Anna despertó, y supo que el último narval había muerto.

Fue como un algo en el aire mientras se vestía. Cuando abrió la puerta, el viento se lo sopló en el rostro, en los dedos.

(Ya no se molestaba en ponerse los guantes. Los inviernos ya no eran lo que fueron).

Aún estaba oscuro cuando anduvo hasta el puesto de observación, su sombra punteada por la valla que delimitaba las dos últimas hectáreas de territorio protegido inuit.

En tiempos, el Observatorio marino Nauja fue una escuela compuesta por tres aulas. Después de que las nuevas escuelas estatales absorbieran a todos los estudiantes, el gobierno despejó el edificio para Anna («un gesto de buena voluntad», le dijo con cara de palo el representante). Ahora albergaba equipamiento de tercera mano, donado por el gobierno territorial.

El observatorio se encontraba en la orilla. Cuando Anna acudía en verano al dique, podía ver más allá de los bajíos verde eléctrico hasta donde la costa se precipitaba al mar y no quedaba nada, excepto agua negra e insondable, salpicada de lingotes de hielo lechoso. La capa de hielo adquiría ya un barniz untoso, quebradizo, pudriéndose al tiempo que se fundía.

La cercanía de la primavera podía con Anna. No quiso mirar.

Ya en el interior, puso en marcha el ordenador y anotaba la fecha de la muerte cuando llamaron a la puerta.

El hombre vestía una parka y llevaba guantes y un gorro, a pesar de lo cual seguía temblando.

—¿Anna Sitiyoksdottir?

Era su nombre legal. Tardó un segundo en responder.

—Adelante.

Esto pareció levantarle el ánimo al recién llegado, que comprobó a continuación su dispositivo portátil.

—Señorita Sitiyoksdottir, soy Stephens. He venido a invitarla al Primer congreso internacional de magia.

Ella respondió con un bufido.

Él consultó de nuevo el dispositivo portátil para recuperar el hilo de su discurso.

—Las Naciones Unidas han reunido un grupo de trabajo compuesto por magos, que discutirá nuestro clima mágico y medioambiental, sometido a un rápido cambio, y dará pie a la cooperación en futuras iniciativas. Como chamán capacitada para la magia natural, su colaboración sería muy valiosa. La conferencia dará inicio mañana y durará dos días.

—No —dijo ella.

Stephens sonrió y siguió hablando como quien oye llover.

—Yo la acompañaré y le serviré de ayudante mientras ejerza de delegada. Podemos irnos ahora mismo, si está lista. Esperaré mientras hace la maleta.

—No soy chamán —dijo ella—. Y cuando el último vivía, tanto los hechiceros como la ONU no consideraban que valiera la pena tener en cuenta su opinión. Así que paso.

La sonrisa de él se hizo más tenue.

—Señorita Sitiyoksdottir, es la última inuit registrada como chamán, y el gobierno de los Estados Septentrionales insiste en contar con su presencia. Le pido por favor que lo reconsidere. Estoy autorizado para acudir a la policía si fuera necesario.

Por tanto, se trataba de la clase de invitaciones que extendía habitualmente el gobierno.

—Deme una hora —dijo, al cabo—. Anoche se extinguieron los narvales. Tengo que localizar el cadáver del último con ayuda del radar y enviar un informe al Consejo de Flora y Fauna.

Stephens pestañeó, confundido.

—¿Cómo sabe que se han extinguido si no lo ha visto?

Ella le miró sin responder. Al cabo de un instante, Stephens demostró tener suficientes modales para sonrojarse.

El narval había ido a morir a la orilla. Anna vio que la arena que lo rodeaba estaba incólume, que no había forcejeado para regresar al agua, que ni siquiera había vuelto la cabeza para llamar pidiendo ayuda.

—¿Va a moverlo? —Stephens respiraba con dificultad tras la caminata entre las rocas.

Cuando se sacó el gorro para abanicarse el rostro, Anna pudo ver que el pelo le raleaba.

