¿Cuántas formas de dolor existen?
¿Hay algún equivalente topográfico?
¿Y una de ellas está muerta?
Biantha se despertó al oír que llamaban insistentemente a la puerta y se encontró con el rostro pegado a las páginas de un libro que olía a moho. Se incorporó y se apartó el claro cabello del rostro, mientras trataba de discernir una intención en la llamada para concluir que lo más probable era que fuera impaciencia. Entonces se puso en pie y abrió la puerta, ya que sus hechizo de protección no le había avisado de ninguna presencia hostil en el exterior. Además, los demonios aún tardarían un poco en llegar a Evergard.
—Te has tomado tu tiempo para abrir la puerta, ¿eh, lady Biantha? —El canoso señor de Evergard, Vathré, la miró ceñudo. Sin pedir permiso, lo que, de todas formas, nunca hacía, pasó junto a ella y recorrió con la mirada el lío de papeles que cubría el escritorio—. Se pensaría que, después de años de observar tu trabajo, debería entenderlo.
—De todas formas, algunas de las conjeturas probablemente sean sandeces. —Ella le sonrió, suponiendo que lo que le frustraba tenía poco que ver con ella o con los teoremas que hacían posibles sus hechizos. Vathré la visitaba cuando necesitaba hablar con alguien alejado de las intrigas de la corte—, ¿qué os preocupa en esta ocasión, mi señor?
Él se apropió de su única silla de más y le hizo un gesto para que se sentara en la del escritorio, lo que ella hizo, mientras permitía que su sonrisa se desvaneciera.
—No nos queda mucho tiempo, Biantha. Los demonios ya han superado el paso de Rix. Nadie se pone de acuerdo sobre cuándo llegarán aquí. El astrólogo se niega a consultar las estrellas, cosa que nunca ha hecho; dice que ni siquiera quiere tener una predicción. —Vathré apartó la mirada de ella—. Calculo que los demonios estarán aquí en menos de un mes. Aún tienen que caminar, sean un ejército indestructible o no.
Biantha asintió. Los caballos a duras penas toleraban el olor de los demonios y se volvían locos si se les obligaba a cargar con uno.
—¿Habéis venido a pedirme hechizos de batalla? —Biantha no pudo evitar la amargura en su voz. La única vez que había matado con un hechizo había sido por el bien de un niño. Por lo que sabía, no había ayudado al niño.
—¿Tienes alguno? —preguntó él muy serio.
—No muchos. —Biantha se inclinó y dio unos golpecitos a la pila de papeles más cercana—. Estaba en mitad de esta demostración cuando descubrí que tengo que revisar uno de los teoremas de Yverry. Me he quedado dormida tratando de averiguar cuál. Dadme unos días y podré preparar un hechizo de batalla que matará a cualquier demonio al que ya hayan conseguido herir. —Biantha vio la inquietud en los ojos verdes del señor y se sonrojó—. No es mucho, lo sé.
—Ayuda, pero no es para lo que he venido.
El temor se le instaló en el estómago.
—La Profecía.
Vathré asintió con la cabeza.
—He tratado de encontrarle algún sentido desde que me enteré de su existencia. —Biantha se frotó los ojos—. La poesía se traduce en formas y ecuaciones que son sencillamente irresolubles. He probado todos los tipos de análisis y de transformaciones que conozco. Si hay alguna esperanza en las rimas, los ritmos y las ambigüedades, no me pidáis que os muestre dónde está. Os sería más útil consultar a los trovadores para que os den una clase sobre simbolismo.
—No confío en los trovadores. —Juntó las cejas en un ceño—. Y siempre que consulto a otros magos, obtengo demasiadas incertezas que desentrañar. Los videntes y los sanadores son inútiles. Al astrólogo le da dolor de cabeza tratando de decidir por dónde empezar. El cartomántico me ofrece una docena de «posibilidades» diferente cada vez que tira las cartas. En lo referente a la Profecía, la tuya es la única magia en la que puedo confiar.
Biantha sonrió tristemente.
—Y por esa misma razón, claro, es tan limitada. —A veces envidiaba al astrólogo, a la cartomántica, a los encantadores, a los sanadores, a los videntes; magos cuyos poderes eran menos fiables, pero más versátiles—. Trabajaré en ello, mi señor.
—Un mes —le recordó él.
Ella vaciló.
—¿Ya habéis nombrado heredero?
Vathré la miró molesto.
—¿Tú también?
Ella tragó saliva.
—Si morís, señor, alguien debe continuar. No dejéis la sucesión en duda. Un problema puede tener varias soluciones, pero algunas de esas soluciones no dejan de ser erróneas.
—Ya hemos hablado de esto antes —repuso él—. Considerando la situación actual, tengo que nombrar una cadena de sucesión que llegue hasta el aprendiz de cocinero. Si alguien sobrevive, ya lo discutirá luego. Hasta entonces, mis consejeros pueden gobernar.
Biantha inclinó la cabeza y lo contempló mientras se marchaba.
Por lo general, Biantha evitaba el gran salón de Evergard. Le recordaba a su antiguo hogar, el palacio del emperador demonio, aunque los aromas a lavanda y lilas teñían el aire, no el olor de la sangre; la gente le sonreía en vez de inclinarse o hacerle una rígida reverencia. Los músicos tocaban suavemente mientras los nobles charlaban, los soldados que no estaban de servicio jugaban apostando naderías y los niños entraban y salían corriendo, sin preocuparse de las tensas voces de los adultos. Unos cuantos niños eran rubios, como ella. Biantha cerró los ojos un instante antes de volverse hacia las paredes, en parte para evitar pensar en un niño rubio en concreto y en parte porque había bajado a estudiar los tapices en busca de inspiración.
El color de los tapices seguía tan vivo como cuando ella había jurado lealtad a lord Vathré sobre la espada Fidora. Hacía mucho tiempo que Biantha había descubierto la lógica que guiaba la colocación de los tapices, y en ese momento no se interesó por eso. Lo que hizo fue inspeccionar las escenas de la Guerra del Ocaso.
