajadoras locales que entra a resguardarse en la cafetería, antes de afrontar una larga, larga noche en las frías, frías calles. Las conocemos, y ellas a nosotros, porque todos frecuentamos las mismas calles durante la misma franja horaria. Visten con colores vivos y el maquillaje que llevan parece una segunda piel. Charlan animadamente como aves del paraíso, postergando el momento en que irremediablemente tendrán que salir a trabajar.
Rachel me busca con la mirada y me guiña un ojo. Probablemente soy el único que conoce su verdadero nombre. Todo el mundo la llama Red (Roja), por el color de su pelo. En el mercado de la carne la sutileza no tiene mucho margen de maniobra. No ha cumplido los treinta, pero ya es demasiado mayor para ocupar puestos más elevados. Red lleva un abrigo grueso y apenas va vestida debajo, calza zapatos con un tacón de aguja que podría considerarse un arma mortal. Aplasta en el cenicero una colilla, expulsa el humo en el ambiente cargado y se me acerca. Lo hace como si le pillara de camino, como si nada.
—Buenas, Charlie, muchacho. ¿Qué tal tus trucos?
—¿No debería preguntarte yo eso?
Sonreímos. Ella cree que sabe lo que hago, pero no es así. En realidad, no.
—Ten cuidado ahí fuera, Charlie, muchacho. Últimamente hay un montón de malos por ahí.
Presto atención. Las prostitutas tienen el oído muy fino.
—¿Te refieres a alguien en concreto, Red?
Pero ya se aleja de mí. Las mujeres de la vida nunca se te arriman más tiempo de la cuenta.
—Deja que mire si lo llevo todo: cuchilla, puño de hierro, aerosol de pimienta, condones y lubricante. Perfecto, todo en orden.
—Pórtate bien, Red.
—Yo siempre me porto bien, Charlie, muchacho.
Me acerco a abrirle la puerta y ambos nos adentramos en la noche.
Hago mi ronda en solitario, arriba y abajo, de un lado a otro, cubriendo las calles del Soho siguiendo una retícula concreta. Es de noche, sólo la luz artificial se interpone entre nosotros y todo lo que alumbra la oscuridad. Las calles están atestadas de turistas y clientes potenciales que van en busca del lugar adecuado donde los desplumen, y que más tarde volverán por donde llegaron con los bolsillos vacíos y puede que algún otro recuerdo agradable que puedan conservar hasta la siguiente visita. Luces de neón y voces que llaman a la tentación, eso es lo que todo el mundo ve en el Soho. Yo veo un montón de mierda más porque soy mago callejero. Y tengo la visión.
Cuando recurro a la visión, Veo, así, con mayúscula, el mundo tal como realmente es, y no como la mayoría de la gente cree que es. Veo las maravillas y los portentos, los terrores y las pesadillas, el encanto y la magia y todas las putas cosas bizarras que la mayor parte de la gente ni siquiera sabe que existen. Recurro a la visión y miro el mundo con ojos nuevos, la noche cobra vida, rebosante de glorias y milagros ocultos, de dioses y monstruos. Y yo soy capaz de Verlo todo. De Verlo así, con mayúscula.
Gog y Magog, los gigantes, pelean en los callejones del Soho. Son más altos que los edificios, y sus enormes cuerpos de bruma golpean tiendas y negocios sin tocarlos siquiera. No tanto fantasmas, sino recuerdos, Gog y Magog libran una pelea que no concluirá hasta que la historia misma se detenga. Estaban aquí antes que Londres, y los hay que aseguran que seguirán aquí mucho después de que Londres desaparezca.
Las haditas aladas se precipitan sobre las calles como una lluvia de estrellas fugaces, revolotean juguetonas alrededor de las luces del alumbrado, dejando a su paso una estela luminosa. Los ángeles bailan en el tejado de la iglesia de St. Giles. Y un puñado de Hombres de negro comprueba los detalles de los vehículos aparcados, porque no todo lo que parece un coche es un coche. Recordemos los desaparecidos hechizos de protección del tráfico.