Los narvales, igual que los inviernos, no eran lo que fueron, a pesar de lo cual calculó en seiscientos kilos el peso del cadáver.

—No —respondió, antes de añadir—: Es justo que las aves se encarguen de él.

—Ah —dijo él, lentamente, como quien presencia una magia terrible, grande.

Ella deseó que lo engullera el mar.

La ballena tenía la piel gris claro, y era totalmente lisa, como la de una cría, a pesar de tratarse de un ejemplar adulto. Anna comprendió que eso significaba algo, pero no supo identificar qué. Dio un paso al frente y tocó la piel con la mano desnuda, esperando. Escuchando. Luego apoyó la frente en la fría y húmeda piel.

«Háblame. Háblame. ¿Qué debería hacer?».

—Señorita Sitiyoksdottir, si no tiene planeado mover al animal, tendríamos que ir tirando hacia el aeropuerto.

En cierto modo fue una respuesta.

Así que Anna acompañó a Stephens. Con ella o sin ella en la zona, dos días después los narvales seguirían extintos.

Sitiyok, su madre, se había trasladado a Umiujaq en cuanto el resto de la provincia empezó a llenarse de refugiados de los Estados Meridionales.

Todo el mundo consideró alarmista y cobarde a Sitiyok por marcharse. Era la chamán, ¿cómo iba a abandonarlos? La tierra les había sido dada, les pertenecía. No pasaría nada malo. Que los Estados Meridionales sufrieran el calentamiento no suponía nada. Que la gente se desplazase al norte. De todos modos, de poder evitarlo, ¿quién querría vivir en el sur?

Sitiyok sonrió a todos y se trasladó tan al norte como pudo.

Años después no le supuso ningún consuelo saber que había estado en lo cierto. Llenaron de cemento las poblaciones de sus antepasados para dar cabida a los recién llegados del sur.

La mayoría de los inuit intentaron vivir del nuevo territorio, igual que lo habían hecho del antiguo. Abandonaron la caza en favor de servir mesas; dejaron de curtir pieles para atender las tiendas. Se convirtieron en funcionarios o directores de hotel, o pilotos. El ambiente a su alrededor se fue calentando; cada primavera el invierno se retiraba más y más pronto, y los sureños llenaron los vacíos que dejaba a su paso como un alud.

En Umiujaq, Sitiyok salía al hielo con un tiro de perros a la caza de la foca. Vendía las pieles sobrantes; con el tiempo acabó vendiendo los perros. Cuando el mar se calentó y las focas no regresaron, los demás habitantes de Umiujaq se trasladaron tierra adentro, en busca de trabajo, una familia tras otra.

—No puedes quedarte aquí —le dijeron—. Acompáñanos.

Sitiyok sonrió y siguió donde estaba.

Ella y unos pocos se quedaron en la ciudad fantasma, muriéndose lentamente de hambre en su tierra natal. Sitiyok aprendió a cazar conejos, a pescar, a pasar hambre.

Hubo un invierno en que dio a luz una niña, a quien llamó Annakpok, que significa La que vive en libertad.

El Congresse Internationale du Magique se celebraba en el anfiteatro de Aventicum, en Suiza, lo que evitaba cualquier sospecha de que el país anfitrión influyera en el acontecimiento.

Cuando salieron del hotel, Anna arrugó el entrecejo ante el sol ardiente que hacía aquella mañana.

—¿Por qué se supone que vamos a reunimos en un anfiteatro?

—Por la magia —respondió Stephens, que hizo un gesto vago con la mano antes de poder contenerse—. No quería mostrarme irrespetuoso. Es que… he depositado mi fe en la ciencia. Estudié biología.

—Yo también —dijo ella.

El tosió.

—Ahí llega nuestro coche.

El anfiteatro estaba acordonado por la policía. Bajo un letrero que rezaba «Por favor, mantengan visibles los amuletos en todo momento», dos guardias de seguridad inspeccionaban talismanes, collares y tatuajes. Dentro del anfiteatro ya encontraron levantados los puestos de comida y de souvenirs, y los vendedores competían a gritos, decididos a llamar la atención de la gente que entraba.