Ahí estaba la Batalla del Campo de Noiren, donde las redes de luz de estrellas cegaron a miles de soldados, y angulosas siluetas cruzaron por encima de ellos, preparadas para la masacre. Ahí estaba el general Vian sobre un caballo morcillo sangre, dirigiendo la carga contar una falange de demonios. Ahí estaba lady Chadal, de los ojos color ámbar, llorando sobre el joven caído, cuyos ojos cerrados también podrían haber sido ámbar, con flores que nacían donde las lágrimas salpicaban el campo de batalla. Biantha tragó saliva y aceleró el paso. Uno a uno fue pasando ante los tapices hasta encontrar el que buscaba.
A diferencia de los otros tapices del Ocaso, el borde de este se había tejido en color teja en vez de en los colores de Evergard, azul y negro; color teja por traición. Miró a la desapasionada cara del lord Mière, hechicero y traidor a Evergard. La de él había sigo una magia más sencilla que la suya, basada en el ritual y el conjuro. Con ella, casi había derrotado a las Watchlands; sólo el cuchillo de su propia hija las había salvado.
«Simetría», suspiró Biantha. Lo único que le había arrancado a la Profecía era que poseía una retorcida simetría. Insinuaba dos guerras entre el imperio de los demonios y las Watchlands, y debido a que los registros de la primera guerra, la Guerra del Ocaso, eran escasos, Biantha aún tenían que entender ciertos cantos, ciertas ecuaciones, que trataban de ella. Horas con los trovadores y los historiadores de Evergard no la habían ayudado. Aparte de sí misma, sólo Vathré sabía que podría haber un segundo traidor entre ellos.
O que, como habían ganado la primera guerra, podían perder la segunda, en una cruel trasformación refleja de la historia.
—¿Lady Biantha?
—¿Sí? —contestó mientras se volvía.
El capitán, del que no sabía el nombre, le hizo una pequeña inclinación.
—No la vemos por aquí abajo a menudo, mi señora.
Biantha sonrió irónica.
—Es un lugar demasiado ruidoso para mi trabajo, y a menudo necesito probar hechizos que pueden fallar, a veces de una forma letal. Mis aposentos están escudados, pero aquí fuera…
En la corte del emperador demonio, sus palabras hubieran sido una amenaza velada. Allí, el capitán asintió pensativo e hizo un gesto hacia el tapiz.
—Me preguntaba por qué estaba mirando esto. La mayoría de la gente lo evita.
—Estaba pensando en la Profecía —contestó ella, redibujando las inextricables ecuaciones en su mente. Tenía que haber una manera de igualar término con término, de resolver el sistema y de leer el futuro de Evergard, pero continuaba escapándosele—. Estoy preocupada.
—Todos lo estamos.
Biantha calló un instante.
—Ha dicho «la mayoría de la gente». ¿Eso le incluye a usted?
Él torció la boca.
—No. Es un recordatorio útil. ¿Alguna vez desearía haberse quedado en el palacio del emperador demonio?
Biantha no detectó ninguna hostilidad en la expresión del capitán, sólo genuina curiosidad.
—Nunca. —Respiró hondo—. Empecé a estudiar matemáticas allí porque los magos, incluso los magos humanos, gozan de protección, a no ser que hagan alguna tontería. De otra forma, hubiera sido una esclava o una soldado; no tenía ningún deseo de ser lo primero, y ningún corazón, ni talento, para lo segundo.
La palabra era tan insignificante, «tontería», cuando la pena que conllevaba le había provocado a Biantha pesadillas durante años. Había visto al emperador demonio tocar con su cetro de ojos de serpiente el hombro perfumado de una cortesana, como si la bendijera; Biantha había sido incapaz de apartar la mirada antes de ver cómo a la mujer le hervían los ojos hasta estallar y esquirlas de hueso surgían de la piel empolvada.
El capitán bajó la mirada.
—Lamento habérselo recordado, mi señora.
—Un recordatorio útil —repitió ella—. ¿Y qué le recuerda este retrato de lord Mière, si pudo preguntar?
—Honor, y aquellos que lo pierden —contestó el capitán—. Lord Mière era mi bisabuelo.
Biantha parpadeó y vio que había cierto parecido en la estructura del rostro. Los ojos se le fueron al borde color teja del tapiz. ¿Qué habría impulsado a Mière a la traición? Se le ocurrió pensar, no por primera vez, que ella misma había escapado de la corte del emperador demonio, pero la simetría ahí parecía incompleta.
—¿Cree que tenemos alguna esperanza? —preguntó al capitán.
Él extendió las manos, observando el rostro de Biantha como ella había hecho un instante antes con el de él.
—Algunos de nosotros dicen que tenemos una oportunidad, porque en caso contrario usted hubiera vuelto con los demonios.
Biantha sintió que se sonrojaba, y luego se echó a reír, aunque su risa se acercaba peligrosamente al llanto.
—He conocido a muy pocos demonios que perdonaran. Y tampoco han perdonado a Evergard por derrotarlos en la Guerra del Ocaso.
—Es una pena —dijo el capitán, con expresión pensativa, y se marchó.
«¿Para nosotros o para los demonios?», pensó Biantha.
«Simetría». Esa palabra perseguía a Biantha durante los días y las noches mientras batallaba con la Profecía. Después de su encuentro con el capitán, se había preguntado si tendría que ver con algo tan simple como su huida de los demonios, y con el hecho de que uno de los descendientes de lord Mière sobreviviera allí. La balada decía que Mière sólo tenía una hija, llamada Paienne, pero no volvía a mencionarla después de que salvara las Watchlands.
El secreto se le escapaba, la enviaba a sueños donde vertiginosos movimientos en perspectiva finalmente la llevaban a despertarse. Biantha se enfrascó en sus tomos, buscando pistas en las especulaciones matemáticas de otros; cuando se cansó de eso, memorizó sus hechizos de batalla, inclinándose ante la desapasionada lógica de la guerra. Y luego volvió de nuevo a los tomos, sus queridos axiomas y teoremas, sus diagramas y discusiones.
Estaba hojeando Transformaciones, de Athique, cuando alguien imitó al trueno en su puerta.
Biantha dejó el libro y abrió la puerta.
—¿Sí?
El heraldo hizo una elaborada reverencia.
—Una reunión de la corte, mi señora. Lord Vathré desea vuestra asistencia.
—Allí estaré. —Cerró la puerta con firmeza y se puso la ropa protocolaria tan rápido como pudo. Biantha había asistido a pocas reuniones de la corte; al principio porque Vathré no había estado muy seguro de su lealtad, luego por su incomodidad como extranjera y finalmente porque rara vez tenía algo con lo que contribuir en asuntos de estado y consideraba que su tiempo estaba mejor empleado trabajando en su magia. Que Vathré la convocara era raro.
