Minus estaba considerado el hechicero más malvado que existía porque su magia era retroactiva. No hacía encantamientos. No invocaba a los muertos. No regía a ningún ser de las sombras que acechaba en los corredores de la noche. Su labor consistía en aferrar el día por el pelo, tirar hacia atrás con fuerza y degollarlo hasta que se desangrase de la última gota de magia, para dejar al descubierto el macabro esqueleto de la realidad. Luego leía los desnudos restos del día como interpreta un adivino las entrañas de un pollo, y ofrecía astutos consejos al recién despertado respecto a lo que quedaba.

Los hechiceros le temían, conscientes de que podía minar su arte y convertirlos en hombres y mujeres normales y corrientes. Las familias acaudaladas le contrataban para influir sobre un patriarca a quien le hubiese dado por patearse a conciencia la fortuna familiar.

—Ha perdido el contacto con la realidad —decían a Minus.

—¿Queréis que vea la realidad tal como es, o vuestra realidad? —preguntaba siempre el hechicero.

—Cualquier cosa que puedas hacer estará bien —solían responder. Entonces Minus ponía manos a la obra con la diligencia de un banquero deshonesto. Ningún detalle era demasiado insignificante.

Por lo general los hechiceros controlan los espíritus de los muertos, pero en su lugar Minus empleaba a dos seres vivos. Uno era un hombre alto de facciones cadavéricas, que iba tocado con sombrero negro y vestía un guardapolvo, llamado Bill Mug. El otro era Axis, una rata de lo más ingeniosa, con una lealtad absoluta hacia cualquier pedazo de queso que el hechicero tuviera en la palma de la mano. Cuando Mug aceptó el puesto, Minus le lanzó ciertos hechizos para absorber lentamente hasta la última de las ilusiones que pudiera haber concebido sobre sí mismo. En cuanto a Axis, Minus sabía que nunca sería capaz de rivalizar con la entrega que sentía una rata por la realidad. Empleaba montañas de queso para descubrir los secretos del roedor.

Lo que el hechicero apreciaba más de Bill Mug era su lentitud, no física, pues circulaba el rumor de que era perfectamente capaz de dar puñetazos a un hombre en la cara durante una hora de reloj sin parar, sino mental. A Mug le gustaba darle vueltas a las cosas, rascarse la barbilla hasta olvidar qué era lo que había estado pensando. Sus conclusiones, cuando las alcanzaba, eran como el humo que se dispersa hasta convertirse en nada. Para Minus era el recordatorio constante de que la ilusión engendra velocidad porque la ilusión engendra necesidad. El parloteo sin sentido de Bill Mug servía de tónico para combatir el comportamiento errático del soñador. Sin embargo, cuando Minus necesitaba ayuda siempre acudía primero a la rata.

Al habérsele dado un solo apellido al nacer, Minus hizo una concesión a los tiempos que corrían y se puso un nombre para poder desenvolverse con mayor facilidad entre quienes no habían sido bendecidos con el don de la magia. Skip era un nombre muy común por aquel entonces. Estrellas de cine, cantantes y atletas tenían ese nombre, y así fue como se convirtió en Skip Minus. Conducía un veloz coche amarillo, llevaba gafas de sol y todos lo tenían por un tipo la mar de agradable. Era capaz de preparar combinados y jugar al Whist; bailaba como nadie; podía quitar la nieve con una pala, fumar en pipa o recitar La sala de la cascada de la montaña, poema de la señorita Stattle Dees.

Pero aparte de todo esto, era esencialmente un hechicero malvado. Se contaba en susurros que un buen número de sus «pacientes» humanos, a quienes debía hundir la nariz en la dura realidad a cambio de fuertes sumas de dinero, no sobrevivían al tratamiento. Entre quienes habían perecido en tan ardua búsqueda, el noventa por ciento se había suicidado y hubo un caso curioso que pudo considerarse un asesinato. La víctima fue un tal Martin Aswidth.

