No era la primera vez que un cadáver se había incorporado repentinamente sobre la mesa de autopsias y se había vuelto hacia Johannes Cabal con una mirada asesina en los ojos. Sin embargo era la primera vez que lo hacía un cadáver sin haberlo reanimado antes. Se miraron fijamente un instante hasta que el cadáver, al parecer ajeno a su metedura de pata, soltó un grito como quien acaba de recibir una noticia terrible y embistió a Cabal. Éste, cuyas faltas eran principalmente morales, agarró al muerto por el pescuezo y lo lanzó de bruces al suelo, y mientras lo mantenía tendido, apretándole la nuca con el pie, se acercó un carrito que tenía al lado y metió la mano en el maletín Gladstone de piel marrón que yacía abierto sobre él.
El episodio era contemplado en un silencio siniestro por un agente de policía amordazado, atado y sentado contra la pared. El agente observó cómo Cabal sacaba un revólver bestial del maletín Gladstone, colocaba la boca del cañón en la unión del lóbulo occipital con la primera vértebra cervical del cadáver y completaba el trámite ad hoc de desanimación con la introducción de una bala del 577. El ruido del disparo tronó de un modo ensordecedor entre las duras paredes y el suelo de la morgue y resonó estridentemente en las baldosas frías. Cabal tiró del percutor de la pistola sin aflojar el pie del cadáver en previsión de futuros problemas. El muerto, sin embargo, no dio muestras de intentar realizar otro movimiento distinto de caer desplomado. Cabal aguardó unos segundos por si acaso se trataba de una astuta artimaña zombie, antes de amartillar el percutor suavemente con el pulgar y echar un vistazo con el rabillo del ojo, como si sintiera la mirada acusadora del policía.
—No sé por qué me mira así —espetó Cabal con un leve acento alemán apenas perceptible en su habla apocada y de correcta vocalización—. Yo no tengo nada que ver con esto.
Y no mentía. Johannes Cabal había aprovechado el fin de semana de la celebración anual del carnaval de la ciudad para realizar una adquisición un tanto especializada. Mientras las multitudes se congregaban en las calles para asistir al paso de la cabalgata —ese año con la emocionante innovación de los enormes globos de hidrógeno con la forma de personajes de tiras cómicas de los periódicos y de mascotas que aparecían en anuncios publicitarios—, Cabal se había introducido sigilosamente en la funeraria por una ventana trasera y se había recluido en el depósito de cadáveres, en la cual pretendía obtener una pequeña cantidad de despojos necesarios para sus investigaciones. Este sencillo plan ya había estado a punto de irse a pique una vez, cuando Cabal había despertado las sospechas de un agente de policía atento que lo había visto escabulléndose por un callejón trasero. No obstante, tampoco era una impresionante demostración de intuición detectivesca, pues Cabal era un hombre alto, rubio y de tez pálida que iba vestido con un traje negro e iba cargado con un maletín Gladstone de piel marrón. A pesar de que todavía no había cumplido los treinta años, la apariencia de Cabal no expresaba diversión ni frivolidad, ni siquiera en aquella ocasión festiva. Apenas había mirado la cabalgata a su paso, más allá del vistazo que le había echado a los personajes de las tiras cómicas que surcaban el cielo, y aun éstos no le habían provocado más que una mueca de desprecio. Luego había mirado a ambos lados —sin acertar a divisar al policía que se había apostado en el umbral de la puerta— y había enfilado casi de puntillas por el callejón hasta la parte trasera de la funeraria. Con todo, y pese a que no vestía una camisa a rayas, no llevaba puesta una máscara ni cargaba una maleta en la que pudiera leerse «Botín», Cabal no había pasado tan desapercibido como esperaba.
El policía, el agente Copeland, había explorado el callejón y se había introducido por una ventana que había sido forzada con una palanqueta. Para desgracia suya, su entrada tampoco pasó desapercibida, y un golpe científicamente administrado con una barra lo dejó fuera de combate. Cuando volvió en sí estaba atado y amordazado, y veía como Cabal intentaba sustraer varias partes del cuerpo de un cadáver… y la inesperada y frustrada resurrección.
Cabal estaba que echaba humo. En primer lugar, la aparición del policía lo había distraído de su quehacer; y ahora el ataque del cadáver le parecía intolerable.
—Esto no es normal —comentó.
La mayoría de la gente, sin duda, habría estado de acuerdo, pero la mayor parte de las personas no eran nigromantes, para quienes el rango de «normal» abarcaba una realidad mucho más amplia.
Un gruñido apenas emitido que salía de debajo de la sábana que cubría la mesa de autopsias que estaba más lejos atrajo su atención. Cabal asistió a los movimientos del regreso a algo parecido a la vida del cuerpo sepultado debajo. Entretanto, el ocupante de otra mesa también iniciaba una respiración anhelosa con unos pulmones que no se habían utilizado en un par de días. Cabal consideró sus opciones rápidamente; le quedaban cinco balas en el Webley y otras seis en el bolsillo, atadas con una cinta elástica para evitar que repiquetearan. En el depósito había cuatro mesas de autopsias ocupadas cuyos cuerpos daban señales de una actividad totalmente fuera de lugar. Probablemente podría quedarse allí y luchar, pero dado lo que veía, tal vez necesitara la munición más adelante. La prudencia, siempre recomendable, también en esta ocasión sustituiría al valor.
Cabal llegó junto al policía con tres largas zancadas, lo levantó y lo hizo cruzar a empujones la puerta de vaivén de dos batientes. Dejó caer al agente y se tomó un momento para sacar la navaja automática, que se abrió con un leve clic. Sin perder un segundo, Cabal se arrodilló junto a Copeland, que miraba la hoja afilada con cierta aprensión y que, temiéndose lo peor, empezó a forcejear. Cabal no quiso que el asunto fuera a más y le estampó una bofetada.