Tenía razón. Por una vez, los ayudantes y los criados se habían retirado, y la corte se había colocado a lo largo de los laterales del salón del trono, con Vathré y sus consejeros sentados al frente. Ella se sentó en su lugar, entre el astrólogo y lady Iastre. El astrólogo lucía su ceño habitual, mientras que el rostro de la dama era frío y compuesto, sin revelar nada. Biantha no se dejaba engañar, después de jugar a las damas o a la ritmomaquia contra Iastre una vez por semana en una época menos agitada; el rostro de Iastre sólo se mostraba inexpresivo cuando preveía problemas.
—Hoy tenemos un invitado —dijo Vathré en su tono más seco. Tal vez sus ojos fueran hacia Biantha, pero tan brevemente que ella no pudo estar segura.
En ese momento, los guardias hicieron entrar a un hombre vestido en negro, rojo y oro, despojado de su espada; Biantha sabía que tenía que haber habido una espada, por su uniforme. El estilo de su ropa hablaba del reino de los demonios, y el único, aparte del emperador, que osaría usar esos colores era su campeón. El campeón del emperador, el hijo de Biantha.
«¿Un desafío? —pensó Biantha, y apretó los puños para que no le temblaran las manos—. ¿Ha venido Marten para desafiar a Vathré?».
Pero sin duda el emperador sabía que Evergard tenía costumbres diferentes, y difícilmente comprometería el destino de las Watchlands al resultado de un duelo.
Impotente, observó al hombre que tan de repente había desbaratado sus recuerdos del niño que guardaba flores y hojas entre las páginas de los libros de Biantha, que se subía a su escritorio para mirar por la ventana mientras los soldados practicaban. Tenía el cabello claro de ella, y un rostro muy parecido al suyo. Sus manos, relajadas a los costados, también eran las de ella, aunque más letales; Biantha conocía el entrenamiento al que era sometido un campeón del emperador, y no confiaba mucho en que los guardias pudieran impedirle matar a Vathré si ése era su propósito. Pero los ojos de Marten eran los de un hombre al que Biantha había intentado olvidar, que había muerto tratando de evitar que ella abandonara el palacio con su hijo.
El silencio descendió sobre la sala del trono. La corte de Vathré notó el parecido, aunque Marten aún no había visto a su madre. Miraba directamente al señor de Evergard.
Vathré se puso en pie y sacó la espada Fidora de su vaina. Ésta brilló como el cristal, como la primera luz de la mañana, como las lágrimas. Las damas y los caballeros se miraron entre ellos, pero ningún murmullo recorrió la sala. Biantha también se mantuvo en silencio; una palabra falsa en presencia de la espada desenvainada la haría llorar o sangrar; esa magia había enloquecido a hombres y mujeres, y ningún señor de Evergard la usaba a la ligera.
—Estoy tratando de decidir si eres muy tonto o muy listo —dijo Vathré suavemente—. ¿Quién eres y por qué estás aquí?
—Yo era la espada al costado del emperador —contestó él—, y esa espada no tiene nombre. —El hombre de cabello claro cerró y abrió los ojos—. Me llamo Marten. He venido porque el emperador tiene miles de espadas ahora, para cumplir su voluntad, y yo ya no encuentro esa voluntad de mi gusto.
Vathré miró la Espada Fidora. Su color seguía siendo claro y constante.
—Un momento muy interesante para cambiar tus lealtades; suponiendo, claro, que éstas hayan cambiado. Quizá hubieras podido encontrar una mejor manera de marcharte que aparecer aquí con tu uniforme, dando un susto de muerte a mis guardias.
—Me marché cuando los demonios estaban… sometiendo un pueblo —repuso Marten secamente—. No sé el nombre del pueblo. Difícilmente hubiera tenido tiempo de buscar un atuendo más adecuado, mi señor, y en campaña, uno siempre viste de uniforme. Hacer otra cosa hubiera resultado sospechoso.
—¿Y no temías que te cogieran y te mataran en el acto? —preguntó uno de los consejeros.
Él se encogió de hombros.
—Durante mi entrenamiento me enseñaron tres hechizos. Uno me permite deambular por las salas de palacio sin que puedan herirme. Otro hace fuego de la sangre. Y el último me permite caminar como la sombra de un fantasma.
Biantha miró la Espada Fidora y su brillo inamovible.
Lady Iastre tosió.
—Perdónenme si estoy peor informada de lo que debiera —dijo—, y también lenta de reflejos, pero has mencionado estar «en campaña». ¿Es habitual que «la espada al costado del emperador» esté con el ejército?
Marten miró hacia el origen de la voz, y así fue como vio a Biantha. Tragó aire secamente. Biantha notó que se le helaba el rostro, aunque ansiaba sonreír al desconocido en que se había convertido su hijo.
«Responde —le animó con el pensamiento—. Di que has venido a mi lado después de todos estos años…».
Marten se compuso.
—He venido a avisaros, en todo caso —contestó—; la muerte es un precio que muchos me han pagado. —Le tembló la voz, pero continuó mirando directamente a Vathré—. El emperador demonio ha venido, y por ello vuestras batallas serán mucho más duras. —Entonces comenzaron los murmullos, e incluso Iastre miró preocupada a Biantha; la luz de la Espada Fidora reflejaba todos los tonos del miedo, todos los colores de la desesperación, a los que se daba voz—. Por favor —continuó Marten, alzando ligeramente la voz—, dejadme ayudar. Mi señor, puedo haber tardado en aprender que la guerra es más que cumplir órdenes, que hay gente que muere por sus hogares o por sus familias…
—Familias —repitió Biantha, notando un sabor amargo. El rostro de él estaba en calma, como metal pulido. Notó la mano de Iastre en el brazo y se obligó a sonreír.
Los murmullos habían cesado, y Marten vaciló.
—Sé cómo piensa el emperador —dijo finalmente—. Dejadme que os ayude aquí, mi señor, o matadme. De una forma u otra, le habréis arrebatado al emperador su campeón.
Su rostro estaba tan pálido como la luz de Fidora. Biantha contuvo la respiración, esperando la respuesta de Vathré.
Arrugas de tensión marcaban el rostro del señor cuando se levantó del trono para situarse frente a Marten.