Hallaron el cadáver de Aswidth en un vertedero. Le habían destrozado la cara a golpes hasta reducirla a una pulpa ensangrentada. La última persona que lo vio con vida fue la criada, quien se lo encontró acompañado por Minus y otro tipo alto y sombrío con sombrero y guardapolvo. Eso fue en el dormitorio de Aswidth, entre las cortinas púrpura. Skip Minus se encontraba junto a la cama, gesticulando con frenesí entre rítmicos gruñidos. A Aswidth, postrado, le sacudían temblores mientras gritaba: «No, no, no…» como un niño presa de una pesadilla. En ese momento el hechicero exclamó: «Bill, mira a ver si puedes obrar tu magia con el señor Aswidth. Es tozudo como una mula».

Entonces Minus reparó en la irrupción de la criada, testigo de todo, y le ordenó salir. Cuando descubrieron el cadáver de Aswidth, ella declaró a la policía todo lo que había visto y oído, pero sólo habló con ellos una vez. Al cabo de dos días, desapareció de su dormitorio cerrado con llave en plena tarde de un día despejado, y nunca más se volvió a saber de ella.

Se sospecha que después de que ella abandonara el dormitorio aquella noche, tras recibir la orden de Minus, Bill Mug puso manos a la obra, dispuesto a exorcizar el encantamiento de Aswidth a puñetazo limpio. El puñetazo más duro lo propinan los tipos magros con muñecas gruesas. Aswidth estaba tan inmerso en esta creencia como un bizcocho borracho. Después de todo era escritor de novela de género.

Durante el juicio, Minus declaró que fue Axis quien había ingeniado la desaparición de la criada. «A cambio de un pedazo de queso —confesó el hechicero—, puso a mis órdenes un ejército mercenario de sus congéneres. Se la llevaron a través de una ratonera». El jurado mostró su sorpresa. «Esas ratas podrían recorrer en este preciso instante las paredes de este tribunal de justicia, repartiendo cargas de dinamita», añadió. Esperó a que el pánico se extendiera en toda la sala, antes de concluir: «Por supuesto yo no permitiría que sucediera nada parecido».

Llamaron entonces a Bill Mug a declarar. El fiscal preguntó: «¿Cuántas veces golpeó usted al señor Aswidth en la noche de autos?». Mug meditó la pregunta durante dos horas, lo que proporcionó a Minus el tiempo necesario para obrar su hechizo. Lo liberó lentamente por toda la sala, fue un miasma gris, apenas perceptible, que se extendió flotando por doquier. Al cabo, Mug respondió: «No le golpeé en la noche de autos, sino en la cara. Perdí la cuenta cuando pasé de trescientos». Ambos acusados fueron declarados culpables y sentenciados a pena de muerte.

Fue entonces cuando Skip Minus se levantó, se peinó el pelo con la mano y gritó a todo el mundo que permaneciera sentado y guardase silencio. Cesó de inmediato la conmoción que se había visto espoleada por la lectura del veredicto. Minus miró a su alrededor: «Ya estoy harto de todo esto. Voy a marcharme y no me lo impediréis. Si alguien levanta siquiera un dedo, arrebataré la magia de todos vuestros hijos. Ya poseo vuestra confianza en vosotros mismos; tal vez llegue el día en que os la devuelva si llego a perdonaros. Vámonos, Mug», dijo Minus. Ambos abandonaron la sala de justicia, subieron al deportivo amarillo y se alejaron a gran velocidad.

Los humanos podían complicarle la vida, y en la tormenta que siguió a los hechos, con todas las complicaciones que se derivaron de ellos, su distracción podía abrirle la guardia ante peligrosos ataques procedentes de hechiceros rivales. Minus llegó a la conclusión de que debía mantener un perfil bajo. Huyeron a una cabaña alquilada en las montañas, donde se reunieron con Axis. El lugar, una especie de pabellón de caza, era enorme y estaba bien abastecido de provisiones. Encendieron el fuego de la chimenea, dispuestos a pasar el invierno.