—No sea tonto. Si lo quisiera muerto nunca se habría despertado.
Acercó la hoja de acero al agente e hizo un corte. El policía se encontró de repente con que tenía las manos libres. Cabal se puso en pie con la cuerda en la mano izquierda y la navaja en la derecha, cerró la navaja y la deslizó de nuevo al interior del bolsillo de su chaqueta.
Unas sombras cruzaron el vidrio esmerilado de la mitad superior de la puerta de la funeraria y Cabal se volvió hacia ellas. Afirmó los pies contra la base de los batientes de la puerta, pasó la cuerda por los tiradores y rápidamente la anudó bien tensa. Se alejó de la puerta, que recibía las embestidas violentas desde el otro lado, y vio a través del cristal el contorno de cuatro figuras que se apelotonaban y empujaban.
El policía había sacado su navaja y estaba acabando de cortar la cuerda que le ataba los tobillos. La mordaza, para la que Cabal había empleado el pañuelo del agente, le colgaba alrededor del cuello.
—¿Qué está pasando? —inquirió el policía con voz ronca—. ¿Qué ha hecho?
Cabal no se dio la vuelta, pero podía sentir las sombras detrás suyo.
—En primer lugar, y para responder a su segunda pregunta, aparte de salvarle la vida, yo no he hecho nada. En cuanto a la primera cuestión, todavía no estoy seguro.
Las arremetidas contra la puerta cesaron, y Cabal ya se preguntaba si las sombras se habrían dado por vencidas cuando todas embistieron a la vez. La cuerda se tensó un poco más por el impacto, pero aguantó. Las figuras se difuminaron, sin embargo rápidamente recuperaron su apariencia y volvieron a lanzarse contra la puerta. La cuerda, atada con un nudo que habría causado la consternación de Houdini, se mantuvo firme.
—¡Ah! —exclamó Cabal—. Esto se pone interesante.
—¡Usted! —espetó el agente de policía, buscando un asidero para su cordura y recurriendo a su sentido del deber—. ¡Queda detenido!
Cabal suspiró, sacó el revólver de su maletín y lo blandió de una manera más o menos amenazadora.
—Está comportándose de nuevo como un idiota, agente. Le aseguro que no sólo soy la menor de sus preocupaciones en estos momentos, sino también su única oportunidad de salvación. Escuche…
Ambos escucharon, y además de los golpes que propinaban a la puerta los cadáveres reanimados, se oían gritos en la distancia. Cabal apostilló con media sonrisa la expresión en el rostro del policía que delataba el albor de su comprensión.
—No somos los únicos que tienen problemas con los muertos vivientes.
Desde la planta más alta del edificio de la funeraria podían contemplar la plaza de la ciudad y la masacre de la que era escenario. La multitud que asistía al carnaval acababa de darse cuenta de que estaba ocurriendo algo terrible. Un médico se había abierto paso hasta la víctima que le quedaba más próxima y había hecho todo lo que estaba en sus manos, pero ya era tarde. Tarde en todos los aspectos, tal como se había revelado cuando con un parpadeo el cadáver abrió los ojos y los gritos dichosos de su familia se volvieron mucho menos dichosos cuando el cadáver agarró al médico por el cuello y lo estranguló con un par de torsiones convulsivas.
El doctor también se levantó después, y así los transeúntes llegaron a la conclusión de que no se hallaban en el lugar más seguro de la plaza. Rodeados por la multitud, sin embargo, no había adonde huir.
—¡Dios! —exclamó el policía.
—¡Eh! ¿Dónde? —replicó Cabal, mirando a su alrededor con una expresión de sorpresa fingida.
—¡Tengo que ir a ayudar! —respondió el policía fulminándolo con la mirada.
Cabal se inclinó sobre el alféizar de la ventana que le quedaba a la altura del pecho, apoyado sobre ambos brazos y con la barbilla posada sobre la superficie de la repisa, observó el caos que reinaba debajo con la objetividad de un entomólogo asistiendo a una batalla de hormigas rojas contra negras. El policía permaneció durante un par de segundos a la espera de algún tipo de respuesta por su parte, hasta que finalmente se dio por vencido y se giró hecho una furia.
—Ese «ayudar» —dijo Cabal sin apartar los ojos de la ventana, alzando la voz lo justo para que el agente lo oyera—. Ese «ayudar» al que se refiere, supongo que se refiere a auxiliar a los vivos, ¿cierto? —Cabal interpretó el cese de los pasos del policía como una confirmación de que había captado su atención—. Únicamente quiero decirle que con su plan sólo ayudará a los muertos vivientes que veo allí fuera… e incrementará su número. Venga aquí.
Los pasos se acercaron a Cabal con cierta renuencia hasta que el agente se unió a él en la ventana.
El nigromante levantó la cabeza y señaló brevemente el tumulto caótico de muertos violentos y vivos desdichados.
—Observe, agente. ¿Qué ve?
—Una carnicería —respondió el policía con voz bronca. Tenía la boca seca, y el hecho de humedecerse los labios no ayudó en nada—. Terror.
—Sí, sí —repuso Cabal con impaciencia—. Unos términos muy gráficos pero nada científicos.
El agente inspiró con brusquedad.
—¡Oh, Dios mío, también hay niños!
Cabal lo honró con una mirada reprobatoria.
—Por supuesto que también hay niños. Era una cabalgata. ¿Por qué no…? ¡Oh! —Cabal hizo un gesto de comprensión con la cabeza—. Quiere decir que hay niños muriendo asesinados. Los hay, en efecto, pero eso no es lo interesante del suceso.