Si todos pudiéramos Ver el mundo tal como realmente es, y no como querríamos que fuera; si la gente pudiera Ver todas las cosas y seres con que compartimos el mundo, se pegarían un tiro. Enloquecerían. No podrían soportarlo. Es un mundo mucho mayor de lo que la gente cree, mayor y más extraño de lo que concibe la mayoría. Es mi trabajo procurar que el mundo oculto siga estándolo, y que nada de él salpique el mundo seguro y cuerdo que conciben los demás.
Recorro las calles arriba y abajo, lo hago sin prisas, cubriendo mi zona. Cada noche tengo un buen trecho que recorrer, y debo hacerlo a la manera tradicional, o sea, a pie. Durante un tiempo lo intentaron en coche, pero no resultó. Desde un coche te pierdes muchos detalles. En mi oficio necesitas un buen calzado, buenas piernas y una espalda fuerte. No puedes perder la concentración ni siquiera un instante, porque en todo momento hay un sinfín de factores que debes vigilar. Esas pandas itinerantes de góticos, por ejemplo, vestidos de negro y con la cara pálida. La mitad de ellos son vampiros adolescentes que han salido de caza y van en busca de emociones fuertes y sangre fácil. ¿Qué mejor disfraz que ése? Basta con mirarlos de reojo para distinguir las sanguijuelas de verdad. Llevan ankhs en lugar de crucifijos. Pero mientras no se vuelvan demasiado avariciosos los dejo vivir. Forman parte de la atmósfera del Soho.
También hay que echar un ojo a las prostitutas, las damas de la noche que rondan las esquinas. Se desabrochan el abrigo para mostrar sus encantos al cliente potencial que pasa de largo y esbozan sonrisas de carmín que no significan nada. Hay que estar al tanto de las caras nuevas, de las caras extrañas, porque no todo lo que parece una mujer es una mujer. Las hay que son sirenas, otras súcubo, y algunas son el equivalente alienígena de la mantis religiosa. Todo ello se oculta tras sus complacientes encantos hasta que llevan a su presa a un lugar agradable y privado. Entonces toman de sus víctimas más que el dinero.
Cuando las identifico las envío bien lejos. Eso cuando puedo. Puta inmunidad diplomática.
Creo que hay mucho más sin techo de lo que solía haber: las almas perdidas y los hombres rotos y los vagabundos. Pero los hay que han caído más bajo que los demás. Antes fueron Alguien, o Algo, prueba viviente de que la rueda gira para todos nosotros. Si eres sabio les das alguna que otra moneda de vez en cuando, porque el karma tiene sus cosas: basta con tener un día realmente malo para que todos nos caigamos por el borde.
Pero los que son peligrosos de veras acechan en el interior de sus cajas de cartón como lo hacen las arañas en sus túneles, preparados para dar el salto y atacar en un abrir y cerrar de ojos al confiado transeúnte, para luego arrastrarlo dentro de la caja antes de que alguien repare en lo sucedido. No hay nada como esconderse a simple vista. Siempre que encuentro a alguien que acecha, le prendo fuego a la caja y ensarto con la estaca cualquier cosa que salga de ella. Control de plagas. Eso también forma parte del oficio.
De vez en cuando paro a tomarme un respiro, y observó los bares y clubes nocturnos famosos que nunca permitirían la entrada de los que somos como yo. Una amiga mía, que ocupa un puesto más elevado en la cadena alimentaria de la magia, me contó que una vez vio a una estrella de una telecomedia muy conocida atascado en mitad de la escalera, porque no podía recordar si quería subirla o bajarla. Que yo sepa sigue ahí. Pero así es el Soho: hay un gángster en cada club nocturno y un famoso en todas las esquinas haciendo lo que no debe.
Me agacho sobre la reja de una alcantarilla para tener una charla con la ondina que vive en la red subterránea de aguas. Ella controla los niveles de polución permitiendo que todo fluya a través de su forma acuosa, consumiendo lo que es nocivo de verdad y filtrando las mayores impurezas. Vive ahí abajo desde tiempos de la reina Victoria, y parece llevarlo muy bien. Aunque, como todo el mundo, tiene algo de lo que quejarse; por lo visto echa de menos la época en que a la gente le dio por arrojar al inodoro las crías de cocodrilo. Las echa en falta.
—¿Cómo va la cosa? —pregunto.
