¿Se tiene tanto apego a la vida o tan dulce es la paz como para pagar por ellas con las cadenas y la esclavitud? ¡Dios Todopoderoso! No sé qué rumbo tomarán los demás, pero en lo que a mí respecta, ¡dadme la libertad o la muerte!
PATRICK HENRY
Islas Thimble
Frente a la costa de Connecticut
mayo de 1776
—No sé cómo se supone que vamos a ver algo con esta bruma —dijo Proctor Brown, situado a proa de la embarcación. El balandro, que arbolaba una única vela, cabeceó como un tapón de corcho en la mañana lechosa que todo lo oscurecía a su alrededor, incluyendo el barco espía inglés que andaban buscando.
—Si grita un poco más tal vez le oigan y nos adviertan a viva voz de su posición —replicó detrás de él Deborah Walcott, en voz baja.
Proctor se mordió la lengua para contener su respuesta. Era buen consejo guardar silencio, sobre todo teniendo en cuenta que otros habían desaparecido persiguiendo aquel misterioso barco espía.
El agudo ingenio de Deborah era una de las cosas que amaba y consideraba profundamente frustrantes en ella. La otra era no tener la certeza de qué lugar ocupaba él en su corazón. El asesinato de los padres de ella antes de la batalla de Bunker Hill había complicado su relación, y los amigos de su madre, que se habían erigido en tutores y carabinas de la joven, habían hecho lo posible para mantener separados a Proctor y Deborah.
A juzgar por su tono de voz, era difícil saber si estaba enfadada con él o si le divertía la situación, así que Proctor se volvió hacia ella para verle la expresión. No sirvió de gran cosa. Aunque apenas estaba a unos pasos de distancia, su rostro no era más que un borrón gris en mitad de la embarcación.
—Vista al frente, ¿eh? —dijo a popa el tercer pasajero. Era un corsario veterano llamado Esek O'Brian. Al igual que Proctor y Deborah, había sido escogido personalmente para la misión por el general George Washington, aunque los tres no se habían reunido hasta que Esek recogió esa misma mañana a Deborah y Proctor en una playa. Tenía el cuerpo recio como un yunque de hierro, era tan pronto a hacer amigos como enemigos, y llevaba treinta años de corsario y contrabandista en esas aguas. Pero todo tipo de personas se había sumado a la Revolución, así que Proctor no se había hecho un juicio apresurado de él.
—Vista al frente —respondió Proctor. Se inclinó sobre la regala para observar las peligrosas rocas que acechaban bajo el oleaje color pizarra.
Un buque de guerra inglés había surcado en diversas ocasiones aquel trecho de mar de las rocosas Islas Thimble, frente a la costa de Connecticut. Preocupaba que el Inglés estuviese desembarcando espías en ese lugar, puede que incluso se estuviera preparando para un futuro desembarco de tropas. Las colonias americanas no habían declarado aun oficialmente su independencia de Inglaterra, y una victoria dramática por parte del Inglés podía poner fin a sus aspiraciones.
Las colonias habían enviado varias barcas pesqueras y bergantines en busca del escurridizo barco, pero cuatro de ellas habían desaparecido sin dejar rastro. No hubo estruendo de batalla, ni indicios de naufragio. La gente susurró que era cosa de brujería, que incluso aquella bruma era sobrenatural. Destacar otros barcos, quizá de mayor porte, a la búsqueda, hubiese dejado desprotegidas otras partes de la costa.
Así que el general Washington decidió que una embarcación de modestas proporciones, rápida a la vela, puede incluso que tan pequeña que costase divisarla, podía alcanzar el éxito allí donde otros barcos más capaces habían fracasado.
Y por si acaso los chismorreos que apuntaban a la magia eran ciertos, envió dos brujos a encargarse del asunto. Proctor y Deborah ya habían utilizado su talento especial para contrarrestar magia negra en Boston antes de que tuviese lugar la batalla de Bunker Hill.
Una ola rompió con fuerza en el costado, y el agua helada empapó el rostro de Proctor. La sal hizo que le escocieran los ojos. Se los estaba secando cuando, a pocos metros de distancia, el agua rompió sobre unas rocas que apenas estaban sumergidas.
—¡Izquierda! —gritó, antes de poder recordar el comentario de Deborah respecto a bajar la voz—. Rocas a la izquierda.
—Babor —corrigió O'Brian, sin molestarse en disimular su desprecio en el tono de voz—. Es babor. Cuidado, señorita. —Haló las escotas con la misma soltura que Proctor conducía el tiro de bueyes de la granja.
Proctor se volvió para ayudar a Deborah, pero ésta se agachó con agilidad bajo la botavara cuando le pasó sobre la cabeza. Se riñó por haberse propuesto protegerla de todo, ya que ella había demostrado ser perfectamente capaz de cuidar de sí misma, cuando el bote escoró de tal forma que tuvo que aferrarse para evitar caer por la borda. Cuando la embarcación superó el trance, O'Brian aventó la escota, adrizando el barco.
—No hay forma de que aclare esta bruma espesa —dijo en voz baja O'Brian—. Antes, a la sombra de los árboles se divisaban las islas. Pero el ejército los taló todos para que no hubiera donde esconder un palo. A ellos no les sirvió de ayuda, y tampoco a nosotros nos beneficia. —Rebulló en la bancada, la embarcación se balanceó y las olas sacudieron unos instantes con mayor fuerza los costados—. Así que ustedes dos son personas de talento, ¿eh?
Proctor se puso tenso. La brujería seguía siendo un tema delicado que no convenía comentar con extraños.
—Soy capaz de interpretar Yankee Doodle con la flauta.
O'Brian lanzó un bufido.
—¿Qué le contaron acerca de nosotros, señor O'Brian? —preguntó Deborah.
—Esek —dijo—. Como Esek Hopkins, el corsario. Me bautizaron en su nombre. No han oído hablar de él, ¿verdad? —Antes de que Proctor y Deborah pudiesen responder, añadió—: No se preocupen. Llámenme Esek. «Señor» es para quienes creen estar por encima de los demás.
Lanzó un escupitajo por el costado de la embarcación.
—He oído que usted es una bruja y él un mago, o algo así, pero que no debería temerles porque son cristianos. No buenos cristianos, ya que son cuáqueros, lo que, sinceramente, no tiene la menor importancia para mí. He visto cosas que jamás creerían. Conocí en Macao a un chino capaz de hacer que las cartas que tenías en la mano cambiasen de palo, además de sisarte el dinero del bolsillo para meterlo en el suyo. Claro que esto último no fue tanto cosa de magia como su capacidad para jugar bien a las cartas. Así que por mí pueden invocar un demonio, siempre y cuando demos con ese barco inglés y nos paguen lo prometido.
—No será necesario invocar demonios —prometió Deborah—. Pero he estado trabajando en mi concentración para elaborar un hechizo de búsqueda.
Por supuesto, pensó Proctor. Había pensado que primero encontrarían el barco, y que después elaborarían la magia. Deborah planeaba más e improvisaba menos. Si él tuviera que crear un hechizo de búsqueda con prisas, ¿a qué recurriría?
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarla?
—Mantenga los ojos abiertos —respondió ella. Deborah inclinó la cabeza y se cogió de manos para pronunciar una plegaria silenciosa. El silencio irradió desde ella y se extendió por todo el balandro, hasta que incluso las olas que golpeaban los costados lo hicieron entre susurros—. Ante la luz exponemos ésta nuestra necesidad —dijo—. Trae a la luz las cosas que ocultan las tinieblas.
Abrió las palmas de las manos como se abre una flor y permaneció sentada en silencio.
—¿Eso es todo? —preguntó Esek—. Pues el chino de Macao…
—Tenga paciencia —le interrumpió Proctor.
Deborah era lo bastante poderosa para tener que pronunciar un hechizo una sola vez, y luego retenerlo mentalmente en silencio. Proctor seguía necesitando la concentración física para canalizar sus hechizos, y por tanto tenía que repetirlos. Aunque reconoció de Corintios el verso que ella había escogido, estaba más familiarizado con el Antiguo Testamento y hubiese recurrido a Isaías. Mientras observaba a Deborah, a la espera de que su hechizo surtiese efecto, hizo un discreto dibujo en el aire, un trazo que le sirviese como foco, y repitió mentalmente la adaptación que había hecho de los versos: «Danos los tesoros escondidos y los secretos muy guardados. Danos los tesoros escondidos y los secretos muy guardados».
Mientras aquellas palabras le fluían por la mente, una luz, sobrenatural, luminosa, se abrió como una flor en primavera en las manos acopadas de Deborah. Esek dio un respingo a pesar del temple que había asegurado tener antes, y el barco sufrió una sacudida. Pero Deborah exhaló un leve suspiro de alivio y volcó su poder en la diminuta esfera de luz.
Proctor la observó, intentando seguir los pasos que daba. Pero por rápido que fuera, la luz aumentó hasta envolver por completo el cuerpo de Deborah. Entonces, justo cuando creía que eso era todo cuanto se había propuesto hacer, se extendió hacia afuera de la embarcación como el haz que proyecta un faro. Barrió la bruma, iluminando una isla rocosa tras otra, todas cubiertas por maleza y tocones de árbol, nada tras lo cual pudiera ocultarse un barco. Cuando la luz regresó al balandro, perlada, fría, le pasó a Proctor por encima del hombro y le erizó el vello del cuerpo, dejando una huella como de rocío en la piel, una huella constante aun cuando se hubo movido. La luz completó una circunferencia en torno a la embarcación y se apagó como si nunca hubiese existido, con la misma prontitud con que se había manifestado.
Deborah se hundió de hombros, exhausta.
—¿Han podido ver algo?
—Hmm. —Proctor cayó en la cuenta de que había estado más pendiente de ella que del haz.