—¿Qué clase de hombre es usted?
—De la clase que entran furtivamente en los depósitos de cadáveres para robar fragmentos de cerebros humanos y no se molestan especialmente por la aparición de muertos revoltosos más allá, en todo caso, de una reacción del tipo «Oh, menudo incordio».
Cabal y el agente se miraron intensamente a los ojos.
—Ésas son todas las pistas que le voy a dar —añadió Cabal—. Me cuesta imaginármelo en el departamento de investigación criminal si no es capaz de llegar a una conclusión basándose en ellas.
Para ser justos, el agente ya había llegado a una conclusión, aunque ello no significaba que ésta tuviera que agradarlo.
—Es usted un nigromante —replicó con una repulsión contenida.
—En efecto, lo soy. —Cabal sentía una indiferencia supina por la opinión del agente al respecto, cualquiera que fuera—. Y somos una estirpe poco común, lo que hace que todo esto —devolvió la mirada a la ventana— sea aún más interesante. Los muertos se han levantado espontáneamente nada más llegar yo. No es para nada un hecho normal.
—¿Ah, no? —La sorna en la voz del agente era obvia, y también la ironía que tendía al sarcasmo. Ni calculado podría haber sido más efectivo a la hora de irritar a Cabal, un hombre con una notoria propensión a la irritación.
—¡No! —espetó Cabal volviéndose contra el agente—. No, no lo es. Y tengo cierta experiencia en este campo que nada tiene que ver con el sucedáneo del conocimiento que usted ingenuamente cree a juzgar por el tono de superioridad moral de su voz. ¡Mire! —Cabal había agarrado al agente por el cuello de la camisa y tiró de él hasta llevarlo a la ventana—. ¡Allí! —Cabal señaló otro grupo de personas que permanecían inmóviles y con aspecto de desorientadas en el cementerio que se encontraba en el lado sur de la plaza de la ciudad—. ¡Y allí! —La funeraria quedaba fuera de la plaza, pero desde allí también se divisaba el edificio del ayuntamiento a unos doscientos metros de su posición—. ¿Lo ve?
El agente sacudió la cabeza para zafarse de Cabal y lanzó una mirada al otro lado de la ventana.
—Monstruos —dijo al cabo—. Sus monstruos están en todas partes. Se… —El policía dejó la frase a medias.
—¿Lo ve? —preguntó Cabal, que prefirió ignorar la calumnia de «sus monstruos».
—Se comportan de maneras diversas —continuó diciendo lentamente el agente, cuyos ojos saltaban de un grupo a otro—. Algunos colaboran entre sí, otros simplemente permanecen parados. —Se oyó un grito fuera y el agente palideció—. A menos que alguien se les acerque mucho. ¿Por qué no actúan todos igual?
Cabal no respondió. Por el contrario había abierto su maletín Gladstone y estaba poniendo en orden su contenido. Un momento después se incorporó, sacó un pequeño telescopio y escudriñó el lado opuesto de la plaza.
El agente comprendió que no obtendría respuestas inmediatas y se aventuró a expresar conjeturas.
—¿Son como… abejas? ¿Hay obreras y… zánganos y…?
—Una estructura social de colmena —propuso Cabal sin bajar el telescopio.
—¡Sí!
—No. No, porque los zánganos son siervos sexuales de la reina, y la idea de que exista una analogía de esos roles en una horda de muertos vivientes es demasiado desagradable para ser tomada en consideración. Más pertinente es, sin embargo, que evidencian un comportamiento distinto; únicamente se da en el caso de una zona de la horda cada vez más nutrida, y esa zona no se mantiene fija. No se trata de abejas humanas, sino de títeres de carne y hueso. Observe y se percatará de que los muertos vivientes son más activos, son más decididos, en una zona de unos nueve metros. Eso quiere decir que es la zona donde tiene puesta su atención el titiritero.
—¿El titiritero? ¿Hay alguien controlándolos? ¿Quién?
—En efecto, hay un titiritero. Y él los controla. Y… —Pasó el telescopio al agente y señaló al otro lado de la plaza—… es el gordo cabrón que está en el tejado del ayuntamiento.
«Gordo» era una exageración, si bien el hombre que se divisaba en el tejado del ayuntamiento era desde luego fornido. El agente vio una figura osuna correteando y dando brincos de un lado al otro por el borde del pretil de la azotea del edificio, contemplando el caos que había creado con lo que parecían unos prismáticos sacados de los excedentes del ejército.
—¿Por qué lo hace? ¿Por qué todas estas muertes? ¿Toda esa gente inocente? ¿Por qué?
Cabal le arrebató el telescopio, lo cerró con un chasquido seco y lo guardó de nuevo en el maletín.
—Aun a riesgo de sonar engreído, creo que es por mi culpa. Es una coincidencia muy grande que este tipo decida emprender esta demostración bobalicona de aficionado a la nigromancia en el preciso momento en el que yo me encuentro hurgando en los cráneos del depósito de cadáveres local.
—¿Quiere impresionarle? —La idea horrorizó al agente de policía—. ¿Qué clase de…?
—No, no, no —respondió Cabal, y emitió una especie de «¡Ja, ja, ja!» que podría haber sido tomado por una carcajada o tal vez por un tic nervioso—. Lo que quiere es matarme. No es la manera más eficiente de acometer la tarea, pero me hago una idea de lo atractivo que puede resultarle a un cierto tipo de personalidad. No muy inteligente, no obstante.
—¿Aficionado? ¡Pues se las ha arreglado para formar un ejército de muertos!