Por encima de la arena, las gradas estaban distribuidas por países. Vio muestras de la presencia de Kenya, Alemania, República de Malasia y Rusia. Se preguntó si los nenets aún disfrutarían de un invierno auténtico.

—¿Cuánto tardaron en localizar a suficientes magos de verdad para llenar el cupo? ¿Los hay falsos? Dígamelo sin problemas.

—Modere el tono de voz, se lo ruego —se limitó a responder Stephens.

Su nombre figuraba en la mesa de la República Unida Canadiense, junto a un hombre cuya placa rezaba «James Orgulloso». Era mayor, tanto como lo hubiera sido su madre, y pestañeó al verla acercarse.

—No sabía que aún quedasen chamanes en los Estados Septentrionales —dijo a modo de saludo.

—Y no se equivoca —respondió ella al sentarse—. Últimamente se conforman con cualquier cosa.

El hechicero Adam Maleficio, delegado de la Gran Bretaña, fue el último en llegar. Lo hizo bajo un cielo que oscureció de repente, a lomos de un solitario y fugaz relámpago, entre penachos de humo.

Varios de los hechiceros se levantaron para señalar con sus varitas, bastones y palmas abiertas de la mano el origen del alboroto.

¡Moderatio!—gritó uno.

¡Pax! —exclamó otro.

Adam Maleficio levantó ambas manos.

—¡Amigos, contened los hechizos! Acudo a vosotros como un hermano, para proponeros una amistad futura. —Con aire ausente se sacudió la capa y se ajustó las solapas.

Absit iniuria verbis, ¿no?

Un puñado de hechiceros rompió a reír. Él también rió. Había en sus ojos un resplandor rojizo. Los dientes lanzaban destellos blancos.

Detrás del asiento de Anna, Stephens se inclinó sobre ella para traducirle el latinajo.

—«Que no injurien nuestras palabras».

—Eso está por verse —dijo ella.

El director del congreso convocó una ronda de intervenciones previas al inicio del debate.

Maleficio se levantó con gran pompa y dijo:

—He sido elegido para pronunciar un comunicado en nombre y representación de todos los usuarios de la magia.

James Orgulloso se volvió hacia Anna.

—¿Es demasiado tarde para largarse?

—Ochocientos años tarde —respondió ella.

Maleficio pronunció ante los presentes un discurso extenso y erudito de hermandad. (No hubo forma de saber quién le había escogido para hablar, ya que algunos hechiceros no apartaron sus varitas de él mientras estuvo leyendo su discurso).

Tras los primeros veinte minutos, Anna y James se comunicaron intercambiándose notas escritas en sus respectivos programas.

Ella se enteró de que era un indio cree, uno de los últimos supervivientes de su nación. Había permanecido en los Estados Meridionales incluso cuando Canadá los anexionó. A su vuelta encontraría una primavera caracterizada por cincuenta y cuatro grados centígrados de temperatura.

«Podría llamar al viento con una plegaria —escribió él—. Es preferible a tener que marcharse».

Ella no preguntó por qué se había quedado. Anna ya no preguntaba acerca de dónde cavaba alguien su trinchera, decidido a afrontar su última batalla.

En lugar de ello, escribió:

«¿Por qué has venido?».

«Quería tener voz», escribió él a modo de respuesta.

«¿Por qué luchas?».

«Lucho por todo —respondió él—. Vamos a tener que enfrentarnos con todo, si aspiramos a tener algún poder».

Poco después, ella escribió.

«Mi madre, no yo, era chamán. Yo carezco de capacidad para la magia».

En el patio del anfiteatro, Adam Maleficio decía:

—La unidad es más importante que nunca, en un momento como el presente en que los magos asumen una posición única, tangible, en un mundo cambiante. No olvidemos que éste es el lugar que hicimos; éste es un lugar mágico; es un lugar para la magia. Y sin unidad nos debilitamos.