—Nunca había visto nada parecido —dijo Esek, y era difícil decir si se sentía impresionado o asustado, mientras volvió la cabeza a su alrededor con gesto cansino, con una mano en la culata de la pistola que llevaba hundida en el cinto.
—¿Mejor que los trucos de cartas de ese chino? —le preguntó Proctor.
—No sabría qué decirle —respondió Esek—. Sigo sin ver barco alguno.
—Tal vez la luz le haya espantado tanto que se ha dejado llevar por el viento bien lejos de aquí —aventuró él, intentando aliviar la tensión.
Pero lo lamentó de inmediato. Deborah le miró bajo el ala del sombrero, y bastó con observar su postura para comprender lo tensa que estaba. El hechizo no había arrojado el resultado que ella había planeado. Claro que eso sucede a menudo cuando se trabaja con fuerzas sobrenaturales. Nunca se llega a controlar el poder, tan sólo puedes canalizarlo. Y como sucede con cualquier otro canalizador, a menudo el poder lo desborda.
—Pues será mejor que volvamos a buscar a la antigua usanza —propuso Esek, incorporándose en la bancada para orientar la vela.
—Quizá tendríamos que dar otra oportunidad a Deborah —propuso Proctor.
—Estas aguas llevan cientos de años infestadas de piratas —dijo Esek—. Me refiero a que cualquier pirata que se haya forjado un nombre las ha surcado en uno u otro momento. Una vez oculté aquí un cargamento de té de contrabando para impedir que los ingleses gravaran impuestos. Pero también es verdad que no hay muchos lugares donde esconderse, y que todo depende del barco que uno tenga. ¿Les dijeron si se trataba de uno de vela cuadra, o de vela de cuchillo? —Calló cuando el balandro emprendió su andadura—. Pero ¿qué brujería es ésta?
La vela daba gualdrapazos, a pesar de lo cual la embarcación hacía proa contra la corriente. Bajo el viento frío que provenía de alta mar y el tacto húmedo de la bruma, Proctor percibió un cosquilleo bajo la piel que le informó de que había un mago obrando cerca.
—No es cosa mía —avisó Deborah, lo cual hizo que Proctor se preocupase más si cabía.
La vela se hinchó llena por el viento, cada vez más tensa a medida que el balandro ceñía sobre él. Esek empuñó el revólver, pero antes de que pudiera hacer nada con él se levantó la bruma.
Tendría que haber dejado al descubierto el cielo despejado de la mañana, pero a medida que se hizo añicos o se vino abajo como retales de encaje la oscuridad cayó a su alrededor.
Era de noche. Y el cielo estaba tachonado de estrellas.
A medida que se acostumbraron a la oscuridad, las islas rocosas emergieron de la sombra cenicienta de antes como salteadores de caminos que abandonan su escondite.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Esek. No parecía decidirse entre apuntarlos a ellos con el arma o apuntar hacia el agua.
Proctor calculó qué posibilidades tenía de derribarlo. El balandro tenía un casco largo, no era muy estable y había muchas cosas que se interponían entre ambos. No obstante aflojó el tomahawk en el cinto. En sus tiempos de miliciano se había entrenado con él. Si lograba lanzarlo bien…
—Miren —exclamó Deborah—. Ahí está el barco.
El barco anclaba cerca, y aún había más.
Islas distantes, que antes vieron peladas de vegetación, estaban pobladas de nuevo por árboles.
Pero ese hecho era menos destacable que las estructuras que ocupaban las dos islas que asomaban a proa. Una, la pequeña, estaba ocupada por una diminuta choza hecha de madera de balsa y restos de naufragios. La isla mayor estaba ocupada de punta a punta por un palacio de mármol blanco, coronado por cúpulas de minarete, una imagen extraída de los libros con grabados de inspiración oriental.
Un puente de cuerda, una cuerda para deslizar las manos, otra para apoyar los pies, comunicaba ambas islas.
A Proctor solía erizársele la piel cuando estaba en presencia de la magia, pero en ese momento era tan intensa la sensación que experimentaba que parecía tenerla cubierta de hormigas rojas. Deborah permanecía agazapada en mitad de la embarcación, incapaz de disimular lo sorprendida que se encontraba.
El balandro continuó con su movimiento, arrastrado hacia las islas como el agua que se mueve en espiral hacia un desagüe. Pasaron entre la mayor de ambas, la del palacio, y la pequeña, la de la choza, y después rebasaron la posición del barco fondeado.
A Proctor se le antojó vetusto, casi antiguo. Tenía la madera de color gris, castigada por la acción de la broma, salpicada de hondos rasguños. La pintura se había descolorido hacía tiempo, así que era imposible determinar cuáles habían sido sus colores, y las velas eran tan finas que casi se antojaban transparentes. Había empalmes en todos los cabos, tantos que no se sabía por dónde acabarían cediendo. Veinte cañones asomaban por las portas de uno de los costados, pero estaban oxidados, envueltos en restos de algas y otros restos con los que el viento los había adornado.
—Ése no puede ser el barco espía inglés —comentó Proctor.
—No… —confirmó Esek, a popa del balandro—. El diablo, eso es lo que es.
—La Fancy, más bien —murmuró Deborah.
Proctor miró en la misma dirección que ella. Aunque casi había perdido toda la pintura, el nombre de la embarcación podía leerse a popa. Fancy.
El nombre no significaba nada para Proctor. Deborah le miró a los ojos, y a juzgar por su expresión tampoco a ella le sonaba de nada. Sin embargo, Esek se quedó clavado mirando el nombre.
—¡Ha del barco! —exclamó alguien desde la isla, sorprendiéndolos a todos.
Un tipo delgado con el pelo muy corto y ojos hundidos y extraviados había salido de la choza. Vestía casaca, tan gris y polvorienta como las rocas que le rodeaban, con las costuras deshilachadas. Llevaba calzones, pero sin medias ni zapatos. Dio un paso titubeante hacia ellos, luego volvió a meterse en la choza.
—Hola —gritó Proctor—, ¿dónde estamos?
El hombre salió de nuevo, ajustándose una peluca vieja, antes de cubrírsela con un sombrero raído y adornado con más plumas de las que hubiera sido aconsejable. Corrió entre las rocas y se aferró a una de las amarras que aseguraban el barco a la isla.
—Buenas —gritó de nuevo—. No querrán pasar de largo junto a ese barco.
Proctor miró más allá de la vetusta nave. Había otra isla, coronada por blancas rocas sobre otras grises, que aguardaba en el rumbo que llevaban.
—¿Por qué no? —respondió.
Pero el hombre se deslizaba mano sobre mano por la amarra hasta la cubierta de la Fancy. Llevaba entre los dientes un cuchillo, así que no pudo responder.
—No puedo detener el balandro —dijo Esek—. No hay viento, así que no hay manera de impedir que lo arrastre la corriente.
La embarcación pasó a la Fancy de largo, y lo hizo a una velocidad considerable para deberse únicamente a la corriente. Era como si fuesen los peces que habían mordido el anzuelo y alguien estuviese cobrando el hilo en el carrete. Tras dar la vuelta al barco, Proctor pudo ver que la costa de la tercera isla estaba cubierta de cascos y aparejos, de restos de naufragios. La bandera de la colonia de Massachusetts ondeaba de un asta rota.
Eran los barcos desaparecidos.
Proctor se disponía a informar de ello cuando una oscura figura se asomó por la parte superior del montículo de roca blanca. Entonces, una de las rocas rodó suelta hasta precipitarse en la orilla del agua con un ruido seco. Era un cráneo. El montículo estaba formado por huesos y cráneos.
La oscura silueta se irguió y desperezó como un gato que despierta de la siesta. Pero era demasiado grande, el mayor felino que Proctor había visto. Un tigre que tenía las zarpas como palas de remo.
Esek había asido un remo del fondo del balandro con intención de cambiar la trayectoria de la embarcación, remando con ganas. El casco se balanceó bajo los pies de Proctor cuando se dio la vuelta bruscamente en busca de otro remo.
—Allá va —gritó el extraño, que recorrió la cubierta de la Fancy a la carrera hasta ganar la proa. Usó el cuchillo para serrar uno de los cabos de las velas. La lona cayó a su espalda. Zarandeó el cabo una vez, y luego otra, y por fin lo soltó a la tercera. Se desplazó a través del espacio que los separaba hacia el balandro. Proctor se inclinó por el costado, estirando el brazo.
El cabo cayó a escasa distancia en el agua, con un chapoteo salado.
—Diantre —se lamentó el tipo—. Ya no tengo la fuerza de antes.
—No lo deje escapar —gritó Esek. Lanzó el remo, y la brusquedad del movimiento hizo balancearse peligrosamente la embarcación. Proctor cambió de bordo para evitar caer. El cabo quedó fuera de su alcance.
El extraño se irguió en la proa de la Fancy, haciendo bocina con ambas manos.
—Hace mucho tiempo de la última vez que tuve compañía. Ha sido un placer conocerles.
—Vuelva a intentarlo. Arrójenos otro cabo, aún no es demasiado tarde —gritó Esek al tipo del barco.
Proctor miró a Deborah, que estaba paralizada por el miedo en mitad del balandro. Luego volvió la vista atrás. El tigre descendió por la montaña de huesos y ayudó al cráneo que había rodado por la ladera a caer con un chapoteo en el agua.
Proctor reparó de nuevo en el cabo que les había arrojado el extraño.
Carecía del talento de Deborah o de su habilidad, pero en la granja había recurrido a su magia en más de una ocasión. Una de las cosas que hacía era pasar la cuerda por la polea sin tener que subirse a lo alto del granero.
—No seas escasa. Alarga tus cuerdas y refuerza tus estacas —dijo.