—¡Ah! ¿Eso? —Cabal se sorbió la nariz con desdén, como si aquel enemigo desconocido hubiera formado un ejército de chinchillas—. Cualquier idiota puede hacerlo. De hecho, sólo un idiota lo llevaría a cabo. Se trata de un ritual conocido como la Práctica Ereshkigal, y ningún nigromante con una pizca de inteligencia que no sea un nihilista confeso querría tener nada que ver con ella.
El agente Copeland no estaba excesivamente interesado en lo que estaba à la mode ese año en el ámbito de la nigromancia, y continuó observando las carreras de los vivos huyendo de los muertos.
—Estos son los últimos supervivientes de la plaza. Si tienen un poco de sentido común se atrincherarán en sus casas hasta que llegue el ejército. De ese modo esas cosas no tendrán ninguna oportunidad. —Dirigió un gesto con la cabeza a Cabal cargado de un aplomo desesperado—. Lo único que podemos hacer es quedarnos aquí a esperar que esto pase, ¿no?
Cabal negó con la cabeza y se apartó de la ventana para sentarse en el borde de un escritorio. Hizo una indicación al agente Copeland para que se sentara a su lado y el policía obedeció con la sensación de que Cabal tenía una bañera llena de agua fría preparada para arrojarla sobre sus esperanzas. Y, de hecho, así fue.
—Agente —empezó diciendo Cabal—, esta ciudad es de un tamaño considerable. Tiene unos doscientos mil habitantes. ¿Cierto?
Copeland asintió con la cabeza.
—En una conurbación de este tamaño mueren alrededor de una docena de personas todos los días —continuó Cabal—. Sus cuerpos se mantienen viables para una resurrección ereshkigaliana aproximadamente durante un mes. Suponga que la mitad de los cadáveres son incinerados a lo largo de la semana inmediatamente posterior al fallecimiento y que de los restantes sólo la mitad son capaces de salir de la tumba. Se trata de un cálculo optimista, por cierto; ya que a los muertos se les da muy bien exhumarse.
El agente Copeland abrió la boca para interrogar a Cabal sobre cómo podía saber algo así, pero eso fue antes de comprender lo estúpida que sonaría su pregunta, de modo que volvió a cerrarla.
—Por lo tanto —prosiguió Cabal—, sumando las muertes dispersas que ha causado la Práctica, hay aproximadamente otros ciento cincuenta y cinco cadáveres alrededor de la plaza que ya deben estar levantándose y empezando a deambular. Cada uno de ellos intentará matar a los vivos. Y cada vez que tengan éxito, un cadáver se sumará a las filas de su ejército. Si alguna vez se ha preguntado cómo es una progresión geométrica, sólo tiene que echar un vistazo por la ventana. De modo que, respondiendo a su pregunta: no, no podemos quedarnos a esperar que esto pase.
Un estrépito procedente de los pisos inferiores sobresaltó a Copeland.
—¡Están saliendo de la morgue!
—Correcto —aseveró Cabal con un ademán de ponerse a trabajar—. Lo primero es lo primero: evitar morir a manos de los resucitados. Esa cuestión es muy importante. Luego, encargarnos de ese idiota antes de que extinga la raza humana sin darse cuenta. Eso también es bastante importante.
—Espere. —El agente agarró a Cabal del brazo—. No sé si soy capaz de asimilarlo. ¿En serio está diciendo que hoy… que hoy podría ser el día del Juicio Final?
Cabal miró fijamente la mano del agente y se la arrancó del bíceps.
—No es broma, agente. Para lo que la plebe denomina de una manera sensacionalista e inexacta el «apocalipsis zombie», los profesionales como yo empleamos el término más serio de «Práctica Ereshkigal». Nomenclaturas aparte, el resultado es idéntico: la humanidad desaparece bajo una marea de sus propios despojos furiosos.
Cabal y el agente oyeron los ruidos que producían los cadáveres del depósito registrando el edificio a conciencia y con violencia. El nigromante señaló que aquéllos eran los cuerpos que recibían las mayores atenciones del responsable de su resurrección, quien sin duda estaría viendo a través de sus ojos en los momentos en los que no utilizaba los propios para mirar por los prismáticos. En el caso de que dieran con Cabal, el grueso de la fuerza se dirigiría hacia él en vez de concentrarse en las calles. Y entonces el asunto se pondría feo para Cabal y el agente de policía.
Por lo tanto, en vez de descender a pie de calle, ambos subieron a la azotea.
—El plan es el siguiente, agente: atravesaremos el tejado, saltaremos al de al lado y bajaremos al callejón por la escalera de incendios de la fachada más lejana…
—¿Cómo sabe que allí hay una escalera de incendios? —le interrumpió el agente.
—Porque me he encargado de averiguarlo. Normalmente conviene planear por lo menos dos rutas de huida: una rápida y otra de evasión. Ésta que le comento corresponde a la de evasión. Bueno, cuando bajemos a la calle la cruzaremos parapetados detrás de aquel carro volcado. De momento los muertos se mantienen al otro lado del carro, así que será mejor que aprovechemos esa ventaja antes de que se dispersen.
—¡Eso es una locura! ¿Por qué exponernos tanto? Si vamos por el otro lado sólo tendremos que atravesar dos pequeños callejones.
Cabal sacó unas gafas oscuras del bolsillo del pecho y limpió los vidrios azules con una postura ligeramente afectada.
—Esa ruta ya fue considerada y descartada.
Su gesto al ponerse las gafas daba a entender que la decisión era irrevocable.
—¿Descartada? Pero ¿por qué? —preguntó con incredulidad el agente en un tono de mofa—. Su ruta es una locura. La mía es mucho más segura: un par de callejones, atajamos por el cementerio y… —Una idea le asaltó la cabeza—. ¿Tiene algún problema con las iglesias?