«Mientras tengas fuerzas para luchar», escribió James.

Maleficio siguió hablando, disfrutando de la atención e intentando ahogar en la medida de lo posible las voces de los intérpretes simultáneos.

—Éste es lugar para que todos los que sepan de magia auténtica se traten con respeto y buen entendimiento, para que se reúnan con una visión única, y, conjunctis viribus, venzamos en todo aquello que emprendamos en este suelo sagrado.

—«Uniendo nuestros poderes» —tradujo Stephens.

—Que este encuentro marque el inicio de una nueva era —concluyó Maleficio.

Arrugó las hojas que llevaba y extendió los brazos a ambos lados, como dando un abrazo a los asistentes. Las hojas se convirtieron en seis palomas que alzaron el vuelo.

El día era cada vez más tórrido e infructuoso, y durante el referendo de preservación del medioambiente con ayuda de la magia, Anna decidió marcharse. No había motivo alguno para fingir que tenía voz en un consejo lleno de agitadores de varitas.

Entonces, una de las delegadas japonesas se levantó para dirigirse a los allí reunidos.

Iba cubierta por una estola de pieles tan larga que media docena de las cabezas de zorro se golpearon entre sí al levantarse. Bajo la estola llevaba un vestido gris con el tono del hielo podrido, el gris correspondía a la piel de un narval.

Anna se enderezó en su asiento.

—Si bien no puedo hablar en nombre de todos los magos de la naturaleza —dijo la mujer, cuya voz iba acompañada por el rumor de los intérpretes—, sé que mi propia magia ya se ha visto comprometida por el problema que nos piden que resolvamos. Sin un mundo natural al que podamos recurrir, carecemos de poder.

—¡No finjas que careces de poder, bruja de los zorros! —exclamó Maleficio.

La estola experimentó una sacudida cuando los seis zorros levantaron la cabeza y sisearon al gentío.

—Ni magia ni hablar sin pedir la palabra —le llamó la atención el director del congreso—. Delegada Hana, gracias, puede sentarse. Nada de magia, señoras y caballeros. ¡Por favor!

La mujer se sentó entre un coro de risas burlonas por parte de los hechiceros.

—Si tuvieran que recurrir a la hierba para invocar su magia no se reirían tanto —dijo James.

—Si tuvieran que recurrir a la hierba —dijo Anna—, aún habría hierba.

Lo primero que Annakpok había hecho en calidad de chamán fue construir un ataúd para el cadáver de su madre y entonar un cántico mientras el fuego lo consumió.

Aún hacía el frío suficiente como para que Annakpok pudiera caminar sobre el mar helado para arrojar las cenizas a los agujeros de hielo donde su madre había cazado en vida, un obsequio para las focas, a cambio de lo que ellas le habían dado.

(Un gesto inútil, puesto que no quedaban focas).

Su madre le había dicho que vería la luz. Annakpok aspiraría aire con fuerza y sería consciente de su propósito como chamán, y el poder le fluiría por las venas.

Lo más cerca que Annakpok había estado de sentirse chamán fue a los doce años, cuando se personó un agente gubernamental para tomar una muestra de sangre de su madre y registrar a Sitiyok como maga de la naturaleza.

El sol de invierno se había puesto, y sin su madre Annakpok se rió a solas en Umiujaq. No había más luz que la que provenía del reflejo de la luna en el hielo vacío.

Al alejarse, el viento hurtó los restos de cenizas del cuenco. Cuando Annakpok alcanzó de nuevo tierra firme, lo hizo con las manos vacías.

Ésa fue la última acción que Annakpok llevó a cabo en calidad de chamán.

Anna se interpuso en el camino de la mujer japonesa, mientras los asistentes abandonaban en fila el teatro con la puesta de sol. La mujer no pareció sorprenderse de verla.

—Kimiko Hana —le había dicho Stephens—. Tukimono-suji. Tienen poder sobre zorros mágicos que actúan como familiares. Su magia es de carácter hereditario.