No pasó nada. Extendió la mano en dirección al cabo. En la granja solía emplear una pieza más corta, cortada de la misma cuerda, que se enrollaba alrededor de la mano a modo de foco. Hizo un nuevo gesto para atraer el cabo hacia sí.
—No seas escasa. Alarga tus cuerdas y refuerza tus estacas.
El cabo restalló en el agua como la punta de un látigo y lastimó la mano de Proctor, quien sin embargo logró aferrarlo con fuerza. Apenas era lo bastante largo para alcanzarlos, y el balandro se deslizó bajo sus pies.
—Ojo, no vaya a caer por la borda —le advirtió Esek, que con otro movimiento brusco estuvo a punto de lograr precisamente eso. Proctor se asió a la regala y encogió el cuerpo, dispuesto a halar del cabo para combatir la fuerza de la corriente.
Llegaron a escasos centímetros del casco del barco. Sintió que el balandro trabajaba en dirección contraria, como un tiro de bueyes que ara el campo. Aspiró aire con fuerza y dio un nuevo tirón. La proa del balandro miraba aún hacia la isla, pero logró arrimarlo un poco más hacia el casco de la nave de mayor porte.
Deborah se le acercó para asir el extremo del cabo y ayudarle a tirar de él. Cuando sintió su proximidad, el aliento de ella a su espalda, se sintió enardecido. Sólo la fuerza de sus brazos se interponía entre la seguridad de ella y una muerte más que probable. Bastó con eso.
Mano a mano, logró arrastrar el balandro hacia el barco.
Deborah fue cobrando el cabo a medida que se enroscó en la cubierta, y se lo tendió a Esek, que fue adujándolo. Cuando se pusieron de costados paralelos respecto a la Fancy, abarloó ambas embarcaciones. Sólo entonces volvió Proctor la vista atrás. El tigre parecía observarlos con curiosidad. Cuando cruzaron la mirada, abrió las fauces y lanzó un rugido. El sonido reverberó sobre el agua, y le puso los pelos de punta a Proctor, cuyas rodillas se volvieron gelatina.
Se oyó un estampido a su espalda. El extraño había echado una escala de cuerda por el costado del barco.
—Ésa de ahí es Zarpa Vieja —dijo, alegre—. Ustedes ni caso, hagan como si no existiera.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Deborah, cuyos dedos descansaban en el antebrazo de Proctor. Proctor agachó la vista y reparó en la sangre que le resbalaba por la muñeca. El corte que tenía en la palma de la mano había empeorado con cada tirón del cabo.
—Estoy bien —aseguró, apartando la mano y cerrándola. El dolor, que debía de haber estado presente todo el tiempo, le alcanzó por fin y torció el gesto—. ¿Y usted…?
—Estoy bien —dijo ella.
La expresión de su rostro debía de ser una imagen espejo del suyo. Era impensable que ambos estuviesen como si nada.
—¿Dónde estamos?
Ella se le acercó para susurrar:
—Es como el cuarto secreto de una casa. Ésas son las Islas Thimble, y es muy probable que sigamos en el mismo lugar donde estábamos antes. Pero tengo la sensación de haber franqueado una puerta que da a ese cuarto secreto.
—¿Es cosa suya? —preguntó él.
—Creo que lo que hice con la luz debió de llamar la atención de una bruja o un mago mucho más poderoso de lo que nosotros hayamos podido conocer. Más, incluso, que la bruja Nance.
—El extraño —susurró Proctor, que evitó deliberadamente mirar hacia la cubierta del barco—. Pero ¿por qué ha intentado entonces salvarnos?
—Eso también me inquieta —admitió ella.
—Vamos. —Esek había subido por la escala hasta la cubierta del barco y les hacía gestos para que imitasen su ejemplo.
Proctor aseguró la escala para que Deborah pudiera subir sin tener que estar tan pendiente del vaivén del oleaje.
—Vaya con cuidado —le advirtió con un tono de voz normal.
Esek la ayudó a subir a cubierta. Proctor esperó a la ola adecuada y, ayudado por el balanceo, se encaramó a la escala y subió por ella para situarse junto a la bruja.
De cerca el extraño parecía alguien que hubiese perdido el juicio. Hedía como si no se hubiera aseado o lavado la ropa en años. Tenía los ojos enrojecidos, azuladas las cuencas de los ojos como si se los hubieran amoratado. En una de las mejillas chupadas, tras la barba de días, tenía cuatro cicatrices paralelas. Vestía ropa que en tiempos debió de ser elegante, mucho más que la que Proctor había visto llevar al gobernador, pero era vieja y estaba cubierta de manchones. Le faltaban botones y el encaje pendía de un hilo, como las hojas otoñales, a la espera de un viento fuerte que se las llevara consigo. Ceñía espada a la cintura, pendía de un tahalí zurcido y rezurcido tantas veces con tantos parches que casi medía el doble de su longitud original. Sin embargo, ninguno de estos detalles, juntos o por separado, hacían de él un hombre loco, tan sólo desdichado, como un náufrago abandonado durante años en una isla desierta. Parecía loco por la sonrisa torcida, ancha como ancho es el océano Atlántico, una sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes tan renegridos como nubarrones cargados de tormenta.
La sonrisa torcida y los ojos… La sonrisa no casaba con los ojos, que eran oscuros, peligrosos, y que tenía clavados en Proctor.
—Considerable hazaña la suya —alabó, inclinando la cabeza en dirección a la isla del tigre—. Hace mucho tiempo que no veo a Zarpa Vieja tan frustrada.
—¿Ese tigre es su… mascota? —preguntó Deborah.
Recuperó la sonrisa el rostro del extraño, aunque no tan pronunciada y con cierto aire a incertidumbre.
—No, no, de ninguna manera. —Miró hacia la isla y se humedeció los labios, nervioso, dando la impresión muy distinta que la del hombre de acción que había corrido por cubierta dispuesto a salvarles la vida—. Pero ¿qué se habrá hecho de mis modales? ¿Tendrían la amabilidad de acompañarme a mi humilde morada?
—¿Vive en la choza o en el palacio? —preguntó Esek, que había devuelto la pistola al cinto, pero cuya mano descansaba en la cintura, no muy lejos del arma.
—Bueno, supera con mucho a lo que podría considerarse una choza. En realidad es bastante confortable —comentó el extraño—. No debemos ir al palacio. No, no es lugar para nosotros.
—¿Para quién es? —preguntó Proctor.
El loco sonrió de nuevo, frotándose las manos.
—¿Quién irá primero?
Para pasar de la cubierta del barco a la isla tuvieron que servirse de sendos cabos asegurados con flexibilidad a la amarra, uno para las manos y otro para los pies.
—Mejor voy yo delante —propuso Deborah—. Si esos cabos son tan viejos como los que tiene el barco, podrían ceder bajo el peso de los caballeros.
Sin esperar a que nadie le diera permiso, introdujo el pie en uno de los cabos y aferró con la mano el otro a la altura del hombro. Y así se deslizó con soltura por la gruesa amarra. Proctor contuvo la sonrisa. Deborah podía ser la persona más pragmática del mundo. Cuando alcanzó la mitad del recorrido y el dobladillo de la falda casi le rozaba el agua, el extraño se inclinó sobre Proctor.
—Es la clase de mujer que si uno se descuida acaba por ponerse tus calzones —dijo.
Aquel comentario ofendió a Proctor. De hecho, Deborah había llevado calzones en diversas ocasiones cuando un año atrás se habían enfrentado a las brujas del Cónclave, lo cual no le incomodó lo más mínimo. Pero no iba a dar pábulo al comentario del extraño, ni a defender las acciones de ella ante alguien que no la conocía.
—Siente un gran aprecio por su independencia, como hace todo buen americano —dijo—. Es algo que admiro en ella.
El uso de la expresión «buen americano» tuvo por objeto servir de cebo del anzuelo mediante el cual esperaba tantear la posición del extraño en el conflicto en que estaban inmersos, pero la treta hizo aguas. De hecho, el extraño estaba tan pendiente de la isla del tigre que apenas prestó atención a sus palabras.
—Ah, créame, conozco a las de su clase —murmuró—. Conozco muy bien a las de su clase.
Deborah había llegado al otro lado, echó el pie a tierra en la costa rocosa, se dio la vuelta y dirigió un gesto a Proctor, quien a su vez la saludó con la mano. Mientras lo hacía, Esek se dispuso a deslizarse por la cuerda.
—Yo seré el siguiente —dijo.
—¿Está seguro de que eso es lo más aconsejable? —preguntó Proctor, consciente del peso del marino, pensando en lo que había dicho Deborah.
—Sí. Soy mayor que ustedes, así que si la amarra puede conmigo, podrá perfectamente con ustedes, ¿no cree?
Se dispuso a cruzar. El tigre lanzó de nuevo un rugido, al que siguió un fuerte chapoteo. El extraño corrió hacia el extremo opuesto del barco y miró en dirección a la isla. Se inclinó por el coronamiento y golpeó el casco, gritando.
—¿Los tigres saben nadar? —preguntó Proctor.
El extraño se volvió hacia él, con los ojos muy abiertos y una alegría enajenada.
—Pues claro, y también se les da de miedo trepar.
Los profundos rasguños del costado del barco que había confundido por la acción de la broma cobraron un nuevo significado. Proctor se volvió hacia Esek, que se desplazó rápidamente para tratarse de alguien tan corpulento. Pero era tan pesado que los cabos con los que se había ayudado se deslizaron por la amarra hasta el oleaje, y acabó calándose las botas.
—Será mejor que se apresure —gritó Proctor.
Esek no respondió, pero el extraño loco se frotó de manos como divertido por la situación.
—No son muy rápidos nadando. No, más bien es usted quien tendrá que apresurarse cuando sea su turno.