La cara de Cabal bajo las gafas era indescifrable. Sin decir una palabra, el nigromante dio media vuelta y se alejó correteando agachado para evitar ser divisado desde el ayuntamiento. Cuando llegó al borde del tejado no vaciló y saltó al vacío. Un instante después, el policía oyó el crujido de unos zapatos cómodos sobre la grava y el betún y supo que Cabal estaba a salvo en el tejado contiguo. Maldiciendo entre dientes, el agente Copeland salió detrás del nigromante.
Con una infalibilidad mortificante, Cabal resultó estar en lo cierto en lo referente a la escalera de incendios, y ambos descendieron sin ser vistos hasta un angosto callejón que desembocaba en la calle principal. Cabal, sin embargo, no tenía razón en cuanto al estado de la calle. En su deambular, un cadáver solitario había pasado al otro lado del carro y ahora holgazaneaba de espaldas a ellos interponiéndose en su camino. En el pasado había sido un estanquero, pero ahora sólo era un fastidio.
—¿Qué hacemos? ¿Puede dispararle?
El agente ponía todo su empeño en pensar en aquello como un objeto y no como el señor Billings, a quien había comprado un paquete de Sénior Service esa misma mañana antes de empezar el servicio. Pensó en los cigarrillos que había dejado en la taquilla de la comisaría; ahora le parecían un artefacto perteneciente a una civilización antigua. Había llegado el Apocalipsis y allí estaba él, el agente Copeland, un provinciano torpón del cuerpo de policía local escabulléndose por un callejón en compañía de un nigromante, intentando evitar las atenciones de un estanquero reanimado.
—Están muertos, no sordos. —Cabal sacó la navaja automática del bolsillo y la abrió. Rebuscó en un montón de basura que había pegado a una pared y encontró un fragmento con el cuello de una botella—. No, esto requiere sutileza.
Cabal sujetó la navaja con la hoja hacia abajo, de un modo muy similar a como empuñaría un picador de hielo, y emprendió una exhibición de su particular concepción de la sutileza. Caminando sigilosamente pero recto, confiando en que el carro lo mantendría oculto de la masa principal de muertos vivientes, se acercó por detrás a lo que había sido el señor Billings. Cuando llegó junto a él se detuvo y lanzó al aire el fragmento de la botella para que aterrizara delante de Billings con el inconfundible tintineo musical del vidrio, que brilló de un modo vistoso al sol del mediodía. El señor Billings, que se maravillaba con cualquier menudencia desde que quince minutos antes la señora Billings le había desgarrado el cuello de una dentellada, bajó la mirada hacia el trozo de cristal, de manera que dejó al descubierto la nuca. Sin el menor atisbo de vacilación, Cabal le hundió la hoja con una pericia que habría inquietado a cualquier testigo accidental. Como anteriormente en la funeraria, la médula espinal fue seccionada transversalmente entre el occipital y la primera vértebra cervical, y el cuerpo del señor Billings —una vez cortados los hilos— se desplomó pesadamente de bruces para yacer en medio de la calle Mayor el día de carnaval.
Cabal se inclinó y Copeland pensó por un momento que iba a cerciorarse de que se había realizado el trabajo correctamente. El nigromante, sin embargo, limpió la hoja en la espalda del abrigo del señor Billings antes de cerrar la navaja y dejarla caer de vuelta en el interior del bolsillo.
—Vamos —dijo Cabal—. Y traiga mi maletín.
Enfilaron por el callejón, atravesaron la calle Mayor y continuaron otro trecho hasta que Cabal se detuvo junto a la puerta trasera de una tienda y la forzó para introducirse en el local. Se trataba de una ferretería, lo que al parecer confirmaba las expectativas del nigromante; un hecho que hizo darse cuenta al agente Copeland de la meticulosidad con la que su poco común compañero había llevado a cabo el reconocimiento previo del terreno. Cabal se detuvo un momento para sisar un rollo de cuerda de doce milímetros de grosor y Copeland no se molestó siquiera en chasquear la lengua en señal de desaprobación; con el giro que habían dado las circunstancias no había lugar para preocuparse por un simple hurto. Subieron a la planta superior y Cabal abrió un tragaluz con una barra que extrajo de su maletín, y en seguida se encontraron de nuevo en los tejados. Caminaron por ellos unos metros y luego, amparados en la sombra de una chimenea, volvieron a examinar al hombre que se hallaba en la azotea del ayuntamiento. Todavía les separaban treinta metros, pero ahora lo veían mucho mejor. Esto, sin embargo, no era forzosamente una ventaja. El hombre iba vestido con un traje de tweed con la clase de diseño que los tejedores sólo conciben si hay una apuesta de por medio: rayas marrones sobre un fondo amarillo, confiriendo a su portador un aspecto de mapa de natillas del Ordnance Survey[1]. El hombre era alto y robusto, y lucía una espesa elegante barba y una melena hasta el cuello de la camisa de un tono demasiado rojizo para que cualquiera que lo llamara «pelirrojo» con ánimo de ofender sobreviviera.
—¿Es tan diestro disparando como para darle? —inquirió Copeland en un susurro.
—No voy a dispararle —respondió Cabal—. Sería lo peor que podría hacer. A pesar de la muerte brutal, dolorosa y lenta que ese idiota a todas luces merece, de momento debo permitirle seguir vivo.
—No lo entiendo.