—Entonces, ¿jurarás lealtad a las Watchlands y a su señor?
Marten no titubeó.
—Sí.
«Sí», repitió Biantha, mientras la duda le roía el corazón. No había sabido, cuando llegó a Evergard, los poderes que poseía la Espada Fidora. Un herrero mago había muerto al forjarla, para que nunca volviera a haber otro traidor como lord Mière. Vathré había interrogado a Biantha, igual que acababa de interrogar a Marten, y la primera de las virtudes de la espada le había resultado evidente: era un espejo de lo que pensaban las mentes.
Sólo más tarde le había explicado Vathré la segunda virtud: que un falso juramento sobre la espada mataba al perjuro. En una ocasión, un heredero de Evergard había jurado que guardaría las Watchlands y a su gente, y había caído muerto. En otra ocasión, un nervioso soldado había despertado a la señora de Evergard tres horas antes del amanecer para confesarle una traición planeada, y luego se había suicidado. Biantha no sentía ningún deseo de que su hijo fuera el protagonista de otra historia, de otra canción. ¿Cómo se habría sentido Paienne, se preguntó de repente, cuando la traición de su padre se convirtió en parte de la historia de la Guerra del Ocaso?
Marten puso la mano sobre la hoja clara como el cristal.
—Lo juro. —Luego, tragando saliva, miró a Biantha.
Ella no conseguía confiar en él, incluso después de aquellos largos años, llevando un uniforme como el de su padre. En esta ocasión, ella se volvió.
—Hay algo pecaminoso —dijo Iastre, jugueteando con una de las fichas de damas que había capturado— en sentarse aquí, jugando, mientras nuestro mundo se desintegra.
Biantha sonrió insegura y consideró sus alternativas.
—Si me quedo en mi cuarto dándole vueltas a la cabeza, me volveré loca. —Movió una de las fichas a un nuevo cuadrado, pensando distraídamente que los movimientos pronto habrían deshecho la simetría del juego: rojo sobre negro, negro sobre negro.
—He oído que han sido los planes de Marten los que han evitado hasta ahora que los demonios traspasen Silverbridge.
Biantha alzó los ojos y vio la expresión de preocupación de Iastre.
—Es bueno, supongo, sobre todo considerando que el emperador tiene ahora una razón personal para humillar las Watchlands.
—Sin duda no pensarás que Marten debería haberse quedado al servicio del emperador —protestó Iastre. «Oh, pero ya lo hizo una vez», pensó Biantha.
—Te toca —dijo.
—No cambies de tema —dijo Iastre con un resoplido—. Tú también huiste del palacio del emperador, por si no lo recuerdas.
—Demasiado bien —repuso ella. Los primeros cinco años en Evergard había dormido mal, percibiendo el peligro en los pasos que cruzaban ante su puerta y soñando con el cetro de ojos de serpiente del emperador sobre su hombro—. Pero yo me marché en tiempo de paz, y por muy terrible que sea el crimen que yo haya cometido, sólo era una matemática humana. Además —Biantha dejó escapar un tembloroso suspiro—, ellos sabían que tenían a mi hijo; un castigo suficiente.
Iastre meneó la cabeza y movió ficha.
—Está aquí ahora, y puede ser nuestra única esperanza.
—Eso es lo que me preocupa.
Incluso allí, jugando a las damas, Biantha no podía escapar de Marten. Lo había visto una vez en el patio, cruzando espadas con los mejores soldados de Evergard mientras el sanador y varios encantadores los miraban, no fuera a ser que el antiguo campeón buscara una vida y no sólo un punto. Durante las comidas en el gran salón, Biantha comenzó a sentarse al final de la mesa; aun así, sobre el tintineo de las copas y los cubiertos, las tensas voces y los susurrantes vestidos, Biantha oía a Marten y Vathré hablando tranquilamente. El señor de Evergard confiaba en Marten; todos confiaban ya en Marten, mientras que ella no se atrevía.
Como un péndulo, sus pensamientos iban de su hijo a Paienne, de su hijo a lord Mière. Por la noche, cuando caminaba por las murallas tratando de oír, en vano, los pasos de los soldados al marchar, sintiendo la fría mano de la traición en cada temblor del viento, recordaba los cuentos sobre la Guerra del Ocaso. Biantha nunca había puesto mucha fe en las hermosas baladas de los trovadores, pero la poesía le alimentaba los miedos.
A partir de los fragmentos de la historia y los informes militares que llegaban todos los días, trató de proyectar el pasado sobre el futuro, batalla sobre batalla… traición sobre traición. Y fracasó, una y otra vez. Y maldijo la Profecía, mirando las páginas, gastadas e inescrutables, sola en su habitación. Fue durante uno de esos arrebatos que una conocida llamada a la puerta la apartó sobresaltada de su trabajo.
«¿Marten?», pensó Biantha involuntariamente. Pero había aprendido el ritmo de los pasos de Vathré, y cuando abrió la puerta, ya sabía quién esperaba al otro lado. Los filos gemelos del ánimo y la decepción le rasgaron el corazón.
El hombre canoso la miró de arriba abajo, y frunció el cejo.
—Ya pensaba que estarías trabajando en exceso de nuevo.
Ella trató de sonreír, mientras se apartaba para dejarlo pasar.
—¿Trabajar en exceso, mi señor? Decidles eso a los soldados que se entrenan, y luchan, y mueren, o ven a sus amigos morir. Decídselo al cocinero o a los criados del castillo.
—Hay maneras y maneras de trabajar, querida. —Se paseó por la estancia, mirando la estantería y el abarrotado escritorio con curiosidad; luego le puso una mano en el hombro—. Quizá debería volver más tarde, cuando hayas descansado, y me refiero a descansar, no a sentarte en la cama a leer en vez de sentarte en el escritorio.
Biantha echó la cabeza atrás para mirarle.
—Al menos decidme a qué habéis venido.
—Marten —dijo él bruscamente, soltándole el hombro.
Ella se encogió.
—Estás haciendo daño al muchacho —dijo Vathré—. Ya lleva bastante tiempo aquí, y tú no le has dicho ni una palabra.
Ella arqueó las cejas.
—No es el niño que dejé atrás, mi señor. —Casi se le quebró la voz.
—Soy lo suficiente viejo para llamarte niña, lady Biantha. No protestes. Ni yo puedo encontrar ningún motivo para no confiar en él, y los años me han vuelto paranoico.