—¿El tigre no puede sortear las rocas para alcanzar su isla? ¿Por qué vamos a estar más a salvo ahí que aquí?
El loco se dio unas palmadas en el puño de la espada.
—Con los años hemos llegado a un acuerdo. Ella no se acerca a mi isla y yo no me meto en sus asuntos.
Esa forma de referirse al tigre, o tigresa, como si de una persona se tratara, preocupó a Proctor. Aunque el hombre parecía haber perdido la razón, sus palabras y acciones habían mantenido una gran lucidez todo ese tiempo, todo a excepción de su comportamiento con el animal.
—¿Y al rescatarnos antes de naufragar en su isla no se ha metido de algún modo en sus asuntos?
—Vaya, eso he hecho, ¿eh? —dijo, riendo. Dio unas palmadas a Proctor en el hombro—. Yo que usted no perdería el tiempo.
Esek había ganado la costa y se encontraba en un extremo, contemplando el palacio blanco. Deborah estaba a medio camino entre él y Proctor, cerca de la entrada de la choza.
Proctor se deslizó por la amarra, encontrándola más sólida de lo que parecía apuntar su aspecto. Se le columpiaron los pies y estuvo a punto de caer al agua. El ruido de las garras que rascaban la madera encontró eco desde el extremo opuesto del barco. El terror azuzó el corazón de Proctor, quien se apresuró cuanto pudo, pero cuanto más rápido iba más se balanceaba, hasta el punto de perder pie y quedar colgado de los brazos mientras el cabo que tenía en los pies caía sin orden ni concierto bajo él. Echó un ojo a algún lugar donde afianzarse, mientras que con el otro vigilaba que el tigre no doblase el barco.
El loco estaba de pie en el costado de la embarcación, haciendo bocina con las manos.
—Aprisa.
La risa enajenada infundió un valor a Proctor que las circunstancias no pudieron darle por sí solas. Recuperó la cuerda con los pies y descendió con mayor calma hasta la costa, donde Deborah le estaba esperando.
—No entiendo cómo sobrevive —dijo Deborah—. Está claro que vive aquí. Hay un montón de trapos viejos que o bien son un nido de ratas o bien le sirven de camastro, aunque dado su tamaño sospecho de esto último. Pero no hay restos de comida, sólo un poco de agua…
—¿Cree que es un fantasma? —preguntó en voz baja Proctor. Aún le temblaban los brazos de resultas del esfuerzo de arrastrar el balandro al barco, e intentó recuperar la sensibilidad en ambos sacudiéndolos con fuerza mientras conversaban.
—No huele como un fantasma —dijo Deborah.
—Eso es verdad —admitió Proctor—. Tampoco yo me siento uno, así que al menos no hemos muerto para llegar aquí. Lo que sí está es loco. ¿Y nosotros?
—No —respondió ella—. Lo sé porque quiero volver a nuestro balandro y encontrar el modo de regresar a casa, y en eso no hay nada fuera de lo común.
La risa del extraño aumentó un tono para imponerse al chapoteo. Se descolgó por la amarra con el tigre nadando debajo. El animal alzó una de sus enormes zarpas, pero el hombre encogió una de las piernas, mientras con la otra intentaba arrear una patada en el hocico del animal.
Esek se les había acercado y lanzó una fuerte risotada al ver el espectáculo.
—He ahí un hombre a quien otros seguirían al infierno —dijo antes de reparar en lo que implicaban sus propias palabras—. ¿Creen que estamos en el infierno?
Proctor hizo un gesto de negación con la cabeza.
El loco se deslizó como un mono hasta la costa y se descolgó de la amarra con un saltito. Una vez en tierra, asió una roca y la arrojó al tigre. Sin demorarse para ver si le había alcanzado, se volvió hacia sus invitados.
—Con todo el tiempo que ha pasado, aún les sorprenderá que queden rocas por aquí, ¿verdad? Pero cada vez que me acerco encuentro algunas más. Oh, vaya… ¡Qué contrariedad!
—¿Qué pasa? —preguntó Proctor, que reparó entonces a qué se refería.
El balandro marchaba a la deriva. Flotó llevado por la corriente hasta que encalló en la isla a tal velocidad que el palo se partió. El oleaje hizo de las suyas, arrojándolo de nuevo contra las rocas, partiéndole esta vez la quilla como el espinazo de una liebre. Proctor asió el brazo de Deborah, apretando suavemente para infundirle ánimos.
El tigre nadaba un poco alejado de la orilla, sacudió la cabeza para librarse del agua y siguió nadando.
—¿Adónde va? —preguntó Proctor.
—Se vuelve por donde vino, como hace siempre —respondió el loco—. Zarpa Vieja es astuta pero predecible. —Entonces rió al tiempo que aplaudía—. Veamos, ¿a quién le apetece tomar un té?
El loco se alejó de ellos para comprobar en qué estado se encontraban varias tazas rotas que había puesto a secar.
—Algún modo encontraremos de salir de aquí —dijo Proctor—. Yo le…
—Mejor no jure usted nada —le advirtió Deborah.
Siempre la cuáquera. Eso casi le arrancó una sonrisa.
—No iba a hacerlo, me disponía a asegurarle que percibo la magia en este lugar, a pesar de que aún no le he visto practicar nada.
—Yo también, y tampoco yo le he sorprendido practicándola. Pero debemos permanecer en guardia. Recuerde cómo nos engañó la viuda Nance.
—Me acuerdo perfectamente —dijo él. Las cicatrices de los brazos, fruto de aquel lance, aún conservaban un tono rosáceo y no podía decirse que se hubieran curado del todo—. ¿Podría usted, llegado el caso, inmovilizarlo con un hechizo?
Ella abrió la mano para revelar varias cuerdas con nudos. Las había preparado para servirse de ellas como foco.
—Pero no antes de que demos con el modo de abandonar la isla.
Cerca de ellos, el loco olisqueó una jarra resquebrajada.
—Ésta es potable —dijo, llevándola a un círculo de piedra que había en el interior de la choza—. Agua de lluvia. —Apiló leña y se agachó para encender un fuego. El chasquido de la yesca con el pedernal se oyó varias veces antes de que la lluvia de chispas anaranjadas prendiera la leña.
La yesca y el pedernal dejaron extrañado a Proctor. Si el extraño era mago, ¿por qué no pronunciaba la palabra de rigor para encender el fuego? Todo el mundo poseía talentos distintos, pero cualquier persona capaz de abrir la puerta que daba a ese rincón del mundo poseía un poder increíble. Prendido el fuego, el loco se incorporó para mirar extrañado a su alrededor.
—¿Dónde habré puesto esas hojas de té?
Esek le cerró el paso.
—Sé quién es usted —dijo.
—No, estoy seguro de que no tiene la menor idea —repuso el loco con una sonrisa forzada.
—Es Henry Every.
—Nunca he oído mencionar ese nombre.
—Henry Every, Ben el Largo, capitán de la Fancy.
—Lleva muerto mucho tiempo —dijo el loco.
—Querrá decir que lleva desaparecido mucho tiempo —le corrigió Esek—. Desapareció y nadie volvió a verlo. Y ahora sé a dónde fue y por qué nadie ha vuelto a verle jamás.
—Debo de tener las hojas de té guardadas por aquí, en alguna parte —dijo el loco, como si no acabaran de hablar. Se alejó para comprobar varios fragmentos de cuencos y tazas que había puesto a secar en las rocas.
Esek se volvió hacia Proctor y Deborah.
—Henry Every. Apuesto a que tampoco ustedes han oído hablar de él, más de lo que hayan podido oír hablar del capitán Esek Hopkins.
—Pues… no —admitió Proctor. Como si tuviera que estar al corriente de todos los piratas que habían existido.
—¿Tendría que haberlo hecho? —preguntó Deborah.
Esek sacudió la cabeza, incapaz de creer lo que oía. Levantó un recio brazo y señaló el naufragio en que se había convertido el hombre que revolvía entre los cacharros tendidos en aquella diminuta isla.
—Sí, tendrían. Ese hombre es el mayor pirata que ha existido jamás. Enseñó al capitán Kidd todo cuanto sabía, y… Pero qué digo, supongo que tampoco habrán oído mencionar el nombre del capitán Kidd.
—Yo sí he oído hablar de él —se apresuró a decir Proctor. El capitán Kidd era un retal de la historia de Nueva Inglaterra. No había un sólo niño en toda Massachusetts que no hubiese oído hablar de él—. Cuentan algunos que enterró su tesoro cerca de Boston, otros aseguran que fue en las Islas Thimble.
—El capitán Kidd pasó por las Islas Thimble, pero no fue para enterrar su tesoro, sino para enterrar el de Henry Every —explicó Esek.
Proctor vio el brillo de codicia en los ojos del marino, y cruzó una mirada de preocupación con Deborah. Un loco era más que suficiente si se proponían escapar. Quiso interrumpir al contrabandista, pero en cuanto arrancó a hablar ya no hubo forma de impedírselo. Anduvo de un lado a otro, gesticulando para dotar de énfasis su relato.
—Henry Every es el rey de los piratas. Navegó en la Fancy hasta el Índico, donde encontró el barco que cargaba el tesoro del emperador del Indostán. El barco con el tesoro era enorme, artillaba sesenta cañones y llevaba a bordo cuatrocientos soldados. Pero Ben el Largo, así lo llamaban sus hombres, llevó la Fancy de costados paralelos, destrozó el barco enemigo con los cañones y luego lo abordó para librar en su cubierta la riña más sangrienta que hombre o diablo hayan contemplado. El capitán del barco corrió bajo cubierta, a esconderse entre las furcias…
Proctor frunció el gesto al oír la palabrota, más bien por Deborah, quien sin embargo no dio muestras de acusarla.