—Puesto que no se enseña teoría de la nigromancia en las academias de policía, no me sorprende. Muy bien… le daré un curso intensivo. Se habrá dado cuenta de que el comportamiento de los muertos vivientes puede dividirse en tres categorías. En primer lugar están los ejemplares obstinados de la morgue; fueron los únicos que me vieron, de modo que su titiritero mantiene buena parte de su atención depositada en ellos, al menos de momento. Luego tiene a los que deambulan como un rebaño; éstos son su unidad secundaria, y la atención que les presta es más bien vaga. Los ha dirigido hacia la funeraria como reserva por si acaso me encuentra allí. Y finalmente tenemos a la vasta mayoría, que permanecen inmóviles dispersos por todas partes, como el ejemplar que encontramos en la calle. Estos se mantienen en los márgenes de su atención. El titiritero se ha visto abrumado por la complejidad del asunto… Tiene a su servicio muchos, muchísimos más súbditos de los que es capaz de controlar eficazmente. De modo que la mayoría permanecen olvidados y no están recibiendo instrucciones a través de los vínculos psíquicos que tiene establecidos con su espantosa multitud de individuos.
—¿Por qué son peligrosos, entonces?
—Porque la fuerza que los anima es atávica y salvaje. Cada vez que se les presenta una oportunidad de matar escapan del frágil control de su títere nominal hasta que han perpetrado el asesinato. La fuerza es insaciable… ansía poseer más cuerpos. —Cabal dirigió de nuevo su telescopio hacia el hombre de la azotea—. Él es el medio por el que esta fuerza animada entró en nuestro mundo y quien controla sus riendas. Esas riendas en ningún caso tienen un alcance más allá de veintitrés tirum, una unidad de medida obsoleta utilizada en el pasado por la civilización que creó la Práctica Ereshkigal. Veintitrés tirum corresponden a algo menos de cinco kilómetros. Ciento ochenta y cuatro metros coma ciento un milímetros menos, para ser exactos.
»Pero lo que está haciendo es mentalmente agotador. Antes o después necesitará dormir. En ese momento sus criaturas lo matarán. Las riendas desaparecerán y la fuerza animadora será libre para expandir sus actividades por donde le plazca. ¿He mencionado lo insaciable que es en su búsqueda de cuerpos? Creo que sí.
Hasta entonces, toda su conversación sobre un apocalipsis había parecido tratar la situación de un modo hiperbólico, pero ahora el agente Copeland comprendía el horrendo mecanismo que se había puesto en funcionamiento.
—¿No… no parará cuando lo atrape a usted? ¿No devolverá entonces esa fuerza al lugar de donde la sacó?
Cabal había estado preguntándose cuánto tardaría en plantearse de un modo más o menos velado la cuestión de «¿Qué pasaría si lo arrojara a los zombies?», y ya tenía una respuesta preparada.
—El ritual es irreversible. Él todavía no se ha dado cuenta, o quizá simplemente ha supuesto que después le será útil un ejército de muertos. Repito: Ese tipo es idiota.
Copeland meditó un instante las palabras de Cabal.
—Entonces está diciendo que sólo disponemos de un par de horas antes de que todo esto sea imparable, ¿no?
—Exacto.
Cabal estaba escudriñando la plaza a través de su telescopio. Consideró los restos de la cabalgata delante del ayuntamiento; consideró los personajes de las tiras cómicas rellenas de hidrógeno que contemplaban alegremente el escenario de la carnicería; consideró a los reanimados que se alejaban del depósito de cadáveres una vez que, presumiblemente, se había abandonado la batida; consideró la iglesia del lado opuesto de la plaza.
—En la iglesia hay una veleta, de modo que por lo menos el horrendo edificio tiene algo bueno.
—También tiene un reloj —replicó sin pensar Copeland, que inmediatamente quedó embargado por un sentimiento de culpa provocado por la apostasía de su comentario.
Cabal no respondió y continuó observando el puente que cruzaba el río local, visible únicamente detrás de un recodo de la calzada que pasaba por delante del ayuntamiento.
—La ciudad tiene un pequeño puerto, ¿no es cierto?
—Estamos en el estuario. El mar está a menos de un kilómetro y medio. ¿Por qué? —dijo el agente, y preguntó con una pizca de amargura—: ¿Va a robar una embarcación?
Cabal bajó el telescopio y se volvió al policía con una mirada inescrutable. Copeland tuvo la extraña sensación de que detrás de los cristales azules de las gafas, y aun de sus ojos, había algo confuso; presentía que faltaba algo.
—Tal vez no haya expresado con claridad mis intenciones, agente. Disponemos de un período muy breve de tiempo antes de que la plaga se propague y el mundo tal como lo conocemos desparezca para siempre. Yo necesito ese mundo, y no perderé el tiempo ni huiré mientras exista la más remota posibilidad de preservarlo.
—¿Cómo consigue que un acto heroico suene egoísta? —inquirió Copeland haciendo una mueca.
—Me ha dado usted donde más duele —replicó impertérrito Cabal. Y añadió a continuación—: Usted es policía. Doy por sentado que está equipado con elementos útiles además de ese casco ridículo que dejamos en la morgue, ¿no? ¿Una cachiporra? ¿Esposas? ¿Un cuaderno? Ese tipo de cosas.
Copeland entornó los ojos —le gustaba su casco—, pero asintió con la cabeza.
—Excelente. Bueno, pues si para salvar el mundo tan necesario es el heroísmo, y dado que yo soy una persona tan egoísta, aplicando el método deductivo…
Y Johannes Cabal esbozó una sonrisa.