—¿Oh? —Biantha pasó los dedos por su copia de la Profecía, gastada tras años de estudio intermitente. En todos los sentidos, los consejos de Marten eran buenos, pero los demonios seguían avanzando.
—Lo voy a enviar como comandante a Silverbridge. —Vathré meneó la cabeza—. Hemos resistido durante el mayor tiempo posible, pero parece que nuestros esfuerzos no han sido más que una acción dilatoria. Aún no se lo he dicho al consejo, pero vamos a tener que retirarnos a Aultgard. —Suspiró suavemente—. Marten mantendrá ocupados a los demonios mientras el grueso del ejército se retira.
Biantha se lo quedó mirando.
—Los soldados empiezan a confiar en él —continuó Vathré—. Quizá sea el mejor estratega que Evergard haya visto en un par de generaciones, y quiero ver si la confianza es justificada.
—Un riesgo, mi señor —dijo ella con los ojos cerrados—. ¿No sería mejor que le dierais el mando a otro?
Vathré desoyó la pregunta.
—He pensado que deberías saberlo antes de que lo anuncie.
—Gracias, mi señor. —Biantha calló durante unos segundos y luego añadió—: ¿Sabéis dónde podría hallarse Marten en este momento?
Él sonrió tristemente.
—Vagando por lo alto de las murallas, esperando que te pases por allí.
Ella inclinó la cabeza y, después de que Vathré se marchara, fue en busca de su hijo. Biantha lo encontró en la torre sur, con una espada envainada a la espalda. Incluso en ese momento la desconcertaba verlo con el uniforme de los soldados de Evergard, como si su mente se negara a borrar esa primera imagen de Marten ante la corte vestido de rojo, negro y oro.
—Madre —la saludó él, mientras se cogía las manos a la espalda.
Finalmente Biantha lo miró a los ojos.
—Aquí estoy.
La luz de la luna se encharcaba en los ojos del muchacho y brillaba en las lágrimas que le recorrían el rostro.
—Lo recuerdo —dijo él en un tono que no era acusatorio—. Yo tenía siete años, y tú me dijiste que preparara mis cosas. Estabas discutiendo con padre.
Biantha asintió. Marten casi había alcanzado la edad en la que tendría que formarse como mago o como soldado, o arriesgarse a perder la poca protección que la posición de sus padres le granjeaba. A lo largo de los años, mientras su hijo crecía, ella había intentado convencer a su marido para abandonar el imperio de los demonios y buscar refugio en las Watchlands o en los reinos del este. Él siempre la trataba con amabilidad, sin mirar nunca a las cortesanas, tanto demonios como humanas, que servían a los que contaban con el favor del emperador.
Sin embargo, Biantha nunca había olvidado el desconcierto de su esposo, que poco a poco había ido convirtiéndose en furia, porque ella deseara dejar la corte que los protegía, aunque nada hiciera para proteger a otros. Biantha no podía reconciliarse con la crueldad indiferente de los demonios: una de las sobrinas del emperador, después de un imprudente duelo, fue obligada, para redimir su honor, a ir y volver a caballo hasta las minas de Sarmont, un viaje de cinco días obligando a un bestia aterrorizada a que la llevara. El asesino de ojos pálidos que había perdido el favor del rey después de matar a la rebelde dama de Reis Keep sólo porque había dejado pruebas de su trabajo. Niños ahogados después de que una plaga los cegara y les nublara el entendimiento. En todo caso, los demonios eran tan crueles con su propia gente como lo eran con los humanos que vivían entre ellos, pero Biantha había encontrado poco consuelo en este hecho.
—Me quedé en la puerta —continuó Marten—, tratando de entenderlo. Luego vi a Padre llorando…
Ella le había dicho a su esposo: «Si no quieres venir, me iré sin ti».
—… Y lo vi desenvainar su espada contra ti.
—Y yo lo maté —concluyó Biantha, con la boca seca—. Traté de hacer que vinieras conmigo, pero no querías dejarle. Comenzaste a llorar. No tenía mucho tiempo, y había guardias cerca. Así que me fui sola. Quedarme después de matar a uno de los oficiales del emperador hubiera supuesto mi muerte. Al final, la confianza del emperador significó más para él que tú o que yo.
—Por favor, no vuelvas a abandonarme. —Susurró Marten. Se mantuvo erguido en la oscuridad, la empuñadura de la espada a su espalda por encima del hombro, como un ojo somnoliento, pero tenía el rostro tenso—. Mañana parto hacia Silverbridge.
—¿Estarás en la vanguardia?
—Eso sería desaconsejable. —La boca se le tensó un instante—. Estaré dando órdenes.
—Para matar.
«Y quizá para que te maten», quiso decir, pero las palabras se le quedaron en la garganta.
Marten la miró a los ojos, tranquilo.
—Es la guerra, madre.
—Ahora sí —reconoció ella—, pero antes no. Sé lo que representa ser el campeón del emperador. «La espada al costado del emperador», dijiste. Los otros sólo oyeron las palabras; nunca han permanecido despiertos y desvelados por el recuerdo de unas manchas de sangre sobre la alfombra, o por unos repentinos y silenciados gritos en la noche. ¿Cuántos cayeron por tu espada, Marten?
—Vine a buscarte cuando comencé a perder la cuenta. —Ya tenía los ojos secos, aunque Biantha vio la sombra del dolor en ellos—. Cuando los números comenzaron a escapárseme de entre las manos.
Biantha sujetó el silencio ante ella como si fuera una madeja de hilos necesitada de palabras para desenredarse.
Él alzó una mano, vaciló y la dejó caer.
—Quería hablar contigo una vez, como mínimo. Antes de ir a Silverbridge, donde los demonios esperan.
Entonces, Biantha le sonrió. Aunque no pudo librarse de la sospecha de que conociera alguna forma de romper su juramento a Vathré, o de que el emperador demonio le hubiera enviado para asegurarse la caída de las Watchlands por medio de algún plan sutil, o sencillamente, de que él hubiera llegado hasta allí para traicionar a la madre a la que había abandonado, o que lo había abandonado a él; ella ya no sabía cuál era la verdad.
—Entonces, ve —dijo Biantha, y en su voz no había promesas ni amenaza. Después lo dejó para que esperara solo el alba.