No transcurrió mucho tiempo antes de que Mug empezase a sacar de sus casillas a Minus. Era como un espantapájaros gris que caminaba de un lado a otro del pabellón, y de vez en cuando se detenía junto a la puerta trasera para fumarse un cigarrillo. Incluso durante la noche solía vagabundear, incapaz de dormir. Mantenían pocas conversaciones. En una ocasión comentaron lo frío que era el viento, y en otra, después de que Minus se hubiese entregado al whisky, intentó explicar a Mug la diferencia entre realidad objetiva y subjetiva. Era como hablar con una pared. Mug se alejó sin más, para recuperar sus fútiles caminatas.

Más adelante, ante un pedazo de queso y más whisky, Minus confesó a Axis:

—Ese Mug es un verdadero grano en el culo.

—El peso correcto de esa rueda de gouda que tienes ahí guardada bastaría para hacer desaparecer a Bill Mug —propuso la rata—. Tendría que reunir un ejército considerable para derribarlo.

—No, no —dijo Minus—. O sea, por favor, debo contenerme.

—Como desees —dijo Axis, contemplando la rueda de queso.

—Tengo otro encargo que hacerte —susurró Minus.

La rata correteó por el mantel de lino blanco para acercarse más a él, y se sentó al borde de la bandeja del queso. Levantó una miga errabunda, le dio un mordisco y dijo:

—Cuéntame.

—Se trata de la población donde nos sometieron a juicio. Voy a hacerles un favor. Tienes que volver a ese lugar con tus mercenarios, y quiero que mordáis sólo una vez a todos los habitantes humanos. Debéis hacerlo en la carne para que se agote la magia, y el hechizo impregne la atmósfera y se convierta en un gas inofensivo. Quiero que todos ellos se enfrenten a la dura y fría realidad antes de que caiga la primera nevada.

—¿Qué pagarás a cambio? —preguntó Axis.

—La rueda de gouda.

—Trato hecho —aceptó la rata, y estrechó su mano. Minus utilizó únicamente el índice y el pulgar. Axis se marchó esa misma noche para reunir a sus fuerzas antes de efectuar la operación. También esa misma noche, Minus, incapaz de dormir por culpa de los paseos de Mug, reparó en que las luces parpadeaban al compás de los aullidos del viento. Fue al cuarto de invitados, que tenían vacío, en busca de una lámpara de aceite por si se iba a la luz. Allí encontró una, así como una pila de juegos de tablero y una modesta estantería llena de libros de bolsillo cubiertos de moho.

Minus repasó los títulos. El último libro del estante inferior era la novela Noche y día, de Martin Aswidth. Se rió al sacarla. La cubierta mostraba dos caras una junto a otra, dibujadas con simpleza: uno de los rostros tenía los ojos abiertos, y el otro no. La cara despierta estaba pintada de blanco sobre fondo negro, y la cara durmiente de negro sobre fondo blanco. En la contracubierta había una fotografía de Aswidth, cruzado de brazos, con la cabeza bien alta y los ojos mirando en lontananza.

—Tiene buena pinta —se dijo Minus, antes de guardarse la novela en el bolsillo trasero del pantalón.

Se sirvió un whisky, encendió el fuego de la chimenea y se sentó libro en mano. Cuando abrió la primera página y se puso a leer, el ambiente se enfrió. Al cabo de un instante, Mug pasó por ahí como un alma en pena. Imposible ignorar su monumental carencia de propósito en la vida. Minus cerró el libro, contempló las llamas y se preguntó cómo iba a librarse de él. El fuego le respondió que debía apurar el vaso.

Mug pasó por ahí tres veces más, y a la cuarta Minus lo detuvo, y le dijo:

—Mug, tengo un encargo que hacerte.

—Por fin —gruñó Mug, acercándose a su jefe.

Minus le mostró el ejemplar de Noche y día.

—Quiero que leas esta novela esta noche en las próximas tres horas —dijo—. Luego quiero que tomes un rifle, cualesquiera provisiones que creas poder necesitar y salgas al mundo a la caza del espíritu de este libro. Cuando lo encuentres, quiero que le des caza y me lo traigas.

Mug se quedó ahí parado, mirándole con estupor.