Ser un brujo poderoso estaba resultando muchísimo más sencillo de lo que había imaginado. Lo más complicado de todo el plan había sido seguirle la pista a Cabal hasta aquella ciudad, pero una vez hecho eso, el resto había ido como una seda. Debía reconocer que su intención inicial había sido reanimar únicamente a los cadáveres de la morgue, y que la resurrección de la muchedumbre que asistía al carnaval había resultado una sorpresa —al parecer, la Práctica Ereshkigal había sido más expansiva de lo que había previsto—, pero no le dio mayor importancia. Se lo había tomado con calma y ahora todo parecía transcurrir bien. Por medio del abandono de su consciencia había desplegado una unidad de zánganos que mantenían la zona acordonada, y estaba convencido de que nadie había conseguido abandonarla. Ahora sólo tenía que registrar los edificios de la zona cercada. Su venganza estaba próxima. Esperaba cobrársela cuanto antes, pues todo el trabajo extraordinario que implicaba controlar tantos cadáveres era increíblemente agotador.
Sin embargo ocurrió antes incluso de lo que había esperado. Cuando se inclinó sobre el pretil de la azotea del ayuntamiento para ordenar a sus fuerzas que arrasaran tiendas y oficinas, a su espalda habló una voz, calmada y con un leve acento teutón.
—Vaya —dijo la voz—. Así que es usted quien está detrás de este torpe atentado contra mi vida, ¿verdad?
El brujo se volvió y sus ojos se posaron en el mismísimo Cabal —el detestado objeto de todas sus pesadillas durante los últimos años—, que estaba plantado delante de él con su pose arrogante y de despreocupación.
—¡Johannes Cabal! Ya debería estar muerto y convertido en uno de mis títeres de carne y hueso. —Rompió a reír con una risa pomposa de las que suelen asociarse con capas, bigotes finos y sombreros de copa aplastados—. Bueno, me alegro de que siga vivo. ¡Habría lamentado perderme el placer de contemplar su destrucción definitiva!
—No he venido para enfrentarme a usted, quienquiera que sea. Estoy aquí para apostar. ¿Ve?
Cabal sacó su navaja del bolsillo, se la mostró y la dejo caer sobre el suelo cubierto de grava de la azotea.
—¿No… no sabe quién soy? —El rostro del brujo se arrugó con una horrenda mueca que expresaba una mezcla de ira y de desprecio—. Llevo años detrás de usted, Cabal, y ni siquiera se había enterado. ¡Es usted un idiota!
En un mundo ideal habría estallado un trueno en ese preciso momento.
—«Idiota» es un término muy fuerte para ser utilizado por alguien que hace algo así para matar a un solo hombre —respondió Cabal, señalando con la cabeza la multitud de cadáveres repartida por la calle.
—No merece una muerte limpia ni rápida, Cabal. No después de lo que ha hecho. —Sacó pecho y se puso recto exhibiendo su estatura verdaderamente imponente—. ¡Usted mató a mi padre!
—¿En serio? —Cabal se alegró de que hubieran llegado a alguna clase de conclusión, si bien, eso en realidad tampoco le era de gran ayuda—. Vaya.
Pese a su profesión y a su actitud de laissez-faire con respecto a la mortalidad de los demás, Cabal de hecho no había llegado a matar a un número excesivo de personas que, en cualquier caso, no hubieran estado muertas previamente, y dudaba que sacrificar a un muerto viviente con ínfulas como el muy, muy difunto señor Billings —por poner un ejemplo reciente— fuera, estrictamente hablando, un asesinato. Una y otra vez la gente desarrollaba un vínculo emocional con trozos de carne que en el pasado habían formado parte de sus parientes, de modo que, ¿quién podía afirmar que un sujeto u otro de los empleados para sus experimentos no hubiera sido el padre de aquel bufón?
—Bueno —continuó Cabal—, por supuesto lamento mucho el fallecimiento de su padre, quienquiera que fuera, pero ¿no cree, quienquiera que sea usted, que aniquilar la raza humana para cumplir una venganza personal es, cuando menos, ligeramente desproporcionado?
—«¿Quienquiera que yo sea?» —rugió el brujo, otorgando una consideración mucho mayor al insulto implícito que al genocidio fortuito—. ¡Soy el instrumento de su perdición, Johannes Cabal! ¡Soy el artífice de su destrucción! ¡Soy… Rufus Maleficarus!
—¿Quién?
—¿Cómo osa? ¡Usted mató a mi padre!
Cabal puso los ojos en blanco.
—No para de repetirme, señor… —Y entonces cayó en la cuenta—. ¿Maleficarus? ¿Cómo Maleficarus el Magnífico? ¿El mago? —Se echó a reír. Todo aquello era simplemente absurdo—. Se ha equivocado de hombre, caballero. Yo no maté a su padre. Se suicidó. Dos veces, de hecho; lo que da muestras de cierto estoicismo.
Maximiliam Maleficarus, el Magnífico, había sido un ilusionista de teatro con delirios de poderes mágicos que iban más allá de hacer desaparecer conejos y serrar por la mitad a damas jóvenes y serviciales. Después de un encuentro en los inicios de su carrera con el reanimado —aunque «muerto» estrictamente hablando— Maleficarus padre, Cabal se había alejado con un omoplato fracturado mientras que él no se había movido ni un centímetro. Dado que el mayor de los Maleficarus había pasado muerto un tiempo considerable antes de levantarse, parecía poco probable que su hijo pudiera guardar de él más que el recuerdo de una figura borrosa de su infancia.
Sin embargo, del mismo modo que las enemistades y las vendettas pueden traspasarse durante generaciones sin que nadie se moleste en encontrarles una casus belli decente, parecía que para el ultrajado orgullo familiar del hijo de Maleficarus, un planeta lleno de muertos vivientes era un precio pequeño que había que pagar para reparar la herida de sus sentimientos.
¿O es que lo creía realmente?
Maleficarus frunció con suspicacia su prominente frente.
—¿Qué quiere decir con «la aniquilación de la raza humana»?
—Me refiero a la Práctica Ereshkigal. ¿La recuerda? Eso que ha provocado con el círculo de tiza y el incienso. Bueno, pues resulta que todos esos muertos deambulando por la ciudad están relacionados con ella. ¿Lo sabía?