—¿Es magia de hechizo o de naturaleza?

Stephens se había encogido de hombros.

Anna fue consciente de cómo le miraban las cabezas de zorro.

—¿Los matas para obtener su poder?

Las cabezas de zorro se echaron atrás entre siseos. Kimiko puso la mano en la estola para tranquilizarlos.

—No —respondió cuando callaron totalmente. Habló con tono neutral, calculado—. Es para recordarlos después de que abandonen nuestra familia. Sus cachorros permanecen con nosotros. —Miró de soslayo a Anna—. ¿Tú tienes un… familiar?

Anna se preguntó si el narval muerto contaba podía considerarse así.

—No —respondió, y entonces, sin pensarlo, añadió—. Ni siquiera tengo talento mágico.

Kimiko enarcó una ceja y echó de nuevo a andar.

Anna la siguió escalera abajo a través del anfiteatro, esperando una explicación que no llegó.

—¿Qué clase de magia haces? —preguntó, al cabo.

—Sirve mejor a mis propósitos si no divulgo su naturaleza —dijo Kimiko, con un reflejo carmesí en los ojos oscuros—. Si no tienes poder, finge tenerlo. Si lo posees, entonces finge que no lo tienes.

Acarició las cabezas de zorro, que suspiraron al tacto de su mano.

—¿Qué poder posees? —insistió Kimiko.

—Se me dan bien los funerales —respondió Anna.

A la salida del hotel había una mujer que vendía amuletos, expuestos en una mesa plegable.

—Encantados por los hechiceros que asisten al congreso —anunciaba, mostrando en alto una cuenca de arcilla que colgaba de un cordel—. ¡Talismanes y amuletos! ¡Encantados por hechiceros y aprobados por chamanes!

Anna no sabía qué significado tenían los símbolos, pero era consciente de que carecían de poder. La vendedora los había espolvoreado con canela. Tanta que el aroma asfixiaba el ambiente.

Al pasar Anna por su lado, la mujer se lo puso en la nariz.

—¿Necesita dar un toque de magia a la vida, señorita?

«Sí», pensó Anna sin frenar el paso.

Anna soñó con el narval, rígido y pálido sobre las rocas negras. Cuando caminaba por el hielo para inspeccionarlo (estaba muy lejos y no tendría que haberse aventurado tanto) resbaló. Recordó que el hielo se había podrido y sintió miedo. Se quedó de pie donde estaba, demasiado asustada para dar un paso más y arriesgarse a caer al agua a través de la capa de hielo.

En la playa, el narval se había dado la vuelta para mirarla. Tenía la boca abierta, dejando al descubierto a Sitiyok, dentro de él. Su madre, de pie, le hizo gestos para que se uniera a ella.

Annakpok no podía moverse, estaba muy asustada, e incluso cuando el hielo cedió bajo su peso siguió de pie donde estaba. Miró hacia abajo, al agua que le alcanzaba las rodillas, tan fría que ni siquiera fue consciente de cómo se ahogaba, tan honda que no podía verse el fondo.

El hielo cedió y cedió bajo ella, que inclinó el cuello para mirar al cielo, esforzándose por aspirar el último aliento. En lo alto el sol lanzaba destellos rojo piel de zorro.

Cuando el agua la engulló, abrió las manos y sintió que perdía algo; se había estado aferrando a algo que no podía ver.

«Siempre hay más de lo que abarcamos con la mirada», le había dicho su madre una vez.

Su madre no tenía miedo.

Su madre le hacía gestos para que se le uniera.

—Tiene un aspecto terrible —dijo Stephens cuando ocuparon sus respectivos asientos—. ¿No ha dormido bien? La tomarán por una refugiada.

—No me extraña que le reclutaran para el cuerpo diplomático —dijo Anna.

El referendo sobre el medioambiente concluyó con los magos insistiendo en que no podían ser culpados por el debilitamiento de la magia natural, puesto que ni siquiera la empleaban.