—La gente se tira a lo ecológico.
Me río y echo a andar.
Al cabo de un rato paro en un puesto de té que no da abasto en la noche helada. Los casos que personifican la mala suerte surgen de la oscuridad, atraídos como polillas por la esperanzadora luz del puesto. Hacen cola, muy educados, a la espera de su taza de té o el cuenco de sopa, cortesía de Sally Army. Los santurrones me desaprueban tanto como yo los desapruebo a ellos, pero ambos sabemos que servimos a un propósito. Siempre hago el esfuerzo de escuchar lo que cuenta la gente de la calle. Siempre me sorprende lo que los mayores canallas dicen delante de los sin techo, como si no existieran.
Compruebo entre los numerosos presentes que no hay maldiciones, hechizos de la mala suerte y demás, y trato de anular todo lo que encuentro.
Hago lo que puedo.
Red se presenta en el puesto, justo cuando iba a marcharme. Asoma de la negrura como un barco a toda vela, se detiene ante el puesto de té y exige un café solo, sin azúcar. Está sonrojada, y ya tiene un moretón en la mejilla y un chupetón. Y sangre seca en una de las fosas nasales.
—El cliente se puso violento —explica, quitándole importancia—. Le dije: cariño, eso va aparte. Y como no captó la indirecta, le di en los huevos con el puño de hierro. Es uno de los pequeños placeres de la vida. Luego, cuando estaba en el suelo, le di una patada en la cabeza por hacerme perder el tiempo. Yo y algunas de las chicas lo desplumamos y lo dejamos ahí tirado. Pero ni tocar las tarjetas de crédito, que la poli investiga el plástico. Por Dios, este café apesta. ¿Qué tal la noche, Charlie, muchacho?
—Tranquila —digo mientras obro un hechizo sencillo para arreglarle la cara—, ¿alguna vez te has planteado dejarlo, Red?
—¿Qué? —responde ella—. ¿Y abandonar el mundo del espectáculo?
Cada vez me topo con más borrachos. Caminan a trompicones, expulsados de los clubes y los bares en cuanto se quedan sin dinero. Lanzo hechizos simples y lo hago a una distancia prudencial. Para volverlos sobrios, o para ayudarles a encontrar un taxi que los devuelva sanos y salvos a casa, o la estación de metro más próxima. También obro otras protecciones de las que nunca serán conscientes. Saco con cuidado las armas de los bolsillos de los cacos, ahuyento provocándoles retortijones a los falsos taxistas que conducen con intenciones aviesas, o divido a los miembros de las bandas callejeras más importantes con hechizos de paranoia básicos, para que se peleen entre ellos en lugar de tomarla con los demás. Siempre es preferible prevenir lo que pueda suceder que arriesgarse a solucionarlo cuando todo se ha torcido ya y la sangre y los dientes alfombran el asfalto. Un empujón aquí y un golpe allá, una sutil influencia y un hábil despiste, y buena parte de los problemas nocturnos termina antes siquiera de empezar.
Hago un alto en la mayor iglesia cristiana china de Londres, donde converso con el invisible demonio chino que protege el lugar de los no creyentes y los que buscan causar problemas. Disfruta de la ironía de proteger una iglesia que oficialmente no cree en su existencia. Y es un demonio satisfecho, ya que devora a cualquiera que ose irrumpir sin permiso en el recinto. Los chinos siempre han sido un pueblo de lo más pragmático.
Al final de la calle hay un restaurante indio que en tiempos sospechamos que servía de tapadera a adoradores del culto de Kali, ya que no todos los que entraban volvían a salir. Resultó que había un tren subterráneo, cuya función consiste en poner a salvo a gente oprimida por motivos religiosos. En él circulan entre dimensiones. Si se sabe dónde mirar, hay una Tierra ahí fuera para todo el mundo. Colaboré con el restaurante para elevar un hechizo de rechazo, para que sólo pudieran frecuentarlo determinada clase de personas.