—¿Lo has entendido? —gritó Minus, que acompañó el grito con un hechizo que penetró en Mug y robó la única gota de autoengaño que había logrado hurtar a su empleador.

—Sí, de acuerdo —dijo Mug. Cogió el libro, abrió la primera página y se alejó. El mago levantó su vaso y miró el fuego a través de la última gota de autoengaño de Mug. El fuego le ordenó vaciar el vaso, y así lo hizo.

Esa noche, Bill Mug había partido empeñado en su búsqueda personal. «Adiós muy buenas», pensó Minus y sonriendo, cuando de repente reparó en que el aire olía a nieve. Escuchó en la radio que se esperaba una tormenta de nieve. No fue hasta la mañana siguiente, cuando acudió a la despensa a buscar unos huevos, que el hechicero cayó en la cuenta de su error. No quedaba comida y Mug se había llevado el coche.

De pronto comprendió que nunca debía haber arrebatado la última gota de Mug. Imaginó a su ceniciento empleado, carente de autoengaño, conduciendo el deportivo amarillo. Con vista cenital, Mug conducía por todo el continente con una mano al volante y con el rifle en la otra.

—Que Dios salve al espíritu de Noche y día —se dijo Minus. Y fue entonces cuando se puso a nevar.

Fue una nevada fuerte y constante. La nieve sepultó lentamente el pabellón, y a cada hora que pasaba Minus se sentía más hambriento.

Hasta la oscura tarde del segundo día no recordó la rueda de gouda. La había guardado aparte del resto de las provisiones, dentro de un arcón cerrado que había en su cuarto. Mientras marcaba la combinación en la cerradura, imaginó qué sucedería cuando Axis regresara y exigiera el pago de sus servicios. Pensó en las ratas llevándose a la criada de Aswidth por la ratonera y le sacudió un temblor, pero a esa altura ya había abierto el baúl, sacado el queso del saquito de arpillera y le había dado un buen mordisco sin quitarle siquiera la cera.

«Seguro que la rata lo entenderá», pensaba cada vez que practicaba un corte al queso dorado.

—Un pedacito de nada para mantener unidos el cuerpo y el alma. ¿Quién podría discutirlo? —decía en voz alta, para escuchar a continuación el largo y terrible aullido del viento. La nieve crecía, los días pasaron y la rueda de queso, corte a corte, acabó toda ella en su estómago. Todo ese gouda y la soledad y los días oscuros, además de las ventanas cubiertas de nieve, redujeron a Minus a un estado de simpleza mental. Pasaba horas sentado ante el fuego, con la mirada extraviada hasta que se apagaba, la sala se enfriaba envuelta en la negrura, con la mente revolucionada de resultas de esa indigesta gota de autoengaño.

Pensó en la señora Aswidth, quien le había contratado para librar a Aswidth de sus «gilipolleces», tal como lo había expresado ella. Era una mujer imponente, de pelo oscuro y barbilla pequeña. Calzaba zapatos con tacones impresionantes y se reunió con ella para almorzar en un lugar de esos donde preparan huevos y tortitas, situado en un barrio modesto.

—¿Quiere que vea la realidad tal como es, o su realidad? —preguntó Minus.

—Sería incapaz de ver la realidad aunque ésta se le sentara encima —respondió ella—. Haga usted lo que crea necesario.

Minus asintió. Y despertó más tarde, temblando a oscuras, cubierto por una manta en el sillón que había frente al hogar de la chimenea. Su mente daba vueltas a los posibles argumentos de la novela Noche y día, escrita por Aswidth. Pensó en viajes espaciales, el relato de un mundo alienígena, una cueva gigante llena de cámaras criogénicas, y una peligrosa criatura que guardaba la entrada de la cueva. Imaginó todo lo que giraba en torno a este escenario: vio el espacio tachonado de estrellas, imaginó que el cuidador de los huevos se enamoraba de una de las durmientes congeladas, a quien solía contemplar a través de una ventanilla cubierta por una capa de hielo. Y así siguió hasta que el afán de comer gouda le obligó a levantarse.