Cuatro días después, Biantha se encontraba de pie ante su librería, sus ojos vagando por la colección de tratados matemágicos, algunos de ellos escritos con los apretados y angulosos símbolos de la lengua del imperio de los demonios, otros en la elaborada lengua común de los escribas de las Watchlands. «Aquí tiene que haber algo que me sirva», se decía a sí misma, aunque ya había examinado todos aquellos volúmenes que le habían parecido mínimamente relevantes. Deseaba, más que nunca, haber tenido talento para cualquier otra disciplina mágica, una que no dependiera de la memorización de demostraciones o de los caprichos de la inspiración, aunque ninguna de ellas se hubiera siquiera acercado a la resolución de la Profecía.
«Si al menos fuera un problema con una solución directa». Biantha permanecía inmóvil. La Profecía no describía los espacios idealizados con los que estaba acostumbrada a batallar, sino la maraña de la verdad, las interacciones entre demonios y humanos, los nudos de la causa y el efecto y su relación. Incluso el astrólogo había llegado a admitir que a veces sus predicciones fallaban estrepitosamente cuando había personas incluidas en ellas. Biantha había intentado linearizar el canto. Había trabajado con un enfoque erróneo.
El tesorero de Evergard una vez le había reprochado el coste del papel, aunque ella tenía cuidado de gastar lo menos posible. Localizó una pila de hojas en blanco en un cajón y las colocó sobre el escritorio, luego abrió su copia de la Profecía por la primera página. Pasado un momento, Biantha también cogió Especulaciones, Encantamientos y Extraños Conjuntos, de Sarielle, y le echó una mirada al poema de cuatrocientos versos de la parte final; Sarielle de Rix se había considerado a sí misma poeta. Biantha se había pasado noches enteras sobre las figuras y los diagramas cuidadosamente grabados del libro, curvas que Sarielle había denominado «patológicas» por sus peculiaridades.
«Simetría». Lo que permanecía inmutable. Fichas rojas sobre negro y, negras sobre negro, al principio de la partida de damas. Una balada que comenzaba y acababa con la misma secuencia de medidas, y ahora que sus pensamientos la habían conducido en esa dirección, Biantha recordó una canción que los juglares habían cantado ante la corte, voz tras voz enlazándose en un todo que imitaba cada una de las partes. Su propia imagen en el espejo. Y ahora, las curvas patológicas de Sarielle, donde un segmento de la proporción adecuada creaba más segmentos similares.
Metódicamente, fue leyendo toda la Profecía, buscando esas otras simetrías, buscando la solución que se le había escapado durante tanto tiempo. Ya avanzada la noche, con la garganta seca, porque se le había acabado la jarra de bebida y no quería romper su concentración buscando otra o llamando a un sirviente, Biantha dejó Especulaciones, Encantamientos y Extraños Conjuntos a un lado y hojeó el apéndice de Infinitud, de Athique. Athique y Sarielle, contemporáneos, habían sido opuestos en lo que a títulos se refería. Biantha alcanzó las aproximaciones de varias formas, cedazos y flores, helechos y lazos, que ninguna mano mortal podría trazar.
Una página en concreto le llamó la atención: formas hechas con varios polígonos con diferentes «patologías» (como Athique las llamaba en lo que Biantha sospechaba había sido una burla a la «capacidad» de Sarielle para crear palabras), repitiendo un procedimiento casi hasta el infinito. La Profecía albergaba grandes complejidades, pero Biantha se preguntó si la solución que ella proponía podría ser uno de muchos algoritmos, de muchas posibilidades. Se le llenaron los ojos de lágrimas; el trabajo de toda una vida que había descubierto, explorado sólo brevemente por matemáticos anteriores a ella, y tenía tan poco tiempo para buscar una solución que ayudara a las Watchlands…
Incluso después de apagar la lámpara y meterse en la cama, con un dolor de cabeza que le devoraba el cerebro, las palabras seguían ardiendo ante sus ojos: Simetría, Patologías, Infinitud.
Unas pocas semanas después, Biantha se encontraba caminado sin rumbo por un pasillo, tratando de liberar la mente de la sujeción tiránica de la Profecía, cuando lady Iastre la sacudió por el hombro.
—Han regresado, Biantha —dijo risiblemente agitada—. He pensado que te gustaría ir a recibirlos.
—¿Quién ha regresado?
—Tu hijo. Y los que han sobrevivido a Silverbridge.
«Los que han sobrevivido». Biantha cerró los ojos, temblando.
—Si los demonios nos dejaran en paz…
La otra mujer asintió tristemente.
—Pero eso no va a pasar. El emperador pronto estará en el mismo Evergard; eso es lo que he oído. Ven.
—No puedo —repuso Biantha, y sintió como si el castillo diera vueltas a su alrededor mientras ojos inclementes la observaban a través de las paredes—. Dile a Marten que me alegro de que haya vuelto. —Fue todo lo que pudo pensar en decir; un mensaje para su hijo, un mensaje que no le llevaría en persona, porque la urgencia de la situación había devuelto sus pensamientos a la Profecía.
—¡Biantha! —exclamó Iastre, demasiado tarde para detenerla.
A trozos, se fue enterando del resto de la historia, escuchando conversaciones durante la comida y gracias a los cotilleos de los sirvientes. El emperador sí que había dejado su corte para ir al campo de batalla, quizá debido a la obstinada resistencia de Evergard. No se sorprendió por ello, aunque sí lo hizo cuando un heraldo con rizos mencionó el cetro de ojos de serpiente. Que ella supiera, ese cetro nunca había dejado el imperio, a no ser, y la idea le revolvió las tripas, que los demonios hubieran comenzado a considerar Evergard como parte del imperio. El cetro había trasformado Silverbridge, el brillante puente de las baladas, en algo opaco y oxidado, y los demonios continuaban con su avance.
Vathré dio permiso a aquellos cuya presencia importaba poco para el sitio que se avecinaba para huir más hacia el este con sus familias. Otros se prepararon para huir, o morir, o para ambas cosas; las luchas de broma que Biantha había observado a veces entre los guardias se volvieron más tensas, más intensas, Iastre y ella estaban de acuerdo en que el momento para las damas y la ritmomaquia había pasado, por mucho que ella hubiera agradecido esa distracción.
En cuanto a Marten, Biantha apenas lo vio, aunque sí percibió el terrible desánimo que se le había asentado en el rostro, como si hubiera sobrevivido a una tortura insoportable. Biantha sufría por él como madre; como matemática, no tenía ningún consuelo que ofrecer, porque su propia impotencia amenazaba con superarla. Quizá él lo había notado y por eso la dejó en paz.