Ya que estoy aquí compruebo los contenedores de la parte trasera. Últimamente tenemos cada vez más problemas con los duendes silvestres. Igual que los zorros, acuden a la ciudad procedentes del campo, pero los zorros no pueden dejarte sin aura con solo mirarte. A los duendes les gustan los contenedores, en ellos juegan a su aire durante horas. Y comen casi de todo, así que por lo general les dejo hacer. Pero si empiezan a crecer en número, me veo obligado a orquestar otra criba.
Golpeó el lateral del contenedor, pero nada responde. No hay nadie en casa.
Después de eso, toca entrar y salir de todos los garitos de las callejuelas, para controlar la clase de sanguijuelas que se especializan en hincar el diente a las extremidades cuya sangre apesta a ginebra. Parecen humanos, sobre todo a la luz tenue que reina en esos tugurios. Son los que se pegan al lado en la barra con una sonrisa poco halagüeña y empiezan a hablar de nada en concreto, esa gente de la que no hay forma de librarse. No buscan tu compañía ni tu dinero. Las sanguijuelas quieren otras cosas. Algunos te chupan todo el alcohol y no te dejan encima más que la resaca. Otros te absorben toda la energía vital, la suerte, incluso la esperanza.
Por lo general huyen corriendo cuando me ven llegar. Saben que les obligaré a devolverlo todo, y con intereses. Me encanta dejar bien secos a esos cabrones.
Los demonios personales son la hez. Llegan cuando cae la noche, deslizándose y rodando por las estrechas calles como hojas arrastradas por el viento, rechinando los dientes y crispando los dedos espinosos. Buscan adueñarse de cualquier turista cuyas defensas psíquicas no estén a la altura de las circunstancias. Se cuelan bajo las barricadas mentales, se te suben a la chepa y luego te cabalgan como una mula. Infunden coraje a los instintos más bajos del anfitrión, a sus peores pecados: la codicia, la lujuria, la violencia, todas las flaquezas y las peores tentaciones que hubieran imaginado. Los turistas se ponen como locos, se ahogan en las pasiones bajas, y los demonios se sacian de ellas. Cuando se cansan los dejan marchar y vuelven a deslizarse en la noche, llenos, engordados, dejando que los turistas se pregunten adonde han ido a parar todo su dinero y el respeto que tenían por sí mismos. Por qué han hecho cosas que juraron que jamás harían. Qué hace un cadáver a sus pies, por qué tienen las manos manchadas de sangre.
Puedo ver a los demonios, pero ellos nunca me ven llegar. Los acecho por detrás y los arranco de cuajo de la espalda del turista en cuestión. Utilizo unos guantes especiales que yo denomino mis asas de equipaje emocional. Nos las hacen unas monjas del barrio, las bendicen con plegarias especiales, cada uno de sus hilos bañado en agua bendita, y reforzados los dedos con hirientes púas de plata. En realidad no puede decirse que los demonios personales estén vivos, pero a mí me sigue gustando cómo gritan cuando sus cuerpos estallan en mis manos.
Claro que hay algunos turistas que llegan cargados con sus propios demonios personales. Les tomo el nombre para pasar la información a los peces gordos. La simbiosis trasciende mis limitadas habilidades.
Topo con mi primer grupo de grises de la jornada, y hago el numerito de pararme a comprobar que tengan los permisos en orden. A ojos de cualquiera parecen gente normal y corriente, hasta que te acercas a ellos y entonces te hipnotizan con esos enormes ojos negros, como hace la serpiente con el ratón, y ya puedes inclinarte y poner el culo en pompa mientras sonríes durante sus experimentos. De cerca huelen a leche agria, y su forma de moverse es rara. La piel gris se les desliza a un lado y otro, incluso cuando están quietos, como si no la tuvieran pegada adecuadamente a los huesos que llevan dentro.
Estando yo de guardia nunca he permitido que abduzcan a nadie. Siempre me muestro muy firme con ellos; si no tienen los papeles en regla, nada de abducciones. Nunca me lo discuten. Jamás reaccionan. Cuesta saber lo que están pensando, puede que por la cara alargada y los ojos que no pestañean. Eso sí, me encantaría que llevaran algo puesto. Hay que ver lo que les cuelga en lugar de genitales.
Incluso cuando tienen los papeles en regla siempre encuentro, o finjo encontrar, algún error para enviarlos de vuelta por donde han venido, lejos de mi zona. Cumplo con mi parte, para proteger a la humanidad de la intervención alienígena. Por mí el gobierno puede meterse su cuota en el culo.