—¡No me hable como si fuera idiota, Cabal!
—¡Es que usted es un idiota, Maleficarus! ¿Tiene la más vaga idea de por qué no se ha utilizado la Práctica durante más de cuatro milenios? ¡Mire! ¡Allí, al otro lado de la plaza! ¡Mire la majadería que ha creado!
Maleficarus miró, pero no vio nada. Cabal estaba furioso.
—¡Allí mismo! ¡Utilice los prismáticos si es necesario, pero mire!
Maleficarus se llevó los prismáticos a los ojos, de modo que no se percató de que el enardecimiento de Cabal se esfumaba de un plumazo, sepultado en el cajón de sastre de falsas emociones hasta que volviera a necesitar echar mano de él.
—No veo nada fuera de lo normal —musitó Maleficarus, que a esas alturas ya veía con indiferencia a los zombies—. ¿Qué estoy mirando?
Como respuesta recibió un objeto estrecho y metálico que le ciñó de repente la muñeca. Maleficarus sacudió el brazo para zafarse de las esposas, pero ni por asomo lo hizo con la prontitud necesaria para impedir que Cabal cerrara el trinquete.
—¿Qué? ¿Qué significa esto? ¿Qué está haciendo?
—Salvando el mundo. No es mío todo el mérito, no se preocupe. Sólo gran parte de él. Por supuesto, mucho depende todavía del grado de competencia de la policía local —explicó Cabal mientras retrocedía hacia el pretil que se asomaba al patio trasero del ayuntamiento. Cuando llegó al borde se volvió y miró abajo—. ¡Espero que esté preparado, agente! —gritó—. ¡De lo contrario moriremos todos!
Maleficarus miró perplejo a Cabal y luego se miró la muñeca esposada. La otra manilla ya estaba cerrada y, sorprendentemente, tenía un extremo de cuerda fuertemente atado a ella. Siguió la cuerda con la mirada a través de la azotea y por encima del pretil junto al que se encontraba Cabal. Levantó la mirada y vio uno de los gigantescos globos rellenos de hidrógeno del carnaval, al parecer anclado a su carro en el patio. Entonces comprendió y se quedó totalmente blanco.
—¡Oh, no! ¡No, Cabal!
Cabal se volvió a él con una expresión de avidez impaciente en el rostro. No tuvo que esperar demasiado. Abajo, en el patio, el agente Copeland se dio una tregua en su batería de patadas para alejar a los zombies del carro, dijo una oración silenciosa rogando que sus nudos fueran por lo menos tan buenos como los de Cabal y cortó los cabos del globo con unas cizallas. A continuación, blandiéndolas, el agente se volvió de nuevo hacia la horda invasora y machacó con ellas la cáscara resucitada de su inspector jefe. Aun si muriera en ese preciso momento, se dijo, por lo menos habría cumplido una de las ambiciones de su vida.
El globo remontó el vuelo rápidamente, demasiado rápido como para permitir a Maleficarus hacer algo más que tantear el extremo anudado de la cuerda antes de que ésta se tensara y él saliera lanzado por el cielo. Maleficarus giró en el aire, farfulló y gritó pidiendo auxilio mientras se elevaba —prisionero del gato gigantesco de una tira cómica—, rogando a Cabal que lo socorriera cuando el viento preponderante empujó el globo en dirección al mar.
Cabal, sin embargo, se limitó a observar cómo se alejaba con las manos en los bolsillos.
—Adiós, Rufus. Me haría un favor si evitara morir hasta que se haya alejado por lo menos cinco kilómetros de tierra firme —masculló entre dientes el nigromante.
Cuando la visión de un idiota alejándose volando lo aburrió, Cabal se volvió hacia la multitud de muertos vivientes y esperó. Enseguida empezaron a desplomarse en el suelo los que se encontraban en el lado opuesto de la plaza, y siguieron cayendo espontáneamente como una ola que se dirigía hacia él y que luego lo rebasó y continuó a su espalda a medida que su creador salía de su radio de acción y enfilaba hacia un horizonte claro. Ya no importaba lo que ocurriera con Maleficarus; cuando el último zombie se desplomó, la Práctica Ereshkigal perdió a su último súbdito y se extinguió sin mayores consecuencias.
De repente se instaló la quietud. Cabal paseó la mirada por los centenares de cadáveres que yacían desperdigados por la plaza de la ciudad y movió la cabeza con pesar. Era un desperdicio terrible. Todo aquel material fresco y no tenía tiempo para aprovecharlo. Era descorazonador. Atravesó la azotea para echar un vistazo al agente Copeland, que recuperaba el aliento exhausto y rodeado por un círculo de cuerpos aporreados. Sintiéndose observado, el policía levantó la cabeza hacia Cabal, entoldándose los ojos con la mano.
—Sigue en el bando de los vivos, ¿eh, agente?
Copeland alzó sus cizallas ensangrentadas y apuntó con ellas a Cabal.
—¡Usted… —consiguió pronunciar entre jadeo y jadeo—… queda arrestado! ¡Maldita sea!
—¡Ay! —exclamó Cabal—. Mirémoslo desde un punto de vista práctico. En estos momentos sus esposas están volando lejos de aquí ceñidas a un personaje de caricatura; además, usted está allí abajo y yo aquí arriba. Para cuando suba le garantizo que habré dado con una ruta alternativa para bajar y estaré huyendo del escenario con una presteza experimentada. Siéntase libre de intentar el arresto, por supuesto, pero, por favor, no se sienta demasiado decepcionado cuando fracase.
Sin embargo, a pesar de la advertencia, Copeland se sintió decepcionado.