—Cuando los hombres de Every tomaron finalmente la nave, encontraron a bordo más de un millón de dólares en oro y joyas. Cada uno de los supervivientes del abordaje se embolsó mil libras en monedas y un saco lleno de rubíes, esmeraldas y diamantes. —Se golpeó la palma con la otra mano crispada—. Se hicieron tan ricos como cualquier caballero pueda serlo en Inglaterra, que fue adonde se fueron y donde las autoridades los arrestaron porque el emperador del Indostán fue a llorarle al rey. Pero no Henry Every. Tenía amigos en Massachusetts y Connecticut, y aquí se vino, donde siempre damos la bienvenida a un hombre con ansias de libertad. Fue entonces cuando desapareció.
—Las mujeres —dijo Deborah.
—¿Perdón? —preguntó Esek, confundido por la interrupción.
—Las furcias —dijo ella—. ¿Qué fue de ellas?
—¿Qué cree usted? Los piratas las llevaron a bordo para divertirse, y las que no se suicidaron o acabaron muertas… —Esek cayó en la cuenta de lo que estaba diciendo y tartamudeó la conclusión de la frase—. Disculpe, señorita. No pretendía…
—¿Qué no pretendía? —preguntó Proctor.
—No pretendía hablar con tanta soltura —dijo Deborah—. Aunque los hombres libres tendrían que hablar con libertad, ¿no les parece?
Esek estaba deseoso de cambiar de tercio.
—Lo que pretendo contarles es que este hombre es el mayor pirata que ha habido jamás. Robó el barco con el tesoro del Indostán y apresó a todas las esposas del emperador. Y encima se fue de rositas.
Proctor volvió la vista atrás hacia el hombre harapiento que caminaba descalzo sobre la húmeda roca.
—Pues yo diría que no tiene aspecto de haberse ido de rositas.
Esek hizo un gesto a Proctor para que se apartara.
—Hablemos de hombre a hombre —propuso.
—Adelante, por favor —dijo Deborah—. Sé que a veces los hombres tratan mejor en privado de temas… delicados.
Proctor se alejó unos pasos, acompañado por el corsario.
—Si puede, hágame el favor de distraer un poco a Every —propuso Esek en susurros—. Quiero explorar la isla grande. Necesitamos una embarcación, y podría haber una oculta en el extremo opuesto.
—No se preocupe, yo me encargo —aceptó Proctor.
—Solucionado —anunció el loco, alegre.
Cuando Proctor se volvió hacia él, le vio con la sonrisa torcida, llevando una bandeja de madera.
Se reunieron en torno al fuego.
—Aquí no suelo obtener hojas frescas de té, así que tengo que ponerlas a secar —explicó el loco, depositándolas sobre el agua hirviendo—. Será mejor que las dejemos reposar un poco.
Deborah se sentó en una roca cercana. Cuando Proctor escogió asiento entre las piedras, se aseguró de hacerlo de modo que si el loco le miraba también diese la espalda al palacio de mármol.
—¿De veras es usted? —preguntó Deborah.
—¿Quién dice que soy? —preguntó a su vez el loco.
—Me refiero a si es usted Henry Every, el capitán pirata.
Negó con la cabeza.
—No soy más que un pobre pecador. Alguien que ha tenido mucho tiempo para lamentar algunos actos… imperdonables.
—¿Su barco es el que ha sido avistado últimamente en aguas de las Islas Thimble? —quiso saber Proctor—. ¿Podría llevarnos hasta allí de vuelta?
—Si pudiera navegar, ¿creen ustedes que seguiría aquí? —Every revolvía continuamente las hojas de té, rehuyéndoles la mirada.
—Un pecador, alguien que hubiese hecho algo de lo que arrepentirse, podría preferir quedarse —aventuró Deborah.
—Dije que era un pecador, no un santo. —Every se incorporó de pronto para entrar en la choza. Salió del interior con una pipa de caña larga como las que a veces utilizaba el propio Proctor para fumar. Every chupó la boquilla y la arrojó a las rocas, donde fue a caer con un chasquido.
—Inútil. Desde que no hay opio no sirve de nada.
Le temblaba la voz.
Proctor encajaba todas las piezas. Every no era mago: estaba maldito, condenado por los malvados actos de piratería que había cometido. Podía poner rumbo de vuelta al otro mundo, al que únicamente podía asomarse y ver las cosas que había perdido.
—Usted puede navegar de vuelta al mundo real, al nuestro —conjeturó Proctor en voz alta—. Por ese motivo hemos avistado últimamente su barco tan a menudo entre las islas. Pero no puede quedarse allí. Algo lo atrae de vuelta a este lugar, de la misma manera que nuestro balandro se vio arrastrado a través de la bruma. Por eso nunca hemos podido dar con usted.
—Quizá —dijo Every en voz baja.
Proctor tuvo la impresión de que con esa única palabra se revestía de tristeza, alguien digno incluso de lástima. Había reunido cuatro tazas desportilladas, que puso junto a la jarra del té.
—¿Les apetece un poco de té? Me temo que no voy a poder ofrecerles leche o azúcar.
Proctor aceptó una taza e intentó no torcer el gesto cuando dio un sorbo. El té era tan flojo y sucio que sabía al agua con que se friegan los platos. Deborah reparó en su reacción y dejó la taza en la roca sin probarlo siquiera.
—¿Qué fue lo que le sucedió? —preguntó Proctor sin ambages.
—Estuve escuchando lo que decía su amigo. Acertó en la mayoría de las cosas. La dotación de mi barco atacó una nave musulmana frente a la costa de Malabar. Era el barco del mogol que navegaba con rumbo a la Meca, transportando su ofrenda a los imanes, además de a su esposa y las concubinas que viajaban de peregrinación. La bodega estaba llena de tesoros, baúles y arcones llenos de monedas de oro y joyas, seda y opio puro. —Se relamió, nervioso—. Pero no era suficiente. Cuando la avaricia se adueña de un hombre, cuando se adueña de una tripulación de hombres, por grande que sea el tesoro nunca es suficiente. Torturamos a los miembros de la dotación y abusa… —Miró a Deborah y continuó—: Torturamos a los miembros de la dotación, a todos, sin excepción, en busca de indicios que apuntasen a la existencia y paradero de otros tesoros. Durante trece días abusamos de ellos, forzándoles a revelarnos sus secretos, los modestos tesoros que pudieran mantener escondidos, ya fuera en su persona o a bordo del barco apresado. Y al décimo tercer día encontramos el mayor tesoro de todos: el hechicero del mogol. —Hizo una pausa—. Nos confió sus secretos, secretos que comportaban una maldición. —Levantó ambas manos—. Y aquí me tienen. ¿Han oído alguna vez la expresión «coger al tigre por la cola»? Una vez lo tienes, no puedes soltarlo nunca o… Eh, su amigo no debería aventurarse ahí.
Se puso en pie como activado por un resorte. Esek se había desplazado por el puente de cuerda y se encontraba a medio camino entre la isla de Every y la isla del palacio.
—Es nuestro compañero, no nuestro amigo —corrigió Proctor.
Every no prestó atención a las palabras de Proctor, pues había echado a correr por la orilla para advertir a Esek a voces. Deborah se situó junto a Proctor.
—Every es un hombre malvado que ha obrado el mal —dijo Proctor—. Nos oculta muchas cosas, sobre todo en lo relativo a las mujeres del emperador.
—Lo sé —dijo Deborah—. Pero su juicio atañe a Dios, no es cosa nuestra.
Proctor recordó algo terrible.
—A menos que Esek tuviera razón y esto sea el infierno.
—No crea que eso no se me ha pasado por la cabeza en más de una ocasión —admitió Deborah.
—Si esto es el infierno, o aunque no lo sea… —empezó Proctor. Lamentó aquellas palabras en cuanto las hubo pronunciado. No supo cómo devolverlas al lugar del que nunca debieron salir, así que abrió la puerta al resto y les dio alas—. Tengo que saber si… —«Si aún me amas», pensó, incapaz de decirlo en voz alta—. Si usted aún alberga sentimientos hacia mí.
Deborah retrocedió un paso. En su rostro se revelaron antes de enmascararse de nuevo una miríada de sentimientos que él, con sus escasos conocimientos de aquella lengua extraña, no supo interpretar. Había nacido bruja en una colonia que las ejecutaba, así que estaba acostumbrada a mantener en secreto su talento, habilidad ésta que se hacía extensiva a sus pensamientos. Y lo cierto era que no podía culparla. Pero tenía que averiguarlo.
Lo cual no escapó a la atención de ella. Le miró al rostro y comprendió que necesitaba que le diera una respuesta, que le dijera algo, cualquier cosa. Una palabra. Una señal. Deborah extendió la mano y rozó con los dedos el dorso de la suya.
—Vuelva a preguntármelo cuando hayamos abandonado este lugar, estemos donde estemos —dijo—. Hasta que no lo hagamos no tiene importancia.
Every, hecho un pordiosero, fuera de sus casillas, se hallaba de pie en un extremo de la isla, regañando a Esek.
—No sé —dijo Proctor—. Si no logramos escapar, puede incluso que aún importe más. Esek me dijo que iba a acercarse a la otra isla en busca de una embarcación.
Deborah señaló la Fancy.
—Tenemos una embarcación. Un barco, más bien. Tal vez sea Every quien se vea arrastrado de vuelta a este lugar, y no su barco. Si subiéramos a bordo sin él, ¿usted sabría cómo gobernarlo?
—Si dispongo de un rato podría desentrañar cómo —respondió Proctor—. Pero aun así, no sé si sería capaz de llevar la nave por estos canales traicioneros. ¿Cómo burlaremos el hechizo que todo lo rompe contra las rocas? ¿Cómo vamos a abrir la puerta que nos devolvería a nuestro mundo?
—Doy vueltas a un foco y un hechizo —dijo Deborah.