En torno a las dos o las tres de la mañana me encuentro con una predicadora ambulante que fuma tranquila un pitillo de tabaco de liar en un callejón. Es nueva, se llama Tamsin MacReady. No parece mayor de quince años, pero tiene que ser dura de cojones o no le habrían asignado ese trecho. Los predicadores ambulantes se encargan de los problemas de naturaleza más espiritual, razón por la cual son pocos los que aguantan mucho tiempo en el puesto. No tardan en comprender que no basta con la razón y la compasión, y ése es el momento en que empiezan a dar golpes de martillo y el resto de nosotros huye en busca de un lugar donde refugiarse. Tamsin es una chica decente a la que le molesta no poder hacer más por ayudar.
—La gente acude a este lugar para satisfacer las necesidades de la carne, no del espíritu —le digo, devolviéndole el pitillo que ha querido compartir conmigo—, y nosotros estamos aquí para ayudar, no para entrometernos.
—¿Sabes qué? Métete tu opinión por dónde te quepa —dijo.
Ambos reímos.
No tardo mucho en toparme con problemas serios. Alguien de la Liga de Defensa Judía ha desatado un golem sobre una concentración de nazis cabezas rapadas. El golem los zarandea y arroja de un lado a otro, y los que no sangran y lloran o se orinan encima corren como alma que lleva el diablo hacia el horizonte. Querría poder apoyar el hombro en una esquina y aplaudir a rabiar, pero no puedo pasarlo por alto. Alguien podría reparar en mi descuido. Así que me meto, y me agachó bajo uno de los brazos con los que sacude el golem, hasta que alcanzo a borrarle de la frente la palabra que lo activa. Entonces se queda quieto, se convierte en una estatua inerte de arcilla, y aviso para que lo retiren. Alguien que ocupe un puesto elevado tendrá unas palabras con alguna otra persona, y con suerte no tendré que volver a hacer esto. Al menos durante un tiempo.
Antes de desactivar al golem he encajado algunos golpes y me sangra la nariz, así que me tomo un rato y me apoyo en la pared para compadecerme un poco de mí mismo. Mis hechizos sanadores sólo surten efecto con los demás. Los pocos cabezas rapadas que se recuperan en el asfalto no se muestran agradecidos porque saben de parte de quién estoy. Algunos de ellos hacen ruidos ofensivos, hasta que clavo en ellos la mirada y eso les hace recordar que los necesitan en algún otro lado.
Siempre puedo revivir al golem, y ellos lo saben.
Vuelvo a mi ronda, a identificarlos, a derrotarlos, doliéndome de esto o aquello. Vaya con los demonios, los duendes y los golems.
Así es una noche cualquiera en el Soho.
Sigo caminando, sigo caminando. Protejo a los que puedo, e intento no pensar en aquellos a los que no alcanzo a salvar. Limpio la inmundicia, ahuyento a los depredadores e impido que el mundo descubra lo que sucede. Ése es mi trabajo. Mucha responsabilidad, apenas autoridad y un sueldo de mierda. Cuando hacia el final de nuestras respectivas jornadas me encuentro de nuevo con Red, utilizo esas mismas palabras. Ella se burla de mis contusiones, y me ofrece un trago de su petaca metálica. Me sorprende que sepa tan bien.
—¿Por qué lo haces, Charlie, muchacho? Un trabajo duro, y la gente a quien sirves no te paga más que con golpes e insultos. No puede ser por dinero. Probablemente yo gane más que tú.
—No —respondo—. No es por dinero.
Pienso en todas las cosas que veo cada noche y que el resto del mundo ni siquiera sabe que existen. Lo asombroso y lo fantástico, las extrañas criaturas y las gentes si cabe más inverosímiles, los dioses y los monstruos y todos los portentos del mundo oculto. Mi camino es la magia y obro milagros, y la noche está llena de gloria. ¿Cómo podría dar la espalda a eso?
—¿Alguna vez te has planteado dejarlo, Charlie, muchacho?
—¡¿Qué?! —respondo—. ¿Y abandonar el mundo del espectáculo?