—Nosotros estudiamos el arte —dijo Maleficio—. Nuestra magia es el resultado del aprendizaje. Si acaso nosotros partimos con desventaja, porque la magia natural rara vez nos escoge. Carecemos de poder, por mucho que finjamos lo contrario.

Anna levantó la vista. Sentía cosquilleos en las puntas de los dedos, como si estuviera acariciando pelo.

Maleficio apartó los brazos del cuerpo.

—Los magos naturales cuentan con la autoridad del tiempo. ¡Han heredado la magia!

—¡Nos tenéis tan controlados como al ganado! —acusó alguien de la delegación keniata.

Maleficio le ignoró.

—Nosotros los hechiceros tenemos que leer y practicar, y no tenemos más remedio que aprovechar nuestras lamentables circunstancias en la medida de lo posible para crear el poder.

Los hechiceros presentes asintieron con tristeza. Anna y James intercambiaron una mirada.

—Entonces, en vuestra infinita sabiduría, sugerid una solución que permita a los magos naturales encontrar magia suficiente para nosotros mismos, sin privar a los impotentes y desdichados hechiceros del fruto de su durísima labor —propuso Kimiko.

—¡Nada de magia! —exclamó el director del congreso, cuando un denso murmullo se extendió en el anfiteatro.

Se oyeron restallidos ocasionales, y un intenso calor se elevó de docenas de hechiceros enfadados. Adam Maleficio parecía el más furibundo de todos. Le temblaban los brazos y a su alrededor el ambiente sufría ondulaciones.

Por un instante sus ojos azules lanzaron destellos rojo piel de zorro.

«Siempre hay más de lo que abarcamos con la mirada».

En la pausa que hubo entre debates, Anna se situó tras Maleficio. Al otro lado del anfiteatro vio a James y Stephens, que la miraban con el entrecejo arrugado. Ignoró la atención de ambos y se inclinó sobre el hechicero. A esa distancia, Maleficio olía a sulfuro.

Tsukimono-suji —susurró.

Él se irguió tras dar un respingo.

—¿Y tú quién eres? —preguntó sin mirar.

—Soy la magia natural. Igual que tú, hechicero de zorros.

—Soy hechicero —replicó él. A su alrededor, la gente se había trabado en discusiones sobre quién era responsable de hacer que la magia natural fuera posible para quienes la practicaran, así que nadie les prestó atención—. Estudié en Stonehenge. Yo obro hechizos.

—Tienes un zorro en casa —dijo ella—. El resto son trucos de aficionados.

Sintió, más que vio, cómo se estremecía.

—¿Qué quieres?

—Fuerza una votación —dijo ella—. A nuestro favor.

Él aspiró aire con fuerza.

—Olvídalo. No pienso cambiar de bando. Por no mencionar que a los demás no les importa que la sangre de los zorros corra por mis venas. Yo me dedico a lanzar hechizos.

—Sí, claro. Eso es muy reconfortante —dijo ella—. Entonces hablaremos de ese cuento chino, si te parece. —E hizo ademán de incorporarse.

Él la detuvo con el brazo.

—Alto, alto, Vuelve, oh, horror de horrores. ¿Qué se supone que debo someter a votación?

En un sorprendente giro de los acontecimientos, Adam Maleficio hizo un elocuente discurso en favor de que la comunidad mágica asumiera la responsabilidad de cuidar de los suyos.

—La magia natural fue nuestra magia más temprana —dijo—. Merece todo nuestro respeto, nuestro apoyo y nuestra devoción. Yo, sin ir más lejos, votaré para crear una coalición que colabore para investigar una magia lo bastante fuerte para escudar la naturaleza de los estragos sufridos. Todo aquel que no me secunde debería sentir vergüenza. ¡Vergüenza!

Los hechiceros empuñaron sus varitas, y acabaron votando a favor. Por los pelos.