Día tras día, los demonios se acercaban, hasta el punto en que desde las almenas se podían ver sus malignas luces en la distancia: las hogueras naranjas, el oro y plata de los fuegomagos. Días tras día, las discusiones se fueron haciendo más frenéticas, más resignadas.
Al final, una mañana, los cuernos sonaron alto y claro en el aire, y el sitio de Evergard comenzó. Biantha tomó su lugar en los parapetos sin despedirse de nadie, aunque algunos le habían dicho adiós a ella, y observó mientras los arqueros disparaban a las apretadas filas de los demonios. No mucho después, el fuegomago pasó por encima de sus escudos, apresuradamente levantados, y ella preparó sus propios hechizos. Sólo cuando los demonios comenzaron a retirarse y a preparar un segundo ataque, invocó ella los poderes que requerían demostraciones meticulosas, contenidas en su memoria como el recuerdo de su canción favorita, o de un niño en sus brazos.
Reunió todas las formas del dolor que afligían a los demonios y las retorció hasta convertirlas en muerte. Nieblas rojas le oscurecieron la vista mientras el hechizo le arrancaba su propia alma, evitándole ver la caída del enemigo. Sin embargo, podría emplear el hechizo una y otra vez antes de que los matemáticos de los demonios dieran forma a una protección contra él. Los que compartían su arte pocas veces se aventuraban en la batalla por esta razón: a menudo se tardaba demasiado en crear ataques o en adaptarlos. El teorema que un hechizo necesitaba podía tardar años en descubrirse, o resultar ser imposible; una inspiración, aunque rápida, era muchas veces de poco fiar. Biantha había visto morir a matemáticos por hacer suposiciones descuidadas al dar forma a un hechizo.
Al mediodía, Biantha ya había perdido la cuenta de los cadáveres nuevos. Se inclinó sobre la pared de fría piedra, y vislumbró un destello de negro, rojo y oro en la distancia: el emperador demonio, con el cetro de ojos de serpiente que ella tan bien recordaba. Por un momento, pensó en la espada Fidora y maldijo la inescrutable simetría de la Profecía.
—No —susurró. Sólo si el emperador estaba convencido de la victoria se arriesgaría a luchar en la primera línea, y una fría convicción le heló los pensamientos.
«Marten. Cuenta con que Marten le ayude».
Tenía que encontrar a Vathré y avisarle. Sabía dónde estaría, y corrió hacia allí, a pesar de los avisos de los arqueros de que se estaba poniendo en peligro.
—¡Mi señor! —gritó, ya lamentándose, porque vio a su rubio hijo junto al canoso Vathré, dirigiendo la defensa—. ¡Mi señor! El emperador…
Biantha se tropezó, recuperó el equilibrio y continuó corriendo.
Vathré se volvió, confiando en ella, y entonces sucedió.
El emperador alzó su cetro, y la oscuridad avanzó para golpear los muros de Evergard. En la oscuridad, los colores se movían como prismas de fuego danzante; el silencio reinó durante un segundo, extrañamente inquietante después del clamor de la batalla. Luego el hechizo del emperador acabó, dejando más muertos de los que el ojo podía contar de una sola mirada. Formas rotas, sangre, armas retorcidas en letales flores de metal, un viento como el aliento de la enfermedad.
Biantha miró incrédula la destrucción y vio que los demonios que habían estado en el camino del hechizo también habían muerto; vio que el emperador había avanzado para evitar el trabajo a sus soldados, no, esperaba, porque supiera que contaba con un traidor en las filas de las Watchlands. Tanta muerte, y todo lo que habían sido capaces de hacer los otros magos y ella había sido mirar.
—Piedad —suspiró Vathré.
—El cetro —dijo Marten con aspereza—. Su nombre es Podredumbre.
Biantha miró hacia las puertas y estornudó a causa del polvo. Los que habían caído ya estaban pudriéndose, la carne ennegrecida y retorcida mostraba el hueso; la fuerte muralla de Evergard estaba agrietada y manchada.
Marten estaba gritando órdenes para que todos abandonaran esa sección de la muralla antes de que se derrumbara. Luego miró a Biantha.
—Tenemos que bajar —dijo—. Antes de que se extienda. Vos también, mi señor.
Vathré asintió y ofreció el brazo a Biantha; Marten pasó delante, por un camino que ahora era mucho más peligroso. Las murallas susurraban roncamente tras ellos: Biantha se encogió ante el estruendo cuando una almena se rompió y cayó.
—¿… use ese cetro de nuevo? —oyó Biantha que Vathré le preguntaba a Marten mientras ella se concentraba en dónde ponía el pie.
—No —dijeron su hijo y ella al mismo tiempo.
—No tan lejos del origen de su poder —continuó Biantha— ni sin los sacrificios de sangre. No contra la madera o la piedra. Pero un roce, contra la carne viva, es otra historia.
Alcanzaron cierta seguridad con los otros que había huido de la sección de muralla que se derrumbaba.
—¿Qué hay de la Profecía? —le preguntó Vathré, mientras hacía una mueca de dolor al contemplar la masacre.
—¿Profecía? —repitió Marten.
Quizá no hubiera oído nada acerca de la profecía en el poco tiempo que llevaba en Evergard, o no lo había entendido. Biantha dudaba que Marten hubiera pasado mucho rato con los trovadores. Al menos no era, rogaba por qué no lo fuera, un traidor, como ella había pensado al principio. Jadeante, miró a su alrededor, oyó los gritos de los heridos, y luego, de repente, se le ocurrió una respuesta, una solución entre muchas.
Perspectiva. Una y otra vez le había dado vueltas a la Profecía y a la segunda guerra que predecía. Había pensado en la extraña simetría, el traidor de la Guerra del Ocaso; pero no se le había ocurrido considerar que, en la segunda guerra de la Profecía, el correspondiente traidor pudiera traicionar a los demonios. A los demonios, no a las Watchlands.
La última vez, lord Mière había traicionado a las Watchlands, y había muerto a manos de Paienne, padre e hija, mientras que Biantha y Marten eran madre e hijo. Pero el reflejo era imperfecto, como la retorcida simetría ya le había mostrado. Marten no tenía que morir, y todavía había esperanza de victoria.