Al día siguiente de haber terminado el último corte de queso, levantó la vista y se vio de pie ante un rayo de sol que penetraba a través de la ventana frontal del pabellón. Vio afuera árboles y hierba, y al verlos desapareció abruptamente el aullido del viento que tenía clavado en los oídos. Abrió la puerta y aspiró hondo la cálida brisa que olía a flores. Fue a su cuarto y se puso uno de sus mejores conjuntos de ropa Skip Minus: pantalones de pinza a cuadros, abrigo de pelo de cabra de Angora y mocasines. Esa tarde, mientras apuraba las últimas gotas de whisky sentado ante la chimenea, oyó lo que al principio pensó que era una fuerte lluvia. Miró en dirección a la ventana, pero afuera relucía el sol.

Axis apareció entonces, de pie sobre la mesa, apoyado en el vaso vacío de whisky del hechicero.

—Misión cumplida.

Minus dio un respingo al oír la voz de la rata. Tardó unos instantes en recuperar la compostura.

—¿Mordisteis a todos los habitantes?

—Hasta el último de ellos —respondió la rata. La realidad los abofetea en este preciso momento.

—¿Habéis tenido algún problema? —preguntó Minus.

—Nos soltaron algunos gatos. Los matamos y devoramos, antes de despellejarlos para llevar las pieles a nuestros nidos.

—¿Qué tiempo os hizo…?

—Olvídate del tiempo, tenemos tropas hambrientas a las que alimentar. La rueda de gouda, por favor.

—La rueda de gouda está en otra parte —replicó Minus.

—¿Dónde?

—Me la comí. Me he visto atrapado por la nevada. Mug se llevó todas nuestras provisiones.

Axis sacudió la cabeza y sonrió.

—Tu estrategia es débil, hechicero, pero aún tienes buenas carnes. Tal como he dicho, mis tropas están hambrientas. —Sin más, la rata dio una orden y una oleada de zarpas, dientes y colas peludas llovió del techo para devorar la carne de Minus. El hechicero, gritando, permaneció consciente durante buena parte del festín, y cada mordisco era un terrible maleficio de agonía.

Reservaron los ojos para Axis, quien se los sirvió acompañados de mostaza al término de la jornada. El reflejo gelatinoso le dio a entender que Minus podría haber recurrido a un hechizo para salvarse, pero que había escogido no hacerlo. «Insensato», se dijo la rata. Mordió el primer ojo y una nube de polvo le explotó en la boca. «No lo llamaban Minus por nada», se dijo entonces, escupiendo el bocado sobre la mostaza que se había servido, antes de limpiarse el hocico. El segundo ojo, una vez mordido, enjuagó la gota de autoengaño y le supo dulce como un mordisco de ananá.

Pasaron los años y el pabellón de caza quedó olvidado por quienquiera que fuese su propietario. El rebañado esqueleto de Minus siguió en el sillón, ante el hogar de la chimenea. Diez años después, el día que dio finalmente caza al espíritu de Noche y día, Bill Mug no esperó ni un cuarto de hora antes de liberarlo, y luego se voló la tapa de los sesos, momento en que la mandíbula del hechicero cayó sobre su regazo. La noche en que Axis fue devorado por un enjambre de langostas durante la Batalla de las Grandes Llanuras, de las llamadas Guerras entre Insectos y Roedores, las patas delanteras cedieron ante la podredumbre y el esqueleto de Minus quedó hecho una pila informe en el suelo, ante la chimenea. Las polillas tardaron cerca de una década en devorar durante las largas veladas veraniegas el abrigo de pelo de cabra de Angora. Los gusanos crecieron en las vigas y anidaron en la cuenca del ojo izquierdo. El techo se vino abajo y volvieron las lluvias y las ventiscas de nieve.

Todas las personas que recordaban al hechicero Minus murieron con el paso del tiempo, que también se encargó de pulverizarle los huesos. Ahora cuesta mucho recordar si realmente existió o no fue más que una especie de encantamiento, de ilusión, tal vez el sueño de un viajero espacial dormido en una cámara criogénica. O algo más insustancial: un acto de sustracción que se adelgaza en el futuro.