El asintió, ansioso por ser de ayuda, mientras no paraba de dar vueltas al plan.
—¿Qué verso emplearía? Tenemos, versionando a Job: «Te han sido reveladas las puertas de la muerte. Has visto las puertas de la densa oscuridad».
—Mucho apego le tiene usted al Viejo Testamento.
—¿Qué otra cosa se puede esperar? —dijo—. Después de todo fui criado por puritanos.
—Creo que esto no es el infierno y aún no estamos muertos —dijo ella—. Pensaba en algo de los Hechos: «El ángel del Señor, durante la noche, abrió las puertas de la cárcel y los liberó».
—¿Qué puedo hacer para ayudarla?
La discusión que tenía lugar a lo lejos aumentó un tono.
—Es la última vez que se lo advierto —gritaba Every, escupiendo saliva como la espuma que corona una ola—. Si no regresa ahora mismo, iré a por usted y le arrancaré su jodido corazón.
Esek se hallaba de pie en la otra isla, empapado de cintura para abajo. Apuntaba con la pistola a Every.
—Usted inténtelo y yo terminaré la labor que el tiempo ha descuidado. No tiene derecho a reclamar un tesoro que no ha gastado en cien años, hombre muerto.
Se volvió en dirección al palacio. Every lanzó un grito de ira, aferró el cuchillo entre los dientes y alzó ambos brazos para aferrarse a la cuerda y atravesar el puente. Esek se burló de él con una risotada y echó a correr hacia el palacio.
—¿Está seguro de que necesitamos que Esek salga de esta isla? —preguntó Deborah.
Proctor contempló el barco, rompecabezas compuesto por lona, cabo y vergas.
—Probablemente.
—Entonces será mejor que vaya usted a salvarle. Si es que no puede salvarlos a ambos.
Every ya había alcanzado la orilla, donde se movió con agilidad entre las rocas, adentrándose tras los pasos de Esek en el palacio de mármol. Proctor comprobó si conservaba el tomahawk colgado del cinto, única arma que conservaba de sus tiempos de miliciano. Entonces se escupió en las manos y se aferró a la cuerda.
La cuerda sufrió una sacudida tras confiarle parte del peso de su cuerpo. Luego alargó el pie para deslizarse por la cuerda inferior.
Había que cubrir más espacio del que separaba al barco de la isla de Every, y, debido al fuerte oleaje, Proctor acabó empapado de cintura para abajo. Cuando alcanzó la otra orilla, vio dos grupos de huellas recientes. Las botas de Esek y las huellas más leves de los pies descalzos de Every convergían en la elaborada entrada con forma de arco del palacio de mármol. Proctor hizo una pausa ante él.
El edificio era muy extraño. De cerca no había indicio alguno de que alguien hubiese trabajado la piedra, y los detalles, siempre que intentaba concentrar la vista en ellos, parecían indistintos, borrosos. No era tanto un edificio como el recuerdo que se tiene de uno, y tuvo la sensación de que tampoco se trataba de un palacio, sino de una tumba. La cúpula remataba en una luna creciente. La luna auténtica, creciente también, colgaba tras ella en firmamento. Proctor cayó en la cuenta de que no se había movido un ápice desde su llegada al lugar. Cuanto antes escapasen de allí, mejor.
—¡Esek, Every! —gritó—. Salgan de ahí, podemos resolver nuestras diferencias.
Oyó sus voces discutiendo en la distancia, como procedentes del extremo opuesto de un largo corredor. Echó la vista atrás para mirar a Deborah, destrabó el tomahawk del cinto y entró en el palacio.
No había luces, ni antorchas o lámparas, pero los espaciosos corredores interiores estaban inundados por una fría luz que emanaba de las paredes de mármol. No era tanto una luz natural, como el recuerdo que se tiene de lo que es una estancia iluminada. Por fuera el edificio era muy grande, pero no más que la Old North Church de Boston. Sin embargo, los pasillos seguían y seguían, rectos ante su mirada, a pesar de que al volver la vista atrás parecían curvos, tortuosos.
Ignoró las puertas y pasillos laterales mientras caminaba hacia las voces que oía en mitad del edificio. Se asomó a un cruce de varios pasillos. Oyó una tos a la vuelta de una esquina y echó a correr hacia allí.
—¿Es usted, Esek? Identifíquese.
Las palabras murieron en sus labios al acceder a un nuevo vestíbulo.
El tigre se encontraba ante él, bebiendo el agua de un estanque. Se quedó mirando a Proctor con curiosidad, como si sus ojos pardos le mesuraran el alma. Se acercó a él y le lamió la sangre seca del corte que se había hecho en la mano.
La lengua, áspera, apenas había rozado la piel desnuda de Proctor cuando éste se dio la vuelta y echó a correr hacia el otro vestíbulo. Se metió en la primera puerta lateral que se cruzó a su paso, y accedió a una escalera angosta que subió de tres en tres peldaños. Cada vez que volvía la vista atrás veía sombras que se alargaban por las paredes y oía el paso apresurado del animal, hasta que siguió corriendo a ciegas, sin mirar hacia atrás. En esa parte del edificio los pasillos eran más estrechos, y más oscuros, con muchas ramificaciones, y la mayoría de las habitaciones adonde llevaban eran callejones sin salida. Hizo un alto en la tercera, pegó el hombro a la esquina y tanteó la cintura con la mano en busca del tomahawk. Empuñó el arma ante sí, dispuesto a encarar un ataque que podía producirse en cualquier momento, o nunca.
Al cabo de un rato cedió el pánico y recuperó el aliento.
Se había extraviado. Cuando movió los pies fue consciente de que tenía las medias húmedas. Al principio el ruido le pareció muy alto, como un clarín que delatase su posición. Pero entonces se dio cuenta de que aquello podía suponer su salvación. Se agachó para localizar las migas de pan en que se habían convertido las gotas de agua que había dejado a su paso, con intención de localizar la entrada del edificio.
Pero la esperanza se fundió como rocío al sol. Los suelos parecían irreales, como un modelo en yeso de suelos que apenas se recuerdan. No había gotas de agua cuyo rastro poder seguir, ni siquiera en el rincón donde había permanecido de pie un rato. La superficie las había absorbido como engulle la arena el agua.
Se incorporó para asomarse con precaución por una esquina poco iluminada. Avanzó con lentitud, escogiendo un corredor ancho cada vez que el camino se bifurcaba, en busca de una escalera que descendiese a la planta baja. Pero aquel laberinto acabó por frustrarle cuando se vio de nuevo en el vestíbulo estrecho que terminaba ante una entrada con forma de arco. Cuando volvió la vista, el resto de las puertas y pasillos habían desaparecido.
Se estrujó el cerebro en busca de un versículo que emplear a modo de hechizo. Pero lo único que recordó fue del primer libro de Samuel: «Y se habían perdido los asnos de Cis, padre de Saúl…».
Tal vez la única manera de salir fuese atravesar el lugar. Anduvo de puntillas, tan en silencio como pudo teniendo en cuenta el calzado empapado. Se detuvo en la puerta y echó un vistazo al interior de la estancia.
Una persona vestida de negro de la cabeza a los pies se arrodillaba ante una ventana que miraba al este, con la frente, la nariz y las palmas de las manos tocando el suelo. Aunque no pudo comprender lo que decía, la voz pertenecía sin duda a una mujer.
—Alaahumma baarik 'ala Mugammadin wa ialna ali Muhammadin. Kaama baarakta 'alaa Ibreaaheema wa 'alaa ali Ibraaheema. Innaka hammedun Majeed. —Miró hacia su derecha—. As Salaamu 'alaihum wa rabmatulaah. —Se volvió hacia su izquierda—. As Salaamu 'ala…
Reparó en la presencia de Proctor y titubeó. Levantó las manos para mostrar que no albergaba intenciones hostiles.
Pero en una de ellas empuñaba el tomahawk… Que devolvió rápidamente al cinto.
—… Ikum toa rabmatulaah —concluyó ella.
Con las manos acopadas, las palmas hacia arriba a la altura del pecho, dijo algo que sólo ella pudo oír. Debía de ser una de las mujeres que Every había secuestrado. Cuando Esek las llamó furcias, Proctor había imaginado mujeres exóticas, exhibiéndose indecorosamente vestidas. Pero aquella mujer le recordó a una devota mujer decente o una monja católica. Quiso hablarle, pero algo le dijo que sería un error interrumpirla. Finalmente, se secó la cara con las manos y se volvió hacia él. Tenía la piel oscura y las facciones delicadas, perfectamente delineadas. Clavó en él los ojos del color del ámbar, tan pensativa como temerosa.
—Debe de ser un hombre voluntarioso y persistente para guiarse por estos corredores —dijo en inglés y con tono cantarín—. En todo este tiempo nadie me había encontrado aquí.
—A decir verdad no la estaba buscando —dijo Proctor.
—Eso lo explica. Si me hubiera estado buscando jamás habría logrado encontrarme.
—¿Sabe cómo salir de aquí?
—Pues claro. A eso ha venido, a escoltarme lejos de este palacio. Venga, debemos apresurarnos. —Pasó junto a él, y él se volvió dispuesto a seguirla, con un sinfín de preguntas que pugnaban por ser formuladas.
Pero las dudas no tardaron en desaparecer. Los pasillos de antes, siempre cambiantes, tortuosos, se volvieron rectos, sólidos. Ella hizo una pausa y se llevó el índice a los labios.
—Debemos encontrar un lugar donde escondernos antes de dirigirnos a la salida —dijo ella en voz baja—. Aquí hay hombres peligrosos, y debemos huir sin llamar su atención.
Proctor barajó una serie de alternativas contradictorias. Por un lado, seguían necesitando a Esek para escapar; por otro, si esa pobre mujer quería evitar llamar la atención de un pirata y un corsario, tenía la obligación de ayudarla.