—El emperador aún está allí —dijo Vathré a media voz—. Si alguien pudiera detenerlo, quizá podríamos conservar el castillo. Conservar el castillo y tener una oportunidad de vencer.
—Un reto —susurró Biantha, casi sin darse cuenta de que los que la rodeaban escuchaban ávidamente, porque de eso pendía el destino de Evergard—. Un desafío al emperador. Tiene su honor, por raro que nos parezca. Ha perdido a su campeón; ¿perderá la oportunidad de matar a ese campeón o caer a sus manos?
¿Había habido un desafío igual en la Guerra del Ocaso? Las baladas, las historias, no lo decían. No importaba. No estaban viviendo una balada, sino escribiendo sus propias estrofas de la canción.
Vathré asintió, al ver que sus palabras tenían sentido; después de todo, ella había vivido en el reino de los demonios. Luego se descolgó la espada del cinturón y se la tendió a Marten.
—Coge la espada —dijo.
Si Biantha estaba equivocada, darle la espada Fidora a Marten era una locura. Pero ya no tenían elección, si pretendían aprovechar las enredadas posibilidades de la Profecía.
Marten palideció.
—No puedo. Ni siquiera sé quién es el heredero… —Seguramente porque Vathré aún no había anunciado a su sucesor—. No tengo derecho.
Biantha miró hacia las puertas, ahora convertidas en oxidados amasijos. El capitán de la guardia había reunido a las tropas restantes y estaba esperando sombríamente el avance de los demonios.
—Yo te doy el derecho —dijo el señor de Evergard, exasperado—. No es el momento de preguntas ni de reproches. ¡Coge la espada!
Decidido, Marten aceptó la espada Fidora. Agarró la empuñadura y la espada salió limpiamente de la vaina, brillando tenuemente.
—Lamento lo que he hecho en el pasado —susurró Marten—, aunque eso no cambie lo que está hecho. Ayúdame ahora.
—Apresúrate —le apremió Biantha, suponiendo la forma de la batalla—. El emperador pronto vendrá a reclamar su botín, nuestro hogar, y tú debes estar allí para impedírselo.
Se puso de puntillas y le besó en la mejilla; el beso de una madre, que no le había dado en tantos años. Reunió en su mente todos los hechizos protectores en los que pudo pensar y los forjó juntos alrededor de él a pesar de su agotamiento.
—Ve con mi bendición.
«Y por favor, regresa». Después de haberlo perdido una vez, Biantha no estaba dispuesta a perder a su hijo otra vez.
—Y también con la mía —añadió Vathré.
Marten inclinó la cabeza y se marchó corriendo. Temblando, Biantha trató de reunir la fuerza necesaria para emplear más magia contra los demonios, para influir en la Profecía a su favor. Se sintió como si fuera una fórmula en un viejo libro, una criatura de tinta difuminada y papel amarillento.
Mientras Vathré y ella observaban, Marten se abrió paso entre los soldados ante las puertas, y sólo se detuvo para intercambiar unas palabras con sus camaradas. Éstos le abrieron paso, preguntándose por qué él y no Vathré empuñaba a Fidora; Vathré agitó una mano hacia ellos para tranquilizarlos. Al otro lado de las puertas, se hallaban el emperador y su cuerpo de élite, vestidos en ricos colores, en perfecta formación.
—Traidor —espetó el emperador a Marten en una fría voz que nunca mostraba nada excepto burla; demonios y humanos se esforzaron por oírle—. ¿Crees que la espada de Evergard te protegerá?
En respuesta, Marten blandió la espada hacia el expuesto cuello del emperador, donde las venas se veían doradas bajo la piel traslúcida. Sus guerreros reaccionaron rodeándolo mientras el emperador alzaba su cetro de ojos de serpiente para parar el golpe. A su vez, los soldados de Evergard avanzaron para defender a Marten. Biantha sintió que una risa histérica le subía por la garganta; los soldados de ambos bandos parecían estar ejecutando una coreografía, como bailarines.
En ese momento, al esforzarse por ver qué estaba pasando, se dio cuenta de por qué el emperador había elegido a su hijo como campeón. Varios de los soldados de su guardia personal vieron claramente los golpes que los matarían, pero no pudieron pararlos a tiempo. Pero los ojos de Biantha se dirigieron al emperador, y se le cortó la respiración: el emperador parecía estar apuntando a una mujer que había mutilado a uno de sus soldados, pero Biantha vio que un giro en la trayectoria del cetro lo llevaría a golpear a Marten. Ni siquiera un campeón traidor podría sobrevivir a un toque del cetro; el ataque lo debilitaría más allá de su capacidad de recuperación.
—¡Marten! —gritó. Él era todo lo que le quedaba de su antiguo hogar y sus decadentes intrigas; de un hombre con manos amables que la había amado dentro de los estrechos límites de la vida de la corte; de su familia. El emperador se lo había robado durante tanto tiempo…
La intuición matemática la lanzó más allá de los meticulosos lemas y las líneas de demostración, el pánico dio alas de halcón a su pensamiento. Biantha tejió un hechizo más. Simetría; el ataque del emperador se convirtió en el de Marten; en espacios demasiado extraños para que la mente pudiera imaginarlos. La espada Fidora fue directa a su blanco, mientras que el cetro falló el golpe, y fue la sangre dorada del emperador la que regó las manos de Marten.
«Lamento todo lo que ha pasado, Marten», pensó Biantha, y perdió la conciencia.
Los trovadores que sobrevivieron al sitio de Evergard hicieron canciones de las muertes, la desesperación, el duelo entre el emperador demonio y el que ahora era heredero de las Watchlands. Biantha, por su parte, escuchaba y lloraba a su manera a los que habían muerto… al biznieto de Mière. Había más en toda historia, había aprendido, de lo que recordaban los trovadores; y eso también era cierto en cuanto a sí misma, su esposo y su hijo.
Biantha escribió sólo dos líneas en el margen de un libro inacabado; un libro de sus propios teoremas.
Hay demasiadas formas del amor para contarlas.
Una de ellas es el perdón.
Era una conjetura, no una demostración, pero Biantha sabía que era verdad. Después de que se secara la tinta, dejó la habitación con sus gastados libros y fue al gran salón, donde Vathré y Iastre, y sobre todo Marten, la esperaban para cenar.
Para Ch 'mera y para los que enseñan matemáticas.