Cuando Anna recorrió la arena del anfiteatro de vuelta a su asiento, pasó junto a la mesa de la delegación japonesa. Kimiko cruzó la mirada con ella y le hizo un gesto para que se le acercara.

—¿Qué le has hecho? Debes tener más poder del que tú crees.

Anna sonrió.

—No tenía poder —dijo—. Sólo lo fingía.

Una de las cabezas de zorro levantó la vista y esbozó una sonrisa torcida.

Cuando volvió a su asiento, encontró el bloc de notas sobre la mesa. James tenía la vista clavada al frente; ni siquiera la saludó a su regreso.

Bajo «Yo carezco de capacidad para la magia», James había escrito un signo de interrogación.

Dobló cuidadosamente el papel y puso sobre él las palmas de las manos. Como si fuera un talismán.

En casa, esperó a que se hiciera de noche para acudir a la orilla.

A un centenar de metros de distancia, a la tenue luz de la luna, vio que el narval había desaparecido.

Echó a correr.

Cuando caminó por las rocas, vio que en realidad no se había ido, que no había vuelto de pronto a la vida para adentrarse de nuevo en el mar (como había esperado ella).

Lo habían devorado.

Habían devorado al narval hasta dejar sólo los huesos, una labor imposible para responsabilizar de ella a las aves carroñeras, que tendrían que haberla llevado a cabo en un período de tres días. Los huesos estaban intactos, a pesar del viento (imposible también, imposible). Las costillas se recortaban blancas contra el cielo verdinegro, y la piel se extendía bajo la carcasa sobre la negrura del terreno como si el viento mismo la hubiese arrancado de la carne.

Annakpok buscó huellas en la arena. No había rastro de animales (no había esperado encontrarlo), pero le sorprendió comprobar que las suyas eran las únicas huellas que llegaban tan lejos.

Anduvo lentamente, siguiendo con los pies el trazo de la piel extendida, intentando frenar el ritmo acelerado al que latía su corazón. Tenía que escuchar; tenía que ver.

No quedaba un sólo jirón de carne en los huesos. Hubiera sospechado que había pasado un centenar de años atrapada en el tiempo, asistiendo al congreso, si no hubiese sido porque los huesos aún no habían empezado a secarse. Según siendo de color blanco perla, las costillas como manos inquietas, los huesecillos de la cola señalando al mar como en un lamento.

Anna se arrodilló para arrancar de la piel el huesecillo más pequeño. Medía lo que la palma de su mano, estaba hueco. Se lo puso en un dedo.

Hizo anillos de diez vértebras. Se calentaron al contacto con su piel; cuando crispaba la mano, se rozaban entre sí como si se hubiera enfundado guantes hechos de hueso.

El hielo bajo sus pies era resbaladizo, podrido, pero anduvo donde la luna más se reflejaba. Los huesos de sus manos vibraron al compás de su respiración.

Caminó por la capa de hielo, primero de un lado a otro, después fue más allá del faro de la costa, más allá del antiguo coto de caza de su madre, hasta alcanzar el borde del mar cubierto por el hielo. Allí se detuvo, temblorosa. El hielo se mecía con suavidad bajo sus pies. Fue consciente de que si se hundía en ese lugar el mar la engulliría.

Podía hacerlo de todos modos. (Pensó en su madre dentro del narval, diciéndole que fuera a casa). Era una magia grande la que pretendía. Una magia que trascendía su poder. Ella sería el sacrificio.

En torno a ella el mundo era negro, plano. El viento era un lamento que le acariciaba el rostro.

Annakpok abrió las palmas de las manos antes de que le entrase el miedo. Si era una chamán, el mar los devolvería a ella en forma de narvales. Tan sólo tenía que esperar. Ser merecedora de ello.

(«¿Por qué luchas?, Lucho por todo.»).

Los huesos se precipitaron al agua, diez destellos blancos que desaparecieron en una negrura tan honda que no podía verse el fondo.

Cuando se volvió hacia la orilla, los huesos de narval eran como un portal, como la mano abierta que te hace gestos para que vuelvas a casa.