Lo llevó por una escalera angosta hasta una habitación que parecía la nave de una antigua iglesia, rematada por un techo alto con arcos. Un balcón rodeaba la segunda planta. En mitad del suelo había una caja que Proctor hubiera confundido por un altar, de no haberle faltado la parte superior, que dejaba al descubierto un ataúd vacío. El resto de la sala estaba lleno del tesoro del emperador, o lo que quedaba de él. Rollos de seda brillante, bandejas y estatuillas de plata, cofres llenos de monedas y joyas alineados en las paredes; muchos estaban abiertos, o vacíos, con el contenido alfombrando el suelo.
La mujer sacó de su vestido una bolsita que se cerraba con una cuerda. La abrió y empezó a llenarla de joyas y monedas de oro.
Proctor sintió un escalofrío en el pescuezo. Algo no iba bien.
—¿Está segura de…?
Un rugido y una sombra pasaron sobre su cabeza, momento en que un fuerte peso se estampó en su hombro, derribándolo al suelo. Pensó que el tigre le había encontrado y que se había arrojado sobre él desde la balconada, pero entonces vio a Esek levantarse junto a él.
—¡El tesoro es mío! —gritó Esek—. Y también la zorra de Every.
Proctor vio el cuchillo que empuñaba Esek, pero no contó con la velocidad con la que el corsario se arrojó sobre él para degollarle. Logró apartarse justo a tiempo de sentir un corte fugaz en la mejilla. El puñetazo del marino le alcanzó una fracción de segundo después en la sien. Proctor se golpeó la cabeza contra el suelo.
—Estate quieto, condenado —dijo Esek—. No hay motivo para que no podamos solucionarlo rápido.
Proctor no tenía intención de que Esek lo solucionara rápida o lentamente. Buscó con la zurda el tomahawk, pero lo había aplastado bajo el cuerpo cuando quiso rodar sobre sí lejos de Esek. La mano derecha tanteó a ciegas el arma, pero todo lo que encontraron sus dedos fue la textura de un rollo de seda. Era mejor que nada, así que tiró de ella al mismo tiempo que Esek le atacó con el arma. En esta ocasión el cuchillo se hundió en la tela y Proctor la retorció, arrancando el arma de manos de Esek. Luego quiso envolver con ella al contrabandista para inmovilizarle, pero Esek arrojó un puñado de monedas al rostro de Proctor, se levantó y se abalanzó de nuevo sobre él.
Empuñó por fin el tomahawk. Esek se protegió del primer golpe con el antebrazo. El segundo le alcanzó en el cráneo, donde acabó clavado como un hacha en la madera. Esek cayó al suelo como un saco de piedras, arrancando el arma de la mano de Proctor al caer.
Proctor se quedó allí inmóvil, temblando por lo súbito del ataque, con expresión dolorida, pensando en lo rápido, en lo fácil que había sido matar a un hombre conocido.
—No tuvo más remedio —dijo la mujer, que se colgó la bolsita de la cabeza y la escondió bajo la ropa.
—Lo necesitábamos para gobernar el barco —explicó.
—No, no lo necesitábamos —replicó ella—. Sólo tenemos que largar amarras y marcharnos. Sígame.
—Espere un momento. —Tuvo que aplastar con la bota el rostro de Esek para poder recuperar el tomahawk, y se entretuvo limpiándolo en la seda antes de devolverlo al cinto—. Ahora estoy listo.
Salieron de palacio poco después y cruzaron la costa rocosa en dirección al puente de cuerda. Deborah se levantó al verlos a lo lejos.
—¿Está usted bien? —gritó—. Ha pasado ahí mucho rato.
—Estoy bien —respondió Proctor—. Ésta es…
—Soy la esposa del mogol —dijo en voz baja la mujer.
—Una amiga —voceó Proctor, que tras volverse hacia su acompañante, dijo—: ¿Podrá usted pasar a la otra isla por la cuerda?
—Sí —respondió ella, atravesando el trecho de mar por la cuerda, como quien está acostumbrado a practicar semejante ejercicio.
Proctor la vio cubrir la distancia que separaba ambas islas. Se volvió hacia el palacio, donde creyó ver brevemente un rostro en uno de los balcones superiores. Every no dejaría escapar tan fácilmente aquel tesoro. No si había sacrificado tanto para retenerla allí. La mujer ni siquiera se encontraba a medio camino cuando Proctor se dispuso a seguirla. Avanzó a mayor velocidad que ella, y la alcanzó en el medio, cuando oyó a Every gritar a su espalda.
—¡No permitiré que sea suya!
Proctor se daba la vuelta para responder al desafío, cuando se oyó una detonación y una bala de pistola pasó silbando cerca. La mujer del mogol ahogó un grito y estuvo a punto de soltarse de la cuerda.
Every se hallaba en la orilla, empuñando la pistola de Esek.
—Aprisa —dijo Proctor—. Antes de que la cargue de nuevo o decida seguirnos.
—No… creo… que pueda —dijo la mujer. Una mancha oscura se extendió por su ropa. Soltó la cuerda, perdió pie y cayó al agua.
Proctor se soltó también y cayó tras ella. El agua estaba helada, peor de lo que esperaba, y tragó bastante. Perdió un poco el tiempo, asfixiado por la sal, al intentar recuperar el aliento, cuando distinguió la ropa de la mujer. Se acercó a ella a nado y la asió por la ropa con intención de arrastrarla a la orilla. Quiso pasarle un brazo por el cuello, pero descubrió que la ropa estaba vacía, que había confundido el peso de la tela mojada con el cuerpo de la mujer.
—¡Proctor!
Deborah llamaba su atención desde la orilla. Tenía el brazo extendido y señalaba algo que había en el agua. En el canal que mediaba entre ambas islas vio al tigre.
Buscó frenéticamente a la esposa del mogol, y luego echó a nadar desesperado hacia la orilla. Cuando miró hacia atrás, vio que el tigre nadaba en su dirección. Sentía los brazos y las piernas exangües debido al frío cuando se dio un golpe en la rodilla con una roca, momento en que comprendió que lo había logrado. Con torpeza se sentó en las rocas. Temblaba a causa del frío y fue incapaz de coger nada con los dedos. Deborah le tiró de la casaca y lo arrastró hacia terreno elevado.
No fue lo bastante rápido ni llegó lo bastante lejos. El tigre nadaba a unos metros de donde él había salido del agua.
Asió el brazo de Deborah y pronunció unas palabras entrecortadas, pese a lo mucho que le castañeteaban los dientes.
—La mujer del mogol ha…
Pero no hubo tiempo para nada más. El tigre salió del agua y se desplazó por las rocas tras él. Se puso boca arriba, echando mano del tomahawk. Podía aferrar al animal por el cuello, tal vez cegarlo de algún modo… Proporcionar a Deborah una oportunidad de escapar.
El tigre sangraba por una herida en el costado.
Dio otro paso hacia Proctor, quien extendió una mano para detenerlo.
Pero cuando no logró alcanzarle, el tigre se transformó en una mujer desnuda, cuyo cuerpo temblaba de frío. El dolor le fruncía la expresión y se desplomó sobre él, respirando con dificultad.
—La mujer del mogol también es la hechicera del mogol —dijo Deborah.
Deborah se había puesto un abrigo grueso para combatir la bruma que reinaba aquella mañana, pero en ese momento se lo quitó para cubrir con él a la otra mujer.
Proctor se sentía torpe, como si fuera incapaz de encajar las piezas de un rompecabezas que resultaba obvio para todos los demás. La mujer del mogol también era la hechicera del mogol. Cuando Every la capturó y la torturó, la llevó con él a ese lugar, a su escondrijo. Ella se construyó el palacio, un lugar donde poder esconderse de él. Pero de vez en cuando tenía que salir, y cuando lo hacía adoptaba una forma que no le ponía las cosas precisamente fáciles a su captor.
Every cruzaba en ese momento el puente de cuerda.
Proctor empuñaba el tomahawk. Se puso en pie y empezó a cortar las cuerdas atadas alrededor del poste. El sonido del hierro en la madera recibió por respuesta una protesta airada. Proctor siguió golpeando el poste.
La cuerda superior se partió y Every cayó al agua.
Proctor cortó la cuerda inferior y logró precipitarla también sobre el oleaje.
—No nada muy bien —dijo la esposa del mogol, envuelta en el abrigo de Deborah, que la rodeaba a su vez con los brazos para hacer que entrase en calor—. Debemos apresurarnos y cortar las amarras del barco.
—Tengo que atender su herida —dijo Deborah.
—A bordo del barco —propuso la otra mujer, que se volvió hacia Proctor—. Me apresuré. Usted apareció por mi hombro izquierdo, no el derecho. Fue una mala señal. Pero ya llevo aquí demasiado tiempo.
Quiso levantarse por su cuenta, pero cayó. Proctor la tomó en brazos. Apenas pesaba.
A su espalda, Every había ganado la orilla.
—No podrán tenerla. ¿Me oyen? Es mía.
La mujer se estremeció en los brazos de Proctor.
—Por favor. Por favor llévenme a bordo del barco. Quiero volver a ver el sol brillar…
—¿Podría rodearme el cuello con los brazos y no soltarse? —preguntó Proctor.
—Sí —respondió ella, decidida.
—Entonces la llevaremos a bordo. ¿Deborah?
—Yo iré delante —dijo ésta.
—Estupendo. No quiero que se quede aquí si logra alcanzar la costa. —Deborah volvió a la cubierta del barco tan rápido como había descendido de él. Proctor la siguió concentrado en la labor, sin que la mujer malherida se soltara de su cuello, mientras él se servía de los cabos y amarras para subir a la cubierta del maltrecho barco. Desde allí pudieron divisar la isla con la pila de huesos y cráneos. Fue imposible no recordar la imagen del tigre encaramado al osario.
—Lo siento mucho —se disculpó la mujer del mogol—. Sólo quería asustarles. Son los huesos de los hombres que ha matado Every. Todos los miembros de su tripulación, todos los hombres de los barcos que se han visto atrapados en esta trampa ingeniada con objeto de atraerlos a esta costa para apropiarse de cuanto necesitara. Le gustaba fingir que tenía intención de salvar a la gente mientras las naves embarrancaban.
Contuvo el aliento debido al dolor.
—¿Este lugar es obra de usted? —preguntó Deborah, abriendo el abrigo para examinar la herida de bala. No hizo comentario alguno, pero Proctor vio en su expresión que estaba preocupada.
—El edificio lo hice yo, un intento de protegerme de él, un lugar que recordar. Le di forma a partir de mi recuerdo del Taj Mahal, una tumba construida por el sah Jehan en homenaje a su amor por Mumtaz. Hice la mía en recuerdo de mi querido esposo, a quien perdí para siempre. —Levantó la cabeza, pero su piel había empezado a adoptar un tono ceniciento—. El resto lo creó Every para tenerme presa en este lugar. Una noche eterna, la noche que desembarcamos aquí, encerrados en un cuarto que está al margen del tiempo. Le enseñé, se lo enseñé todo, porque fui demasiado débil para permitir que me matase —dijo a Deborah, acompañando sus palabras de un sollozo.
—Hizo lo que debía —dijo Deborah, acariciándole el rostro.
—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Proctor entonces, volviendo la vista hacia la isla.
—Usted corte las amarras —propuso la esposa del mogol—. El barco navegará a la deriva y pondrá rumbo al lugar que le corresponde.
Proctor echó a correr hacia el cable del ancla. Buscó un modo de cobrarlo, pero decidió que lo más sencillo sería cortarlo. Se dispuso a empuñar el tomahawk, pero el cable, compuesto por varios cabos de gruesa mena trenzados entre sí, era fuerte, viejo y duro.
Oyeron un golpe seco en un costado de la nave, seguido por unos arañazos.
Proctor golpeó con más fuerza, pero el cable apenas cedió.
Una zarpa negra asomó a la regala del barco, seguida por otra. Siguió el morro de una pantera con las orejas echadas hacia atrás.
La esposa del mogol lanzó un grito. Habló con rapidez en otra lengua, probablemente intentando transformarse, pero fuera lo que fuese que hizo no surtió efecto.
La pantera saltó en cubierta y se sacudió el agua del cuerpo. A juzgar por los movimientos del pecho respiraba aceleradamente, y Proctor comprendió que había cubierto a nado la distancia que lo separaba de ese lugar.
Se trataba de Every.
Lo supo por la postura que adoptaba, por el modo en que se le dibujaban las costillas… No supo el porqué, pero estaba seguro de que era él. Ahí tenían al responsable de la pila de huesos amontonada en la isla donde habían naufragado los barcos. Proctor se dio la vuelta y empeñó todas sus fuerzas para cortar el cable del ancla.
La pantera lanzó un gruñido y se abalanzó sobre él.
El cable del ancla se partió y el barco sufrió una sacudida que les hizo perder momentáneamente el equilibrio.
—«No escatimes, alarga tus cuerdas y refuerza tus estacas» —citó Proctor cuando el cable se deslizó por la cubierta, arrastrado por el ancla que habían dejado atrás.
El cable desapareció por el costado de babor. La pantera se dispuso a saltar sobre su presa.
Concentrado, Proctor trazó en el aire el gesto de alguien que elabora un nudo.
El cable del ancla asomó de nuevo por el costado del barco, se enroscó alrededor del cuerpo de la pantera y tiró con fuerza de ella. La pantera lanzó un zarpazo a Proctor, a quien no alcanzó por escasos centímetros.
Cuando la embarcación empezó a moverse, el ancla no lo hizo ni un ápice y la pantera se vio arrastrada por cubierta. Volvió la cabeza para dar un mordisco al cable, al que también arañó, pero cuando el barco empezó a cobrar andadura, Every se transformó de nuevo. Estaba desnudo, tumbado boca abajo, arrastrado por la cubierta. Se dio la vuelta, esforzándose por librarse del cable del ancla, pero no logró hacerlo a tiempo y se vio arrojado por el costado sobre el oleaje.
Desesperado, quiso en última instancia aferrarse a la regala.
—¡No permitiré que me abandones! —gritó—. ¡No te soltaré!
Se oyó un crujido de huesos. Every cayó al mar.
Proctor echó a correr hacia allí. Distinguió a Every, arrastrado entre gritos, tragando agua, antes de que el silencio y las oscuras aguas lo engulleran.
—El barco se mueve —dijo Deborah en voz baja a la esposa del mogol.
La mujer asintió.
—Maraja al-bahrayni yaltaqiayni —dijo.
Deborah le cubrió las manos con las suyas.
—Tenga, sírvase de mi poder.
—Maraja al-bahrayni yaltaqiayni —repitió las palabras, separadas esta vez por pausas más largas—. ¿Lo comprende? Ambos mares fluyen con libertad, por tanto se funden.
—Entiendo —dijo Deborah.
Proctor observó a ambas. Eso se le daba bien a Deborah, formar un círculo y compartir su poder con el prójimo. Sobre ellos, las estrellas y la luna se desdibujaron. El cielo adquirió una tonalidad rosácea. Fue como ver transformarse la noche en alba y en mediodía, todo ello en el transcurso de escasos segundos. La bruma había desaparecido para dar paso a una mañana azul y soleada en el océano. Llenaban el ambiente las voces de las gaviotas, el fuerte olor a sal del agua y el estruendo del oleaje.
Hace mucho que no siento la caricia del sol —susurró la esposa del mogol, que se llevó la mano al cuello para tender la bolsita a Deborah—. Esto debía pagar mi pasaje de vuelta a casa.
Deborah hizo ademán de rechazarlo.
—No puedo aceptarlo.
Pero la mujer insistió y pasó la cuerda por el cuello de Deborah.
—No creo que vaya a necesitarlo.
—No diga eso…
—Estoy en paz. —Le tembló la voz y las siguientes palabras apenas pudieron escucharse—. Es muy dulce.
Deborah apretó con fuerzas la cuerda que tenía alrededor del cuello.
—¿Cómo se llama? Recordaremos su nombre.
Pero la respuesta quedó pendiente para siempre. Volvió el rostro hacia el sol, que la bañó con su cálida y suave luz.
El barco sufrió una sacudida bajo sus pies, escorado hacia un costado. Proctor asomó por un costado y comprobó que el casco estaba muy hundido.
—Deborah…
Deborah, cuyas lágrimas le resbalaban por las mejillas, seguía con la mujer en el regazo.
—Ahora no —dijo.
—Deborah, el barco hace aguas.
Más que hundirse, era como si se estuviera deshaciendo. Las costuras se abrían, los tablones se separaban lentamente del costillar. El palo mayor crujió y se inclinó sobre la cubierta. Proctor rodeó con el brazo a Deborah y la apartó de la trayectoria del palo. La madera, la lona y el aparejo cayeron en cubierta con un fuerte estampido, justo detrás de ellos.
—Gra… —empezó a decir ella.
Las palabras se vieron interrumpidas cuando perdió la mano de Proctor. La cubierta se inclinó bajo sus pies cuando el barco tumbó de costado. Proctor se deslizó por la cubierta en dirección a Deborah, perseguidos ambos por una vasta red de restos enmarañados. Tuvo el tiempo necesario para aspirar aire con fuerza antes de sumergirse en el agua. Si no lograban apartarse del pecio, ambos se verían arrastrados al fondo con él.
La inercia lo llevó bien hondo, tanto que pensó que iban a reventarle los pulmones, pero movió brazos y piernas con fuerza y logró de algún modo ganar la superficie. Cuando asomó a ella, llenó de aire los pulmones, volviéndose hacia uno y otro lado en busca de Deborah, a quien vio nadando cerca.
Nadó hasta situarse a su lado.
—Ven, no te sueltes —dijo, tuteándola—. No te sol…
Aunque tenía las palabras en la lengua, apenas hacía unos instantes que las había oído en labios de Every y fue incapaz de pronunciarlas.
Pero Deborah no tuvo tantas reservas.
—No te soltaré —dijo.
Enardecido como no lo había estado hacía unos instantes, la rodeó con el brazo y nadaron a través del oleaje en dirección al palo macho, que flotaba cerca, al cual se aferraron como los supervivientes de un naufragio. Una vela asomó en la distancia, perteneciente tal vez al barco que debía escoltarlos a la costa y que los había acompañado hasta las inmediaciones cuando se hicieron a la mar con Esek aquella misma mañana. Sólo tenían que aguantar un poco más, pero vio muy abatida a Deborah.
—Ahora sabemos que el barco espía inglés no existe —comentó cuando empezaron a temblar a causa del frío—. Y no desaparecerán más barcos en la bruma, ni morirán más personas a manos de Every.
Deborah asintió. Soltó una de las manos con que se aferraba al palo para asir la bolsita que le colgaba del cuello.
—Y tenemos esto —dijo.
A Proctor le cruzó por la mente un millar de formas distintas de emplear ese dinero. Como mínimo podían donarlo al esfuerzo de guerra, emplearlo para financiar la lucha por la independencia.
—Con esto podríamos construir una escuela de verdad para mujeres que posean talento, un lugar donde estén a salvo y aprendan a usar la magia sin que tengan miedo de lo que los hombres puedan hacerles —dijo ella, cuyo rostro empezó a iluminarse.
Proctor no tuvo que pensarlo dos veces.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte?